Post on 11-Jan-2016
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Llegaba cansado y fastidiado del trabajo a la colonia donde vivía, y al elegir cuál de
los dos caminos que me llevan a casa tomaría, decidí irme por el de arriba.
En una de las casas que hay en ese camino, habían llegado unos nuevos
inquilinos, habían quitado ya la manta que decía “Se renta” y que llevaba como dos
semanas puesta.
Vi a una mujer que bajaba sus cosas y decidí ayudarle.
— Hola, ¿quieres que te ayude?
— Ay gracias— Contestó ella con la mirada baja y voz muy ‘quedita’.
Cargué tres de sus cajas y me guió adentro de la casa, ella tropezó y tiró la caja
que llevaba, era la de sus platos. Una persona iba bajando las escaleras cuando
presenció esto, se abalanzó sobre ella y la empezó a golpear fuertemente además de
insultarla. Yo dejé inmediatamente las cajas en el suelo y corrí en ayuda de la mujer,
pero aquel hombre se dio cuenta y de una patada me arrojó hasta su cocina; apenas
iba a ponerme de pie cuando ya estaba sobre de mí. Yo soy alto y no estoy flácido,
pero ese señor me superaba en estatura, peso y fuerza, considerablemente. Alcancé
a esquivar dos o tres golpes, menos el que hizo desmayarme.
Al despertar sentí un dolor tremendo en la cabeza, tenía un ojo cerrado y sentía la
boca hinchada. Ella estaba a mi lado, con un trapo húmedo sobre mi frente. A mi otro
lado, bocabajo, el señor que nos había atacado, tenía un cuchillo clavado en la nuca.
La mujer lloraba y temblaba fuertemente.
Mientras me recuperaba, empezó a contarme que acababan de cambiarse, él era
su padre y la maltrataba desde que era niña. Su madre había fallecido hace muchos
años, ni siquiera la conoció. Se habían cambiado con un tío suyo que en esos
momentos estaba en el trabajo; me platicó que este tío solía abusar de ella, incluso su
padre recibía dinero de él para ‘usarla’. En esos momentos se escuchó que llegaba un
carro, abrieron la puerta y ella se levantó rápidamente y gritando:
— ¡Tío, tío! ¡maté a papá, tío! ¡lo maté!
Su tío, prácticamente de la misma complexión que su hermano, frunció el ceño al
ver la escena y de un puñetazo mandó volar a su sobrina. “¡Por qué hiciste eso,
estúpida!”, le gritaba mientras la golpeaba; ella ni siquiera gritaba, se cubría la cara
solamente. Un torrente de adrenalina me hizo olvidar las heridas y levantarme en su
ayuda; tomé el cuchillo de la nuca de su padre y apuñalé al tío no sé cuantas veces,
gritó como cerdo.
La colonia era nueva, no estaban habitadas más que unas diez o doce casas, y a la
que habían llegado, le caracterizaba el estar completamente aislada, sin vecinos.
Además, cuando ocurrió todo eso, el volumen de su aparato de sonido estaba muy
alto, por lo que cualquier grito sospechoso y todo el ajetreo que se suscitó, fueron
ahogados con facilidad.
Estábamos en shock, pálidos, apagamos la música y pudimos oír el golpeteo de
nuestros corazones contra el pecho, queriendo escapar. Nos quedamos viéndonos no
sé cuánto tiempo, sin decir una palabra.
Nos dio la madrugada y fui yo quien hizo el primer movimiento: me levanté, fui
hasta ella y la abracé, comenzó a llorar fuertemente. “Los odiaba, los odiaba tanto”,
decía con un coraje que jamás había escuchado. “Ya pasó”, le dije con voz baja, a su
oído, y le di un beso en la frente.
Durante la mañana nos dedicamos a limpiar la escena del crimen, pensamos en
cómo deshacernos de los cuerpos.
— Vamos a viajar por el país-me dijo, con una sonrisa a la que no pude negarme.
Quería un cambio en mi vida y esta era la oportunidad perfecta.
— Pero ¿y los cuerpos?
— Fácil, los despedazamos y vamos dejándolos en un Estado diferente-lo decía con
una frialdad increíble, como si se tratase de un problema insignificante.
— No sé ni cómo te llamas.
— ¿E importa eso?
— No sé.
— ¡Qué va a importar! Vámonos, viajemos. Tengo tantísimas ganas de conocer otros
lugares.
— Y yo estoy harto de mi vida.
— ¿Ya ves? Vámonos.
Cada uno tomó las cosas que necesitaría, sacamos todo el dinero que pudimos;
ella tenía muchísimo en su cuenta, ahí depositaban lo que ganaban su padre y tío en
negocios ‘chuecos’. Teníamos para recorrer el país seis veces seguidas.
Nuestro viaje empezó y en el primer Estado enterramos un par piernas, viajábamos
por carreteras ‘libres’, para no toparnos con la policía. Buscábamos un lugar lejos de
comunidades o pueblos y ahí enterrábamos alguna parte de los cuerpos. En ese
primer viaje me contó de sus anhelos surgidos de tanto libro que leía, me dijo que
jamás había tenido novio, que perdió la virginidad con su tío a los 17 años y que le
hubiese encantado estudiar Lenguas y Letras.
Recorrimos cerca de diez estados, vimos paisajes de lo más variado. Sin duda,
nuestro favorito fue el de la Sierra; recordamos sus caminos sinuosos, ese olor a
fresco, a humedad, el siempre verde hacia donde sea que volteásemos la mirada. Por
el contrario, el paisaje que más odiamos fue el Semidesierto, nada, todo seco y gris.
En esos rumbos fue donde enterramos la mayoría de los miembros.
Nos fuimos conociendo más y más, yo le platiqué de lo patética que era mi vida y lo
harto que me tenía, casi al borde del suicidio me encontraba. El viaje había sido la
salida perfecta de aquella monotonía asquerosa. Cuando dormíamos en los hoteles,
no le importaba que viera su cuerpo desnudo; dormía abrazándome, con una paz en
su tez que me contagiaba, hacía olvidarme de todo, me quedaba viéndola por horas
hasta que me vencían los párpados.
Fuimos a playas, bosques, precipicios, ciudades capital, balnearios, museos,
castillos, zoológicos, ranchos, Pueblos Mágicos, incluso dos o tres conciertos, obras
de teatro, a un aburridísimo partido de fútbol, y a cualquier lugar que se nos antojase.
Al enterrar las últimas partes de los cuerpos, nos preguntamos qué seguiría.
—Me gustaría vivir contigo, empezar una nueva etapa, pero a tu lado— me dijo, seria,
mirándome sin pestañear.
—No preguntaré si estás segura, tu mirada lo dice. Más bien, diré que te lo agradezco
inmensamente, no te prometo que funcionará, no te juro que te amaré por siempre; es
más, quizá terminemos matándonos. Pero, a pesar de ello, me gustaría muchísimo
que tú fueses la que acabe con mi vida.
Elegimos un Estado al azar para establecernos, calló uno del Bajío. Llegamos a
una colonia horrible, las casas eran una porquería y carísimas; pudimos dar el
enganche para una y nos pusimos a conseguir trabajo. Ella encontró algo de
secretaria y yo un puesto como personal de mantenimiento en una empresa del ramo
automotriz; ganábamos bien a pesar de todo. Nos veíamos hasta en la tarde y
salíamos a pasear, platicábamos bastante; entre pláticas, nos besábamos olvidando
todo, sólo al término de un beso regresábamos de donde quiera que éste nos llevase.
Jamás peleamos, sólo llegamos a mostrar coraje ocasionado por nuestros
respectivos trabajos, además de lo harto que ya nos tenían los vecinos y sus fiestas
maratónicas. “¡Ni en Sodoma y Gomorra!”, solía decir ella.
Pasamos aguantando así varios años. Un día ella llegó con la cara pálida, muy
asustada. “¿Qué tienes?” —le pregunté, “Acabo de matar a mi jefe”— me respondió,
llorando sobre mi hombro. Me contó que ya se había hartado de ser acosada por él,
que tomó un bolígrafo y se lo enterró en la garganta, y que al verlo aún con vida le
destruyó una botella de tequila que había en la oficina, desmayándolo; pero que tenía
miedo de que siguiese vivo, por lo que le abrió la garganta. Me dijo que había subido
el cadáver en la cajuela del carro que le pude comprar. Mostré serenidad, completa
condescendencia por lo realizado; la llevé al patio trasero, le mostré un área en el piso
que se veía diferente de lo demás. “Hace dos semanas maté a mi patrón y lo enterré
aquí” —dije señalando la susodicha área. De nuevo, como aquella vez con su padre y
su tío, nos quedamos horas viéndonos, sin decir algo. Los vecinos empezaron de
nuevo con su fiesta: música a todo volumen, gritadera de mujeres y hombres, dizque
cantando. Y otra vez, nos dio la mañana, ella me dijo “ahorita vengo”, no pregunté a
dónde iría. Cuando se fue, salté por el patio trasero a la casa de los vecinos, me había
armado con un cuchillo; encontré al dueño tirado y lo empecé a apuñalar, no hizo
ruido alguno, no sé si ya habría estado muerto por una indigestión alcohólica. Entré a
la casa y la vi a ella degollando a uno de los inquilinos; nos miramos, sonreímos, nos
besamos, y fuimos en búsqueda de más gente. Encontramos a tres más, uno tirado
en la bañera, bautizado con su propio vómito; los otros dos (una mujer y un hombre)
estaban acostados en una cama, desnudos. A todos los matamos.
Volvimos a elegir otro lugar en dónde residir, esta vez no fue al azar, nos fuimos al
norte, muy cerca de la frontera. Nos iba a ser muy difícil deshacernos de tanto cuerpo,
por lo que simplemente abandonamos todo así como quedó. Sabíamos de la
incompetencia policial de nuestro país para resolver homicidios, por lo que nos fuimos
sin temor alguno de que nos encontraran; además, no hicimos amistad con mucha
gente, a lo más, uno o dos con los que tuvimos una plática no mayor al “buenos días”.
Vivíamos el uno para el otro, no nos interesaba más gente, nos parecían aburridos,
comunes.
Supimos que fue un escándalo lo que habíamos cometido, todo ese Estado entró
en pánico: se veían “rondines” de patrullas por la madrugada, el Gobernador daba
declaraciones diariamente sobre los sospechosos, sobre huellas dactilares, cabellos,
ropa, saliva, y todo lo que le decían que dijera.
Tuvimos un bebé, lo llamamos Julio por uno de sus escritores favoritos.
Encontramos trabajos muy bien pagados en el Gobierno del Estado. Nos fuimos a
rentar a una zona muy amigable, bastante familiar, más decente. Esta vez sí hicimos
amigos: un señor que era ingeniero y que varias veces se ofreció para llevarnos al
hospital cuando ella tenía complicaciones; otro que era contador, nos invitaba muy
seguido a su casa para cenar y platicar de literatura, era muy ducho. Ambos tenían
familia, sus respectivas esposas y niños y niñas de no más de 3 años, por lo que nos
llevábamos muy bien.
A diferencia de nuestra vida en el Bajío, tuvimos ahora sí peleas muy fuertes, la
razón o la causa siempre fue la misma: el bebé. Nos desesperaba sobremanera su
llanto, no lo aguantábamos, era estresante y hacía que nos peleáramos. Y sucedió lo
obvio: en una ocasión enfermó gravemente, lloraba como jamás lo había hecho, no
sabíamos qué hacer; ella, en un arrebato de ira, lo ahogó en la bañera. Yo presencié
todo, sin poder hacer algo al respecto, y hasta ahora me pregunto si realmente
no pude o no quise hacer algo. El ritual fue el mismo: nos dio la mañana mientras nos
veíamos, sin decir palabra alguna, escuchando el latir, en un principio agitado, de
nuestros corazones. Huimos una vez más, enterramos el cuerpo en un baldío cercano
a la colonia.
De algún modo, logramos cruzar la frontera; nos establecimos en un Estado de la
Costa Oeste. Acordamos que debíamos parar con nuestro problema, no era posible
que por cada horrible tipo de persona con la que nos topásemos, cometiéramos un
asesinato para librarnos de ella. Fue increíble que por más de cuatro años hayamos
vivido sin hacer amistad con alguien en esta nueva etapa, simplemente los conocidos
del trabajo y uno que otro vecino a los que les dirigíamos un sencillo “hello”, y hasta
ahí; poníamos de pretexto que no hablábamos el idioma. Nos habíamos alienado:
pasábamos tardes enteras platicando, las noches no se escapaban en muchas
ocasiones, por supuesto que intercalábamos con horas enteras de hacer el amor, no
existía nadie más para nosotros, esperábamos con ansia salir del trabajo y llegar a
casa para vernos, creer que alguna vez hubo una escena de celos es una soberana
estupidez, no nos rebajamos nunca a ello porque ni siquiera había tiempo para eso,
sólo tiempo para el otro.
Una vez que llegué tarde del trabajo la hallé pálida sentada en la cama. “¿Qué
pasó?” —pregunté alarmado—, “Nos encontraron” —respondió ella con voz
tremulante. Me dio el periódico del día anterior en el que se leía:
“Today, the Police Department provided the picture of the "Asesinos del Bajío". In
collaboration with the Mexican Police, were able to find the identity of those who killed
9 persons, including their own son. If you see them, please call these number…”
Quedé perplejo, más por las fotos de nosotros, sabían quiénes éramos y en
cualquier momento nos hallarían. De hecho recordé lo que desdeñé apenas unos
minutos antes de entrar a casa: un sujeto con lentes obscuros fumando en la
banqueta, un carro negro en la entrada de la colonia, una camioneta blanca, sin
alguna estampa o imagen, que me siguió por una cuadra.
Hace cuatro días platicamos algo al respecto:
— ¿Y si algún día llegaran a descubrirnos por lo de los asesinatos?-le pregunté.
— No toleraría que me apartasen de ti.
— Me parece prudente pensar en algo, pienso lo mismo que me acabas de decir.
— Te tendría que matar y tú me tendrías que matar, porque soy incapaz de
suicidarme. Viví tantos años aguantado a mi padre y tío, sin poder quitarme la vida.
— ¿Estás hablando en serio?
— ¡Me emputa que me preguntes eso!-me respondió con una ira tremenda en sus
ojos, como si yo hubiese echado a la basura todo nuestro tiempo juntos; jamás había
dicho una palabra altisonante.
— Discúlpame.
— Ven, ayúdame a escribir una nota, es la que dejaremos por si nos llegan a
descubrir.
Fuimos noticia en nuestro país de origen, todos los periódicos hablaron sobre
nosotros. En los titulares se leía: “Cayeron los ‘Asesinos del Bajío’”, “Lograron atrapar
a pareja asesina”, “Los ‘Asesinos del Bajío’ aprehendidos”. Una de las notas explicaba
así lo sucedido: “En un acto de colaboración por parte de las autoridades
norteamericanas y mexicanas, se ha logrado la captura de los hasta ahora huidizos
‘Asesinos del Bajío’. La policía norteamericana logró dar con el paradero de esta
pareja de sádicos, gracias a datos proporcionados por la policía de nuestro país. Este
cobarde par llevaba prófugo de la justicia desde hacía más de nueve años.
”La Policía Federal informó que esta pareja fue responsable de nueve asesinatos,
entre cuyas víctimas se hallaba su propio hijo. ‘Aún desconocemos la causa que los
llevó a cometer estos actos tan viles; en un principio sospechábamos que había sido
por dinero, ya que una de sus víctimas contaba con fuertes sumas de dinero
ahorradas’— comentó el jefe de policía.
”La pareja fue hallada en una colonia de clase media en el Estado de…Al ser
detenidos, la mujer le había enterrado un cuchillo a su pareja y ésta tenía a la vez otro
en mano listo para enterrarlo en el pecho de su mujer. Ambos sobrevivieron y fueron
dirigidos a un hospital mental; actualmente se encuentran en un estado deplorable: no
hablan, prácticamente no comen, no pueden conciliar el sueño, y presentan un
cuadro depresivo altísimo.
”Este bizarro binomio llevaba consigo una carta que dice así:
‘No iremos allende, sabemos muy bien que hasta aquí podremos llegar; no hay más
allá para nosotros, no queremos un << más allá>>, todo lo hemos vivido aquí. Y aquí
es donde nos quedaremos. Pero tampoco quisiéramos un aquí separados uno del
otro, por ello es que deseamos claudicar. Claudicar a esta vida que nos balanceó todo
lo malo ofrecido por ella misma. No pretendemos que nos entiendan, jamás lo harán,
no podrán hacerlo si no logran hallar a ese complemento en sus vidas. ¿Creen que
primero deben sentirse completos consigo mismos para después compartirse con otra
persona? ¿Creen en esa basura? Somos seres incompletos, es parte de la
Naturaleza, todo viene acompañado, necesita su equilibrio: obscuridad y luz, cielo y
tierra, vida y muerte, como quieran llamarle. En una sola palabra: nos amamos, nos
amamos como nadie en esta vida lo ha logrado: sinceramente: sin tapujos, sin
hipocresías, sin meros intereses carnales; hemos superado al amigo, quien es el
estimado; superamos al familiar, quien es el querido; logramos llegar a ese último
estadio que la humanidad ofrece: el amor. Y si alguien osa etiquetarnos como locos,
le preguntamos ¿no es acaso la locura el Santo Grial de toda persona? ¿Acaso la
locura no es la que nos deja en un estado de lucidez tremenda? ¿No es la locura, un
agente enajenante que puede sacarnos de la banalidad? ¡Ay de ustedes, gente
común, que jamás llegarán a la locura ocasionada por el amor!’
”Palabras tétricas de una pareja de asesinos. No se les puede considerar de otra
manera, ni siquiera como ellos mismos se autodenominan, son solamente un penoso
par de ASESINOS.”
* * *
Llegaba cansado y fastidiado del trabajo a la colonia donde vivía, y al elegir cuál de
los dos caminos que me llevan a casa tomaría, decidí irme por el de abajo.
Entré a casa, fui a orinar, comí un pedazo de pizza fría, miré dos horas la televisión
sin prestar atención —no sé ni qué carajos vi, creo que era el canal de pornografía—,
tomé un baño, me sequé el cabello con la toalla, me puse un short, una playera, mis
chancletas, fui a orinar de nuevo, saqué un revólver que tenía oculto en el clóset,
apunté a mi sien, disparé.