Post on 06-Oct-2018
Índice A manera de presentación Los árboles de Atuesta
1. Monólogo de un árbol citadino
2. El puente invisible
3. De luto está la tierra
4. Pequeña oración
5. En una esquina del cenit
6. Breve visitante
7. Brindis otoñal
8. Elegía al mango del patio
9. La vida sigue
10. Palabras del palabrero
11. Oficio del árbol
12. En espera del libro prometido
13. Íntimo esplendor
14. Réplica de Adán
15. Debajo del árbol de manzano
16. Antimoraleja del tigre
17. Mazorca de agua
18. La sombra del poeta
19. La paradoja del triunfador
20. Monólogo de una mujer después
de un atentado
21. La sed de la hostia
22. La vibración de la palma
23. El colibrí
24. Contemplación del árbol
25. Epitafio
26. Los pájaros huyen del árbol
27. Dicotomía
28. Una escena numérica de Baldor
29. El árbol y el viejo vendedor
30. Encuentro
31. Retrato mortal
32. Fábula del perro y el jaguar
33. El reloj de su cadera
34. No te creas el dios del árbol
35. Metáfora del canto
36. Palabras de un mamo kogui
37. Monólogo de un árbol Kogui
JOSE ATUESTA MINDIOLA (o
MENDIOLA). Mariangola
(Valledupar- Colombia), conocido
también como “El poeta de los
árboles”. Licenciado en Biología y
Química por la Universidad Distrital
de Bogotá (1977) y Especialista en
la Enseñanza de las Ciencias
Naturales por la Universidad del
Atlántico (1998). Columnista de
algunas revistas regionales y del El
diario El Pilón.
Ha publicado seis libros de
poesías, dos de décimas y uno de
historia local, Sabanas de
Mariangola, premiado en el II
Concurso de Historia Regional y
Local del Cesar, convocado por la
Universidad del Cesar (2007).
Ganador del Primer Concurso de
poesía del departamento del Cesar
(1986). Uno de los ganadores del
Concurso Nacional “Que descanse
en paz la guerra”, convocado por la
Casa de Poesía Silva, Bogotá
(2003). En el 2009 participó en
representación de Colombia como
ponente en el XVII Coloquio
Iberoamericano de la Décima y el
Verso Improvisado, en Las Tunas
(Cuba).
Sus poemas han sido incluidos en
varias revistas, entre ellas: El
Túnel (Montería, 2003), La Luna
Nueva (Tuluá, Colombia, 2005),
Revista Prisma, Bogotá, 1996
(Separata--poetas de Colombia y
otros países), Revista del Festival
Vallenato (2003). En las
Antologías, La Poética cesarense
(Valledupar, 1994), Poemas al
padre en la poesía colombiana
(Editorial Panamericana, 1997),
Voces de fin de siglo de la poesía
colombiana (Epsilón Editores,
1999).
LA METÁFORA, UNA MANERA
ABIERTA DE CONOCER EL MUNDO
Este libro, Metáforas de los árboles, es un
nuevo acercamiento del lenguaje poético
a José Atuesta Mindiola. Sí, soy
consciente de estar diciendo algo que
suena a locura. Pero ya es hora de dejar
constancia de que la lectura de sus 37
poemas, las asociaciones que tal lectura
provee, el saber que se deriva de las
metáforas que emplea, el conocimiento
circular que su lenguaje poético suministra
del mundo, llegan más allá de
Mariangola, el pueblo natal del poeta. Su
universalidad ha trascendido su propio yo,
los hitos y tópicos del lenguaje lineal y
también -para usar un término atuestiano-
la liturgia sagrada de los vocablos con
sabor a ayer.
Cuando el poeta habla de “los colores del
sonido” y de que los avatares “ahogan de
ceguera los diversos rostros de la luz”
está dibujando un mapa alternativo del
mundo, bien distinto de ese mundo lineal
que ha marcado nuestra cultura
occidental ligado ferozmente a eso que
llamamos progreso. Precisamente los
poemas de su libro son totalidades que
permiten ver que todo está en todo y que
es el lenguaje poético la fuerza que
impone al poeta una nueva visión, el que
sabe de polisemias y metáforas y
personificaciones y metonimias y
significados encabalgados en la historia
caótica de una interrelación cognitiva
entre los hombres y un mundo al cual
todos pertenecen.
En “el cantarino plumaje del río”, en las
“lunas en los cristales de sal”, en “los
pájaros dormidos en gajos de luceros” en
esa esquina del cenit donde “todavía mis
manos siembran de auroras el puente de
tu río”, se halla un conocimiento mayor de
paradojas que dan sentido, ante nuestras
propias conciencias, del mundo exterior.
Cuando dijimos que Atuesta es mucho
más que Mariangola, quisimos decir
también que es mucho más que
Valledupar y que sus propios recuerdos. Y
es que la acción ejercida por el lenguaje
poético sobre el escritor termina por
revertirse enriqueciendo una cosmovisión
en una paradoja que nunca tiene fin. De
ahí que una lectura lineal sea apenas un
intento inicial y pobre para ver un mundo
desde una perspectiva en que las
paradojas se tocan, contagian, agigantan
y enmarañan sin cesar. Detenernos, pues,
en la semántica y en la gramática, o en la
métrica y expresividad de los textos de
los 37 poemas, es mutilar el río secando
su cauce de sentidos.
En “La vida sigue”, por ejemplo, la
literalidad de la alusión muestra que el
conocimiento de este siglo se parece
mucho en su forma y en su esencia a un
círculo donde las oraciones simples tienen
múltiples sujetos que mutan de nombre,
figura y estructura. Valga decir que las
palmas de corozo que el viajero encontró
en su camino “llenaban de fiesta los
colores del paisaje”. Lluvia, viento, sol,
figuras caprichosas de las piedras y el
terreno, la sonora canción del movimiento,
caben todos allí en un abigarrado
contacto y remiten a pasados recientes y
remotos, a temores enraizados en el
oscuro manejo de la tierra y en el egoísta
triunfo del poder.
En el libro surgen aquí y allá miles de
adherencias emocionales y sentimentales
que siguen la huella de palabras y
expresiones tales como “cenit”, “colibrí”,
“mujer después de un atentado”, “árbol
citadino”, “verde monumento”, “la erótica
cicatriz en el ojo del relámpago”, ”pájara
de Dios y de mi alma”, “la penumbra de la
piel”, “una sombra de serpiente nos
envuelve”, etc.
Hasta ahora hemos podido notar que nos
hallamos frente a un hecho asombroso: la
magia de la polisemia, inscrita en cada
vocablo, ha llenado de sentidos todas las
voces que el lenguaje impuso al poeta.
Valga decir que la idea institucional de
progreso, que alardea de poseedora de
verdades, le niega a la poesía su utilidad
para conocer el mundo y la relega al
recinto de las tinieblas en que su función
de ocio contemplativo se opone al
progreso de la ciencia y de la técnica.
Esta manera de ejercer el poder confina
el lenguaje poético a unos recovecos
oscuros. Pero allí, cosa es de volverse
loco, allí es donde crece fértil la
multiplicidad de significados, hija legítima
del tiempo circular y la simultaneidad de
elementos distantes. En este nuevo
tiempo, polisémico y acogedor, la
memoria se hace flexible, el presente no
es sólo hechos objetivos sino también
vivencias que se unen a los sueños y
posibilidades del futuro.
Cuando arriba dijimos que Atuesta es
mucho más que Mariangola y que
Valledupar, no negábamos una realidad
geográfica primaria; pensábamos en que
el lenguaje supera al escritor en cuanto es
más viejo que él, contiene memoria y,
más aún, memorias superpuestas. Y
también, a veces, el lenguaje poético
tiene corazón. En una palabra, la lengua
es sabia, más sabia que el hombre y el
poeta. La polisemia es el fruto-instrumento
de y para conocer el mundo que está en
el fondo de los sentidos de la nueva
producción literaria de José Atuesta.
En conclusión, la lectura de Metáforas de
los árboles posibilita el surgimiento de una
cosmovisión nueva a partir del todo; es
decir, la metáfora del lenguaje poético
atuestiano surge, construye, modifica,
reconstruye y deconstruye la realidad en
medio del caos de presente y porvenir.
LUIS A. MENDOZA VILLALBA
LOS ÁRBOLES DE ATUESTA
A partir del árbol el poemario se extiende hacia otros lares. Tierra, agua, sol y vegetales diversos, arena sin sosiego, piedra vigilante, mar sin límites. Todo, para reivindicar la vida, en todas sus gracias y lamentos. Es una voz con fe la de este poeta. Merodeando o entrando a lo barroco, estos poemas tienen la fuerza legítima de la pasión creativa. Atuesta se compromete con las expresiones esenciales del paisaje. Sabe que la tierra que pisa es su universo, y cantarla es su tarea estética. Y no elude la palabra vegetal o frutal. Usa las de su entorno y sale de victoria con cada una de ellas.
Todo y todos giramos en torno a los árboles. Y cuando el árbol habla nos damos cuenta de cuánto ha penetrado por el río de la vida. No tiene dueño porque es de todos. Por allí transita el padre, quizá huyendo del verano. O el poeta que, buscando su "mazorca de agua," extravió su cauce. O quizá, asomado a una horqueta, el hombre de selva que observa un tigre( que no es el de Blake), acongojado por las astillas de su propia sombra. O el perro que logra la inmortalidad mineral mirando embelesado las garras del jaguar.
Hay poemas esenciales en esta obra de Atuesta. El lector sabrá buscarlos. En ella, toda la telúrica que nos es benévola, acecha. Desde el árbol sin dueño, o el árbol kogui(“ese guardián del aire”) que entiende que no vive para él solo, hasta la negra suculenta que mueve las caderas ataviadas con una pollera floral. O esa perla, en la cual el colibrí no agita las alas sino que mueve los colores. Les recomiendo entrar a ese sólido follaje. De prosa y verso es la textura de su cuerpo.
José Luis Garcés González.
Montería, abril de 2010.
Monólogo de un árbol citadino
Caligrama de fiesta son mis flores.
Soy silabario para los pinceles de la luz.
Para el mendigo, el sombrero de su
alcoba.
Para el pájaro, el atril de su escritura.
Para el perro, la pared de su llovizna.
Para los alarifes del cemento,
soy un estorbo que frena
el tamaño mineral de su premisa,
un extraño en lugar equivocado;
sus amenazas de muerte me persiguen.
Pero soy más que un verde monumento
en la agitada ceremonia de las calles.
Soy testigo: de la noche que avanza con
el miedo,
de transeúntes perdidos en su sombra.
Y también soy testigo de mis floridos
reclamos
que ululan la presencia de otros árboles.
Nadie quiere estar solo,
la soledad es carbón que deja el
relámpago.
El puente invisible
Sobre el puente invisible,
donde la noche cruza para alcanzar el
día,
viaja mi padre:
sus noches son cabalgatas de lunas
en el estío de sonoras mariposas,
desfiles de luceros en las flores
dormidas del otoño y golpes de lluvias
en las goteras nocturnas del tejado.
Sus amaneceres son riberas de pájaros
en el cantarino plumaje del río,
vendimias de rosas en la fugitiva
primavera del patio y bálsamos frutales
en la irremplazable estancia de los
árboles.
Sus brazos toman el color del invierno
en la intangible corriente del verano.
Una montaña de sueños lo persigue
y descubre los secretos de los árboles
para que el polvo no enferme el rocío.
De luto está la tierra
Dónde están las maracas de los ríos,
las mariposas flotantes en las ventanas
del viento,
los pájaros que regaban las nubes de
lluvias,
los rostros del agua en rebaños
sedientos,
Dónde están las llanuras con los saltos
del jaguar,
los tapires de nocturnos callejones,
las orquídeas y la altura vegetal de sus
raíces,
los cucaracheros en la custodia mítica de
las serpientes,
las espumas solitarias en el amanecer
del corral.
Dónde están las brisas atarugadas de
maizales,
los bosques y los infinitos espejos de los
rostros de la luz,
las garzas que fingían ser hojas para no
espantar
las estrellas de los árboles,
Dónde están las rocas gigantes con ojos
de luna,
las montañas que guardaban el tiempo
mineral de los helechos.
Sólo hay polvo y negros agujeros,
socavones de piedras, repisa estéril,
morada incierta. De luto está la tierra.
Pequeña oración
Señor, danos el poder de la concordia
para liberar el sinsonte que duerme con
nosotros
en los bosques cercados por el miedo.
En una esquina del cenit
Distante de los avatares que atafagan los
colores del sonido
y ahogan de ceguera los diversos
rostros de la luz.
Distante de las colinas donde el veneno
derrama sus serpientes
y las urdimbres de sus fauces dejan
surcos en la piel.
Distante de la desmesura que todo lo
vuelve sombra,
pero sereno en una esquina del cenit:
dable a ciertas ofertas de la rosa en vigilia
de su propia primavera
y fraterno a los aromas de las añejas
metáforas del vino.
Sereno estoy: todavía mis manos
siembran de auroras los puentes de tu río,
porque la sed de mis labios
no es la sed del cordero en el puerto de
caimanes.
Sereno estoy, sin que la penumbra
vuelva sombra
los colores de mi voz, porque tu cuerpo
no es la frágil espera del remolino
que trae señales del desierto.
Breve visitante
Del mar, soy un amante lejano de su
blanco tropezar,
un escultor de las espumas que repasan
acrobacias de alcatraces,
un admirador de su infinita orilla
bebiéndose el matiz del cielo.
De sus múltiples ojos en los arrecifes, soy
un inexperto.
Un enigmático a la magia del nautilius
que escondido
en su caparazón conserva su forma
milenaria.
Incrédulo a los gemidos de las ballenas
cuando el tsunami regresa rebosante de
muertes.
Inepto a los secretos del pescador que
rema su canoa
por el brillante cristal de las escamas.
Soy un breve visitante de los epígrafes
ondulantes en la arena,
y un aficionado que escribe con la
caligrafía del agua
la magnífica belleza de tu cuerpo.
Brindis otoñal
El galopar del cuerpo estremecido
ya no escribe las hazañas del jinete,
la tarde con los remiendos
de diversas cicatrices
llega a diluir el cielo en nuestras manos;
pero no es tristeza el tiempo,
la penumbra de la piel
no es la penumbra del alma.
Elegía al mango del patio
El árbol de mango del patio, sangra
blanco sus heridas como mostrando la
ruta que el dolor todavía no ha recorrido.
Me alejo del patio y me llevo de sus hojas
los amaneceres con aromas de guitarras,
me llevo el verde pendular de la mecedora
donde descansaba un hombre parecido a
mí.
El árbol ya sospecha que pronto no habrá
luz en su follaje, su epitafio vendrá en la
esquiva mirada de otro dueño. Sus frutos
serán invisibles racimos en algún ojal de
la memoria y mi hamaca, fértil al cortejo
vegetal, seguirá atada al viento de otros
árboles.
La vida sigue
Después de la muerte la vida no es
escombro ni ceniza que el tiempo
convierte en su liturgia.
Sólo el nombre y la breve caligrafía del
epitafio permanecen ilesos en la tumba.
Fuera de la tumba, la vida sigue en el
viento que lleva en el crespúsculo el
esplendor de la hoguera.
La vida sigue:
En la voz de los espejos que repiten la luz
de la memoria.
En los labios de la rosa que arden las
páginas vacías de la penumbra,
En el pájaro que deja sus alas y en los
bosques de nubes se detiene.
En la roca donde el pez se cristaliza antes
de beber las últimas gotas del río.
En el trapecio de la lluvia donde el
relámpago cuelga sus secretos
La vida sigue;
En el relincho de la hierba cuando el jinete
vuelve a su caballo.
En la vigilia de la aldaba cuando la puerta
recibe los golpes de la luz.
En el silencio de la rama que flota para no
romper la música del agua.
En el aire que reescribe el ritornelo de la
canción que viaja en las ranuras del
tiempo.
Palabras del Palabrero
Ningún bosque es madriguera
de la infamia del guerrero,
hasta la mansedumbre del árbol
es espina sangrando la piel.
La zozobra multiplica los ojos
en los espejos del temor que lo persigue.
el agua es hoguera
derretida en la ausencia de reposo.
Una montaña de tigres
custodia las riberas del insomnio.
La guerra reduce el territorio
al tamaño de los pies.
Oficio del árbol
Entibiado de luz, imponente brinda sus
colores.
El verde ulula en el vientre de sus hojas
y el aire crece con sus livianas espumas.
Los cristales disueltos de las rocas
recorren desde el fondo la humedad de
sus peldaños.
Llueve en su interior, y la savia se abre
evanescente a la pirámide del
saltamontes y la serpiente.
El viento con sus fauces de rocío, penetra
en sus ramas
y el perfume atisba la maduración de los
frutos.
Gemidos de sordos relámpagos mueven
sus lamentos,
cuando el filo tronante del metal le roba el
derecho a morir de pie.
En espera del libro prometido
Busco en el libro prometido,
las páginas encendidas de orquídeas y
metáforas,
de lunas en los cristales de sal,
de pájaros dormidos en gajos de luceros,
de esculturas de sombras que arengan
la luz.
Busco en el íntimo esplendor de sus
páginas,
la escalera de besos en el preludio de la
rosa fugitiva,
la erótica cicatriz en el ojo del relámpago,
la flauta escarlata arriba del árbol para
incendiar la noche.
Busco en el libro prometido y sólo
encuentro
el tiempo diluido con una esquina de lluvia
en los zapatos.
Íntimo esplendor
Crece el viento azul en mis ramas
con el íntimo esplendor de tu vuelo,
pájara de Dios y de mi alma.
Réplica de Adán
Mujer
la tentación amenaza mi reposo,
una sombra de serpiente nos envuelve;
deja que los hilos de mis manos
trencen los colores de tu cuerpo.
Ven, como receta de uva
para la fantasía de mis labios
y la respiración se vuelva primavera
en el remolino verde de tus ojos.
Debajo del árbol de manzano.
Debajo del árbol de manzano, el joven
Isaac Newton dibujaba la curvatura
oscilante de las ramas, el ondulante
silbido de los pájaros, las parábolas de
los gemidos de su larga espera y las
elípticas caderas de su amada ausente.
Sólo hubo una línea recta, la de la
manzana que cayó sobre su frente,
mientras buscaba en las bóvedas del cielo
un lucero para apagar la oscuridad de
su encorvada espera.
Antimoraleja del tigre
Cuando el tigre se mira en el espejo vive
la sensación de estar preso, porque
desde cuando nace lleva en la piel los
barrotes de su jaula. Camina en ausencia
de luz para no observar sus huellas; el
sabor de la sangre de su víctima lo
convierte en un animal escurridizo, que
huye hasta de su propia sombra.
Mazorca de agua
Contrario a la sequía de la ausencia,
a la múltiple desolación del desierto,
a la estéril resonancia de la sed;
estás tú, como mazorca de agua,
desgranando sobre mí
el zumo vital de tu cuerpo.
La sombra del poeta
A Diomedes Daza
Tal vez la sombra del poeta, deambule en
el lomo sagaz de un caballo citadino, se
oculte en los fragmentos de sol de un
camino bifurcado, esté difuso en los
matojos asediados por los saltos del
conejo, duerma en el ombligo de la rosa
donde no se atreve la ceniza y busque
afianzarse para resucitar la agonía del
Crucificado en cada uno de nosotros.
La paradoja del triunfador
Sumergido en la paradoja que la
distancia más larga entre dos puntos es la
línea recta, sesga la ruta, se diluye en la
sombra, bifurca el camino, se salpica de
légamo: su designio es llegar primero; no
importa que la efímera bandera flamante
de victoria, se deslice a indomables
abismos.
Monólogo de una mujer después de
un atentado
Fragmentada está la casa conmigo.
Llueve sobre mí un invierno de dolor.
La noche deja su piel en mis ojos.
Ya casi sombra, en la ausencia
vertical de los colores,
la penumbra
es roca que tropieza el cuerpo.
Y esta mano, que aún me queda,
te sabe de memoria, enlaza sus dedos
al perfume de tu nombre
y me lleva hasta ti.
Y sólo encuentro,
fragmentos de tu cuerpo y de tus sueños,
y yo atrapada en los pilares desolados,
estoy con lo poco que queda de mí.
La sed de la hostia
Horadaron el vino de la ofrenda,
despedazaron la sed de la hostia,
pero sigue la homilía firme y transparente
como el desfile de lluvia entre los árboles.
La vibración de la palma
La vibración de las palmas de corozo
llenaba de fiesta los colores del paisaje. El
viento a la altura del follaje derramaba en
las nubes las esporas de la lluvia.
Desde las ventanas del auto un desfile de
palmas movía sus elípticos troncos, la
carretera un túnel con un cielo de
abanicos verdes.
Callamos pronto, el trueno del metal
arrasaba troncos, como un vendaval de
dantas entre floridos maizales.
Las palmas se negaban a morir, de sus
raíces, sutiles yemas y otras nuevas
plantas se enlazaban con el viento.
Con el tiempo la batalla toma otros
matices. El arboricida obsesionado contra
las palmas, afina nuevas armas de
combate y con la soberbia del desalmado
se proclama, vencedor.
Después de muchos años, sopesa que
aquel triunfo es una triste derrota. Matar
un árbol es abrirle más caminos al
desierto.
El colibrí
Nunca está donde está,
su plumaje, leve
temblor de colores.
Contemplación del árbol
He visto el verde flotante de sus hojas
alucinar el viento entre las ramas. He
visto a sus labios devorar las tormentas
del humo, como zainos en las fauces de la
sequía.
Tanto verdor ha pasado el sol por el cristal
de sus hojas, tantos pájaros han dejado
sus cantos en los nudos de su piel.
Tantos fragmentos de polvo han dejado
en sus ramas las estrellas.
Y todos tenemos un espejo que redime la
contemplación de su belleza: para el
ecologista, la sombra y el follaje son
matas de lluvias en la mitad del desierto.
Para el aserrador, el tamaño es la
dimensión exacta de su devastadora
faena. Para el atribulado transeúnte, sus
ramas sólo son un punto para atar el nudo
corredizo y columpiarse en los espejos del
viento.
Epitafio
Aquí hubo un río,
el cementerio de piedra lo delata.
Los pájaros huyen del árbol
Una legión de hombres con manos de
tigres viajaba entre aromas de odios y de
miedos, el estridente metal de afilados
dientes anunciaba que la hora de la
muerte había llegado.
Él árbol temeroso cerraba sus pupilas, el
suelo de sus raíces fue la tumba de
muchos hombres mutilados, las blancas
corrientes de sus capas se profanaron de
rojo y todavía los pájaros huyen de sus
ramas por el olor de la sangre.
Dicotomía
Alguien humedece el perdón de la
hostia,
sus labios propagan semblanzas de paz,
pero su corazón hierve de guerra.
Una escena numérica de Baldor *
Con un turbión amarrado de la cola corre
el perro por los carriles del viento en la
asimétrica persecución a los saltos del
conejo.
Todavía esa escena de las páginas
numéricas de Baldor, de saltos y
sobresaltos, de fuga y cazador, rememora
las pesadillas de aquellas noches
juveniles.
No supe al fin, si la fuga del liviano
saltarín alcanzó las trincheras de las
zarzas o el canino cazador celebró la
conquista de la presa.
_______
*Baldor, Autor de un libro de Algebra,
texto obligado de educación media en
Colombia, antes de 1980.
El árbol y el viejo vendedor
Bajo la sombra, como un hijo del árbol, el
viejo vendedor de avena con su barril
espumante, apresurado por una
muchedumbre de manos en el sediento
recreo.
Mis bolsillos vacíos, un muro para el
deleite de mis labios. En la piel del viejo al
igual que en la mía, un incendio semanal
por la misma camiseta.
Fraternos a la ruta de lamentos por las
efímeras victorias del equipo, mis
palabras hacían esponja el alma del
vendedor y casi nunca me faltaba una
avena en el recreo.
Hoy, el vendedor es casi una sombra que
camina, y el árbol, ceniza invisible, bajo
una pétrea escultura de cemento.
Encuentro
Somos un encuentro de albor y de
penumbra en las manos de Dios, ahí
pasan los sueños como racimos de
relámpagos y los días son girasoles
temerosos del crepúsculo.
Retrato mortal
En sus manos de ángel arrepentido, un
pincel de girasoles.
Ella llega convencida de posar para un
retrato.
En breves instantes, sobre las raíces del
árbol: la estampa
fugitiva del homicida y el fúnebre rostro de
la frágil mujer.
Fabula del perro y el jaguar
El salto rayado del jaguar
(temeroso del perro cazador)
se detuvo en la horqueta de la ceiba.
El valiente azabache
(cuidadoso de las uñas del felino)
con fiereza, al pie del árbol,
se quedó en la intención de saltar.
Hace tanto tiempo y nadie sabe:
por qué el perro y el jaguar
momificados se miran a los ojos,
cómo símbolo de tregua
después de la muerte
El reloj de su cadera
La negra baila y deslumbra
las flores de su pollera,
es urdimbre de tambora
su cintura de cereza,
escaleras de canciones
la quimera de sus pies,
matices de brisas morenas
sus brillantes coqueteos,
aromas de sus ancestros
en el bosque de su piel
y sinfonías de remolinos
en el reloj de su cadera.
La negra baila y deslumbra
las flores de su pollera
No te creas el dios del árbol
No te creas el dueño del árbol.
Tú lo sembraste en una lejana primavera,
pero la vida de él, no te pertenece.
No puedes apropiarte de su sombra.
No es sólo tuyo el aire que brota de
sus hojas.
Si la ira enfada tus manos, no
arrecies
el filo del metal en el borde de la
savia.
No derrames tu venganza
sobre las aguas que beben sus raíces.
El árbol no sólo a ti pertenece,
pertenece al pájaro y a la íntima
aventura de su vuelo;
al viento que eleva a las nubes el polen
de la lluvia;
al sol que deletrea los colores de las
hojas.
No te creas el dios del árbol.
Déjalo que viva
hasta que el tiempo haga piedra sus
raíces.
Metáfora del canto
Sobre los ojos de la rosa
están fijos los labios del pájaro
para derramar los colores de su canto.
Monólogo de un árbol Kogui
Una golondrina regó la semilla
para que yo naciera.
Crecí lejos del humo y del ruido;
en un espejo de agua
mis hojas descubren su color.
Yo siento que soy tu hermano.
No se vive para uno solo.
Kanimpana, mi Padre, dijo
que yo era el guardián del aire.
Soy tan sensible como tú,
tu mirada, hermano Kogui,
es otra forma de lluvia
que nutre mis raíces.
Nada hay en tus intenciones
que sea ofensa para Kanimpana, mi
Padre.
Palabras de un mamo kogui
Yuluka (*) hermano Kogui,
la Ley de la Madre
no es reliquia de hielo.
Los ojos totémicos del jaguar
son compañeros inseparables
de tu sombra.
El aguacero es una mujer
que baila con el trueno.
Yuluka hermano kogui,
el pan lo da la tierra
sin derramar sangre en la hierba.
La flauta suena arriba del árbol
para que el sol no queme la noche.
El cóndor se niega en la nieve
al descenso del último crepúsculo.
Yuluka hermano Kogui,
mi voz antigua tiembla;
hermanos menores no escuchan...
____________
Yuluka, voz Kogui, que significa:
”ponte de acuerdo”
JOSE ATUESTA MINDIOLA (o
MENDIOLA). Mariangola (Valledupar-
Colombia), conocido también como “El
poeta de los árboles”. Licenciado en
Biología y Química por la Universidad
Distrital de Bogotá (1977) y Especialista
en la Enseñanza de las Ciencias
Naturales por la Universidad del Atlántico
(1998). Columnista de algunas revistas
regionales y del El diario El Pilón.
Ha publicado seis libros de poesías, dos
de décimas y uno de historia local,
Sabanas de Mariangola, premiado en el II
Concurso de Historia Regional y Local del
Cesar, convocado por la Universidad del
Cesar (2007).
Ganador del Primer Concurso de poesía
del departamento del Cesar (1986). Uno
de los ganadores del Concurso Nacional
“Que descanse en paz la guerra”,
convocado por la Casa de Poesía Silva,
Bogotá (2003). En el 2009 participó en
representación de Colombia como
ponente en el XVII Coloquio
Iberoamericano de la Décima y el Verso
Improvisado, en Las Tunas (Cuba).
Sus poemas han sido incluidos en varias
revistas, entre ellas: El Túnel (Montería,
2003), La Luna Nueva (Tuluá, Colombia,
2005), Revista Prisma, Bogotá, 1996
(Separata--poetas de Colombia y otros
países), Revista del Festival Vallenato
(2003). En las Antologías, La Poética
cesarense (Valledupar, 1994), Poemas
al padre en la poesía colombiana
(Editorial Panamericana, 1997), Voces de
fin de siglo de la poesía colombiana
(Epsilón Editores, 1999).