Post on 11-Jan-2019
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SHOWRUNNERSREDACTORES
JESÚS VILLAVERDE SÁNCHEZ
Periodista cultural. Crítico literario y cinematográfico.
Escritor y lector.
Portfolio: www.jesusvs.contently.com
Blog: www.culturalblues.blogspot.com
Twitter: @jesusvs_txetxu
JORGE DUEÑAS VILLAMIEL
Diseñador digital e historiador del arte.
Pensando en imágenes desde 1984.
Portfolio: www.sickmonkeys.net
Blog: www.realidadesinexistentes.com
Twitter: @sickmonkeys
www.ochoquincemag.com
Twitter: @ochoquincemag
Mail: ochoquincemag@gmail.com
(2016)
Este número ha sido posibie gracias a:
IRIS SIERRA BLÁNDEZ
CARLOS ÁLVAREZ VILLACÉ
JORGE DUEÑAS VILLAMIEL
JAVIER RUEDA RAMIREZ
ANTONIO SÁNCHEZ MARRÓN
JESÚS VILLAVERDE SÁNCHEZ
ALBERTO VENEGAS RAMOS
ENRIC ALBERO
ANTONIO CABELLO RUIZ-BURRUECOS
IVÁN MARTÍNEZ DE MIGUEL
PABLO SÁNCHEZ BLASCO
GUILLERMO G.M.
NACHO BIBIÁN
Los derechos y opiniones de cada artículo
pertenecen exclusivamente a su respectivo autor.
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He aquí un dilema que me gustaría com-
partir con el lector que se ha atrevido
a leer estas palabras. Si te vieses en la
obligación de tomar la decisión de que-
darte solamente con uno de los cinco
sentidos, con cuál te quedarías. Supon-
gamos que una banda organizada te
secuestrase y te torturase obligándote
a tomar semejante decisión y tu vida
dependiese de ello. Piensa cuál sería tu
elección si sólo pudieses conservar uno
de tus cinco sentidos. Yo tengo muy cla-
ro de qué cuatro sentidos prescindiría y
me aferraría a esta decisión con deter-
minación.
PRÓLOGO
IRIS SIERRA BLÁNDEZ
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Suplicaría que me abrasasen las papilas gus-
tativas, que me cortasen las yemas de los
dedos, que me rompiesen el tabique nasal y
que me dejaran sorda de una paliza con tal de
poder conservar intacta la vista. He valorado
bien mi elección y si algún grupo de delin-
cuentes armados y peligrosos está planeando
mi secuestro lo único que pediría es que res-
petasen mi voluntad, el resto es cosa suya y
lo dejo en sus manos, siempre me han gusta-
do las sorpresas.
Hay algo poderoso en las imágenes y en el
impacto que tienen, más concretamente en
las imágenes de la pequeña y gran pantalla.
El séptimo arte es fascinante en todas sus
formas y tiene la capacidad de transformar-
nos. Nadie puede presumir de ser la misma
persona después de ver una buena película o
degustar una gran serie, hay un punto de in-
flexión, hay una antes y un después. Las imá-
genes invaden nuestras vidas y llegan incluso
a cambiarnos para siempre. De un tiempo a
esta parte, la sensación es que la televisión
le ha ganado la partida al cine, sin embargo,
la realidad es que las series se han convertido
en largometrajes de extenso recorrido reali-
zados y producidos en cómodos plazos.
Cuando me siento a ver una serie el baile de
capítulos consigue hipnotizarme y soy inca-
paz de despegar los ojos de la pantalla. Mis
pupilas se dilatan como el fundido a negro,
llevo la curiosidad atrapada en la mirada. Lo
de dosificar los episodios con moderación no
va conmigo, me rindo fácilmente ante el mis-
terio y la intriga. ¡El cuerpito me pide más y
más y más! Mi corazón palpita frenético bom-
beando la sangre que ruge furiosa por mis ve-
nas. Mis resortes neuronales trabajan como la
sala de máquinas de un petrolero y mi cabeza
crepita como pescaíto frito. Conozco bien esta
sensación, a medio camino entre el placer y el
malestar. Siempre he sentido una tremenda
empatía por esos insectos que mueren achi-
charrados atraídos por el magnetismo que
desprende el destello de una luz ultra brillan-
te.
Es un arma de doble filo, el impacto de una
serie perdura para bien y para mal. Hay ca-
pítulos que te conquistan, te rebañan el co-
razón y te conmueven hasta las lágrimas. Se
instalan en las mazmorras de la memoria
hasta adueñarse de tu alma. Pero también
nos hacen pupa, el capítulo es la cuenta atrás
hacia el final de temporada. No se puede dis-
frutar del paisaje cuando sabes que remas a
contracorriente. La larga espera que hay en-
tre una temporada y otra es un castigo des-
proporcionado e inhumano. Por no hablar de
las despedidas y las cinco etapas del duelo,
sabes que has visto una buena serie porque
cuando termina te sientes huérfano/a. La fe-
licidad que te proporciona ver una serie no
siempre compensa tamaño sufrimiento, tal y
como dijo Tony Soprano: “Me toca ser el payaso
triste, riéndose por fuera y llorando por dentro”.
Dicen que el primer paso es admitirlo pero yo
nunca lo he negado, he aprendido a aceptar
mi naturaleza sin rechistar. Sí, amigos, soy
adicta a las series, y lo que es peor, estoy or-
gullosa de serlo. Ha llegado la hora de hablar
con propiedad, «Nos hacemos llamar “ciné-
filos/as” cuando en realidad queremos decir
“yonquis”». El consumo responsable no existe,
las series se han convertido en la última dro-
ga legalizada y el capítulo en nuestra dosis en
vena diaria. El material que trabajo es original,
de primerísima calidad. El producto que con-
sumo es puro, sin subtitular, yo rebaño hasta
los títulos de créditos. Soy consciente del pe-
ligro, conozco
los riesgos: la
sobredosis de
spoiler, la can-
celación sor-
presa, el ficha-
je frustrado, el
prometedor pi-
loto, el crossover definitivo, la season finale…
Las secuelas son irreversibles, si tienes suerte
lo que no te mata te hace más fuerte. Me han
contado que es muy duro salir de esta mierda,
claro que yo no tengo ninguna intención de
hacerlo. Confieso que no tengo autocontrol ni
nada que se le parezca, soy vulnerable, se me
ponen los ojos golosos con cualquier estreno
de temporada con un buen reparto y un trái-
ler jugoso. Soy carne de cañón, sed testigos.
Las series están matando a la piratería, se han
empeñado en hacer magníficas producciones
y al final nos vemos obligados a comprarlas
con avaricia. El paquete de coleccionista edi-
ción limitada es el último grito en fetichismo
cinéfilo para tocarse en la intimidad con los
extras y el contenido extendido exclusivo. El
generoso catálogo de series es una trampa,
un laberinto sin salida, una espiral infinita de
autodestrucción sin retorno. ¡Bienvenido a los
problemas del primer mundo!
#FirstWorldProblems
Tiene que haber un punto intermedio entre
el empacho de capítulos y el régimen de una
dieta baja en series. Tiene que haber algo a
lo que agarrarse. Tiene que haber reuniones
de Seriéfilos Anónimos con sus doce pasos
reglamentarios. Tiene que haber consultas
de hipnosis regresiva: “Cuando cuente hasta
tres despertarás y harás una vida normal sin
series”. Tiene que haber prácticas oscuras y
sesiones de espiritismo con la ouija para in-
vocar a los estudios que producen series por
encima de nuestras posibilidades. Tiene que
haber un medicamento milagroso para des-
engancharse disponible en el mercado negro.
¡ALGO TIENE QUE HABER, JODER!
Y por si todo esto fuera poco, hay un pensa-
miento que me inquieta, me atormenta y me
perturba. Un asunto que me remueve la con-
ciencia y me impide dormir bien por las no-
ches. Tengo el firme convencimiento de que
en algún remoto lugar hay una serie triste y
abandonada, que todavía no he visto, y que
me impide ser feliz.
«Nos hacemos llamar “cinéfilos/as”
cuando en realidad queremos decir
“yonquis”»
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“Ficción y no ficción están más cerca
de lo que parece”. Gay Talese
Cuando la nulidad de sensaciones óp-
timas nubla la vista, la comunicación
se refleja como algo etéreo. Quizás in-
compatible, ciertamente insuficiente.
No obstante, es precisamente esa herra-
mienta a través de la cual se pivota para
resultar vencedor de la desazón, si bien
la aptitud innata se postula como condi-
cionante indispensable. Y, aunque parez-
ca que en la mente de Frank Underwood
todo está sellado a un plan determina-
do, fijo y estructurado, los momentos de
HOUSE OF CARDS [4X08]
‘CAPÍTULO 47’
CARLOS ÁLVAREZ VILLACÉ
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variaciones e improvisación son más frecuen-
tes de lo que se puede llegar a imaginar. ¿La
salvedad? Un discurso. Una mirada. Un gesto.
El aporte comunicativo como partida y fin.
Siendo consciente de tal propósito, la cons-
trucción del relato en House of Cards es de-
licada y metódica. El espectador se presenta
ante el visionado de una historia de 13 horas,
ininterrumpidas, con el conocimiento de que
la resolución final va a ser favorable a los in-
tereses del clan Underwood. Pero no por ello
disminuye la intensidad de lo que se plasma.
Bien sea por la introducción de nuevos per-
sonajes con peso efímero (¿efímero?) en la
globalidad, el aporte de nuevas narrativas o
la incapacidad para determinar el subtexto
reinante en cada situación. La actualización,
incluso variación, de lo que acontece se pro-
duce con una rapidez asombrosa, forzando a
cambios de comunicaciones privadas mani-
puladoras. No obstante, es una de las princi-
pales características de los poseedores de la
Casa Blanca.
En un contexto donde tanto Claire como
Frank han estado ubicados en escenarios des-
favorables para sus intereses y fines, la entra-
da en escena de Tom Yates torna como vital.
“Es de los pocos que nos conoce”, interpela la
fémina comandante. A tal efecto, y sabedores
de sus limitaciones en la imagen pública, el
electorado, ceden a abrir su parte más ínti-
ma. Incluso como si se tratara de un conector
entre dos entes opuestos, de tal manera que
la comunicación entre ellos pueda llegar a
ser fluida mediante un nexo conductor. Por-
que ésa es realmente la razón primaria para
entender la llegada de Tom al coto privado
de los dictadores, desterrando la ya manida y
recurrente maniobra de eliminar las opciones
del rival mediante copias de conductas y per-
sonal cercano. Como falló y no tardó en hacer
Will Conway, General Brockhart mediante.
La figura de Tom Yates, por tanto, no es sim-
plemente la de un creador de discursos para
los Underwood. Se conglomera como un pun-
to fundamental para entender la estrategia
comunicativa que se ha de tomar en la recta
final de las conspiraciones y engaños presen-
tes. De entrada, la imagen pública a mostrar
es sinónimo de responsabilidad directa para
el citado escritor, ya que la percepción que
tendrá la masa social depende de su creación
literaria. Porque no se trata de maquinar dis-
cursos manidos de contenidos. Que también.
Sino de aportar una fotografía que se aleje de
la realidad, que plasme tanto a Claire como a
Frank como los salvadores de la patria ameri-
cana, los únicos aptos y capaces.
Lo sorprendente, en cierta medida, es la au-
sencia de ideales a tal respecto. Esto es: en
ningún momento Tom cuestiona lo que vis-
lumbra, hace referencia a su disconformidad
o implora su opinión. Consciente de su rol, la
estructura de actuación responde a una cap-
tación de información mediante el camuflaje.
Sin distorsionar las fábulas alternativas que
se encargan de crear los secuaces que residen
en la Casa Blanca, su presencia es cristalina.
La aprehensión de los hechos acontecidos se
internan en el intelecto, y de ahí a la planta-
ción en papel reside un proceso cognitivo que
durará para la eternidad del emisor. Siendo
voluble en la mente del receptor.
Como ya ocurriera con la campaña política de
Barack Obama, el relato principal se plasmó
en confeccionar al protagonista como el guar-
dián del mensaje, presentándose como el más
completo y adecuado. La personalidad con-
tradictoria de los Underwood queda tapada,
por lo tanto, por algo convincente. Una ima-
gen potente, de seguridad, sin fisuras, incluso
con principios. Todo alejado de lo real, de lo
tangible, pero no por ello plausible y palpa-
ble. Ésa es la ventaja radical que provoca el
éxito de una pareja tremendamente compleja.
La motivación de Tom, se intuye, reside en la
formación de páginas brillantes en el desem-
peño del cambio histórico de una nación.
Todo ello, además, con la condición de que el
contexto se embarca en un entorno digital. Lo
inmediato cobra fuerza como imperante y la
necesidad de vender imágenes fulminantes es
la metodología y, a su vez, el objetivo. El uso
de la comunicación como instrumentalización
de los moldes reinantes. Y es que, si detrás de
cada presidente hay una gran mujer, como se
llegó a establecer, detrás de ambos siempre
está la figura del comunicador. El que asocia
lo ideal a lo posible. Seguir un camino y otro
se decide según las decisiones que toma el
comunicador, valedor de las distintas ópticas
que se pueden verter sobre una imagen públi-
ca. La finalidad ya no es evitar que lo mencio-
nado sea negativo para los intereses propios,
sino que, incluso, sea opuesto a lo real.
Hannah: “I just love your writing, Tom, ever
since ‘Scorpio’. I think it justs gets better and
better”. Tom: “Oh, yeah? What else have you
read?”
Porque el verdadero trabajo que realizará su
existencia no será novelístico. O sí. De ahí
el rechazo perenne a lo que los demás con-
sideran su obra maestra. En su instinto, por
conocimiento y conceptualización, la crea-
ción de ficción se realiza para construir una
nueva realidad. La que se quiere mostrar. La
predominante. Lo cual, a su vez, entronca de
manera frontal con lo vivido por Tom Ham-
merschmidt. Contar y exhibir una historia es
el anhelo de ambos, situados en entes esféri-
cos radicalmente tangentes. El problema, no
obstante, es la ausencia de final a lo plasma-
do. Y de ahí, la motivación de continuar con
la actividad comunicativa que desempeñe tal
efecto. Obligación, en ciertos casos, teniendo
que modificar actitudes y creencias. Pero, más
allá de ello, lo invariable es la importancia de
la comunicación. Por mostrar una alternativa
basada en bocetos cargados de influencias
existentes. Para narrar la verdad... y crear otra
que vaya más allá.
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“Nos resulta más sencillo imaginar el fin
del mundo que el fin del capitalismo.”
Slavoj Žižek
Los productos narrativos derivados de
la industria cultural se enfrentan a una
constante paradoja cuando tratan de es-
capar de la ideología hegemónica implí-
cita al propio medio. Ya a mediados del
siglo pasado Adorno, Horkheimer y otros
pensadores vinculados a la escuela de
Frankfurt, advertían que la industria cul-
tural produce obras que inevitablemen-
te presentan una prolongación ideológi-
ca del sistema socio-económico que las
ha creado, el capitalismo tardío.
JORGE DUEÑAS VILLAMIEL
MR. ROBOT [1X10]
‘EPS1.9ZER0-DAY.AVI’
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Cuando Žižek dice que no somos capaces de
soñar con el fin del capitalismo habla, evi-
dentemente, del cine y la literatura, que nos
presentan constantes visiones distópicas de
la extinción humana pero no logran construir
imaginarios de sociedades y economías alter-
nativas. Un buen ejemplo es la tercera parte
de la trilogía de Batman de Nolan, The Dark
Knight Rises, donde encontramos una preocu-
pación porque la brecha entre ricos y pobres
desemboque en una caótica revolución popu-
lar similar al “reinado del Terror” napoleónico.
El propio Žižek, citando a Dickens, relaciona
esta película con el pesimismo revolucionario
expresado en el clásico Historia de dos ciuda-
des: “Los revolucionarios son criaturas bruta-
les, con absoluto desprecio por la vida huma-
na. A pesar de la retórica emancipadora de
la liberación, tienen planes siniestros ocultos.
Entonces, cualesquiera que sean sus razones,
tienen que ser eliminados”. Batman se revela
en esta película como el conservador del sta-
tus quo, un despótico superhéroe millonario
que protege a la sociedad de sí misma.
Otro ejemplo lo tenemos en la serie cana-
diense Continuum. En ella un comando “te-
rrorista” del futuro viaja a nuestro presente
para acabar con un joven que terminará con-
virtíendose en el caudillo de una sociedad
tecnócrata dominada por las multinacionales.
Incomprensiblemente el protagonismo de la
serie recae en Kiera, una policía del futuro
que intenta detener los planes de estos revo-
lucionarios para poder volver con su familia,
aunque esto suponga condenar a la sociedad
futura a una opresiva dictadura capitalista.
Mr. Robot supone en este contexto un rara
avis televisivo. La sorpresa de 2015 de USA
Network nos ofrece una de las miradas más
ácidas y críticas sobre la sociedad contem-
poránea de los últimos años. En la serie se
abordan complejos temas de actualidad como
la alienación laboral, la opresión de la deuda
financiera, el poder de las grandes corpora-
ciones “too big to fail”, la espectacularización
de las relaciones humanas a través de las re-
des sociales, el espionaje digital... Mr. Robot
es prácticamente un decálogo de los retos
socio-tecnológicos a los que nos enfrentamos
en nuestra época. Pero al margen de todas las
tramas paralelas, el argumento principal de la
serie gira en torno a un grupo de hacktivistas,
inspirados claramente en Anonymous, que
tratan de acabar con toda la deuda financiera
mundial a golpe de hackear una de las mayo-
res corporaciones del mundo, Evil corp.
“Un simple programa, un gusano que puede
hacer los datos ilegibles, un malware que qui-
zá le llevó a Darlene dos horas escribirlo. ¿Es
eso todo lo que se necesita para acabar con el
mundo? ¿No debería estar disfrutando esto?”
En cualquier otro producto audiovisual el ata-
que resultaría fallido, el orden conocido vol-
vería a establecerse justo antes del desenlace
final. En el mejor de los casos se nos delei-
taría con una estetizada representación del
inicio del caos, como ocurre con el final de
Fight Club. Pero no, en el capítulo final de la
primera temporada de Mr. Robot, Sam Esmail
se atreve a imaginar, sin infantilismos, el día
después a un hackeo masivo que acaba con
todo el sistema de crédito mundial.
“Entonces este es el aspecto de una revo-
lución, gente con ropa cara corriendo de un
lado al otro. No me lo imaginaba así. Me pre-
gunto en qué fase están. ¿Negación?”
Elliot despierta en el coche de Tyrell tres días
después de los hechos, sin recordar lo ocurri-
do. Mientras le acompañamos en su búsqueda
de sentido podemos ver de fondo el paisaje
social tras la revolución digital que acaba de
acontecer: cajeros que dejan de funcionar,
personas confundidas pegadas a pantallas
de televisión que emiten telediarios intermi-
nables, jóvenes que salen a la calle portando
la máscara de fsociety eufóricos por la tábula
rasa que inaugura un nuevo tiempo, el res-
ponsable tecnológico de Evil Corp volándose
la cabeza durante una entrevista en directo,
fiestas para celebrar irónicamente “el fin del
mundo”, Darlene y el resto de compañeros de
Elliot borrando las pruebas incriminatorias del
hackeo... No hay caos, tan solo preocupación,
no hay contenedores ardiendo ni comercios
saqueados, las cafeterías siguen funcionando,
la rutina sigue imperando para la mayoría de
las personas. El capitalismo financiero ha re-
cibido un asalto, quizás mortal, y el mundo no
ha dejado de girar.
Aún no sabemos si todo lo vivido en este epi-
sodio ocurre realmente o si estamos ante un
producto más de la esquizofrenia argumental
de Elliot, pero el mérito de Esmail en tratar
de imaginar una sociedad post-revolución sin
evocar a los fatalismos del “reinado del Te-
rror” es más que destacable. La escena tras
los créditos redondea todavía más este ejer-
cicio de estudio de las repercusiones de una
revolución económica en los diferentes es-
tratos sociales. En ella podemos ver llegar a
Whiterose, miembro del grupo de hackers chi-
nos conocidos como el Dark Army, a una villa
lujosa en la que observamos como el CEO de
Evilcorp, junto a otros millonarios, permanece
tranquilo e impertérrito ante el ataque. Con-
fiado, quizás, en que la selecta minoría oligár-
quica a la que pertenece siempre logra salir
intacta de cualquier intento de cambio social.
“El infame emperador Nerón tocaba un ins-
trumento muy parecido al que está tocando
ella, la lira. Cuenta la leyenda que lo tocaba
alegremente mientras veía... Mientras veía ar-
der Roma.”
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Reír o morir (sin pasar por llorar), tha-
t´s the question. Como mecanismo es-
capista, las comedias siempre han sido
un vehículo idóneo para reconfortar al
espectador. Sin embargo, algunas series
pertenecen a la estirpe de “comedias
que se ríen de la realidad”, aunque cuan-
do pensamos en la realidad que satiri-
zan se nos congele la sonrisa. Dentro de
ellas Veep ocupa un lugar destacado; las
cinco temporadas de la serie de HBO no
han dejado de crecer en su sarcasmo al
criticar la estulticia e ignorancia de los
políticos americanos.
VEEP [4X09]
‘TESTIMONY’
JAVIER RUEDA RAMIREZ
18 19
El penúltimo capítulo de la cuarta temporada
(4x09), titulado “Testimony”, nos presenta a
una Selina Meyer que dejó atrás su condición
de vicepresidenta (de ahí el sonoro veep) para
ejercer de POTUS (President of the United
States) al finalizar la tercera temporada. Des-
pués de que los periodistas interroguen a la
Presidenta sobre la posible implicación de su
equipo de confianza en un fraudulento lobby
de presión para frenar un Programa Estatal
de Apoyo Familiar, el capítulo nos presenta la
declaración de todos los miembros de la ad-
ministración Meyer frente al Gran Jurado para
dar testimonio de su presunta responsabili-
dad en los hechos.
“Testimony” está escrito y dirigido por Ar-
mando Iannucci, auténtico showrunner de la
serie, y destaca por la agilidad y trepidante
ritmo con el que da (literalmente) un repaso
a todos y cada uno de los secundarios de lujo
que conforman esta serie coral. Iannucci fue
nominado a los Emmy de 2015 en la categoría
de “mejor dirección en un capítulo de come-
dia”. El dispositivo narrativo maneja con inte-
ligencia el fuera de campo ya que el encuadre
es ocupado exclusivamente por los patéticos
semblantes de los colaboradores políticos de
Selina y las infantiles explicaciones con las
que salen al paso del interrogatorio al que son
sometidos. Evidentemente, la Presidenta se
encuentra al margen de dichas investigacio-
nes, puesto que ella desconoce las presuntas
acciones delictivas de sus estrechos subordi-
nados. A pesar de que pertenezcan a latitu-
des geográficas tan distantes y de que este
capítulo no hace ni remota referencia a ello,
es difícil no pensar, al ver la cínica postura de
Selina Meyer, en el reciente caso de Rita Bar-
berá y su equipo municipal; la Operación Tau-
la. Todos los miembros de aquella fotografía
(9 de los 10 concejales del Ayuntamiento de
Valencia de 2003) estaban imputados y pro-
cesados en casos de corrupción, a excepción
de la principal (ir)responsable del Consistorio,
que “desconocía” todas las actividades de sus
subalternos. El magnífico guion de Iannucci
nos regala una hilarante secuencia: cuando
Selina (nunca se dirá demasiadas veces que
Julia Louis-Dreyfus está inadjetivable) es in-
terrogada por el pasado lobista del novio de
su hija, ella se levanta diciendo: “Tengo que
llamar al presidente de África. Perdón, de
Sudáfrica”.
No se trata propiamente dicho de un “episo-
dio botella”, si bien los 30 minutos se desarro-
llan exclusivamente en un mismo escenario;
el Gran Tribunal del Estado. Las dos referen-
cias cinéfilas que salpican el capítulo enrique-
cen el sofisticado conjunto. El primero apa-
rece cuando el bello, narcisista y ambicioso
Dan Egan, anterior Jefe de Comunicación de
Selina, cita la película Sospechosos habituales
(Bryan Singer, 1995) y al célebre personaje de
Keyser Söze al que inmortalizó Kevin Spacey.
Con aquel aparentemente torpe e inofensivo
personaje, pero finalmente letal, Egan se re-
fiere a Gary Walsh, el asistente personal de
la Presidenta. Tony Hale encarna con maes-
tría a Walsh y por esta gran interpretación ya
ha recibido dos premios Emmy como “mejor
actor secundario cómico” y una nominación
más. La comparación no puede ser más inte-
ligente, ya que Iannucci apunta a aquel que
ostenta el cargo más insignificante (aunque él
se considere el hombre más importante del
mundo) e intrascendente de todo el equipo
de Meyer. Cuando al finalizar el capítulo es
Walsh-Söze quien señala al inocente conejillo
de indias (Bill Ericsson), que cargará con toda
la responsabilidad del caso y al que acusarán,
siguiendo el ejemplo, todos los demás, la re-
ferencia cinéfila adquiere todo su significado.
Mientras salen los títulos de crédito y vemos
con sorna a todos los protagonistas respirar
aliviados por quedar exentos de sus respon-
sabilidades, mientras reímos, no podemos de-
jar de pensar con indignación que dicho ca-
pítulo no está tan lejos de la impunidad de
la que disfrutan muchos de los políticos más
cercanos a nuestro entorno.
La segunda cita cinéfila aparece con el per-
sonaje de Mike McLintock, que representa al
portavoz de la Casa Blanca. En un alarde de
torpeza, es él mismo quien filtra al Gran Jura-
do los mensajes de voz privados que se inter-
cambiaban entre sí los miembros del equipo.
Para salir al paso de su error cita la película
Tiburón (Steven Spielberg, 1975) y reformula
la célebre frase de que es difícil filmar con
animales y niños: “Ya se sabe, es difícil tra-
bajar con animales y la tecnología. Por eso el
rodaje de Tiburón fue tan problemático”. Re-
suenan en el chiste los actuales ecos de los
abusos con los que el Poder hace uso de sus
recursos tecnológicos para invadir la intimi-
dad de la ciudadanía.
Aunque el capítulo posterior a éste, el 4x10,
“Election Night”, fue el que recogió el Emmy
de 2015 al “mejor guion de comedia” y coronó
la maestría de una de las mejores series en
emisión, “Testimony” es uno de mis favoritos.
Por su afilada escritura, su trepidante realiza-
ción, por el compartido protagonismo de sus
desternillantes personajes y (sobre todo) por
sus punzantes y dolorosos destellos de rea-
lidad. Excelente para ser visionado aislada-
mente por quien desconoce la serie; idóneo
para reír, llorar o morir. Ustedes eligen.
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(Este artículo contiene
detalles del argumento)
No es fácil sentarse delante de un folio
en blanco a intentar dar forma a la pa-
sión. El interés de aquellos que gobiernan
esta portentosa y meritoria publicación
se posa sobre una necesaria reverencia
a un solo capítulo del que emanen pa-
labras, alabanzas o una oda al recuerdo,
al talento, a la importancia vital de que
unos personajes transiten por una pan-
talla en un determinado momento de
una determinada ficción televisiva.
LOS SOPRANO [6X21]
‘HECHO EN AMÉRICA’
ANTONIO SÁNCHEZ MARRÓN
22 23
Este escritor no intentará buscar la excelencia
en aquello que apenas nadie identifica, ni tan
siquiera en aquello que el tiempo ha decidido
elevar a la categoría de mainstream.
¿Por qué Los Soprano? Prácticamente se pue-
de escoger cualquier capítulo para enderezar
un análisis medianamente elucubrado sobre
la riqueza temática y formal de una serie que
ha sentado cátedra. HBO desarrolló una can-
tera de inteligencia en torno a unos persona-
jes que jamás supieron qué iban buscando.
Una familia gobernada por un patriarca que
necesitaba acudir a psicoanalizarse para solu-
cionar sus traumas con la mamma. Una recua
de secuaces (ingobernable Steve Van Zandt)
cuya máxima era la lealtad casi a cualquier
precio. Sí, casi. El foco principal de este tex-
to pretende centrarse en la conclusión que
aquellos Terence Winter, Matthew Weiner,
David Chase y Tim Van Patten fueron edifi-
cando para llegar al último episodio de la se-
rie. Los últimos minutos de Los Soprano son
historia de la televisión. La mejor historia, a
ser posible. Un final irresoluto, inacabado, con
una maestría basada en un histórico corte a
negro que dejó a millones de espectadores
con rostro de Bada-Bing!
La experiencia emocional vivida con aquella
conclusión de la primera serie que este cro-
nista seguía con fidelidad cronométrica fue
inenarrable. Aún hoy, más de ocho años des-
pués, aquel negro sigue sin poder superarse.
Los intentos han sido loables. Desde el publi-
cista en busca de su redención hasta el pro-
fesor en fase terminal destrozando la propia
concepción de su vida. Pero nadie ha buscado
con tanto ahínco resumir seis temporadas en
apenas cinco minutos con tanta veracidad y
autenticidad. Los Little Feath inauguran una
secuencia final presidida por su All That You
Dream. No será la primera vez que se apele al
interés en el acto de soñar durante el cierre
de Los Soprano. Soñar y creer serán dos ver-
bos que tutelen cada una de las escenas que
compondrán esta magistral conclusión a una
ficción por décadas irrepetible.
Todo sucederá en un marco recreado en un
restaurante, en el que Tony Soprano hará su
entrada para dar forma a la conclusión de la
ficción. A través de tres movimientos narrati-
vos ubicados en la pared que se distingue a
través del plano subjetivo inserto en la mi-
rada de Soprano se encuentra un paso por la
vida y los recuerdos de un hombre condena-
do aunque con final irresoluto. Los creadores
de la serie disponen, a lo largo de este epílo-
go, toda una serie de trampas (a cual mejor
dispuesta) para concederles a Tony Soprano
y su familia un final alejado de todo conven-
cionalismo. La elección del soundtrack pro-
porciona momentos para recordar a Heart,
Tony Bennett o, en la misma sinfonola y con
una combinación numérica que responde al
K3 (¿cuántas veces intentaron asesinar a So-
prano?) comienzan los acordes del Don´t Stop
Believing de Journey. Steve Perry entona su ya
mítico himno mientras Carmela irrumpe en el
restaurante dando paso a la construcción la-
beríntica de tan polémica conclusión.
Fuera de cualquier mitología en torno a este
final de una serie insustituible se encuentra
un juego casi erótico con un poder que pro-
porciona una sensación de culpabilidad antes
inexistente. La empatía con el protagonista,
a través de un eficaz mecanismo psicológico,
ha ayudado a los espectadores que vivieron
la trayectoria de los personajes y la evolu-
ción de sus caracteres a intentar creer en un
final ambiguo, desasosegante y nada común.
Los responsables de esta mágica conclusión
se apoyaron en la necesidad de que, llegado
este punto, alguien como Tony Soprano tu-
viera ocasión de caer, de vivir, de permanecer
subyugado a un poder superior pero por de-
cisión última del propio espectador. Ni tan si-
quiera la evidente referencia al momento más
catártico de El Padrino puede ensombrecer la
riqueza moral de una inexplicable conclusión.
¿Qué sucede con Tony Soprano? ¿Y con su
familia? ¿Existe la redención para alguno de
ellos? Posiblemente es lo que se preguntaron
aquellos que se arriesgaron a plantear uno de
los finales más perturbadores de la ficción te-
levisiva. Aquí no existe una terrible sensación
de estafa, como la que Perdidos concedió en
su afamada conclusión, con decenas de tra-
mas que quedaron irresolutas y millones de
mentes devanándose por encontrar una res-
puesta que jamás llegaría. Tampoco se distin-
gue un rostro entre la multitud, algo a lo que
poder aferrarse cuando el pánico a lo desco-
nocido se funde con el negro más absoluto.
¿Final abierto? Eso dicen. Como diría la can-
ción, don´t stop believing.
24 25
Elegir un capítulo en concreto de una
de tus series predilectas es difícil. Casi
como decidir qué camiseta de tu equipo
deportivo te vas a poner en el día del
partido más importante: tienes varias y
a todas les guardas un aprecio especial.
Sin embargo, vas al armario, barajas di-
ferentes posibilidades y eliges una, la
que consideres que viene mejor en el
momento oportuno de la temporada.
Por la razón que sea: gusto personal, su-
perstición, recuerdo de momentos pasa-
dos… Con lo del capítulo pasa igual. Una
vez que eliges serie, repasas, estudias
las opciones y, finalmente, optas por un
episodio concreto, cada cual por sus pro-
pios motivos.
FRINGE [3X09]
‘MARIONETTE’
JESÚS VILLAVERDE SÁNCHEZ
26 27
OchoQuince se nos ha puesto brava y el serié-
filo nos encomienda la elección y explicación
de por qué elegimos un capítulo en concreto.
Pues bien, primero vamos con la explicación.
Toda serie tiene un capítulo que se podría
considerar como el pilar base. Esa viga que
sostiene toda la estructura o que, si bien no la
sostiene, al menos consigue dotarla de senti-
do o recoger en su metraje la explicación to-
tal de la serie. Esto significa que el espíritu de
la serie está contenido en esa unidad mínima
concreta. Evidentemente, cada espectador es
libre de situar el “episodio madre” donde crea
conveniente y su experiencia le dicte. Cada es-
pectador mira a la televisión desde un ángulo
del sofá diferente. Por eso es posible que al-
guien no esté de acuerdo conmigo si digo que
en Breaking Bad, ese episodio en el que Wal-
ter White asiste impertérrito al ahogamiento
de Jane, sin hacer nada pese a poder salvarla,
solo porque su muerte podría convenir a la
productividad de su socio. O también podría
resultar que algún espectador considerase
que el episodio que contiene toda la esencia
de Mad Men sea “The Suitcase” y esa conver-
sación magistral entre Don Draper y su pupila
Peggy Olsen, que por aquellas lides se acerca
cada vez más a lo que es el propio director
creativo. O, por último, y por hacer referencia
al episodio que vertebra este artículo, podría
ocurrir que un espectador de Fringe me reba-
tiese la idea de que “Marionette” (3x09) está
contenida la idea central de la serie durante
sus cinco temporadas.
La idea central que subyace bajo los expe-
dientes X de Fringe no es otra que la del amor
como motor de cambio. Como motor de cam-
bio y de desarrollo de las personas. Quizás
exceptuando su primera temporada, en la que
la presentación de caracteres y situaciones se
eleva por encima de la trama profunda. Todo
lo que ocurre en Fringe responde al amor que
una persona siente hacia otra, motivo por el
cual es capaz de hacer cosas inverosímiles,
peligrosas e increíbles desde cualquier pris-
ma. Por eso es curioso, pero ni mucho me-
nos casual, que ya en las primeras secuencias
de este 3x09, cuando todavía asistimos a la
presentación del caso y el “criminal” (ya ex-
plicaremos las comillas), el primer cadáver
que encuentren Olivia, Peter y compañía apa-
rezca sin el corazón (representación máxima
e ideal de los sentimientos y las emociones).
Conviene recordar que el asesino que ocupa
esta vez los desvelos de los protagonistas se
dedica a asesinar, de una forma bastante cle-
mente, en algunos casos previas disculpas, a
personas que han recibido órganos en forma
de trasplantes. Posteriormente sabremos que,
en realidad, se trata de un hombre que trata
de enmendar el suicidio de su amada devol-
viéndole la vida a través de la recomposición
de su cuerpo (homenaje de la serie al clási-
co Frankenstein). Aquí se explican las comi-
llas, pues finalmente el episodio, incluso los
personajes hablan con una suerte de lástima,
pena y comprensión sobre la motivación del
individuo.
Todo lo que ocurre en el episodio, como todo
lo que viene a pasar en las cinco tempora-
das de la serie, tiene su principal chispa en el
amor. Desde la conversación de Broyles, que
pregunta a Olivia por su familia en el otro
universo (en el momento del capítulo Olivia
acaba de regresar del “secuestro” over there).
¿Eran felices? ¿Vivían con alegría? ¿Conocían
el amor? Las preguntas parecen resonar en la
mente del agente, que no para de inquirir a
Olivia, de la misma forma que ella preguntará
posteriormente cómo era Peter con su alter
ego, esa otra agente Dunham que la suplantó
y que mantuvo una relación con Mr. Bishop,
su reciente novio, que no supo reconocer que
esa repentina alegría, ese pequeño cambio
(como él mismo lo define), no era propio de
su amante over here.
Hay tres momentos clave en el capítulo: el
derrumbe de Olivia, cuando encuentra la co-
lada de su alter ego en su lavadora, escena
en la que el dolor interpretado por Anna Torv
traspasa la pantalla; el baile previo a la resu-
rrección, una escena que define el duelo de
una forma tan bella como inquietante; y la
conversación final entre una Olivia completa-
mente derrotada y un Peter al que le reconco-
me la culpa. Entre las tres secuencias se cose
un hilo invisible que enhebra, precisamente,
el amor y la decepción final que puede traer-
nos. Los ojos lacrimosos del “criminal” mien-
tras hace bailar la marioneta de su novia nos
conducen al gesto de impotencia de Olivia,
que tras deshacerse de los restos que ha deja-
do la otra Olivia por su apartamento, escucha
atentamente la confesión del peculiar Doctor
Frankenstein. “Cuando la miré a los ojos… No
era ella. No sé qué he resucitado, pero lo que
sé es que no era ella”, le confiesa entre lá-
grimas. Una revelación que todavía resuena,
junto a las palabras contrapuestas de Astrid
(“pensaba que eras tú. Los sentimientos que
Peter tenía no eran hacia ella. Eran hacia ti. Y
eran reales. Lo siguen siendo”), cuando al fi-
nal del capítulo Peter trata de hablar con ella.
Es entonces cuando Olivia se quiebra defini-
tivamente, por primera vez en toda la serie:
“¿Sabes lo que dijo Barrett? Dijo que le miró
a los ojos y que en ese instante supo que no
era ella. Lo entiendo todo. Sé que ella sabía
todo de mí, de mi vida y de la gente a la que
quiero. […] Supongo que esperar que hubieras
visto más allá quizás es pedir demasiado. Pero
cuando estaba allí pensaba en ti. Y solo eras
producto de mi imaginación. Pero me aferré
a ti. No era razonable, no era lógico, pero lo
hice, así que… ¿por qué no lo hiciste tú? No
era yo, ¿cómo no lo viste? Ahora ella está en
todas partes. En mi casa, en mi trabajo y en mi
cama. Y no quiero volver a ponerme mi ropa,
ni quiero vivir en mi apartamento, ni quiero
estar contigo. Ella se lo ha quedado todo”.
Es entonces cuando el espectador comprende
que lo que late entre estos dos personajes es
amor y que sobre su relación, en particular, y
28
sobre la teoría del amor, en general, se erigirá
la trama y la resolución de toda la serie. Y
que pese a que durante toda la producción el
amor se explica como una suerte de juego de
reemplazos, cuando llega la persona verda-
dera no hay recambio posible. Y que el amor
es tan poderoso que, a veces, nos puede hacer
saltar entre universos, pero cuando duele lo
hace tan fuerte como si una parte de nosotros
se quedase para siempre over there. Como si
un asesino nos extrajese el corazón mientras
aún permanecemos en vida. Aunque lo haga
por amor.
30 31
House of Cards (Beau Willimon, 2013-?)
es una crónica descarnada de la políti-
ca estadounidense. Tan descarnada que
debemos tomarla como lo que realmen-
te es: ficción. Sin embargo dentro de sus
escenas se esconden brutales críticas a
los mecanismos políticos del país ame-
ricano y a la propia sociedad en sí. Una
de nuestras escenas favoritas dentro de
la crítica política que realiza la serie de
Netflix es, sin duda alguna, la que tiene
lugar en los últimos minutos de la últi-
ma temporada emitida.
HOUSE OF CARDS [4X10]
‘CAPÍTULO 49’
ALBERTO VENEGAS RAMOS
32 33
En esta, un soberbio Kevin Spacey, que vuelve
a la palestra durante una temporada secues-
trado por Robin Wright, da un fuerte golpe en
la mesa y eleva ese momento al cielo de las
series que serán recordadas para siempre.
En esta, y a partir de aquí habrá revelacio-
nes de la trama de la serie, un decidido Kevin
Spacey en el papel de un Frank Underwood
acorralado por todos sus fantasmas y fracasos
anteriores decide huir de la realidad, decide
dar un salto mortal y sumergirse en el terror
de lo desconocido. Con ayuda de su mujer,
una brillante Robin Wright en el papel de
Claire Underwood, decide sumergir a todo el
país en una guerra sin final ni objetivo claro
con la intención de esconder sus errores. Si te
duele la cabeza córtate un dedo, de esa ma-
nera no pensarás en la cabeza. Esta es la idea
que esconde esta escena, una de las mejores
escenas de la serie.
House of Cards, la versión estadounidense, no
se ha caracterizado nunca por reflejar en el
presidente Frank Underwood rasgos y datos
biográficos de ningún presidente real esta-
dounidense. Por norma general ha intenta-
do evitar estas semejanzas para ofrecernos
lo que realmente es, un “thriller” político de
ficción con ningún paralelismo directo con la
realidad histórica de los EE.UU., con tan solo
relaciones o menciones tangenciales e indi-
rectas. Sin embargo, en esta última escena
rompe esta regla dorada y reproduce a la per-
fección un momento concreto de la política
estadounidense reciente, la declaración de
guerra de George W. Bush a Sadam Hussein y
la posterior decisión de invasión del país.
Este momento histórico ha sido retratado por
diferentes reporteros de la talla Bob Wood-
ward o Ron Suskind, incluso este último lle-
gó a recibir el premio Pullitzer por su obra El
precio de la lealtad, donde investiga a fondo
la administración Bush y todos sus aciertos y
errores. Pero este momento exacto aparece
de manera más detallada en la obra de Wood-
ward y especialmente en otra de Ruskind, La
doctrina del uno por ciento. La historia secreta
de la lucha contra al-Qaeda, publicada en Es-
paña por Península. Pues bien, en todos estos
libros aparece la misma idea, la invasión de
Irak no tuvo motivos evidentes para el gran
público, a quienes nos dijeron que la invasión
respondía a una necesidad política y urgen-
te, evitar que Irak siguieran desarrollando y
protegiendo armas de destrucción masiva
además de dar cobijo a terroristas internacio-
nales. Por supuesto ahora conocemos que no
fueron estas las razones, sino que respondía a
una serie de cuestiones de política heredada y
a un intento de remodelar el mapa del Próxi-
mo Oriente mientras se protegía a los aliados
árabes de la competencia baazista iraquí en
el control del petróleo y los intereses econó-
micos de la zona.
La guerra de Irak no fue popular en España,
tampoco lo fue en Estados Unidos, aunque sí
más que aquí. Periodistas e historiadores de
la talla de George Packer fueron, en un princi-
pio, defensores de la invasión para más tarde,
una vez desvelada la realidad, criticarla con
dureza en obras como La puerta de los ase-
sinos, de reciente publicación en España. En
esta obra, la mejor que podemos encontrar
sobre el asunto, Packer reflexiona sobre el
momento que queremos relacionar con House
of Cards. George W. Bush, justo antes de los
ataques terroristas a las Torres Gemelas el 11
de septiembre, perdía popularidad mes a mes
y peligraba seriamente su reelección. Una se-
rie de escándalos y sobre todo y especialmen-
te una proyección de su persona dentro de la
opinión popular extremadamente negativa le
suponían la automática pérdida de las futuras
elecciones, pero en lugar de amedrentarse y
quedarse sentado en su sillón tomó la inicia-
tiva y, una vez derribadas las Torres Gemelas,
George W. Bush demostró una determinación
infinita e implorando y citando palabras como
Cruzada, Guerra, Hombres, Valentía, Lucha y
Guerra no solo consiguió ser reelegido, sino
alcanzar unas cotas de popularidad extrema-
damente altas en su país.
Desde el momento en el que las tropas es-
tadounidenses desembarcaron en Afganistán
todos los problemas internos del país pasaron
a un segundo plano. De nada más se habló en
las noticias que no fuera la guerra en Próximo
Oriente, aunque este hecho duró realmente
poco porque el régimen del mulá Omar no
resistió el embate estadounidense durante
un largo período de tiempo y la guerra que-
dó finalizada en escasos meses. De nuevo se
necesitaba un nuevo conflicto en el que cen-
trar la atención informativa y toda la energía
interior del país, George W. Bush forjó, como
afirman Tariq Alí, un fundamentalismo es-
tadounidense basado en la religión católica
y la agresividad exterior frente a la trilogía
árabe, islam y terrorismo. Y este conflicto se
creó desde cero, no había evidencias de la
compra o posesión de armas de destrucción
masiva por parte de Sadam Hussein, de hecho
la única causa que se esgrimió fue la compra,
hace años, de material que podría ser utiliza-
do potencialmente para comenzar una tímida
carrera nuclear. Otra de las razones que adu-
jeron los estadounidenses fue las estrechas
relaciones entre el gobierno de Sadam Hus-
sein y el terrorismo fundamentalista islámico
internacional cuando nada de esto era cierto
ya que Sadam Hussein y su partido, el Baaz,
no son fundamentalistas y defienden un es-
tado de las cosas con una visión ciertamente
laica. Por lo tanto eran ellos los principales
enemigos de grupos como al-Qaeda. En otras
palabras se inventaron una guerra para evitar
que la prensa hablara de su gestión, de cómo
tomaba decisiones de crucial importancia sin
leer un solo papel, de cómo tenía relaciones y
reuniones secretas con dirigentes árabes, de
cómo tenía una relación especial con la casa
de Saud, de cómo liberó la economía y dio
paso libre a los “neo-con” plantando las se-
34 35
millas de las fortísima crisis del año 2008, de
nada de esto se habló, tan solo de guerra, de
al-Qaeda, de Bin Laden, de al-Zawahiri y de
cabezas de terrorista guardadas en maleteros
de coche de la CIA, bueno, de esto se habló
poco pero sucedió.
Al igual que realizó Bush, nuestro presiden-
te favorito pero a la vez más temido, el tira-
no Frank Underwood, utiliza la guerra en el
exterior no como una medida necesaria sino
como una medida de política interior. Juega
a ser Dios con una población extranjera que
no conoce únicamente por limpiar su nombre
y dirigir la atención del público americano a
otros asuntos que no sean los suyos, tan ne-
gros como el carbón. Esta escena es sin duda
el corolario de la serie y la crítica más feroz
a la política estadounidense que se ha con-
vertido en un producto de entretenimiento.
Crear una guerra, inventarse un conflicto, ma-
tar con él a millones de personas y todo, todo
esto, para que una persona en singular siga
sentada en el mismo sillón. Espeluznante.
36 37
Barcelona. Abril 2016. David Simon es
el invitado estrella del Serielizados.fest.
Tres conferencias –una máster class jun-
to a David Trueba, el acto de presenta-
ción del festival acompañado por Toni
García y una charla sobre política con
Antoni Bassas como entrevistador- en
otras tantas jornadas.
Simon es un huracán discursivo. En la
confrontación dialéctica se eleva como
un Hulk desteñido de verde. Su argu-
mentario no admite respuestas simples,
cada afirmación exige una cadena causal
sobre la que sustentarse. Y esta mane-
ra de proceder, claro está, también tiene
una justificación:
BOTTLE EPISODE
ENRIC ALBERO
38 39
“crecí en una familia judía, liberal, de las
afueras de Washington y el debate lo era todo
para nosotros. Hablábamos de política, cultu-
ra, actualidad, retórica… Como éramos más
bien de izquierdas a veces algunos tenían que
tomar la posición de derechas o centro para
crear debate. Eso me hizo estar cómodo con
el desacuerdo. Si la discusión es positiva es
buena”.
Así que con el creador de The Wire (2002-2008)
no existe posibilidad alguna de eludir la con-
troversia. No habrá desplantes, ni digresiones
elusivas ni respuestas desajustadas a pregun-
tas concretas. Es paciente -aguantó estoica-
mente, sin mirar a la pantalla, el arranque
de The Newsroom (Aaron Sorkin, 2012-2014)
que hizo proyectar un despistadísimo Antoni
Bassas. Deja hablar al interlocutor. Además, lo
escucha. Y cuando llega su turno, se desata.
Siempre asumiendo su posición (“He hecho
seis proyectos con HBO y nunca he tenido un
gran público. Es realmente maravilloso”) y
con un ideario tan sólido como la espalda de
Stringer Bell.
SOBRE LA CREACIÓN
A David Simon no le interesa el cine. Una vez
escribió un guion para una película. Lo entre-
gó. Cobró. Años después volvió a sus manos.
Al menos cuatro guionistas lo habían ‘interve-
nido’. Ellos también cobraron. Le pidieron que
le diera una vuelta. Lo hizo. Cobró. La película
sigue sin rodarse. Y a Simon todavía le intere-
sa menos el mundo del cine.
“Lo bueno de la televisión, a diferencia del
cine, es que el guionista tiene más poder. No
se le puede despedir porque ellos tienen el
control de toda la trama. En el cine dan el
guión de dos horas y te dicen, ‘gracias, ya te
puedes ir’”. El creador de The Corner (2000)
se siente cómodo el papel de showrunner. Le
gusta mantener el control de sus historias y
ni siquiera piensa en dar el salto a la direc-
ción. “No tengo madera de director –ni si-
quiera está acreditado por el Directors Guild
of America-, es importante saber cuáles son
las habilidades de uno. Sé lo que quiero en
una escena pero no sé cómo conseguirlo, ne-
cesito a otra persona para ello”. El director
como ejecutor de las ideas del guionista. Y el
guionista, a pesar de sus confesas dificultades
para aprender la ley del eje, en el set. Domi-
nándolo todo. Y a veces marchándose cabrea-
do a casa –después de debatir arduamente,
you know- porque el realizador de turno ha
rodado una toma que él no acaba de visuali-
zar. No está como le gusta… hasta que la ve
y se convence (sucedió en la secuencia de un
tiroteo en The Wire). Cosas del raccord.
Ocupar la cúspide de la escala creativa de
una serie implica asumir decisiones de todo
tipo. Incluido el formato. ¿O acaso The Wire o
Treme (David Simon & Eric Overmeyer, 2010-
2013) no podrían haber sido documentales?
“Pensé hacer documentales, pero no me
emociona tanto su narrativa. Hay algo muy
potente en los personajes reales de ficción”.
Un momento, ¿cómo es eso? ¿Personajes rea-
les de ficción? “Pensemos en el Holocausto.
Hay muchos documentales sobre ello, pero
la historia de Ana Frank es más potente que
cualquiera. Es una narrativa mucho más de-
finida, clara y llana, por eso siempre intento
seleccionar las mejores historias posibles”.
Detrás de cada decisión hay un andamiaje
de razones que la sostienen. A partir de sus
palabras se deduce que Simon alcanza las
conclusiones a partir de un profundo deba-
te consigo mismo pero también con otros. No
es de los que esconde a sus maestros. For-
mado en el mundo del periodismo (“llegué a
la televisión por accidente”), se fogueó en la
teleficción con la adaptación de su primera
novela Homicide (1991). En la sala de guionis-
tas aprendió, mucho, de Tom Fontana. Tam-
bién de su amigo David Mills. Primero, a no
escribir demasiado. La norma es sencilla, pero
difícil de cumplir: “menos, menos, menos… Lo
que no sirva a un propósito hay que quitarlo”.
Y otra regla de oro: “En televisión los perso-
najes no dicen lo piensan, lo muestran”. No lo
dice, lo muestra: confiesa su fascinación por
William J. Kennedy y por su novela Tallo de
hierro (1983). Cita la escena del fantasma: “en
el libro es algo mágico, en la película –dirigi-
da por Héctor Babenco y escrita por el propio
Kennedy- todo parece ridículo”.
FUCK THE CASUAL VIEWER
Lost in translation. Simon no dijo aquello de
“que jodan al espectador medio”. Su frase fue
otra. “Fuck the casual viewer”. O sea, al es-
pectador casual/ocasional. ¿Y quién es ese?
“El tipo que se está haciendo un sándwich
(o cualquier otra cosa) mientras está viendo
la serie. No quiero espectadores así”. Para el
creador de Show Me a Hero (2015) la exigen-
cia siempre es máxima. Y siempre es multidi-
reccional: exigencia para la cadena, exigencia
para el espectador y exigencia a la hora de
elegir contenidos. Vayamos por partes.
Lo de que se que joda el espectador casual/
ocasional es una cuestión de fe: “si no tienes
fe en que te voy a contar una historia, la his-
toria no te gustará”. Esto es, si estas mirando
el móvil mientras mi show está en antena, no
me interesas. Y aquí entramos en el panta-
noso terreno de la audiencia (de la falta de,
en el caso de Simon). Su posicionamiento no
deja ninguna duda: “No sé cómo es posible
que la gente mire mis series, dado que no re-
suelvo nada hasta el final”. Su concepción de
la narrativa parece funcionar al margen del
sistema imperante: “no hay que dar lo que
la audiencia quiere, hay series con grandes
ideas que después de una primera tempora-
da decaen justamente por eso”. De ahí que en
sus historias todo este previsto (y cerrado) de
antemano: “en The Wire sabíamos donde que-
ríamos acabar en cada temporada. Lo desco-
nocido era todo el viaje hasta llegar allí”.
Lo que nos lleva a las plataformas televisivas.
¿Dónde se halla el espacio para un creador
40 41
con una línea de pensamiento como la de Si-
mon que, además, es plenamente conscien-
te de que la totemización de sus series no se
produjo mientras estaban en emisión, sino
después? Él tiene claro que HBO es su cadena
(aunque siga sin entender que ese vínculo no
se haya roto). Recuerden que hablábamos de
exigencia. Multidireccional. ¿Por qué Simon
quiere a HBO? “Mis series no pueden estar en
una cadena que emita publicidad. No puedes
estar criticando el sistema y que empiecen a
venderte vaqueros o cerveza”.
Un público concentrado y una cadena que no
emite ficción entre un río de anuncios. Pero,
¿qué le exige Simon a las otras series de te-
levisión? “No he visto muchas series. Las veo
cuando se han terminado. Necesito que ten-
gan introducción, nudo y desenlace. Veo las
series que me recomienda mi gente más cer-
cana”.
Ah, y tampoco está de acuerdo con esa cata-
logación que encadena edades doradas de la
televisión: “Hay buenas series en la TV ahora,
igual que hace 15 años. Tendemos a idealizar
el pasado y a pensar que aquella era la época
dorada”.
En resumen: un espectador atento, una cade-
na interesada en la serie (y no en la publici-
dad) y un showrunner que selecciona mucho
los contenidos que ve (principalmente sigue
los consejos de su mujer, la escritora Laura Li-
ppman, y de su colaboradores más próximos:
los también escritores Richard Price y George
Pelecanos. Una recomendación de míster Si-
mon: la canadiense Slings and Arrows).
SOBRE (ALGUNAS DE) SUS SERIES
La elevación al Olimpo de la ficción catódica
de las series made by David Simon se ha pro-
ducido más en función de argumentos cualita-
tivos que cuantitativos. De hecho, ni siquiera
cuando éstas pudieron ser vistas por algunos
de los implicados la respuesta fue uniforme
(cosa de la que, muy probablemente, su crea-
dor se sienta orgulloso). “The Wire o Treme no
gustaron de la misma forma a todos los ciu-
dadanos. En Baltimore, explicar una historia
de esos barrios humildes y darles importan-
cia fue importante para ellos. Fue algo bonito
para nosotros ver que nuestro equipo y los
ciudadanos eran como familia. Había mujeres
que salían de su casa con pasteles y les da-
ban comida a los actores porque querían que
Bubbles se limpiara y comiera. Las personas
corrientes aceptaron la serie, a los policías no
les gustó tanto, ni al alcalde, ni a las inmobi-
liarias”. Lo mismo sucedió con Generation Kill
(2008) cuando se proyectó ante diferentes
miembros del ejército: a medida que aumen-
taba el rango de los espectadores descendía
la popularidad de la serie. De todos modos,
para Simon lo importante es que “hay mari-
nes en EEUU que cuando se suben al ‘humvee’
durante sus misiones recrean los diálogos de
Generation Kill. Sucede lo mismo que sucedía
con Full Metal Jacket (Stanley Kubrick, 1988)
en los noventa”.
No obstante, para el guionista nacido en Was-
hington, Treme, a la que describe como “The
Wire pero con trombones en lugar de pistolas”
es la niña de sus ojos. “Es la mejor serie que
he hecho y cuando más disfruté trabajando.
Es una serie madura y bien ejecutada”. Para
Simon es “un homenaje a la depresión a la
que tuvo que enfrentarse Nueva Orleans” la
que para él –que tiene su segunda residencia
allí- es “la ciudad que más ha dado al mundo
con su música”.
De Show Me a Hero explica que fue uno de los
proyectos que más le costó sacar adelante.
“¿Una serie sobre segregación racial, vivienda
pública y política local? Esta vez me exigieron
un actor de peso para dar luz verde al proyec-
to y tuve la suerte de encontrar a Oscar Isaac.
Empecé a trabajar en Show Me a Hero antes
de la producción de The Wire. Por desgracia,
los problemas raciales de Norteamérica no se
han resuelto, así que el debate que proponía
la serie sigue vigente”.
Tras la serie dirigida por Paul Haggis, el futuro
inmediato de David Simon pasa por The Deuce
(2017-?), escrita junto a Pelecanos y cuyo epi-
sodio piloto ha costado 12 millones de dóla-
res (no, no es un error tipográfico). Una serie
sobre el mundo de la pornografía ambienta-
da en el Nueva York de los años 70. Simon
no puede evitar un chascarrillo intraducible
sobre la audiencia (“I’ll be the only guy who
makes a show about porn and nobody co-
mes”) y sobre su protagonista, un James Fran-
co que interpreta a gemelos: “es un gran actor
si sabe en qué ciudad está rodando. Es una
persona muy activa que hace cuarenta cosas
a la vez: escribe, dirige, interpreta… Recuerdo
que teníamos que rodar un lunes en Nueva
York y cuando llegó nos dijo que venía de un
Bar Mitzvah ¡en California! al que había ido
con Seth Rogen. Eso sí, no falla ni una línea.
Es un gran profesional”.
También tiene otros proyectos en cartera.
Uno sobre la Guerra Civil española: “tenéis
una historia muy dolorosa. La guerra y la
posterior amnesia son trascendentales en
la historia del siglo XX”. El problema es que
es, digámoslo suavemente, difícil de vender:
“imagínate venderle un proyecto así la tele-
visión estadounidense; imagínate venderles
una historia donde habían comunistas luchan-
do en defensa de la democracia (la Brigada
Lincoln). Ni un Bernie Sanders presidente po-
dría ayudarme ahí”. El otro también versa so-
bre un tema ligero. La CIA. “Estuve trabajando
el proyecto, incluso lo moví por televisiones
británicas por sugerencia de HBO, pero sigue
sin poder hacerse, es demasiado ambicioso”.
Como las cuestiones peliagudas parecen no
formar parte de la futura programación tele-
visiva, pensó en abordar la cuestión palesti-
42 43
na (para desempalagar): “mi intención era no
sólo contar con un equipo artístico palestino,
sino rodearme de guionistas y directores de
ese país para levantar mi historia”. El proyec-
to sigue en stand by.
PERIODISMO Y POLÍTICA
Su novela Homicide le introdujo en el mundo
de la ficción. La escribió a partir de las ex-
periencias recogidas durante su etapa como
periodista de sucesos del Baltimore Sun. Así
que sabe algo sobre periodismo. Es junto a la
política (y más en pleno proceso electoral en
Estados Unidos) uno de sus temas favoritos.
Si no lo son, disimula con respuestas de cate-
drático plurititulado.
Cuando habla sobre el estado de la prensa,
descerraja sentencias como si hablara por los
cañones de la recortada de Omar Little. Abate
los (falsos) nuevos mitos periodísticos afian-
zados tras la irrupción digital sin parpadear:
“Internet ofrece la realidad de primera mano,
pero seguimos necesitando una síntesis y de
ella se tienen que encargar periodistas pro-
fesionales que estén en primera línea”. Aun-
que admita que “la información se ha revolu-
cionado y democratizado” con la llegada de
internet no comulga con la ausencia de un
tratamiento de los hechos. Un señor que pre-
sencia un suceso y lo publica en un Twitter
NO es un periodista: “¿Periodismo ciudadano?
¿Qué es un bombero ciudadano, un tipo con
una manguera? Eso no da buenos resultados.
Si de mí dependiera todos los diarios debe-
rían poner un muro de pago en sus páginas
web. Las empresas han accedido a regalar un
producto informativo y eso está matando el
periodismo”.
Insiste en utilizar el adjetivo profesional. Y
ese adjetivo implica recibir una contrapresta-
ción por tu trabajo. “No hay alternativa, las
personas deberían pagar por las noticias si
quieren información de calidad”. Simon reme-
mora que en sus tiempos en el Sun había un
reportero encargado de cubrir lo que en los
USA se llaman ‘consejos ciudadanos’, en los
que se informa a la comunidad/barrio/zona
de las acciones a emprender en dicha circuns-
cripción (había periodistas destinados a los
consejos ciudadanos como los había en los
juzgados). Lógicamente los periódicos daban
cuenta de lo que allí sucedía. Y la ciudadanía
se enteraba. La falta de recursos ‘obligó’ a los
rotativos a prescindir de ese tipo de enviados.
Ya no había nadie que cubriera los consejos
ciudadanos. Ni siquiera mandaban gente a
los juzgados. Al principio no sucedió nada. Un
buen día, de repente, montaron un strip-bar
en una zona residencial. Había colegios cerca.
La propuesta se presentó en el consejo. Sólo
que esta vez nadie se enteró.
Por cosas como esta el creador de Generation
Kill no se cansa de repetir su mantra: profe-
sionalidad y rigor. A él le vino bien que “en la
redacción” le dijeran aquello de “esta historia
aún no está terminada”. Tiempo para traba-
jar los temas (las historias), apartarse del foco
de la inmediatez y no aparcar la exactitud en
aras de la actualidad. Para él, eso es sinónimo
de “nivel y sabiduría colectiva” (¿recuerdan el
primer episodio de la quinta temporada The
Wire y esa clase de inglés gratis a propósito
del verbo evacuate? Pues eso).
Sabiduría es sinónimo de inteligencia. Y eso
–perdonen mi exceso sintético- es lo que el
co-autor de The Corner le exige no solo a los
editores de prensa sino también a la clase po-
lítica: “tenemos que elegir gente inteligente”.
Algo que, a tenor de la presidenciales que se
avecinan (¿se dan cuenta que no he dicho de
dónde?) parece complicado.
Aunque la siguiente afirmación exige ma-
tices, allá va. Proud american y demócrata
convencido, Simon desconfía de su sistema
parlamentario. “No tenemos una república,
no tenemos una democracia, se trata solo
de dinero y de beneficios”. Ahora, agárrense:
“En EEUU hemos llegado a un punto donde la
masa capital ha conseguido comprar una par-
te de nuestro gobierno. El poder legislativo
ha sido comprado por el capital” y recuerda
que sólo el 7% del pueblo americano aprueba
el proceder del Congreso (!). Cuando Simon
expone sus tesis sobre un gobierno vendido,
incide en que “las corporaciones contribuyen
a las campañas electorales con grandes can-
tidades de dinero. Las empresas controlan la
política de EEUU, por eso, por ejemplo, no hay
interés en el cambio climático”. Y ahí, en el
conglomerado empresarial es donde detecta
el origen del problema: “¿Qué es una empre-
sa? ¿Una persona? ¿Una corporación? Para
ellos maximizar el beneficio es el único obje-
tivo. Si el capitalismo actual fuese una perso-
na, diríamos que es un sociópata”.
Se considera de izquierdas. Votará demócra-
ta salga quien salga. Aunque le agradece a
Bernie Sanders que haya devuelto la palabra
socialismo al debate político sin que nadie
le ponga una diana en la espalda a quien la
pronuncia. “Sanders ha rescatado el socialis-
mo de lo que era antes y ya hecho girar a Hi-
lary Clinton”. De todos modos, asume que un
nuevo mandato demócrata tras la era Obama
no cambiará mucho las cosas: “los Estados
Unidos son una república centrista a nivel
político. El péndulo ideológico se mueve len-
tamente de izquierda a derecha o viceversa,
pero nunca se aleja demasiado del centro
porque es necesario gobernar por consenso”.
A pesar del escaso margen de maniobra con
el que ha de manejarse el ocupante del sillón
presidencial, Simon avala las dos legislaturas
de Obama: “Me entrevisté con él. Es muy inte-
ligente. Charlamos un rato y supe que con él
allí yo ya no era el más listo de la sala. Es un
tipo vivaz (quick), alguien con el que jugarías
al póker”. Pero más allá de las impresiones
personales, defiende su gestión. El famoso
44 45
National Healthcare, por ejemplo: “aunque no
se ha conseguido implantar de la forma en la
que él hubiera querido, el avance que ha su-
puesto en sanidad es algo muy importante. Es
exactamente lo mismo que hace un empresa-
rio con sus empleados. Los contrata y les da
un seguro médico. ¿Por qué no puede existir
eso para todo el mundo? Porque esa gente no
quieren pagar por un negro de Carolina del
Sur”. Para el showrunner afincado en Baltimo-
re, el primer presidente afroamericano de la
historia “ha hecho muchísimas cosas bien, la
última de ellas trabajar por volver a iniciar re-
laciones con Cuba. Ha sido el único con la va-
lentía de decir: basta de esta mierda. Mi país
tiene muchas cosas negativas, pero Barack
Obama no es una de ellas”.
Esperen. Aún hay más. Quedan los otros. La
parte contratante que ayuda a perpetuar el
“débil sistema bipartidista”. Queridos republi-
canos, here we go. “El Partido Republicano se
ha convertido en el partido de los negocios.
Necesitamos una derecha coherente y funcio-
nal” (y aquí, y aquí… ¡cállate, inconsciente!)
Algo que, para Simon, resulta bastante com-
plicado: “desde 1968 existe un colapso de las
bases republicanas y Donald Trump no es la
causa sino la consecuencia de un partido que
ha forjado una coalición basada en el miedo
del hombre blanco a perder su supremacía”.
¡Ay (suspiro), Donald! “Hay gente de la derecha
que se trastorna cuando oye hablar a Trump
sobre, por ejemplo, el aborto. Trump dice que
si la interrupción del embarazo se conside-
ra como el asesinato del feto, eso es ilegal y
quien lo hace debe pagar por ello. Lo único
que hace Trump es seguir una argumentación
lógica de acuerdo con las ideas que ellos han
fomentado”. Una ideología que apunta, prin-
cipalmente, que “el problema de EEUU es el
gobierno. Eso es hipócrita y el pueblo nortea-
mericano lo sabe”. Así que David Simon confía
en sus conciudadanos y en que el bueno de
Donald no gane las elecciones (“si gana pido
asilo en Catalunya”). Al fin y al cabo el show
de Trump “es como un circo, las dos primeras
horas están bien, pero en la tercera ya solo
quedan payasos tristes y mierda de elefante”.
Estamos a punto de entrar en la tercera hora.
Veremos qué pasa cuando se levante la carpa.
Pues para ser un proud american mete usted
bastante caña, ¿no? “Adoro mi país pero todo
lo que me hace patriótico no tiene nada que
ver con el arte de gobernar”. ¿Entonces? “Te-
nemos la música, la amalgama cultural que se
observa en ciudades como Nueva Orleans,…
Da igual que estés en Ámsterdam, en Barce-
lona o en un bar de Tokio, si hay un jukebox
y suena música, lo más probable es que sea
norteamericana”. Y si suena Fats Domino, me-
jor. Esto no lo dice Simon. Lo digo yo.
Ahora puedes leernos tambiénen Reyournal
reyournal.com/ochoquincemag
46 47
Mientras reflexiono sobre el dispositivo
técnico y las implicaciones morales que
han sido el motor de Jack Bauer y, por
ende, de 24, solo puedo pensar en las
palabras de aquel dubitativo niño que
nos desvelaba Las vidas posibles de Mr.
Nobody (Jaco Van Dormael, 2009): «No
podemos volver atrás. Por eso cuesta
elegir. Hay que tomar la decisión correc-
ta. Mientras no elijas, todo sigue siendo
posible».
24 [3X18]
‘DAY 3: 6:00 AM – 7:00 AM’
ANTONIO CABELLO RUIZ-BURRUECOS
48 49
De todas las posibles elecciones que tenía
frente a mí (9 temporadas, 204 horas y 12.240
minutos) he decidido desechar, aún a sabien-
das de su perfección y de su popularidad,
ejemplares inicios -5x01, o cómo construir
toda una temporada a partir de la muerte de
dos pilares fundamentales de la serie- y sóli-
dos finales -1x24, o cómo redefinir el cliffhan-
ger con el giro más visceral, descorazonador y,
sobre todo, lógico que nos ha brindado la pe-
queña pantalla- para reivindicar un capítulo a
contrarreloj que se abre con la más difícil de
las decisiones puesta en boca del presidente
de los Estados Unidos: «No estamos por enci-
ma de la ley. ¿Cómo puedo autorizar la muer-
te de un inocente?».
Si en el plazo de una hora Ryan Chappelle
(Director Regional de la CTU) no es ejecuta-
do, los terroristas liberarán un virus capaz de
causar la muerte de más de tres millones de
personas en apenas 48 horas.
Tic, tac, Mr. Bauer. Citas históricas –el día de
las elecciones primarias en el estado de Ca-
lifornia–, secuestros –la toma de rehenes en
el aeropuerto de Ontario–, explosiones –la
bomba nuclear que amenaza a Los Ángeles–,
persecuciones –la búsqueda del terrorista
Abu Fayed– o torturas –la toalla utilizada
para amedrentar a Cofell–. En un reto crea-
tivo sin precedentes en la pequeña pantalla,
pero que hunde sus raíces en el suspense de
Alfred Hitchcock y en la planificación de Mi-
chael Mann (Heat, 1995), hablar de 24 significa
hablar de la puesta en valor del tiempo, de
la fisicidad de la acción; de ahí su alto grado
de tensión y espectacularidad cuando el arco
narrativo se amolda por completo al forma-
to y se apoya en el montaje “multipantalla”
que caracteriza a la serie. Paradigmática en
este sentido, la ejecución de Ryan Chappelle
se cierne sobre los personajes como una deci-
sión imposible que, minuto a minuto, se con-
vierte en la única salida posible.
Una vez abandonado cualquier atisbo de épica,
el avance implacable del reloj dicta sentencia
a unos personajes que ejercen de meros testi-
gos de un destino “cruelmente” programado.
Por más que la dirección (a cargo de Ian To-
ynton) y el montaje jueguen constantemente
con las expectativas del espectador, de nada
servirán los intentos por escapar, la acelera-
ción de las investigaciones o la organización
de una operación improvisada; el ritmo fre-
nético de los acontecimientos nos abocan sin
solución ante un desenlace sobrio y directo
donde todo parece detenerse en pos de un
milagro final que nunca llegará. De repente,
las palabras de Jack Bauer antes de ejecutar a
Chappelle – «lamento haberte fallado»– en-
cuentran su eco en las del presidente David
Palmer –«siento que estoy cruzando un límite
y que jamás podré volver»– para evidenciar-
nos que, después de este acto, ambos perso-
najes ya no podrán volver atrás.
Incapaz de escapar a su tiempo, los proble-
mas morales y los eufemismos que entraña 24
nos resitúan ante una ficción que encuentra
su correspondencia en un contexto conspira-
noico donde la administración Bush impulsa-
ba teorías como el “eje del mal” o doctrinas
como la “guerra preventiva”. Con un carácter
casi profético alimentado por su entorno, 24
ha explorado conceptos de calculada ambi-
güedad como los “conflictos justos”, el “bien
mayor”, los “daños colaterales”, la “patria” o
“hacer lo necesario” a través del periplo vital
de un agente federal arrinconado hasta el ga-
tillo de su pistola.
¿Sacrificar la vida de una persona para sal-
var a los demás es moralmente correcto? A
pesar de que el capítulo en sí se erige como
una huida hacia delante, la explícita resolu-
ción del antihéroe Bauer (pistola mediante)
se consolida en base a tres subtramas. Por un
lado, la necesidad de situar al individuo y a la
expresión emocional por debajo de la racio-
nalidad del deber y la ley, mostrado gracias
a la figura de un jefe de seguridad que debe
aceptar su muerte sin despedirse de sus se-
res queridos por miedo a la creación de una
alarma sanitaria. Y por otro lado, la limitación
del derecho a la información en situaciones
de amenaza, entre ellas el brote tóxico que
genera dudas a un gabinete presidencial pre-
ocupado por las consecuencias de una posi-
ble filtración informativa. Y finalmente, entre
lágrimas y sudores, el propio Ryan Chappelle
nos desvela la otra deliberación moral que
atraviesa el capítulo: “la dignidad de poner fin
a nuestra propia vida”; sin embargo, sus pala-
bras se materializaran en la terrible decisión
que deben tomar unas víctimas infectadas
que tendrán la posibilidad de decidir cuándo
y cómo poner fin a sus vidas gracias a unas
pastillas para suicidarse.
Al alba, llegada la hora. El sonido definitivo
del disparo se pierde entre el rumor de unas
palomas que levantan súbitamente el vuelo,
mientras Jack Bauer permanece impertérrito
e impotente ante el desplome de un cadáver
que se marcha con la certeza del pitido de
un tren (ahora sí) perdido. No podemos volver
atrás. Ya en la soledad de su coche, cuando la
amenaza se haya disipado, Jack Bauer rompe-
rá a llorar y nos desvelará las heridas de un
personaje que, poco a poco, tendrá que acep-
tar sus decisiones. No por casualidad, en los
compases finales de la séptima temporada, al
borde de una muerte frustrada posteriormen-
te, Jack Bauer hablará de sí mismo cuando la
agente de la CIA Renee Walker trate de pedir-
le consejo: «Cuando te pasas de esa raya (la
ley; n. del. r.), siempre empieza con un peque-
ño paso. Antes de que lo sepas, estás corrien-
do lo más rápido que puedes en la dirección
equivocada solo para justificar lo que empe-
zaste en primer lugar. Supongo que el único
consejo que puedo darte es… intenta tomar
decisiones con las que puedas vivir». Con la
muerte de Ryan Chappelle, Jack Bauer dio uno
de sus primeros pasos.
50 51
Comenzar una serie es sencillo, desarro-
llar unos personajes es una tarea bas-
tante más complicada y acabar una fic-
ción satisfaciendo a toda una comunidad
de fans es algo casi imposible. Finales
de series hay muchos, unos llegan de re-
pente y sin previo aviso, otros quedan en
el limbo ante una cancelación inespe-
rada y otros tienen tiempo de hacer las
cosas tranquilas para encauzarse hasta
el mejor desenlace posible.
A DOS METROS BAJO TIERRA [5X12]
‘EVERYONE’S WAITING’
IVÁN MARTÍNEZ DE MIGUEL
52 53
No todas las series han logrado hacerse con
el beneplácito de los espectadores al emitir el
último episodio. Perdidos, Cómo conocí a vues-
tra madre o Los Serrano (por ejemplo) fueron
muy criticadas, mientras que House, Hijos de
la Anarquía, The Wire, Breaking Bad o Motivos
Personales tuvieron el OK de la crítica. Sin
embargo, existe una serie en la que casi el
100% de los espectadores están de acuerdo:
el maravilloso y espectacular final de A dos
metros bajo tierra.
Tras cinco temporadas, Six Feet Under se pre-
paraba para despedirse de aquellos persona-
jes que crecieron, aprendieron y se desarrolla-
ron en torno a un ámbito laboral poco visto
hasta la fecha. Su funeraria decía adiós a los
Fisher con el episodio 12 de la quinta etapa,
llamado “Everyone’s Waiting”, y que todos nos
hemos encargado de apodar incansablemen-
te como “el mejor final de la historia de las
series de televisión”.
UN EPÍLOGO CON ALMA PROPIA
El creador de la serie, Alan Ball, volvió a sen-
tarse en la silla de director por última vez
antes de despedirse para siempre de los per-
sonajes a los que había insuflado vida. A dos
metros bajo tierra empleó una técnica diferen-
te entonces y muy repetida en las ficciones
que se marchan hoy en día para no volver.
Se trata un epílogo o flash forward que reco-
rre la historia de los personajes en el futuro,
viendo si han cumplido sus sueños.
Si fuera un epílogo normal como el de Em-
brujadas, Mujeres desesperadas o The O.C. (en-
tre muchas otras) no se mantendría aún en la
retina de tantos espectadores que continúan
catalogándolo como EL MEJOR. Y todo co-
mienza tras la muerte de Nate, cuando Claire
está decidida a abandonar todo lo que conoce
para embarcarse en una nueva aventura ale-
jada de su familia y sus amigos.
Aunque la serie se despedía de la audiencia,
en realidad la protagonista comenzaba una
nueva vida sobreponiéndose a cada tragedia
vivida con anterioridad y sabiendo que debe
evolucionar y luchar por lo que quiere. A dos
metros bajo tierra está plagada de mensajes y
moralejas y la mejor está en la última frase
de Nate (y de la serie): “no puedes sacar una
foto de esto porque ya ha pasado”, es decir, no
puedes capturar los momentos, sólo puedes
vivirlos.
ASÍ FUE EL FINAL DE LOS PERSONA JES
Claire se marcha a Nueva York en su coche,
recorriendo una larga carretera y pensan-
do en todo al mismo tiempo que se van su-
cediendo una decena de flashes del futuro.
Observamos por ejemplo a Ruth, la matriarca
consigue alejarse de sus demonios funerarios
montando su particular paraíso para perros y
muriendo en primer lugar junto a George y su
familia (1946–2025).
La pareja formada por Charles y David por fin
encontrará la estabilidad y felicidad que tan-
to buscaban. Tienen a sus hijos e incluso lo-
grarán casarse, pero Charles morirá de varios
tiros durante un atraco (1968–2029) y David
lo hará en un picnic familiar (1969–2044).
Federico siguió ligado a los Fisher, ya que
aparece en cada acto importante de la fami-
lia, y morirá desplomado durante un crucero
(1974–2049).
El episodio “Everyone’s Waiting” es el único
que comienza con un nacimiento, el de la hija
de Brenda y Nate. Brenda conseguirá encon-
trar el amor al lado de un nuevo hombre y
se marchará para siempre acompañada de su
hermano Billy (1969–2051). Y para concluir la
ficción se centra en Claire, la tímida fotógrafa
está preparada para irse y lo hará a la edad de
102 rodeada de las fotografías de su familia
(incluido su marido) y sabiendo que ha hecho
lo que realmente quería hacer (1983–2085).
DIEZ MINUTOS DE CLÍMAX TELEVISIVO
El capítulo supuso un final atípico porque na-
die había narrado hasta ahora la vida futura
de los personajes hasta el mismísimo instante
de su muerte; por eso A dos metros bajo tierra
es tan especial. Todos los episodios comenza-
ron con un epitafio, era muy lógico y racional
que los protagonistas se despidieran descu-
briendo cómo sería su muerte. Eso es lo que
hace que sea un final tan perfecto.
Serán los 10 últimos minutos aquellos que
transformarán y encumbrarán este episodio
como uno de los mejores de la televisión. Casi
600 segundos capaces de hacerte sentir un
mar de emociones y de soltar alguna lagrima
porque eres consciente de que todo se acaba,
que la muerte es parte de la vida y la vida hay
que exprimirla al máximo.
Esa alusión de imágenes son capaces de to-
carle la fibra a cualquiera que haya compartir-
lo más de una tarde con la familia Fisher, don-
de la música hace un trabajo extraordinario.
Sin duda, el final de A dos metros bajo tierra no
hubiera sido lo mismo sin la canción Breathe
Me de Sia; su voz, sus melodías y su piano son
parte ya de la historia de la serie.
54 55
Cada vez que me enfrento a un episodio
de Arrested Development intento adivinar
en qué dirección lo habrán construido
sus guionistas. ¿Habrán ideado un clí-
max estrafalario y luego deducido los
pasos para llegar hasta él? ¿O habrán
partido de una trama sencilla para luego
complicarla de maneras disparatadas?
Hasta ahora no he descubierto la res-
puesta. Menos aún con “Mr. F”, el quinto
capítulo de la tercera temporada, cuya
escena final parece conjugar el concep-
to de destrucción de los hermanos Marx
con el concepto de deconstrucción del
filósofo Jacques Derrida.
ARRESTED DEVELOPMENT [3X05]
‘MR. F‘
PABLO SÁNCHEZ BLASCO
56 57
Las ideas del francés sobre desestructurar lo
estructurado por la tradición están presentes
desde el origen del episodio. Los Bluth pre-
tenden construir una urbanización sobre unos
terrenos que se encuentran infectados de to-
pos. Intentan levantar unos cimientos sobre
una tierra que se desploma bajo sus pies. Sin
embargo, también tienen un segundo proble-
ma, ya que la palabra topo también sirve para
referirse a un espía, a un infiltrado, a alguien
que está dentro de la familia pero trabaja
para el exterior. Y no saben quién puede ser.
Sus iniciales son MRF, pero estas siglas pue-
den ordenarse para contener un apellido, una
organización o una sorprendente discapaci-
dad. En Arrested Development, por lo tanto, la
palabra se convierte en un elemento disrrup-
tor, en el germen directo del caos, de la in-
comunicación y, por supuesto, de la comedia.
La unidad de la familia Bluth se asienta sobre
graves errores de comprensión que obstaculi-
zan sus relaciones. Resulta como poco brillan-
te que el patriarca de los Bluth, encerrado en
su casa por orden del juez, deba expresarse a
través de un sustituto, de un doble con cáma-
ra y micrófono que transmite sus palabras sin
las inflexiones necesarias para comprender-
las. Larry constituye un canal comunicativo
que funciona a la vez como su propia interfe-
rencia para el diálogo de los Bluth. El meca-
nismo incluso produce significaciones cuando
el padre ni siquiera está detrás del sustituto,
perdido por los entresijos de la casa piloto.
Pero hay algo que me fascina aún más de la
estructura de este episodio: su carencia total
de voluntariedad. Los Bluth intentan enga-
ñar a unos empresarios japoneses para que
no retiren el dinero invertido en su proyecto.
Su inminente visita se discute en la sala de
juntas de la empresa familiar; Michael quiere
ser franco con ellos; Gob quiere construir una
maqueta ficticia de la ciudad; George Sr. quie-
re librarse del acoso de su gobierno. Pero nin-
guno de los tres hace nada. La narración se
hila involuntariamente a partir de múltiples
malentendidos que, de forma improbable,
acaban construyendo la ilusión de una verda-
dera ciudad piloto, de un proyecto logrado y
consensuado entre todos, que va a sobrevivir
durante unos segundos para ser destruido en-
seguida por un topo gigante y un chico con
una mochila cohete.
La comunicación entre los seres humanos ori-
gina monstruos. Lo sabemos. Y Arrested Deve-
lopment es la sit-com, quizás incluso la serie,
que más ha investigado sobre ellos. Para em-
pezar, su mismo concepto sabotea la estruc-
tura coral del formato. En vez de presentar a
numerosos personajes cuyas vidas se entre-
cruzan cotidianamente, la serie trata de una
galería de seres, unidos por lazos familiares,
que actúan de forma independiente entre sí.
La intrusión del narrador no supone un capri-
cho posmoderno de sus creadores. Sin esa voz
en off de Ron Howard no sería posible tradu-
cir la excentricidad y el movimiento inheren-
tes a cada episodio.
Todos los personajes de Arrested Development
tienen una visión del mundo distinta, un con-
texto personal que alimenta la polisemia del
lenguaje y provoca lecturas divergentes de
unos mismos hechos. Tobías, por ejemplo, ha
dejado la psicología para dedicarse a la inter-
pretación y descodifica cualquier información
que le llega en sus propios términos, confun-
diendo la Agencia Central de Inteligencia con
una agencia de representación de actores y
un trabajo como topo para la CIA con un cas-
ting disfrazado de roedor.
Es tarea, por lo tanto, del narrador presentar
un punto de vista homogéneo que reconcilie
las distintas miradas de cada uno. Así mismo,
su presencia se hace necesaria por la falta
de un personaje hermeneuta, de alguien que
represente la búsqueda de sentido en su re-
parto. Si alguno de ellos es capaz de opositar
a ese rol sería sin duda Michael como here-
dero del negocio familiar y a su vez padre de
familia. Pero “Mr. F” también desvela el gran
agujero negro de este personaje. En el arco
dramático más transgresor de toda la serie, su
amor por Rita se descubre igual de vacío que
la figura paterna para Gob. Porque Michael
tiene el gran defecto de no escuchar nunca
a los demás; ni a su hijo a la hora de hacerle
un regalo, ni a su novia para darse cuenta de
que no es una chica tan original por ser britá-
nica, ni por ser una espía de la competencia,
ni por vivir acosada por un tío maltratador; la
respuesta está delante de ellos, nuevamente,
encriptada en los laberintos polisémicos del
lenguaje: MRF.
58 59
Quien sobreviva a la primera tempora-
da de Louie y a su gigantesco repertorio
de chistes sobre vaginas notará cómo su
principal autor, el cómico Louis C.K., co-
mienza a intercalar historias y situacio-
nes que podrían provenir de sus propias
vivencias: sus preocupaciones parenta-
les, sus conflictos relacionales, sus obs-
táculos profesionales; Louie está prota-
gonizado por Louis C.K.
Quien llegue a la tercera y cuarta tem-
poradas paladeará la gran virtud del au-
tor: la honestidad a la hora de afrontar
la búsqueda artística a través de la ro-
tura de los convencionalismos; episodios
autoconclusivos pero también arcos que
HORACE AND PETE [1X01]
‘EPISODE 1’
GUILLERMO G.M.
60 61
duran varios capítulos, episodios de duracio-
nes variables, cambio de actores de raza blan-
ca por actores de raza negra para representar
el mismo papel sin más motivo aparente que
el de preguntarle al espectador si realmente
es necesario que siempre el mismo personaje
lo interprete el mismo actor, coqueteos oníri-
cos, trasvases radicales de género entre co-
media y drama, diferentes usos de la cámara...
valentía, al fin y al cabo, a la hora de tratar
temáticas y formatos en una serie de televi-
sión. Louis C.K. termina la quinta temporada
de Louie casi por compromiso porque parece
que en cinco temporadas le ha dado tiempo
a experimentar todo lo que le apetecía ex-
perimentar. Entonces sale a la luz Horace and
Pete.
Contando con los dedos de la mano los con-
vencionalismos que Louis C.K. había dejado
intactos resulta que tenemos que contar de
nuevo: no sólo es que los episodios de Hora-
ce and Pete profundicen en una variada du-
ración -episodios de treinta minutos, episo-
dios de setenta-, sino que además la propia
serie se presenta de manera poco habitual
publicándose la serie desde la web del autor,
sin intermediarios, al módico precio de unos
treinta dólares. Esta inusual puesta en escena
tiene sus riesgos: Louis C.K. debe cerca de un
millón de dólares ya que la serie ha tenido
éxito de crítica pero no de público. Y es que
además del peculiar formato de publicación
ejecutado, además del contenido habitual del
autor, no apto para paladares hambrientos de
sexo y violencia fantásticos, además Horace
and Pete enaltece la sobriedad estética desde
un planteamiento cercano al del teatro: en los
episodios no se escucha más música que la
del bar -sea a través de la máquina de discos
o del piano- y sólo la melodía compuesta por
Paul Simon, que se oye siempre al principio
y al final, fomentará la sensación de estar
contemplando un producto visual y no una
obra de teatro. No hay aspavientos visuales;
en cambio, la cámara refleja de manera fiel
las situaciones y llegan a producirse escenas
ininterrumpidas de decenas de minutos, como
ese tercer episodio que se resume en dos per-
sonas sentadas en una mesa hablando du-
rante tres cuartos de hora usando plano/con-
traplano; para qué más. ¿Dónde puede verse
eso en televisión, quién pagaría por verlo, qué
actores y diálogos pueden ser capaces de no
sólo sobrellevar ese protagonismo visual sino
incluso revalorizarlo?
Los diez episodios de la temporada de Horace
and Pete liberan momentos para el recuerdo
y me apetece quedarme con el séptimo, en el
cual se evidencia la transfobia en una maravi-
llosa escena de quince minutos, pero también
con el décimo, cuyas dos partes diferenciadas
cavan fosa y entierran la serie en un ejerci-
cio emocional devastador, unidas las claves.
Y sin embargo he elegido hablar del primero
porque sintetiza la declaración de intenciones
que supone la serie.
El primer capítulo de Horace and Pete dura
setenta minutos. La primera escena presenta
a los hermanos. Louis C.K. es uno de ellos,
coloca las sillas del bar -Horace and Pete es
el nombre del tan legendario como vetusco
antro- y empieza a bailar. Su hermano, inter-
pretado por un enorme Steve Buscemi -las
deudas de Louis C.K. debido a la producción
de la serie se explican en gran parte por los
sueldos del majestuoso reparto- le sigue.
Desde que ha empezado la serie, el capítu-
lo, la escena, hasta que se oyen las primeras
palabras, pasan dos minutos. ¿Dónde puede
verse eso en una televisión siempre condu-
cida por las prisas? Poco después aparece la
novia de Horace (Louis C.K.), quien se despi-
de de él hasta la noche. Louis C.K. siempre
ha intentado plasmar inteligencia emocional
en sus escenas y con pocos gestos, pese a no
decirse nada, vemos que la relación no va
demasiado bien. El bar se abre y entran los
clientes, o como diría el tío Pete, los “alcohó-
licos”. De igual forma que los gags de Louis
C.K. se entremezclaban en Louie con las par-
tes reales del cómico -esa separación que ya
habíamos visto en Seinfeld- aquí las partes
tramáticas se entremezclan con las charlas de
los clientes, quienes abordan temas religiosos
y políticos. Es en este primer episodio donde
vemos que Horace and Pete se aposenta en la
actualidad: oiremos hablar de Hillary Clinton,
Donald Trump, Bernie Sanders, pero también
de la decisión de El Vaticano de eliminar el
Limbo. Decíamos que en Louie se mostraban
las preocupaciones parentales de su autor, y
en Horace and Pete lo vemos de nuevo con la
charla que tiene con su hija. En la charla, por
cierto, le dicen a la hija que “no pasa nada si
está gorda”, lo cual recuerda ese espectacu-
lar episodio de Louie dedicado a la hipocresía
en torno a la obesidad. Entra en escena el tío
Pete, un old school guy que transmite su in-
felicidad a través del racismo, la homofobia
y su exacerbado apego hacia las tradiciones
-en el bar no se puede usar el móvil, no se sir-
ven cócteles-. Se manifiesta también uno de
los principales hilos narrativos de la serie: la
enfermedad mental de Pete (Steve Buscemi),
que acabará alcanzando momentos terribles.
Todo el párrafo anterior condensa la primera
e ininterrumpida, repito, ininterrumpida esce-
na de Horace and Pete, que dura media hora.
Un malabarismo coreográfico sobrio y memo-
rable a través de la lente parda de la cáma-
ra. Antes de seguir, se produce una pausa -la
teatral intermission- y podemos ver que el ca-
pítulo da más de sí: un enfrentamiento entre
las posturas conservadora y liberal (en Esta-
dos Unidos se entiende el liberalism como de
izquierdas) resumido en cinco minutos y una
disputa entre el tío Pete, Pete, Horace y su
hermana, interpretada maravillosamente por
Eddie Falco (Carmela Soprano) sobre el con-
trol del bar. El tío Pete cuenta su historia: en
1916 dos hermanos, Horace y Pete, fundan el
bar “para huir de sus esposas” -sólo al final de
la serie constataremos el dolor causado por el
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machismo rancio de los hermanos- y llaman
a sus hijos como ellos, de tal forma que los
actuales Horace y Pete deben sus nombres y
su historia a su familia.
Horace and Pete naturaliza nuestras debilida-
des: los héroes son aquellos de los que no se
habla en la rutina del día a día, las mejores
historias pertenecen a nuestra cotidianeidad;
nuestra lucha contra nuestros problemas. Una
lucha que no siempre se resuelve como que-
remos. La canción que suena al final de cada
episodio habla de una persona que acerca un
taburete a la barra del bar y dice que no pue-
de quejarse de sus problemas, que está bien
como está. “¿Por qué nos rompemos en peda-
zos? Quizá sólo necesito tiempo para pensar,
o quizás solo necesito un trago”.
64 65
En el mundo de las series el concepto
de episodio varía mucho en función del
tipo de narrativa que se lleva a cabo.
En series dramáticas, por mucho que la
anatomía del capítulo suela ser bastante
predecible (introducción-trama-cliffhan-
ger), la historia avanza de manera bas-
tante clara de uno a otro. En cambio, en
las series tipo CSI (y otras mil millones
-aprox.- en la ficción americana), los di-
bujos animados o las sit-com, la trama
se traza de manera que cada capítulo se
pueda sostener por sí mismo. De esa ma-
nera puedes incorporarte en cualquier
momento o ver los capítulos desordena-
dos o sueltos.
FRIENDS
‘EN EL QUE JOEY LLEVA DOS RELOJES’
NACHO BIBIÁN
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Existe un estado de normalidad que se inte-
rrumpe durante el episodio y se recupera al
final (o no, da igual, porque se asume que al
comienzo del siguiente todo estará como al
principio). Una de las series que hacen para-
digma del episodio stand-alone (perdonen el
vocablo) es Friends. No hay más que ver los
títulos.
Mi capítulo favorito de Friends* (no recuer-
do de qué temporada) es ese en el que a
Chandler le toca un reloj de pulsera en una
rifa del trabajo y se lo regala a Joey por su
cumpleaños (con cinco meses de adelanto). Al
principio Joey lo rechaza alegando que resta
atractivo a sus antebrazos, “una de las partes
del cuerpo más importantes para su carrera”.
Pero Chandler consigue convencerle dicien-
do que es un gran regalo (contradiciendo a
Cortázar), que un reloj es elegante y además
ayuda a llegar puntual a las citas.
Ese mismo día Joey aparece en casa de Rachel
y Monica, donde están todos reunidos, con
otro reloj idéntico. Los demás le preguntan
qué hace con dos relojes, por qué lleva am-
bos relojes y por qué lleva ambos relojes en
la misma muñeca. A lo primero responde que
encontró el otro reloj por la calle y es gratis.
A lo segundo que si un reloj es elegante y le
hace ser puntual, dos relojes le convierten en
una especie de dandy con superpoderes. A lo
tercero, que “llevar un reloj en la derecha es
de chicas”.
Joey se sienta en medio del sofá y poco a poco
los demás se van levantando, como inquietos,
y se van hacia la cocina. Phoebe es la única
que se queda en su asiento, pero al poco rato
grita histérica: “¡Joder, Joey! ¡Esos relojes me
están volviendo loca!”. Joey les mira a todos
extrañados y se acerca la muñeca al oído.
Resulta que los dos relojes están desacompa-
sados justo medio segundo, lo que hace que
cada segundo parezca que hayan pasado dos.
Ross dice que es como un agujero negro por
el que se escapa el espacio-tiempo y que le
da vértigo, como asomarse al precipicio o sa-
car la cabeza por el balcón y mirar al suelo en
vertical. Todos le instan a que tire al menos
uno, pero Joey dice que va en contra de sus
principios tirar algo que le ha salido gratis y
que si van a cuestionar sus principios pueden
salir de la casa (que no es la suya).
Según van pasando los días, se ve a los demás
sufriendo una especie de depresión, hablan-
do de lo poco que les queda y cómo añoran
los viejos tiempos (refiriéndose a cosas que
acaban de pasar). En cambio, Joey está in-
usualmente activo y excitado. No soporta es-
tar quieto en el sofá sin hacer nada mientras
siente con tanta claridad el paso del tiempo.
Por ello empieza a vivir muy intensamente,
aprovechando cada minuto como si fueran
dos, intentando arrastrar a los demás, sin éxi-
to.
*¿Por qué no tradujeron de forma chusca el título de la serie en su momento?
Joey está constantemente saliendo y entran-
do del piso. Cada vez que sale los demás se
desperezan un poco y parecen salir de su le-
targo. Cada vez que entra trae consigo algún
objeto divertido o extraño: un sombrero meji-
cano, un tatuaje de henna, un juego de petan-
ca, un girocóptero de Gijón…
Mientras Joey está fuera, escuchan por la ven-
tana el camión de los helados y de repente se
oye un ligero pitido que parece indicar que
el sistema que reproduce la melodía se está
quedando sin batería y la música empieza a
sonar con mayor lentitud y en un tono más
grave de lo normal, lo que le da un aire lú-
gubre y melancólico. Ross protesta y hace
pucheros. Entonces Joey irrumpe con un bote
de jarabe de jalea y jalapeños y todos se dan
cuenta de que el efecto de los dos relojes in-
tensifica la lentitud y gravedad de la música
hasta tal punto que queda ridícula y la vuelve
cómica. Todos lo celebran y dan por superada
la crisis. Phoebe saca la guitarra y “deleita” a
todos con una canción al respecto.
Al final del episodio Joey aparece en el piso
sin ninguno de los relojes y se repantinga en
el sofá. Cuando le inquieren, él le quita im-
portancia diciendo que no realzaban sus an-
tebrazos y que al fin y al cabo llegar tarde a
los sitios no es tan grave.
Me pregunto qué pensaría Cortázar de este
episodio. Si un reloj es un “pequeño infierno
florido, una cadena de rosas, un calabozo de
aire”, ¿el segundo reloj intensifica el influjo?
¿Lo invierte? ¿Lo disminuye en algo o lo deja
igual? ¿Menos por menos es más o es mucho
menos? ¿Y qué hay del momento del camión
de helados? ¡Entiendo que eso cuenta como
el doble reloj al cuadrado! Hay que ver, qué
manera de perder el tiempo en divagaciones
inútiles… O aprovecharlo.
Joey is wearing two watches
It is driving us nuts
However, we like you
Almost as much as doughnuts
You are strong and you’re handsome
and you smell like peanuts
And sometimes I wonder
how big is your penis
LA CANCIÓN DE PHOEBE