Post on 12-Jan-2016
Compendio Ejercicios Curso Creación literaria
2010 -11
Índice
1. La plaga.................................................................................2
2. El mar en la punta de la lengua.............................................5
3. Insomnio................................................................................6
4. Cuestión de confianza............................................................8
5. Regresos................................................................................9
6. Rainforest mint....................................................................11
7. Un bolígrafo vertical frente a la ventana.............................12
8. Peces y estrellas..................................................................13
9. Formulario............................................................................14
10. El pasaporte.........................................................................15
11. Oficina del tiempo y viceversa.............................................17
12. La consola............................................................................19
13. Un cliente menos.................................................................21
14. Del amor, entre episodios....................................................24
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1. La plaga"Todos nosotros gruñimos como osos y zureamos sin cesar como
palomas."
Isaías 59, 11
Aquella mañana las calles amanecieron cubiertas de palomas caídas,
algunas pesarían un kilo. Mientras los camiones de limpieza iban
retirando los cuerpos emplumados, la gente los apartaba con los pies,
entre el llanto de los niños camino a la escuela. En la calzada grumos
de hueso, pluma y sangre cuajaban bajo el rodar sin pausa de los
coches.
Julio Fabián Cardenal, tras una noche de insomnio y sudores fríos, que
persistía entre las farolas encendidas, va camino del laboratorio a la
velocidad que dan sus piernas. Se levantó en cuanto entendió la
noticia. Llevaba días intranquilo: todo iba bien, demasiado bien. Al
menos a las afueras, donde está el complejo, apenas hay palomas,
aquí y allá, tiradas por el suelo. Mientras camina, repasa los hechos a
la espera de la llamada que entraría, seguro, en la mañana.
Ha llegado el primero a la oficina. Fabián sacude en el portal la
gabardina y el paraguas y, cabizbajo, atraviesa el pool de puestos
ahora desiertos en la planta de producción, hileras de pantallas y
respaldos vacíos, hacia su despacho. Enciende el ordenador y hace
sitio en la mesa para juntar las piezas y preparar el relato de los
hechos.
Todo empezó por dar respuesta a la plaga de las palomas
excedentarias, que se habían convertido en un verdadero riesgo para
la salud pública de la ciudad. Los métodos de control tradicional,
como la inclinación de cubiertas, los pinchos y alambradas sobre
espacios de reunión, el alimento envenenado, se habían visto
superados por el desordenado crecimiento de esta población. Las
posibilidades de la Biotecnología, la Tecnodomesticación y las
Ciencias Alimentarias abrían todo un campo para afrontar los desafíos
del momento.
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Fabián imprimió, en primer lugar, los pliegos del concurso del
Ayuntamiento para la mejora y sostenimiento ambiental. Entre los
proyectos, el más redondo por convertir un problema en un sinfín de
oportunidades fue Smart Pigeons. Palomas Inteligentes para la
Sostenibilidad Integral de la Salud Pública. El proyecto, liderado por el
profesor Fabián Cardenal, concertaba patrocinios de industrias
alimenticias, de seguridad privada y el apoyo de las Consejerías de
Interior y Bienestar de la Familia del mismo Ayuntamiento. Dando un
paso más en la larga historia de domesticación de las palomas,
prometía una innovación integral y un plan de negocio extensible a
otras ciudades que también presentaban este problema.
La primera generación de palomas modificadas partió del genoma de
la paloma bravía (Columba livia), la típica que venía ocupando el
entorno urbano hasta convertirse en una plaga. La modificación inicial
introdujo inhibidores de la reproducción de la paloma bravía, para que
fuera cediendo espacio a la paloma inteligente: Columba sagax o
smart pigeon, nombre por el que se patentó la nueva variedad. Los
resultados se notaron ya en el segundo ejercicio: la anidación y
puesta de la paloma bravía cayó en favor de su competidora
beneficiosa.
La segunda generación del proyecto piloto no incluyó mejoras
genéticas, sino tecnológicas. Se integraron microcámaras en el pecho
de una selección de palomas, ancladas al hueso de quilla y
alimentadas sin batería, por el mismo movimiento de las alas. Un
implante apenas visible en la apariencia del animal, pero que dejaba
sobresalir la lente entre su plumaje delantero, con la inclinación
apropiada para capturar en vuelo imágenes de la ciudad. Se creó un
centro de seguimiento semejante al que ya funcionaba para
emergencias: dotado de un panel de docenas de pantallas y un
potente programa que filtraba entre la avalancha de imágenes que
llegaban de las palomas aquellas significativas. De esta forma, el
tercer año ya se detectaron centenares de robos en las calles de la
ciudad e infracciones de tráfico. Se redujo la necesidad de policía
local ante este pequeño ejército volador, capaz de enviar fotos de
matrículas. El vuelo de las palomas-cámara permitió supervisar
también el comportamiento de las manifestaciones autorizadas y
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detectar con antelación el germen de otras aglomeraciones, al
monitorizar el movimiento de la gente en las calles. Se redujo así la
delincuencia de todo tipo y la misma presencia y vuelo de las
palomas se convirtió en un factor disuasorio para los infractores,
contribuyendo a una ciudad más segura, amigable e inteligente. El
proyecto fue galardonado y se dio por bien amortizada la inversión. El
sudor corría sobre el labio superior de Fabián, mientras iba sacando
de los archivadores las acreditaciones de los premios recibidos, las
docenas de mensajes y discursos reconociendo el éxito del proyecto.
Para entonces las patentes habían pasado a una etapa de explotación
comercial, las palomas modificadas se empezaron a introducir en
otras ciudades y el laboratorio, gracias a una mayor financiación,
siguió innovando funcionalidades de la smart pigeon. Se empezaba a
escuchar en la oficina el trasiego de empleados, la inquietud de las
conversaciones, el timbre de los teléfonos. Fabián ordenó, con voz
entrecortada, que se mantuviera la normalidad y se encerró en el
despacho. Pidió a su secretaria que no le pasara llamadas salvo una.
Sentado ante el ordenador y los papeles que iba acumulando sobre la
mesa, el profesor se rascaba los brazos y estiraba de cuando en
cuando el cuello para aliviar la tensión.
Una vez logrados los primeros objetivos de control de la plaga, el
siguiente paso de la experimentación quiso volver efectivo el símbolo
de paz que estos voladores jugaban en nuestra cultura. Los niveles de
estrés de la población, tanto en la productiva como en la
dependiente, desde niños hasta ancianos, no dejaban de crecer a
pesar de la recuperación económica. Un estrés con consecuencias de
depresiones individuales y agresividad pública como no se habían
conocido antes. La tercera generación de palomas (sagax 3.0) buscó
seleccionar genéticamente su arrullo de manera que sintonizara el
ritmo cardiaco humano hasta devolver su latido a umbrales de
relajación y bienestar. Tras sucesivas pruebas con usuarios
estresados, se produjo una serie de verdaderos diapasones repartidos
por parques y avenidas, que llegaban por la mañana al alféizar de las
ventanas, y arrullaban sosiego desde las cornisas calle abajo, a los
tenderetes y puestos, a los transeúntes agitados que acompasaban el
paso y aflojaban, ciertamente, los músculos de la cara.
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El sexto año se permitió de nuevo a los jubilados alimentar a las
palomas. Fabián recuperó los datos con la composición hormonal que
regularía el ciclo de crecimiento, voracidad y reproducción de la
paloma sagax. Se diseñó que el undécimo mes, alcanzada la madurez
reproductora del animal, registrara un engorde acelerado hasta
alcanzar un kilo, concentrado en los músculos pectorales, de manera
que permitiera por un lado (objetivo intermedio), volar al animal
engordado batiendo las alas con más vigor y, sobre todo (objetivo
final), generar una fuente neta y fácilmente aprovechable de
proteínas. Se introdujo en la paloma sensibilidad a un reclamo de
ultrasonido que se emitiría desde el aledaño del laboratorio, que
entretanto había crecido en equipos, personal e instalaciones. En el
techo del laboratorio-palomar-matadero (esta última palabra no
saldría nunca en los informes) se habilitó una rejilla electrificada
cubierta de césped artificial. Una vez acudían las palomas al reclamo,
quedaban debidamente achicharradas. La rejilla se abría dejando caer
los cuerpos a las bandas transportadoras camino a la cadena de
despiece, procesado y envasado. Su carne terminaría en los pasillos y
estanterías B de las grandes cadenas comerciales, para asistir a las
capas improductivas y salvaguardar, también así, la paz social. El
10% de las bandadas se emplearía para la reproducción y el
laboratorio.
Entró la llamada esperada, del mismísimo alcalde. Con torpeza, pues
el teléfono le resbalaba entre las manos, Fabián se acercó el auricular
al oído. Trató de articular palabras, pero sólo alcanzaba a zurear con
la vocal U, con el mismo tono del arrullo gutural que le obsesionaba
desde hacía semanas.
2. El mar en la punta de la lengua
Cuando abre la boca, pueden saltar estrellas y erizos, delfines en bandada y la estela del
barco, redes extraviadas, y salpicaduras de las olas al chocar con los dientes. Andrés
tiene el mar en la punta de la lengua. Desde niño. Sus padres, preocupados y comido el
sueldo entre fregonas y seguros de inundación, lo llevaron a un sinfín de médicos
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especialistas. En salas estancas, con el suelo y las paredes impermeabilizadas, se
operaba la exploración. Los doctores se ajustaban las gafas de submarinista y paleta en
mano, le indicaban: "abre la boca y di treinta y tres, pero con mucho cuidado". En
ocasiones vislumbraron en el istmo de sus fauces el terror blanco de Moby Dick o le
mantenían boquiabierto por ver si Bob Esponja recuperaba o no la receta del
Cangreburger. Impredecible. No acababan de dar con el diagnóstico, ni con el
tratamiento. "Su hijo tiene hipermarinismo congénito del órgano lingual. Raro, pero no
imposible", decía un doctor. O "Síndrome de incontinencia acuática de la personalidad
oral"; "Oceanitis progresiva". Un investigador quiso dar al mundo y a la posteridad su
propio nombre como descubridor del síndrome del niño. Otros decían que era puro
cuento, todo psicogénico. Probaron tratamientos como precipitar el exceso de sal con
transfusiones de cal soda, una mezcla de hidroxido y carbonato de calcio; aislar su
lengua en profilácticos de látex diez horas al día y durante el sueño. Sin remedio. No
faltó un doctor que le propuso ir con su caso al acuario marino de Valencia, que es el
más grande de Europa, para reponer el animalario a mayor riqueza y valor de los
ecosistemas ofrecidos al visitante. Al crecer, Andrés probó a curarse en besos, porque le
abrían a mares distintos y más grandes.
Un día -aquel día dejó de ser niño- supo en la boca la desesperación y la costumbre
armada de los piratas somalíes y la deriva de los trece náufragos arrojados a las costas
de Tarifa, entre las astilladas tablas de otra patera. Sintió antes el empujón sediento del
joven que echó tres menores por la borda y el brazo que rescató a una mujer, hasta
acercarla a la orilla, quedando luego inerme y frío, un cordón al vaivén entre las algas.
A veces de tanto sabor, no sabe ya quién es.
Andrés sabe la quietud del fondo marino bajo las agitadas olas que vapulea la tormenta.
La espuma fugaz de cada ola, y el aún más fugaz silencio del seno, el instante
interminable entre una ola y la siguiente. Se hinchan encrespadas, capaces de levantar
un navío, golpean con fuerza y revientan contra el acantilado o decaen en un resbalar
manso hacia la orilla. Se deja hacer, todo en la punta de la lengua.
Por saber, sabe de la leyenda antigua del Kraken, el calamar gigante devora barcos, y de
las sirenas que cantaron a Ulises en su retorno a Itaca. Y que la fiereza del tsunami no es
ningún mito, como tampoco lo es la apacible mezcla de las aguas en la ría del Eo, donde
recalan las aves en su viaje al sur. A Andrés le crece la lengua con la marea, y entonces
siente un deseo incontenible de nombrar y contar. Y le disminuye igualmente con la
bajamar: se contrae hasta quedar en un bulbo rugoso del tamaño de un dedal.
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No aprendió con el entendimiento en la escuela que él mismo es dos tercios agua. Lo
sabía: agua en movimiento. Y sabe lo que es inabarcable ni en miles de leguas ni en
miles de lenguas de viaje submarino. Que la lengua no es el mar. O se queda sin
palabras, porque lleva el mar en la punta de la lengua.
3. Insomnio
La noche de la ciudad comenzó a llorar por la garganta de un bebé. Bajo el suelo, una
mujer se incorpora de la cama sin encender la luz por no despertar al hombre que
duerme junto a ella. Se dirige al baño y ordena los botes de champú, las cremas
antiedad, acerca la mano al altillo donde guardaba años atrás las compresas y de pronto
la baja, como la mirada. Se dirige a la cocina y prepara un café. Entretanto, él se ha
levantado, camina con un tambaleo lateral, como si le creciera una pierna a cada paso y
encogiera la otra cuerpo adentro. Pregunta mirándola con voz apagada, mientras estira
el dedo índice al techo, de dónde viene el llanto. Toma un libro de plasma y se sienta en
el sofá. Prende la lámpara con una mueca agría.
A dos tabiques un policía sentado al borde de la cama desplaza una y otra vez las manos
por el cargador de una pistola invisible. A tientas rebusca metales en el cajón de la
mesilla. Sus hijos tampoco descansan. Un balón se mantiene en el aire entre las patadas
del primero, con una chupa rota sobre el pijama, que ya ha perdido la cuenta. El otro
joven, cuya cara es un reflejo chispeante, botonea la Play con los pulgares. Colisionan
en un crujir sordo los coches, ora los puños y empeines de Street fighter.
Chirridos de azulejo techo arriba: un mover de sillas, la mesa, la base del televisor… la
vecina del tercero limpia el cuartito de estar. Barre la pelusa que se acumula sin saber de
dónde viene, pero siempre vuelve. El cristal crepita en las figuras de la vitrina mientras
les pasa un paño seco. Tiemblan entre sus dedos los caballos, fuentes y peces de
transparencia verde y acabado en lágrimas de vidrio. Alza los retratos de su Pepe, retira
el polvo que también vuelve a su rostro, en el que se mira como si fuera un espejo. No
cesa de correr los muebles y vasijas, como extremidades articuladas que
desentumeciera.
La calle es blanca de nieve, de un blanco sucio y refulgente a la luz de las farolas. El
motor del camión que esparce sal ruge por las vías principales; el pequeño tractor con su
cepillo metálico raspa el hielo y la grasa del pavimento. El tendido telefónico vibra
punzante. Un profesor de baja cruza febril las calles del barrio. Oscuro, los pies helados,
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se sienta en un pub y abre su tableta. Encuentra tuiteando a colegas y conocidos, a
periodistas que sigue, a críticos de cine. Circula sus ocurrencias fugaces, la red bulle
desvelada.
Las ventanas de las viviendas se encienden, se apagan, como si un hilo nervioso
atravesara la fachada de las torres, un trigémino irritado entre los ojos y las bocas del
ladrillo. Tras la pared se escucha aullar a los perros domésticos. Sigue nevando. Grupos
de mirlos revolotean de árbol en árbol, cruzan a deshora con los murciélagos.
Escarabajos acorazados chocan con las persianas.
Un sueño reparador, los ojos enrojecidos bajo los párpados claros, envuelve al único
que duerme en la ciudad. Su lengua recupera fuerzas guarecida en paladar dorado. En la
mesa cercana, reposan las hojas con las demandas interminables del día, garabateadas
en tinta apenas legible, que va cobrando forma según amanece. Nombres y papeles en
blanco ruedan por el suelo, como escamas de piel marchita de camaleón que se
desprende entre ronquidos. Su mano casi de granito, las uñas bien recortadas, cae del
borde de la cama. El traje cuelga en la madera. Entra el primer rayo solar, abre los ojos.
4. Cuestión de confianza
Al sonar el reloj salgo del sueño, abro los ojos y la negrura intangible
me encoge el corazón. En las salas de recuperación hay dos puertas,
aunque sólo podemos abrir una de ellas. No hay ventanas. Ahora nos
tenemos que ganar su confianza, y aceptamos la prueba. He dormido
desnudo, sin cobertor. Nos vigilan, les rendimos transparencia. Sé que
andar a tientas, memorizar y repetir cada mañana los movimientos
con exactitud escrupulosa nos redime, nos devuelve al orden. Esto es
mejor que la alternativa de caer en picado por el túnel. Con esfuerzo
vamos a sobrevivir y un día saldremos a la superficie.
Extiendo los brazos a los lados, palpo la sábana cálida, los bato frente
a mí, y el aire vibra sutil. Está despejado delante, me incorporo.
Camino hacia la ducha. Aunque ando descalzo, a fuerza de costumbre
ya no temo tropezar, como al principio. Conozco las dimensiones de
la sala, sus recorridos y la disposición de cada objeto y pulsador.
Cuando entro en la cabina desciende el agua tibia y después el chorro
de aire me seca. Es como un útero protector. Escucho los indicadores
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electrónicos que miden la frecuencia cardiaca, la tensión, el nivel de
azúcar en sangre y el peso. Nada anormal se marca hoy, salvo que
sigo en falta con el peso. Hay que aprender a trabajar como los
órganos del cuerpo, con constancia y sin luz, en lo recóndito. Se abre
la cabina. Escucho girar los monitores en la pared. A mi espalda se ha
movido una silla. A veces creo que no estoy solo. Quizá ha sido una
imaginación. Se me eriza el vello.
Tres pasos adelante, siete a la derecha, me detengo. Ante el
dispensador de ropa alzo la mano y pulso el primer interruptor para
solicitar la muda interior. Desciende por la trompa metálica y cae, con
un golpe amortiguado, sobre la bandeja correspondiente. La extraigo
de la bolsa plástica, la inspecciono, siento su tacto limpio y me cubro
con ella. Otro paso lateral y esta vez, sin necesidad de teclear, caen
sobre la bandeja unos pantalones, los adecuados al programa del día.
Los extiendo, abro la botonadura y los alzo por las rodillas hasta la
cadera. Ajustan la entrepierna, pero acaban entrando. En el momento
en que abrocho el pase oigo caer otra prenda, que debe ser la
camisa-chaqueta. Por el tacto y su firmeza hoy tendremos reunión de
alto nivel.
Ya calzado, a tientas me aproximo a la puerta. Escucho un pitido, me
detengo y giro. Es la impresora del dictado, recojo el papel de hoy y
me lo visto en el bolsillo procedente. Lo leeré en el compartimento de
transferencia a la oficina. Por un momento escucho el pulso en el
interior del cuerpo, la respiración. No me deben distraer, el tiempo
corre. Desfilo el pasillo contando el taconeo y con el dorso de la mano
extendido ante mí. Todavía me falta confianza. Busco el picaporte.
Repercute la mano contra el frontal macizo de la puerta. Orientado en
su superficie, deslizo los dedos hasta que doy con el asidero. Lo
sujeto con la palma desnuda. Acerco los ojos abiertos a la altura del
lector de iris. Se abre la puerta.
5. Regresos
Las bicicletas y las gorras de béisbol que lucen los muchachos
destacan con sus vivos colores sobre el pavimento de la plaza y el
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entorno terrero del pueblo. Abundan los niños y adolescentes,
hombres hay pocos: están al otro lado, trabajando en el norte. Como
el joven Daniel Arango. Pasado el mediodía, bajo un cielo hosco,
apenas algunos perros agitan el polvo de las calles. A la entrada de
una casa de adobe, reclinado en el suelo, entre botellas de cerveza e
instrumentos de música, un grupo de cuatro hombres, con el gesto
dolido, mira al gringo que pasa frente a ellos. El gringo, un estudiante
que viene de lejos, lleva unos días en el municipio, duerme en las
escuelas, y va preguntando aquí y allá. Lleva una cámara fotográfica
colgada del hombro.
-Señor -le llama uno de los campesinos que se incorpora hacia él -
venga a hacer unas fotografías a un amigo, no le queremos olvidar.
Del brazo lo introducen en la vivienda. De pronto se ve en la
habitación, ante la caja con el cuerpo del migrante. La luz turbia que
entra por la ventana se mezcla con las velas y el humo del incienso.
El estudiante, que también es joven, enfoca como puede el objetivo y
mira a través de la lente, por un momento, el rostro apagado del otro.
No lleva flash y no hay cómo sacar fotos, que tampoco quiere por otra
parte. De la sala contigua viene un rumor de oraciones y llanto, en la
penumbra se notan los bultos de las mujeres congregadas. Tras un
rato sale de la casa, al aire, donde respira revuelto.
Los mayores conversan en un banco bajo el pórtico del ayuntamiento.
-Así está la cosa, unos triunfan y otros vuelven como éste, en el cajón
-afirma sombrío uno.
-Dicen que de un accidente de tráfico, que iba bebido y... ¿quién
sabe? -susurra al cabo otro, mirando al horizonte.
Un corro de mujeres trenza una cruz con la flor naranja de
cempasúchil a la entrada del templo.
-Una riña con su ex mujer y le quemaron la casa con él dentro -se oye
comentar.
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-No, ese fue el de Palmira, el que vino hace diez días, éste es el
segundo en diez días.
Daniel Arango levanta de cuando en cuando la vista del asfalto
caliente que va igualando con la pala tras el camión volquete, con la
cuadrilla, para reparar carreteras. Seca con la manga el tizne que le
resbala por la frente hacia los ojos. Ya queda poco para salir. Aunque
no tiene papeles, recibió un préstamo en efectivo para el auto que
maneja, sobre todo cuando llega la noche, por las calles luminosas de
ciudad. Luego perdió el empleo, perdido andaba entre las calles, sin
ver claro entre volver o seguir adelante, como en un laberinto sin
paredes, pero cada vez más espeso.
6. Rainforest mint
En el espejo del ascensor va mirando la ropa que llevan los demás. El
baile ocular por los reflejos de las prendas es indirecto: gira la cara
como para comprobar la planta, se vuelve para dejar sitio al carrito
infantil, levanta el reloj pulsera. Entretanto, se detiene un momento
en la camisa de barras azules y logotipo deportivo que luce un joven
a su lado; en las letras inclinadas de su cinturón; en el pañuelo de
seda rosa y negro decolorado que lleva quien parece su novia.
Aprovecha el espejo para arreglarse el pelo, que lleva corto,
pronunciando su caída a un lado, luego al contrario. Clarea a sus 38
años. El rubor de la sangre altera su rostro bronceado, que mastica.
Se desabrocha tres botones de la camisa. Sube el volumen del MP3 y
se queda mirando cómo cuelgan los cables rojos desde los oídos
hasta la mano. El timbre y la voz automática "Moda hombre.
Complementos" se superponen a un concierto para oboe de
Telemann. Deja caer el chicle en el cenicero del pasillo.
Lleva un polo y dos jerseys al probador. Los coloca en el banco, uno
sobre otro. Apaga el MP3, enrolla el cable y lo guarda en el bolsillo del
pantalón vaquero con cortes que dejan entrever su piel a distinta
altura. Sujeta por la percha el polo Ralph Lauren, entre su torso y el
espejo. La talla es grande, acorde a su corpulencia. Se apresura a
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quitarse la camisa, que tira al suelo. Se encaja el polo sobre la
camiseta. Guiado tanto por el tacto como por la vista que le devuelve
el cristal, acaricia los pliegues planchados del hombro, la mayor
firmeza del tejido en el cuello, el logo bordado en hilo. Pasa el botón
por el primer ojal, desliza la palma abierta de la mano por el pecho,
afirma el algodón contra el vientre... habla y esboza una sonrisa ante
el espejo. Se quita el polo y lo tiende sobre el taburete. Toma el
jersey Armani combinado de rombos. Se enfunda la lana por la
cabeza, los brazos, tira de ella hasta cubrir la cintura, mientras
contempla su forcejeo y el resultado. Exhala hondo. Escurre los dedos
y la vista por las distintas calidades del punto, que varía con el dibujo
y las costuras. Se mira de lado, habla. Repliega el tejido despacio,
aspira su olor mientras lo va sacando por la cabeza. No se prueba el
tercer suéter. Recoge cada prenda, la dobla tal como estaba. Sacude
y se viste la camisa, cadencioso. Mira alrededor. Levanta cuatro
perchas caídas por el suelo y las cuelga en el soporte de la pared.
Retira también a una esquina algunos alfileres tirados.
Toma otro chicle de sabor intenso "rainforest mint" camino al
ascensor. De bajada está sólo, son las tres de la tarde. Lleva el
Armani a la espalda, metido en la bolsa junto al portátil. Abre y cierra
la caja de chicles una y otra vez con el pulgar, mirando al espejo. Se
vuelve a colocar los cascos. Baja la vista y gira hacia la puerta
mientras suena "One", de U2. Suena "planta baja, salida". Al abrirse
las hojas, sigue los zapatos Burdeos del hombre que entra. Se vuelve
y pulsa cuarta planta, "Zapatería".
7. Un bolígrafo vertical frente a la
ventana
El hombre levanta un bolígrafo a la altura de los ojos, vertical, y
cuenta los vehículos que van quedando atrás en la autovía que
discurre paralela al AVE. Llega un momento en que los coches dejan
de ser unidades y se convierten prácticamente en líneas que alternan
colores. Enfoca entonces el bolígrafo hacia objetos más lejanos, que
se mueven más despacio por la ventana: campos de cultivo,
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anegados varios de ellos por las desacostumbradas lluvias, torretas
eléctricas, casas de labor, y a lo lejos, collados pedregosos que
bordean el valle. Germán Arrieta ultima la clase de un Máster para
consultores en mercado de la energía. Siempre revisa las notas y las
actualiza para dar ejemplos reales. Ha convertido la mesa abatible en
un pequeño despacho con el portátil, a un lado el móvil y al otro un
bloc de notas. La gabardina plegada, junto a la bolsa de viaje, van en
la celda superior.
A través de la conexión módem, revisa el precio de las opciones de
compra del gas a corto plazo en la lonja europea. Compara la
oscilación de la subasta con las tarifas del Ministerio para calcular las
decisiones y márgenes de riesgo asumibles. Va anotando los datos en
filas de ecuaciones para la presentación. Las gráficas combinan
curvas y columnas estilizadas, que contienen el mundo de las
operaciones en su ordenada geometría. Pasa la azafata repartiendo
prensa, que deja a un lado del asiento. Las luces del vagón se
disponen de forma que ni la azafata ni los pasajeros proyectan
sombra al caminar por el pasillo. Tampoco los cambios de luz en el
paisaje exterior llegan a alterar el ambiente: la tapicería blanca sobre
la pared combada absorbe los reflejos.
Al leer el periódico se detiene en artículos que hablan de Argelia y
Libia, esta vez fuera de las páginas sepia dedicadas a finanzas. El tren
se sumerge en un túnel, y un súbito vacío tapona levemente los
oídos. Se pierde la cobertura. Cierra el periódico, guarda las gafas y
abate la pantalla del portátil. Toma el bloc de notas. Fortuna, azar,
reto... escribe palabras y cuenta con los dedos. Le gusta componer
haikus, uno al día, poemas que admira por su brevedad. Contempla
por la ventana y anota: nubes altas, velocidad, casas hundidas. Tacha
esto último.
El tren va llegar adonde se dirige. No le da tiempo a completar el
haiku.
8. Peces y estrellas
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Richard llega mirando a un lado y a otro, sobre todo atrás, y se sienta
en un banco del parque, de los que se retiran del camino principal. Es
apenas un adolescente. Con la respiración agitada, se cobija en la
esquina, y monta un rincón furtivo entre su espalda y los arbustos.
Mueve las manos con rapidez, rebuscando en los bolsillos de su
cazadora gastada. En uno lleva el cúter, del otro saca una cartera de
mujer. La abre con dedos inquietos, cuenta treinta y siete euros,
entre billetes y monedas. Los guarda en el pantalón. Hurga en los
otros compartimentos. Vuelve la cabeza hacia fuera y tira el
monedero a la papelera.
La tarde es nublada y fría, aunque no llueve. Cerca se escuchan los
gritos y las carreras de un grupo de niños que juegan y se persiguen
en un claro del parque, en el campo que demarca un trío de árboles y
el pie de un columpio. Richard se gira y pone los ojos en ellos. Sus
manos, a los costados, se aferran a la tabla del banco mientras se
inclina un poco hacia delante. Sigue las persecuciones y los acechos,
el griterío que arman. Tendrán unos diez años, tres menos que él.
Junto a un árbol han apilado las mochilas escolares, en pirámide.
Chillan, corretean de una esquina a otra con sus botas de agua,
dibujadas de estrellas y peces de colores. Un niño lleva unas
deportivas que desprenden luces rojas al pisar. Corren, chocan y
explotan de risa, resbalan, caen de bruces y se levantan para seguir
con el alboroto y hacer casa en el árbol o en el columpio. Más allá se
sientan padres y madres, que vigilan y conversan.
Richard afloja las manos, las extiende sobre el asiento. Sus facciones
se relajan y hasta la boca le queda entreabierta. Al rato comienza un
palmoteo leve sobre la madera. Luego las manos saltan entre el
banco y sus piernas, al ritmo de una retahíla que va tarareando
mientras mira a los niños jugar.
9. Formulario
Todo empezó por ingerir los frutos del madroño, con su punto de
fermentación, hasta rodar entre las hojas, y acabar con el
aguardiente a palo seco, que conseguía a cambio de favores a la
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orilla del bosque. ¿Quién dijo que una diosa de la madera y el viento
no gustara el licor antes que el agua? Pero perdí el ritmo de las
estaciones, dejé de sentirme en el batir de las olas, en la torsión de la
corteza empujada por las yemas. El otoño que descuidé enervar el
gozo de los venados, y no nacieron cervatos. Entonces me expulsaron
de los prados, dijeron que a desintoxicarme, en una floristería de
ciudad, a conocer la suerte de mis hermanas.
Aunque me temblaban las manos y llevaba el pelo enmarañado,
cuando vieron los arreglos, no hubo preguntas en la entrevista y
empecé a trabajar en Oasis. Día a día volví a diferenciar el olor de
cada rosa al elegirlas para un ramo, los tonos del atardecer en las
gerberas, a admirar la firmeza en el tallo, el pétalo y el cáliz del
girasol. Con las flores en una mano, añadía con la otra ramas verdes
de limón o eucalipto. Entonces venía el papel celofán, con su crepitar
de plástico, a envolver y exhibir la flor desnuda. En el mostrador, he
visto al entregar el ramo las miradas de fuego de los jóvenes, relajar
el gesto de las viudas y los hijos, el brillo distinto, pero brillo al cabo,
de los nacimientos y de las partidas. También me corté más de una
vez las manos con las afiladas hojas listón o al clavar helechos en la
base de espuma.
Creció el negocio, aumentaron los pedidos, que venían cada vez de
más lejos. Se contrató a más chicas, llegamos a la docena. El local se
amplió y pasamos a la trastienda. Alrededor de tres mesas unidas por
una cinta armamos las flores bajo pedido, según las órdenes que
aparecían en el monitor que preside cada mesa. Para organizar mejor
la tarea vino un gestor que revisó el procedimiento para cada ramo y
centro, hasta dejar seis modelos con dos variantes de forma y
tamaño, según los precios y la adaptación al cliente. Como yo tenía
más experiencia y era, según decían, la del ingenio, me pusieron a
cargo del taller. En la primera mesa se colocan las unidades de flor en
pequeños montones por encargo, y los elementos verdes. En la
segunda mesa se mezclan los componentes, con el cúter se ajusta la
longitud de los tallos y se trenzan las hojas con la goma. En la tercera
mesa reviso la calidad y pulso el botón para que el brazo de la
máquina imprima el sello personalizado al cliente, según sus
preferencias registradas en "la nube" de Internet. Listas para venta.
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Sólo queda confirmar los datos de cada ramo o centro servido en la
pantalla táctil.
Por la crisis económica y la competitividad de las flores colombianas,
nos dijeron, había que montar las unidades en la mitad de tiempo:
avisparse o morir. De los procedimientos derivaron formularios, a
cumplimentar varios al día, para dar cuenta de los ramos compuestos
por hora, de la cantidad de hoja y flor, de las ausencias para
descansar. El gestor me dice "Hena, se distraen tus compañeras, que
están a tu cargo". O cuando dejaba pasar una variación inesperada
entre los seis modelos, "Hena, ¿dónde tienes la cabeza?, Que
perdemos con esto." O "Hena, mejóralo, y lo cambiamos por el
cuatro".
Acabé por no tocar apenas más hojas que las Excel de cálculo, y su
fondo verde en la pantalla era un espejo en el que cuanto más miraba
menos reconocía. La semana pasada, al confirmar el descanso de mis
compañeras, sentí que me había convertido en un formulario más.
Trato de recordar el bosque. Esta mañana, al rozar los juncos frescos
en la primera mesa, he vuelto a sentir una agitación de pájaros.
10. El pasaporte
No eran en realidad tan parecidos, los hermanos Lisardo y Daniel
Tovar, a pesar de su aire en aquella foto del pasaporte. Lisardo, el
mayor de los tres hermanos y dos hermanas Tovar, había heredado el
talante conciliador de su madre, que más de una vez evitó que saliera
ardiendo la casa, cuando no la aldea, por las disputas y travesuras de
sus hijos. Daniel, seis años menor que Lisardo, fue el único que pudo
convencer a su hermana Diana para que bajara del árbol magnolio
donde pasaba las tardes y escapaba algunas noches, entre los siete y
los quince años, como si le creciera una cola de ardilla. Al regresar a
Ecuador tras siete años en España, Lisardo, ya casado y con sus
propios dos niños, trataba de levantar un negocio con vacas a 20 km
de la ciudad de Ambato, en una pequeña finca cerca del río. Contaba
con doble nacionalidad, y su hermano Daniel, que no encontraba
satisfacción en las tareas del campo y menos en sus jornales, deseoso
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de descubrir la España de la que tanto se hablaba y probar fortuna,
empezó a pedir el pasaporte a su hermano, para pasar, insistía, sólo
una temporada.
No tuvo problemas en la aduana de Barajas: Daniel pasó por Lisardo
sin mostrarse nervioso ante aquella mujer policía que le pidió abrir las
maletas. Le esperaba en el aeropuerto su hermana Diana, con quien
empezó a vivir en Fuenlabrada, compartiendo piso con ella y dos
amigas. Al principio salió poco de casa. Abría el pasaporte frente al
espejo y trataba de imitar la expresión de su hermano al reír, su tono
al hablar, al mover las manos, arreglarse el pelo. Hasta adelgazó 13
kilos en esta búsqueda del parecido.
Empezó a trabajar en mudanzas, y a cotizar a nombre de su hermano
en las temporadas en que tenía contrato. Se dieron los primeros
malentendidos al cruzarse con algunos conocidos de su hermano:
"¡Tú no eres Lisardo! ¡Pues qué bien te ha tratado este año y medio!,
¿y la Jenny…?" Él respondía con naturalidad, sin evitar las
conversaciones. Pero sí evitaba los lugares y amigos que, según su
hermana, más frecuentaba Lisardo.
A los seis meses de llegar le tocó la lotería de Navidad, una cantidad
con la que podría comprar un buen terreno y construir una casa en
Ecuador, abrir un taller mecánico o, quién sabe, hasta un todoterreno
de llantas grandes. ¡La fiesta sonó en la vecindad! La familia, al otro
lado del océano, también lo celebró. Todos menos Lisardo, que
barruntaba la tormenta que el premio traería. Daniel pensó en
regresar. Pero para retirar el premio había que presentar un
documento de identidad. "¿Quién cobra entonces?"- Se repetía. Con
los días se le fue espesando un velo de desconfianza, de tanto dar
vueltas a la cabeza. Le envolvió como un humo taciturno. Fue
perdiendo los gestos de su hermano, y sintiendo que tenía derecho a
ser, a ser Daniel y dejar de ser Lisardo. Abrigaba como una amarga
semilla que el otro sobraba.
Se presentó en la administración de lotería con el décimo dentro del
pasaporte, y el mismo día abrió una cuenta en el banco para ingresar
el dinero. Empezó a beber, con los compañeros de las mudanzas, y a
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contar que alguien rondaba su casa en Ecuador, que ya le estaba
dando problemas, y se metía con su familia, que ya lo había
soportado demasiado, una suerte de pariente mal parido que
aguantaban por no dar que hablar. Empezó a hablar en voz alta
estando solo, desvelaba el disco rayado en que se había convertido.
En una noche de maquinaciones afiladas por librarse del otro y
castigarse por este pensamiento, se llegó a ver atropellando con el
todoterreno rojo de llantas grandes a Lisardo, pero el cadáver era él.
Vio cómo los rumanos de la mudanza le acuchillaban hasta manchar
con su sangre el pasaporte: de esta manera se acababa, al menos en
los papeles, el otro. Ya no lo soportaba más, se sentía a punto de
estallar. En un momento, dejó de pensar. Fluyó con el techo de la
habitación, con las paredes y con cada objeto de la alcoba, que sentía
moverse dentro de sí. Se sintió vibrar suspendido en los primeros
rayos del amanecer que entraban por la ventana, palpitar en cada
mota de luz. Con la mañana, soleada y fría, buscó un parque y quedó
sentado sin contar las horas, meciéndose con la mirada en las ramas.
Cayó en la cuenta que podía interpretar a Lisardo. Lo mismo que
interpretaba, al fin y al cabo, a Daniel. Caminó más despacio que la
gente al volver a casa. Ya era hora de devolverle el pasaporte, que
guardó en la bolsa de viaje.
11. Oficina del tiempo y viceversa
-Vengo a presentar una reclamación. He perdido mucho tiempo.
-Creo que acude usted al mostrador equivocado y además, vamos a
cerrar y viceversa.
-Pero aquí dice "gestión del tiempo perdido". He perdido mucho
tiempo. Me lo han robado, más bien.
-Le podría mostrar las estanterías, por si reconoce el suyo. Le
advierto que andan repletas como… y viceversa, son muchas las
reclamaciones, pero nadie retira nada y se van llenando, llenando.
¿Cómo dice que era el tiempo que perdió, o que le robaron?
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-Veranos interminables, paseos en bicicleta con el aire en la cara, los
besos que deje de dar, que no me dieron. Era dorado, fluir alegre,
también el dolor. Me lo perdí. Años enteros.
-Hábleme más despacio. Tome, tome si los necesita estos pañuelos
de papel, Pero dígame, ¿Cuándo se dio cuenta de la falta?
-La semana pasada mismo, cuando me quise dar cuenta, ya era
domingo, sin darme cuenta. Y otra vez lunes. No, mire, murió mi
madre. Hace hoy un año. Al principio… pero vuelta… adiós
-Acompáñeme. Como verá, aquí sólo tenemos instantes ordinarios,
que no dejan de ser extraordinarios, y viceversa: este trabajador
pegando sellos, cocinando el desayuno para sus hijos, esta llamada
telefónica, donde tiembla la voz de la madre al otro lado, estas flores
que no se han regalado, de las que vino este polvo que no se echó,
esta caricia, el tiempo que duran estas palabras de gracias. Tenemos
muchas gracias, nos llenan las estanterías. También reclamaciones a
tiempo, y el breve instante de un no. Aquí hay alguien disfrutando
del chocolate con… Pero de lo que dice…
-Dice que se lo han robado, ¿de quién sospecha? Y viceversa.
-La presión. La hipoteca. Tenía que trabajar. Para mantener a la
familia. Para pagar el coche y las vacaciones. Ese coche que nada
más pedía taller, la libertad, la libertad.
-¿No se desprendió de él?
-Todo el mundo tiene un coche, un buen coche.
-Veamos ¿Dónde estaba usted mientras dice que perdió el tiempo? O
le robaron y viceversa.
-¿A qué usted se refiere? ¿Se refiere a mí?
-Al que no se daba cuenta que lo perdía. ¿Dónde estaba usted…
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-No sé. En el lío. Me llenaron la cabeza, pensando en el futuro. Quizá
estaba aquí. Añorando los veranos interminables, los besos que vi,
los besos que deje de dar. Así durante días. Recuerdo una televisión
y en Internet que me hacían compañía. Mientras lo buscaba. Me
dolía. Me duele.
-Me temo que debo arrestarle.
-¿A quién?
-Al que no se daba cuenta que lo daba. Si no me equivoco, es usted
sospechoso. En otro caso, rellene este impreso simple o viceversa,
vamos a cerrar.
-Disculpe, creo que me he equivocado de ventanilla.
En un diálogo, los personajes deben contarse a sí mismos su manera
particular de estar en el mundo. Eso es lo que vemos en el texto
ilustrativo "la dura realidad". Se nos informa de que uno de los
personajes vende helados y asistimos a la realidad de las emociones
que esto provoca. Así, n las frases de un diálogo habrá una intención
concreta y cuando se descubre ese hilo es cuando el diálogo
adquiere sentido pleno. Esa es la tarea: escribimos un cuento
basado en el diálogo e intentamos poner en práctica lo que
hemos aprendido.
12. La consola
Levantó la mirada de la videoconsola y con ojos tristes me lanzó
la pregunta. La sobrina, de ocho años, llevaba jugando detrás
de la pantalla, el esperado regalo de Navidad, todo el fin de
semana. El viernes empezó por sacarnos fotos con la pequeña
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pantalla, sujeta entre sus manos pequeñas. Rodeaba nuestra
imagen con marcos de fantasía: ahora un arco iris alrededor de
nuestras cabezas, nubes de colores con estrellas, luces de neón
en forma de corazones que vibraban tornasolando en azul y
rosa.
Al día siguiente, siempre detrás y a través de la pantalla,
contemplaba la casa alrededor. La videoconsola, del tamaño de
un paquete de tabaco, es una ventana mágica: al correr el
gozne se abre un umbral inesperado. En la cocina, la lavadora
adquiría brillos misteriosos y sus mandos sobresalían como
cogollos de girasol. Su puerta redonda, ojo de buey, parecía
ocultar una entrada secreta. La nevera se movía animada, con
su juego de imanes. En la bandeja de mimbre, unas naranjas
parecían más relucientes, más naranjas, más vivas. La niña
Amalia me pidió que soplara al micrófono, a un lado de la
pantalla. La cocina se llenó de burbujas de jabón: volaban
cambiando el tamaño y los destellos, traslúcidas. Estas pompas
no ensuciaban con su viscosidad el suelo, como cuando, años
atrás, agitaba el frasco y levantaba el aro envuelto en su
membrana. Soplaba al micro y a través de la pantalla salían
más y más burbujas volando, y ella reía y reía.
De paseo por el barrio, sin la consola, Amalia miraba el suelo
sin mayor interés, los árboles de ramas desnudas, acelerando el
paso para volver a casa y a su juguete, -Que me aburro -repetía.
Sobre la mesa pone un cromo de papel, un simple cromo.
Apunta hacia él con la ventana de la consola y, pulsando con
sus pulgares los botones y las ruedas, se levanta del papel una
caja, y de la caja sale un bosque, y entre los árboles del bosque
un dragón levanta su cabeza amenazadora, abre desafiante las
fauces. Ella dispara, dispara y dispara, flechas y rayos, que
suenan hasta que el dragón explota y queda carbonizado. Y se
eleva otra caja de la que sale un nuevo bosque.
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Entonces es cuando miró la fotografía donde aparezco con mis
padres, siendo un niño de tres años sobre un caballo de cartón
en una playa de Alicante, y me soltó, con un titubeo, como si
apenas se atreviera: "¿El mundo entonces era en negro y
blanco?". Que pensara esa posibilidad me recorrió como un
escalofrío.
NOTA: a partir de una anécdota de estos días, en línea con los "me
acuerdo", he preparado el texto. Me llevaba a una pregunta acerca de
cómo influyen los artilugios tecnológicos prolongación de nuestros
sentidos al percibir "lo real". Acerca de la fusión entre lo virtual y "lo
real". Para esta niña, que ve el entorno metamorfoseado desde la
pantalla de la consola, y a través de ella actúa con él, es "el mundo",
lo dado. Las videoconsolas tienen un punto inquietante.
13. Un cliente menos
Luis Miguel Bascones
Llevamos meses detectando anomalías en el consumo electrogas de
la vivienda sita en la calle Ventura, 13, un código gazapo encallado
que se extendió hace dos semanas a la colonia vecinal, para
convertirse en otra cosa. Martínez Claxon, el potencial cliente, no
sólo persistió en su aislamiento de todo suministro oficial, a pesar de
la batería de soluciones que desde TuEnergía S.A. se ha dirigido en
favor de su bienestar. En clara muestra de retrohistorismo, el conejo
rechazó la carta 9, nuestra ofertamenaza más potente, como sólo
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había ocurrido en dos ocasiones anteriores. Pero después vinieron
los hechos más graves, por los que le remito esta circular con los
anexos.
He demostrado en estos años mi competencia y entrega a TuEnergía,
con la captura para la Casa de disclientes dados como perdidos por
otros vigilantes. He colaborado en el Departamento-para-Ablandar-
Voluntades desde su creación, no hay una rama, ni entre personas ni
entre organismos, que no haya cedido al peso de nuestros ingenios,
como refleja la cuenta de clientes y resultados.
Al detectar la primera anomalía por bajada de consumos en el
suministro, se envió a un comercial bregado, 1325, agente de zona
premiado con el electrón de oro el año pasado. La sesión con
Martínez Claxon transcurrió a buena temperatura (22°), que no
concordaba con las lecturas de contador, que apenas le hubieran
servido para subsistir a unos 10° con las paredes mejor aisladas, y no
era el caso. El informe anota posible cultivo de plantas: Tres niños
armaban mecanos móviles de papel, alambre y plantas verdes,
semejantes a girasoles, hasta cubrir una pared del salón. Pero sobre
todo llamó la atención del comercial la voz pausada e incluso la
escucha, del discliente, mujer, euroafricana, de mediana edad, que lo
recibió. Vestía ropa de tejidos vegetalmente activos, que fueron
alargándose por la manga y el bajo de la falda en el transcurso del
encuentro. Quedó anotado en el parte de incidencias, como que olía,
de manera cambiante, a fermentos de aceituna, a mar, a combustión
de leña (la descripción del comercial es confusa en este punto, no
determinante), aunque no se encontró indicio de estas sustancias. La
renegada ofreció una taza de café a 1325, que quedó casi
desarmado, pero aplicó de inmediato la escala de cargas y alivios,
con aumento de intensidad, según el protocolo de ablande.
A la pregunta por si conocía las ventajas de la nueva Ley de Libertad
Energética, el discliente encogió los hombros, respondiendo con
preguntas, en una actitud de increencia aviso de la evolución
posterior de los acontecimientos.
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Se le ofrecieron los ahorros correspondientes, llegando hasta el Plan
Insignia Triple, que pulsa los niveles máximos de estímulo. Sabemos
que las mejoras no pueden ser cuantiosas, por los acuerdos
alcanzados entre compañías, y porque tampoco sería confiable un
beneficio mayor. Pero, ¿Quién no desea ahorrar unos euros en el
año? Se le insistió en el valor de comparar y decidir, se le hizo sentir,
como siempre, decisor rey. El llamado a la codicia/ahorro y el
narcisismo del cliente no funcionaron con Martínez Claxon.
1325 le puso en situación de compararse con sus vecinos, quienes ya
disfrutaban las ventajas de TuEnergía. El quedarse atrás y ser menos
(o no ser) tampoco le movieron a suscribir la póliza. Días después se
le remitieron las cartas preceptivas de ofertamenaza por ausencia de
coberturas y, en contraparte, las del suministro, el casi crédito y casi
empleos asociados al Plan.
Desde entonces la lectura del contador de luz y gas ha caído a un
consumo tan bajo que es inexplicable e incompatible con la vida en la
actual ola de frío africano. Todo indica que ha conectado plantas
vivas y turbinas a nuestra base de quejas y reclamaciones. De ser así
habría logrado un circuito de calor a partir de nuestras quejas.
Nuestra base de quejas, que no había hecho sino subir en los últimos
tres años, se reducía al mismo ritmo que las bajadas de TuEnergía
consumo en la vivienda de Martínez Claxon, y luego de la finca de
343 domicilios que componen su comunidad.
Ante la gravedad del caso, acudí en persona a la madriguera
enquistada. Me recibió Martínez ofreciendo una taza de té caliente.
Un poderoso olor a pipas tostadas invadía la cocina, aunque sin
signos de combustión. Le conté que lo sabíamos todo, ofrecí
suministro electrogas, alimento y un empleo en nuestra compañía a
cambio de la fórmula.
Los ingenieros están tratando de bloquear la fuga de reclamaciones
y se preparan para asimilar la tecnología. Adjunto como primer
anexo la acusación de robo y biohacking por conversión de ira. Se ha
comunicado el delito y confirmado ya la cancelación del discliente y
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su colonia al Ministerio de Industria, que ejecutará Interior la
próxima madrugada, cuidando de mantener la instalación intacta.
Por mi parte, adjunto también informe médico para solicitar
vacaciones de una semana, derecho adquirido y no empleado en el
último quinquenio.
Fdo.: Fausto del Val
Todo por Tu Energía
EL LAGARTO Y LA BOTELLA
El lagarto mira la botella, que está vacía. El sol juega con los colores
sobre el cristal transparente y los reflejos se agitan. A cada vuelta ve
cambiar el cuerpo, y no hay forma que no adquiera el tono más
terrible o soberbio: la sombra en el espejo es azarosa. El cono de la
base afila y redondea la apariencia, qué sorpresa. Otra vuelta más
alrededor. Alcanza ahora la boca de la botella. Al otro lado del cuello,
descubre el reptil la imagen del dragón que lleva dentro, y que frente
a sí espera. Más y más grande devuelve el espejo la máscara, según
va hundiendo su cuerpo, deslumbrado, por el estrecho canal vidrioso.
La figura reluce conforme se acerca a ella. Luego, en un instante, los
gestos se desdibujan y desaparecen. No hay vuelta atrás. Queda la
botella, aunque ya no está vacía.
LOS TRANSPARENTES
Un cubo cruza la noche repleto de maíz en grano. De su asa
metálica lleva una mujer, apenas visible, camino del molino nixtamal.
Un embudo engulle por su boca los dientes solares del maíz, los
mastica y devuelve una olorosa masa blanca ensalivada de agua
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salada. Más al sur no hay molinos y las mujeres transparentes ocupan
y muelen su espalda moliendo maíz sobre el metate de piedra
volcánica, los granos desprendidos antes por sus manos del elote. Un
cubo con la masa tierna cruza de vuelta el amanecer portando una
mujer apenas visible. Sus manos gastadas toman porciones del cubo
y forman pequeños astros, esferas, círculos perfectos. El fuego de la
pobre leña recogida a orillas del pueblo por mujeres apenas visibles
arde temprano bajo la chapa del comal. Una tras otra van cayendo las
obleas sobre la forja. La lumbre cuece el silencio de la mañana y el
rumor que escucha de los seres que van despertando. Las tortillas se
ahuecan y voltean sobre este volcán menor y son envueltas por
manos transparentes en transparentes paños que aguantan su calor.
Alimento. Subsistir un día más. Quedan pocos hombres en el pueblo.
Marchan al norte, a una tierra de promisión que sólo alcanzarán si
cruzan su custodiada muralla sin ser vistos; ésta semana dos de ellos
han sido devueltos al pueblo... las reyertas, los accidentes, las
viviendas incendiadas al otro lado, donde trabajan, donde ganan,
donde pierden. Otros ya no regresan; o, como aves migratorias, de
curtidas alas, con la temporada; o envían otros su fatiga bajo la
especie del oro verde de papel, que tanto puede bajo el sol reseco del
campo, de la tierra que no da. Escuché apenas el llanto y la ira de una
madre en la vacía iglesia. Y la música y el pobre bálsamo de mezcal
en la casa transparente de los familiares. Hoy el maíz dará leve vida a
niñas y a niños, a viejos anticipados por la muerte pobre que roe los
cuerpos transparentes. Los cuerpos de maíz que saldrán en un cubo
inexorable hacia el molino del norte. Son tantos, son casi
transparentes. Sólo cuentan acaso en las cifras, deslumbrantes,
inciertas, de los molinos que los cultivan, cuentan, muelen y
administran. Y no hay molino para todos. A veces los transparentes
toman la palabra para dejar de serlo.
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14. Del amor, entre episodios
-Oye Tom, esta vez han cargado el suelo de ballestas, gasolina y
cerillas. Creo que quieren acabar la serie a lo grande. Hasta ahora te
he desollado veinte veces y no te mueres. Tus zarpas me han cortado
en gajos, me ha planchado un camión o un golpe seco de sartén y
aquí sigo, entero. Pero esta vez asusta, me huelo algo diferente.
-Ayer acabó en bronca la cena de los guionistas, se levantaron
gritando, sin terminar los platos. ¿Tú también notas el montaje más
tirante?
-Siento tirante la piel, como que escuece. Tom, ¿Te das cuenta que
nunca hemos hablado de las cosas importantes, como el amor?
-Tú siempre detrás del queso y yo siempre detrás de ti y huyendo del
perro, así episodio tras episodio, qué vamos hablar: huir y perseguir,
es la rueda. Hipotecas y ascensos, o pisos nuevos y más hipotecas, en
los episodios de la gente de carne y hueso: huir y perseguir. Amor...
El olor de un sexo abierto como una flor que no espera, eso es amor,
Jerry.
-Entre episodios voy a la biblioteca, leo el periódico y se me quitan las
ganas. La verdad, vuelvo con la libido por el suelo. La vida de los
hombres es jodida.
-Pues yo estoy que me subo por los bordes de la pantalla, Jerry, con la
de canciones románticas que pinchan en el estudio. Si no meten
pronto una gata en el guión.... Escucha: "mi vida eres tú", "desde que
te fuiste el mundo se acaba...". Los peores, los latinos, ¿has oído a
Gilberto Santa Rosa? Vaya enfermedad, cuando se ponen así es que
se les nubla el juicio. Les gusta sufrir.
-Pero también tienen sus gestos, Tom. Mira Rick en Casablanca. Todo
amargado y a lo suyo al principio, y luego que ya tiene a la chica, a
Ingrid Bergman, le cambia el pasaporte para que pueda escapar en
avión con otro. Ahí rompe la persecución. La renuncia a tu queso por
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un queso mayor, eso es amor. Bueno, es cine, pero lo han hecho
ellos.
-¿Amor por una causa mayor, dices? Si de las canciones pasas a las
religiones, todas hablan de amor, pero eso sí que son persecuciones y
no las nuestras. Será que nos han creado a su imagen y semejanza,
como algunos dicen al hablar de sus guionistas.
-También he visitado hospitales, Tom, y he visto cómo la gente se
acaba, o pierde partes. Ellos sí pierden partes en accidentes, se
rompen de verdad. O con enfermedades, dejan de caminar o de ver....
Los he visto llorar. Algunos se reponen con las piezas que les quedan.
Creo que el pegamento es también amor. No sólo amor propio o a
otras personas. Tienen palabras para eso, como "filosofía", que viene
de amor por la sabiduría. O los amigos, con la confianza. Eso les
salva, a veces. O será el hambre y el miedo a que se acabe también
su serie.
-Prepárate, Jerry, que suenan las máquinas de edición y salimos. No
tengas miedo, ya ves que aquí nos matamos de veinte maneras, pero
nunca pasa nada. Los de carne y hueso están jodidos, duran poco,
sufren, y mucho de gratis, pero de verdad les envidio.
-Bueno, Tom, por si esta vez pasa algo raro y no nos vuelven a pintar,
que sepas que también persigo el queso por estar cerca de ti, por
llamarte la atención.
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