Post on 13-Apr-2017
Álvaro Vargas LLosa
(Conferencia, ExpoNegocios—9/10/2013)
Mi primer deber en tierra paraguaya es expresar mi indignación
por el injusto trato del que fue víctima este país a lo largo del último año
por obra de un pequeño grupo de líderes antidemocráticos y
premodernos que lograron imponer al conjunto de gobiernos
sudamericanos, muchos de ellos sumamente respetables, su visión
interesada sobre lo que aquí sucedía. Todo ello, por cierto, nos trajo a
algunos el recuerdo infausto de otras alianzas antiparaguayas del
pasado. Celebro que Paraguay haya podido sobrevivir a esa adversidad
razonablemente bien y que hoy, reincorporado a la comunidad
sudamericana, emprenda una nueva etapa con ilusión y la
determinación de poner al país en la vía del desarrollo de una vez por
todas.
En esta etapa nueva, Paraguay vive, acaso más que ningún otro
país, un desgarramiento ideológico que es al mismo tiempo en parte
cultural. Por un lado, su pasado autoritario, su debilidad institucional y
su relación umbilical con el Mercosur lo empujan en una dirección
alejada del éxito. Por el otro, un sector amplio de su clase dirigente y de
su sociedad ha asumido la cultura democrática, entiende la necesidad de
institucionalizar el país y ve al Mercosur como una camisa de fuerza que
traba su respiración natural y limita las posibilidades de dar el gran
salto hacia adelante. De una parte, lo limitan su vecindario inmediato y
algunos socios pendencieros y retrógrados; de otra parte, lo tienta esa
América Latina que cabalga hacia del desarrollo y a la cual muchos
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paraguayos quieren sumarse. El Paraguay que arrastra una mala fama
por su democracia turbulenta, su crecimiento irregular, hecho de
grandes brincos y paradas en seco, su contrabando, ese 35 por ciento
que vive en la pobreza, ese ingreso per cápita que es la mitad del de
Perú y esa mitad de jóvenes que no acaban la secundaria, es también el
Paraguay que ha resistido con éxito la penetración del chavismo, que
exporta más carne que Argentina, que hoy ofrece atractivas
posibilidades para invertir no sólo en agricultura y ganadería sino
también en energía, construcción y turismo, que tiene este año la tasa de
crecimiento líder de América y que se pregunta, con una imaginación
ansiosa, qué hay que hacer para estar entre los mejores.
Quizá no sea ocioso, por tanto, echar un vistazo a vuelo de cóndor
sobre lo que está pasando en América Latina y el resto del mundo.
Empecemos por lo obvio. El detonante de la crisis mundial que
dura ya cinco años fue el reventar de una burbuja crediticia en los
Estados Unidos. ¿A qué se debió? ¿Al mercado y el capitalismo, como
creen tantos? No: se debió, sobre todo, a que en algún punto del camino
se rompió la transmisión generacional de los valores y principios, y por
tanto las prácticas, que hicieron de ese gran país lo que es. Ideas a un
tiempo simples y prodigiosas como que el dinamo de la riqueza es el
trabajo, el ahorro, la inversión y la responsabilidad individual se fueron
diluyendo en la conciencia de los ciudadanos: las reemplazaron otras,
que desembocaron en la apoteosis de los llamados “derechos”
colectivos, el endeudamiento y el consumo fácil. Así, Estados Unidos
pasó de ser el primer acreedor del mundo a convertirse en el país más
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endeudado de la historia de la humanidad. La deuda total de sus
hogares, sus empresas y su gobierno equivale –millones más, millones
menos— al producto bruto interno de todo el planeta Tierra, algo más
de 65 billones de dólares (trillones en inglés).
Al momento de estallar la burbuja, el ahorro de las familias
representaba casi el 0 por ciento de sus ingresos después de haber
ascendido en promedio a 7 por ciento en los años 60´, 70´ y 80´,
mientras que el gobierno, que ya llevaba la mayor parte de las últimas
tres décadas en rojo, soportaba un déficit de 700 mil millones de
dólares. Lo que estas estadísticas reflejaban era una mentalidad: ella
tenía que ver con la explosión de “derechos sociales” financiados por el
gobierno en las décadas precedentes por dos vías: el gasto público y la
creación artificial de moneda (con su correlato, la reducción artificial de
las tasas de interés). Entre 2000 y 2008, la oferta monetaria creció a un
ritmo 50 por ciento superior al del crecimiento de la economía,
volcando sobre la gente torrenciales cantidades de dinero barato que
cosquillearon sin cesar los apetitos consumistas de los ciudadanos, de
por sí excesivos desde hacía muchos años. El gobierno, pues,
incentivaba el consumo fácil a costa del ahorro y la inversión.
Los arrebatos especuladores que han dado en estos años un mal
nombre al capitalismo se dieron en un contexto gubernamental que los
fomentó: el de la bajada de la tasa de interés interbancaria o Federal
Funds Rate de 6.5 a 1 por ciento entre 2001 y 2003, combinada con un
conjunto de garantías y castigos diseñados para forzar al sistema a
otorgar créditos, especialmente inmobiliarios, a todo Cristo porque todo
Cristo tenía “derecho” a una vivienda y a todo lo demás aunque no lo
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pudiera pagar. Es muy fácil entender que se dieran esos arrebatos
especuladores cuando las garantías del Estado para financiar directa o
indirectamente los “derechos sociales” de todos habían hecho olvidar
que en una economía abierta y competitiva tan importante como la
posibilidad de prosperar es el riesgo de quebrar, y que sólo se puede
comprar aquello que se puede pagar.
Especuladores y malos capitalistas los ha habido y habrá siempre.
Pero no nos engañemos: lo que produjo la crisis no fueron ellos, sino
esenciamente el Estado inmoderado, la ausencia de ahorro y el exceso
de gasto y consumo, bajo el poderoso incentivo de una mentalidad que
se había acostumbrado a poner la carreta por delante de los bueyes, es
decir a exigir sus “derechos” sin hacer sus deberes. O sea: el populismo.
Si miramos a Europa, veremos que lo sucedido allí no es tan
distinto, sólo que es bastante peor en lo fundamental, y también
contiene lecciones para Paraguay. Desde hace ya un largo tiempo, buena
parte de Europa vive de su gloria pasada, fagocitando el capital
acumulado anteriormente: en algún momento se perdió la conexión
entre el trabajo, el ahorro y la inversión en activos reales, y por tanto la
idea de que el motor de una sociedad exitosa es el esfuerzo propio en
constante renovación. Aunque el estallido de la burbuja fue allí también
un detonante, la carga explosiva venía de muy atrás. Gran parte del
problema era una idea tan hermosa como inviable en sus términos
actuales: el Estado del Bienestar. La tragedia europea hoy no es tanto la
de la burbuja que hizo ¡pum! y que fue más un síntoma que una causa,
sino la del Estado del Bienestar, un modelo en el que el poder político
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asumía la responsabilidad principal de la satisfacción de las
expectativas materiales de la gente, otorgando a los ciudadanos una
calidad de vida cada vez mayor mientras trabajaban y producían cada
vez menos, confiados en que la diferencia la ponía, precisamente, el
Estado.
Todo esto se resumía en un gasto y endeudamiento públicos
abundantes, impuestos abrumadores y un conjunto de instituciones
disuasorias y rígidas que entorpecían la respiración libre de la
economía. El Estado del Bienestar europeo consume casi la mitad de la
riqueza.
En la última década, un elemento extraño exacerbó el problema: el
euro. Consistió en que ciertos países del sur y del Mediterráneo (y
alguno situado más arriba) se endeudaron a costa de los países del
norte, que a su vez estaban encantados de prestarles dinero porque les
vendían a ellos mismos sus productos. El norte subvencionó al sur con
crédito barato gracias a las tasas de interés del euro. Así, unos
trabajaban y producían como griegos, portugueses, españoles, italianos
o irlandeses, pero tenían el nivel de vida de los alemanes, holandeses o
finlandeses. En la era del euro los populistas no podían devaluar la
moneda porque no la controlaban; por tanto, mantuvieron la ficción
durante más tiempo, hasta que la realidad dijo ¡basta! hace cuatro o
cinco años.
Cuando observamos a América Latina, al entorno de Paraguay,
extraemos lecciones que en esencia no son muy distintas. Los que mejor
van son aquellos que llevaron a cabo algunas reformas en las últimas
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décadas que podríamos llamar más bien liberales y que enderezaron el
torcido legado histórico. En cambio, aquellos que peor van son los
revolucionarios y populistas que, creyendo marchar a contracorriente
de la herencia recibida, la han agravado y llevado a nuevos extremos.
Los países gobernados por la centro derecha y centro izquierda
liberales han arribado, a veces a regañadientes y otras sin admitirlo, a
un consenso político y económico. Gracias a él, casi cincuenta millones
de personas salieron de la pobreza en la última década y pico, y este
año, en pleno estancamiento mundial, le dan a América Latina un
crecimiento promedio de entre 2.5 y 3 por ciento. La sintonía entre
ellos, a pesar de que unos se dicen de izquierda y otros no, es tanta que
no sólo comparten una fe en la democracia y la globalización sino que
incluso abrazan los mismos programas sociales, como por ejemplo
aquel que nació en México bajo el nombre de Oportunidades,
consistente en otorgar ayuda condicionada.
Al otro lado, en cambio, los países de la alianza ALBA comparten
su enemistad con la democracia y la globalización, y tienen en común
cuatro características tremebundas: la revolución como coartada para
debilitar o derribar a las instituciones republicanas de control del
poder; la renta energética, es decir un sistema que en lugar de aumentar
la producción de las riquezas del subsuelo y emplearla como base para
otras industrias, la descapitaliza y la malgasta en la construcción de
vastas clientelas de votantes dependientes; la compra de influencias
externas, con el claro objetivo de extender el modelo a los muchos
países que han optado por la vía razonable; y, por último, de un tiempo a
esta parte, el intento por hacer de China un salvavidas internacional que
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les resuelva los problemas de financiamiento, descapitalización y
aislamiento que padecen (sólo que China no regala nada, así que se
pueden quedar con los crespos hechos).
Entre el primer grupo, el de los liberales, hay tres países a los que
creo que los chilenos que dudan de su propio éxito deben prestar hoy
mucha atención: Perú, Colombia y México, es decir aquellos que junto
con Chile, precisamente, forman la Alianza del Pacífico, a mi modo de
ver el grupo más interesante y promisorio de cuantos hay en la región.
El Perú, como saben, acabó con la inflación al disciplinar su
política monetaria (hoy es la más baja de América), corrigió sus déficit
fiscales crónicos adecuando el gasto a los ingresos, privatizó empresas,
liberalizó el comercio y mejoró el clima de negocios en el país. Aunque
falta mucho por hacer –yo diría que estamos sólo a mitad de camino—,
el resultado ha sido asombroso: el producto bruto interno –tomando en
cuenta lo que se puede comprar con esos dólares o su equivalente—
casi se triplicó en dos décadas. El motor de esto ha sido la empresa
privada: en los años 60´, la inversión privada representaba el 14 por
ciento de PBI del Perú; hoy representa el 20 por ciento. La pobreza se ha
reducido de 51 por ciento, que era la cifra oficial en 2001, a 28 por
ciento. Aunque los programas sociales han ayudado, desde luego, dos
terceras partes de este fenómeno vertiginoso se deben al crecimiento
económico, que ha sido impulsado por las empresas privadas. El gran
protagonista social de este fenómeno es la clase media, que hoy abarca a
poco menos del 60 por ciento del país, especialmente lo que se llama la
clase media emergente, esa que la estadística necesariamente simplista
coloca por lo general en el sector “C”, que en ocho años ha crecido en
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más de dos millones y medio de personas y dotado de un nuevo orgullo
a los migrantes de la sierra que antes eran despreciados por el país
oficial.
Lo ocurrido en Colombia, mientras tanto, también es notable,
considerando que allí se libraba, al momento de producirse las
reformas, una guerra entre poderosas organizaciones narcoterroristas
que llegaron a controlar la mitad del país y tenían la ayuda de países
vecinos, y un Estado y una sociedad civil desmoralizados. Gracias a la
política de seguridad democrática, la apertura comercial, la
desburocratización reglamentaria y la reducción de impuestos, se
duplicó la inversión extranjera, se triplicaron las exportaciones y la
economía alcanzó tasas anuales de crecimiento de 7 por ciento. Otra
vez, lo que fecundó a la economía fue la inversión privada, gracias a la
cual la tasa de inversión pasó de representar el 13 por ciento del PBI a
representar el 28 por ciento. Gracias a ello y a pesar de que queda
muchísimo trecho por recorrer y hay reformas pendientes, en términos
absolutos el per cápita colombiano casi duplica al ecuatoriano. Lástima
que todavía se cobren allí tantos impuestos, lo que a su vez mantiene
una zona informal desproporcionadamente grande. Los impuestos de
las empresas equivalen a 74 por ciento de los beneficios o utilidades de
los negocios.
Por último, está México, la mayor economía de la América Latina
hispanoparlante (su tamaño equivale más o menos a la mitad de la de
Brasil). Fue, después de Chile, el primer país latinoamericano que hizo
las reformas de transferencia de responsabilidades del Estado a los
particulares y llevó a cabo la inserción en el mundo, imbricando su
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suerte con la de Estados Unidos, para lo cual hubo de superar viejos
rencores históricos. Luego se estancó y, una vez que el país transitó a la
democracia, la política obstruccionista del PRI hizo imposible seguir
avanzando. El nuevo gobierno de PRI, sin embargo, ha anunciado ya
muchas reformas que podrían darle a ese país el impulso definitivo.
Faltan reformas en campos como la energía y la electricidad, la
legislación laboral y el sistema tributario, y subsisten varios mercados
con barreras de entrada y privilegios, pero lo logrado ha sido suficiente
para que México esté hoy en condiciones de desafiar las difíciles
condiciones internacionales con una tasa de crecimiento que, si
exceptuamos este año atípico, bordea el 4 por ciento sostenido, flujos de
inversión extranjera anual de 20 mil millones de dólares y una inversión
entusiasta que aumenta en casi 7 por ciento al año. Pero tal vez lo más
importante es que está ahora en posición de aprovechar con gran éxito
los movimientos tectónicos que se están produciento en la economía
mundial.
A medida que China va pasando gradualmente de ser la usina y el
proveedor del mundo para concentrarse en su mercado interno y a
medida que maduran sus condiciones de modo que sus salarios van
subiendo y los costos de hacer negocios allí aumentando, ese país va
perdiendo atractivo como gran centro manufacturero. Lo mismo pasó
con Japón y Corea del Norte en su día, una vez que superaron su etapa
de desarrollo capitalista inicial. Por ello, cientos de empresas van
emigrando ahora de regreso a México, donde encuentran un ambiente
propicio para surtir desde allí al mercado estadounidense y a muchos
otros mercados del mundo. Así, hoy México fabrica o ensambla todo:
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chips, computadoras, equipos para radiotransmisores, refrigeradores y
mucho más. México es de lejos el centro manufacturero más grande de
América Latina y va pasando a jugar un rol central en la cadena de valor
de las industrias globales. Si ahora el PRI hace reformas como la
desestatización del petróleo y la electricidad, la flexibilización laboral y
la simplificación tributaria, no me cabe duda de que esta será la década
de México, como la anterior fue de Brasil.
Lo que todo esto nos confirma es que la América Latina que mejor
va es la que acompaña a Chile, el líder de América en el avance hacia la
prosperidad con un ingreso per cápita de casi 20 mil dólares (teniendo
en cuenta la paridad del poder de compra), en el trayecto que mantiene
desde hace buen tiempo y no debe abandonar con el nuevo gobierno
que surja de los comicios de noviembre. Veamos ahora qué pasa con los
que han emprendido la vía contraria.
Durante unos años, al populismo de Venezuela, Ecuador, Bolivia,
estrechos aliados políticos, y Argentina, un amigo muy cercano aunque
lo bastante orgulloso como para no formar parte integral del club,
pareció sonreírle la suerte. La razón fue la bonanza de los
“commodities” y el uso de los ingresos extraordinarios gatillados por
esa bonanza para aumentar la calidad de vida de una amplia clientela
social y política en el corto plazo.
Venezuela vio el precio del petróleo subir de $8 dólares el barril,
cuando Hugo Chávez fue electo por primera vez, a los tres dígitos y
determinó que uno de cada cuatro dólares de las ventas del gigante
petrolero PDVSA fuese utilizado, junto con otros ingresos, para hacer
populismo. Bolivia, a su turno, gracias sobre todo al gas, que sólo
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requería abrir válvulas sin gran esfuerzo, vio su recaudación fiscal
triplicarse en siete años. Al igual que Venezuela, Bolivia puso parte de
esa bonanza al servicio del populismo. No extraña, pues, que en los años
inmediatamente anteriores al fin de la burbuja mundial, en esos países –
lo que algunos hemos llamado en el pasado la izquierda carnívora— se
registrara una caída de la pobreza de 12 por ciento mientras que los de
la izquierda vegetariana o responsable sólo vieron la suya caer un 7 por
ciento. Por si fuera poco, algunos países populistas, como Argentina, han
registrado en estos años tasas de crecimiento económico de 8 por ciento
al año en promedio y otros, como Bolivia o Ecuador, de entre 4 y 4.5 por
ciento al año. Gracias en buena parte al efecto chino en el mercado de
los “commodities”, fueran estos hidrocarburos, minerales, granos u
oleaginosas, el populismo latinoamericano ha vivido, pues, en años
recientes una época de oro.
El espejismo, por supuesto, se tenía que terminar. La subida
meteórica del gasto, el aumento artificial de la demanda, las
expropiaciones y el ambiente agresivo contra el capital, la zozobra
jurídica permanente y la retórica antiempresarial incendiaria, todo ello
en el contexto de una fuerte ofensiva contra la democracia, sólo podían
conducir a estos países a los resultados que hoy vemos en distinto grado
según el caso: inflación, desquiciamiento de las finanzas del Estado,
descapitalización de la economía y su correlato, tasas de crecimiento
muy pobres comparadas con las economías que van bien, y mucha
corrupción. El déficit fiscal en Venezuela asciende a 15 por ciento del
producto bruto interno. Algunos de los países gobernados por el
populismo intentan, otra vez, que China los salve, pero de modo distinto.
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Pekín ha otorgado créditos o líneas de crédito hasta por 175 mil
millones de dólares en tiempos recientes y, en el caso de las compras de
petróleo, paga por adelantado. Pero la realidad está mostrando sus feas
orejas por todas partes.
El modelo de rent nationalism o nacionalismo de los recursos ha
fracasado. Venezuela ha pasado de producir 3.5 millones de barriles de
petróleo diarios a 2.6 millones y ha desperdiciado el casi billón y medio
de dólares de ingresos fiscales que generó el petróleo en todo este
tiempo. Ecuador, por su parte, produce 40 mil barriles menos por día,
mientras que Bolivia ha visto evaporarse a la mitad de sus reservas de
gas natural, equivalentes a 4 por ciento de su producto bruto interno,
desde la nacionalización a medias. A pesar de que los precios siguen
siendo altos en comparación con otros períodos, los ingresos fiscales de
estos países hace rato que no alcanzan para financiar su populismo. En
Ecuador, donde la dependencia con respecto al petróleo y en menor
medida el banano es total, lo que en 2006 era un superávit cómodo se
ha vuelto un déficit de 7 por ciento del PBI a pesar de que en ese mismo
periodo los ingresos procedentes del crudo aumentaron 66 por ciento.
La inversión privada se ha ido a pique en estos países y con ella la
tasa de inversión general. En Bolivia, la princial fuente de inversión es
hoy el Estado con mucha diferencia: supera largamente a la inversión
privada nacional, que no llega al 5 por ciento del PBI, y a la extranjera.
En Ecuador, el valor de la inversión extranjera acumulada se ha
reducido un 40 por ciento bajo el gobierno actual. El resultado de todo
esto es el sufrimiento de los proletarios, a quienes en principio el
socalismo del Siglo XXI iba a redimir de su condición, y el
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engrandecimiento de grupos de poder cercanos a los gobiernos: lo que
en Venezuela se llama la “boliburguesía”. La mayor ironía del populismo
venezolano es que desde que llegó Chávez al poder la Bolsa ha subido
800 por ciento mientras que el salario real de los trabajadores ha caído
40 por ciento. Según datos del FMI, el per cápita venezolano en términos
de paridad de poder de compra es el que menos creció en toda la región
en los últimos cinco años, proceso que con el gobierno ilegítimo actual
se acentuará.
Pero el declive tal vez más conmovedor es el de la enlutada
Argentina. Su modelo se basa, igual que en tiempos de Perón, en obligar
al campo a subvencionar a la ciudad, exprimiendo con impuestos a la
vaca lechera de la agricultura y derramando sobre los votantes,
especialmente los de la provincia de Buenos Aires, que representa el 40
por ciento de todos los sufragios del país, una deliciosa ducha de
subvenciones. Al mismo tiempo, y siempre en beneficio de ese voto
cautivo, se controla los precios de los servicios y de algunos bienes.
Todo ello, acompañado de eventuales nacionalizaciones y la creación de
un clima irrespirable para obligar a ciertas compañías a venderle sus
activos al gobierno, y una retórica durísima contra los empresarios
extranjeros y aquellos empresarios nacionales que no forman parte del
círculo, siempre cambiante, de los elegidos. No extraña que el gasto
público, que hace cinco años representaba el 35 por ciento del PBI,
ahora represente el 46 por ciento, y que para financiar lo que ya no
tenían cómo financiar el gobierno tuviera que capturar las pensiones,
donde estaba concentrado el ahorro nacional, y las reservas, que son
como las joyas de la familia, y subiera todavía más los impuestos a los
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empresarios del campo, esos héroes civiles de Argentina que a pesar de
tanta adversidad siguen siendo tan visionarios, tecnificados y globales
como siempre. La mitad del déficit de este año, superior, según el FMI, al
que la estadística oficial admite, el gobierno lo está financiando con las
reservas y las pensiones del pueblo argentino.
Las consecuencias de estas políticas las vemos ahora con claridad:
la economía argentina crecerá apenas un 2 por ciento este año, según el
JP Morgan, aunque, como saben las estadísticas ficticias de Argentina,
que le han valido una censura del FMI, tartan de inflar la cifra. Para
tratar de contrarrestar la fuga de capitales y la disminución acelerada de
las reservas, se han establecido controles que no se veían en América
Latina desde Velasco Alvarado en el Perú y Salvador Allende en Chile. En
el aeropuerto de Ezeiza los perros ya no apuntan el olfato contra la
droga sino contra los dólares, y si un industrial necesita importar
insumos está obligado a exportar algo para compensar la salida de
divisas, de tal modo que el fabricante de autos Porsche se ha visto
obligado a vender vinos y la BMW a vender arroz. Por supuesto, en este
ambiente era inevitable la captura de una fruta jugosa como YPF, la filial
de Repsol. Era la consecuencia del descalabro que el control de precios
había producido en la industria energética (y que de paso había
afectado, como sabemos, a los chilenos porque llevó a Buenos Aires a
incumplir sus compromisos con Santiago).
Argentina desperdició el billón de dólares que generó la bonanza
de los “commodities” para el fisco desde 2003.
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En este contexto, no debería ser difícil para una gran mayoría de
paraguayos entender el tremendo contraste entre esta realidad y la de
un país como Chile, al que la combinación de democracia política,
apertura económica y competitividad le ha permitido colocarse a la
cabeza de América en términos de ingreso per cápita, haber seguido
siendo en la última media década uno de los cuatro países en los que el
producto bruto interno por habitante ha crecido más y haber llegado a
la situación envidiable de poder debatir intensamente si el índice de
pobreza se sitúa en el 14 o el 15 por ciento de la población. Es una base
potente para dar el salto al desarrollo, del que sólo separan a Chile unos
5 mil dólares per cápita, y empezar a satisfacer ese justificable deseo de
tener unos servicios cuya calidad esté a la altura de la economía y de
que cada ciudadano y ciudadana sienta sus beneficios personalmente.
Karl Popper decía que sólo hay una cosa que las sociedades abiertas
debían aprender de los rusos en la era soviética: que le decían a su
pueblo que vivía en la mejor sociedad conocida. Tal vez Chile, que muy
justamente se plantea cómo acelerar la mejora de su calidad de vida y
sus servicios, debería recordar que eso sólo será posible si no echa a
perder lo mucho que ha logrado gracias a que su modelo, hechas las
sumas y restas, es el mejor que conoce nuestra América.
Para decirlo en términos que a Paraguay le resultarán familiares:
el año pasado los países de la Alianza del Pacífico (México, Chile, Perú y
Colombia), que representan el modelo de democracia con economía de
mercado y globalización y que tienen acuerdos comerciales con un
centenar de naciones, crecieron en promedio el doble que los países del
Mercosur, ese monumento al proteccionismo, el dirigismo y el
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intervencionismo estatal. Este año, si exceptuamos a Paraguay, que
galopa muy por delante de sus vecinos, la Alianza del Pacífico volverá a
doblar el ritmo de crecimiento de los países del Mercosur.
Algo que ha faltado en los últimos es una mayor coordinación y
hasta integración entre los países que comparten en América Latina una
visión y una trayectoria comunes. Nuestros organismos e iniciativas
regionales no sólo han hecho un pobre trabajo en este sentido sino que
en muchos casos han reflejado de una manera desproporcionada la
influencia de los países orientados hacia el populismo y el
autoritarismo, relegando la de los países más exitosos a una condición
de seguidismo en vez de liderazgo. En muchos temas –desde Honduras
hasta Las Malvinas o la crisis política del Paraguay el año pasado—, por
mencionar sólo a tres, la voz interesada de los países menos exitosos ha
sido la dominante, como lo fue en su momento la de quienes frustraron
los intentos por crear un Área de Libre Comercio de las Américas. En
temas relacionados con los nexos políticos y comerciales con el mundo,
las iniciativas de los países exitosos han sido con pocas excepciones
individuales y aisladas en lugar de regionales y conjuntas. Por eso no
han tenido la fuerza que deberían haber tenido.
Lamentablemente, Brasil, la potencia de Sudamérica, no ha
querido en los últimos años asumir un liderazgo regional que hiciera
eco de su propia modernización interna y ayudase a afianzar un
consenso regional sobre las bondades de la democracia, la economía de
mercado y la globalización. Brasilia ha preferido mantener una cierta
pasividad en esto, dejando que los países gobernados por la izquierda
menos moderna fueran los que llevaran la voz cantante o al menos
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cobraran el protagonismo. Ahora, el problema es más delicado porque
Brasil se ha desacelerado económicamente (creció 0.9% en 2012 y este
año lo hará un 2 por ciento con suerte) y por tanto ha perdido algo del
fulgor internacional que tenía, lo que entraña el riesgo de que se acentúe
la ausencia de liderazgo brasileño en la región. En gran parte la causa de
esta desaceleración es que Brasil se había dormido en lo laureles,
creyendo que su merecido status internacional equivalía
automáticamente a una condición socioeconómica de primer mundo. Lo
cierto es que Brasil está lejos del desarrollo y tanto su complicado
sistema federal como su sistema económico burocratizado y sofocante
le van a impedir seguir avanzando al ritmo en que lo había hecho en
años anteriores mientras no emprenda nuevas reformas profundas.
Esto tendrá implicaciones regionales en la medida en que afectará el
liderazgo regional de Brasil, que ya era débil. ¿Qué hacer?
Mi humilde sugerencia, a modo de conclusión, es que países como
Chile, Colombia, Perú y México (a pesar de que México tiene una
comprensible orientación hacia el norte) intenten perfilar, por supuesto
sin desatar conflictos ideológicos ni ahondar la división que ya existe en
América Latina entre dos formas de entender el desarrollo y la relación
con el mundo, una mucho mayor integración y acción común, atrayendo
hxia su modelo y su ámbito a otros países que cumplan con las reglas
básicas. El marco podría ser, idealmente, la Alianza del Pacífico, cuyas
cuatro economías juntas se comparan con Brasil, u otro espacio con
características similares. Lo importante es que sólo si se afianza ese eje
de países-locomotora será posible orientar a todo el continente en la
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buena dirección y asegurarnos de que las fuerzas que actúan en contra
de la modernización de nuestros pueblos no logren frustrar en última
instancia la posibilidad de que los ciudadanos disfruten de la calidad de
vida que reclaman con impaciencia. Hay crecientes indicios de que estos
países son conscientes de las posibilidades que se les abren si se
empiezan a integrar más. Uno de ellos es, por ejemplo, la noticia de que
se ha empezado el proceso de incorporación de México al MILA, la
plataforma bursátil conjunta de Chile, Perú y Colombia. Pero no bastan
iniciativas de esta índole. Hace falta que este esfuerzo conjunto adquiera
una voz política en el sentido más noble de la palabra.
También creo que un mucho mayor acercamiento entre Chile,
Perú, Colombia y México, y una mayor capacidad de parte de ellos de
atraer a otros países con vocción parecida, sería la mejor manera de
proyectar ante el mundo una imagen de madurez y responsabilidad
acorde con el rol que merecemos jugar más temprano que tarde entre
los grandes. Si los países que hacen bien las cosas actúan por la libre y
casi como pidiendo perdón en política exterior, será imposible evitar
que quienes las hacen mal tengan esa desproporcionada proyección de
la que todavía gozan a pesar de sus reveses internos. Actuar en ese
sentido no es, por supuesto, menospreciar a organismos e iniciativas
como el CELAC, UNASUR, la CAN o el Mercosur, sino impedir que las
deblidades intrínsecas de estos esfuerzos se conviertan en un obstáculo
para que los países más exitosos le marquen la pauta al continente con
su ejemplo. Hasta ahora los organismos de integración han sido mucho
más eficientes constriñiendo a los mejores que mejorando a los peores.
La forma de resolver eso, creo, es que cuando surge algo distinto y más
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promisorio, como la Alianza del Pacífico, apretemos el acelerador a
fondo.
Ya no se trata sólo de dar a los mejores el lugar que les
corresponde y asociar la imagen exterior de América Latina a ellos. Se
trata también de que ese eje de países exitosos como Chile, Perú,
Colombia y México y quienes se vayan sumando (admito que la palabra
eje es antipática porque parece excluyente pero la empleo para que
quede claro a qué me refiero) se vuelva determinante para toda la
región.
Si yo fuera paraguayo, tendría entre mis objetivos no sólo asumir
lo mejor del modelo de ese conjunto de países sino también insertarme
en ese grupo. Porque allí, y no en el Mercosur, al menos no por un buen
tiempo, es donde está la gran promesa latinomericana. Comprendo que
la dependencia comercial con respecto al Mercosur y el fuerte vínculo
con el capital brasileño pueden dar hoy la impresión de que esto es
imposible o riesgoso. Pero estoy convencido de que, con imaginación y
tacto, será posible para Paraguay arrimarse cada vez más a los mejores
para no arriesgarse a que vuelva a suceder lo que ocurrió el año pasado
y, sobre todo, para enrumbarse de una vez hacia donde algunos de sus
vecinos no tienen la menor intención de avanzar. Después de todo, si
Brasil, harto de que el Mercosur lleve diez años procrastinando la
negociación comercial con la Unión Europea, ha decidido negociar en la
práctica por su cuenta, ¿por qué no podría Paraguay empezar a tomar
decisiones que le permitan aprovechar mejor las posibilidades del
mundo y del entorno latinoamericano?
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En todas las zonas del planeta, cuando los mejores actuaron en
conjunto obligaron a los peores a seguir su ejemplo por la pura inercia
de las cosas. Ocurrió en Europa (me refiero al proceso de la posguerra,
no a la crisis reciente) y sucedió en el Asia. Urge algo semejante en
América Latina, en especial teniendo en cuenta que va a tardar un
tiempo que Brasil asuma el liderazgo regional en todo el sentido que
tiene el término y esté en condiciones socioeconómicas de sostenerlo.
Brasil no es para América Latina lo que Alemania es para Europa
todavía. Por eso corresponde quizá a otros más pequeños tirar para
adelante de forma conjunta hasta que Brasil pase a ocupar el lugar de
vanguardia que le corresponde pero que parece renuente por ahora a
asumir. De lo contrario, seguirá habiendo una brecha absurda entre lo
bien que algunos países están haciendo las cosas y la conducta poco
seria y contradictoria que de tanto en tanto, liderados por la gente
equivocada, exhibimos como conjunto en política exterior.
En este gran esfuerzo de alcance regional me gustaría que
Paraguay empiece a hacerse notar por las buenas razones.
Muchas gracias.
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