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Guarda: Detalle de fachada

Calle García Moreno

Quito, 28 de septiembre de 2009

Portada: Detalle de fachadas

Calle Sucre

Quito, 6 de septiembre de 2012

CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA

2016

Raúl Pérez TorresPresidente

Comité Editorial

Gabriel Cisneros AbedrabboVicepresidente

Patricio Herrera CrespoDirector de Publicaciones

Guido Díaz NavarreteAsesor

Antonio Correa Losada Editor General

Paúl Salazar Urgilez Fotografía

Dirección de Publicaciones

Tania Dávila L. Diseño y diagramación

Editorial Pedro Jorge Vera CCEImpresión

Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión

Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria

Telfs.: 2 527440 Ext.:138/213

gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec

www.casadelacultura.gob.ec

Quito–Ecuador

A propósito

de la Conferencia Hábitat III

convocada por la ONU

17 al 23 de octubre de 2016

Auspiciar la igualdad, la cohesión, la inclusión y la equidad social y territorial, en la diversidad.

Plan Nacional para el Buen Vivir 20013-2017

Debatir y construir acuerdos que fomenten el desarrollo de los asentamientos humanos desde una perspectiva social y humana

sostenibles, que determinen el bienestar común.

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Contenido

Antecedente 11

Conferencia Hábitat III, Arq. María de los Ángeles Duarte 13

Habitar las calles, Raúl Pérez Torres 17

Una ciudad para la vida, Foro de América Latina y el Caribe 19hacia el Hábitat II, Mario Vásconez

Los pliegues ocultos de Quito, Olivia Casares 25

Arquitectura flotante, José Manuel Castellano 35

Agua y salubridad en Quito, Alfonso Ortiz Crespo 45

Aprender a vivir desde la arquitectura, Handel Guayasamin 51

Cultura y hábitat, Gabriel Cisneros Abedrabbo 63

Identidad y ciudad, Guido Díaz Navarrete 69

El caso de la casa 814, Juan Pablo Aguilar Andrade 75

La ciudad en la literatura. Fragmentos de la novela Pájara la memoria, 89

de Iván Égüez

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Antecedente

Las Naciones Unidas lleva a cabo cada 20 años el evento internacional más im-portante sobre vivienda y desarrollo urbano sostenible. La Primera Conferencia Hábitat se llevó a cabo en Vancouver en 1976, en donde se reconocieron las

consecuencias y problemas del acelerado proceso de urbanización mundial. La Segun-da Conferencia Hábitat II se llevó a cabo en Estambul en 1996, en donde los líderes mundiales adoptaron la Agenda de Hábitat como un plan de acción global, con un en-foque de asentamientos humanos sostenibles y el desarrollo en un mundo urbanizado.

La Tercera Conferencia Mundial sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible, Hábitat iii, se realizará en Quito del 17 al 23 de octubre de 2016 y tiene como objetivo relanzar el compromiso global hacia el desarrollo urbano sostenible, promoviendo la Nueva Agenda Urbana, que será acordada por las 193 naciones y servirá de guía para actuar en la política urbana de cada país.

Con este propósito la Casa de la Cultura Ecuatoriana, invitó a un grupo de autores de diversas profesiones y especialidades para que con sus textos y desde una perspectiva abierta, estimulen un diálogo ciudadano fuera del ámbito académico, que enriquezca el tema de los Espacios Humanos en un mundo cambiante y desde las condiciones especia-les que vive el Ecuador en la actualidad. Este material se difundirá en forma masiva y se publica como un dossier especial de la Revista cultural Casapalabras de la cce.

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Hábitat III

Arq. María de los Ángeles DuarteMinistra de Desarrollo Urbano y Vivienda

El principal objetivo de la Conferencia será renovar el compromiso político en favor del desarrollo sostenible, evaluando los avances logrados hasta el momento, ponien-do un especial énfasis en la erradicación de la pobreza y la sostenibilidad de los

asentamientos humanos en armonía con la naturaleza, fomentando procesos de descentra-lización adecuados y gestión territorial equilibrada. 

Hábitat III será el próximo hito en el camino para lograr el desarrollo urbano sostenible, re-presenta una oportunidad para discutir sobre la planificación urbana y la gestión sostenible de las ciudades como motores del desarrollo social y económico, mediante la aplicación de herramientas de planificación y el desarrollo de políticas públicas dirigidas a los seres humanos que la habitan y ten-gan las mismas oportunidades de acceso a la vivienda, infraestructura, servicios de salud, educación, alimentos, agua, espacios de recreación abiertos que permitan la movilidad humana, esto es lo que nosotros denominamos el Buen Vivir.

Ante estos desafíos, el Ecuador ha implementado una serie de acciones estratégicas para mejorar la cobertura de servicios, la asequibilidad, habitabilidad y seguridad de la tenencia, incorporando la dimensión del entorno en el cual se asienta la vivienda, a fin de revertir la segregación socio espacial y asegurar un hábitat seguro y saludable. Como resultado, en nuestro país los indicadores de déficit habitacional y de hacinamiento han disminuido notablemente gracias al aporte público, a través de la ejecución de programas de vivienda social, junto con el aporte de la empresa privada.

Nuestra visión de la Nueva Agenda Urbana incluye el Buen Vivir como paradigma de de-sarrollo que se refleja en el entorno urbano que conlleva paz y armonía con la naturaleza y una prolongación indefinida de las culturas humanas. La Ciudad del Buen Vivir debe ser un espacio incluyente, planificado, ordenado, sustentable, seguro, solidario, equitativo, diverso, que respete las culturas ancestrales y que se edifique en procesos participativos y democráticos y debe comprometernos a garantizar el Derecho a la Ciudad, al ejercicio de todas las libertades y garantías, a una vivienda digna y el acceso pleno a espacios públicos de calidad, promoviendo valores democráticos de paz, con-vivencia y justicia, reconociendo los derechos de la naturaleza y promoviendo la función ambiental y social de la propiedad.

Detalle de la cúpula de la iglesia ‘El Señor de los Milagos’

en la Calle Fernández Madrid y Vicente Rocafuerte, sector de la Loma Grande

Quito, 2 de septiembre de 2012

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El espacio público es nuestro. Cuando la comunidad se apropia del espacio públi-co, este empieza a existir, a llenarse de sus imaginarios y sus símbolos. El hombre busca y descubre su espacio urbano, cuando su legítimo rito le permite apro-

piarse del lugar, confrontarse o identificarse con él. Cuando se vuelve grato y seguro, incluyente y cargado de ese espíritu de libertad que vuela por sus calles y sus parques.

Muchas veces se hace complicado reglamentar el espacio público, es triste llenarlo de prohibiciones. No se puede minimizar su uso porque es terreno ocupado por un espíritu popular. Es decir irreverente y transgresor. La comunidad rebasa cualquier contenido jurídico, cualquier camisa de fuerza legal, va creando en el camino. La comunidad es un poema. El paisaje es su lienzo, los muros sus páginas en blanco y su paleta. El mito se esconde tras de sus árboles, y la leyenda, y la historia. Quizá por ello la poeta canadien-se Anne Michaels dice : “Encuentra el modo de hacer necesaria la belleza, encuentra el modo de hacer bella la necesidad…”

El espacio público es contestatario. Es misterioso. Sus formas de uso se transforman, se recrean, se actualizan, se vuelve un espejo de la comunidad, porque allí se interactúa y se revitaliza la vida pública, y alteran o modifican esos espacios provisionales, de insocia-bilidad, de anonimato, de alienación, esos no-lugares, como lo dice el antropólogo Marc Auge, en espacios urbanos cargados de vida y de historia.

Como la Costa ecuatoriana cuyo espíritu bravío, después del terremoto del 16 de abril, se va reconstruyendo poco a poco, derrotando el miedo, descubriendo a cada paso los síntomas populares de solidaridad, creatividad y respeto, demostrándonos que la re-construcción espiritual y psicológica de un pueblo, solamente se la puede realizar desde la Cultura.

Habitar III. Habitar para el ser humano. Habitar para el buen vivir. Habitar para el otro.

Habitar las calles

Raúl Pérez TorresEscritor

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Una ciudad para la vidaForo de América Latina y el Caribe hacia HÁBITAT II

Mario VásconezArquitecto

A mediados de 1995 los miembros del Centro de Investigaciones CIUDAD nos reunimos para discutir y planificar un conjunto de estrategias e iniciativas para involucrarnos en la organización del macro evento latinoamericano prepara-

torio de Hábitat ii.En ese momento, a fines del milenio, América Latina estaba urbanizándose a pasos

acelerados; desgraciadamente, ese proceso urbanizador no había ido de la mano de una mejor calidad de vida para la población: era evidente la precariedad de los asentamientos humanos, los déficit de vivienda, su vulnerabilidad, la falta de servicios y oportunidades, las desigualdades y el incremento de la pobreza.

Pero no todo era un desastre; mucha gente había trabajado —y seguía esforzándo-se— para enfrentar la problemática habitacional y las necesidades urbanas, buscando ha-cer efectivo el derecho de todos a una mejor calidad de vida en las ciudades.

Diego Carrión, director de CIUDAD en esa época, planteó que resultaba necesario reflexionar y debatir alternativas para enfrentar los retos de mejorar la calidad de vida en las ciudades. Pero además, convenía mostrar que en los casi 20 años transcurridos desde Hábitat l, en América Latina y el Caribe se habían producido desde ámbitos diversos, in-numerables e importantes propuestas y experiencias para enfrentar y atender la cuestión del hábitat y el medio ambiente urbanos.

Así fue como desde nuestra entidad, convocamos a numerosos colegas y amigos de la región, para organizar en conjunto un gran evento para discutir el tema del hábitat y presentar al mundo todo lo que se había avanzado en esos años.

Este fue el origen de lo que después fue un gigantesco evento que llamamos “Al En-cuentro de una Ciudad para la Vida”: Foro de América Latina y el Caribe hacia Habitat II, que organizamos en Quito como una contribución significativa de la región a la Con-ferencia que tuvo lugar en Estambul el año siguiente.

El Encuentro de Quito —y todo el proceso preparatorio— tuvo un carácter regio-nal en el que se involucraron cientos de colegas e instituciones que jugaron un papel im-portante en cada uno de sus países, para presentar sus propias propuestas y experiencias.

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De esta forma se logró el apoyo de importantes entidades internacionales, entre otras del Secretario de la Coalición Internacional del Hábitat (HIC), nuestro querido amigo mexicano Enrique Ortiz, y de Pablo Trivelli, coordinador del Programa de Gestión Urbana para América Latina y el Caribe (PGU-LAC). Involucramos también a Global NGO

Secretariat y al Programa FORHUM, en el que el Centro de Investigaciones CIUDAD participaba con otras tres instituciones an-dinas: CEHAP de Colombia, CIDAP de Perú y ceres de Bolivia.

A nivel nacional, se sumaron a la inicia-tiva el Municipio Metropolitano de Quito, el Ministerio de Desarrollo Urbano y Vi-vienda, la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el Colegio de Arquitectos del Ecuador —Nú-cleo Pichincha—, la Facultad de Arquitec-tura y Diseño de la Universidad Católica y la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central del Ecuador.

El Encuentro buscaba crear un espacio que pudiera mostrar nuestro trabajo, poten-ciar intercambios, difundir conocimientos replicables y estimular la realización de ac-ciones ingeniosas para solucionar los proble-mas del hábitat urbano.

El eje central del encuentro fue una gran exposición donde las instituciones pudiesen sistematizar un conjunto de experiencias e

iniciativas locales en relación con políticas, metodologías, acciones, obras y modalidades de atención a problemas del hábitat urbano; para difundir el trabajo y el conocimiento acumulado. Nos propusimos que este sería el medio para contribuir y aportar, desde América Latina y el Caribe, a la Conferencia hábitat ii.

Desde Quito hicimos una convocatoria amplia, in-vitando a la participación de diversas instituciones del Estado, gobiernos locales, universidades, organizaciones no gubernamentales y comunitarias, agencias de coope-ración y de la sociedad civil de América Latina y el Cari-be, para presentar en un formado tipo afiche, sus múlti-ples iniciativas y realizaciones vinculadas con el hábitat urbano.

América Latina estaba

urbanizándose a pasos acelerados;

desgraciadamente, ese proceso

urbanizador no había ido de la

mano de una mejor calidad

de vida para la población.

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Esta exposición sería el evento central del Encuentro, en complemento con actividades académicas de reflexión y debate (talleres, conferencias, mesas redondas) sobre los temas y problemas ligados a los asentamientos humanos. Así se hizo realidad el Encuentro “Una ciudad para la vida” del 13 al 18 de noviembre de 1995.

Diego Carrión, decano de la Facultad de Arquitectura y Diseño (que habíamos fundado poco tiempo atrás en la Universidad Católica), consiguió que la exhibición se hi-ciera en el nuevo Centro Cultural, construido por el arqui-tecto Fernando Calle. Con la participación de los estudian-tes de arquitectura pintamos de blanco las paredes, de gris los pisos y habilitamos un espacio amplio y funcional para la exposición de experiencias

La exposición fue un éxito, logramos reunir 277 trabajos presentadas por 155 ins-tituciones públicas, privadas y organizacio-nes sociales de 15 países de América Latina y el Caribe.

Se expusieron 6 experiencias prove-nientes de Argentina, 2 de Bolivia, 59 de Brasil, 6 de Chile, 29 de Colombia, 13 de Costa Rica, 105 del Ecuador, 4 de El Salva-dor, 5 de Guatemala, 18 de México, 2 de Ni-caragua, 10 del Perú, 10 de Uruguay, 2 del Canadá y 6 del Programa Andino forhum.

Estas experiencias se clasificaron en 16 ejes temáticos: 16 referidos a “Ciudada-nía, Identidad y Cultura”; 21 a “Gestión y participación ciudadana”; 10 a “Niños”; 7 a “Mujeres”; 22 a “Instituciones y Organi-zaciones”; 11 a “Salud y alimentación”; 32 a “Servicios Básicos”; 47 a “Vivienda”; 29 a “Medio Ambiente”; 20 a “Planificación y tierra urbana”; 15 a “Rehabilitación urbana y Centros Históricos”; 21 a “Capacitación y educación”; 9 a “Estudios y publicaciones”; 5 a “Comuni-caciones y sistemas de información”; 5 a “Generación de in-gresos y financiamiento” y 7 a “Ciudades y desarrollo rural”.

Las experiencias llegaban a Quito en el formato prees-tablecido y se incorporaban con su correspondiente iden-tificación. En un proceso casi artesanal a cada lámina la poníamos sobre un formato rígido, se forraba con plásti-

Un espacio que pudiera potenciar intercambios, difundir conocimientos replicables y estimular la realización de acciones ingeniosas para solucionar los problemas del hábitat urbano.

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co transparente y para colgarla le incorporábamos arriba y abajo, un perfil de tubo plástico para darle mayor solidez.

Como las láminas llegaban a ciudad pocos días antes de la exposición, el trabajo de enmarcación y montaje fue una tarea que exigió la participación de todos.

Recuerdo que en el armado de la exposición, uno de los “ayudantes” que tuvimos fue el célebre “Superbarrio Gómez” ese personaje mexicano con traje de superhéroe que “lucha por el derecho a la vivienda y por solucionar las necesidades y demandas de los habitantes de los barrios po-pulares”.    

Los talleres, conferencias, mesas redondas y encuen-tros se organizaron con una apretada Agenda en una se-mana, todos referidos a tópicos ligados al hábitat urbano. Adicionalmente se previeron encuentros entre actores im-portantes del desarrollo de las ciudades: autoridades gu-bernamentales; alcaldes, planificadores y técnicos de go-biernos locales; comunicadores sociales; jóvenes; mujeres; dirigentes comunales; estudiantes universitarios; profesio-nales…

De forma paralela se realizaron exposiciones de vi-deos, documentales, cine, fotografía, arte urbano, caricatu-ras, materiales de comunicación y publicaciones además de actividades en teatro, cine, música y danza.

En estos talleres y actividades académicas se inscribie-ron y participaron alrededor de 700 personas.

Colegas de 155 instituciones y organizaciones contri-buyeron con sus recursos, capacidades y trabajo a costear los diversos rubros de un evento de esta magnitud; sin embargo, parte del éxito fue que el Encuentro se realizó dentro de un espíritu de austeridad, descentralización y participación.

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El Panecillo

Quito, 22 de junio de 2013

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Los pliegues ocultos de Quito

Olivia Casares Historiadora del Arte. Escritora.

En una exposición de fotografía realizada en un patio municipal del Centro His-tórico de Quito, pude observar algunas imágenes que hablan de los pliegues medio ocultos de la ciudad; a la vez cosmopolita y vanguardista en tecnología y

eventos internacionales, así como franciscana y provincial. Y no me refiero a los plie-gues en número y belleza de sus reconocidas iglesias, de sus fiestas religiosas sincréticas de tarjeta postal, de sus conventos silenciosos, algunos de alquiler para ruidosos even-tos y matrimonios. Ni tampoco me refiero a los altos y suntuosos edificios del norte, a sus parques bien cuidados, a sus anchas avenidas, a su tráfico bestial, a sus bares y dis-cotecas, que ofrecen desde el jazz hasta lo último de la tecno cumbia, el rap y la droga, igual que en cualquier metrópoli moderna. Los pliegues a los que me refiero están y no se ven, o se ven, pero es como si no estuvieran; y se necesita el ojo del artista y la sensi-bilidad del objetivo, para captarlos y eternizarlos en imágenes.

En una foto de tamaño grande está un denso grupo de personas en la plaza de San Francisco, esperando la llegada de los músicos, danzantes, Yumbos, Sanjuanes y Rucus, que han sido contratados para animar a la gente con motivo del Inti Raymi, la fiesta del Sol. Son los descendientes de los Quitu-Caras, los indígenas nativos de lo que ahora es Quito y sus alrededores, herederos de quienes se asombraron ante la llegada de los bar-budos conquistadores, aquellos que llevaban la espada en una mano y la cruz en la otra, vestidos de hierro, dioses blancos que quizá podrían librarles del inminente dominio inca venido del sur, a quienes ya servían por entonces. Pero enseguida mostraron lo que ver-daderamente eran: blancos sí, pero no dioses, hombres solamente, con ganas de oro y de mujeres, que les robaron sus tierras y les esclavizaron. Estos indígenas por generaciones han estado aquí, viviendo en las márgenes de la urbe fundada por Sebastián de Benalcá-zar, o en las laderas de las quebradas que separaban los barrios coloniales, o en las partes altas de las colinas circundantes. Desde el inicio de la Colonia han sido la mano de obra que ha levantado y atendido las necesidades de la ciudad, los albañiles, los aguateros, los limpiadores de calles, las empleadas domésticas, los que antes movían los obrajes y traba-jaban en las haciendas aledañas, ya de propiedad de los invasores. Los que hoy se reúnen

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en las esquinas de los mercados de hombres los lunes por la mañana, para ser contratados por las empresas constructoras que siguen diseñando la ciudad. Pero el día del Inti Ray-mi están en la plaza, algunos casi borrachos, otros con caretas de payaso o de diablo, las mujeres con sombreros dobles, las carishinas con los anacos revueltos, los pingulleros animando la fiesta con los brazos alzados, pero también hay algunas chicas y chicos con bluejeans y celulares. Se ven las piedras coloniales bajo sus pies, alguna de ellas será laque remplazó a la de Cantuña. Se ve la grada que conduce al atrio de la iglesia, con su diseño único de dos semicírculos, que forman la perfecta redondez del Sol, del Inti, sobre esta plaza india, mestiza, barroca, apostólica, meta de turistas, tesoro del Centro Histórico, más aún cuando los Quitus de la actualidad la pisan y la zapatean a gusto, durante sus horas de fiesta.

La Plaza de la Independencia es quizá el lugar más visitado de Quito por los turistas, nacionales y extranjeros, por ser el ombligo de la ciudad vieja y el símbolo de su funda-ción e independencia. Pero aquí también hay pliegues escondidos, no por el espacio, sino más bien por el horario del día. En una imagen tomada a las seis de la mañana, se puede ver cómo los primeros rayos de Sol empiezan a alumbrar la fachada del Palacio Presiden-cial. La plaza pareciera desierta, pero hay dos figuras solitarias y separadas, que aparentan estar ensimismadas en sus pensamientos. Sus sombras son muy largas y van a chocar y proyectarse en el zócalo del Palacio, donde hay algunos portones alineados y todavía ce-rrados, coronados por dinteles de ceja triangular, cuyas puertas más tarde se abrirán para vender artesanías. La sombra más cercana al objetivo es la de un hombre anciano, vestido con terno negro, sombrero, manos en los bolsillos, paso lento hacia algún destino de los alrededores, o dirigiéndose a una de las bancas del parque para coger puesto y esperar a sus colegas, también ancianos, jubilados de sus trabajos o de sus vidas, que van a quemar las horas del día charlando entre ellos y criticando a los pasantes infinitos de la plaza. La otra figura es la de un niño lustrabotas, sentado en la vereda, con su cabeza apoyada sobre su cajoncito de trabajo. Pareciera que duerme, quizá ha pasado largas horas de la noche deambulando por los rincones del centro, escondiéndose de amenazas y ladro-nes, esperando el sol para calentarse un poquito y lustrar los primeros zapatos de cuero de algún burócrata madrugador que asome por las esquinas. O simplemente ha querido ganarle al día yendo desde muy temprano, para trabajar alrededor de una hora, antes de encaminarse a su escuelita, que quizá quede por el occidente, subiendo por las calles de San Juan. Allá arriba va a llegar, con su cajoncito a cuestas, con un par de monedas para poder comer algo durante la mañana, con algún libro o cuaderno apoyado en el fondo de la caja. Y para entonces su sombra ya no será tan larga, la plaza ya no estará tan vacía, y la imagen de las dos figuras solitarias frente al Palacio habrá desaparecido dando lugar al cotidiano y colorido tumulto humano, hasta tener una nueva ocasión de formarse al día siguiente, a las seis de la mañana.

Hay entre las calles Manabí e Imbabura una lavandería municipal, que tiene alinea-das algunas piedras de lavar, cada una con fregadero y tanque, agua fría en la llave y des-agüe en ordenados canales. En este lugar se ha tomado una imagen con varias mujeres de distintas edades con sus tinas de plástico y canastos de mimbre junto a cada piedra. Hablan entre ellas, una alza la mano enjabonada en un gesto elocuente. Quien la escu-

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cha mira el movimiento de sus propias manos, cabizbaja; se nota que rodeando su ojo izquierdo hay un moretón indefi-nido. Antigua labor de la mujer es lavar la ropa, algunas por encargo, a cambio de unos pocos dólares, otras la de sus hi-jos, que tal vez estén en la escuela o ganándose el pan como vendedores ambulantes por las calles de la ciudad, o la ropa de ella misma, que suda y mancha vestidos y delantales en sus infinitas labores de casa, propias y ajenas; pero, en parti-cular, lava la ropa de su marido, que por allí está trabajando en construcciones o cañerías, del que llega la platita para comer, en especial los viernes. Ese es el día que ella debe esperarlo a la salida de la obra para reclamar el dinero y evi-tar que se lo gaste en trago el fin de semana. Pero el viernes anterior el hombre debió de estar enojado con la vida, y ante el reclamo de la mujer no encontró mejor respuesta que la de un puñete bien dado, que en ella se hizo estrellas, dolor, hinchazón, moretón de varios días, motivo de charla con su vecina de piedra en ese día.

Sin embargo, pareciera emanar de las mujeres y del entorno un aroma a jabón y a humedad, un no sé qué de digno en el orden y la ropa lavada que cuelga en los alambres tensados en uno de los costados. Dura y an-tigua la labor de la mujer de lavar la ropa, y muchas veces también la de recibir el mal-trato del marido, pero al menos en ese lugar todo aquello pareciera simplificarse, por la frescura del aire y la buena iluminación, por la comodidad que la piedra y el agua corrien-te ofrecen, cosas que sus abuelas no tuvieron y quizá ni siquiera sus madres, por ser de las familias más pobres de la ciudad de antes, que debían llevar su ropa cuesta arriba hasta la chorrera de San Roque. Además, allí en la lavandería las comadres pue-den intercambiar sus charlas, igual que algunas mujeres de los barrios ricos lo hacen ante unas cartas, jugando canasta y tomando té con bocaditos al salmón, mientras se quejan de que sus maridos se emborrachan los viernes, pero afir-mando al mismo tiempo que a ellas no les tocan ni con el pétalo de una rosa, claro. Dirán que prefieren no saber sobre lo que ellos hacen cuando no están en casa, porque en un

Pareciera emanar de las mujeres y del entorno un aroma a jabón y a humedad, un no sé qué de digno en el orden y la ropa lavada que cuelga en los alambres tensados en uno de los costados.

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hogar estable y bendecido por Dios lo importante es que la mujer sea discreta y compren-siva, ya que ninguna de ellas estaría dispuesta a convertirse en lavandera, ante el peligro de que el marido les deje, con un mensual estrecho o nulo y ya sin tiempo para jugar cartas por tener que ponerse a trabajar. Por eso ellas ni saben, ni tienen motivo para que les im-porte saber, sobre la existencia de las piedras de lavar de la calle Imbabura.

Sobre un catre sobrepuesto a otro, en una habitación empapelada de arabescos, con manchas de humedad, está un joven con rastras, tocando una guitarra. Su atuendo es por demás elocuente: pantalón de Otavalo, camisa sin botones, abierta en U sobre su pecho peludo, está descalzo. Parece que canta junto a otro joven tirado en el suelo a sus pies, que tiene un mapa de Sudamérica abierto sobre el piso. En el catre de abajo se ven sus mo-chilas desparramadas, que muestran alguna ropa y un par de pasaportes. Sobre una mesa hay una botella de ron y vasos servidos. Bajo una pequeña ventana, de cavidad profunda, está una imagen del Señor del Gran Poder, un tanto amarillenta y, colgado en el mismo clavo, hay un teléfono celular, que parece tener la esperanza de superar el grosor de las paredes para ejercer con su función comunicadora. Afuera se alcanza a ver un balcón de estilo colonial en la parte opuesta de la calle, donde cuelga un letrero elocuente: guatitas quiteñas. Viendo esta fotografía se puede imaginar el trajín de los muchachos extranjeros, desde algún país lejano, en su aventura de mochileros, ya dentro de ese rincón barato, en el Centro Histórico, corazón de la ciudad que van a recorrer de sur a norte y de norte a sur, tratando de entenderla y superarla.

Son muchos y tienen nombres propios los pasos a desnivel de los principales cru-ces de avenidas y calles en Quito. En algo ayudan en la organización del tráfico vehicu-lar. Algunos también tienen una cara oculta, algún rincón que ha quedado camuflado entre sus cimientos, algún espacio utilizado como negocio o guardianía. En una foto de la parte norte, tomada al anochecer, lo que es evidente por el perfil iluminado de algunos edificios altos, con la mole oscura del Pichincha y sus antenas como fondo, está un grupo de jóvenes roqueros o neo góticos o metálicos —los nombres de las tribus urbanas cambian constantemente— iluminado por la luz eléctrica del entorno. Allí han establecido su lugar de encuentro en ese momento. Parece que conversaran en código por sus gestos, lucen ropas adecuadas al grupo: visten de negro, con pantalones estrechos y chompas de cuero, algunos con botas, otros con zapatos deportivos. La mayoría tiene pircings y tatuajes, algunos llevan pelo largo, otros copetes fosforescen-tes, o cadenas colgadas, quizá hasta cuchillos. En la parte más baja, donde el puente ya solo permite estar sentado, hay una pareja que parece abrazarse, pero al acercar el objetivo se puede ver que lo que hacen es inyectarse el uno a la otra: las jeringuillas están esparcidas por el suelo, junto a frascos indefinidos y las miradas perdidas de los chicos parecen entrar en armonía con el rumor del tráfico, que los aísla del mundo real en ese momento, protegidos por el puente y por el grupo, de quienes van a sacarlos de allí a empellones en el caso de llegar la policía. Sin embargo, el grupo tiene todo bajo control y sabe que esa es una posibilidad remota, porque la patrulla no los puede ver desde ninguna calle y la vía de fuga a pie se facilita por entre los distintos recovecos de los pilares. Por eso han decidido que ese es su mundo al anochecer, en el centro de la ciudad moderna, probablemente cerca de sus casas. Allí se sienten dueños de su vida,

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bajo ese paso a desnivel que los protege de quienes quieran juzgarlos por su pecado de soñar y desdeñar la vida, por su desprecio hacia los que transitan sobre ruedas en esos momentos por sobre ellos, a quienes consideran distantes y ajenos.

En los barrios altos del Nororiente de Quito, en ciertas noches húmedas, la neblina aparece con mayor o menor intensidad por entre sus calles o cubriendo y descubriendo las fachadas de los edificios y los árboles de los jardines. Por allí, a lo largo de la calle Isabel la Católica se encuentran muchos restaurantes refinados, donde ofrecen guardias para controlar los autos que llegan desde el atardecer a disfrutar de sus variados menús de comida nacional e internacional. Desde luego los bolsillos deben estar preparados para cumplir con la cuenta, que muchas veces supera, si se está en pareja y se añaden vinos, aperitivos y plus cafés, al salario mínimo vital. En una fotografía donde la mencionada neblina cubre el pavimento de la calle y parte de algunas fachadas, se ve a una pareja de enamorados abrazados y melosos, que han sido eternizados besándose, seguramente a la salida de uno de esos restaurantes exclusivos. Hay varios letreros luminosos que se proyec-tan entre la niebla y se reflejan sobre el asfalto; el romanticismo de la imagen está en que no se distinguen los rostros de los enamorados, sino únicamente sus perfiles borrosos. Alguien podría comentar que la ciudad andina en ese momento pareciera Londres, pero no en la actualidad, como pueden dar fe quienes la han visto recientemente, sino quizá la de mediados del siglo XX, cuando la neblina era permanente, porque se trataba más bien del smog de sus fábricas. En cambio, la de Quito es auténtica neblina y no está compuesta de smog, presente en todo el resto de la ciudad por la ubicación de sus barrios, al borde de la meseta quiteña, donde el viento choca y con él desciende la humedad venida de la selva. Una de las descripciones climáticas de Quito es que tiene en un día las cuatro estaciones: de noche y hasta la madrugada es invierno, durante la mañana es primavera, a medio día es verano y desde la tarde se vuelve otoño. Pero la neblina puede estar presente tanto du-rante el otoño como del invierno y nunca se sabe en qué días va a aparecer, porque no es regular y depende de los caprichos del clima y de los vahos que manda la Amazonía a la ciudad a modo de saludo. Se la encuentra en especial en el lugar donde se erige el monu-mento a Francisco de Orellana, quien ha quedado para la historia como el descubridor del Amazonas, por haber partido de ese punto hacia su empresa, en 1541. Al visitar estos barrios neblinosos es posible imaginar cómo eran sus parajes, desolados y misteriosos, cuando desde allí partió la expedición del español aventurero, a nombre y por mandato de la misma dinastía de la Reina Isabel y financiados por lo que les habrá quedado de sus joyas. Mirando esta imagen es posible soñar despiertos, pensando en ser por un instante los borrosos protagonistas de la foto, en una de esas noches de buena comida, trago de calidad y romántica neblina quiteña.

En una foto tomada en el barrio La Vicentina, debe de ser la hora del almuerzo, por-que se presenta el parque principal alumbrado por el Sol equinoccial, con varios carros que lo circundan mientras tratan de estacionar, o al menos de parar por unos minutos, a pesar de que les piten, frente a los puestos humeantes de carnes asadas al carbón. Por allí varios perros dan vueltas entre los puestos de venta, con la esperanza dibujada en sus ojos y en la baba de sus fauces anhelantes. Mientras tanto las doñas llaman alharaquientas a los clientes ofreciendo pedacitos blanquecinos de la famosa tripa mishqui, o intestino de res,

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plato tradicional desde tiempos remotos, o al menos desde que las vacas llegaron a Quito con la Conquista. Comida de pobres otrora, cuando el músculo blando era exclusivo para los ricos descendientes de los blancos europeos. Pero al momento, junto con indígenas y mestizos en todas las tonalidades, también los hijos y los nietos de los blancos asisten complacidos al banquete, y compran porciones so-bre platos de cartón, que las llevan a sus carros, donde segu-ramente tienen alguna cerveza fría comprada en la tienda

de la esquina del mismo parque, bien fría y sin vaso, seguramente están en compañía de los panas o de alguna mansita que los mira con asco mientras muerden los tostados pe-dazos de tripa; barata y sabrosa, a decir de las alborotadas vendedoras.

En la imagen captada desde el parque del Itchimbía, al atardecer, se ve la ciudad de Quito como si fuera un enorme nacimiento recién iluminado. A la izquierda se distin-gue el Panecillo, coronado por la Virgen de Legarda, quien ofrece su venia al norte de la urbe como bendiciéndola, mientras da las espaldas al sur sin el pudor propio de su caridad cristiana. Misterios gloriosos de la religión católica, responsable de haber con-vertido en gigante de cemento la hermosa y pequeña escultura policromada de madera de la Colonia, inclinándola hacia los barrios ricos e ignorando a la mitad menos rica o tendiente a pobre que le queda por detrás. Pájaro enorme que asombra y asusta, sím-bolo de una ciudad clasista y usurpadora de

los mitos ancestrales que antes la cobijaban con equidad. La imagen es también fuente de bromas, inventadas por los chullas, a propósito de la santa señora, y valiéndose de su tradicional sal quiteña. Se dice por ejemplo que las cadenas que yacen a sus pies han sido colocadas para retenerla de ba-jar a la Veinticuatro de Mayo, sede ancestral de las mejores o peores prostitutas de la urbe, calle felizmente transformada en la actualidad en una amplia e invitante avenida peatonal, muy cerca de La Ronda, la más peculiar callecita del Cen-tro, llena de bares y atractivos turísticos. Pero ya fuera de bromas, la estatua incómoda sigue allí encadenada y seguirá

La religión católica,

responsable de haber convertido

en gigante de cemento la hermosa y pequeña

escultura policromada

de madera de la Colonia,

inclinándola hacia los barrios ricos

e ignorando a la mitad menos rica.

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mientras dure la inequidad social de la Carita de Dios, famosa desde la Colonia por ser la urbe más curuchupa del continente americano. Además, hay otro monumento erigido fuera de contexto y evidentemente anacrónico; lo mira la Virgen desde el Panecillo, está allí, donde empieza el norte, se levanta tétrico en el límite de la parte colonial, sobre otra de sus colinas. Es la Basílica neogótica, mala copia —quizá de la medieval Notre Dame de París—, burda imagen de cemento armado y vidrios plastificados, inmenso espacio de pretensión vaticana, ubicada en un punto estratégico, que domina varios de los kiló-metros de Quito hacia todos sus costados. Felizmente, entre uno y otro monumento a la vulgaridad, se encuentra el hermoso Centro Histórico, todavía con su trazado original de tablero de ajedrez, en cuyas manzanas de tamaño parecido se pueden distinguir las innumerables cúpulas y campanarios blancos de sus iglesias coloniales barrocas, de sus conventos enormes, de sus casas restauradas de colores vivos, con balcones y celosías, de sus teatros y espacios tradicionales. Llaman la atención sus calles en sube y baja, sus plazas públicas iluminadas, la Plaza de Toros Belmonte, donde durante la temporada, antes con gloria y actualmente camufladas, se desarrollan las corridas traídas desde España a las co-lonias, para brindar el circo adecuado a los ciudadanos, a costa de la sangre de los toros de lidia y en medio de los rituales propios de la tauromaquia. En la fotografía se ven también algunos colegios y escuelas, el monumento a la Batalla de Pichincha, el Museo del Agua. Hacia los extremos del Sur y del Norte la ciudad se extiende infinita y desaparece del objetivo. Se ven los barrios que ascienden por sus colinas por Este y Oeste, como blancas arañas, y los límites de los espacios verdes, conservados con dificultad en los márgenes y que son los indispensables pulmones de la urbe. En el horizonte, junto a donde empieza el cielo, están los perfiles del Pichincha, montaña padre, eterna vigilante de esta ciudad heterogénea y arrugada que ya no se entiende por dónde más va a crecer, porque ya ha llegado a los bordes de todos sus contornos.

En una foto, aparentemente no urbana, se puede ver un primer plano de la hermosa figura de un quinde volando, en el momento cuando acerca su pico, tan largo como el res-to de su cuerpo emplumado, hacia una flor generosa y gorda que le está brindando su néc-tar. Le rodean plantas de diferente tamaño y algunas flores como claveles, rosas, margari-tas y lilas. Detrás del jardín está la fachada de una casa moderna, con una gran ventana de vidrio polarizado, y sobre el techo se ven las antenas de Cruz Loma, prueba contundente de que se trata de un jardín quiteño. Porque generosa es la naturaleza en la tierra fértil de la urbe, injustamente cubierta de cemento y asfalto, pero que todavía logra manifestarse en los pequeños jardines y en los parques que aún pueden mirar al sol sin impedimentos. Es el quinde o colibrí un pájaro símbolo de la ciudad, pequeño, ágil y hermoso, que aún logra sobrevivir entre las flores que quedan, exhibiéndose en sus fosforescentes colores y en su vuelo de helicóptero, capaz de quedarse quieto frente al manjar florido mientras lo chupa, y de huir tan veloz como un rayo de sol cuando se siente amenazado. Vida larga al colibrí y a la ciudad que dignamente representa.

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Babahoyo, 23 de julio de 2009

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Arquitectura flotante

José Manuel Castellano Gil Profesor Universidad Nacional de Educación de Ecuador (UNAE)

A Sergio Baquerizo,un hombre de río y luchador incansable.

Un elemento clave a lo largo del proceso evolutivo del ser humano ha sido su constante capacidad adaptativa y su cultivada habilidad por obtener respues-tas para subsistir y desarrollarse en comunidad. Ese aprendizaje continuo, sín-

tesis de una observación directa sobre el medio natural en el que se desenvuelve y su acumulación de experiencias, conforma su aparataje cultural, tecnológico y científico en cada momento histórico.

En ese sentido, la balsa o casa flotante constituyó un elemento significativo de adap-tabilidad, que no ha contado hasta el presente con un reconocimiento histórico, patri-monial ni cultural. Su percepción e identificación en Ecuador han quedado restringidas a un segmento social minoritario en precarias condiciones, que no ha tenido los medios ni la capacidad reivindicativa adecuada para defender su propia tradición, como tampoco le han concedido el espacio apropiado para ser escuchados.

El cantón de Babahoyo, cabecera provincial de Los Ríos, es hoy día el último reducto territorial ecuatoriano donde se emplaza este tipo de manifestación constructiva ancestral. La situación actual que presenta ese complejo flotante es de extrema gravedad: se encuentra al borde de su extinción definitiva. En estas últimas décadas se ha corroborado un rápido descenso en el número de balsas flotantes: a finales de la década de los ochenta del pasado siglo xx se contabilizaban unas 180 viviendas flotantes a ambas orillas del río de Babahoyo, en 2012 se reducía a medio centenar y ya en 2016 subsiste a duras penas una docena.

Esa progresiva reducción ha venido determinada por la intervención directa de las distintas políticas de reubicación emprendidas por el Municipio de Babahoyo desde me-diados de los años noventa del siglo xx y por el reasentamiento llevado a cabo en estos últimos meses por el Ministerio de Vivienda de Ecuador (Miduvi). Estas intervenciones venían argumentadas desde la esfera institucional como un intento por transformar un escenario de marginalidad y pobreza.

Esta medida, a nuestro juicio, no abordó la verdadera “cuestión de fondo”, pues el proceso de desmantelamiento de las balsas —ubicadas en un espacio de crecimiento y

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adecuación de la ciudad— parece responder más a un instrumento de planificación in-sertado en el proyecto de regeneración urbana del malecón de Babahoyo planeado por el Municipio, que a una estructurada política de acción social.

Resulta evidente que en esa toma de decisión no se entró a valorar “la raíz del proble-ma”, que es eminentemente social. Pues un “problema social” de estas características no se resuelve unilateralmente a través de una política de desalojo y/o reubicación. Además, a corto plazo estas reubicaciones pueden agudizar y acentuar aún más el estado de preca-riedad y marginalidad social de este grupo humano, ya que se ha provocado una ruptura y desvinculación con un medio que al menos le permitía una subsistencia en torno al río (poco más de un 1/3 se dedicaban a la pesca y casi un 20% de las mujeres a la lavandería). De modo que los reubicados han perdido las escasas herramientas de producción de que disponían. Estas políticas de reubicación tampoco vinieron acompañadas de un paquete de medidas dirigidas a fomentar una reinserción social y laboral de los balseros. En defi-nitiva, la reubicación no da respuesta al problema social existente.

Por otro lado, la adopción de esta decisión tampoco parece haber evaluado el con-tenido histórico-patrimonial de las balsas flotantes, como un instrumento de consolida-ción identitaria fluminense, ni contemplado su enorme potencial como recurso múltiple, tanto en la articulación y diseño de la nueva ciudad, como en su posible contribución como agente impulsor de un desarrollo local sustentable.

Esta dinámica va a tener como desenlace la liquidación definitiva del último vestigio de una “cultura anfibia” asentada en Ecuador, la desaparición de un patrimonio único, exclusivo y singular en el marco ecuatoriano, y la pérdida de un patrimonio material e in-material asociado, que en épocas pasadas contribuyó sin duda a la integración del espacio y a la conformación nacional.

Ante este panorama, y con la finalidad de invertir esta tendencia, presentamos en 2015 un proyecto de revalorización de estos inmuebles flotantes, bajo una perspectiva de desarrollo local integral, al Gobierno Descentralizado Municipal de Babahoyo y a otras instituciones. Sin embargo, nunca se obtuvo respuesta alguna al respecto.

Afortunadamente, la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión” acogió, desde un primer momento, y con gran interés y entusiasmo la propuesta de edición del libro Historia gráfica de las casas flotantes en Ecuador. En su estudio preliminar se aborda el importante papel histórico que este tipo de hábitat supuso para Ecuador, y se enrique-ce, además, con una amplia selección gráfica que intenta cubrir los últimos cinco siglos. Debemos señalar que esa publicación nacía con la idea de sensibilizar a los responsables públicos, a los agentes culturales y a la sociedad en su conjunto sobre la necesidad de preservar, conservar, difundir y provocar un reencuentro con un patrimonio ancestral casi desconocido y que, además, puede convertirse en un motor de desarrollo económi-co, social y cultural sostenible, complementario y diversificado en el ámbito cantonal y provincial.

Evidentemente, esta realidad actual que se esboza sobre las balsas flotantes de Baba-hoyo contrasta con la estampa histórica de su pasado cercano. Primero porque este tipo de vivienda estuvo muy extendido por diversas zonas de la provincia de Los Ríos y por amplias franjas de la costa ecuatoriana, y porque llegó a desempeñar un decisivo y activo

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papel de intercomunicación territorial (comunidades e ideas) y un instrumento clave en las relaciones comerciales entre la Sierra y la Costa. (Babahoyo, dada su ubicación estra-tégica, adquirió una doble renta posicional: fue al mismo tiempo “desembarcadero” de Guayaquil y “puerto” de Quito.) En segundo lugar porque existía una gran diversidad de tipologías constructivas que respondían al condicionante social de sus propietarios: des-de las rústicas o tradicionales a las grandes casonas de particulares, empresas comerciales y consignatarias; mientras que el carácter de marginalidad actual que ofrecen estas vi-viendas fluviales debe entenderse, en gran medida, por el “cambio de uso”, al ser relegadas a un plano secundario, entre otros factores, por la introducción de embarcaciones a vapor a finales del siglo xix y por las nuevas redes viarias en el siglo xx .

Otro aspecto relevante está intrínsecamente asociado a la permanencia en el tiempo de este hábitat y a la larga duración de estancia de sus moradores, que indican el gran apego e identificación a una forma de vida, a un modelo social y cultural propio, pues casi 3/4 partes de sus residentes balseros cuentan con un largo período que superan los 20 años de permanencia en este tipo de hábitat flotante en Babahoyo.

El ejemplo de Holanda

Vivir sobre el agua no representa una propuesta novedosa ni mucho menos futu-rista. Hace miles de años que diversas comunidades, en muchos puntos del planeta y prácticamente en todos los continentes, levantaron sus viviendas sobre los ríos y lagunas. Tales ubicaciones respondían en esencia a unos condicionantes geográficos, climáticos y comunicativos, que estructuran una forma de vida, una relación social, cultural y econó-mica propia y diferenciadora.

Durante esta última década en el escenario internacional se han planteando las casas flotantes como un elemento alternativo válido para combatir los desastres ocasionados por las inundaciones; también como una opción factible contra los efectos del cambio climático y el ascenso del nivel del mar. Al tiempo, esta aportación arquitectónica se ha enriquecido con la incorporación de los nuevos avances tecnológicos y con la introduc-ción de criterios fundamentados en una economía verde, encaminados hacia una soste-nibilidad y en que prima una relación respetuosa con el medio ambiente, tanto en el em-pleo de energías limpias como en el tratamiento de residuos. Este planteamiento no sólo impulsa un nuevo modelo de desarrollo alternativo sino que, además, genera innovación tecnológica y calidad de vida.

Un caso particular es el modelo holandés, desarrollado donde no existía tradición histórica de casas flotantes. Sin embargo, las características propias de su marco espacial (frecuentes inundaciones en un territorio donde una cuarta parte se ha ganado al mar y casi la mitad de su superficie total está al mismo nivel del mar o por debajo de este) y su estrecha relación con el mundo asiático, como consecuencia de su aventura colonizadora, explican la asimilación holandesa de esta experiencia constructiva asiática. Holanda se ha convertido en uno de los países punteros en este desarrollo arquitectónico destinado a

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residencias tanto permanentes como temporales, que han originado barrios con gran diseño y urbanismo, con el apo-yo del gobierno que estimula y financia proyectos y escuelas arquitectónicas flotantes como medida preventiva contra los efectos de inundaciones y el ascenso de los niveles oceá-nicos. Esta línea de actuación se ha extendido por diversos países a lo largo del mundo.

El ejemplo holandés se aplica en algunas partes del mundo. En el ámbito latinoamericano debemos resaltar la labor realizada por las instituciones políticas y univer-sitarias de la ciudad de Medellín, en el marco del proyecto

“Ciudades colombianas y cambio climáti-co”, que están desarrollando una propuesta de edificación de casas flotantes para imple-mentarlas en las regiones del país más pro-pensas a inundaciones, intensificadas a cau-sa de la variabilidad y el cambio climáticos. Destacamos que este planteamiento está estrechamente interrelacionado y sustenta-do en unos fines de preservación y conser-vación de los valores socioculturales y en la consecución de un mejoramiento en la cali-dad de vida.

Especialmente en el ámbito oriental se ha potenciado un gran crecimiento de este tipo de arquitectura sobre el agua, vincula-da al mundo turístico. Incluso en un estadio superior se ha desarrollado la construcción de islas flotantes (también con orígenes pre-hispánicos como en México con los asenta-mientos de Tenochtitlán y Tlatelolco o en Bolivia, lago Titicaca, con Los Uros entre otros) con una funcionalidad diversa. Por un lado, están aquellas que responden a cuestio-

nes meramente logísticas, de geoestrategia militar o políticas expansionistas, como es el caso de China. Por otro, proyec-tos de grandes ciudades flotantes con una alta capacidad de sustentación poblacional, que ofrecen todo tipo de servicios, espacios verdes, etcétera. Asimismo se han construido otras infraestructuras como instalaciones deportivas (campo de fútbol flotante en Singapur) o los diferentes proyectos de granjas flotantes en Europa, Asia, África y en el Caribe y América Latina (Nicaragua, Guatemala y Haití).

Una propuesta de edificación

de casas flotantes para

implementarlas en las regiones

del país más propensas a

inundaciones, intensificadas a causa de la variabilidad y el cambio climáticos.

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Pero junto a la proliferación de estas innovaciones todavía coexisten las viejas casas flotantes tradicionales en muchos puntos del globo, con un denominador común: sus pésimas e infrahumanas condiciones de vida, exclusión de servicios mínimos indispensa-bles y una alarmante y crítica situación higiénico-sanitaria, que los convierten en verda-deros focos de infección y mortalidad. A nivel mundial se desconoce la cifra de personas que habitan en estos espacios flotantes, pues no se dispone de censos al respecto. Pero es en la zona asiática donde se concentra el mayor volumen poblacional, aunque también es importante en amplias áreas latinoamericanas.

Consideramos que ese importante colectivo humano debería contar con el apoyo de un marco de cooperación entre las instituciones internacionales y nacionales. Y en ese sentido hemos propuesto al Ministerio de Vivienda de Ecuador, aprovechando la cele-bración en Quito del Congreso Internacional Hábitat iii de la onu —cuya máxima pre-ocupación y labor es la lucha mundial por una vivienda digna—, que acoja nuestra pro-puesta de instar a la elaboración de un plan de actuación dirigido a mejorar y garantizar las condiciones de vida de esos espacios y a la vertebración de un programa de viviendas sociales flotantes y dignas. También ellas son parte de una identidad colectiva.

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Detalle del barrio San Marcos, vistoz desde la Tola

Quito, 2 de septiembre de 2012

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Agua y salubridad en Quito hasta inicios del siglo XX

Alfonso Ortiz CrespoCronista de la ciudad de Quito

La abundancia y calidad de los recursos, la bondad del clima, la disposición de los caminos, la dirección de los vientos dominantes, la orientación de la ciudad con relación al agua y al sol, la existencia de suficiente mano de obra indígena y

otra variedad de factores debieron tomar en cuenta los españoles para la fundación de la ciudad.

El lugar escogido para la fundación de Quito, sería el mismo del antiguo asentamiento aborigen. La disposición de Diego de Almagro a Sebastián de Benalcázar es clarísima cuan-do ordena el establecimiento de la villa de San Francisco el 28 de agosto de 1534, en el sytio e asyento (de) dondesta el pueblo que en lengua de yndios aora se llama quyto questara treinta leguas poco mas o menos desta çibdad de santiago.

El prestigio del sitio, la concentración de población indígena para emplearla en las la-bores agrícolas, de servicios y oficios, así como para su evangelización, fueron factores im-portantes para los españoles, pero también, y mucho, las condiciones topográficas del lugar, que primaron sobre la comodidad del sitio.

En efecto, la complicada topografía facilitaba la defensa de la ciudad, establecida en este sitio el 6 de diciembre del mismo año. Asentada en las estribaciones orientales del volcán Pichincha, algunas colinas rodean a la ciudad por sus otros costados: el Panecillo (Yavirac) al sur, el Itchimbía (Anahuarqui) al oriente y San Juan (Huanacauri) al norte, cumpliendo el papel de murallas, mientras que tres profundas quebradas, formadas por el desagüe de las lluvias que caen sobre el amplio cerro, hacían de fosos. Esta topografía y los accidentes geográficos brindaban seguridad a los poco más de 200 españoles que se asentaron como vecinos. Así, los conquistadores contaban con barreras difíciles de sobre-pasar y de factible defensa, en especial con armas de fuego, caballos y perros de guerra.

Por todo esto, la traza en cuadrícula debió adaptarse a las irregulares condiciones del terreno. La presencia de las quebradas, más que de las colinas, modificó las formas de las manzanas, ensanchándose algunas para absorberlas en su interior. Una vez superado el temor de rebeliones indígenas, las autoridades de la ciudad permitieron la expansión fue-ra de las quebradas, que eran sus “fortalezas”. Pero se construía únicamente sobre terreno

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firme, sin tocar las quebradas, no solamente porque era irracional invertir en costosas obras de canalización y relleno, sino porque existía aún en la ciudad espacio y lotes donde construir.

Las quebradas, se sobrepasaron en los primeros tiempos con puentes de vigas de madera, material abundante en la zona, obras públicas que emprendió el Cabildo para dar continuidad a las calles. También se aprovechaban las quebradas para arrojar las in-mundicias, encargándose los aguaceros de llevarse la basura acumulada, con la fuerza de las correntadas.

La quebrada central bajaba desde las faldas del Pichincha, desde el sector de El Tejar y cruzaba transversalmente la ciudad. Se la llamó simplemente La Cava, y según la época o tramo, de Sanguña, Quinguhuayco (quebrada sinuosa), quebrada Grande, de la Alcan-tarilla, de Manosalvas, etc. Otra gran quebrada cerraba por el sur al viejo Quito; abierta al pie del Panecillo, se la llamó del Auqui o Ullaguangahuayco (quebrada de los gallina-zos) y posteriormente de Jerusalén. Por el norte, una amplia quebrada se iniciaba en la loma de San Juan, descendía paralela a las anteriores y se unía con la central, después de empalmarse con una quebrada que corría al pie del Itchimbía; esta quebrada se llamó de Pilishuaico (quebrada de los piojos) y en su tramo central se la conoció como quebrada de las Carnicerías, de las Tenerías o de la Plaza de Armas y modernamente de La Marín. Todas desaguaban en el río Machángara.

Las quebradas fueron rellenándose paulatinamente. En este sentido es elocuente la propuesta que hizo en 1667 Alonso Manosalvas al Cabildo, para cercar la quebrada que bajaba desde El Tejar, y que pasaba junto a su propiedad en el límite oriental de la ciudad. Ya contaba con un puente que permitía el paso de la plaza de Santo Domingo hacia el monasterio de Santa Catalina, por la actual calle Flores. Construido en 1616 por su pa-dre, desde entonces se conocía a su propiedad como la casa del puente de Manosalvas y al tramo de la quebrada con el mismo nombre, apelativo que se mantuvo hasta mediados del siglo xx. El Cabildo autorizó la obra, con la condición de que dejara una ventana en el cerramiento para tirar las inmundicias. Esta práctica se mantuvo en la ciudad hasta mediados del siglo xx, cuando las quebradas fueron poco a poco canalizadas y rellenadas, mejorándose también el sistema de recolección de basuras, y la higiene.

Lo que al momento de la fundación española se consideró como ventaja, es decir, la presencia de las quebradas como defensa, poco tiempo después se volvió un estorbo para el desarrollo de la ciudad. Cuando los puentes no fueron suficientes, pues solucionaban el problema exclusivamente en el espacio de la calle, mientras que las manzanas quedaban aisladas y sin posibilidad de ser construidas en su totalidad, se iniciaron obras de cana-lización, con alcantarillas de piedra y bóvedas de cal y ladrillo, para luego rellenarlas y construir complejos sistemas de arquerías, para edificar sobre ellas.

A más de la situación estratégica, desde la óptica económica y de la subsistencia, Quito ofrecía otras ventajas, como la sencilla provisión de agua proveniente de los deshielos del Pi-chincha y de las abundantes lluvias provocadas por la condensación de nubes al encontrarse con la alta barrera del volcán.

Cuando los incas se establecieron en Quito, se supone que mejorarían los primitivos sistemas de aprovisionamiento de agua del lugar. Obviamente los españoles introdujeron

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mejoras en la red de canales y acequias aborígenes, y realiza-ron las indispensables ampliaciones e incorporaron nuevas fuentes para la provisión de una ciudad en crecimiento. Se asegura que estos eficientes sistemas funcionaron hasta fina-les del siglo xix. Por esto, la dotación de agua en los primeros años no constituyó un problema. El Cabildo tempranamente tomó medidas para asegurar sus fuentes, cuidar su suminis-tro y preservar la limpieza del líquido, estable-ciendo multas y castigos severísimos a quien estorbara o quitara el suministro a la ciudad. También cuidó de las lagunas que existían en los llanos vecinos, en donde señalaría los eji-dos de Iñaquito, al norte y de Turubamba, al sur, prohibiendo que se acercara el ganado a estas fuentes.

Para el consumo diario de la población el Cabildo dotó a la ciudad de fuentes públicas. Entre las más antiguas estaban la de la Plaza Mayor y la de San Francisco, las dos del siglo xvi. Los pobladores recibían el agua a través de aguateros, quienes recogían el líquido en grandes pondos1 de barro, y en sus espaldas la trasladaban hasta las viviendas. Este sistema se utilizó hasta inicios del siglo XX, cuando la modernidad entubó el agua y estableció gri-fos públicos en las esquinas de las calles, por lo que las pilas dejaron de ser útiles y fueron trasladadas a otras poblaciones: la de la Plaza Mayor terminó en la vecina Sangolquí y la de San Francisco, en la Mitad del Mundo en el pueblo de Calacalí.

En 1762, el Corregidor de Quito orde-naba que acequias, alcantarillas y conductos que llevaban agua para la ciudad, se introduzcan a las pilas con limpieza. Para cumplir con este mandato, el Alcalde de Aguas debía registrar todos los días las cañerías, castigando a quienes atentaban contra la ciudad.

Pero con el incremento de la población y la amplia-ción del área de la urbe, las dificultades también aumenta-ron. Cada vez las fuentes estaban más lejanas y crecieron los pleitos sobre usos y derechos. Se conoce que a inicios

1 Tinaja de barro cocido.

Quito ofrecía otras ventajas, como la sencilla provisión de agua proveniente de los deshielos del Pichincha y de las abundantes lluvias provocadas por la condensación de nubes al encontrarse con la alta barrera del volcán.

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del siglo xviii los jesuitas habían realizado trabajos para lle-var agua desde una sierra nevada localizada a cinco leguas de Quito, uniendo su acequia a la de los franciscanos de la reco-leta de San Diego, quienes habían recibido un siglo antes, a perpetuidad el líquido “... que viene a la casa del Auqui”.2 Los jesuitas habían llevado todo el caudal a sus molinos en la quebrada de Jerusalén, lo que provocó un largo pleito entre las dos comunidades religiosas. Solamente a fines del siglo, se solucionó el problema.

En general, los conventos y monasterios mantenían fuentes dentro de sus propiedades y gozaban a perpetuidad y gratuitamente del agua. Muy pocos vecinos tenían este pri-

vilegio, solamente por servicios muy impor-tantes prestados a la ciudad o al Rey, o por su alta alcurnia, recibían el derecho a tener agua corriente en sus casas e instalar pilas.

El crecimiento demográfico era lento de-bido a la alta mortalidad infantil, la mortali-dad materna al momento del alumbramiento, la deficiente nutrición y el desaseo generaliza-do. Era común encontrarse con desperdicios en la vía pública, así como excrementos, tanto humanos como de animales. Solamente a fi-nales del siglo xviii, se estableció un sistema de carretas para recoger las basuras.

Las epidemias diezmaban a la población. La ignorancia, las supersticiones, el miedo y la resignación ante las enfermedades impedían buscar remedio frente a las calamidades. El elemental desarrollo de la medicina, el poco número de médicos y su formación defi-ciente, así como la existencia de tan sólo un

hospital y en malas condiciones, agravaban la situación. Sin embargo, este inquietante contexto no fue más grave, asegu-ra el célebre médico quiteño Eugenio Espejo (1747-1795), gracias a la bondad del clima. Estos y muchos otros factores determinaban que la expectativa de vida fuera corta.

La desastrosa situación sanitaria e higiénica de Quito fue trazada en 1785 por Espejo en sus Reflexiones sobre el contagio y transmisión de las viruelas escritas por pedido del

2 Francisco Topatauchi Inca, o El Auqui, era hijo de Atahualpa, el último emperador inca.

Los conventos y monasterios

mantenían fuentes dentro de

sus propiedades y gozaban a

perpetuidad y gratuitamente del

agua. Muy pocos vecinos tenían este privilegio.

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Cabildo de Quito, a raíz de una grave epidemia de sarampión y viruela que produjo más de 2.000 muertes. Para Espejo los monasterios estaban en tal condición de inmundicia, que constituían focos de infecciones permanentes.

Poco cambiaría la situación con la llegada de la independencia. Precisamente uno de los primeros decretos del general Antonio José de Sucre, después del triunfo en Pichincha, obligaba a los vecinos de Quito que limpiaran al menos el frente de sus casas y mantuvieran libres de inmundicias las acequias de agua que recorrían abiertas por la mitad de las calles.

Las cosas tocantes a la sanidad pública siguieron iguales en las décadas posteriores. En los años 1839 y 1840 una nueva epidemia de viruelas provocó muchas muertes y en octubre de 1872, otra epidemia de sarampión apareció, causando la muerte de centenares de niños, la mayor parte de ellos pertenecientes a familias pobres, mal alojadas, que viven sin el aseo.

Son descriptivos los comentarios de algunos viajeros extranjeros que cuentan cómo era la ciudad y su gente en el siglo xix. El francés Ernest Charton, en 1862, dice de los aguateros:

… han adoptado una tira de cuero que pasa por el pecho para retener el pon-do, cuyo equilibrio sobre la espalda fuertemente encorvada, aseguran mediante un pequeño cojín de paja. El peso que cargan así no es inferior a ochenta o cien kilos, y por la módica suma de un cuartillo, es por lo que estas pobres gentes van, con frecuencia, a muy grandes distancias, con tan pesadas cargas.

Posiblemente, algunos tenían una rutina diaria que incluía un recorrido por las calles abasteciendo a las casas residenciales, aunque también la servidumbre particular (huasicamas) se ocupaba del suministro.

Las calles del centro de la ciudad se hallaban precariamente empedradas y perdían su compostura y regularidad pocas cuadras más allá, y en la periferia se convertían en chaqui-ñanes.3 Igual que en las quebradas, los frecuentes y abundantes aguaceros, dejaban a las calles libres de basuras, pero a buena parte de ellas, intransitables. En época seca, en las calles se levantaban nubes de polvo y se acumulaba la basura.

Desde 1865, con el presidente García Moreno en el poder, se iniciará la lenta moderni-zación de la ciudad, efectuándose diversas obras urbanas y construyéndose nuevos edificios. Su preocupación radicaba en convertir a Quito en una verdadera capital de república.

Con sus decisiones renovó a la ciudad, mejorando sus calles y plazas, regenerando y modernizando el aprovisionamiento de agua y el aseo urbano. En agosto de 1866 el gobier-no nacional comunicaba al municipio de Quito de la urgencia de realizar reparaciones en le sistema de aprovisionamiento de agua de la ciudad, a propósito de un reconocimiento de los acueductos que traen el agua de Pichincha realizado por Thomas Reed, arquitecto de la Nación, en el que informaba que amenazan en parte una grave ruina, la cual será inevitable en cuanto vuelva la estacion de las lluvias.

Los albañales que corrían por la mitad de las vías, producían problemas en las cons-trucciones. Al mismo Reed se le pidió en enero de 1867 que inspeccione el sitio donde se

3 Chaquiñán, palabra quichua que significa sendero: chaqui = pie, ñán = camino.

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halla el arco que sostiene la Capilla de la Virgen del Rosario, para ver si al pasar las aguas por aquel lugar, para ponerse una fuente de agua en la calle de la Loma grande, puede oca-sionar algun daño al edificio. La inspección debía realizarse en compañía del ingeniero Adolfo Géhin, quien era el encargado del arreglo de las vías, que incluía, entre otros as-pectos, entubar y cegar los albañales.

En 1892, el Plano general de la proyectada distribución de agua potable y de nuevas ace-quias para el aseo de la ciudad de Quito, diferencia acequias antiguas, acequias nuevas, com-puerta de hierro, tubos principales de hierro, tubos secundarios, y fuentes con llaves de resorte, el proyecto refleja el interés del poder público y especialmente de la Municipalidad por mejo-rar la situación sanitaria de la ciudad. Nuevas obras de aprovisionamiento y distribución de agua se imponían, una vez que habían pasado cerca de 30 años desde las obras realizadas por el gobierno de García Moreno, cuando la población de Quito se acercaba peligrosamente a 50.000 almas.

Con el triunfo de la Revolución Liberal en 1895, se producirán cambios fundamenta-les en el país en el orden jurídico, político y social. Con el afianzamiento del sistema liberal y la llegada del ferrocarril a Quito en 1908, se romperá el aislamiento de la ciudad. El tren será el vehículo en que se transportará la modernidad.

También al fortalecerse las finanzas públicas, se desarrollarán en la ciudad importantes proyectos de equipamiento y políticas de higienización, como la construcción del primer mercado cerrado y cubierto de la ciudad, para acoger a las placeras que desde épocas in-memoriales comerciaban, primero en la Plaza Grande, y luego en San Francisco cuando la primera fue convertida en parque por García Moreno. En Quito era tradicional el expendio de los productos alimenticios a la intemperie, a veces protegidos solamente por un toldo, con los productos por los suelos o en el mejor de los casos, sobre rústicos cajones de madera.

El mercado se construyó sobre la plazoleta de Santa Clara, colocándose el 2 de mayo de 1897 la primera piedra del nuevo edificio e inaugurándose el 1° de enero 1904. La singular estructura de hierro de la cubierta, importada de Bélgica, fue reutilizada por la Municipali-dad a inicios del siglo xxi, para crear el Centro Cultural Itchimbía, en el parque de la cima de esta colina.

A inicios del siglo xx también se mejoró la evacuación de las aguas servidas domici-liarias, entubándolas y canalizándolas subterráneamente hacia colectores maestros que co-rrían al fondo de las quebradas, que fueron rellenadas paulatinamente. También se creó una planta de potabilización de agua, ofreciendo el líquido vital hasta las mismas residencias, instalándose en ellas, gradualmente, servicios higiénicos modernos, con inodoros y duchas, fomentando en la población la higiene personal, el ejercicio físico y la práctica deportiva. Pero estos ya eran otros tiempos…

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Vía Las Chacras, Manabí, luego del terremoto

Las Chacras, 25 de abril 2016

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Aprender a vivir desde la arquitectura

Handel GuayasaminArquitecto

Quienes por voluntad propia o convicción ejercemos el oficio de arquitectos establecemos fuertes vínculos con la realidad, con aquella que nos la legaron, con aquella que nos tocó vivirla o con aquella que nos la contaron, los que

nos antecedieron en el tiempo y los visionarios del futuro. Una realidad universal, que nos vincula al cosmos y a nuestro maltratado planeta Tierra; una reali-dad más próxima, la de nuestro joven y emergente continente americano; una realidad nacional, la de nuestro pequeño y mega diverso país, el Ecuador; una realidad urbana, la de nuestra andina y milenaria ciudad del Sol: Quito; una realidad pequeña, la de nuestro barrio–pueblo, en mi caso Guápulo; y, una realidad íntima, la de nuestra casa–familia. En fin: nuestra pequeña y al mismo tiempo infinita realidad.

En esa multiplicidad de interacciones —cargadas de racionalidad y afectos, de ma-terialidad, sensaciones e ideas, de procesos complejos e intensidades diversas—, hemos forjado oficio y también academia.

Mientras estudiaba, en los 70´s, América Latina vivía intensos procesos de insurgencia po-pular y revolucionaria que fueron liquidados mediante el “Plan Cóndor”, al que se sometieron variadas dictaduras del continente, para evitar que otra Cuba surgiera en tierras americanas,

Por tanto nos formamos en una universidad en crisis, en la que la confrontación ideológica y política nos condujo a la sociologización de la arquitectura, todos andá-bamos con el Capital de Marx, el libro Rojo de Mao o los textos de Martha Harnecker bajo el brazo. Los talleres integrales, experimentales y la vinculación con las organizacio-nes populares urbanas fue la necesaria respuesta académica a la búsqueda de alternativas transformadoras de una realidad excluyente y polarizada que agudizaba sus contradic-ciones en el seno de la universidad. También es cierto que cuando llovía en Moscú o en Pekín, sacábamos el paraguas en Quito.

La academia sufrió los embates del proceso ya que la democratización y el libre in-greso a las universidades públicas también provocó la baja del nivel académico y el de-terioro de sus estructuras institucionales que se fueron politizando y convirtiéndose en botín de grupos radicales de Izquierda que se enquistaron en los campus universitarios.

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La crisis de la universidad pública, explica el flo-recimiento (durante las décadas de los 80´s y 90´s) de las universidades particulares, como respuesta (y tam-bién como negocio) a las necesidades del sistema, que requería de cuadros profesionales funcionales y útiles a sus crecientes demandas.

A finales del siglo pasado, el país vivió una de sus crisis más profundas, los coletazos del neoliberalismo provoca-ron la expulsión masiva de miles de jóvenes hacia el exte-rior, hijos de familias pobres, excluidas del modelo. Estados

Unidos y Europa, particularmente España, fueron los destinos de esta población que, desesperada, huía de la miseria para sobrevi-vir con las migajas que le ofertaba la pujante economía —en ese entonces— de los países del norte.

Feriado bancario, migración forzosa, dolarización y firma del Acuerdo de Paz con el Perú son los hechos más significativos de ese período, sin los cuales no se explica la nueva realidad ecuatoriana.

Eran tiempos de neoliberalismo —llá-mese capitalismo salvaje—, por tanto el pragmatismo arrasaba con todo. El “progre-so” se medía tan sólo en mañosos indicado-res de éxito económico, mientras la miseria o la exclusión —sumadas a la depredación del planeta— eran consideradas consecuen-cias “naturales” de un modelo pujante, cuya maquinaria no podía detenerse —porque “el tiempo es oro”—, ni debía preocuparse por aquellos que, en un mundo “plagado de oportunidades y libertades” no querían “su-marse al tren del progreso”.

Nuestras ciudades habían crecido en un “sálvese quien pueda”, marcadas por la irracionalidad y el desparrame. La planificación se había convertido en una palabra inútil, la modernidad irresponsable arrasaba con todos los valores y con todos los referentes de cultura e identidad. Nuestro patrimonio arquitectónico era agredido y destruido por las propias intervenciones del Estado con la participación de profesionales ignorantes de oficio y carentes de cultura y sensibilidad.

El “progreso” se medía tan

sólo en mañosos indicadores de

éxito económico, mientras la miseria o la

exclusión —sumadas a la

depredación del planeta— eran

consideradas consecuencias

“naturales” de un modelo pujante.

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Esta precaria realidad urbana dominante en el país, sin duda constituye el hábitat de cientos de miles de compatriotas que, ante las carencias estructurales del sistema capita-lista se ven obligados a sobrevivir en condiciones de miseria, ausencia de servicios básicos, exclusión, violencia, inseguridad y falta de empleo.

Cuánta más miseria soportan nuestras ciudades o cuánta más pobreza soporta la democracia?

Conmovido por la tragedia del terremoto que sacudió las poblaciones de la Costa el pasado 16 de abril de 2016, veo que de nuevo son los más pobres y los humildes los castigados. Parecería que al igual que los edificios caídos, la famosa justicia divina tiene serios problemas para sostenerse. Viviendas y edificios construidos en la informalidad o mal construidos, que se desplomaron como castillos de naipes liquidando centenares de vidas humanas. Realidades que nos obligan a reflexiones profundas sobre el rol y la responsabilidad de los gobiernos locales, del gobierno nacional y de los profesionales vin-culados al sector inmobiliario.

Hay que formar profesionales responsables (en todas las disciplinas) que asuman la gran tarea de revertir las tendencias actuales, construyendo un hábitat y una arquitectura de calidad y sostenible, que dé respuesta a las necesidades de una sociedad cada vez más compleja y emergente.

Sin duda, estamos inmersos en dinámicas que han provocado grandes transforma-ciones en el Estado y la sociedad ecuatoriana, algunas de las cuales se presentan como irreversibles —particularmente aquellas relativas a derechos ciudadanos y equidad so-cial—, sin embargo, los protagonistas de la “revolución ciudadana” con frecuencia re-producen viejas prácticas y estilos de la “partidocracia”, como son: el autoritarismo (que descalifica y no acepta la crítica); el clientelismo (que con recursos del Estado contrata “a dedo” y sin concurso público, también compra conciencias); el abuso y la concentración del poder (que vulnera la institucionalidad democrática); el despilfarro (que no prioriza la inversión pública y la somete a designios personales); y, la persecución política (que crea temor y atenta contra las libertades ciudadanas).

En sociedades como la nuestra, marcadas por la inequidad y la exclusión, me pre-gunto si la democracia formal es el sistema capaz de superar estas realidades ofensivas, o si la dosis de autoritarismo democrático es el camino validado por los pobres, para salir de sus miserias, porque finalmente algo les “gotea” de la inversión pública. También me pregunto si porque algo se está haciendo a favor de los humildes, debemos soportar las expresiones —cada vez más estridentes— de funcionarios públicos envilecidos con su cuarto de hora de poder. Necesarias reflexiones en democracia y en academia.

Las revoluciones no son solo económicas y sociales, también deben ser éticas y es-téticas, deben transformar cualitativamente las maneras de ser y hacer. También las de celebrar.

El “buen vivir” no puede ni debe medirse solo en cifras y en indicadores macroeco-nómicos. El “buen vivir” se expresa en todas las manifestaciones de los pueblos, particu-larmente en sus expresiones de autenticidad, de respeto a la diversidad, en su solidaridad y en su honorabilidad. No podemos construir una nueva sociedad basada tan solo en da-tos materiales de “progreso”, en la reiterada cuantificación de las obras físicas, semejante

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al: “cuanto tienes cuanto vales”. Ese pragmatismo domina hace siglos las relaciones entre los pueblos, los Estados y los individuos. El rédito o la utilidad no deben constituir el ob-jetivo final de nuestras relaciones. El poder irracional y la guerra constituyen la expresión más lacerante de estas desviaciones del poder. Mientras escribo este artículo, miles de seres humanos migran hacia Europa huyendo de las guerras que sacuden el panorama in-ternacional, como expresión salvaje de que, en pleno siglo xxi, los seres humanos hemos sido incapaces de resolver nuestros conflictos mediante el diálogo o la mediación. Qué difícil es fomentar una cultura de paz al interior de pueblos o gobiernos arrastrados por el fundamentalismo, el machismo y el abuso del poder.

Todo esto mientras la cultura y el arte han sido arrinconados en el planeta y los de-rechos de la naturaleza y de los pueblos originarios son utilizados en el discurso oficial, mientras los pueblos indios que los defienden, son calificados de terroristas y sus tierras incorporadas a las estrategias estractivistas. Estos pueblos, componente sustantivo de nuestra historia e identidad, no son parte de los programas de gobierno ni de la visión estratégica y fundamentada de las transformaciones pendientes.

Como sociedades conscientes y consecuentes, es hora que dejemos de sentirnos y considerarnos como los dueños del planeta y por tanto debemos dejar de mantener relaciones de dominación y sometimiento sobre la Pachamama y el universo, Si no cam-biamos esta equívoca visión —fomentada por algunas religiones, entre ellas la católica— por la de ser parte de, no podremos detener la vorágine de la explotación indiscriminada, ilimitada, destructiva e irreparable de la única casa que los seres humanos tenemos, que no es sólo nuestra casa, que también es la casa de todos los otros seres vivos, de los anima-les y las plantas, del aire y el agua, del suelo y del subsuelo, de los ríos y los cerros, del mar y las estrellas… la casa de todos.

Este es el nuevo paradigma de actuación en el que debemos inscribir el oficio de la arquitectura y de la academia. En esta perspectiva venimos trabajando de manera inin-terrumpida desde hace más de veinte años. Somos parte consiente de un proyecto co-lectivo, al que sin duda se han articulado muchas personas e instituciones en el país y a nivel internacional. No podemos seguir tan sólo en la dinámica del “aprender haciendo” como práctica autista, al margen de una realidad que nos obliga a nuevas reflexiones. No podemos seguir forjando arquitectura o hábitat con una visión uni–disciplinar, sin inte-grar a nuestras actuaciones los conceptos y las ideas que surgen de disciplinas y visiones complementarias. No podemos seguir promocionando determinaciones que privilegian al individuo y no a la sociedad, debemos transformar la visión “del lote” con la que ac-túan los arquitectos por la inserción en contextos más amplios, por lo menos del barrio y la ciudad, cuando no las del país y del planeta. Hay que mesurar el bochornoso ego ilimitado de los arquitectos, que se expresa en la producción de objetos aislados, muchas veces histriónicos, que no responden a las necesidades colectivas sino, por el contrario las ofenden y las agreden. Tenemos que producir en sistemas, en redes, con actuaciones replicables, no sólo por su valor tecnológico o constructivo, también por su valor social, cultural y, al mismo tiempo midiendo el impacto que generan estas actuaciones en el ambiente. El uso irracional de los recursos naturales debe castigarse, particularmente de los no renovables. Las prácticas productivas —entre ellas las inmobiliarias— que agreden

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la naturaleza y sus recursos deben ser penalizadas. No po-demos permitir la indiscriminada tala de bosques, la conta-minación del agua, del suelo y el aire.

Una nueva cultura de consumo debe surgir de las ce-nizas del consumismo. Es necesario frenar la innecesaria e irracional producción de bienes y servicios que responden más a dinámicas mercantilistas que a necesidades básicas de la población. No nos olvidemos que son miles de com-ponentes los que se articulan a la industria inmobiliaria, la mayoría de ellos producidos en base a pro-cesos altamente contaminantes y ligados a estrategias de mercado basadas en “la moda” o necesidades creadas mediáticamente.

En una sociedad desbocada por el faci-lismo y el despilfarro, en la que han desapa-recido hábitos tan sencillos y emblemáticos como: tomar café en una tasa de cristal, para luego lavarla, en lugar de tirar un desechable; o tomar agua en un vaso, en lugar de botelli-tas plásticas que, por millones inundan los basureros y aparecen hasta en la punta del cerro. Señalo éstos ejemplos sencillos de una infinita cadena de actos irreflexivos que los consideramos absolutamente normales. Es imprescindible repensarlo todo, porque ese todo es envolvente y nos afecta a todos. El todo que estamos forjando está totalmente contaminado. Ahora, hasta “lo verde” es es-trategia de mercado.

Una sociedad que no conversa, ni distin-gue o disfruta del significado de las palabras, porque habla con los dedos en el teclado en lugar que con la boca y con la lengua; una sociedad bombardeada de imágenes televisivas y mediáticas que estructuran los nuevos modelos de ser y hacer (globali-zados, urbanizados y homogenizados); una sociedad que se atraganta mientras “come tv” y que por tanto se alimenta no sólo de comida chatarra sino de imágenes chatarra; una sociedad que webea navegando en los infinitos y controlados mares de la información fácil, codificada y manipulada por los “servidores” transnacionales; una sociedad que vive “a cré-dito” y se angustia mes a mes por los compromisos innecesa-riamente adquiridos; una sociedad que desprecia lo viejo y lo

Las prácticas productivas —entre ellas las inmobiliarias— que agreden la naturaleza y sus recursos deben ser penalizadas. No podemos permitir la indiscriminada tala de bosques, la contaminación del agua, del suelo y el aire.

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convierte en desechable, empezando por los abuelos, (en otros tiempos respetados por su legado, experiencia y sabiduría); una sociedad que está siempre a la moda, con la marca por delante como código de referencia, sin el cual no se puede ser o existir; una sociedad que no camina ni respira, porque ahora sus zapatos son ruedas y su aire es monóxido de carbono; ciudades en las que las calles no son de las personas, porque son de los vehículos; una so-ciedad que no siembra ni conoce la tierra porque todo se cosecha en el supermercado; una sociedad que todo lo prostituye, hasta el cariño verdadero.

En una realidad tan lacerante, afortunadamente todavía prevalecemos seres huma-nos sensibles que mantenemos una permanente resistencia a la vorágine, porque nos ne-gamos —con ejemplo y autenticidad—, a desaparecer.

Debemos adelantarnos al futuro, como portadores del pasado, de ese pasado que también es futuro, porque lo más contemporáneo estará siempre en el origen, en el adn de la materia y del espíritu, en la memoria genética que se trasmite en los fluidos del universo, del cual somos parte así hagamos todo lo posible por distanciarnos o dañarlo irresponsablemente.

La realidad del siglo xxi condiciona los oficios y la academia, los convierte en ho-lísticos e integradores de lo diverso, como expresión de la unidad, la unidad conformada por la diversidad. Iguales, pero diferentes, dicen los pueblos originarios en defensa de sus derechos, de su territorio y de su cultura. Iguales pero diferentes deben ser las sociedades, los Estados, los pueblos.

Es el tiempo de integrar las disciplinas, es el tiempo de combatir el sectarismo y los fanatismos, muchos de los cuales se enquistan en las iglesias y en las religiones que divi-den y confrontan. Ya no son tiempos para erigir catedrales físicas, quizá sean más necesa-rias las de las ideas, intangibles, las de la sabiduría, las del conocimiento, las del espíritu, las de la solidaridad, de la autenticidad, del amor, de la ética….

Hablar de oficio y academia, necesariamente nos debe llevar a visiones que no son de especialistas. Son mucho más amplias y ajenas. Son visiones humanas, de seres vivos, vivos entre otros seres vivos. Todos diversos.

Nuestra producción arquitectónica, marcada desde siempre y en particular desde Vitruvio por tres conceptos: la función (utilitas), la permanencia (firmitas) y la belleza (venusta), debe incorporar el de la interdependencia, de la necesaria relación del objeto arquitectónico con el entorno natural y construido, lo cual supone manejo de contexto y relaciones armónicas, complementarias.

Lo dicho supone un cambio cualitativo en el quehacer arquitectónico y urbano: de-bemos actuar sistémicamente. Esto resulta extremadamente difícil de impulsar, es como nadar contra corriente, particularmente por las condiciones de distorsión creciente de la envilecida realidad contemporánea.

En arquitectura, no podemos seguir pensando solo en la respuesta funcional a las necesidades humanas, debemos crear la bio–funcionalidad, es decir crear objetos arqui-tectónicos con capacidad de responder a las necesidades de los otros seres vivos, del lugar, con todos sus elementos materiales e inmateriales (tierra, agua, aire), de los sistemas y conexiones que interactúan —visibles e invisibles— para permitir la reproducción y per-manencia de todo el conjunto de elementos antes citados.

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Por otro lado el concepto de permanencia, que ha prevalecido por siglos, debe ser mutado por el de una permanencia viva, permeable y asimilable (ojalá biodegradable), a fin de que el hecho arquitectónico y urbano también sean parte de la diversidad sistémica del lugar. Esto supone la creación de nuevas maneras de ser y permanecer en las que el valor de cambio (mercancía) debe ceder ante el valor de uso, además no restrictivo solo para los humanos.

Finalmente, la estética, la belleza, debe despojarse de todo maquillaje, debe ser con-secuente con el ser del objeto arquitectónico o urbano, con su proceso, su estructura, su funcionamiento, su materialidad y su relación con el contexto.

Debemos volver a las proporciones, aquellas que están en la geometría de los seres vivos, a la espiral áurea. Debemos volver a la armonía estética, que relaciona el objeto consigo mismo y con los otros. Debemos recuperar la escala de las actuaciones, para que sean parte de sus contextos y no los degraden u ofendan.

Es imperativo el continuar forjando transformaciones significativas —no solo cambios— en las relaciones del oficio con la realidad y con la academia, para que la aca-demia y el oficio transformen evolutivamente la realidad, porque toda evolución supone la generación de nuevas y mejores condiciones de convivencia, entre los seres humanos y entre éstos y el resto de seres vivos. Caso contrario los arquitectos, seremos una especie en extinción, al igual que muchas de las especies que se enfrentaron a las leyes de la natura-leza, porque no las comprendieron o simplemente las despreciaron.

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Interior de la casa de don Ovidio, luego del terremoto.

Calle 20 de Marzo

Jama, 25 de abril de 2016

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Cultura y HábitatBreves reflexiones desde la crisis

Gabriel Cisneros Abedrabbo Escritor

Antes del terremoto del 16 de abril de 2016, los preparativos para la Confe-rencia de la Organización de las Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarro-llo Urbano Sostenible, Hábitat iii, se enmarcaban en un contexto de análisis

académico, desde la utopía posible del buen vivir; después de la catástrofe, se vuelve urgente la necesidad de generar protocolos en la interacción de los seres humanos con el entorno. ¿Cuántas vidas se perdieron?, y ¿cuántas de aquellas pudieron salvarse?, son interrogantes frente a los procesos administrativos del Estado desde sus niveles más bá-sicos. Cuestionarnos sobre tecnologías, materiales de construcción, la responsabilidad de los propietarios y la de los gobiernos locales al no implementar políticas y controles que demuestran una falta de rectoría urbana, que convierte a las ciudades en ‘selvas de concreto’ donde la barbarie de la modernidad, como diría Edgar Morin, apuntala trampas a la vida.

Desde estos indicadores del análisis, la realización del Hábitat iii, a partir de lo suce-dido deja de ser coyuntural para convertirse en una necesidad de proteger el futuro global a través de nuevas y mejores formas de convivencia, donde las ciudades tengan respuestas a problemáticas tan complejas como seguridad, contaminación, interculturalidad, ali-mentación, trabajo, modos de construcción, reciclaje, desastres naturales, consumo en un planeta finito donde el capital no esté sobre la naturaleza y donde un nuevo paradigma cultural posibilite la supervivencia.

En un tiempo lleno de sociedades contradictorias y emergentes, cada día crece el porcentaje de personas que habitan en ciudades, que no están preparadas para la gran explosión demográfica y que, hipnotizadas por el modelo de producción occidental, ca-minan hacia el abismo: los ríos se secan, la polución y la basura generan escenarios apo-calípticos, la acumulación irracional del capital agrava el ecosistema urbano, las guerras por el agua dulce ya no son ficción de una literatura futurista sino la crónica que vemos en las grandes cadenas de televisión, en ese espejismo macabro que es la postmodernidad.

El capitalismo se sustenta en la crisis: guerras, enfermedades, desigualdad, contami-nación, en un modelo donde prima la economía sobre el ser humano y la naturaleza, que

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se convierten en una estadística más en el mercado de valores. En ese juego perverso, el dolor es altamente rentable y la felicidad, como quimera irrealizable, es necesaria en la transformación del monstruo, en formas que aparentan humanismo y terminan desnatu-ralizando la permanencia de los seres sobre el planeta.

El sistema se encuentra amenazado por su propia irracionalidad, no es suficiente con emprender una revolución, es necesario construir una nueva civilización. Una en la que entendamos que el planeta y sus recursos son finitos. La humanidad desde los países con mayores niveles de industrialización debe emprender políticas ambientales, que restrinjan el consumo de energías fósiles y recursos no renovables. La única forma de hacerlo es con una revolución cultural que deconstruya todas las categorías y conceptos del desarrollo.

Fánder Falconí, en su libro Al sur de las decisiones, hace un exhaustivo análisis sobre la forma de explotación del hombre a la naturaleza. La cantidad de basura generada todos los días es superior a la capacidad de regeneración, el mito del sueño americano, vitrina de la industria cultural del capitalismo, ha generado en el subconsciente del ciudadano una necesidad de acumulación fuera de toda lógica.

Bolívar Echeverría cuestiona la relación de nuestra especie consigo misma y con el entorno; él ve dos caminos posibles, la extinción o el retroceso a un estadio primitivo. Es nuestro deber buscar un tercer camino donde sin olvidar los logros alcanzados, podamos existir armónicamente en la naturaleza con los otros.

La esperanza es más que una palabra, es el mayor aliento que hemos tenido como especie, desde ella debemos cuestionar nuestro modo de vida, pensar cómo individual y socialmente podamos enfrentarnos con nuestra realidad, tomar conciencia de las tres preguntas que históricamente nos han retroalimentado: ¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos?; y, ¿adónde vamos? Hábitat III puede ayudarnos, quizá, a encontrar piezas en el rompecabezas complejo de la existencia humana.

El territorio de Hábitat III

La Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión propuso ser el espacio de en-cuentro, diálogo y propuestas de esta cumbre planetaria, por tres razones:

La Institución ha sido en el Ecuador, a partir de la segunda mitad del siglo XX, el lugar de diálogo social en el que se han producido transformaciones desde la dialéctica del pensamiento.

En este siglo xxi es irracional pensar en gestión cultural si en ella no hay una amplia defensa de la vida.

Los paradigmas se sustentan en la cultura y sus patrimonios fundamentales, por lo que es imposible su transformación si no se la hace desde la cultura.

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Hacia un concepto de cultura

Desde la antropología, cultura es todo aquello que es ajeno a la naturaleza, todo lo creado tangible o intangible-mente por la humanidad. Desde esta construcción antro-pocéntrica, nuestra especie al ser dueña de la tierra la puede fraccionar, lastimar, explotar como un objeto que por sí mis-mo no tiene derechos, mas sí por los beneficios que genera. Bajo esta perspectiva, el entorno ha perdido ese halo mágico que le daban nuestros ancestros de ser un recurso para satis-facer las necesidades reales o creadas, siempre anteponiendo la protección a la naturaleza, a nuestra madre tierra.

Esta construcción teórica antropocéntrica es cuestio-nada por los patrimonios del pasado. Nues-tros ‘taitas’ y ‘mamas’ se consideraban parte de ese sistema complejo que es la naturale-za y buscaban formas de equilibrio con los elementos de la tierra, una declaratoria vital donde la alteridad es fundamental: existi-mos como especie porque las otras posibili-tan nuestra existencia y ellas existen porque nosotros posibilitamos su existencia.

Nuestro país, en el 2008, creó un marco constitucional que concede derechos a la na-turaleza; es decir, los elementos de Hábitat iii se convierten en los ‘otros’ de la huma-nidad, sujetos reconocidos jurídicamente que tienen derechos y a partir de los cuales debemos construir el sumak kawsay, que no es otra cosa que un estado de armonía con la naturaleza.

La crisis del modelo de explotación ha llegado a niveles tan alarmantes que el 18 de junio de 2015 el papa Francisco dictó la encíclica Lautado si’ (Alabado seas), la cual tiene relación con los postulados de la Constitución Ecuatoriana respecto de los derechos de la naturaleza y su divinidad, como una prolongación de la esencia creadora,y, por otra parte, realiza también duras críticas al consumo salvaje e irracional que se sustenta en el mercado y no en necesidades básicas de la humanidad.

Debemos crear un modelo donde la defensa de la vida, en su visión más amplia, sea el pilar donde se sustente la cul-tura, pensando en que la incertidumbre de este siglo tendrá

El entorno ha perdido ese halo mágico que le daban nuestros ancestros de ser un recurso para satisfacer las necesidades reales o creadas.

su mayor intercambio simbólico en las ciudades. Un mode-lo que no sea una bomba con un reloj errático a punto de estallar.

Abrimos la puerta al Hábitat iii, con la esperanza de que es posible construir un tercer futuro.

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Juegos tradicionales por las fiestas de Quito. Palo encebado.

Calle Los Ríos, la Tola.

Quito, 5 de diciembre de 2010

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De identidad y ciudad: tres reflexiones

Guido Díaz Navarrete Arquitecto

¿Tienen identidad las ciudades?

Cuando la vieja pregunta ¿quién soy? se formula a una persona, la respuesta se ajustará a la circunstancia específica en la que deba responder.

No es lo mismo ser ecuatoriano en Quito que en n.y.; así como no es lo mismo ser estadounidense en n.y. que en Quito. Tampoco será lo mismo si están en Bogotá o en Madrid; en Ambato, en Miami o en cualquier otro lugar.

Estando en Chicago o en Murcia, ser ambateño que recuerda sus “llapingachos con huevo y fructisoda”, o ser manaba que extraña su “salprieta”, o ser morlaco que no vive sin su “mote” o ser lojano que sueña con sus “tamales”; es ser un nostálgico o un románti-co, pero con ello no muestra su identidad ambateña, manaba, morlaca o lojana. Sería lo mismo si sufre por la sopita de su mamá o por las juergas con sus amigos del barrio. Ni siquiera el otavaleño que no se saca el poncho aunque esté en un junio romano, expresa su identidad sino solo su costumbre. Tampoco es su identidad la que muestra el español que pide paella, el italiano que pide espaguetis, el mexicano que pide tacos, el gringo que pide hamburguesa, el chino que pide wantan, el bogotano que pide ajiaco; ni el peruano que pide anticuchos.

La identidad del individuo se condiciona al medio en el que se encuentra; a la comuni-dad con la que vive, a su entorno natural, a su lengua, a sus costumbres; a sus ritmos, a su clima.

El guayaquileño que vive en Chicago será latino, ecuatoriano o simplemente “mono, en función de quienes sean sus compañeros, sus vecinos, sus paisanos, sus amigos o sus enemigos; podrá también ser “residente” y hasta “norteamericano” si ha logrado naciona-lizarse o si sus rasgos físicos, sus gestos, su lengua o sus costumbres no lo delatan.

El individuo construye su identidad, la adapta, la moldea, la cambia, la ajusta, escon-diendo o pregonando sus costumbres, sus gustos, sus gestos y hasta sus características físicas.

Pero, cuando una comunidad se pregunta ¿quién soy?, la respuesta debe buscár-sela en su historia y en su territorio.

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Las comunidades, como conjuntos humanos, forman su identidad durante su vida, a partir de las circunstancias que las dieron origen y condicionadas por las características del territorio que ocupan.

Para recordar su historia elaboran mitos, para reafir-marla practican ritos, para testimoniarla, construyen sím-bolos y para reflejarla perfilan paisajes. Mitos, Ritos, Sím-bolos y Paisajes son los elementos en los que la comunidad se perpetúa; son los elementos que definen su identidad.

Si una comunidad elimina sus mitos y sus símbolos se destruye a sí misma; porque al contrario que el individuo, la

comunidad no ajusta su identidad a una circuns-tancia; no la moldea ni la esconde; vive por ella.

Si queremos hablar de los ambateños, de-bemos hablar de Ambato, de sus barrios, sus ca-sas, su río, sus caminos, sus montañas; hablamos de sus héroes, su comida, sus fiestas. Si quere-mos hablar de los quiteños, debemos hablar de Quito, si queremos hablar de los bogotanos, de-bemos hablar de Bogotá.

La identidad no le pertenece a las personas, le pertenece a la comunidad, le pertenece a la ciudad, a la fusión entre el ser y el territorio, al paisaje, al espacio en el que se expresa la comu-nidad, al lugar donde construyó su cultura.

El territorio en que habita una comunidad o el que lo cultiva, la ciudad o el campo, un gran centro poblado o una pequeña aldea; un barrio o un caserío; son los lugares modelados por la comunidad que los ocupa, son la expresión de su cultura, son en donde celebra sus ritos y los símbolos a través de los que se comunica.

La comunidad moldea el territorio que habita, culti-vándole, tallándole, agregándole elementos que usa para vivir; a su vez, el territorio moldea a la comunidad que lo ocupa, alimentándole con su tierra, su agua y su atmósfe-ra. De esa integración vital es de la que surge el paisaje y la identidad.

Durante todo el proceso de influencias mutuas entre el territorio y la comunidad, se va perfilando el paisaje que los define. La producción antrópica se impone sobre la naturale-za y la naturaleza se impone sobre la producción del hombre en un juego de fuerzas derivadas de sus respectivas leyes.

El individuo construye su identidad, la

adapta, la moldea, la cambia, la ajusta,

escondiendo o pregonando

sus costumbres, sus gustos, sus gestos y hasta

sus características físicas.

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Se yuxtaponen e imponen las diferencias culturales de los distintos grupos sociales que pueblan el mismo territorio. Se muestran y esconden sus mitos, se camuflan los gustos y creencias de los dominados, en los gustos y creencias de los dominadores. Cada grupo construye sus símbolos de identidad y practica sus ritos, dentro del mismo sistema que los reconoce como contrarios complementarios.

Así se va forjando la identidad de la ciudad, de la aldea, del caserío. Manteniendo tradi-ciones, juntando los retazos que van quedando del pasado, esquivando el olvido, recordan-do; proyectando el pasado en el presente y construyendo el futuro sobre esas bases.

Pero al parecer, reconociendo orígenes diversos y en permanente cambio, más que de identidad, debería hablarse de identidades y de pertenencias múltiples, pues en la ciudad coexisten lo local y lo extranjero, lo puro y lo híbrido, lo tradicional y lo mo-derno, lo popular y lo culto, lo homogéneo y lo diverso, lo autóctono (endógeno) y lo alóctono (exógeno).

La identidad no es lo nostálgico, lo romántico ni lo seductor del pasado sino la fuer-za que marca la pertenencia del sujeto a la comunidad.

Espacio público1

El espacio público es el lugar en el que se producen interacciones entre individuos concurrentes pero también entre individuos y su entorno.

Esta confluencia de “extraños” implica no sólo formas distintas de habitación, sino dinámicas interpretativas, de contextos y relaciones, lo que termina reforzando situacio-nes de intercambio y diálogo azaroso entre el espacio y sus viandantes y entre ellos mis-mos. Es por esto que los sujetos que deambulan por los espacios públicos, actúan, asumen roles, construyen performances con los que se muestran, con los que irrumpen dentro de un colectivo desarticulado de seres similares, con el propósito de paliar su propio ano-nimato y buscarse en el otro. Y es que el individuo en el espacio público es uno entre muchos desconocidos que se topan, se cruzan, se separan.

Esta noción describe una serie de interrelaciones marcadas por su carácter transito-rio, es decir, de transcurso circunstancial; sin embargo, deja de lado las formas en las que estos se apropian del lugar a partir de sus experiencias y expectativas, del encuentro con los otros o del influjo del lugar sobre ellos mismos. Así, la apropiación del espacio públi-co permite una dinámica de congregación y disolución de lo individual en lo colectivo, rompiendo las representaciones personales y constituyendo nuevas identidades colecti-vas, que van más allá de lo meramente performativo.

Desde esta perspectiva, el espacio público no es el sitio, no es su geografía urbanís-tica, es el lugar habitado, el punto de confluencia común en el que se generan dinámicas de re/creación y re/presentación determinadas por quienes las ejecutan y condicionadas por las características dinámicas del entorno.

1 Artículo trabajado en colaboración con Miguel Aillón Valverde

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Este quiebre de perspectiva implica el reconocimiento de un cierta autonomía en las formas de ocupación de los espacios, no necesariamente acorde a las maneras preconce-bidas de uso de los mismos; implica el pensar que la norma espacial de lo público deja de limitar, a través de sus trazos predeterminados, el tránsito y accionar de los sujetos; ellos recorren y manejan los espacios de acuerdo con la experiencia y necesidad del colectivo, creando así nuevos y dinámicos paisajes y sorprendiéndose con los mismos.

De aquí que se produzcan constantes tensiones entre las formas predeterminadas del uso de los espacios públicos, que parten de una proyección estatal que homogeniza y normaliza las formas de ocupación y el uso que de estos espacios, de manera más o menos libre y creativa, hacen los colectivos e individuos, muchas veces transgrediendo los límites impuestos. La realidad del espacio público, desde este punto de vista, se torna inestable, los elementos represores se relativizan y dan pie a un sinfín de experiencias innovadoras y lugares urbanos cada vez más dúctiles.

Las dinámicas de interrelación en y del espacio público expresan distintas formas de uso y apropiación, las mismas que van desde las que hacen del espacio público una letrina o un dormitorio, hasta las que lo usan como escenario del deporte, la política, el comercio y el arte.

Desde indigentes locales hasta colectivos de demandantes afuereños, desde foraste-ros hasta turistas, desde desocupados hasta paseantes, se apropian del espacio público de acuerdo a sus respectivas necesidades, acoplándose o transgrediendo las normas de uso; así como lo hacen los deportistas, los políticos, los comerciantes y los artistas. Esto confirma la maleabilidad de la lógica normativa del espacio público, a partir de las necesidades y usanzas individuales y colectivas y la imposición de nuevos sentidos sobre territorios comunes.

Se construyen nuevas formas de lo público en el marco de la convivencia y la diver-sidad, y así como frecuentemente el espacio privado de una casa multifamiliar se hace público, se extiende y proyecta el espacio privado de una vivienda en el espacio público del barrio. La noción de lo público se refunda a partir de estas interrelaciones y prolonga-ciones, que marcan nuevos ámbitos culturales.

“Las calles son la vivienda del colectivo. El colectivo es un ente inquieto, en cons-tante movimiento, que vive, experimenta, conoce y medita entre los muros de las casas tanto como los individuos bajo la protección de sus cuatro paredes. Para este colectivo, los brillantes carteles esmaltados de los comercios son tanto mejor adorno mural que los cuadros al óleo del salón para el burgués, los muros con el ‘Prohibido fijar carteles’, son su escritorio, los quioscos de prensa sus bibliotecas, los buzones sus bronces, los bancos sus muebles de dormitorio, y la terraza (del) café el mirador desde donde contempla sus enseres domésticos...” (W. Benjamín, El libro de los pasajes, P. 428).

Vivir (en) el espacio público, implica formas de apropiación del mismo y maneras en las que se disparan imaginarios que cambian perspectivas, hábitos e interacciones co-lectivas.

Entender que el Espacio Público siendo de Todos, es más de quienes carecen de es-pacio privado, apacigua temores y modifica la percepción de inseguridad.

A partir de estas nociones, se concibe a la ciudad, como el gran espacio que deviene en casa y que se hace hogar cuando el colectivo lo ocupa. Este giro permite “... la genera-

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ción de espacios públicos sanos, alegres, seguros y solidarios y promueve la valorización y el disfrute del uso no instru-mental del tiempo (Plan Nacional del Buen Vivir).

Desde estas perspectivas, cabría pensar que el desafío y retos políticos, sociales y culturales, giran en torno a las maneras en las que se garantice el acceso generalizado a la participación colectiva y a la apropiación de sujetos sociales que puedan organizarse, actuar y expresarse en el espacio público, haciendo de este el lugar de encuentro e interac-ción social, de recreación, mercadeo y tránsito; logrando que en él, cualquier individuo se sienta con derecho a entrar, permanecer y sentirse se-guro, sin ser excluido por su condición per-sonal, social o económica.

Lugares y no lugares

“Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espa-cio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histó-rico, definirá un no lugar”: Augé, Marc. Los no lugares, espacios del anonimato. Una antropología de la sobre modernidad. Ed. gedisa septiembre 2000, página 83.

Cualquiera podrá ser un lugar de identidad, relacional e histórico, e igual-mente podrá no serlo. Ese calificativo no de-pende del lugar en sí, sino de cuando, quie-nes y como lo ocupan y usan; por ejemplo: El portal de una hermosa calle de un centro histórico patrimonial de cualquier ciudad del mundo, es un lugar de identidad, relacional e históri-co mientras que por allí circule gente, estén los almacenes abiertos, y no acechen peligros; pero, si pasada la mediano-che la dinámica de la ciudad se ha agotado y estén vacíos y obscuros sus espacios y sus rincones, probablemente se ha-brá transformado en un no lugar.

Pero si allí mismo y por el abandono en que quedó lue-go de la medianoche, aprovechando el amparo de sus reco-

“Las calles son la vivienda del colectivo. El colectivo es un ente inquieto, en constante movimiento, que vive, experimenta, conoce y medita entre los muros de las casas tanto como los individuos bajo la protección de sus cuatro paredes”.

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vecos cubiertos, se instala para dormir un grupo de mendigos, indigentes o alcohólicos, recuperará su original carácter de lugar, pues nuevamente tendrá identidad y será otra vez relacional e histórico.

Para aquellos mendigos, indigentes o alcohólicos que en la mañana son expulsados de ese lugar y perseguidos hasta que desaparezcan, disolviéndose en cualquier otro espa-cio público, alcantarilla o quebrada de la ciudad, ese se habrá transformado en un no lu-gar, mientras que para quienes arman la dinámica diurna, comerciantes, compradores, oficinistas, turistas, jubilados, ese mismo será nuevamente un lugar.

La presencia de personajes e identidades que hacen de un mismo sitio un lugar y un no lugar, alternativamente, definen la ambigüedad del concepto y evidencian que transformar un no lugar en lugar, no se lo hace por decisión técnica. Los lugares de identidad, relacionales e históricos, se convierten en lugares del anonimato y viceversa, al ritmo de los horarios comerciales, laborales, litúrgicos o educativos.

Pero también, un lugar puede ser simultáneamente lugar y no lugar, visto desde diferentes puntos, capas o niveles sociales o culturales. La significación que para cada uno de esos estratos tiene un mismo espacio puede ser diferente. Un habitante de cualquier punto del “norte” de Quito, mira el “sur” como un no lugar. Un lugar se transforma en no lugar de la misma manera como se transforman las figuras de un caleidoscopio; con solo un leve giro de cabeza, con solo un leve cambio de olor, con solo un pequeño cambio del paisaje.

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La Ronda

Quito, 3 de febrero de 2013

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El caso de la casa 814

Juan Pablo Aguilar AndradeProfesor de la Universidad San Francisco de Quito

I

A mediados de la década pasada, la Municipalidad de Quito ejecutó el proyec-to de rehabilitación integral de la calle Morales, conocida tradicionalmente como La Ronda, que comprendía la intervención en inmuebles del sector y

la ejecución de obras de mejoramiento de las redes de servicios. La calle La Ronda es sin duda un espacio emblemático para el patrimonio cultural quiteño: según Fernando Jurado Noboa no hay en Quito más de treinta casas del siglo XVII y cinco de ellas están en La Ronda.1

La calle era, a inicios del siglo XX, lugar de tiendas de melcochas, panaderías, can-tinas y casas de cita; en ella vivieron o por ella pasaron no pocos personajes de la ciudad y fue lugar de reunión bohemia que alumbró algunos de los más célebres pasillos ecua-torianos.2 En la década de los ochenta existió ya un primer plan de rehabilitación de La Ronda, originado en el sector privado, que nunca se puso en marcha. La Fundación Ha-llo había proyectado “comprar toda la calle …, cerrarla por todos sus lados, restaurar casa por casa” e instalar “almacenes, museos, herbolarios, farmacias, restaurantes, bares, locales de vida non-sancta, etc”.3

A inicios de este siglo, la intervención municipal potenció al sector como atractivo turístico con la instalación de una casa de artes, un espacio para conciertos, cafeterías y lo-cales de venta de artesanías, a más de la organización permanente de actividades tales como juegos tradicionales, exposiciones o ferias gastronómicas.

El proyecto, sin embargo, debió enfrentar algunos conflictos, uno de ellos, el de la casa 814. Habitaban en ella personas como Napoleón Albán, de setenta años, quien pagaba cin-co dólares mensuales por el cuarto que ocupaba; Marta Cecilia Esparza, que en la venta in-formal y lavando ropa obtenía los cuarenta dólares que pagaba por las habitaciones en que vivía con sus cinco hijos; o José Argüello, de sesenta y dos años, comerciante que pagaba por

1 La Ronda: nido de cantores y poetas, Fernando Jurado Noboa, Libresa, Quito, 1996, p. 329.2 Ibídem, 8.3 Ibídem, 4.

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arriendo treinta dólares mensuales. El 31 de mayo de 2005, la Administración Municipal les notificó que había adquirido el inmueble para mejorarlo y rehabilitarlo y que debían desalojar los cuartos que ocupaban, a más tardar hasta el 28 de julio de ese año.

Las alternativas de solución al problema del desalojo fracasaron, porque las propues-tas municipales implicaban costos que los afectados no estaban en posibilidad de cubrir. Ante esto, el Centro de Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador asumió la defensa de los inquilinos, y presentó un recurso de amparo argumen-tando que se había afectado el derecho a la vivienda. La resolución, en inicio favorable de la Juez Vigésimo Tercera de lo Civil de Pichincha, fue revocada el 7 de enero de 2009 por la Primera Sala de la Corte Constitucional de Transición, que argumentó la necesidad de proteger el derecho de propiedad.

No pretendo hacer un análisis del caso como tal ni de los argumentos jurídicos que se plantearon en el mismo; lo presento, simplemente, como un ejemplo que permite pen-sar en la regulación más allá del mundo de las normas, más allá de los supuestos generales y abstractos que ellas contienen.

¿Cómo se define un proyecto como el de la calle La Ronda?¿Cómo se establece qué es lo que debe hacerse y qué uso se dará a los inmuebles? Nada de eso está en las normas; no hay disposición alguna, nacional o local, que disponga, por ejemplo, que la calle deba convertirse en espacio para el desarrollo de actividades artísticas, que deba aceptarse un proyecto como el de la Fundación Hallo o que una vez restaurada la casa 814, deben volver a ella sus inquilinos.

Y esto es así porque una de las características del derecho moderno es que las nor-mas han dejado de ser mandatos para cumplir un objetivo o un fin, y se han convertido en regla de juego, simple “procedimiento que selecciona las soluciones según un cálculo de conveniencia y oportunidades”.4 Las normas no son un manual de instrucciones ante cada caso concreto, sino un marco de referencia dentro del cual se puede optar por más de una solución posible.

En el caso del proyecto Hallo, se pueden eliminar pretensiones que están fuera de la norma (cerrar las calles, por ejemplo), pero una vez hecho ello es tan posible permitir que todos los inmuebles de la calle tengan un solo propietario, que a cambio de la restau-ración pueda decidir los usos que considere más apropiados, como autorizar el proyecto imponiendo obligaciones determinadas que impidan resultados no deseados por la Mu-nicipalidad o, en fin, prohibir la transferencia de dominio de los inmuebles para conse-guir resultados favorables a la preservación del espacio patrimonial.

Si pensamos en la casa 814, ésta puede destinarse a cualquiera de los usos permiti-dos por la zonificación municipal (la misma calle La Ronda ofrece múltiples ejemplos de ello), e incluso si se mantiene el inmueble como vivienda, ésta puede destinarse a sus ocupantes originales o a personas distintas con una mayor capacidad de pago.

La norma, como regla de juego, señala límites que no es dado transgredir: las ca-lles son públicas y no pueden cerrarse, los inmuebles que forman parte del patrimonio cultural no pueden ser derrocados, el desalojo de inquilinos exige cumplir ciertas for-

4 El individualismo propietario, Pietro Barcellona, Trotta, Madrid, 1996, p. 27

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malidades; pero la norma no resuelve los casos concretos, éstos quedan en manos de la decisión discrecional de una autoridad que, contra lo que sostiene la teoría, no es ne-cesariamente (hasta podríamos decir que no lo es común-mente), un tercero imparcial que vela por el interés público. La autoridad es una persona o un conjunto de personas con intereses, re-laciones y formas determinadas de entender la realidad y sus decisiones, no pocas veces, son el resultado de “acuerdos, compromisos y… juegos de poder”.5

Pero son las decisiones de esa autoridad las que constituyen la verdadera regulación, las que deciden el uso de los espacios urba-nos y de los bienes del patrimonio cultural, no desde la abstracción, sino en cada caso concreto. Y esas decisiones pueden signifi-car la transferencia a personas distintas de las autoridades, de la capacidad de decidir sin control alguno, el uso y destino de los bienes públicos. Eso hubiera ocurrido, por ejemplo, de aceptarse el proyecto Hallo sin beneficio de inventario y es el caso de lo que se suele denominar desregulación pero que, en realidad, es solo una forma diferente de regular: hacerlo en interés de un privado.

III

La decisión de la autoridad, sin embargo, no es más que el último paso de un proceso complejo, porque la op-ción final no es una opción pacífica, sino el resultado de una tensión entre múltiples intereses contrapuestos, entre una variada forma de ver y entender los problemas que se pretende solucionar.

Esa tensión es el lugar de la regulación y el contenido de ésta se define en aquélla, conservando o modificando

5 ‘De la legislación urbana al derecho urbano’, en Gaceta Municipal, Alberto Wray, Quito, Secretaría General del Concejo Municipal, segunda época, año III, número 5, 1991, p. 28.

Las calles son públicas y no pueden cerrarse, los inmuebles que forman parte del patrimonio cultural no pueden ser derrocados, el desalojo de inquilinos exige cumplir ciertas formalidades.

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planteamientos iniciales, encontrando soluciones que na-die había previsto, con las reglas de juego como punto de referencia que ofrece un abanico de posibilidades. Los in-quilinos de la casa 814 podían ampararse en su derecho a la vivienda, que consideraban violado; las autoridades muni-cipales tenían la posibilidad de recurrir al interés colectivo, representado por la restauración de un espacio patrimonial, o al derecho de propiedad, tal como lo entendió la Corte Constitucional.

Y no es la norma, sino quien la aplica, el que decide el alcance de la regulación. Al ha-cerlo, no sigue un mandato normativo sino que opta por uno de los intereses en disputa, en un espacio complejo en el que se enfren-tan los valores históricos, las posibilidades económicas, el afán de lucro y la pobreza. El espacio de la regulación, entonces, no está en los textos, sino en la lucha por los dere-chos; no es un camino previamente trazado, sino una ruta que se construye a partir de múltiples contradicciones, entre ellas, la que tiene como centro del debate a la identidad.

En 1925 Stefan Zweig veía con horror la monotonización del mundo: “los usos in-dividuales de cada pueblo pierden su carácter peculiarísimo… las costumbres llegan a ser in-ternacionales… los países van como encaján-dose unos en otros… las ciudades se asemejan

cada día más en su aspecto exterior”.6 La identidad es, por eso, un valor fundamental de los espacios patrimoniales, un valor que es necesario preservar de “las consecuencias de la homogeneización”, que podría reducir todo a “muestras re-ferenciales o colecciones exóticas”.7 Pero la preservación de esa identidad debe ser bien entendida, tiene que abarcar la multiplicidad de valores y perspectivas que existen en una so-ciedad diversa y no asumirse como la expresión de los puntos de vista unilaterales de un grupo o de una élite determinados.

6 El Mundo Insomne, Stefan Zweig, Claridad, Buenos Aires, 1944, p. 9.7 ‘Recuperación de las áreas centrales’, Dora Arízaga, en Ricardo Jordán

y Daniela Simioni (compiladores), Gestión Urbana para el Desarrollo Sostenible en América Latina y el Caribe, Cepal – Cooperación Itali-ana, Santiago, 2003, p. 209.

En una sociedad capitalista la

música que se oye es la del

valor de cambio, cuando se trata del patrimonio

cultural la orquesta debe

estar dirigida por el valor de uso.

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La molesta sensación que tengo cuando recorro la ciudad patrimonial es que vivi-mos un proceso de consolidación de espacios liberados, en el que palabras como recupe-ración urbana adquieren un sentido muy especial que exige preguntarnos: ¿recuperación de quién?

La casa 814 parece querer responder. Ahí un proyecto municipal tropezó con la tensión de la pobreza y pretendió resolverla por el camino de la negación, privilegiando la rentabilidad. Obviamente, no pretendo excluir el lucro como un factor capaz de im-pulsar el desarrollo de proyectos en las áreas patrimoniales (Quito mismo puede exhibir interesantes experiencias en ese campo), pero me parece que si en una sociedad capitalista la música que se oye es la del valor de cambio, cuando se trata del patrimonio cultural la orquesta debe estar dirigida por el valor de uso.

Regulación urbana, normas y lucha por los derechos

I

El uso y aprovechamiento del suelo, que el urbanismo enfrenta como un problema de “organización espacial de la vida social”,8 es analizado por los abogados desde el punto de vista de los derechos; el suelo es para el ordenamiento jurídico un bien inmueble y las relaciones entre las personas y los bienes se expresan en términos de derechos reales, si seguimos al Código Civil, esto es de los derechos que tenemos sobre las cosas (Art. 595).

El dominio o propiedad es el derecho real fundamental, en la medida en que “da a la persona el poder más amplio que pueda tener sobre una cosa”.9 Ese derecho de propiedad es el que se presenta al abogado como la institución decisiva para la organi-zación urbana, pues las preguntas acerca de lo que puede ser objeto de apropiación y qué es lo que pueden hacer los dueños con su propiedad son las mismas que, a partir de otras consideraciones se hace el urbanismo en relación con lo que se puede o no se puede hacer con el suelo.

Esta mirada desde los derechos puede ser útil, en la medida en que permite entender que la pretendida dicotomía regulación-desregulación, no existe. La idea de desregular tiene sentido cuando se piensa en lo público como algo ajeno a la actividad privada, cuan-do se divide el campo de la economía del campo de la política y se piensa en lo público como una interferencia al normal desarrollo de la vida humana. La regulación sería un instrumento político para interferir en la economía y este solo hecho la haría indeseable, en la medida en que las decisiones libres de los individuos serían afectadas por esta intru-sión artificial en la natural relación económica entre privados.

8 Derecho Urbanístico, Luciano Parejo Alfonso, Ediciones Ciudad Argentina, Mendoza, 1986, p. 5. 9 Curso de Derecho Civil. De los Bienes, Eduardo Carrión Eguiguren, Ediciones de la Universidad Católica,

Quito, 1979, p. 96.

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Pero ni regulación es sinónimo de interferencia pública, ni las relaciones económicas entre privados son lo naturales que pretenden ser. En la sociedad capitalista, lo público y lo privado, la política y la economía, no son espacios independientes y diferenciados; son construcciones humanas que se presuponen mutuamente, existen juntas y se presuponen una a la otra.

En efecto, la teoría que está en la base de nuestras formas jurídicas y estatales parte de considerar a los seres humanos como libres e iguales y a esa libertad e igualdad como el sustento legitimador de la propiedad privada, derecho que se concibe como el primero y fundamental, derivado de la propia naturaleza. Mientras Locke considera que el ser humano, como propietario de su propio cuerpo y de los frutos de su trabajo, lleva en sí mismo el fundamento de la propiedad,10 para Hegel la propiedad es el dominio exterior en el que se realiza la libertad humana.11

Según los teóricos del contrato social, llega un momento en que las fuerzas individua-les no son suficientes para proteger esa propiedad, en que los gastos que cada persona debe afrontar para preservar sus bienes superan a los beneficios que puede obtener de ellos; aso-ciarse es la respuesta, pero asociarse para regular el uso de la propiedad y, con ello, unificar las medidas de protección y reducir los costos de estas últimas.

Se trata, entonces, de una asociación que no tiene por objeto crear una comunidad, sino preservar las esferas individuales, conservar los derechos “naturales e imprescriptibles del hombre”, dirá la Declaración de Derechos de la Revolución Francesa, entre los cuales ocupa un lugar destacado la propiedad. La sociedad se limita a ser, entonces, un pacto que regula las relaciones interindividuales, simple medio para la consecución de los fines egoís-tas de cada uno, agrupación de privados en la que prima el interés individual.

La seguridad de la propiedad, las relaciones que a partir de ella se establecen con otras personas requieren, entonces, de una regulación pública. “En otras palabras, el derecho pri-vado, precisamente en la medida en que es un derecho de los privados, postula un reco-nocimiento público, un derecho público que articule, disciplinándolo, el régimen de los intercambios y, de manera general, el régimen de las relaciones privadas”.12 Así, para que el espacio privado de la economía exista como tal, es indispensable la garantía que solo puede provenir de la política; “paradójicamente, la autonomía de lo económico exige a la política y al Estado que intervengan”.13

El privado no es, entonces, un espacio de libertad exento de regulación pública, sino un mundo en el que las relaciones con las personas y aquello que puede hacerse con las cosas, se regulan en detalle. La propiedad puede concebirse como el poder más amplio que se con-fiere en relación con las cosas, pero en ningún caso se trata de un poder ilimitado, siempre está sometido a regulaciones. En el viejo castellano del siglo xiii, las Partidas de Alfonso x definían a la propiedad como el “poder que ome ha en su cosa de facer della et en ella lo que

10 Carta sobre la tolerancia y otros escritos, John Locke Grijalbo, México, 1975, pp. 93-96.11 Filosofía del Derecho, Hegel g.w.f., unam, México, 1985, p. 64.12 “Sobre la historicidad de la distinción entre Derecho Privado y Derecho Público”, en Crítica Jurídica, núme-

ro 6, Umberto Cerron, Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 1987, p. 17.13 El individualismo propietario, Pietro Barcellona, Trotta, Madrid, 1996, p. 110

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quisiere”, pero aclarando más adelante que “débelo facer de manera que non faga daño nin tuerto a otro”.14

Una simple revisión del Código Civil, que en lo fun-damental sigue siendo el cuerpo legislativo aprobado a me-diados del siglo xix, muestra una serie de regulaciones que limitan el ejercicio del derecho de propiedad: obligación de someterse a las ordenanzas de construcciones (Art. 617), la inalienabilidad del patrimonio familiar (Art. 839) y la serie de limitaciones que imponen las servidumbres en razón de las relaciones de vecindad (Arts. 859-932). Incluso autores de visión tradicional, como Juan Larrea Hol-guín, sostienen que siempre se han reconoci-do limitaciones al derecho de dominio y que éstas son tan abundantes que su clasificación resulta difícil.15 Y todo sin tomar en cuenta los hoy generalmente aceptados criterios so-bre la función social de la propiedad y la pri-macía del interés público sobre los intereses individuales.

No existen espacios no regulados. La sociedad capitalista, “el lugar donde reina el valor de cambio”,16 produce bienes para inter-cambiarlos en el mercado, pero la garantía del intercambio no puede provenir del mismo mercado sino que hay que buscarla afuera, en la regulación pública de los contratos, en el aparato estatal que reconoce la obligatorie-dad de los pactos entre los privados e impone su cumplimiento. La economía capitalista, entonces, presupone la regulación pública en la medida en que las relaciones entre los su-jetos se dan por medio de normas estatales.17

Por eso, si volvemos al concepto de ideología como una falsa conciencia, podemos afirmar que la idea de des-regulación cumple una función ideológica: mostrar la

14 Partida Tercera, xxviii:1 y xxxii:1315 Manual Elemental de Derecho Civil del Ecuador, Juan Larrea Holguín,

Corporación de Estudios y Publicaciones, Quito, 2002, p. 222.16 La Práctica Ideológica del Derecho, Bernard Edelman, Tecnos, Madrid,

1980, p. 119.17 ‘La especificidad de la forma jurídica burguesa’, en A.V., La Crítica

Jurídica en Francia, Miaille Michel, Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 1986, p.35.

El Código Civil sigue siendo el cuerpo legislativo aprobado a mediados del siglo XIX, muestra una serie de regulaciones que limitan el ejercicio del derecho de propiedad.

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esfera económica, el mercado y los intercambios entre privados, no como un espacio regulado sino como algo natural e inevitable. Cuando del mercado se trata, el Estado no regula sino que reconoce las leyes de la naturaleza. Ya lo dijeron los autores del Có-digo de Napoleón: “en las partes del código que ya han sido promulgadas, el legislador ha podido definir su voluntad; y su voluntad —que podría haber sido diferente— se ha convertido en ley general ... [En el campo de los contratos, en cambio], todo lo que disponga ha de constituir la expresión de las verdades eternas en que descansa la ley moral de todos los pueblos”.18

La consecuencia es clara: cuando se desconoce el carácter de regulación de las normas que rigen las relaciones entre privados, se reserva el concepto para la intervención política que altera la lógica normal de los intercambios económicos (pensemos en el derecho laboral o en el derecho de defensa del consumidor) o emprende actividades que se consideran pro-pias de los privados. Esa intervención, en la medida en que afecta la libre circulación de las mercancías, se considera antinatural y nociva y, pese a que puede ser necesaria en determina-dos casos, hay que reducirla al máximo; en otras palabras, hay que desregular.

Por eso, precisamente, puede ignorarse el papel del Estado en el funcionamiento del mercado y pueden sostenerse ideas contradictorias, como la del anarcocapitalismo que des-conoce que la sociedad capitalista no podría existir sin un sector público que la sostenga, ga-rantizando los intercambios y estableciendo las condiciones para la utilización de los bienes y para las relaciones entre los privados.

El problema, entonces, no pasa por la falsa antítesis regular-desregular, sino por los contenidos de la regulación y por los fines que con ella se persiguen. Pero así como desde la esfera económica se ve a la regulación como una indeseable intromisión de la política, hay quienes la conciben como naturalmente buena, considerándola expresión de la pri-macía del interés colectivo sobre los intereses individuales. En realidad, la regulación no tiene fines propios, es un simple instrumento de intereses concretos que buscan imponer-se por medio de ella.

La regulación del uso del espacio urbano, por ejemplo, puede revestir múltiples formas, desde la más simple de organizar los intercambios de inmuebles, pero dejar que éstos se ha-gan conforme los intereses de sus propietarios, hasta la directa imposición de obligaciones o prohibiciones que afecten la posibilidad de que un bien pueda circular libremente. En otras palabras, la regulación escoge entre dejar que el mercado se exprese plenamente (para eso están las normas del Código Civil o del Código de Comercio, por ejemplo) o alterar o restringir su funcionamiento en uno u otro sentido, para proteger intereses o valores que pueden verse amenazados por la lógica de los intercambios.

II

Es común pensar que la regulación se expresa en normas que definirían, de una vez para siempre, o hasta que se dicten otras que las sustituyan, una opción y un camino

18 El Derecho y el Ascenso del Capitalismo, Tigar Michael y Levy Madelaine, Siglo XXI, México, 1978, p. 231.

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determinados. El defecto de este enfoque es que identifica la regulación con la norma, asume que aquella se expresa en esta última e impide comprender las complejidades del problema.

El anterior ejemplo nos permitirá entender que las definiciones normativas no son, en realidad, más que el marco dentro del cual se producen luchas y tensiones que son, a la larga, las que definen el alcance de la regulación.

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Ciclista

Calle 10 de Agosto

Quito, 24 de febrero de 2013

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La ciudad en la literatura

Ciudad quiere decir imaginación y memoria. En estos fragmentos tomados al azar de la novela

Pájara la memoria, de Iván Égûez; Quito, una de las ciudades emblemáticas de los Andes

se despliega como un animal íntimo que se despierta huraño o alegre y nos acompaña día tras día,

gracias al poder de la imaginación y la memoria, hechas realidad en la palabra y la literatura.

“Desde entonces he vivido en la casa de San Roque hasta hoy, cinco de di-ciembre, en que el tinterillo, el Hijo de la Alimaña, ha madrugado a parti-ciparme la noticia de que la casa, la casa mía, carajo, ha sido vendida.

—Éste es un barrio de a perro y, como desde hace años nosotros vivimos en el norte, no nos interesa esta propiedad sólo para que usted viva, pues ya no queda nadie más de la familia —me dijo el quishca prepotente—. Hace años cuando nosotros nos fuimos para La Mariscal huyendo de este barrio de porquería que apesta a lodo podrido, a úreas de borracho y pescado bajado de mujer, usted, romántico empedernido, escogió quedarse, y ahora tiene que atenerse a las consecuencias. Nosotros no podíamos seguir viviendo en este barrio, las hijas ya estaban maltonas y podían confundirlas con las vagas de la 24, con las del Aguarico que resbalaban hasta acá o con las que entran y salen del segundo piso a mala hora arrendado a la tal Muñeca creyéndola modesta modista, cuando lo único que ha sido es una alcahueta, una beata dedicada al lenocinio, y sobre todo, usted recordará, una calumnianta profesional, pues se había permitido decir con sicofante audacia, que yo, candidato a ministro en ese entonces, había sido destajista en aquel negocio antroso. Ahora la casa ha sido vendida y todos los inquilinos se arreglarán con el Banco, él verá si les sigue arrendando o si les pide que desocupen, usted también, pero no se preocupe, le pasaremos una pensión para sus gastos, de ahí puede pagar el arriendo, aunque eso sí, ten-drá que estrecharse un poquitín, hacerse a las circunstancias, ya que usted mismo tiene la culpa, Daniel, si no le hubiera gustado tanto levantar el codo, ahora sería sostén y amparo de hermanas y sobrinas, no tiene a quién quejarse, pero bueno, para qué hacernos mala sangre de pura gana, a usted le ató el barrio y le gustó esta vida, nosotros nos fuimos y us-ted se quedó, y aquí en confianza le digo que hasta le envidio, libre de las murmuraciones familiares, sin que nadie se preocupe de a qué hora entra y a qué hora sale, ahora búsquese un cuarto y siga tranquilo, de dueño y señor del barrio, aquí quién no sabe que usted es nuestro pariente, que usted es un Martínez, en el Tenis en cambio, que es el nuevo barrio donde estamos viviendo, porque La Mariscal también comenzó a infectarse y ponerse in-

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soportable con tanta boutique y discoteque, en el Tenis digo, bueno, usted comprende, allí hay que guardar las apariencias, ése es un barrio, yo diría, de etiqueta, pero siempre hubo que hacer algún sacrificio por las hijas y ahora tocó hacerlo por las nietas, por lo menos hay que procurar casarlas bien, que si han de ir a servir a algún extraño, al menos que sea a un decente, aunque por mí, mejor que se queden solteras, que es preferible vestir santos a desvestir borrachos, perdón, lo que quise decirle es que al que Dios le quiso, hombre le hizo, pero ya ve, su hermana me dio hijas y nietas chancletas, bueno, aquí le dejo una ropa flamante que puede servirle: estos zapatos son italianos, estas medias no tienen zurcidos, estas camisas no han sido sacadas de sus cajas, este sombrero es Stetson comprado en Bal-timore, este terno Príncipe de Gales, nuevecito, y, bueno, aquí tiene un dinerillo para que pueda reinstalarse, bueno, bueno, me voy, ya nos veremos, queda a sus anchas, pórtese bien, cuídese, no se desmande.

Y no me desmandé: a diferencia de lo que hubiera hecho normalmente, es decir to-mar el atado de caridad e irlo a festinar en la cachinería de la esquina, hoy temblando de cólera me lo he chantado y así disfrazado de Ministro de Corte he venido a La Mariscal a gastarme la plata y la prosa en esta cosa estrecha y sicodélica, última extravagancia de nuevos ricos: una fonda en el vientre de un avión, pintado con colores que hacen mal al hígado, con mesas de vidrio para mirar mejor las piernas a las mujeres, con música que no se sabe de dónde sale, con una lista de precios que da más inseguridad que si uno estuvie-ra verdaderamente en los aires con los motores apagados, con jóvenes que comen como chanchos dejándose correr las salsas por barbas y codos, mientras yo procuro devorar esta libreta de apuntes, viendo cómo, en verdad, la memoria es un mal sin remedio también para los jóvenes, aunque a su manera.

(...)

“No puede ser, no puede ser, digo redigitando las páginas de este diario, tratando de encontrar algo más sobre esa madre tontamente enamorada, pero el dolor se mezcla con el pavor de tener que abandonar mi casa que ha soportado desde temblores, granizadas y aluviones hasta guerras civiles, pestes y encenizamientos. En efecto, aferradas a riscos y la-deras como a la piel corrugada de un animal antediluviano a punto de moverse, las calles, las casas y las gentes de esta ciudad tripa-corazón han sobrellevado los siglos desafiando a leyes a veces más implacables que aquella de la gravedad. Mi casa ha sobrevivido reparán-dose las grietas, restañando las heridas, uniendo lo cuarteado, cogiendo fallas y goteras, improvisando graderíos, estrechando la huerta, aumentando galpones y mediaguas, alti-llos y gabinetes, pasamanos y azoteas; convirtiendo sótanos en almacenes y consignacio-nes, salones en departamentos, departamentos en tugurios; instalando en el zaguán filas de medidores de luz sobre bazares de íngrima vitrina, viendo cómo la cajonera que vendía borceguíes de badana y faltriqueras hechas a mano, ahora es mendicante o gran señora, vendedora de loterías u oferente de direcciones y teléfonos de señoritas dispuestas a en-trar en tratos y estímulos. Mi casa ha resistido como yo, aparentando inerme el constante movimiento, trocándose sin dejar de ser, como el cuchillo de cortar cecina que cambió de mango y luego de hoja sin dejar de ser el cuchillo de cortar cecina o como esta ciudad

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que ya no puede seguir siendo sin ir dejando de ser. Pese a las adaptaciones y a la proliferación del cuchitril que ha impulsado el gorrinche abogatario con miras a recibir más arriendos, mi casa sigue —por fuera sigue al menos— reco-nocible, sigue siendo la casa con altillo aunque ahora esté minimizado, pues si casaba una sobrina había que aumen-tar un cuarto, si venían a estudiar los hijos de los primos de las tías había que poner un gabinete, botar una mampara, siempre guiados por esa sabia que se llama Necesidad, pero antes la Necesidad estaba guiada por el me-jor estar, no como ahora por el solo afán de lucrar y lucrar.

Ya quisiera verle al aprendiz de arqui-tecto —al que tanto nombra la Claudia in-esperada en sus apuntes— con una casa así, de cien rincones añadidos.

«Pablo dice que el centro y sur de la ciudad inician su proceso hacia el tugurio. Y como ahora La Mariscal se ha convertido en zona rosa, comercial y de servicios, los antiguos y nuevos ricos huyen hacia las zonas altas del norte de la ciudad o a Los Chillos; y si antes los militares se retiraban para contar cachos en la Plaza Grande, ahora en la desesperada competencia por ir más al norte, se retiran a contar la plata más al norte todavía: en los apartamentos y playas de Miami.»

¡Lindo guambra, carajo, les dio en el ojo a esos fieros pinganillas sin caché! En eso coincidimos: los nuevos ricos y los milicos de ahora son unos chigchiguasjediondos, surgidos como la espuma gracias a sus aco-modos, ya sea como esbirros de todos los gobiernos o como sirvientes de gringos, por eso imitan la vida de éstos, sus verdaderos patrones. ¡Barrio de a perro! ¡Y quién lo ha dicho!: un sarna que gracias a su condición ladina y rastacuera, a su viveza de enlazar a Paulina, gracias a vergonzosos adulos y delaciones, se ha-lla encumbrado en la Corte Suprema y el Poder. Me acuer-do y me entran ganas de pellizcarle las paspas a ese chagra cualquiera que, nacido en algún cuero de chivo, en algún muladar de sotas y ordenanzas, de pronto pretende pasarse

Aferradas a riscos y laderas como a la piel corrugada de un animal antediluviano a punto de moverse, las calles, las casas y las gentes de esta ciudad tripa-corazón han sobrellevado los siglos desafiando a leyes a veces más implacables que aquella de la gravedad.

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de futre y hacerse el faite. Emperifollado y temblando de cólera bajé a San Francisco en medio de la canícula maña-nera. Crucé el pretil y llegué a La Merced reparando en que todas las calles estaban adornadas con banderas azul y rojo, colores de la ciudad; rojos y azules juntos, como quien dice «la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas», con cadenas de papel cometa cruzadas de balcón a balcón, mientras en las esquinas ponían tablados para las bandas

y orquestas que amenizarán, a la noche, las vísperas de la ciudad. La tarima de La Mer-ced, levantada a un costado del cine Grana-da, tenía un rótulo grande que rezaba ¡Viva Quito! Club Deportivo San Pedro Pascual; de un balcón del Conservatorio Nacional de Música pendían dos telas: la roja traía una leyenda feérica, suscrita por las iniciales de algún nuevo músico o agitador: «Día de nada, víspera de mucho» A. Roa B.; y la azul decía a secas: Estudiantes del Jazz.

(...)

“hablamos de Quito, de esa burguesía quiteña que, según el Bajito, había logrado copar a la aristocracia, haciendo que ésta cambiara las reglas de caballería por las de los negocios, de donde el pasado se les pre-sentaba como un enorme vacío histórico, como una empresa de compra-venta y, por lo tanto, su nostalgia se remitía a la impos-tación y a la compra o fabricación de un

pasado luminoso, aunque ajeno. Hablamos de todo, de mi casa, de la casa donde hasta hoy he morado, del altillo del cual se lanzó Orofrisia y donde vivo yo, o mejor dicho, vi-vía; hablamos del resto de la casa que es pensión para pro-vincianos y pelanduzcas del lugar, contaduría clandestina, cachinería, salón de belleza, modistería, consignación de frutas, consultorio de fregadores de reumas y sobadores de caídas, de enderezadores de vidas descarriadas, restaurado-res de hímenes y acomodadores de huevos, mi casa conver-tida en pastelería, industria de helados y tamales, sastrería donde también alquilan ternos, fraques y vestidos de novia; mi casa donde funcionan baños públicos de agua caliente,

(...) mi casa convertida en pastelería,

industria de helados y tamales, sastrería

donde también alquilan ternos,

fraques y vestidos de novia; mi casa donde funcionan

baños públicos de agua caliente,

zaguán de revistas, fábrica de caretas,

club deportivo, planchadoras de

camisas y ropa blanca (...)

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zaguán de revistas, fábrica de caretas, club deportivo, planchadoras de camisas y ropa blanca, descansos con bordadoras a mano, cogedoras de puntos de medias, tejedoras de escarpines, escribanos de cartas de amor, adivinadores, pompas fúnebres y bajogradas de estudiantes que se ayudan en los estudios con letreritos de este jaez: «Se ponen inyeccio-nes y dibuja a domicilio», «Se imparten clases de armónica, bien decir o astronomía»; es también Sindicato de Carameleros y Vendedores de Ponche con un epígrafe a la pur-purina que dice «Dulzura y huevos es lo que a la gente le falta».

(...)

“Diariamente se dedicaba a ese pasatiempo: subía a por los desperdicios de San Ro-que, revistaba las veredas y los kioscos de la 24, enfilaba hacia La Ronda, la recorría casi sin mirarla, sin percibir sus estrecheces, sus averiadados faroles, sus puertas azules abier-tas hasta el traspatio, sus balcones de barrigosas canastas de hierro. Pasaba el Alias sin mirar esos zaguanes al albayalde, esos adoquines escuadrados, esas piedras-dulces de pa-tios como cubrecamas, de calles como patios, con letreros como en casas de muñecas, de gentes tristes pero que sonríen como niños cuando quieren, que juegan a los abarrotes, a hacer guitarras, a tener pensiones para pasajeros que llegan al sector desde todas las pro-vincias a alquilar un cuarto de alto tumbado, con camas de palo pintadas de verde con mordoré, de negro con dorado, de blanco con pajaritos, duras y tendidas

Guarda: Atardecer

Centro Histórico de Quito

Quito, 15 de diciembre de 2014

Espacios humanosConferencia Global Hábitat III

se terminó de imprimir en septiembre de 2016,en la Editorial Pedro Jorge Vera

de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.Presidente: Raúl Pérez Torres

Director de Publicaciones: Patricio Herrera Crespo

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