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UNIDAD 1
¿¿CCUUÁÁLL EESS NNUUEESSTTRROO
OORRIIGGEENN??
“Y Dios creó al hombre a
su imagen; lo creó a
imagen de Dios, los creó
varón y mujer.”
(Génesis 1, 27)
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UNIDAD 1
““¿¿CCUUÁÁLL EESS NNUUEESSTTRROO OORRIIGGEENN??””
Hace aproximadamente dos mil quinientos años, un filósofo
llamado Platón elaboró una filosofía en la que explicó varias cuestiones
referidas al hombre. Entre ellas, explica cual es el fin de la vida de todas
las personas. Y lo hace del siguiente modo: A diferencia del cristianismo,
somos sólo almas. Es decir, cada persona es un alma que se encuentra
encerrada en un cuerpo. El fin último de todas las almas es regresar al
mundo de las Ideas. Este es un lugar del cual todos provenimos. Al morir,
nuestra alma, es decir, cada uno de nosotros, seremos juzgados. Si a lo
largo de nuestra vida terrenal logramos purificarnos, regresaremos al
mundo de las Ideas de manera definitiva. Si no alcanzamos la pureza
necesaria, volveremos al mundo material en el que ahora nos
encontramos. Lo haremos reencarnándonos en otro cuerpo.
El cristianismo también da una respuesta con respecto al origen de
todos los seres humanos. Afirma que todas las personas fuimos, somos y
seremos creadas directamente por Dios. La creación de las primeras
personas fue revelada por el mismo Dios y se encuentra narrada en la
Biblia. Al comienzo del Libro del Génesis, en los dos primeros capítulos,
Dios les enseña a todas las personas cuál es su origen.
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11..11.. TTooddoo eell UUnniivveerrssoo eess ccrreeaaddoo ppoorr DDiiooss
Según la revelación de Dios contenida en la Biblia, primero fue
creado el mundo y luego el ser humano. Con la palabra mundo se
hace referencia al universo, y no sólo al planeta tierra.
Las primeras palabras lo expresan así: “Al principio Dios creó el
cielo y la tierra.” (Génesis 1,1) Con el término tierra se refiere al planeta
tierra. Y con la palabra cielo, al resto de las cosas que existen fuera de la
tierra, es decir, al resto del universo. Luego, en los versículos siguientes,
se ve cómo Dios va creando el resto de las cosas que están tanto en el
cielo como en la tierra.
A continuación dice que “… Dios vio que esto era bueno.”
(Génesis 1, 25) La palabra bueno puede llegar a parecer pobre para
expresar la grandeza, lo sorprendente y lo maravilloso que es lo que Dios
había creado hasta este momento. Pero aquí significa que no había
absolutamente nada malo, que todo era perfecto. Justamente, de Dios no
puede brotar nada imperfecto o incompleto. Sólo lo bueno puede provenir
de Él.
Es importante dejar en claro que Dios mismo creó a todos los
seres vivos. Es decir, Dios crea a los primeros seres vivos desde los
cuales proceden todos los que existieron y existen. Dicho con otras
palabras, Dios es el origen de la vida no sólo del ser humano sino de
todo ser vivo que exista.
Dios creó el universo para el hombre. Todo lo que existe,
existe para el ser humano. Dios ama al hombre y le confía todo para
que pueda disfrutarlo. En un salmo aparece el agradecimiento a Dios
expresado por los hombres por este inmenso regalo: « ¡Den gracias al
Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor! … Al único que hace
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maravillas, ¡porque es eterno su amor! Al que hizo los cielos sabiamente,
¡porque es eterno su amor! Al que afirmó la tierra sobre las aguas,
¡porque es eterno su amor! Al que hizo los grandes astros, ¡porque es
eterno su amor! El sol, para gobernar el día, ¡porque es eterno su amor!
La luna y las estrellas para gobernar la noche, ¡porque es eterno su
amor!» (Salmo 136, 4-9)
11..22.. SSóólloo eell sseerr hhuummaannoo eess ccrreeaaddoo aa iimmaaggeenn yy sseemmeejjaannzzaa ddee
DDiiooss
Una vez que Dios terminó de crear todo lo que existía, Él dijo lo
siguiente: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra
semejanza; y que le estén sometidos los peces del mar y las aves
del cielo, el ganado, las fieras de la tierra, y todos los animales que
se arrastran por el suelo. Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó
a imagen de Dios, los creó varón y mujer.” (Génesis 1, 26-27) En
estas palabras se manifiesta que Dios valora y privilegia al ser humano.
Detengámonos en esta cita:
a-) En primer lugar estamos hechos “a imagen y semejanza de
Dios.” Esto no significa que somos iguales a Dios, sino semejantes. Por
la voluntad de Dios, sólo el hombre está capacitado para encontrarse
con Dios y de vivir en Él.
La finalidad de todas nuestras capacidades es el amor. Es
decir, el sentido de cada una de ellas radica en el amor. Amar a
alguien no es solamente desearle su felicidad, sino también
concretar dicho querer en buenas acciones para esa persona. Para
aprovechar plenamente todas las situaciones y momentos es necesario
que el amor se dirija a personas concretas. Entonces, más que “puedo
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amar para vivir feliz” es “si amo con libertad a mi papá, a mi mamá, a mi
amigo, a mi amiga, a mi novio o a mi novia, etc., viviré feliz.”
b-) Sigue diciendo la Biblia: “que le estén sometidos…” Dios,
nombrando los diferentes tipos de animales, deja en claro que el ser
humano tiene a su disposición a todos los otros seres del mundo. Según
Dios, todas y cada una de las personas estamos en una categoría
diferente y superior al resto de las cosas. Todo el resto de la naturaleza
está creada por Dios para el hombre. El ser humano está invitado por
Dios a disfrutarla. Y, para esto, debe aprender a hacerlo.
c-) No olvidemos que la palabra hombre no significa solamente
varón. La palabra hombre significa ser humano; persona. Luego dice que
“los creó varón y mujer”. Tanto el varón como la mujer están creados a
imagen y semejanza de Dios. Por lo tanto, las mujeres y los varones
tenemos el mismo valor infinito. Por este motivo, tanto los varones
como las mujeres tenemos el mismo derecho y la misma
responsabilidad para con Dios, para con los demás y para con uno
mismo. Es decir, todos merecemos ser amados y todos podemos
aprender a amar a las demás personas. Por ejemplo, toda persona debe
ser escuchada y tenida en cuenta. Nadie debe ser menospreciado.
Además, todos lo seres humanos podemos y debemos aprender a
escuchar con libertad para amar así a las demás personas.
Es sorprendente como Dios mismo, en la Biblia, muestra la
profunda relación que existe entre la mujer y el varón. Es decir, vivir
coherentemente al profundo vínculo que hay entre el varón y la mujer.
En el segundo capítulo del Génesis, Dios cuenta como está
compuesto el ser humano: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre
con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida.” (Génesis
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2, 7) El ser humano está compuesto por cuerpo (arcilla) y alma
(aliento de vida). Cada una de las personas es única e irrepetible. Que
no haya dos personas iguales no significa que a lo largo de toda mi vida
estaré sola o solo. Justamente, el que seamos distintos, nos permite
compartir lo que somos y lo que tenemos. Puedo dar lo que tengo y
recibir lo que no tengo porque otros lo tienen y me lo quieren dar.
Entonces, según lo que Dios dice, todos somos infinitamente
valiosos. Y cada una y cada uno lo es de manera única e irrepetible. Es
decir, somos lo mismo, pero cada una y cada uno lo es de una manera
totalmente original.
11..33.. LLaa iinnmmoorrttaalliiddaadd ddeell hhoommbbrree ccoommoo uunn rreeggaalloo ddee DDiiooss
Además de lo hasta aquí desarrollado sobre el ser humano nos
detendremos ahora en su inmortalidad. “El Señor Dios tomó al hombre
y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara. Y le
dio esta orden: “Puedes comer de todos los árboles que hay en el
jardín, exceptuando únicamente el árbol del conocimiento del bien y
del mal. De él no deberás comer, porque el día que lo hagas
quedarás sujeto a la muerte.” (Génesis 2, 16-17) Dios es muy claro en
su mensaje al ser humano. La palabra muerte no significa solamente la
muerte física, es decir, fallecer. Sino también, todos los sufrimientos que
tiene, tuvo y tendrán las personas a lo largo de la historia. La Vida que
tenían los primeros hombres era plena. Todo era bueno. Nada era
malo. Todo lo compartían entre ellos y con Dios.
Cabe agregar que las primeras personas eran absolutamente
conscientes de la condición en la que se encontraban. Sabían qué
hacer para seguir viviendo sin ningún tipo de sufrimiento y totalmente
felices. Estaban en un lugar en el que nada les faltaba. Disponían de
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todas las cosas que Dios les había dado. Y además, podían vivir con
sentido cada una de las cosas que hacían o que les ocurrían.
11..44.. JJeessúúss rreevveellaa aall hhoommbbrree eell AAmmoorr ddee DDiiooss PPaaddrree
Para concluir con esta presentación sobre lo qué es el ser humano,
vamos a decir que todos somos hijos de Dios. Fue Jesús, la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad, quien reveló al hombre que Dios Padre
ama al hombre. Cristo muestra a Dios Padre: “Él es la Imagen del Dios
invisible” (Colosenses 1, 15) Así de simple y de misterioso: Jesús nos
dice al corazón que Dios Padre nos quiere porque somos sus hijos.
“Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios
llamándolo" ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gálatas 4, 6)
Muchas veces se piensa que Dios es un ser lejano e indiferente a
la realidad de cada persona. El mensaje que Cristo trae plantea algo
nuevo. Es la Buena Noticia por la que Dios responde al llamado del
hombre humilde y le llena su corazón. “Tú, en cambio, cuando ores,
retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en
lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.”
(Mateo 5, 6) Orar es dialogar con Dios. Para comunicarse de esta
manera con Él, es preciso el encuentro personal.
La Buena Nueva no es sólo un mensaje que se escucha con
los oídos, sino una experiencia que se acepta con libertad y se vive
desde el corazón. Vivir como hijos de Dios es la respuesta libre a un
llamado que Él realiza. Dios se acerca a quien lo espera. Dios no
hace preferencias a la hora de revelarse. Jesús mostró esto en
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repetidas oportunidades. Una de ellas ocurrió con Zaqueo. Dice la
Biblia que “Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Allí vivía un
hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos. El
quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque
era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para
poder verlo, porque iba a pasar por allí. Al llegar a ese lugar, Jesús miró
hacia arriba y le dijo: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que
alojarme en tu casa". Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con
alegría.” (Lucas 19, 1-6)
11..55.. LLlleeggaarr aall AAuuttoorr aa ttrraavvééss ddee ssuu oobbrraa
Comenzamos esta unidad refiriéndonos al hombre como a un ser
creado por Dios con y por amor. A continuación nos detendremos en el
Autor de toda la creación. Dicho autor es Dios Padre.
Casi todas las personas pueden maravillarse o asombrarse frente
a algo con lo que se encuentren. Y también puede ocurrir que luego, lo
hagan con el autor de lo que estén conociendo. Tomemos como ejemplo
a un chico que se fascina con una canción que nunca antes había
escuchado. Es muy probable que averigüe quien es el autor dicho tema
con la intención de conseguir más canciones compuestas e interpretadas
por él. Lo más probable es que espere que las demás canciones también
sean como la primera. Y, si el músico es realmente talentoso, encontrará
varias canciones al nivel de la primera. Esta persona, aunque no se dé
cuenta, al escuchar las canciones, conoce al autor de las mismas. En las
canciones está presente el autor.
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Apliquemos esto ejemplo. Antes de la creación sólo existía Dios.
Todo lo que existe, existe y es lo que es y cómo es, porque Dios así
lo quiere y así lo hace. Si uno admira a un músico por las canciones
que compone, ¡cuánto más podrá admirar a Dios por su creación!
En la Biblia, una persona iluminada por Dios, dice: “Y si quedaron
impresionados por su poder y energía (se refiere al poder y a la fuerza
natural que tienen el viento, el agua y el fuego), comprendan, a partir de
ellas, cuánto más poderoso es el que las formó. Porque, a partir de la
grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a
contemplar a su Autor.” (Sabiduría 13, 4-5)
Entonces, Dios se nos muestra a través de la grandeza que
tiene la naturaleza que él crea. Si nos sorprende hasta atemorizarnos el
poder de una fuerte tormenta, ¡cuánto más nos podrá sorprender el
poder del Autor y creador de la tierra! O también, si nos asombrara la
genialidad que tiene un futbolista, una actriz o una cantante, ¡cuánto más
nos podrá asombrar la genialidad del Autor y creador de dichas
personas!
En la Biblia aparece repetidas veces la experiencia de alabanza a
Dios que genera el descubrir y palpar su poder creador. En el Libro
Eclesiástico dice: “Por mucho que digamos, nunca acabaremos; en una
sola palabra: él lo es todo. ¿Dónde hallar la fuerza para glorificarlo?
Porque él es el Grande, superior a todas sus obras, Señor temible y
soberanamente grande: su poder es admirable. ¡Glorifiquen al Señor,
exáltenlo cuanto puedan, y él siempre estará por encima! Para exaltarlo,
redoblen sus fuerzas, no se cansen, porque nunca acabarán. ¿Quién lo
ha visto, para poder describirlo? ¿Quién lo alabará conforme a lo que es?
Hay muchas cosas ocultas más grandes todavía, porque sólo hemos
visto algunas de sus obras.”
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UNIDAD 2
EELL PPEECCAADDOO OORRIIGGIINNAALL::
LLAA RREESSPPUUEESSTTAA DDEELL
SSEERR HHUUMMAANNOO AA DDIIOOSS
“Pero el Señor Dios llamó
al hombre y le dijo:
"¿Dónde estás?".
(Génesis 3, 9)
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UNIDAD 2
““EELL PPEECCAADDOO OORRIIGGIINNAALL::
LLAA RREESSPPUUEESSTTAA DDEELL SSEERR HHUUMMAANNOO AA DDIIOOSS””
El hombre fue creado por Dios para vivir pleno, feliz. Dios
quiere que todos seamos felices compartiendo todo lo que somos y todo
lo que tenemos.
Pero, la respuesta del hombre a Dios fue opuesta.
22..11.. NNuunnccaa hhaayy vveerrddaadd eenn ééll
En la Biblia aparece narrado este hecho. El cual es crucial en la
historia del ser humano. El ser humano fue tentado muy astutamente
por Satanás. La intención de dicha tentación era que el hombre traicione
a Dios y a sí mismo y de este modo, pierda todo lo que tenía. Antes de
desarrollar el contenido de este suceso, veremos quién es este tentador.
Satanás es un ángel caído. Podríamos decir que los ángeles son
espíritus creados por Dios para servir a Dios y acompañar a los seres
humanos durante toda su vida. Los ángeles están a disposición de la
voluntad de Dios, y por esto, de las necesidades de los hombres. Las
personas tienen siempre a un ángel que está a su lado. El diablo
comenzó siendo un ángel bueno creado por Dios. Luego él se hizo
malo; eligió ser malo. Esto significa que libremente se puso en
contra de Dios. Jesús dijo con respecto a él que “desde el comienzo
él fue homicida y no tiene nada que ver con la verdad, porque no
hay verdad en él. Cuando miente habla conforme a lo que es,
porque es mentiroso y padre de la mentira.” (Juan 8, 44)
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La tentación que culminó en el pecado original fue realizada
por este mismo ángel que había sido creado por Dios. Éste comenzó
diciéndoles: “¿Así que Dios les ordenó que no comieran de ningún
árbol del jardín?” (Génesis 3, 1) La mujer le contestó: “Podemos
comer los frutos de todos los árboles del jardín. Pero respecto del
árbol que está en el medio del jardín, Dios nos ha dicho: “No coman
de él ni lo toquen, porque de lo contrario quedarán sujetos a la
muerte.” (Génesis 3, 2) Esta fue la primera respuesta que le dio Eva a
Satanás. Parecía estar muy segura, muy convencida y muy de acuerdo
con lo que Dios le había dicho. Pero ya había cometido el error de
ponerse a hablar con Satanás. Sabía con certeza estaba obrando en
contra del amor que Dios siente por ella.
Satanás, con la intención de que el ser humano se separe y se
aleje de Dios, le insistió diciéndole: “No, no morirán. Dios sabe muy
bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos
y serán como dioses, conocedores del bien y del mal”. (Génesis 3,4)
Esta nueva tentación que recibe Eva fue más intensa y más atractiva.
¡Llegar a ser como dioses! ¡Conocedores del bien y del mal! El diablo
invitaba al hombre a rechazar a su Creador. A convertirse en
creadores.
22..22.. CCaammbbiiaarr ttooddoo ppoorr nnaaddaa
Como narra luego la Biblia, Adán y Eva, con total conciencia y
libertad, decidieron comer de ese árbol. Expresado con otras palabras,
quisieron ser más que Dios. No aceptaron a Dios como a su Dios. A
pesar del inmenso amor que Dios tuvo con ellos, lo negaron. La
soberbia se adueñó de ellos y para intentar ser dioses, perdieron la
Vida que tenían. Se quedaron huérfanos. Pero Dios, por el infinito
amor respetuoso que les tenía, les permitió elegir estar con o sin Él.
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Al rato, acontece lo que obviamente ocurriría. Llegó Dios. “Al oír la
voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín, a la hora en que
sopla la brisa, se ocultaron de Él, entre los árboles del jardín”.
(Génesis 3, 8) La relación que existía entre Dios y las personas
desapareció. Las personas, representadas en Adán y en Eva, se
escondieron de Dios; habían perdido la profunda y simple manera de
estar con Dios que antes tenían. Dejaron morir en su corazón la
confianza que tenían en su creador. Se quedaron solos.
Así fue que el hombre perdió todo lo que Dios le había regalado.
La plenitud en la que el ser humano se encontraba pasó a ser parte de
su historia pasada. El tercer capítulo del Génesis termina diciendo esto
de la siguiente forma: “Entonces (Dios) expulsó al hombre del jardín
de Edén…” (Génesis 3, 23) Se puede llegar a pensar y a sentir que
Dios, por sentirse defraudado, lo expulsó al hombre para vengarse
de él. Vamos a detenernos en este punto para poder comprenderlo
correctamente.
22..33.. LLaass ccoonnsseeccuueenncciiaass ddeell ppeeccaaddoo oorriiggiinnaall
“El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer unas túnicas de pieles y
los vistió.”
(Génesis 3,21)
El pecado original y todos los pecados particulares son
similares pero no idénticos. El pecado original es un pecado
contraído y no cometido como lo son todos los demás. El pecado
original determina negativamente nuestro estado interior. El cual es
así desde que comenzamos a existir. Es decir que lo poseemos
desde que estamos en el vientre materno. Los pecados particulares
son actos que se realizan. Tanto el pecado original cuando se
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realizó por los primeros seres humanos como cualquier otro pecado
particular que se realice son actos concientes y libres. Es decir, por
un lado, quien lo realiza se da cuenta de lo que está haciendo y sabe
qué consecuencias le traerá. Por otro lado, elige libremente hacerlo.
Entonces, tanto Eva como Adán, sabían qué era lo que estaban
realizando y por lo tanto conocían perfectamente sus consecuencias.
Además podrían no prestarle atención a Satanás. Pero prefirieron
escucharlo. Aceptaron su propuesta y pecaron.
Esta caída del ser humano en el pecado, fue el inicio de la
proliferación del pecado en el mundo. De hecho hay una enorme
variedad de pecados. Así como se puede amar de múltiples maneras, se
puede pecar de diferentes modos. Todos los pecados particulares se
encuentran incluidos en los pecados capitales. Los pecados capitales
son los siguientes: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia.
Por ejemplo, robarle dinero a una persona, que es un pecado particular,
está enraizado en la avaricia.
El pecado original desordena el interior de toda persona. Hirió
lo más profundo del ser humano. No aniquiló la bondad de la
naturaleza del hombre sino que la hirió. Esto significa que seguimos
estando abiertos a la plenitud del amor de Dios. Pero no siempre. Lo
cual nos hace ser incoherentes con este deseo nuestro de totalidad.
Este desorden espiritual se manifiesta en que no siempre deseamos
lo mejor.
El pecado original desaparece con el Bautismo. El mismo Dios
lo quita a través de este sacramento. En el corazón humano permanecen
las consecuencias del pecado original. Nuestro interior sigue siendo
débil. Hay en nuestro espíritu un combate entre la inclinación al mal que
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generó el pecado original y el infinito amor que Dios siente por cada uno
de nosotros.
Dios no se vengó de los seres humanos. Dios permitió que Adán y
Eva pecaran. Que lo haya permitido no significa que haya querido. Es
fundamental entender que la intención de Dios nunca puede ser negativa
o mala. Es decir, Dios nunca quiso ni querrá que alguien sufra. Es común
escuchar que Dios castiga a quienes dañan a los demás. En realidad,
Dios siempre perdona. La misma Biblia, que es Palabra de Dios, dice:
“… donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” (Romanos 5,
20) Dios conoce en carne propia hasta lo más doloroso y angustiante del
pecado. Él llega a nuestro corazón y nos libera del dolor que causa
el pecado. Este gran regalo de Dios no quita que a lo largo de nuestra
vida suframos y experimentemos el poder del dolor y de la muerte.
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UNIDAD 3
LLAA BBUUEENNAA NNOOTTIICCIIAA::
EELL RREEIINNOO DDEE DDIIOOSS
“…porque tuve hambre, y ustedes
me dieron de comer;
tuve sed, y me dieron de beber;
estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron;
enfermo, y me visitaron;
preso, y me vinieron a ver.”
(Mateo 25, 35-36)
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33..11.. ““LLAA BBUUEENNAA NNOOTTIICCIIAA DDEELL RREEIINNOO DDEE DDIIOOSS””
Después de haber presentado a la persona de Jesús, vamos a
dedicar dos temas a estudiar su mensaje fundamental.
3.1.1. Jesús, Maestro
El título más frecuente con el que sus contemporáneos se dirigieron a
Jesús fue el de «Maestro». Así le llamaron no sólo sus amigos y discípulos,
sino también los escribas, los fariseos y otras personas enfrentadas con él.
La palabra original hebrea «rabí», o en arameo «rabbuní» (Jn. 20,16),
significa literalmente «mi mayor» y era la denominación respetuosa que los
discípulos utilizaban para dirigirse a su maestro. Jesús aceptó este título sin
problemas: «Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo
soy.» (Jn. 13,13)
¿Qué clase de maestro fue Jesús?
En primer lugar, fue un maestro itinerante. A diferencia de los otros
rabinos de su tiempo, que enseñaban siempre en un lugar fijo, Jesús
recorrió pueblos y ciudades de casi toda Palestina y enseñó a la orilla del
lago, desde la barca de Simón, en las plazas, en la ladera de una montaña,
en las sinagogas o en el templo de Jerusalén. Es decir, fue a buscar a la
gente allí donde vivía o se encontraba.
Fue un maestro para todos. No restringió su enseñanza a un grupo
privilegiado de iniciados, sino que se dirigía a todo aquel que quisiera
escucharlo. Así le vemos enseñando a grandes multitudes formadas por
varones, mujeres y niños; a los jefes religiosos, con los que entabló fuertes
discusiones, y, sobre todo, a sus discípulos, a los que dedicó un cuidado
especial.
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Jesús fue también un maestro profético. Compartió con los antiguos
profetas de Israel el compromiso por la justicia en favor del oprimido, el valor
para enfrentarse con los poderosos, la aversión hacia la religión inauténtica
y formalista, y, al final, también su destino de persecución y muerte. No es
extraño, pues, que el pueblo le viera como un profeta (Lc. 7,16).
Fue maestro de un estilo de vida. Más que enseñar un credo o una
moral, propuso un estilo de vida, un camino, y, en concreto, un camino de
transformación. Él mismo se presentó como «camino, verdad y vida» (Jn
14,6). Y los primeros cristianos se referían a sí mismos como seguidores del
«camino» (Hch. 22,4).
Y, finalmente, fue un maestro que respetó siempre la libertad de sus
oyentes, porque predicaba una verdad que hace libres (Jn. 8,32). Aunque
retaba a la gente a tomar decisiones en respuesta a su enseñanza, siempre
respetó su libertad para aceptar o rechazar lo que les decía. Así lo vemos
en el episodio final del discurso del pan de vida (Jn. 6,60-67) y en el del
joven rico (Mt. 19,16-22). Jesús llamó, y llama, a entregarnos a él de todo
corazón como nuestro Salvador. El don de la fe es suyo. Pero la decisión de
la respuesta depende de nosotros.
3.1.2. El Reino como soberanía de Dios
Al inicio mismo de su vida pública, Jesús se presenta ante sus
contemporáneos como mensajero de un gran acontecimiento que acaba de
comenzar: «El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está llegando.
Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Mc. 1,15). Más que una
enseñanza o un cuerpo doctrinal de verdades, estas palabras son como una
feliz exclamación, un grito de alegría.
En el Antiguo Testamento Dios había ido prometiendo que llegaría un
día en que rescataría al hombre de todas sus esclavitudes y restauraría su
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plena dignidad y dicha. Este designio de salvación resuena con admirable
fuerza en los escritos del profeta Isaías, quien dibuja una grandiosa
intervención de Dios en la historia para liberar a los hombres y guiarlos
hacia su definitiva plenitud (Is. 35,1-10; 40,9-11; 52,7-10; 61,1-4).
Pues bien, lo que anuncia Jesús es que la gran promesa de Dios
comienza ya a cumplirse, que Dios viene para reinar de manera nueva y
definitiva, y para abrir un camino seguro hacia la plenitud. Y que esto
sucede precisamente a través de él. ¿Qué significa para Jesús este Reino,
o mejor, Reinado de Dios? La verdad es que no nos da una respuesta
sencilla a esta cuestión. Es un acontecimiento tan rico que necesitamos leer
todo el Evangelio para comprenderlo. Podemos describirlo con unas
cuantas afirmaciones:
1. El Reino de Dios es una fiesta. Dios ha creado al hombre para ser
feliz y por eso el hombre se pasa la vida añorando esa felicidad. El
Reino es la realización perfecta de esa aspiración. Es como un gran
banquete en el que quedan saciadas todas las necesidades y donde
se experimenta la alegría profunda del amor y de la compañía. De ahí
que su llegada sea una Buena Noticia, la mejor noticia para el
hombre.
2. El Reino de Dios es una gracia. No es fruto de nuestros esfuerzos, no
lo podemos planificar, organizar y construir con nuestras fuerzas, sino
que es un regalo, un don que se nos ofrece gratuitamente. Por eso
Jesús nos invita a pedirlo: «Venga a nosotros tu reino.» Y es que, en
definitiva, se trata de la presencia activa del amor y de la misericordia
de Dios que nos viene al encuentro. Es como una semilla nueva que
alguien siembra en nuestra tierra, o como un tesoro con el que nos
encontramos inesperadamente.
2. El Reino de Dios es una fuerza transformadora, es decir, algo que
cambia al hombre desde dentro, sanando todas sus enfermedades
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y liberando todas sus posibilidades. Es como un poco de levadura
que transforma toda la masa y hace un hombre nuevo.
3. El Reino de Dios es una nueva forma de vivir y de comportarse,
porque afecta a las cuatro relaciones que constituyen al hombre y las
transforma:
- la relación con Dios, a quien descubre como Padre;
- la relación conmigo mismo, a quien me descubre como hijo;
- la relación con los otros, que se convierten en mis hermanos;
- la relación con las cosas, que de ídolos pasan a ser dones de Dios
para mi utilidad.
Es como la nueva situación vital que estrena el hijo pródigo
después de haberse encontrado con el amor y el perdón gratuito de
su padre.
4. El Reino de Dios es un proceso de crecimiento. Ciertamente este
Reino sólo se realizará de forma plena y definitiva en la otra vida, en
el «más allá». Pero es algo que ya ha comenzado, que ya está en
marcha entre nosotros (Mt 12,28). Y ha comenzado como algo
humilde y escondido que va desarrollándose sin parar, hasta llevar al
hombre a la plenitud definitiva que Dios tiene pensada para él. Es
como una pequeña semilla de mostaza que acaba convirtiéndose en
un árbol gigante.
5. El Reino de Dios es una civilización del amor, porque no sólo cambia
a las personas individualmente consideradas, sino que crea también
una nueva sociedad que, por aceptar la soberanía del amor de Dios,
es una sociedad de hombres libres, pacíficos, compasivos, una
sociedad que protege y ayuda a los desvalidos, a los humildes y a los
pobres. Es como un gran banquete al que se invita a todos sin
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ninguna discriminación, y, sobre todo, a los pobres y desvalidos que
andan por los caminos, para que todos convivan con alegría.
3.1.3. Las parábolas del Reino
Al intentar explicar el Reino de Dios, hemos utilizado algunas
comparaciones. Y todos nos hemos dado cuenta de que estas
comparaciones las propuso el mismo Jesús. En efecto, Jesús no hizo
grandes y complicados discursos, sino que recurrió al uso de lo que él
mismo llamó «parábolas» para explicarnos el Reino de Dios. Los evangelios
nos han transmitido unas cuarenta; y hay que decir que constituyen la forma
más característica de hablar de Jesús.
Las parábolas son comparaciones o relatos breves sacados de la
vida de cada día, que, a primera vista, parecen totalmente inofensivos. Al
escucharlos, el oyente entra confiado en ellos. Pero, cuando está dentro y
ha tomado parte, salta de pronto un interrogante y el oyente, por poco
sincero y avispado que sea, se ve literalmente atrapado, se da cuenta de
que esa historia va dirigida a él y le obliga a definirse. Jesús utilizó este
lenguaje porque quería llegar al mayor número posible de oyentes, hasta los
más sencillos. Pero también para hacernos caer en la cuenta de que el
Reino tenía que ver con la vida de cada día; más aún, que se realizaba en
la vida misma.
Para poder entenderlas y adentrarnos así en el núcleo de la
predicación de Jesús, hemos de tener en cuenta tres cosas:
1. Toda parábola tiene sólo un centro de atención. Aunque sea larga y
llena de detalles, todo gira en torno a un único mensaje central. Por
tanto, no hay que intentar ver el significado de cada detalle, sino
preguntarse: « ¿Qué idea principal me quiere comunicar esta
parábola?»
23
2. Todas las parábolas son anuncios de la llegada del Reino de Dios e
intentan hacernos comprender algún aspecto o cualidad de este
Reino. Por eso, al leerlas, tenemos que preguntarnos: « ¿Qué me
dice esta parábola acerca del Reino de Dios?»
3. Las parábolas pretenden provocar una reacción ante la llegada del
Reino. Y por eso hemos de preguntarnos también: ¿Qué respuesta
espera de mí?»
Hay que reconocer que las parábolas del Evangelio, a fuerza de
oírlas, han perdido gran parte de su fuerza: nos suenan demasiado.
Además, la parábola no es un modo de hablar usual en nuestra cultura y,
como consecuencia, nos resultan un poco distantes. Hemos de hacer un
esfuerzo para recuperarlas, leyéndolas una y otra vez, meditándolas,
dejándonos interpelar por ellas. Si, con toda honradez y sinceridad, dejamos
que las parábolas entren en nuestra vida, nos irán descubriendo un montón
de cosas extraordinariamente importantes. Porque son las cosas que Dios
quiere decirnos para que nuestra vida vaya cambiando según su amor y su
proyecto.
3.1.4. Convertirse al amor
El anuncio del Reino obliga al hombre a tener que decidirse a favor o
en contra; es una oferta que desafía su libertad. Y la aceptación del Reino
recibe el nombre de «conversión», como lo oímos en las primeras palabras
de Jesús: «… el Reino de Dios está llegando. Conviértanse y crean en la
Buena Nueva» (Mc 1,15). ¿En qué consiste la conversión?
Si hemos dicho que el Reino es una nueva manera de vivir y de
comportarse, la conversión significará cambiar el modo de pensar, de vivir y
de actuar. Es una reorientación de toda la vida, en la que podemos
distinguir un momento positivo y otro negativo. Es como si alguien se diera
cuenta de que está marchando por un camino equivocado. Primero tendría
24
que desandar el camino falso y después comenzar a andar por el
verdadero.
El momento negativo es el arrepentimiento de los pecados: reconocer
que mi vida estaba hasta ahora equivocada y renunciar a los falsos ídolos.
Y el positivo consiste en creer en el amor del Padre que se manifiesta en
Jesús, asumir la voluntad de Dios por encima de todo y aceptar vivir como
hijo de Dios y hermano entre hermanos.
Es decir, lo que nos pide el Evangelio es que nos convirtamos al
amor. Ésta es la exigencia fundamental del cristiano. Todo lo demás
(sacramentos, oraciones, obligaciones y preceptos) sirve en tanto en cuanto
nos ayuda a amar mejor. Y la razón es clara: Dios es amor. Por amor el Hijo
de Dios se encarnó, se hizo uno de nosotros y murió.
Amar es para Jesús una moneda con dos caras. La primera es el
amor a Dios, un amor que debe movilizar a la persona entera con todas sus
capacidades: el corazón, el alma, la mente, todas las fuerzas. La segunda
es el amor al prójimo en la misma medida en que me amo a mí mismo (Mc.
12, 28-34), según la regla de oro formulada por Jesús: «Todo lo que deseen
que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley
y los Profetas.» (Mt. 7,12)
Y lo más importante para Jesús es que ambas cosas no se pueden
separar. La única manera de verificar si el amor a Dios es auténtico es ver
cómo amamos a los demás. Como dice San Juan: «Quien no ama a su
hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn. 4,20).
Este amor ha de ser universal: a todo hombre, incluso a mis
enemigos (Lc. 6,27-35). Porque mi prójimo no es el que yo elijo, sino todo
aquel que la Providencia me coloca delante, como explicó Jesús en la
parábola del buen samaritano (Lc. 10,29-37). Y los primeros que Dios me
coloca delante son mis hermanos en la fe. El amor mutuo entre sus
discípulos es para Jesús la primera exigencia y el distintivo: “Les doy un
25
mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto reconocerán
que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los
otros.” (Juan 13, 34-35)
La novedad de este mandamiento reside en el «como yo los he
amado». Porque la palabra «amor» está muy usada y desgastada. Para
recuperar el sentido con que la emplea Jesús, no hay más remedio que
fijarnos en su testimonio:
1. Jesús ama a todos los hombres, y no sólo a los de su casa, religión o
familia.
2. Jesús ama incondicionalmente, sin pedir nada a cambio. Y por eso
ama también a sus enemigos, a los que le hacen mal.
3. Jesús ama hasta el extremo, es decir, hasta el límite de sus
posibilidades humanas, hasta dar su vida.
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3.2. LOS POBRES SON LOS PREFERIDOS DE DIOS
3.2.1. El Reino, Buena Noticia para los pobres
Hay dos momentos clave en la predicación de Jesús, que tienen
todo el valor de una declaración programática. En la sinagoga de
Nazaret, al principio de su vida pública, Jesús hace suyas unas palabras
de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido
para anunciar la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar
la liberación a los cautivos y dar vista a los ciegos, a liberar a los
oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor.» (Lc. 4,18-19). Y
poco después, a los discípulos de Juan el Bautista, enviados para
cerciorarse sobre su identidad, Jesús les dice: «Vayan a anunciar a Juan
lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los
leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los
pobres se les anuncia la Buena Noticia» (Mt 11,4-5).
La Buena Noticia del Reino anunciada por Jesús, supone la victoria
sobre el mal físico, psíquico y espiritual, es decir, sobre todo lo que
impide al hombre desarrollarse plenamente según el plan de Dios. Y esa
victoria brilla especialmente en los más débiles, en los que experimentan
en su propia carne la esclavitud de la pobreza, la marginación, la
enfermedad o el pecado.
Por eso Jesús no es neutral ante las necesidades e injusticias que
encuentra. Siempre está de parte de los que más ayuda necesitan para
ser hombres libres. No ofrece dinero, cultura, poder, armas o seguridad,
pero su vida es una Buena Noticia para todo el que busca liberación.
Cura, sana y reconstruye a los hombres, liberándolos del poder
inexplicable del mal. Contagia su esperanza a los perdidos, a los
desalentados y a los últimos, convenciéndoles de que están llamados a
27
disfrutar la fiesta final de Dios. Desde su fe en un Dios Padre que busca
la liberación del hombre, Jesús ofrece a todos esperanza para
enfrentarse al problema de la vida y al misterio de la muerte. En su
predicación, el anuncio de la salvación se convierte en experiencia
inmediata de salud física, libertad psicológica y liberación espiritual.
No es de extrañar, pues, que Jesús cuidara especialmente a
determinadas categorías de personas, que representaban la máxima
debilidad humana en las circunstancias concretas de su país: pobres,
enfermos, mujeres, niños y pecadores.
3.2.2. Jesús acoge a los pobres y marginados
Siempre es demasiado larga la lista de los pobres e indigentes en
toda época y en toda sociedad. Jesús se encontró con dos capas
sociales de pobreza con distintas características económicas y hasta
morales:
1. Por una parte estaba el pueblo humilde, la gran mayoría de la
población integrada por jornaleros y siervos, que vivían en una
gran precariedad económica. Formaban una masa inculta,
desconocedora de la Ley, agobiada por las prescripciones de los
rabinos y despreciada por los cultos de Israel. Jesús se acerca a
ellos con una compasión sin límites: «Al ver a la multitud se
compadecía, porque estaban extenuados y agotados, como ovejas
que no tienen pastor» (Mt. 9,36). Les dedica la mayor parte de su
tiempo y de su enseñanza. Más aún, afirma que, por voluntad de
Dios, son los principales destinatarios de su mensaje: «Yo te
alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido
estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer
a la gente sencilla» (Mt. 11,25).
28
2. Pero, además, estaba lo que llamaríamos hoy mundo de la
marginación social, la gente discriminada por la enfermedad, por el
censo, por la religión o por los comportamientos inmorales. Jesús
se acerca a los círculos de mala reputación integrados por
publicanos, prostitutas, malhechores, extranjeros, leprosos,
mendigos. Y no se trata de una conducta excepcional o
esporádica, sino de una actitud permanente que, según Jesús,
revela la esencia de su misión. Así, la escena de Zaqueo acaba
con esta declaración solemne: «Pues el Hijo del hombre ha venido
a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc. 19,10).
3.2.3. Jesús cura a los enfermos
La actividad sanadora de Jesús es impresionante en su extensión
y en su variedad: «Jesús recorría toda Galilea predicando la Buena
Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el
pueblo. Su fama llegó a toda Siria; y le traían todos los pacientes
aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados,
epilépticos y paralíticos, y él los curaba» (Mt. 4, 23-24). Son muy
numerosos los casos de curación que los Evangelios describen con todo
detalle: paralíticos, ciegos, sordomudos, epilépticos, hidrópicos,
encorvados, etc.
En la creencia tradicional judía, la enfermedad era un efecto del
pecado. Jesús contradice esta interpretación en la escena del ciego de
nacimiento (Jn. 9,3). Él cura a los enfermos por compasión y, sobre todo,
como signo que manifiesta que él ha venido a restablecer al hombre en
su plena dignidad y salud. Las enfermedades físicas se convierten para
él en símbolos de incapacidades profundas del hombre: esclavitud
interior, ceguera para conocer la verdad, sordera para escuchar a Dios.
Jesús, al curar las enfermedades físicas, se presenta como el
29
restaurador de todas las capacidades del hombre, como el que da la vida
en plenitud.
También se pensaba en aquel tiempo que algunas enfermedades
psíquicas eran consecuencia de una posesión diabólica. Jesús, en este
caso, no se detiene a distinguir. Aprovecha la creencia común y presenta
la curación de los endemoniados como una victoria sobre el adversario
del bien del hombre: su poder es superior al de Satanás.
3.2.4. Jesús honra a las mujeres
La actitud de Jesús ante las mujeres es un ejemplo más de su
acogida recreadora a los oprimidos y marginados. El testimonio
evangélico es unánime: Jesús acogió a las mujeres, las estimó, las
respetó y valoró.
Le tocó vivir en una sociedad y una cultura androcéntrica y
discriminatoria de la mujer, que era hostigada y humillada en sus
derechos fundamentales de persona: la mujer era propiedad, primero, del
padre y, después, del marido; no tenía el derecho de atestiguar; no podía
aprender la Torá.
En este ambiente, Jesús actuó sin animosidad, pero con libertad y
coraje. Se acerca a las mujeres, las cura, no discrimina a las extranjeras
(sana a la mujer sirofenicia: Mc. 7,24-30), supera el tabú de su impureza
legal (cura a la hemorroisa: Mc. 5,34), las pone como ejemplo (elogia a la
pobre viuda: Mc. 12,41-44), cultiva la amistad con ellas (tiene familiaridad
con Marta y María: Lc. 10,38-42). Y una novedad nunca vista es su
actitud misericordiosa hacia aquellas mujeres que eran despreciadas por
ser pecadoras o adúlteras, como la pecadora pública que le unge los pies
(Lc. 7,37-47) o la mujer sorprendida en flagrante adulterio (Jn. 8,1-11).
30
Más importante aún es el hecho de que, para Jesús, la mujer es
igualmente capaz, como el hombre, de penetrar las grandes verdades,
de aceptarlas, vivirlas y, a su vez, de anunciarlas a otros. Así, la
samaritana, mujer de conducta irregular, se hace discípula y mensajera
entre los habitantes de su aldea (Jn. 4,27-42). Y es una mujer, Marta, la
que, como Pedro, emite la profesión de fe más entusiasta y radical: «Sí,
Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir
al mundo» (Jn. 11,27). Es evidente que, con Jesús, las mujeres llegan a
su mayoría de edad y vencen la segregación de aquella cultura. Un
grupo de ellas le siguieron como discípulas desde el principio (Lc. 8,1-3)
y fueron capaces de acompañarlo hasta la cruz, sin traicionarlo (Mc. 15,
40-41). Como premio de esta fidelidad, Jesús les concedió el privilegio y
la alegría de ser las primeras anunciadoras de su resurrección (Mt. 28,1-
8).
La fuente de este comportamiento de Jesús con las mujeres, no es
la cultura de su tiempo, fuertemente machista, ni la simple oposición a tal
cultura, sino la verdad de la creación y de la redención. Jesús sabe y
enseña que el hombre y la mujer han sido creados por Dios a imagen
suya y, por tanto, que tienen la misma dignidad y nobleza. Sabe también
que la persona humana, hombre y mujer, ha sido desfigurada por el
pecado y ha sido restaurada por el misterio de su encarnación. Es en
Jesús donde el hombre y la mujer recuperan el esplendor de auténtica
imagen de Dios. Como concluirá San Pablo, en Jesús «ya no hay
distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres»
(Gál 3,28).
31
3.2.5. Jesús recibe y defiende a los niños
Jesús tiene un comportamiento original con los niños, que
contrasta también con la cultura de su tiempo. Los griegos y los romanos
consideraban al niño como un ser sin derecho alguno, que era propiedad
de sus padres. Abandonaban o eliminaban sin piedad a los niños
enfermos, lisiados o a las niñas no deseadas. También la tradición
hebrea tenía una escasa consideración a los pequeños, viendo en ellos
más bien las deficiencias e imperfecciones de un ser inmaduro y frágil.
Desde luego, ningún rabino que se preciara perdía su tiempo educando a
los niños. Esta tarea quedaba absolutamente reservada a la familia.
En este clima, sorprende la actitud de Jesús. En primer lugar, para
él, los pequeños son los que mejor comprenden las cosas divinas, y por
eso le gusta tenerlos como oyentes y bendecirlos: «Entonces le
presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase. Los
discípulos les regañaban, pero Jesús dijo: Dejen que los niños vengan a
mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos» (Mt.
19,14). No es extraño, pues, que vayan a oír a Jesús con los niños, como
aparece en la escena de la multiplicación de los panes.
Pero Jesús, no sólo valora la capacidad del niño para entender a
Dios, sino que lo pone como modelo de discípulo. Ya lo hemos visto en la
respuesta de la escena anterior: «De los que son como ellos es el Reino
de los cielos». Jesús insistirá otra vez: «Les digo que, si no vuelven a ser
como niños, no entrarán en el Reino de los cielos. Por tanto, el que se
haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los
cielos.» (Mt. 18,3-4).
Y Jesús da aún un paso más. El niño, para él, es una imagen
privilegiada de sí mismo e incluso del Padre: «El que recibe a un niño
como este en mi nombre, me recibe a mí» (Mt. 18,5). Y en otro lugar: «El
que recibe a un niño como este en mi nombre, me recibe a mí; y el que
32
me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado» (Mc.
9,37). Desde esta valoración se comprende la dura reacción de Jesús
ante cualquier daño que se pueda causar a un niño: «El que escandaliza,
aunque sea a uno solo de estos pequeños que creen en mí, mejor es que
le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los
asnos y lo hundan en lo profundo del mar.» (Mt. 18,6).
¿Cuáles pueden ser los motivos de este aprecio tan grande de
Jesús hacia los niños? El primero es que Jesús ha vivido en primera
persona la experiencia de ser niño (la comunidad cristiana ha venerado
siempre con una inefable ternura al niño Jesús). Ha sido «infante», sin
palabra, él, que era la Palabra; ha sido débil, él, que era el Omnipotente;
ha sido obediente a María y a José, él que era Señor de todo; ha sido
fragmento del tiempo, él, que era la eternidad. Jesús ha experimentado la
ternura maternal de María y la protección de José. Sabe que ser niño
quiere decir abandonarse enteramente a los otros, depender de los otros,
aprender de los otros. Y por eso, al exaltar a los niños, Jesús no exalta la
inmadurez y la imperfección, sino la inocencia, la confianza y la
simplicidad. Y cree que estas actitudes deben conformar siempre al
cristiano adulto.
Pero hay un segundo motivo del aprecio de Jesús a los niños. Él
es el Hijo del Padre. Aunque va creciendo, permanece por toda la
eternidad como el Hijo, aquel que está en el seno del Padre, entre los
brazos de la caridad divina. Y esta es la gran motivación teológica que
impulsa a Jesús a dictar la ley del niño. Todos nosotros somos y
permanecemos hijos del Padre, protegidos por la gran misericordia y
caridad del Padre. La familia humana, creada por Dios, es una familia de
hijos de Dios y de hermanos en Cristo. Por eso, «el que no acepte el
Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc. 10,15).
33
Al finalizar esta descripción de la actitud de Jesús ante la pobreza
y la marginación de su tiempo, no podemos olvidar otra enseñanza
decisiva. El premio de la comunión eterna con Dios dependerá
precisamente de la acogida a Jesús en los hermanos necesitados: «
“Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les
fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y
ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de
paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron;
preso, y me vinieron a ver”. Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo
te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de
beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te
vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?”. Y el
Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el
más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. (Mt. 25, 34-40)
3.2.6. Hacerse pobre por el Reino
De la pobreza como realidad en la que brilla la victoria de Dios,
Jesús pasa a la pobreza como actitud necesaria para participar en el
Reino. Así lo vemos en la primera bienaventuranza, que, de alguna
manera, las sintetiza todas: «Dichosos los que eligen ser pobres, porque
de ellos es el Reino de los cielos» (Mt. 5,3). ¿En qué consiste esa
pobreza voluntaria? En no poner la confianza en las riquezas sino en
Dios. El Evangelio contrapone la pobreza a la codicia como dos maneras
fundamentales de entender la vida. Y explica las consecuencias de
ambas opciones.
a) Efectos que produce la codicia
1. La preocupación por poseer bienes materiales superfluos nos hace
sordos a la palabra de Dios. Dice Jesús al explicar la parábola del
sembrador: «Lo sembrado entra zarzas es el que oye la palabra,
34
pero las preocupaciones de la vida y la seducción de la riqueza
ahogan la palabra y queda sin fruto» (Mt. 13,22).
2. Las riquezas producen ceguera para ver las necesidades de los
demás y para descubrir la presencia de Dios en los necesitados.
Es lo que le ocurre al rico Epulón, «que vestía de púrpura y de lino
y banqueteaba a diario espléndidamente, sin ver que el pobre
Lázaro no tenía nada que comer» (Lc. 16,19-31). Y lo que les
ocurre a aquellos que en el juicio preguntan: «Señor, ¿cuándo te
vimos hambriento o sediento o emigrante o enfermo o en prisión y
no te asistimos? (Mt. 25,44).
3. Las riquezas conducen a la idolatría. «Nadie puede servir a dos
amos… No se puede servir a Dios y al dinero» (Mt. 6,24). Quienes
buscan como sentido, orientación y último objetivo de la vida la
acumulación de una parte desproporcionada de los recursos
limitados que hay en el mundo, han hecho un ídolo de las cosas
materiales; y un ídolo que les esclaviza.
b) Efectos que produce la pobreza
1. La pobreza nos hace confiar en la providencia de Dios: «No se
inquieten diciendo: ¿Qué comeremos? o ¿qué beberemos? o
¿cómo nos vestiremos? Son los paganos los que van detrás de
esas cosas. Su Padre celestial ya sabe que las necesitan.
Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se les
dará por añadidura» (Mt. 6,32-34).
2. La pobreza nos hace experimentar la alegría del compartir y poder
ayudar a otros. Pablo insiste en que hay que dar con alegría.
3. La pobreza nos hace ricos: Vendan sus bienes y denlos como
limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un
tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni
destruye la polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán
también su corazón. (Lc. 12,33- 34).
35
4. La pobreza nos hace valorar el mundo material como un don de
Dios, ofrecido por él para que lo compartan y disfruten todos los
hombres.
3.2.7. Jesús salva lo que está perdido
Hemos dejado para el final la actitud de Jesús ante la pobreza a la
vez más universal y más radical: la del pecado, es decir, la de aquellos
que se encuentran en una situación de enemistad con Dios. Para Jesús,
en efecto, el pecado es la miseria más grande porque pervierte al
hombre y le coloca en la situación de malograr definitivamente su
destino, de no entrar en el Reino de Dios para el que está creado.
El pecado, según Jesús, no es una simple equivocación ni una
influencia externa del ambiente, sino una decisión libre que sale del
corazón del hombre (Mc. 7,14-23). Jesús hace a cada persona
responsable de su vida. Todos y en cada momento podemos decir sí o
no a Dios. Por eso, el problema que más le preocupa en el hombre es el
del pecado, raíz de todos los demás males.
Pero hay que decir enseguida que Jesús no presenta a un Dios
vengador de maldades, que necesitara defenderse a sí mismo
castigando y fulminando a los pecadores, sino a un Dios-médico, lleno de
compasión y misericordia, que quiere curar las heridas con las que el
pecado nos ha marcado a todos en lo más profundo, para lograr que un
día nos sentemos juntos en el banquete de su Reino.
Este rostro misericordioso de Dios, Jesús lo muestra de cuatro maneras
fundamentales:
1. Acercándose a los pecadores y comiendo con ellos (Mc. 2,15-17).
Jesús no admite la división hipócrita que hace la sociedad de su
36
tiempo entre buenos y malos, porque cree que la frontera entre el
bien y el mal está en cada uno de los corazones. Por eso se
acerca a los malos oficiales, publicanos y prostitutas, descubre el
bien que hay en ellos y los invita a la conversión. Y este
acercamiento lo hace sobre todo comiendo con ellos.
2. A través de las parábolas de la misericordia (Lc. 15: oveja perdida,
moneda perdida, hijo pródigo), verdaderas páginas de oro de la
predicación de Jesús.
3. Perdonando sin ninguna condición, con gran escándalo de los
judíos que consideraban el perdón, con toda razón, como una
potestad exclusivamente divina.
4. Muriendo por los pecadores, es decir, pagando en su propia
persona la tragedia del pecado y cargando con su maldición.
37
33..33.. MMaarrííaa ccoonnffiióó eenn DDiiooss ppoorrqquuee ssiinnttiióó ssuu iinnffiinniittoo aammoorr
Para concluir con esta unidad, nos detendremos en el amor que la
Virgen María tiene por Jesús. Ella siempre estuvo al lado de Jesús.
Durante toda su vida lo protegió y lo acompañó.
Para María fue difícil comprender lo que Dios le planteaba con
respecto a su misión. Según la Biblia, lo primero que el Señor le dijo a
María en relación a su rol de Madre fue lo siguiente: «No temas, María,
porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y lo
pondrás por nombre Jesús;…» (Lucas 1, 30-31) La Virgen no entendía
como podría esto ser posible ya que ella no había tenido relaciones con
ningún hombre. No sólo lo pensó sino que hasta se lo dijo a Dios. Luego,
Dios, a través del Ángel le explicó diciéndole: «El Espíritu Santo
descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Por eso el niño será santo y será llamado Hijo de Dios»
(Lucas 1, 35) María, ni bien escucho esto, confió y creyó en el amor de
Dios. Y le respondió: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla
en mi lo que has dicho». (Lucas 1, 38) María se pone al servicio de la
voluntad de Dios porque lo ama.
A medida que Jesús crecía, María y Jesús profundizaban
enormemente su relación de amor como madre e hijo. La Virgen estuvo
hasta en el último momento junto a Jesús. Desde el llamado que Dios le
hizo hasta el presente ella es la Madre cariñosa, compañera y protectora
de Jesús.
María, así como lo vio nacer a Jesús, también lo vio morir en la
cruz. Presenció y padeció como madre la pasión y muerte de su hijo.
Jesús, faltando poco para morir clavado en la cruz, se cobijaba en su
mirada amorosa. Es más, en el mismo Calvario, María aceptó la última
38
propuesta que su hijo, Dios, le hizo. La misma consistía en ser la madre
de todos los hombres. Lo que les dijo a María y a Juan fue « “Mujer,
aquí tienes a tu hijo.” Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu
madre.”» (Juan 19, 26-27) María, dijo sí porque confiaba en Dios porque
Él la ama.
39
33..44.. LLAASS BBIIEENNAAVVEENNTTUURRAANNZZAASS
Algunas de las bienaventuranzas que nombra Jesús (Mateo 5, 1-12)
parecen contradecirse. ¿Cómo puede ser feliz quién es pobre, quien tiene
hambre, quien está triste, quien es odiado y marginado?
Jesús muestra a dónde está la verdadera riqueza del hombre: en su
pobreza. Sólo vive plenamente el hombre que se reconoce como hijo de
Dios Padre misericordioso y obra en coherencia a esto.
Felices los pobres: son aquellos que se animan a depositar su
confianza y su seguridad en Dios. Sólo Cristo me enriquece. ¿Con qué?
Con su Palabra; con su Amor; con su llamado a ser parte activa del Reino.
Felices los hambrientos: todas las personas estamos hambrientas de
Dios. Solamente su Palabra puede saciarnos. Reconocer nuestro hambre
de Dios supone humildad. Compartir el hambre con el prójimo es un claro
signo del Reino.
Felices los tristes: al lado de Jesús toda tristeza cobra un nuevo
sentido. La cruz es un medio para encontrar la Vida Nueva. Quién se anima
a seguirlo a Jesús, hasta en su tristeza recibe su Amor. La tristeza sentida
es sumamente compartible. Acompañar hasta en la tristeza es una
expresión de la aceptación de la presencia de Dios en el corazón del
hombre.
Felices quienes sean odiados, marginados y perseguidos por vivir
fieles al Reino: ¡Qué bueno que es ser libre del mundo! ¡Cuánta paz y
cuanta fuerza nos da sólo depender del Amor de Dios! Los falsos ídolos tras
los cuales muchas veces vamos nos desilusionan siempre.
40
Otras de las bienaventuranzas se expresan de forma positiva:
Felices los misericordiosos: Son todos aquellos que se animan a
perdonar como Dios lo hace. Quienes confían desde el corazón en los
demás por lo que son y no por el estilo que tienen para llevar adelante su
propia vida.
Felices los que tienen el corazón puro: la pureza del corazón requiere
experiencia de vida. Quienes son claros de espíritu se convierten en
modelos para los demás. Dejan que el mismo Cristo se manifieste en su
pureza. Dicha cualidad no es ingenuidad. Sino claridad en el propio ser y en
el obrar.
Felices los que trabajan por la paz: Algunos confunden a la valentía
con la agresividad. Otros creen que estar en paz es solamente no tener
graves problemas. La verdadera paz a la cual Jesús nos invita puede darse
hasta en condiciones muy injustas. La paz espiritual es sólida como una
roca. Para vivirla es necesario escuchar y llevar a la práctica el llamado de
Jesús a ser sus discípulos hoy en le mundo.
42
4.1. “DIOS ES EL PADRE MISERICORDIOSO DEL HOMBRE”
A continuación veremos una cita bíblica (Lucas 15, 11-32) en la
que Jesús enseña el infinito amor misericordioso de Dios Padre por todos
los hombres.
4.1.1. UN HIJO QUE ABANDONA A SU PADRE:
“Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a
un país lejano, donde malgastó sus bienes…”
- El padre le dejó elegir libremente qué hacer con su vida. Lo dejó
partir sin ningún tipo de amenaza.
- El hijo menor se fue a un país lejano. Rechazó el amor
incondicional que su padre y se marchó. No sólo se trasladó
físicamente, sino que también lo hizo interiormente. Abandonó a su
padre desde el corazón.
- No administró el dinero que recibió. Por el contrario, malgastó sus
bienes. Los perdió. Experimentó que las riquezas que él le reclamó
a su padre tienen límite, se acaban.
“Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región,
que lo envió a su campo para cuidar cerdos.”
- A causa de su conducta, su situación era tan pobre y tan miserable
que se vio forzado a trabajar. Se dedicó a cuidar cerdos sintiendo
su pobreza económica y espiritual.
43
“Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los
cerdos, pero nadie se las daba.”
- ¡No podía comer ni siquiera lo que comían los cerdos! Tenía tanta
hambre que empezó a desesperarse. Nadie se compadecía de él.
Hasta los cerdos tenían la comida de la cual él carecía.
“¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy
aquí muriéndome de hambre!”
- Sólo le quedaba una alternativa para no morir de hambre. Se dio
cuenta de que si seguía solo pronto moriría. Fue por esto que elgió
volver a la casa del padre.
“Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo
tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.”
- Al emprender el camino de vuelta a la casa de su padre, pensó un
discurso para que su padre se apiade de él y no lo deje morirse de
hambre. En dicho discurso, le rogaba que lo trate como a un
empleado. No le pide que lo considere trate nuevamente como su
hijo.
4.1.2. UN PADRE QUE RECIBE A SU HIJO POR AMOR
“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió
profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.”
- Según aparece narrado en la lectura, su padre lo estaba
esperando. Lo seguía amando incondicionalmente. En ningún
44
momento le reprocha nada a su hijo. Le muestra la dignidad y el
valor real que él tiene. Organiza una gran fiesta porque lo ama.
“Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el
dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo.
Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la
vida, estaba perdido y fue encontrado”. Y comenzó la fiesta.”
4.1.3. UN HIJO QUE LE REPROCHA A SU PADRE
“El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la
música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los
sirvientes, le preguntó que significaba eso. Él le respondió: «Tu hermano
ha regresado y tu padre hizo matar el ternero engordado porque lo ha
recobrado sano y salvo». Él se enojó y no quiso entrar.”
- El hermano mayor, luego de un largo día de trabajo, vuelve para
descansar. Al acercarse, y ver la fiesta que su padre organizó por
la vuelta de su hermano, con dureza de corazón, se enojó y no
entró. Ahora, el hermano mayor fue quien rechazó estar en la casa
de su padre. Se consideraba merecedor del reconocimiento de su
padre por cumplir con sus responsabilidades. Estaba en la casa de
su padre sólo físicamente. Interiormente se encontraba encerrado
en sí mismo.
“Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: «Hace
tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de
tus ordenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis
amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado
tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!»
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- Su padre nuevamente expresó el amor que tiene por todos sus
hijos. Salió a buscarlo. Se retiró de la fiesta para buscar a su otro
hijo. El padre quiere que todos sus hijos estén con Él.
- A pesar de la insistencia del padre, el hijo mayor no lo aceptó. Es
más, hasta le recriminó por lo que había hecho. Lo consideró un
padre injusto.
4.1.4. UN PADRE QUE SIEMPRE AMA A TODOS SUS HIJOS:
“Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que
haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la
vida, estaba perdido y ha sido encontrado.”
DIOS PADRE SIEMPRE AMA A TODOS SUS HIJOS POR IGUAL.
SE ALEGRA INFINITAMENTE CUANDO SE REENCUENTRA CON SUS
HIJOS QUE SE HABÍAN PERDIDO POR EL PECADO. EL CORAZÓN
DE DIOS ES LA CASA DE TODOS LOS HOMBRES. DIOS QUIERE
QUE TODOS ESTEMOS EN COMUNIÓN CON ÉL.
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4.2. EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN
Cuando nos encontramos alejados del amor de Dios, Jesús nos
invita a participar del sacramento de la Reconciliación. A través del
mismo, todas las personas podemos recibir el perdón de nuestros
pecados para reconciliarnos y estar en comunión con él y nuestros
hermanos.
Jesús quiere que todos vivamos cotidianamente unidos por y con
su amor. Dentro de todos los medios que nos él nos brindó para hacerlo,
nos ofrece su infinito perdón de todos nuestros pecados a través del
sacramento de la Reconciliación.
Los pasos del sacramento de la Reconciliación
Para realizar correctamente el sacramento de la Reconciliación es
necesario seguir los siguientes pasos.
1- ) Examino mi propia conciencia
Examinar la propia conciencia sirve para conocer y comprender el
propio obrar. Es decir, para descubrir la verdadera finalidad de nuestro
obrar. Y de este modo, saber cómo me relaciono con Dios, con mi
prójimo y con las cosas que Dios me concedió. Y luego hacer realidad el
mandamiento principal que Jesús nos encomendó: “Ámense los unos a
los otros así como yo los amé a ustedes.”
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2- ) Me arrepiento porque en mi obrar no amé cómo Jesús me
ama y pequé
La reconciliación supone el perdón. Y el perdón sólo se recibe si
está abierto y dispuesto el propio corazón. Entonces, el arrepentimiento
de los pecados expresa la predisposición para la reconciliación.
3- ) Me comprometo a amar a mi prójimo como Jesús me ama
Para reconciliarnos también es necesario comprometernos a
reparar el daño causado por nuestros pecados. Sería contradictorio no
hacerlo. Cuando una persona se arrepiente, lo hace desde el corazón. Es
decir, su arrepentimiento trae consigo el profundo deseo de amar
incondicionalmente como lo hace Dios.
4- ) Jesús me da su perdón a través del sacramento de la
reconciliación
En el sacramento de la Reconciliación quien perdona los pecados
es Dios. Jesús, a través de los sacerdotes, perdona a las personas
porque las ama. Él eligió hacernos llegar su perdón a través de las
personas que él mismo escogió que fueron los apóstoles. Y lo hizo luego
de su Resurrección. Él les dijo: “…Como el Padre me envió a mí, yo los
envío a ustedes”…“Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán
perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los
que ustedes se los retengan.” (Juan 20, 21-23)
El verdadero pedido de perdón a Dios tiene como condiciones los
pasos previos. Los cuales son: ser conciente de los pecados que
libremente hice, estar arrepentido por los daños que causé y tener la
intención de reparar el daño con mis pecados causado.
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¿Por qué debo pedirle perdón a Dios y no solamente a las
personas que dañé? Para responder esta pregunta vamos a decir que,
cuando uno peca, uno mismo se aleja de Dios. Es imposible pecar y
mantener la misma relación con Dios que se tenía previamente a hacerlo.
Ninguna persona puede pecar y aceptar a Dios simultáneamente ya que
“Dios es Amor”. Pueden sucederse estas acciones, pero nunca pueden
realizarse a la vez.
Entonces, en el sacramento de la reconciliación le pedimos perdón
a Dios por el daño que produjimos en nuestras faltas de amor. La
reconciliación, al igual que todos los demás sacramentos, es un medio a
través del cual se manifiesta el mismo amor de Dios Padre que Jesús
revela a los hombres. Por este motivo, es una condición necesaria creer
y confiar en la misericordia infinita de Dios. Es posible que luego de
pecar uno no se sienta digno de recibir su perdón. Jesús siempre nos
ofrece su perdón. Sea cual sea nuestro pecado, Dios siempre quiere que
nos reconciliemos con Él. Jesús, Dios Hijo hecho hombre, eligió darnos
su perdón a través de los sacerdotes. En el sacerdote está presente Dios
de un modo especial. Él eligió estar en ellos de esta manera. El mismo
Jesús les dijo a sus apóstoles: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados
serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a
los que ustedes se los retengan.” (Juan 20, 22-23)
5- ) Me reconcilio con mi prójimo y lo amo como Jesús me ama
El sacramento de la Reconciliación incluye el reencuentro caritativo
con nuestro prójimo. Jesús nos enseña a todos a transmitir su perdón. Él
nos dice: “Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es
misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán
condenados; perdonen y serán perdonados.” (Lucas 6,36-37)
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SOMOS HIJOS DE DIOS PADRE
1. Somos hijos
El Hijo de Dios, Jesús, no ha sido enviado solamente para darnos a
conocer al Padre, sino también para convertirnos a nosotros, sus
discípulos, en hijos de Dios. Releamos, ya completa, la afirmación de
San Pablo que ya citamos: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a
su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que
estaban bajo la ley y nosotros recibiéramos la condición de hijos» (Gál
4,4-5). Ésta es la gran noticia: en el Hijo, en Jesús y por Jesús, nosotros
llegamos a ser hijos de Dios; y, por tanto, él es también nuestro Padre.
Así se lo dijo Jesús a María Magdalena: «Vete a mis hermanos y diles:
Subo a mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20,17).
Ciertamente, Dios es nuestro Padre por el mero hecho de habernos
creado y de cuidar de nosotros con su providencia amorosa; en este
sentido, todos los hombres son hijos de Dios. Pero cuando Pablo dice
que en Jesús recibimos «la condición de hijos» se está refiriendo a una
nueva realidad, a un salto cualitativo que se produce en nuestro ser: en
Jesús llegamos a participar de la misma vida del Padre. Por eso el
Evangelio habla de un nuevo «poder», de una nueva capacidad, a la que
se accede por un nuevo nacimiento: «A cuantos le recibieron, a todos
aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios.
Éstos no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo
desee, sino que nacen de Dios» (Jn 1,12-13).
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¿Cómo se produce este nuevo nacimiento? Las palabras del prólogo de
San Juan que acabamos de citar, lo apuntan con toda claridad: nacemos
«de Dios». Lo cual quiere decir, en primer lugar, que nacemos por pura
iniciativa gratuita del amor del Padre: «Él nos eligió en la persona de
Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e
irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de
Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos...» (Ef 1,4-5). Pero,
además, nacemos «de Dios» porque nacemos por el Espíritu: «Nadie
puede entrar en el Reino de Dios (en la condición de hijo), si no nace del
agua y del Espíritu» (Jn 3,3-5), como dijo el mismo Jesús a Nicodemo.
Es el don del Espíritu, visibilizado por el agua del bautismo, el que nos
transforma en hijos de Dios.
Ahora bien, este nuevo nacimiento no se realiza al margen de nuestra
libertad. La iniciativa divina necesita ser acogida por nosotros. Y esto lo
hacemos recibiendo al Hijo enviado por el Padre y creyendo en él: «A
cuantos lo recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre...», nos
ha dicho San Juan. La fe en Jesús, proclamada en el bautismo, es la
condición para que la vida divina penetre en nosotros.
Si Dios ha destinado a todos los hombres a ser sus hijos y esto se realiza
por la fe en Jesús y el bautismo, se comprende el último mandato de
Jesús a sus discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y
enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20).
Si bien es verdad que, los que sin culpa suya no llegan a conocer el
Evangelio de Cristo o tan siquiera llegan a conocer a Dios, pero se
esfuerzan en vivir según su conciencia, pueden llegar a alcanzar también
la condición de hijos. Porque la gracia de Dios actúa de modo invisible en
52
el corazón de todos los hombres de buena voluntad; el Espíritu ofrece a
todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, lleguen
también a ser hijos en el Hijo.
Aún nos queda una cuestión importante: ¿en qué consiste esta nueva
condición de hijos? La verdad es que, de momento, no podemos
comprenderla del todo, porque desborda nuestra capacidad actual de
conocer. Somos mucho más de lo que ahora podemos descubrir, como
nos dice San Juan: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha
manifestado todavía lo que seremos». Pero el apóstol añade en seguida:
«Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque
le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Es decir, el despliegue final de lo que
ahora ya somos de forma inicial y velada consistirá en que seremos
semejantes a Dios y lo conoceremos de verdad. O, dicho de otro modo,
viviremos la misma vida de Dios. ¿Cómo es esto posible para una
criatura? San Pablo, iluminado por el Espíritu, se atreve a balbucear una
explicación: Lo que sucede es que el Padre ha impreso en nosotros la
imagen de su Hijo, nos ha «conformado» con él a través del don del
Espíritu (cf. Rm 8,29; Ef 1,14), de modo que podemos exclamar como el
Apóstol: «Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí» (Gál
22,20). Somos, pues hijos porque formamos parte del Hijo. Y por eso
esperamos participar también de su herencia, de su destino de gloria (cf.
Rm 8,11; Gál 4,7).
53
2. Vivir como hijos
Si somos hijos de Dios y Dios es amor, vivir como hijos será
necesariamente vivir en el amor. La vida cristiana no tiene otro sentido ni
finalidad que el amor.
Pero vivimos en un mundo en el que el amor está siempre amenazado;
más aún, parece muchas veces imposible. El corazón de las personas
está dominado por el egoísmo, las relaciones sociales se basan en la
competencia y en la ley del más fuerte, las personas a las que amamos
nos responden muchas veces con la ingratitud o van desapareciendo una
tras otra, dejando en nosotros un tremendo vacío. ¿No será el amor una
utopía irrealizable o una pasión inútil?
Si queremos vivir el amor en estas circunstancias, nuestro amor
necesitará tener estas dos condiciones: una convicción firme de que el
amor es más fuerte que el egoísmo y la muerte, y una confianza ilimitada
en la victoria final del amor. Por eso San Pablo desglosa la actitud
cristiana fundamental en tres virtudes: «Éstas son las tres cosas que
quedan: fe, esperanza, amor; y de ellas la más valiosa es el amor» (1
Cor 13,13). Son las tres virtudes que llamamos «teologales» porque
tienen como origen, motivo y objeto a Dios, las que nos permiten
comportarnos como hijos de Dios.
En realidad, las tres forman la actitud única que es capaz de adoptar el
cristiano por su participación en la vida divina; aunque cada una acentúe
un aspecto especial. El amor es la plenitud de la vida divina a la que
54
hemos sido llamados a participar. La fe es la puerta por la que entramos
al amor, la confianza en su poder y los ojos que nos permiten
reconocerlo. Y la esperanza es la seguridad de que el amor no falla
nunca y que acabará triunfando.
Antes de explicarlas más detenidamente, caigamos en la cuenta de que
estas tres virtudes son a la vez don y tarea. Son dones que infunde en
nosotros el Espíritu Santo y que nos capacitan para entrar en relación
con Dios. Pero estos dones exigen que nosotros pongamos manos a la
obra: por eso expresan también nuestra respuesta agradecida al amor
gratuito de Dios; y, en esta segunda perspectiva, fundamentan, animan y
caracterizan todo el obrar del cristiano.
a) Amar
Jesús nos enseñó que en los mandamientos de amar a Dios y al prójimo
se basaba toda la ley y los profetas (cf. Mt 22,40). Con ello nos hacía
caer en la cuenta de que el amor es el corazón y la síntesis de toda la
conducta humana con Dios y con los hombres. Como luz que ilumina
todo, como sal que a todo da sabor, el amor da forma a todas las demás
virtudes. Con razón afirma San Pablo: «Si no tengo amor, nada soy… si
no tengo amor, nada me aprovecha» (1 Cor 13,1-3).
Pero Jesús quiso que profundizáramos más en el valor primordial del
amor a través de aquellas palabras solemnes: «Os doy un mandamiento
nuevo: Que os améis unos a otros, como yo os he amado» (Jn 13,34).
55
¿En qué reside la novedad de este mandamiento, que, además, se
presenta como el «único» mandamiento de Jesús? (cf. Jn 15,12).
En primer lugar, en que nuestro amor es respuesta a otro amor primero.
Hemos de amar porque antes hemos sido amados: «El amor no consiste
en que nosotros hayamos amado a Dios. Dios ha tomado la iniciativa y lo
ha hecho desde su propio ser, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). Y «Dios
nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo
único, para que vivamos por él» (1 Jn 4,9). En Jesús, Dios se nos ha
dado por entero.
Nuestro amor, además, ha de ser imitación del de Cristo. Porque si Jesús
es la manifestación del amor de Dios, él es el único paradigma del amor
auténtico. Y ya sabemos que su amor es, primero, total, ya que nos amó
hasta el extremo (cf. Jn 13,1), hasta dar su vida por nosotros (cf. Jn
15,13); por eso nos puede pedir que demos la vida unos por otros. Y, en
segundo lugar, su amor es absolutamente gratuito, ya que murió por
nosotros cuando todavía éramos pecadores (cf. Rm 5,10); y por eso nos
pide que amemos incluso a nuestros enemigos (cf. Mt 5,44).
Esto nos resultaría imposible si nuestro amor no fuera participación del
mismo amor de Dios. Es él quien nos concede amar con el mismo amor
con que el Padre ama al Hijo y a nosotros: «El amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha
dado» (Rm 5,5).
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Por último, en Jesús y desde Jesús, el amor tiene dos destinatarios
íntimamente unidos, Dios y el hombre: «Todo el que ama a aquel que da
el ser, ama también al que ha nacido de él» (1 Jn 5,1). Por eso Jesús
unió indisolublemente el amor al prójimo con el amor a Dios, haciendo de
ellos un sólo mandamiento. En definitiva, la realidad y la exigencia del
amor nos descubre que vivir como hijos de Dios supone necesariamente
vivir como hermanos de los hombres. Por que el hombre es la
representación visible de Dios en este mundo: «Si alguno dice: "Amo a
Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a
su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn
4,20). Al hacernos hijos de Dios, Jesús nos ha dado también la
capacidad de ser hermanos de todos los hijos de Dios por los que él ha
dado la vida: Jesús murió «para reunir en uno a todos los hijos de Dios
que estaban dispersos» (Jn 11,52).
Hijos en el Hijo y hermanos en el Hermano; éste es nuestro supremo don
y nuestra principal exigencia.
b) Creer
Para la Sagrada Escritura, creer significa sentirse seguro en Dios, confiar
en él, basar en él la existencia y encontrar en él apoyo y estabilidad. No
se trata, por tanto, de un puro asentimiento intelectual ni tampoco de un
mero sentimiento, sino de la entrega de todo nuestro ser a Aquél que es
mayor que nosotros. Es un acto de confianza absoluta como el que hizo
Abrahán, que «por la fe obedeció y salió para el lugar que había de
recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8). O como el
que realizó María al decir: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi
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según tu palabra» (Lc 1,38). Y, sobre todo, como el que realizó Jesús,
que confió en el Padre y lo obedeció hasta la cruz, hasta el aparente
abandono de la muerte. El Padre premió este abandono total
resucitándolo. Y este desenlace se convirtió para nosotros en el
fundamento de nuestra fe.
Esta confianza absoluta en Dios nos abre también a una nueva visión de
la realidad, ya que nos hace capaces de ver con los ojos de Dios. Por
eso la fe, además de entrega es también una nueva manera de conocer
a Dios y, desde él, al hombre y al mundo.
Ahora bien, ni la entrega que supone la fe ni la nueva luz que concede
son obra nuestra, sino obra de Dios, gracia que se recibe gratis. Cuando
San Pedro confesó que Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios, Jesús le
aclaró: «Esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre
que está en los cielos» (Mt 16,17). Lo cual no quiere decir que el hombre
reciba este don sin poner nada de su parte. La fe es también un acto
plenamente humano y, como tal, esencialmente libre. De ahí que la fe
sea también una tarea: debemos cuidarla y hacerla crecer alimentándola
con la palabra de Dios, la oración y la coherencia de nuestra vida.
Y aún nos queda por constatar algo importante. La fe es un acto
personal, pero no un acto que hace el individuo de forma aislada. Nadie
puede creer solo, como nadie puede vivir solo. En primer lugar, porque
todos recibimos la fe a través de otros; en definitiva, a través de la
Iglesia, que es la que engendra, conduce, alimenta y sostiene nuestra fe.
Creemos por la Iglesia y en la Iglesia. Pero es que, además, creemos
también para los demás hombres. Si Dios nos ha dado el don de la fe de
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modo totalmente inmerecido, es para que lo transmitamos a otros. Todo
creyente es misionero, porque es enviado a proclamar y difundir la fe.
c) Esperar
La esperanza no es más que el lado de la fe que nos da la certeza de
que Dios tiene cuidado del mundo, lo ama y lo dirige hacia el fin previsto
por él.
Los hombres vivimos en el presente, pero con la mirada puesta en el
futuro. La fuerza secreta que mueve todo el esfuerzo humano es la
esperanza en un mañana diferente. Es verdad que una y otra vez nos
sentimos frustrados por el fracaso de nuestras aspiraciones; pero la
esperanza vuelve siempre a resurgir. Y es que Dios ha puesto en el
corazón de todo hombre un anhelo de felicidad, de realización plena y
total. Pues bien, la virtud de la esperanza manifiesta el sentido último de
este anhelo, porque descubre el objeto al que tiende, la bienaventuranza
eterna, y da la seguridad de poder alcanzarlo.
Lo que la esperanza espera es el don último, la gloria del cielo prometida
por Dios a los que lo aman y hacen su voluntad (cf. Rm 8,28-30; Mt
7,21). Pero se trata de un don que comenzamos a gozar ya desde ahora;
de una meta que está más allá del tiempo, pero que se inicia ya en la
historia; de un futuro todavía misterioso, pero que se va alumbrando ya
en el presente. Por eso la virtud de la esperanza es luz que nos permite
valorar y discernir el auténtico progreso humano y fuerza que nos lleva a
superar todos los fracasos, con la confianza de que el mundo está en
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buenas manos y de que Dios tiene un designio de bondad sobre cada
hombre.
El fundamento principal e insustituible de la esperanza cristiana es Cristo
muerto y resucitado, y el don del Espíritu. En efecto, si el Padre ha dado
un nuevo sentido y valor a la muerte de Jesús, no hay situación del
creyente, por muy difícil que sea, que pueda destruir su esperanza. El
poder de la resurrección de Cristo es la gran victoria de la vida sobre la
muerte; del poder de Dios sobre la debilidad de la carne; del amor de
Dios sobre el odio de los hombres; de un futuro de bienaventuranza
sobre un presente inestable y caduco. Y de todo esto estamos seguros
porque somos ya hijos de Dios y hemos recibido el Espíritu Santo como
«prenda de nuestra herencia» (Ef 1,14). Por tanto, «si somos hijos,
somos también herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que
sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8,17).
La esperanza cristiana, como la fe, no es una esperanza individual, sino
una esperanza con otros y para otros. Es la esperanza de todo un pueblo
en camino hacia la tierra prometida, la comunidad cristiana, en la que
recibimos, alimentamos y compartimos este don. Y es esperanza para
todo hombre, porque sabemos que Dios no ha excluido a nadie de su
amor.