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DOSSIER NEGRO Vol. 3
Varios
Tercer volumen de relatos cortos publicados en los comics de Terror Dossier Negro.
Relatos publicados entre los números 58 al 102.
IBERO MUNDIAL DE EDICIONES
1974-1977
Esta Edición 2011
CONTENIDO
EL LIBRO Nº 79 ............................................................................................................................. 4
LE BAL DES SAUVAGES ............................................................................................................. 8
HUMEANTE ................................................................................................................................12
LA CASA ENCANTADA DE HYDESVILLE ............................................................................16
GRITOS EN EL VIEJO CEMENTERIO .......................................................................................20
EN LOS CAMPOS DE FLANDES ...............................................................................................24
EL RELOJ DE PORTMAN SQUARE ..........................................................................................28
EL LADRON DE LA POSADA ...................................................................................................32
LOS SIETE ABETOS .....................................................................................................................36
EL VIEJO AVARO DE ROXBUGHIRE .......................................................................................40
UN VIEJO SOLDADO .................................................................................................................44
LA VENGANZA DE LOS GATOS .............................................................................................48
MUERTO Y ENTERRADO ..........................................................................................................52
LA CASA QUE TEMBLABA DE MIEDO ..................................................................................56
LA CONDESA MALDITA ..........................................................................................................60
SNEGOUROTCHA, LA HIJA DE LA NIEVE ............................................................................65
LA ENTERRADA VIVA ..............................................................................................................71
EL FEROZ CAZADOR ................................................................................................................75
LOS OJOS MALDITOS ................................................................................................................79
LA ALMADIA DE LA MUERTE ................................................................................................83
LA NOCHE DE LA VERDAD.....................................................................................................88
VIAJE A MEHSID`DA .................................................................................................................92
EL SEÑOR DEL TIEMPO ............................................................................................................97
EL PILOTO FANTASMA .......................................................................................................... 102
EL LIBRO Nº 79
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 58
A.N.L. Munby es uno de los más grandes expertos en espectros que han surgido jamás en
el país con más espectros: la Gran Bretaña. Y, en una de sus obras, Munby nos narra una
aventura fantasmal que le ocurrió a él mismo: Veámosla, en sus mismas palabras:
—Lo lamento señor, pero el número setenta y nueve no está disponible.
El joven asistente del librero agitó la cabeza, mientras pronunciaba estas palabras. Yo
estaba muy decepcionado, y no era por haber perdido el tiempo. El catálogo de la Librería
Egerton me había llegado media hora antes, mientras desayunaba, y me había apresurado a
acudir a esta antigua empresa, sita junto a la Plaza del León Rojo. El artículo que había
excitado mi curiosidad era un manuscrito de mediados del siglo XVII, que trataba de la
oscura ciencia de la Necromancia. Y, por la descripción del catálogo, parecía posible que fuese
uno de los manuscritos perdidos de John Dee, el famoso astrólogo y nigromante. Si así era, el
precio de tasación, 15 libras, no era excesivo, por lo que había decidido hacerme con el libro.
Este es el motivo por el que ahora estaba desalentado.
— ¿Fue vendido antes de que se enviase el catálogo? — pregunté.
El joven negó con la cabeza.
—Si lo han encargado, pero aún está en la tienda, ¿no podría darle una ojeada? —
continué, ansioso. El muchacho parecía azarado.
—No está disponible — replicó. Parecía no desear hablar del tema. De pronto, su rostro se
iluminó — ¡Ah! , ahí llega el señor Egerton. Será mejor que hable con él.
Me volví para saludar al propietario, que entraba en la tienda.
—¿Qué es todo este misterio acerca del número setenta y nueve — dije, agitando el
catálogo —. Según entiendo aún no ha sido vendido. ¿Puedo darle una ojeada? No creo que
sea pedir demasiado, después de los años que llevo siendo cliente de la casa.
El rostro del librero, pareció nublarse, y dudó antes de contestar. Al final dijo:
—¿Quiere pasar a mi despacho?
Lo acompañé pasando por la pequeña sala de catalogación y subimos juntos las escaleras.
Siempre me ha gustado la Librería Egerton. Su especialidad son los libros de leyes, pero
habitualmente sus catálogos tienen alguna cosa de interés para mí, y en los últimos años he
comprado a esta firma un cierto número de libros. Y el mismo Egerton había entablado una
buena amistad conmigo, pues a menudo nos encontrábamos en la Sala de Lectura del Museo
Británico. Entramos en su despacho, repleto de libros de referencia, y me indicó que me
sentara.
—El manuscrito que desea ver ha sido destruido — me dijo.
—Lamento oír eso — le contesté —. ¡Qué accidente tan trágico!
—No fue un accidente — me replicó con tono abrupto — ¡Yo mismo lo quemé!
Lo miré. Era obvio que estaba inquieto y que no deseaba hablar del asunto, pero, ¿cómo
era que un hombre de negocios como él había hecho una cosa así? Aquello era algo que no
podía comprender.
Se dio cuenta de que debía darme alguna explicación, pero pareció dudar. Al fin dijo:
—Si lo desea, le hablaré de lo sucedido. En realidad, es algo que está más dentro de su
línea de conocimientos que de la mía.
Hizo una pausa, y esperé con ansiedad.
—¿Conocía usted a Merton? — prosiguió.
—¿Su catalogador? Bueno, si... lleva con ustedes muchos años.
Merton era una de esas figuras enigmáticas que uno encuentra a veces en las tiendas de
libros de segunda mano... un hombre de conocimientos considerables, pero aparentemente
desprovisto de toda ambición.
—Me parece que jamás le he contado su historia — dijo —. Vino de Oxford a Londres en
1913, y antes de que lograse dedicarse a nada se vio metido en la guerra. Quedó bastante
afectado por las explosiones en las trincheras de Francia, y cuando lo licenciaron en 1918, era
una piltrafa a causa de los nervios. Vino a trabajar aquí, temporalmente, mientras buscaba
otra cosa... y se quedó veinte años. Era muy excéntrico, pero experto en su trabajo. De hecho,
era tan excéntrico, que siempre procuré que no tuviera ningún contacto con los clientes; pero
en su habitación de trastienda hacía su trabajo realmente excepcional. Creo que puedo decir
que nuestros catálogos se cuentan entre los mejores de la profesión, y eso se debe, en gran
parte, a Merton. Lo malo era su temperamento... siempre se mostraba huraño, y a veces tenía
ataques de depresión que le duraban semanas durante las cuales no hablaba con nadie. No
era nada amistoso, pero su excelente trabajo compensaba ese fallo.
"Una mañana, hace más o menos un año, vino a verme y me anunció que iba a casarse. Yo
me quedé anonadado, pero me alegré por él, pues creía que si algo podía cambiar su
temperamento era el casarse. Lo felicité y le dije que le aumentaba el sueldo. Su novia vino
varias veces a la librería. Me pareció justamente el tipo de esposa que necesitaba: unos
veinticinco años y muy sensible y buena persona. Él estaba dedicado a ella, y se transformó
por completo. Nunca había visto una cosa igual. Jamás se hubiera reconocido en él al
anacoreta mudo y tímido de antes.
Me agité nervioso en la silla, preguntándome que tendría todo aquello que ver con el libro
misterioso. Egerton pareció comprender mi muda pregunta, pues prosiguió:
—No se crea que todo esto no tiene nada que ver con el asunto del libro. Pronto llegaremos
al mismo; pero antes debo acabar de hablarle de Merton.
"Hace unos cuatro meses murió su novia en un accidente de automóvil. Cualquier hombre
se hubiera sentido afectado por esto, pero no se puede ni imaginar el efecto que tuvo en
Merton. Volvió a su antigua depresión, centuplicada. Permanecía horas y horas en su sala,
con la cabeza entre las manos. Parecía haber perdido todo interés en la vida. Lo probé todo,
incluso le ofrecí pagarle un viaje por mar, pero fue inútil. De no haber sido un viejo y bien
probado empleado, lo hubiera despedido.
"Por una conversación que tuve en aquellos días con él, logré saber que una médium
charlatana le había sorbido el seso, y asistía a sesiones de espiritismo, aunque me pareció que
eso no le ayudaba demasiado. Naturalmente, la médium le había prometido ponerlo en
contacto con su prometida, pero sin lograrlo.
"En esas fechas, yo había adquirido una biblioteca particular en Shropshire. El catálogo que
ha recibido usted es sólo una pequeña parte de la misma, y no creo que Merton llegase a
catalogar más de la tercera parte de los libros, y yo hice el resto. Verá que había un pequeño
apartado de libros de ocultismo: esos fueron los únicos por los que se interesó Merton...
pasaba horas con ellos, pero a mí no me importaba, pues ya me alegraba el solo hecho de que
se hubiese puesto a trabajar de nuevo, y esperaba que acabase por volver a su estado normal.
"Una noche, hace una semana, Merton vino a verme a la hora de cerrar, y me ofreció diez
libras por el manuscrito. Me sorprendió esto, ya que no era coleccionista de libros, y además
porque sabía que no podía permitirse esos gastos. Rehusé su oferta... me temo que algo
bruscamente. Y cuando se hubo ido le di una buena ojeada al libro. Estaba lleno de todas esas
tonterías cabalísticas, los secretos de Salomón y demás; pero la sección de necromancia, que
constituía la parte más importante del libro, parecía más extensa de lo que he visto en otras
obras similares, y estaba repleta de conjuros en latín macarrónico y encantamientos a ser
empleados por el practicante de las artes ocultas para invocar a los muertos. Lo volví a meter
en la caja fuerte, y no pensé más en el asunto.
"Anteayer, Merton me pidió la llave de la caja fuerte. Como siempre, se la di, sin
preguntarle qué buscaba. Siempre hay en su interior unos cuantos libros buenos, por
catalogar, y supuse que iba a trabajar en alguno de ellos.
"Bien, aunque la hora de cierre son las seis, a menudo me quedo a trabajar muy tarde. Y
aquella noche estaba muy ocupado tratando de encontrar un raro escudo de armas alemán
que aparecía en una encuadernación de bibliófilo. Ya eran las siete y media, y suponía que
Merton se habría ido a casa cuando de pronto oí un grito en el piso de abajo. Era la voz de
Merton y no creo haber escuchado jamás nada que expresase tanto como aquel grito la
sensación de un terror inenarrable. Abrí la puerta y miré escaleras abajo. El conmutador de la
luz está al pie de la escalera, y la luz estaba apagada. Oí como se movía la manija de la puerta
de la sala de catalogación y la vi abrirse. Esta sala también estaba a oscuras, así que sólo vi a
medias lo que sucedía. Merton atravesó la librería corriendo y oí como sonaba la campanilla
cuando abrió la puerta de la calle. Iba a bajar para cerrar, cuando vi que de su habitación salía
algo más. Algo indescriptible, de lo que sólo puedo decir que tenía una coloración grisácea.
"Pero lo que me hizo estremecer no fue Jo que vi... o creí ver; fue el hedor. Un hedor que
sólo había percibido en otra ocasión a lo largo de mi vida: cuando unos sepultureros estaban
desenterrando un cadáver. Volví a mi habitación y cerré la puerta. Casi me desmayé por el
asco causado por aquella peste a descomposición y podredumbre. Permanecí reponiéndome
algunos segundos, pero al fin me pregunté qué le habría pasado a Merton.
"Así que salí fuera y tomé el pasaje que lleva a Holborn. Todo estaba muy silencioso, y
cuando salí a Holborn, descubrí el motivo: el tráfico estaba detenido y en medio de la calle se
había formado un corro de gente alrededor de una figura caída en el suelo. Me abrí paso entre
la multitud y vi que era Merton. Un policía me dijo que había corrido directamente a meterse
debajo de las ruedas de un autobús, y que había muerto instantáneamente.
"Ya se puede imaginar lo estremecido que estaba cuando volví a la librería. Fui a la sala de
catalogación y allí, en el escritorio de Merton, estaba el maldito manuscrito, abierto. Por el
lugar en que estaba abierto y algunas líneas que había en el bloc de notas de aquel
desgraciado, era obvio que había estado experimentando con una de las fórmulas de la obra.
Y había ocurrido algo que le había asustado hasta el punto de hacerle perder la razón, lo que
no es muy sorprendente, dado su estado de nervios. Y supongo que me comunicó su pánico a
través de algún tipo de telepatía, pues prefiero creer que no vi lo que creí ver, ni olí lo que creí
oler.
"De todos modos, no quise correr riesgos, y antes de irme a casa quemé el manuscrito y las
notas de Merton. Así que lamento causarle una desilusión, pero esto es lo que ha sucedido. Y,
aunque siempre hemos tenido en los libros de ocultismo un apartado bastante lucrativo, me
temo que ese es un tipo de literatura que esta librería no va a tocar en el futuro".
LE BAL DES SAUVAGES
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 59
Detrás de la ciudad francesa de Saumur y cerca del pueblecito de Pontchanvre, se alzan
unas colinas, tras las que se abre un Valle cerrado en el que, durante ciertas noches del año,
ocurre un hecho singular: la danza del sabbat de unas brujas, que, guiadas por algún espíritu
burlón, se dedican a imitar irónicamente los bailes de los cortesanos de pasadas épocas. Es
"Le Bal des Sauvages", o sea el baile de los salvajes.
Este baile, cuyos orígenes parecen remontarse a la época de Carlos II el Malo, Rey de
Navarra y Conde de Evreux (1332), sigue realizándose — según los campesinos de los
alrededores — en nuestros días. Y, si hemos de creerle, un digno Profesor de Lenguas
Románicas de la Universidad de Montpellier fue testigo, de las danzas de estas brujas, o de
sus fantasmas.
El hecho ocurrió durante su juventud, cuando hacía una excursión a pie entre Puy—de—
Dome y el Valle del Loira, acercándose a Saumur por las colinas que limitan el extraño valle.
Jamás había oído hablar de los sabbats que allí se realizaban, por lo que no tenía ideas
preconcebidas acerca de lo que iba a encontrar en aquel idílico lugar.
Tal como lo cuenta, el entonces joven había tomado una cena ligera con las provisiones que
llevaba en su mochila y, sintiéndose cansado por la larga caminata, y siendo la noche clara y
muy cálida, había decidido acostarse en Ja espesa hierba, para descansar. No supo cuánto
tiempo estuvo dormido, pero el caso es que le despertó el sonido de unas risas desagradables,
de agudos gritos y chillidos que imitaban a los de diversos animales! Aún echado sobre la
hierba, alzó la cabeza para ver qué pasaba.
En medio del valle se alzaba un ruidoso manzano, cuyas ramas muertas se agitaban como
horcas. Alrededor del tronco se arremolinaban diez o doce mujeres de una fealdad
indescriptible. Sus arrugados torsos y bulbosas caderas acababan en unas piernas elefantinas
o delgadas como palillos. Una de ellas era una masa de carnes con una pequeña cabecita
ovalada en la que apenas si se veían las facciones. Y la palidez verdosa de sus cuerpos
resultaba repugnante vista a la luz del cuarto creciente lunar, que empezaba a alzarse sobre
las colinas.
La Luna pareció molestar a las mujeres, o al menos hacerles cambiar de plan. Así que
fueron hasta la base del árbol, y tomaron lo que parecían ser montones de plumas. Pero en
realidad se trataba de vestidos largos, de baile, similares a los usados por las cortesanas del
Siglo XIII. Parecían estar hechos con plumas de faisán y pieles de pequeños animales, tales
como ardillas y topos.
Una vez se los hubieron colocado, adornándose con mucha pedrería brillante, se
prepararon sombreros de estilo medieval con los largos helechos de un arroyo que pasaba
cerca de allí. El excursionista no podía contener ya su curiosidad, y esperaba impaciente ver
lo que sucedería a continuación.
De repente, apareció un hombre alto, ataviado como un senescal de la corte, con rico
terciopelo y un corselete de armadura y llevando en la mano un largo bastón. Las mujeres,
que se habían vestido en un extraño silencio, estallaron ahora en gritos de impaciencia, como
ansiosas por empezar algo. Y, al agitar el senescal su bastón, iniciaron una complicada danza,
que tenía algo de la gracia sofisticada de una pavana y algo de los movimientos ceremoniales
de los ritos religiosos de la antigua Eleusis.
El muchacho no había contemplado jamás una danza tan extraña. Nunca se hubiera
imaginado que pudieran combinarse con tanta perfección la vulgaridad y la magnificencia.
Así, un movimiento casi obsceno se convertía en otro de gracia y delicadeza consumadas;
pero lo que daba al conjunto de la ceremonia su aire ridículo y burlón era, sin duda, la
increíble fealdad de las bailarinas.
Al fin, por el este empezaron a aparecer las primeras señales del amanecer. Y, en alguna
parte, cantó un gallo.
En ese instante las mujeres, charlando entre sí como cluecas, siguieron al senescal hasta la
espesura del bosque, en el que desaparecieron. El joven había sido testigo del "Bal des
Sauvages", y su descripción iba a ser casi exacta a la dada por otros testigos presenciales de
esta danza espectral, a lo largo de los siglos.
Pero hay más. No sólo tenemos la descripción oral de los testigos oculares, sino que existe
una descripción gráfica de la danza.
Si uno entra en la sosegada tranquilidad de la Iglesia de Notre-Dame de Naintilly, en
Saumur, encontrará, en una capillita cercana al altar mayor, un extraño tapiz, tan delicado por
su coloración, y minucioso en su realización, que es considerado como uno de los más
importantes que se conservan en Francia. En la pared, junto al mismo, se puede leer esta
inscripción: "Tejido en las orillas del Loira en el Siglo XV, por tapiceros y bordadores
itinerantes, que recorrían los castillos que se alzan en las orillas de dicho río. Probablemente
copiado de algún cartón o tapiz muy anterior, que se dice fue mandado hacer a un artista
bávaro itinerante por Carlos IV el Loco. Se sabe que el Rey tenía un pabellón de caza cerca de
Saumur, y se dice que participó en el Sabbat de Pontchanvre" Al parecer, el Rey deseaba tener
un recuerdo de su extraordinaria experiencia, por lo que encargó al tapicero bávaro que le
representara la escena que había vivido, para colgarla en su pabellón de caza. Y no se sabe si
el artista itinerante asistió también a alguna de las danzas del valle, pero lo cierto es que supo
plasmar a la maravilla la escena contemplada por tantos testigos.
En cuanto a la obra que subsiste en' nuestros días, la tejida por el grupo itinerante del Siglo
XV, ofrece una riqueza de detalles casi increíble en una de estas obras, sobre todo pensando
en su realización a base de hilos de colores. De este modo, se ve a las danzarinas con todo el
detalle de sus vestiduras, que parecen fluir fuera del tapiz. Sus pies pisan una hierba cubierta
de flores, de las que casi se cree poder oler la fragancia. Y, concretamente, la vestimenta de
una de las danzarinas, adornada con armiño real, está tan bien realizada, que casi se tocan las
puntas negras que se dibujan sobre el fondo blanco de la piel.
La música de la danza parece ser interpretada por unos pajes vestidos con trajes muy
recargados, que soplan por unos cuernos de cabra muy retorcidos. Y, como fondo del tapiz, se
ve a un grupo de figuras masculinas, muchas de ellas con trajes de una suntuosidad
mayestática, aunque algunos van ataviados a la manera del senescal que el Profesor de la
Universidad de Montpellier vio en su juventud.
Es un dibujo magnífico, ejecutado con la maestría que sólo logran conseguir los más
grandes tapiceros. Indudablemente es esta una portentosa obra de arte... al tiempo que un
documento excepcional del misterioso "Bal des Sauvages".
Pero el tapiz no se ha limitado a ser un pasivo documento histórico, sino que también ha
sido protagonista de una historia tan escalofriante como la narrada por las leyendas del
sabbat de Pontchanvre, y mucho más sangrientas.
Una vez estuvo terminado el tapiz comenzó un extraño vagabundeo. Las crónicas de los
castillos de Amboise y de Chambord nos cuentan que "Le Bal des Sauvages" estuvo colgado
en ambas mansiones reales. Luego, en 1710, el ya famoso tapiz apareció en uno de los
"mercados de ladrones" de París, a los que iban a parar los muchos artículos robados en
aquellos tiempos.
El tapiz formaba parte del botín de un saqueo efectuado en el palacio del Cardenal Lancy,
de Chartres. Y, cuando fue desenrollado, en presencia de un grupo de posibles compradores,
de entre sus pliegues cayeron los cadáveres de un hombre y una mujer. ¡Eran el mismo
Cardenal, asesinado en el robo, y una de sus sirvientas!
Reclamado por la Iglesia, por tratarse de una propiedad de la misma, el tapiz fue a parar a
la sacristía de la Iglesia de St. Denis, en París, donde siguió causando estragos. Se le atribuyen
un mínimo de doce muertes, ocurridas en rápida sucesión, y de las que se cuenta que no
hubieran tenido efecto, de no ser por la maléfica influencia de aquella terrible obra de arte.
Una de las muertes más extrañas fue la de un joven estudiante del Colegio de St. Denis,
que fue hallado una mañana de invierno por uno de los sacristanes, cuando se dedicaba a ir
encendiendo los cirios en el interior de la iglesia.
El cadáver del estudiante colgaba boca abajo... y la cuerda que ataba sus tobillos estaba
unida, como entretejida, a los hilos que formaban la mano de una de las danzarinas, una
mujer de vestimentas parecidas a las del dios Pan de la mitología pagana. ¡Parecía como si esa
figura del tapiz hubiera sido quien hubiese ahorcado al joven!
Y, lo que resultaba aún más raro, e incomprensible para las autoridades judiciales de la
época, era que la piel del estudiante estaba marcada por una serie de rayas que se
entrecruzaban, como los hilos de un tapiz, rayas de diversos matices, que cubrían todas las
tonalidades del rosa. ¡Era como si un fantástico tapicero hubiera tratado de incluir al joven en
la escena representada por "Le Bal des Sauvages", sin acabarse de decidir por el color del hilo
a usar!
Durante cien años, el siglo de la Revolución Francesa y de todos los acontecimientos que
tanto alteraron a Francia, se perdió la pista del tapiz; pero, hace algunos años, fue hallado un
rollo, como de alfombras, frente al altar mayor de la Iglesia de Notre-Dame de Naintilly. Al
desenrollar el paquete, se descubrió con asombro que se trataba del famoso tapiz
desaparecido.
Y así, "Le Bal des Sauvages", llegó a su lugar de reposo definitivo... por el momento. Se
diría que las figuras del sabbat, cansadas de tanto ajetreo han buscado el refugio de la paz de
aquella iglesia. Pero, por muchas vicisitudes por las que hayan pasado, las figuras del tapiz
conservan aún todo su color, como si hubiesen sido acabadas de tejer. Parece que los
fantasmas del sabbat se han ocupado de proteger del paso del tiempo a sus no menos
fantasmales representaciones del tapiz.
HUMEANTE
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 60
En 1959, a J. Wentworth Day le hacía Lord Beaverbrook la sugerencia de que fuera a
realizar un viaje de exploración a través de las "tierras vírgenes", los desolados bosques y
desperdigados caseríos situados en la isla de Terranova y que luego pasase al norte de la
península del Labrador. Así, Day sería el primer escritor que visitase aquella región.
Lo que el Lord le proponía al autor era que reuniese material suficiente para que luego
pudiera escribir un libro sobre aquellas frías regiones del Canadá, en el que se narrase la larga
historia de Terra nova, la primera colonia británica en el Nuevo Mundo de la que forma parte
la península del Labrador.
Son estas las tierras de los alces gigantes, de los caribús, que recorren las llanuras cubiertas
de nieve en manadas gigantes, de los lobos y de los osos. Las tierras del Sol de Medianoche.
Unas tierras en las que resulta difícil trasladarse de un punto a otro; pero Day contaba con
todos los medios necesarios, y su recorrido fue llevado a cabo en avión, camión, canoa y
balsa. Aunque, dada la misión, hubo ocasiones en las que debió emplear el más antiguo
medio de locomoción, ese al que algunos países pobres llaman — vergonzosamente —
"medio de transporte orgánico": su propio pie.
Y, por diferente que sea la imagen que tengamos del hombre de las fronteras en el Canadá,
lo cierto es que a esos duros habitantes de una dura tierra no les gusta nada caminar. Tanto es
así, que en más de una ocasión Day y sus acompañantes tuvieron que soportar las miradas de
curiosidad de los "nativos", cuando pasaban junto al grupito de peatones en sus lujosos
Cadillac. Y también debieron rechazar el habitual ofrecimiento de llevarles a donde fuera
hecho por aquellos rudos hombres, que no comprendían como alguien podía realizar un viaje
a pie por deseo propio.
Pero gracias a este minucioso trabajo de exploración, a Day le fue posible recoger una
extensa documentación sobre aquellas lejanas tierras, y enterarse de numerosas leyendas del
folklore local.
No obstante, la más extraña de las leyendas es la que fue contada por primera vez en una
casa bien aislada contra el frío y mientras estaba sentado junto a la estufa, en la árida costa del
Lago Wabush, en medio de las espesuras del Labrador. Luego le iban a llegar ecos de esa
misma historia... o leyenda, de boca de Ashuanipi Joe, el indio que le servía de guía, cuando
se hallaban en la milla 274, en el corazón de un denso bosque. Y, más tarde, se la iba a repetir
el Juez Corbett en Goose Bay, siéndole, finalmente, confirmada por Leo
English, el encargado del Museo de St. John's, la capital de Terranova. Tras toda esa serie
de narraciones a Day ya no le quedó ninguna duda de que allí había "algo", sobre todo si
tenemos en cuenta que el señor English tiene una gran reputación en la provincia, como
hombre erudito y estudioso.
Esta es la historia que recogió Day: la historia del trampero, blanco del Labrador.
Es aquella una tierra virgen, infinita y desolada, en la que predominan los colores verde y
gris y en la que por todas partes se hallan enormes lagos y aterradores silencios, los vientos
que soplan del Ártico son tan gélidos, que el suelo ha ido enfriándose a lo largo de los siglos,
de tal modo que incluso durante el corto pero cálido verano los terrenos permanecen helados,
hasta unos treinta metros por debajo de la superficie.
Es la tierra por la que vaga "Humeante", y su jauría de perros blancos y de este vagar pudo
hablarle a Day un trampero llamado Irving Penny porque, gracias a Humeante, Penny seguía
con vida.
Un día, en medio de una cegadora tormenta de nieve, Irving Penny llevaba su trineo,
tirado por diez perros, por las desoladas laderas de las Partridge Hills, tratando de que su
pesado "komatik" (trineo) no se hundiese en la blanda nieve. La tormenta, empujada por el
viento del sureste, no le dejaba ver el camino que seguía, y casi se le habían quedado
congelados los párpados que apenas podía tener entreabiertos. Pero, maldiciendo, seguía
adelante, pues sabía muy bien que el detenerse sin antes haber hallado un refugio en el que
pasar la noche significaba una muerte segura, de frío.
Comenzaba a pensar que tendría que hacer una perforación en un banco de espesa nieve
que cubriese una ladera, para así hacerse un rudimentario iglú en el que pasar la noche,
cuando oyó, entre el silbido del viento, el ruido de otro trineo.
Pronto descubrió, entre los torbellinos de nieve, la robusta figura de un hombretón, subido
a un "komatik" tirado por catorce perros, todos ellos de un color blanco inmaculado, que
atravesaba la tormenta de nieve con absoluta confianza, como si supiese perfectamente donde
se hallaba.
Irving gritó, pero el desconocido ni siquiera volvió la cabeza en su dirección, falta de otra
mejor solución, el trampero perdido se decidió seguir al otro trineo.
Media hora más tarde, divisaba las cabañas de los pescadores de la Isla de Frenchmen. El
trineo tirado por los perros blancos pasó junto a la primera casa y desapareció tras la
segunda. Irving, que ya estaba llegando al límite de sus fuerzas, se limitó a detenerse junto a
la primera puerta, y llamó a la misma.
El pescador que salió a abrirse le dio una calurosa bienvenida. En esas tierras gélidas y
poco pobladas que componen Terranova y el Labrador, no hay puerta que se cierre al viajero;
pues el cerrar las puertas en las narices de quien pide asilo para una noche casi equivaldría a
matar con las propias manos al viajero, que no podría resistir pasarla a la intemperie. No, en
aquellos lugares siempre hay un lugar junto al fuego y una sonrisa de bienvenida para quien
llama a cualquier puerta.
Irving metió a los perros de tiro en el recinto destinado a ellos y, cuando estuvo
aposentado junto al fuego del hogar, le preguntó a su anfitrión:
— ¿Quién era ese tipo de blanco que llegó antes que yo?
—No ha llegado nadie más que usted —le respondió el pescador.
Así que Penny le contó lo sucedido. Tras escucharle el pescador se echó a reír, y comentó:
—Ese era Humeante. Le trajo a usted aquí. Siempre aparece cuando hay tormenta de nieve.
Trata de salvar a otros, para salvar su propia alma. ¡Y buena falta que le hace!
Según parecía, le contó el pescador, la historia del misterioso personaje del trineo comenzó
en 1910, cuando un trampero llamado Esau Gillingham, de Terranova, llegó a Labrador a
plantar sus trampas. Pero el negocio no se le dio muy bien. En cambio, gracias a su incesante
nomadeo, Esau conoció bien pronto a todo pescador, indio, esquimal y trampero de aquellos
contornos.
Contornos en los que la vida era, es muy dura. Allí o uno caza, pesca y pone trampas... o se
muere de hambre. Y, para pasar las poco delicadas comidas del norte, pero sobre todo para
combatir al frío y poder soportar la dureza de la vida, los hombres que allí viven necesitan
bebidas alcohólicas. Y el ron es en aquellos parajes un don del cielo, que resulta muy difícil de
lograr. Por eso el ron es una mercancía muy valiosa.
Así que a Esau se le ocurrió montar un alambique, en lo más profundo de un bosque de
abetos, para destilar en él un licor infernal obtenido de piñas de abeto, azúcar y levadura de
cerveza. Era puro alcohol de madera, que enloquece, ciega y mata. Pero era adquirido por
aquellos hombres del norte, que deseaban con desesperación cualquier clase de alcohol
aunque fuera verdadero veneno, como era el que les vendía Esau. Y este negocio le fue tan
bien, que el trampero dejó la caza y se puso a recorrer el norte del Labrador: en verano con un
bote de vela, en invierno en su trineo, en el que llevaba un barril de veneno. Llamaba a su
licor "humo" y de ahí surgió su apodo de "Humeante".
Su licor enloqueció a algunos hombres, cegó a otros y mató a alguno, que murió de frío al
caer ebrio entre la nieve. Y, la situación llegó a tal punto, que la policía Montada decidió
tomar cartas en el asunto. Atraparon a Esau, y lo metieron en la cárcel en St. John's: fueron
doce meses de trabajos forzados a lo que le condenó el juez. Pero cuando salió de la prisión,
Esau juró que jamás iban a volver a atraparle: tenía un plan.
Regresó al Labrador, tomó un komatik y le colocó un barril, pintándolos de blanco, luego
se hizo una vestimenta de pieles blancas y compró (o robó) todos los perros blancos de tiro
que pudo hallar, hasta tener un equipo completo.
Ahora... ¡que lo buscasen los "chaquetas rojas" de la Montada!
Su camuflaje resultaba perfecto sobre la nieve, y, eludiendo toda persecución, prosiguió
con su tráfico de licor. Parecía que nada ni nadie iba a poder acabar con él. Y, cada vez más
envalentonado, llegó a secuestrar a una mujer blanca para que fuera su compañera. La
pobrecilla enloqueció.
Sin embargo, su mismo veneno iba a ajustarle las cuentas: Esau comenzó a beber su licor, y
mató a un indio, estrangulándolo con sus propias manos en un ataque de locura ocasionada
por el alcohol. Su figura fue adquiriendo tales caracteres de leyenda, que las madres del
Canadá asustaban a sus niños diciéndoles que, si eran malos, el "Humeante" se los llevaría.
Al fin, medio loco, regresó a Terranova, sufriendo un accidente al caerse, en 1940, desde
una plataforma y romperse la columna vertebral. Tres días más tarde moría entre horribles
agonías, pero no sin antes pronunciar esta extraña petición en sus últimos jadeos:
—¡Dios mío! ¡No quiero ir al Infierno!; Deja que conduzca mis perros por el Labrador,
hasta el fin de los tiempos, y trataré de expiar todo el mal que he hecho!
Y, según cuenta la historia que Day oyó de tantas bocas, el fantasma de "Humeante"
recorre ahora las desoladas tierras del norte, entre los torbellinos de nieve de las tormentas,
para acudir en auxilio de quien necesite ayuda, y tratar de pagar sus culpas...
LA CASA ENCANTADA DE HYDESVILLE
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 61
La aldea de Hydesville, en el estado de Nueva York, era en 1848, una población muy
humilde, formada por apenas un puñado de casitas de madera. En una de ellas vivía un
granjero llamado John Fox. con su esposa y dos hijas de trece y nueve años de edad.
La familia Fox era muy respetable, practicante devota de los ritos de la Iglesia Metodista, y
llevaba una vida muy normal... al menos hasta aquel mes de —marzo de 1848. Llevaban poco
tiempo viviendo en su actual casa y. al principio, no habían tenido problemas con ella. Pero. a
los tres meses, los Fox habían comenzado a escuchar extraños ruidos, no atribuibles a ningún
motivo natural. A veces eran simples golpes, como de alguien que llama, pero otras parecía
como si alguien estuviese moviendo muebles. Y las dos niñas llegaron a estar tan aterradas,
que pidieron a sus padres que llevasen su cama a su alcoba. Pero, cuando ya estuvieron
durmiendo con sus progenitores, ambas camas fueron sometidas a una creciente barrera de
ruidos y golpes.
—Hallaré la causa de los golpes, aunque tenga que mover hasta el último ladrillo de esta
casa — le dijo John a su esposa. Y. en efecto, todos se dedicaron a investigar por los rincones,
especialmente de noche, pues se habían dado cuenta de que los ruidos eran mucho más
apreciables en la oscuridad que durante el día. Sin embargo, no les fue posible hallar el origen
de los sonidos.
Luego, en la velada del 31 de marzo, se produjo un hecho nuevo. La noche anterior los
golpes habían sido continuados, por lo que la familia había descansado muy poco y,
consecuentemente, aquel día se retiraron temprano. Más apenas si se habían acostado cuando
comenzaron a sonar de nuevo los espectrales ruidos. Entonces, la pequeña Katie,
envalentonada por hallarse con sus padres, le dijo a la invisible presencia:
—¡Haz lo que yo haga! — y dio varias palmadas. De inmediato, el invisible desconocido
contestó con un número idéntico de golpes. Tras varias pruebas similares, la niña les dijo a
sus padres
—¡Ya sé lo que es: mañana es el uno de abril, y alguien nos quiere gastar una broma!
Pues en los países anglosajones existe la costumbre del "tonto del uno de abril" similar a la
de "los inocentes" que se da en España. Sin embargo, la Sra. Fox decidió que valía la pena
probar a utilizar el descubrimiento de su hija, por lo que pidió al invisible golpeador que le
dijese las edades de las dos niñas. Instantáneamente sonaron el número de golpes adecuados
para cada una.
— ¿Es un ser humano quién me contesta? — preguntó. No hubo respuesta
—¿Es un espíritu? Si lo es, que dé dos golpes.
Al momento sonaron dos golpes. Y, por este sistema, la Sra. Fox logró averiguar que se
trataba del espíritu de un hombre que, a los 31 años de edad, había sido asesinado en aquella
casa. El fantasma añadió que sus restos estaban enterrados en el sótano, y que su asesino
jamás sería llevado ante la Justicia.
— ¿Continuará golpeando si llamo a mis vecinos? — inquirió entonces la buena mujer. Los
golpes respondieron afirmativamente. Entonces, el Sr. Fox llamó a varios vecinos, que
llegaron desconfiados, pero que pronto se quedaron maravillados. Uno de ellos, un tal Sr.
Duesler, siguió el interrogatorio del espíritu, y este le informó de que el asesinato había
tenido lugar unos cinco años antes, en uno de los dormitorios; que había sido cometido con
un cuchillo de carnicero y que el cadáver había sido enterrado, de noche, a tres metros bajo el
nivel del suelo. El motivo del crimen habían sido los 300 dólares que poseía la víctima y que
provocaron la codicia de su asesino.
Los vecinos de Hydesville, pasado el primer momento de sorpresa, decidieron que lo
menos que podían hacer era tratar de hallar el cadáver, por lo que bajaron al sótano a cavar.
Por desgracia, se encontraron con un obstáculo inesperado: el agua, pues en aquella época del
año el terreno estaba húmedo.
Algunos comenzaron a hablar mal de los Fox, afirmando que todo lo sucedido era un
truco, con quién sabe qué fines. Por ello, la familia decidió pedir una investigación que
protegiese su reputación y quedó formado un comité de vecinos, con tal fin.
En el verano, cuando el suelo estaba seco, comenzaron de nuevo las operaciones de
búsqueda. Y esta vez fue hallado algo: algunos trozos de hueso y cabellos, que el doctor local
creyó que provenían de un cráneo humano. Pero era una prueba poco sólida.
En aquel momento, una muchacha llamada Lucretia Pulver decidió hacer una declaración.
Esta chica había sido la criada de los anteriores ocupantes de la casa; los Sres. Bell. Según
contó Lucretia, un día se presentó en la casa un buhonero, que se había puesto a hablar con la
Sra. Bell de su familia, por lo que ella había supuesto que serían conocidos. Poco después de
la llegada del extraño, Lucretia fue llamada a presencia del amo de la casa y, para su sorpresa,
fue despedida, con la excusa de que a los Bell no les era posible seguir corriendo con el gasto
que representaba el tener servicio doméstico. No obstante, antes de marcharse, la muchacha
le dijo al buhonero que deseaba comprarle algunas cosas, y quedaron en que pasaría por casa
de los padres de Lucretia, al día siguiente.
Pero ni se presentó, ni volvió a ser visto. Y, tres días más tarde, los Bell sorprendían de
nuevo a Lucretia, al pedirle que entrase de nuevo a su servicio. No lo comprendía, pero como
necesitaba trabajo, la chica aceptó.
AI regresar a casa de los Bell, a la muchacha le sorprendió ver el que la Sra. Bell estaba
rehaciendo alguna ropa de hombre, para que la usase su esposo; ropa que le recordaba la que
llevaba puesta el buhonero. Además, por la casa se veían diversos artículos de los que vendía
aquel hombre.
Y, una tarde, cuando la Sra. Bell mandó a Lucretia al sótano para un trabajo, la chica se
hundió en el suelo, aproximadamente hacia el centro de la estancia, encontrándose caída
sobre un montón de tierra suelta. Los Bell se rieron del susto de su criada, y le explicaron que
debía ser obra de las ratas, y el Sr. Bell bajó al sótano a llenar "los agujeros de las ratas"
Desde entonces, la criada había notado extraños sucesos en la casa: golpes, pasos de
alguien invisible, etc. Hasta que, al fin, los Bell se fueron a otro pueblo, y Lucretia regresó con
sus padres.
Tras los Bell una familia llamada Weekman había ocupado la casa, y también ellos habían
oído ruidos y visto como las puertas se abrían solas. Y una Sra. llamada Lafe, que había
compartido la casa con ellos, había visto un día a un hombre, en una alcoba, cuya descripción
coincidía con la del buhonero. Aquel hombre había aparecido y desaparecido
misteriosamente.
El relato de Lucretia hizo que las sospechas recayesen sobre el Sr. Bell, pero éste mandó,
desde su nueva residencia, un certificado de buena conducta, firmado por 44 personas. Y,
como no habían pruebas, no se intentó ninguna acción legal contra él.
Sin embargo, el espectro no estaba conforme, y se mostraba más activo que nunca. A la
pobre Sra. Fox se le volvió el cabello blanco en una semana y, como los ruidos se hacían más
fuertes cuando las niñas estaban en la casa, sus padres las mandaron a vivir con familiares
distintos; pero los golpes las siguieron a las dos casas a las que fueron enviadas. Y también
fallaron todos los intentos realizados por el pastor metodista para que el espíritu se alejase del
hogar de los Fox.
Mientras tanto, diversas personas del pueblo habían ido adquiriendo una "habilidad" para
comunicarse con los muertos, no sólo con el buhonero, sino con otros espectros de aquella
región. Era el inicio de lo que luego se llamaría el espiritismo, que tuvo su nacimiento,
precisamente, en este pueblo y en estas circunstancias.
Pero lo que iba a dar fama a otros lugareños, como Leah Fish iba a ser la ruina de una de
las dos niñas, Margaretta, que no pudo acostumbrarse a sus contactos con el más allá y, ya de
mayor, acabó siendo un caso perdido de alcoholismo, llegando entonces a afirmar que todo
había sido un truco de ella y su hermana, y que los ruidos los hacían chascando los dedos de
los pies. ¡Pero, como contradiciéndola, en su lecho de muerte, y a pesar de que tenía
paralizadas las manos y los pies, se estuvo escuchando un verdadero concierto de extraños
golpes, que pudieron ser oídos por los doctores que la atendían!
Pasaron muchos años, y se olvidaron los sucesos de Hydesville. Pero un día, cuando unos
chicos jugaban en el sótano de una vieja casa del pueblo, a la que todos llamaban "la casa
embrujada''' una de las paredes se derrumbó, semienterrando a uno de ellos. Los demás
fueron por ayuda y. al remover los escombros, hallaron que se trataba de una falsa pared y
que, detrás de la misma, se encontraba el cadáver decapitado de un hombre... junto al que se
veía una caja de las usadas por los buhoneros.
El descubrimiento corroboraba las palabras de Lucretia y daba la razón a lo averiguado por
las hermanas Fox en sus "charlas" con el espíritu. Aparentemente, el Sr, Bell había matado al
buhonero he intentado deshacerse de su cabeza. Luego al hundirse la tumba bajo los pies de
la criada, había decidido emparedar al cadáver.
Al cabo de 56 años, resultaba ser cierta la historia contada por el fantasma aunque tal como
había profetizado, su asesino no había sido llevado ante la justicia, pues en el intervalo había
muerto apaciblemente.
GRITOS EN EL VIEJO CEMENTERIO
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 62
Como casi todas las poblaciones de la Gran Bretaña, Breek tiene su historia de fantasmas,
que esta vez se halla ligada a un viejo cementerio. Veámosla:
Breek es un pueblecito situado en el distrito de Linkford Hunt en los Midlands, en el que
tienen sus casas solariegas algunas de las más ricas familias de Inglaterra. Se puede decir que
es un pueblo en el que no hay pobres, y en el que abunda el oro.
No obstante, a pesar de contar con una rica y generosa comunidad, y de que la iglesia del
pueblo era un viejo monumento que se remonta al siglo trece, los feligreses de Breek tenían
un problema: no conseguían tener un párroco fijo.
En efecto, desde la muerte del Reverendo Sillas Scope, hacía ya más de cuarenta años, la
parroquia había visto el rápido paso de una serie de sacerdotes que por algún motivo, no
deseaban prolongar su estancia en tal lugar. Y lo cierto es que el recién nombrado párroco.
Reverendo Peter Potter, no lograba explicarse el motivo de la aversión por Breek mostrada
por sus predecesores.
Potter era un hombre soltero (como sacerdote anglicano podía haberse casado). de
mediana edad. La casa del párroco le gustaba, y aunque el pueblo no fuera el más adecuado
para sus gustos (él prefería los lugares menos ricos, en los que se encontraba con más
personas de su clase social), el caso es que últimamente había estado mucho tiempo yendo de
un lado a otro, por lo que se decidió intentar asentarse en el lugar. No obstante, no dejaba de
atormentarle una pregunta: ¿por qué no se había quedado ningún párroco allí? Pronto se iba
a enterar del terrible motivo.
Había estado pasando el día con algunos amigos que vivían en Winkton, una ciudad
situada a unos quince kilómetros de distancia, y regresaba tarde a su casa cuando, al pasar
por el cementerio situado junto a la vicaría, oyó una voz que gritaba:
—¡ Dejadme salir! ¡Dejadme salir! — y el sonido parecía surgir de una tumba situada junto
al sendero por el que caminaba.
Era una noche muy oscura y silenciosa. Y al párroco le pareció que había algo muy raro en
aquellos gritos.
Pensando que podía tratarse de algún guasón que quería burlarse de él, Peter Potter
husmeó por el cementerio, aferrando su bastón y dispuesto a enfrentarse con el bromista,
pero no descubrió a nadie, por lo que entró en la casa.
Algunas noches más tarde le volvió a suceder lo mismo. Estaba cruzando el cementerio,
cuando de nuevo pudo escuchar los gritos. Y su búsqueda tampoco le dio resultados esta vez.
A la mañana siguiente, el Reverendo mencionó el asunto de los gritos a la Sra. Reed,
encargada de la Oficina de Correos del pueblo, que le dijo:
—Esos gritos han sido oídos muy a menudo, Se sabe que ese cementerio está encantado, y
la gente del pueblo no se acerca a él de noche, por miedo a encontrarse con un fantasma.
El párroco le preguntó a la Sra. Reed si se sabía el motivo de la presencia en el lugar del
fantasma, y la encargada de Correos le contestó que no se sabía nada definido, pero que. al
parecer, las apariciones habían comenzado hacia unos cincuenta años, tras la muerte de un
hombre llamado Pratt Esto había sucedido antes de que ella llegase a Breek. pero le habían
dicho que el fantasma estaba relacionado con el fallecido.
Tras esta conversación, el párroco volvió a oír con bastante frecuencia los gritos en el
cementerio, y comprendió que aquella era la razón por la que sus predecesores había podido
resistir poco tiempo en aquella parroquia: los gritos eran capaces de alterarle los nervios al
más impávido de los hombres.
Además, cuando estaba en el cementerio, tenía a menudo la sensación de estar siendo
seguido por alguien... o algo: por una presencia invisible. Pero aún le esperaba una
experiencia mucho más terrorífica...
Una tarde estaba en su estudio, trabajando en un sermón, cuando oyó una llamada en el
cristal de la ventana. Alzó la vista, y se quedó helado: apretado contra el cristal transparente
se veía un espectral rostro blanco. Los labios del desconocido se estaban moviendo, como si
intentase decir algo al tiempo que sus ojos, muy abiertos tenían una expresión de frenética
súplica.
Durante algunos segundos, el Reverendo estuvo demasiado anonadado como para intentar
hacer nada, pero al fin logró recuperar la calma, y salió al exterior, escudriñando por los
alrededores de la casa, pero sin tampoco encontrar nada esta vez— Al fin, y cuando ya estaba
a punto de volver a meterse en casa, oyó de nuevo la voz, más doliente y quejumbrosa que
nunca: —¡ Dejadme salir! ¡Dejadme salir! El Reverendo pensó que, si aquello seguía así, iba a
tener que tomar la misma decisión que sus predecesores, y abandonar la parroquia.
Pero, a la mañana siguiente, el Dr. Jenkins, un viejo médico retirado, cayó gravemente
enfermo, y le mandó llamar.
—No me quedan ya muchas horas de vida — dijo el viejo y no podré descansar en mi
tumba, a menos que le confiese algo terrible que hice hace cincuenta años. El recuerdo de
aquello me ha estado atormentando desde entonces, y me arrepiento muy de veras. ¿Me
promete, Reverendo, que mantendrá lo que le diga en secreto, hasta después de que haya
muerto?
Cuando el párroco le hubo hecho la promesa, el doctor le contó una trágica historia:
Cincuenta años antes vivía en Breek un viejo comerciante retirado llamado Benjamín Pratt,
que estaba casado con una mujer joven y encantadora, y no tenían descendencia.
Dada la diferencia de edad con su esposa, Pratt siempre creía ver intrigas a su alrededor, y
temía que su mujer buscase a una persona de una edad más acorde con la suya. Por ello,
concibió un tétrico plan, que expuso al médico del pueblo, que entonces no era otro que el Dr.
Jenkins. El plan consistía en que el médico le suministrase un somnífero que le diera la
apariencia de estar muerto, durante un breve periodo de tiempo. Así, al despertarse, el celoso
esposo podría ver hasta qué punto se había acongojado por su "muerte" su joven esposa.
Naturalmente, para ello necesitaba contar con la ayuda del doctor, no sólo para que le
facilitase el somnífero, sino también para que dictaminase su supuesta muerte. Jenkins le
aseguró que estaba dispuesto a colaborar en la macabra representación.
Pero lo que Pratt no sabía era que el joven doctor tenía sus propias razones para estar
interesado en el plan. Desde hacía mucho, Jenkins envidiaba tanto la riqueza del comerciante
como la belleza de su joven esposa, por lo que pensó utilizar la situación para su propio
provecho.
Facilitaba su tarea el que el enterrador del pueblo, un hombre llamado Brown, tenía un hijo
que había sido condenado a la cárcel por robo con violencia, a causa del testimonio de Pratt.
Por ello, Brown acogió con alegría la propuesta del doctor, que le permitiría vengarse.
Así que, en lugar de darle al anciano comerciante un somnífero de efectos pasajeros, el
doctor le dio un opiato muy fuerte e informó a su esposa de la supuesta muerte, a causa de un
ataque al corazón. Y, con demoníaco regocijo, el enterrador tomó la figura viva pero
inconsciente de Pratt, metiéndola dentro de un ataúd, cuya tapa se apresuró a clavar.
Luego se llevó a cabo un rápido servicio fúnebre y, aunque uno de los que llevaron el
ataúd en hombros afirmó haber oído un ruido dentro del mismo, el enterrador y el médico
lograron que Pratt fuera enterrado, sin más averiguaciones.
Al cabo de algunas semanas del entierro prematuro, el criminal había logrado lo que
deseaba: la mano de la joven viuda de Pratt, con lo que, además, se hacía con su fortuna. Pero,
como ocurre a menudo con los bienes mal habidos, ni una ni otra le dieron la felicidad:
acostumbraba a tener horribles peleas con su esposa y pronto malgastó el dinero legado por
el desgraciado Pratt.
Además, aquellos cincuenta años habían sido para él un verdadero infierno, pues no
dejaba de soñar con la terrible agonía que debió sufrir el anciano comerciante, al despertarse
dentro del ataúd. Y, desde que el fantasma había comenzado a lanzar sus lastimeros gritos, el
doctor ya no se había atrevido a salir de noche, por miedo a lo que pudiera haberle pasado.
Pocas horas después de esta confesión, el doctor Jenkins falleció, y, con su muerte,
desapareció el fantasma del cementerio. Nunca más volverían a oírse sus gritos pidiendo que
le dejasen salir... pues quizá su espíritu estuviese demasiado ocupado en el otro mundo,
atormentando al de su asesino...
EN LOS CAMPOS DE FLANDES
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 63
Parece que los modernos campos de batalla, con su mecanización e impersonalización, que
hacen de la muerte un simple dato estadístico (y es la estadística la que acaba por dar la
victoria en los conflictos modernos) no deberían ser un lugar demasiado adecuado para ese
ser nacido del romanticismo y de la irrealidad que es el fantasma. Pero el testimonio de
muchas personas nos demuestra lo contrario, y nos dice que incluso las guerras modernas
tienen sus fantasmas. Veamos aquí un par de los muchos que produjo el primer conflicto a
escala universal, la Primera Guerra Mundial.
Cuando J.W. Day llegó a Flandes, la guerra de las trincheras había caído en una especie de
tregua, por agotamiento. En los campos de batalla de Ypres, Mont Kemmel, Vimy, Messines y
Warneton los muertos yacían por millares, y en los ensangrentados campos de Flandes, el
tradicional camino de las invasiones hacia el este o el oeste, había perecido lo más florido de
la juventud europea.
Day estaba encargado, con una compañía de soldados demasiado viejos o' jóvenes para
soportar los rigores del combate, de cuidar y llevar a retaguardia a los prisioneros alemanes
que tomaba el ejército británico. Pero, poco después de su llegada al frente, los cañones
habían callado: se había firmado el Armisticio. Y la tierra regada por la sangre de incontables
ejércitos, que iban desde las legiones romanas hasta los tercios españoles del Duque de Alba,
pasando por los granaderos de Napoleón y las huestes de Bismarck, habían vuelto a conocer
la paz... que duraría hasta la siguiente batalla que les deparase la historia de Europa, el
continente cuyo destino parece ser el estar envuelto en continuas luchas fraticidas.
Pero si habían dejado de llover las balas, la nieve seguía cayendo sobre las tiendas donde
se acurrucaban los soldados de la 298 Compañía de Prisioneros de Guerra, apelotonadas
junto a las ruinas de lo que antes había sido el pueblo de Neuve Eglise como buscando un
poco de calor.
Tanto los guardianes como los 450 prisioneros alemanes (los últimos capturados en aquella
guerra,' y que esperaban las .decisiones del Armisticio) sufrían el horrible tormento del frío.
Así que cuando Day se enteró de que en un viejo albergue campestre situado cerca del pueblo
se hallaba una serie de estufas Queen, abandonadas por los propietarios del hotelito al
acercarse al mismo la guerra, decidió requisar lo que podía ser una ayuda maravillosa contra
el frío.
De modo que, al día siguiente, Day tomó al Cabo Barr, un hombrecillo de una energía sin
límites y se dirigió hacia el enorme caserón abandonado. Llegados al mismo, no les fue difícil
el penetrar por las desvencijadas puertas. Y. tal como les habían dicho en las estancias del
albergue se hallaban las estufas que eran suficientes como para calentar los barracones de los
guardias e incluso para dar alguna a los prisioneros, que también sufrían del terrible frío que
se abatía sobre los campos de Flandes.
Así que Day le ordenó al Cabo Barr que al día siguiente fuese allí con un grupo de
prisioneros, para recoger las preciosas estufas. Luego tomaron el camino de vuelta hacia el
campamento, a través de un tenebroso bosque cuyos árboles descarnados parecían las
ilustraciones de una narración de terror.
De repente, mientras caminaban por el enlodado camino, chapoteando en el barrillo que
tan bien han conocido todas las generaciones de europeos que han combatido en Flandes, los
dos británicos vieron con asombro como un grupo de jinetes alemanes salían de entre los
árboles. ¡Aquello era imposible, pues la guerra había terminado ya!
Pero allí estaban: encorvados sobre los cuellos de sus caballos, con las puntas de sus lanzas
brillando al sol de la tarde, con los gallardetes de las mismas ondeando al viento... eran una
docena o más de ulanos, los más famosos jinetes alemanes, tocados con sus extraños
sombreros planos, tal como los habían llevado al principio de la guerra, en 1914, antes de que
la terrible realidad de la guerra moderna hubiera obligado a abandonar a los contendientes
los bellos uniformes de otras épocas, para ataviarse con los opacos colores de la tierra: pardo
y marrón, buscando el mimetizarse en ella y huir así del fuego enemigo.
Así sorprendidos, algo hizo volverse a los dos anonadados británicos; y, por el otro
extremo del bosque vieron un espectáculo tan irreal como la carga de los ulanos, pues por la
ladera bajaba un grupo de dragones franceses, jinetes de la caballería pesada gala, galopando
hacia sus mortales enemigos. Con sus corazas brillando al sol y los sables desenvainados,
haciendo flotar al aire la cola de plumas de sus cascos "a la griega", parecían el huracán, que
va a chocar contra el torbellino de las nubes del invierno.
De repente, y tan rápidamente como había surgido, pasó la visión. El bosque volvió a
quedar desierto, tras la cabalgada fantástica de los jinetes muertos hacía quién sabía cuánto.
Los dos hombres regresaron al campamento, muy estremecidos por lo que habían visto. Y,
al día siguiente, en uno de los pocos edificios de Neuve Eglise que aún conservaba su techo,
Day se halló bebiendo un trago en la cantina de Marie, y hablándole de lo sucedido en el
camino del albergue.
—¡Ah, M'sieu! — le contestó Marie, con un acento de campesina de Flan—des —. Ese
bosque es muy triste, Es el bosque de los muertos. En las guerras de Napoleón, en la guerra
de 1870... en esta guerra de ahora, ese bosque ha sido el lugar en que siempre se han
enfrentado la caballería de Francia y la de Alemania. Si sigue por el camino del albergue
llegará hasta una capillita. Allí encontrará enterrados a los mejores jinetes de los dos países...
Day fue a verlo y en una pequeña capilla encontró las tumbas de los valientes jinetes que
habían perecido en las algaradas iniciales de todas las guerras fraticidas que han enfrentado a
Francia con Alemania a lo largo de los siglos.
Luego con el paso de los años, J.W. Day iba a desarrollar un gran interés por los sucesos en
los que habían intervenido fantasmas, aunque parecía que nunca fuera a serle posible lograr
convencer a ningún militar de lo que había visto en aquel camino de Flan—des. Sin embargo,
un día se encontró con un hombre que sí le creía: el Mayor Ponder, artillero, que sirvió en el
Aisne, en la Primera Guerra, a las órdenes de un tal Mayor Apultree. Un episodio sucedido
durante este período le hizo creer en las historias de fantasmas como él mismo le explicó a
Day.
Al parecer, este Mayor Apultree era un hombre colérico, pero poseedor de uno de los
corazones más bondadosos que quepa imaginarse. Desde luego, no se trataba de una persona
de las que andan viendo aparecidos, sino que toda su filosofía era muy pragmática.
Una noche del otoño de 1916, el Mayor Apultree ordenó a un capitán de su batería pesada
que fuese hasta el puesto de observación más avanzado, para mostrarle el campo de tiro a un
teniente recién llegado.
—Era — comentaba el Mayor Ponder —, un puesto de observación de lo más macabro,
puesto que el parapeto del mismo estaba formado por... ¡cadáveres de alemanes muertos! Ya
que, por alguna razón, probablemente algún elemento existente en el suelo, los cadáveres
tardaban muchísimo en descomponerse en el frente del Somme. Lo único que hacían era
tomar el aspecto del alabastro.
Después de que el capitán y el teniente hubieran partido hacia la posición avanzada, los
alemanes comenzaron a efectuar un tiro de artillería en barrera de especial intensidad, por lo
que no pudieron regresar. Sin embargo, nadie en sus líneas se preocupó por ello, pues a lo
largo de la trinchera que llevaba al puesto de observación habían varios refugios muy
profundos en los que podían guarecerse,
A la mañana siguiente, el Mayor Ponder estaba tomándose una taza de té en la cantina (un
viejo barracón medio enterrado en la trinchera), cuando en la puerta de la misma apareció el
Mayor Apultree. Estaba totalmente blanco, y temblaba como una hoja.
—¡ Buen Dios, ¿qué es lo que pasa? ! — le preguntó su subordinado.
—He visto al capitán — le contestó el superior, con un acento muy extraño en la voz.
—¿Así que ha podido regresar sano y salvo?
—¡ No, está muerto!
—¿Qué es lo que significa eso? — inquirió el Mayor Ponder, que no comprendía la actitud
de su superior, un hombre poco dado a rodearse de misterios.
—Apareció de repente en la puerta de mi refugio — le explicó el Mayor Apultree, con voz
temblorosa —, y yo le dije: ¡Ah, es usted! ¿Ha venido a informarme de que no hay novedad?
—No — me contestó No he venido a decirle eso, señor. He venido a decirle que me
mataron la noche pasada...
En plena barrera artillera, un proyectil había alcanzado a los dos hombres, y el capitán
había recibido un trozo de metralla que, entrándole por detrás de la oreja le había atravesado
el cráneo. Pero su sentido del deber le había hecho ir a dar parte, incluso de su fallecimiento.
Por eso estaba tan agitado el Mayor Apultree, y por eso el Mayor Ponder, que no tenía
ningún motivo de desconfiar de lo relatado por su superior, sino todo lo contrario, podía
creer las palabras de J.W. Day acerca de los fantasmas que surgen en las guerras modernas.
EL RELOJ DE PORTMAN SQUARE
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 64
No siempre los fantasmas toman formas humanas, sino que en ocasiones pueden tomar las
más extrañas formas, como ocurrió en una casa de Portman Square, en pleno centro de
Londres, algunos años antes de la Primera Guerra Mundial, cuando —tras algunos años de
estar vacía — fueron a vivir a la misma, los señores Strawn.
Una noche la Sra. Strawn no podía dormir, y estaba revisando lo que tenía que hacer al día
siguiente, que iba a ser muy ajetreado. De pronto, se dio cuenta del silencio que reinaba en la
casa. Era un silencio casi agobiante, y su instinto le dijo que era el preludio a algo muy poco
agradable...
Y, unos minutos más tarde, cuando el suspense ya se hacía casi insoportable, el silencio fue
interrumpido por las campanadas de un reloj de péndulo. La asombrada señora contó las
campanadas: una, dos, tres... hasta doce; pero el reloj la iba a sorprender con una campanada
más: trece. Después, tras una pausa, el reloj comenzó de nuevo a sonar — esta vez con un
tono claramente amenazador — dando cinco campanadas más.
¡Pero lo que más aterrorizaba a la Sra. Strawn era que no había ningún reloj de péndulo en
la casa! ¿Qué significaba aquello? El ama de aquella misteriosa casa no sabía explicárselo.
Cinco días más tarde su esposo fallecía tras un desgraciado accidente mientras estaba
patinando en una pista de la ciudad.
Cabría haber esperado que la viuda abandonase aquella casa en la que había recibido tan
fatal advertencia, pero el caso es que la Sra. Strawn estaba demasiado a pegada a la casa para
pensar en trasladarse, por lo que siguió en la misma durante varios años, sin que sucediese
nada especial. Luego, de repente, comenzaron a oírse toda clase de ruidos extraños, tales
como golpes en las paredes y puertas y sonidos estrepitosos, como si cayese una enorme
masa de loza desde una gran altura. Estos ruidos, que comenzaban a las doce de la noche y
duraban hasta las dos, sonaban noche tras noche.
Tras un par de inútiles intentos de exorcismo, mediante el uso de médiums que aseguraron
haber alejado a los "espíritus malignos", pero sin obtener el fin de los ruidos, la Sra. Strawn se
puso en contacto con Elliot O'Donell, famoso experto en espectros. Este le dijo que, en su
opinión, aquello era obra de un espíritu maligno, que quería que abandonase la casa, y que
probablemente no se trataba de un fantasma (que es el espíritu de un muerto) sino un
elemental (que es un espíritu surgido de la tierra, y que nunca ha estado vivo)
Sobre todo, O'Donell le aconsejó que se trasladase de casa, ya que tenía la impresión de que
era peligroso para ella el permanecer allí.
Al cabo de unos días, el experto se encontraba de nuevo con la Sra. Strawn, quien le contó
que le había resultado imposible abandonar la casa, pues se sentía muy apegada a ella. Y le
explicó que había vuelto a oír aquel reloj fantasma que, como en la ocasión anterior, había
tocado trece campanadas, para sonar luego tres veces más. La Sra. Strawn, que tenía un
pariente muy enfermo creía que aquello presagiaba la muerte del mismo.
O'Donell no le contestó, pero se quedó con la fuerte impresión de que, en realidad, las
campanadas del reloj espectral anunciaban la muerte de la habitante de la casa. Y, en efecto,
tres días después de que oyese el tañido del reloj, la Sra. Strawn perecía en un accidente,
mientras viajaba en un taxi.
Tras el acontecimiento, el experto en cuestiones sobrenaturales no iba a volver a oír hablar
de aquella mansión de Portman Square hasta aproximadamente un año después, cuando se
encontró en una fiesta con un hombre que, al oír hablar de la casa y de lo sucedido a la Sra.
Strawn, exclamó:
—Oh, conozco muy bien esa casa. Lleva ya mucho tiempo habitada por diversos tipos de
fantasmas, aunque ese reloj sea nuevo para mí. Mire, hace treinta años mi tío alquiló la casa,
al enterarse de que la dejaban por muy poco dinero, a pesar de que el procurador le advirtió
de que ello se debía a la mala reputación de la casa. Pero como mi tío no creía en los
fantasmas, se dispuso a aprovecharse de la ganga.
"Poco después, mi tío se iba a habitar a su nuevo domicilio. En el momento de hacerlo, se
encontraba perfectamente bien de salud, y no le aquejaba ninguna dolencia. Tres meses más
tarde se presentó un día en mi casa, de improviso, para hacerme una visita.
"Me quedé alucinado al ver el cambio que se había producido en él. Había perdido mucho
peso y, en lugar de tener un color natural, su rostro estaba tan blanco que parecía una hoja de
pergamino. En cuanto a sus facciones, estaban tensas y ajadas. De hecho, me costó reconocer
en él a mi tío.
"Le hice sentarse y le di uno de sus cigarros favoritos, al tiempo que le preguntaba, solícito,
si algo le iba mal. Me contestó que todo, y me dijo que quizá no creyese lo que me iba a decir,
pero que estaba perdido... perdido de alma y cuerpo. Y que resultaba imposible imaginar un
destino más terrible que el que a él le esperaba.
"Lo vi tan alterado, que por un momento pasó por mi mente la idea de que quizá hubiera
enloquecido desde la última vez que lo había visto. Pero el pareció leer mi pensamiento, pues
me afirmó que no sólo no estaba loco, sino que le hubiera gustado mucho estarlo. Y me narró
lo siguiente:
"—¿Recuerdas que el procurador me aconsejó que no alquilase la casa, pues estaba
embrujada? — al asentir yo, mi tío prosiguió —. Pues bien, cuando vio que no le hacía caso,
me dijo que, al menos, no durmiese en cierta habitación de la casa. Bueno, tú ya sabes como
soy yo, así que en cuanto me hube instalado, me apresuré a dormir en esa estancia
particularmente maldita. Durante toda una semana no pasó nada, pero al cabo de este
período tuve una experiencia tan horrible, que ya no he podido apartarla de mi mente.
Escucha:
"Poco después de haberme metido en la cama, aquel día, tuve un sueño muy especial. Me
vi yaciendo en el lecho y que, de repente, se abría la puerta de la habitación y entraba por ella
un hombre vestido de gala, con la cara muy pálida, que, mirándome, me susurró: "Ven...
Ven...".
Algo me hizo levantarme y obedecer a aquel desconocido... al tiempo que mi alma se
llenaba de terror, a pesar de que no había en él nada que provocase el espanto.
"Me llevó escaleras abajo hasta el sótano, en donde, con gran asombro mío, vi que había
una gran escalinata, que nunca antes había descubierto, y cuyos escalones de piedra se
hundían hacía abismos insondables aparentemente llegando hasta las mismas entrañas de la
tierra. Me eché hacia atrás, horrorizado, pero mi guía me ordenó: "Ven", y como antes, me vi
obligado a obedecerle.
"Descendimos incontables escalones, hasta que, finalmente, llegamos a un pasadizo de
piedra, que recorrimos, para así salir a una gran cámara abovedada.
El centro de la sala estaba ocupado por una larga mesa, en la que estaban sentados un
cierto número de hombres y mujeres, todos ellos de rostros tan espantosamente blancos como
el de mi guía.
"Al entrar, un hombre, situado cerca de la cabecera de la mesa, me hizo una señal para que
me sentase, y aunque sentía infinitos deseos de salir corriendo de allí, no me quedó otra
alternativa que obedecerle. Tras haberlo hecho contemplé a los sentados y me causó una gran
impresión el ver las expresiones de terror que tenían en sus caras. Parecían temerlo todo:
temerse los unos a los otros, temer el lugar en que estaban, pero, sobre todo, temer a la forma
que se hallaba sentada a la cabecera de la mesa y que parecía ser una obscena mezcla de un
ser humano con algún tipo horrendo de animal.
"Era tanto el terror que todo aquello me ocasionaba que, al fin, reuniendo todas mis
fuerzas, me puse en pie de un salto, y estaba a punto de echar a correr hacia la salida, cuando
la mujer que estaba sentada en la silla contigua a la mía me tomó de un brazo y, con una
fuerza irresistible, me obligó a sentarme de nuevo.
—"No vale la pena de que lo intente — dijo, burlonamente —. No se puede escapar de
aquí. Todos nos quedaremos en este lugar, por toda la Eternidad.
—¡Por amor de Dios, déjenme ir! — gemí, volviéndome hacia la cosa que estaba a la
cabecera de la mesa —. ¡No he hecho nada!
"—¡Oh, sí... sí que has hecho algo! — fue la respuesta, dicha con una voz que sonaba
extrañamente vacía y alejada —. Has dormido en una habitación que sabías que estaba
embrujada, y todo el que duerme en esa estancia está condenado a venir aquí, más pronto o
más tarde. El señor Robert Percival durmió en ella, y ahora está aquí con nosotros. Y también
lo está la señorita Sarah Hackett, la señora Emma Freeman, el Coronel William Sacharell, y
todos los demás
*
"Todos ellos durmieron en esa habitación — prosiguió el ser —, y todos ellos fueron
traídos aquí de forma similar a como lo ha sido usted. No obstante, le dejaremos ir, con una
condición... el que prometa regresar aquí antes del día 21 de junio.
"—Bueno — prosiguió mi tío con un gemido —, hubiera prometido cualquier, cosa con tal
de salir de allí, así que lo hice... y de inmediato desapareció la escena y me encontré,
despierto, en la cama.
"—No fue otra cosa que un sueño, tío — lo tranquilicé.
—Espera — me dijo —. Todo aquello había sido tan—horrorosamente realista, que
investigué el asunto, y descubrí que las personas mencionadas por la cosa de la recámara
subterránea habían vivido en la casa... y muerto en ella. Así que, como puedes ver, estoy
perdido. He prometido a aquella horrible asamblea que regresaré antes del 21 de junio, y
estoy seguro de que, si no lo hago voluntariamente, hallarán el modo de obligarme...
Traté de quitarle esa idea de la cabeza, pero no hubo modo. Al fin le aconsejé que cambiase
de aires, que se marchase de aquella casa que tan mal efecto estaba produciendo en su salud.
Pero no aceptó: la casa parecía una extraña fascinación sobre él.
"Le visité la tarde del 21. Estaba bien pero parecía muy nervioso e inquieto. Cuando pasé
de nuevo, a la mañana siguiente, había muerto. Según el médico, le había fallado el corazón
mientras dormía. ¿Comprende ahora, amigo O'Donell, porque le he dicho que conocía bien
esa casa, y que está habitada por todo tipo de fantasmas? El de mi tío es uno de ellos...
EL LADRON DE LA POSADA
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 65
Entre los viajeros franceses en particular y los europeos en general que debían aventurarse
por los inseguros caminos de la España del siglo XVII corría el dicho siguiente: "En las
posadas españolas, uno sólo encuentra lo que ha llevado con él", con el que querían indicar lo
pobre que era el servicio de las mismas, en comparación con las del resto del continente.
Pero el caso era que cuando Sir Robert Wendy—Smith fue destinado por el Gobierno
Británico a la colonia del Peñón, decidió que, en lugar de tomar la ruta marítima, como era
habitual en sus compatriotas que debían trasladarse a ese pedazo de tierra española ocupado
por la poderosa Britannia, iba a emplear el período de vacaciones que le correspondía antes
de incorporarse a su puesto en emprender un viaje por tierra, menos cómodo y rápido pero,
de eso estaba seguro, más pintoresco y costumbrista. Sir Robert era un enamorado del
folklore de los pueblos, y le interesaban mucho aquellos españoles, con su temperamento
ardiente y noble, con su fiereza y salvajismo y sus costumbres tan poco europeas.
Así que, provisto de una buena cabalgadura y con el mínimo de equipaje, habiendo
enviado el resto por barco a Gibraltar, Wendy atravesó las aguas del Atlántico, para
desembarcar en Bilbao, el puerto español que tradicionalmente más ha comerciado con las
Islas Británicas.
Su periplo lo llevó a Pamplona y a Zaragoza, luego a Madrid y Toledo, pues en lugar de
tratar de hacer leguas y más leguas sin descanso y por la línea más recta, Sir Robert prefería
dar tantos rodeos como le fuera menester, para ver poblaciones sobre las que había leído, o
contemplar alguna de las maravillas que le alababan los numerosos viajeros con los que
entablaba conversación, ya en los caminos o en las posadas. Así, sin prisa alguna, hubo un día
en que Sir Robert se encontró en la Sierra del Torcal, tras haber salido de Antequera.
Era un día precioso de primavera, y los pájaros le alegraban la jornada con sus trinos. Sir
Robert se sentía muy contento de haber tomado aquel camino, en lugar del tedioso viaje por
mar. Lo único que sentía era que ya se le estaban acabando los días y las leguas, y que pronto
se vería encerrado en el Peñón, cumpliendo con la tarea que le había impuesto el Gobierno.
Al doblar un recodo del camino, el viajero vio a lo lejos a otro jinete que le precedía,
acompañado por un par de criados montados en asnos y una considerable impedimenta, a
lomos de varios mulos.
No le fue difícil alcanzar al viajero, que, a pesar de ir montado en un soberbio caballo,
mantenía un paso corto, más adecuado a las monturas de su séquito.
—Buenos días — dijo Sir Robert siempre ansioso por conocer a nuevas gentes.
—Buenos, sí... demasiado buenos —dijo el otro, secándose unas gotas de sudor de su rojiza
frente. Era un hombre gordo y rubicundo, de raza claramente nórdica.
—Me llamo Robert, y voy a Gibraltar destinado a un cargo — ofreció el británico.
—Pues yo soy Van der Graaf, de la firma Generator de Rotterdam — le respondió el
gordo—. De viaje hacia Bárbate, donde debo comprar una partida de vinos para mi empresa.
—Sí, hay buen vino en esta tierra — rió complacido el británico —. Me alegra haber venido
por carretera...
— ¿Lo ha hecho voluntariamente? — se extrañó el holandés —. No lo entiendo... pudiendo
ir en barco. Yo vengo así porque ya he hecho otras operaciones en Jaén y Córdoba... pero no
veo la hora de embarcarme para volver a mi Rotterdam...
—Cuestión de gustos, amigo — le respondió sonriente Sir Robert —. Yo prefiero esto a las
olas del Atlántico...
—Pero no me negará que las posadas son infames...
—Bueno — aceptó el británico —, reconozco que no son lo que nosotros estamos
acostumbrados, pero esta gente es más austera, y...
—¡ Cuernos, austera! Lo que pasa es que no saben vivir. Son gritones, sucios, pobres... y
están orgullosos de todo ello...
—No exagere...
—¿Qué no? ¡Espere a esta noche y ya me dirá... vamos a tener que detenernos en la Posada
del Zurdo. La conozco bien, pues he viajado mucho por aquí. Ya me dirá lo que le parece, si
es que decide quedarse en ella a pasar la noche...
El aire estaba cargado con una extraña tormenta eléctrica cuando, al fin, llegaron a la
Posada del Zurdo. Enseguida el británico descubrió que el dicho era correcto: en aquella
posada lo que uno no trajese consigo... Por suerte para él Van der Graaf vino en su ayuda:
—Mi amo dice que acepte estas sábanas y un par de mantas — le dijo uno de los criados
del holandés que había ido a su cuarto —. Y me ha dicho que le prepare la cama. Él le está
esperando abajo para cenar.
La cena fue muy agradable, aunque rústica, y fue regada con abundante y buen vino de la
región. Luego, cuando se retiraban. El holandés le dio un último consejo a su compañero:
—Tenga la ventana bien cerrada, Sir Robert... aunque note calor. Se lo que me digo. Aquí
hay muchos ladrones... y otras cosas.
Pero el aroma primaveral que le llegaba por la ventana abierta era demasiado para él, así
que Sir Robert decidió desoír los consejos de su nuevo amigo. No obstante, como precaución,
puso su pistola de pedernal, cargada y cebada, bajo su almohada, también préstamo del bien
provisto Van der Graaf.
Luego, se quedó rápidamente dormido, gracias a la acción combinada del cansancio, el
alcohol y los efluvios primaverales.
De repente, se despertó. La noche seguía silenciosa... demasiado silenciosa. Sin moverse,
entreabrió los ojos... y allí, junto al arcón en que había metido sus pertenencias, vio algo
oscuro, que se destacaba sobre los grises de la habitación.
¡Un ladrón! , pensó Sir Robert, mientras su mano aferraba la culata de la pistola, y trataba
de sentarse" en la cama... Pero un crujido de los tablones del suelo alertó al criminal, al que
vio revolverse en la oscuridad, mientras entreveía el brillo de algo que le pareció una faca.
—¡Quieto! ¡Quieto o disparo!
Sin hacerle caso, la sombra se acercaba a la cama, por lo que el británico apretó el gatillo de
su arma. Lo pudo ver a la luz del fogonazo de la pólvora: un hombre enjuto y cetrino, cuyo
rostro se contorsionó al notar el impacto de la pesada bala esférica de plomo.
No obstante, no por eso se detuvo, sino que con unos pasos apresurados corrió a la
ventana, que traspuso de un salto, perdiéndose en el exterior.
El holandés y sus criados, así como el posadero y algún que otro viajero acudieron a
investigar lo sucedido. Al encender un velón, Sir Robert vio que la mitad de los cajones del
arca estaban revueltos.
—Mañana lo recogeré todo... ese rufián no ha podido llevarse nada: ahí está el saquete en
el que iba metiendo lo que seleccionaba.
—Hemos encontrado manchas de sangre en el camino... — dijo el posadero, que había
salido a investigar —. A saber dónde estará ya...
—Por favor — le suplicó el holandés cuando se retiraba de nuevo a su aposento —, cierre
la ventana con la tranca...
Esta vez, el británico decidió hacer caso del consejo, cerrando cuidadosamente y teniendo
la precaución adicional de colgar de la tranca, con que había asegurado la ventana, la cruce—
cita de oro que la había dado un buen monje al que ayudara en Navarra... "Esto te librará de
todo peligro", le había dicho el santo varón. Y Sir Robert estaba siempre dispuesto a darle una
oportunidad a todo....
El resto de la noche lo pasó tranquilo, oyendo extraños ruidos que creía eran producto de
su imaginación exacerbada. Por ello, ¡cuál sería su asombro, al ver a la mañana siguiente el
resto de los cajones del arcón desordenados, y el saquete lleno...!
—¡ Señor, señor! — exclamó el posadero, que llegaba corriendo — ¡ Hemos encontrado al
ladrón entre unos matorrales... está muerto! ¡Debió morir casi de inmediato anoche, tras su
disparo.—
Silenciosamente, Sir Robert le indicó el desorden del arca y el madero que atrancaba la
ventana, que se veía doblado y astillado, casi partido en dos, como si lo hubiese estado
empujando una gran fuerza... ¡y a cuyos dos pedazos sólo parecía unir la cadena de la
crucecita!
—Amigo mío, le dijo el holandés en el desayuno —, has tenido mucha suerte. El fantasma
del ladrón volvió a robarte, y logró entrar, pero su cadáver físico lo intentó seguir... y no se lo
permitió la cruz. ¿Se imagina lo que le hubiera podido pasar de no haber tomado esa
precaución?
LOS SIETE ABETOS
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 66
Hace mucho tiempo, vivía en Noruega un navegante llamado Osland "Brazos Largos". Un
día, mientras navegaba no muy lejos de su tierra natal, Kristiansund, estuvo a punto de morir
ahogado a causa de una terrible galerna, pero logró conservar el dominio de su barco, si bien
el mar se llevó como tributos a varios tripulantes de su embarcación.
Cuando, terminada la tormenta, Osland iba a tomarse un bien merecido descanso, oyó
unos gritos que le llegaban de mar abierto. Allí, con el mástil roto y haciendo agua, se hallaba
una barca de buen tamaño. En su proa se veía a un hombre magullado y ensangrentado, que
gesticulaba tratando de llamar su atención.
Osland mandó a sus hombres que se acercasen a la embarcación, que resultó ser la lancha
de recreo del Rey Erich Hacha Ensangrentada, que llevaba las siete hijas de ese monarca a las
Islas Shetland, en donde se hallaba su augusto padre.
El capitán de la embarcación real estaba moribundo, a consecuencia de las heridas
recibidas en la lucha contra la tormenta, pero antes del último suspiro hizo que Osland le
prometiese que llevaría a las siete princesas con el Rey. Pero, en cuanto Osland vio a las siete
bellas princesas, de edades entre los 12 y los 20 años, cambió de idea y se las llevó a su casa
fortificada, una torre hecha con troncos; pensaba poder obtener un buen rescate de su padre.
No obstante, su mujer tenía una mejor idea: aquellas siete jóvenes princesas no sólo eran
bellas, sino que estaban todas en edad casadera. Por ello creía que aún podría obtenerse más
provecho de ellas "vendiéndoselas" al Rey Haldaar Barba Roja, soberano del Norte que
andaba en busca de esposas para sus diez hijos.
Y, aunque Osland temía las posibles consecuencias del plan de su esposa Kirstin, al fin se
dejó convencer por esta. Y, ya sin miedo a la posible venganza del Rey Eric, entró en
negociaciones con el Rey Haldaar, que le prometió considerables riquezas a cambio de las
siete jóvenes.
Estas, al ser informadas por Kirstin de su plan, prorrumpieron en llantos y amenazaron a
la familia de Brazos Largos con la terrible venganza de su padre. Pero la codicia del
navegante podía ya más que su miedo.
Así que llegó un día en que, en la bahía en la que se alzaba la torre fortificada de Osland,
apareció una nave con alta proa tallada con la forma de un gigantesco pájaro acuático, a cuyo
pico iban atadas diez lanzas, una por cada uno de los hijos de Barba Roja.
Atracado el navío, desembarcaron los diez príncipes y al verlos, altos, bien proporcionados
de nobles facciones y con una mata rojiza de cabello, las jóvenes cambiaron de estado de
ánimo: ya no deseaban ser rescatadas por sus padres, sino desposarse con aquellos príncipes
vikingos tan bien parecidos, No obstante, existía un grave problema: ellos eran diez y ellas
siete. Tres de los muchachos debían quedarse sin pareja. Entonces, la mayor de las hijas de
Hacha Ensangrentada propuso que los siete príncipes de edad más similar a las princesas se
desposasen con estas.
Grande fue la alegría de los así elegidos, y negra la desesperación de los que se quedaban
sin esposa. Pero, las cosas así dispuestas, los afortunados comenzaron a cortejar a sus
enamoradas. Sin embargo, nada hay peor que el odio de un corazón despechado, por lo que
Hanno, el menor de los diez y que se había quedado sin novia, tomando una tea encendida
del fuego, se acercó a la torre de troncos a la que habían vuelto las siete jóvenes, y le prendió
fuego. Los secos maderos ardieron con gran rapidez, y pronto quedó claro que nadie iba a
salir con vida de la mansión de Osland.
Viendo lo hecho por el hermano menor, la furia de los hijos de Barba Roja estalló
incontenible y, cayendo unos sobre otros, lucharon hasta que ninguno de ellos quedó con
vida. Mientras, en la torre perecían Brazos Largos y su calculadora esposa. En cuanto, a las
siete princesas, ni fueron hallados sus restos entre las cenizas de la torre, ni nadie volvió a
verlas jamás.
Pero, a partir de entonces, en la colina cercana al lugar en que se había alzado la torre, se
pudieron ver siete altos abetos, de un extraño color plateado; situados en círculo, como si
quisieran "darse las manos". Según los habitantes de aquellos contornos, los árboles contenían
las almas de las siete desgraciadas princesas, por lo que nadie se atrevió a vivir en su
cercanía...
... Al menos hasta 1892, que es cuando realmente empieza nuestra historia de fantasmas.
Pues, en el primer día de tal año, una pareja de desconocidos llegó a aposentarse en la casa
que se habían hecho construir, frente al círculo de los siete abetos; en el lugar donde, muchos
siglos antes, se había alzado la torre fortificada de Osland.
Se trataba de Nils Haaverlund, un pobre contable que recientemente se había casado con
una rica, pero dominante, heredera. Esta, que era una hipocondríaca de la peor especie; había
elegido aquel lugar apartado como el mejor sitio en que vivir apartada de todo y de todos.
La señora de la casa acostumbrada a permanecer todo el día en la cama, exigiendo
continuamente cuidados y medicinas a cuantos la rodeaban, especialmente a su infeliz
esposo. Y, sin embargo, ninguno de los habitantes de la casa creía que la Sra. Haaverlund
necesitase realmente los fármacos, ya que sus males no eran otra cosa que el producto de su
imaginación.
Pero el caso es que la dama imponía su voluntad en todo y sus menores caprichos debían
ser cumplidos. Así que el día en que se quejó de que los siete abetos le daban sombra a las
ventanas de su dormitorio, a nadie se le ocurrió contradecirla cuando exigió que fueran
talados de inmediato; por el contrario, fue avisado al momento un leñador, para que
efectuase la tarea.
A las diez de la mañana, llegaba un leñador a la casa, para cortar los árboles... ¡ y, diez
minutos más tarde, la Sra. Haaverlund yacía muerta, desangrada, a consecuencia de unas
horribles heridas que podían ser vistas en su cuerpo!
¿Qué había sucedido?
Mientras estaba afilando su hacha, para proceder a la tala de los árboles, el leñador se
había fijado en que los troncos de los abetos presentaban una serie de marcas a distintas
alturas, que parecían indicar que, en diversas ocasiones, alguien había intentado cortar los
árboles a golpes de hacha, pero desistido a los primeros golpes. De hecho, algunas de las
cicatrices parecían muy, muy antiguas...
Pero el leñador no era hombre que se hiciese muchas preguntas acerca de los hechos
incomprensibles. Ni le interesaba quién habría plantado aquellos abetos en círculo, ni quien
habría intentado luego cortarlos. Y si los que anteriormente habían tratado de cortar los
abetos no lo habían logrado, bueno, pues él iba a terminar aquel trabajo.
Así que alzó el hacha y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre el tronco de uno de los
abetos, el más cercano a las ventanas del dormitorio de la Sra. Haaverlund. Al producirse el
impacto de la hoja contra la madera se dejó oír un alarido agónico procedente del dormitorio,
pero siendo, como ya se ha dicho, un hombre poco imaginativo, no hizo caso de lo que le
decían sus sentidos y alzó de nuevo el hacha...
Un nuevo golpe, y un grito aún más aterrador atravesó el aire, no dejando ya ninguna
duda acerca de su realidad: ¡Algo terrible le estaba pasando a la dueña de la casa. De modo
que dejó caer su afilado instrumento de trabajo y corrió hacia la ventana del dormitorio.
Por el cristal pudo ver algo que le iba a helar la sangre en las venas: sobre la cama se
hallaba el cuerpo de la Sra. Haaverlund, vestida con su camisón y bañada por su propia
sangre. A la altura de sus caderas podían apreciársele dos terribles heridas, por las que se le
había escapado la vida. La cama y el suelo de la habitación estaban manchados con los ríos de
sangre que habían brotado del cuerpo de la infortunada y, entre las manos engaritadas de la
desgraciada, se veían las cortinas de la cama, que había arrancado del baldaquino en las
contorsiones de su agonía.
Luego, en la investigación de la policía, iban a descubrirse algunos hechos que aclararon lo
sucedido (al menos para quienes creen en algo más que el mundo que podemos percibir con
nuestros sentidos): al parecer, cuando la Sra. Haaverlund había ordenado la tala de los siete
abetos, su marido había tratado de disuadirla, afirmando haber visto en el Museo Real de
Oslo documentos que hablaban de un poder maligno que, aparentemente, poseían aquellos
extraños árboles. Además, el buen contable había oído historias acerca de extraños sucesos y
desapariciones, todo ello relacionado con los abetos situados en círculos.
Por todo ello, había suplicado a su esposa que dejase en paz a aquellos árboles, y que se
trasladase a otra habitación, en la que no tuviese que soportar su sombra. Pero, acostumbrada
a lograr siempre todos sus caprichos, la hipocondríaca había exigido la tala de los, para ella,
molestos abetos.
Y, según afirmó el desconsolado esposo, la ira de las siete hijas del Rey Eric (pues creía que
los árboles no eran otra cosa que el refugio de los espíritus de las infortunadas) se habían
vengado no del leñador, simple instrumento de la agresión, sino de quien había ordenado
que fueran cortadas sus moradas en este mundo. Una vez más, los fantasmas habían
protegido su existencia contra la agresión de los humanos...
EL VIEJO AVARO DE ROXBUGHIRE
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 67
Para encontrarnos con el fantasma del viejo aparecido en Roxburgshire debemos
remontarnos al siglo XVIII, la época en que Europa empezaba a verse sacudida por la
Revolución Industrial, que tanto iba a hacer para acabar — con los antiguos ambientes rurales,
en los que medraban los fantasmas.
Pero en aquella época, en 1749, las buenas gentes del campo aún veían fantasmas, y
confiaban en las advertencias de los aparecidos. Como veremos en los dos casos que les
narraré este mes.
El primer domingo del citado año, Tilomas Lilly, el hijo de un granjero de la parroquia de
Kelso, un joven que ya se había consagrado a la iglesia de Escocia si bien aún estaba
estudiando para llegar a ser ministro de la misma, se había quedado en su casa para cuidarla,
acompañado de un niño que trabajaba en la granja como pastor y de una criada que estaba
realizando sus tareas, mientras el resto de la familia había acudido a los servicios dominicales.
El joven y el niño se hallaban junto al fuego, en el que hervía una gran olla con la comida
de aquel día, mientras que la sirvienta había salido al pozo, para traer unos cubos de agua.
Durante su ausencia, apareció un venerable anciano, ataviado con unos vestidos muy
anticuados, que suplicó al joven que tomase la Biblia de la familia y leyese un determinado
versículo del Segundo Libro de los Reyes. Al hacerlo, el hijo del granjero se halló con la frase:
"La muerte está en el puchero".
Asombrado, alzó la mirada hacia el viejo quien, dando evidentes muestras de agitación y
señalando a la gran marmita que hervía en el hogar, le explicó que la criada había echado una
gran cantidad de arsénico en el interior de la misma, para así envenenara toda la familia. Al
parecer, la doméstica pretendía robar las cien guineas que su amo tenía en casa, procedentes
de la venta de ganado y grano. Luego, antes de que la criada regresase, el anciano
desapareció en el aire, no sin antes suplicarle al joven que tuviese en cuenta su advertencia.
Al cabo de un instante entraba en la estancia la joven criada que, dejando el agua de los
cubos que traía, partía a por más.
Entonces Lilly tomó algo del caldo de la marmita y, mezclándolo en un cuenco de madera
con algo de harina de avena, preparó la pasta conocida en esas regiones como "croudy". Al
regresar la criada, el joven le entregó el plato, diciéndole:
—Toma, Peggy, que a ti te gusta mucho el "croudy".
Tras darle las gracias, la muchacha desapareció hacia la parte de atrás de la casa,
llevándose el plato. En cuanto estuvo fuera de la vista del hijo de su amo, la criada no perdió
el tiempo en tirar la pasta al suelo.
Pero, sin que lo supiese, el perro de la casa la había seguido, y se abalanzó a devorar el
"croudy" con gran apetito. Al poco, la pobre bestia se hinchaba de un modo enorme,
muriendo entre indescriptibles agonías. Pero Lilly le pidió al pastor que no dijese nada de lo
ocurrido, y, para tranquilizar a la muchacha hasta el momento en que fuera conveniente
revelar su traición, le dijo que el animal había muerto de un ataque al corazón.
Poco después regresaban de la iglesia sus padres, junto con los demás sirvientes. De
inmediato se dispuso la mesa y se llenaron los cuencos de madera con el humeante caldo
sacado de la marmita. Mientras Peggy se dedicaba a cortar la carne e iba trayendo el resto de
la comida. Entonces, el cabeza de familia bendijo la mesa:
—¡Oh. Señor! Hemos oído tus palabras en boca de tu anciano siervo el Sr. Ramsay, que nos
ha alarmado con la nueva del hambre en Samaría, y nos ha dicho que "La muerte está en el
puchero'...
—¡Si padre! — exclamó el joven Lilly —. ¡En nuestro puchero, tal como en otro tiempo
sucedió en Israel! ¡No toquéis esta sopa, sino que mirad como ha quedado el pobre perro,
muerto por el veneno que había en el puchero!
—¿Cómo? — gritó su padre ¿Es que tus estudios te han enloquecido?
Pero el muchacho describió la visita del viejo, y lo sucedido después, y afirmó que el
anciano debía haber sido un ángel, mandado a advertirles de la traición de la presunta
envenenadora. La muchacha, al oír esto, cayó desmayada, y al recobrar el conocimiento
confesó su criminal intención, permitiéndole la familia regresar a su región natal. si bien dos
años más tarde sería ajusticiada en Newcastle, por haber asesinado a su hijo recién nacido.
Por su parte, el joven Lilly estaba destinado a tener otras experiencias con seres del más
allá, que le iban a demostrar que no se trataban de espíritus angélicos, como al principio había
creído y dicho a sus padres, sino de fantasmas de los difuntos.
Una de tales experiencias fue la que tuvo en 1750, mientras estaba leyendo las Revelaciones
del Profeta San Juan: su lectura fue interrumpida por la aparición de un anciano que, al ser
interrogado por Lilly acerca de quién era, le contestó;
—Soy alguien que trae un mensaje de los muertos, para ti y para tu padre, y en pro de la
justicia.
—¿Acaso eres el espíritu de mi abuelo, el que, a pesa, de su inmensa fortuna, era tan avaro
que murió de hambre y sed? — inquirió el joven.
—¡ Lo soy! ¡El dinero era mi amo y fui un miserable que amontonó una colosal fortuna sin
disfrutar de ella...
—Te creo, pues le he oído a mi padre hablar a menudo de ti como de un hombre mezquino
y avaro, un viejo miserable. Y, ¿dónde quedó tu dinero? Pues tras tu muerte no fue hallado ni
rastro de tu fortuna.
—La mayor parte de la misma está enterrada en un campo, tras la granja de tu padre, y
deseo que tu, mi nieto, seas el heredero de la misma. Pero, mírame, ¿no reconoces mi rostro
del encuentro que tuvimos el año pasado?
El joven le miró con más atención.
—Sí — dijo al fin —. Eres el viejo cuya misteriosa advertencia nos salvó la vida.
—En efecto — le contestó la aparición —. Así que puedes darte cuenta de que sólo deseo el
bien de mi familia.
—Te creo, pero, ¿cómo puedo explicar el que, de repente, entre en posesión de una suma
tan importante como debe ser esa? ¿Qué le digo a mi padre?
—La suma es de veinte mil libras esterlinas, En cuanto a la forma en que vas a explicar su
posesión, es algo que debes decidir por ti mismo.
El muchacho creyó ver algo raro en su fantasmal visitante, por lo que estudió con mayor
detenimiento.
—Me parece — le comentó —, que incluso ahora, a pesar de estar reducido al estado de
espíritu, aún te muestras muy agitado ante la idea de esa cantidad de dinero...
—Es cierto — le contestó el viejo —, pero ¡ay! , ahora no puedo ni siquiera acariciar mis
bellas monedas... ¡No me sirven de nada! Pero dejemos de hablar de eso, pues no puedo
mantener durante mucho tiempo mi aspecto visible, así que será mejor que me sigas de
inmediato, para que te enseñe dónde has de cavar.
Dicho esto, él espectro de su abuelo salió de la casa, atravesó el patio trasero y se dirigió a
un campo, en donde se detuvo en un punto determinado. Allí, permaneció quieto durante un
instante, dio tres giros sobre sus talones, y finalmente, se desvaneció.
Cosa extraña, aquel era un lugar que el joven conocía muy bien, pues, hallándose en una
hondonada y a la sombra, que era uno de los parajes favoritos que había tenido de niño, al
que acudía a jugar con los compañeros de su edad.
Aunque le parecía raro que en aquel sitio, en especial, pudiera haber algo enterrado sin
que hubiese sido descubierto, pues de allá habían sacado muchas piedras para la construcción
de los edificios auxiliares de la granja.
Pero, al fin, sin entretenerse más en pensar si habría sido objeto o no de un engaño, Lilly
tomó un pico y una pala, y comenzó a cavar con toda la energía que le daban sus músculos
juveniles y la esperanza de encontrar la considerable suma de la que le había hablado el
fantasma de su abuelo.
Antes de que hubiera pasado una hora. el joven estudiante había hallado la fortuna, que
ascendía exactamente a la cantidad mencionada por el espectro y que se hallaba guardada en
un cofre de madera de considerables dimensiones, con refuerzos de hierro, y en potes de
arcilla tapados.
Y, según cuentan las crónicas de Roxburgshire, el Sr. Tilomas Lilly, que llegaría a ser
ministro de la iglesia de Escocia: usó la fortuna que le había sido legada por un fantasma para
efectuar muchos actos de caridad, y fue recordado durante mucho tiempo por su generosidad
en su patria natal, en la que, durante largos años se conservaron el cofre y los potes, como
prueba de la veracidad de la aparición de aquel fantasma benefactor.
UN VIEJO SOLDADO
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 68
Estaba atontado: los acontecimientos corrían demasiado deprisa para que mi pobre mente
pudiera seguir su veloz carrera... Tirlemont, Dinant, por fin Monthermé. Todo había sido
demasiado rápido.
Pero dejen que me presente: Subteniente Henri Dassin, del Noveno Ejército francés,
carrista sin carro de combate; en plena huida frente a los boches hace apenas unas horas, y
ahora en una ambulancia, camino de un hospital de retaguardia... si los "Stukas" no nos
vuelan en mil pedazos.
¡Y menudo subteniente que soy! Hace unas semanas aún estaba en las aulas de la Sorbona,
estudiando duro para lograr mi licenciatura en Ingeniería de Canales, Caminos y Puentes,
para, de repente, encontrarme con la orden de movilización, el envío a una unidad de
caballería, seguir unas pocas semanas de instrucción y... ¡ hala, de Subteniente, a bordo de un
carro tipo B, a pararles los pies a los "boches", que se habían cansado de la "drole", o guerra en
broma y la estaban sustituyendo por la "blitzkrieg" o guerra relámpago.
Como ya he dicho, las cosas habían sido demasiado rápidas; mi División Ligera
Mecanizada había sufrido un ataque del XVI cuerpo Panzer alemán y, en la tremenda batalla
de carros que había tenido lugar entre Tirlemont y Huy, el 13#de mayo de 1940, me había
encontrado de repente sin tanque (aniquilado por un par de carros 35t adversarios), sin
tripulación (sólo Dios sabe dónde estarían) y con un fusil Lebel entre las manos (tomado de la
cuneta, en donde nuestros infantes tiraban todo lo que les molestaba en su alocada fuga.)
Lo demás había sido como una pesadilla: había logrado subirme a un camión Renault de la
Intendencia, que me había llevado hasta Dinant, en donde había sido hecho pedazos, a causa
de un ataque de los "Stukas". Una vez más, había tenido la suerte de escapar con vida de un
ataúd ardiente. Luego había seguido a pie entre los heterogéneos restos del Noveno Ejército
que se hallaban, en franca huida, a lo largo de la orilla del Meuse, hasta llegar a Monthermé.
Y ahora, en los linderos de un bosquecillo más allá de los confines de la población, me
había dicho que ya estaba bien de huir; que había que demostrarle al "boche" que, a pesar de
su tremenda maquinaria guerrera, no era tan fácil acabar con un pueblo amante de su
libertad.
Aunque me temía lo peor: la bota nazi estaba pisando fuerte por los caminos de Francia, y
no me parecía que el desmoralizado ejército francés fuera a poder detener su avance
victorioso.
Pero el caso es que había reunido a unos cuantos hombres hallados por los caminos:
algunos infantes, unos pocos ingenieros, unos cuantos artilleros e incluso un marino, salido
quien sabe de dónde, y les había hecho cavar unas trincheras al borde del bosque donde
pensaba plantarle cara al poderío del Tercer Reich. Contábamos con una ametralladora, los
fusiles y un par de cajas de grandes defensivas... bien poca cosa contra los tanques; pero esto
quedaría compensado por nuestro arrojo.
Eso es lo que yo creía...
El caso es que, al llegar la noche, monté el sistema de guardias y me fui a dormir,
advirtiendo al centinela que me avisase si notaba algo sospechoso.
No sé qué fue lo que me despertó: la noche era cerrada y la Luna estaba cubierta por una
espesa capa de nubes que parecía presagiar una tormenta de verano. Aunque, pensándolo
bien, quizá fuera el tañido de las doce en la campana de la ermita derruida, cuyas piedras se
alzaban en una colina cercana, junto a un pequeño cementerio rural...
El caso es que me despertó, y a la incierta luz que se filtraba por entre los negros
nubarrones, me di cuenta de que estaba solo en las trincheras: ¡ mis hombres me habían
abandonado aprovechando mi sueño!
¿Solo?
No, miento... al otro extremo de la trinchera se veía el bulto de un cuerpo humano, en
atenta vigilancia del horizonte.
—¡Eh, mom ami! — le dije — ¿Cómo es que no te has ido con tus compañeros? ¿Prefieres
ver los tanques de Hitler a la Torre Eiffel?
—Mon leutenant — me respondió una voz que parecía infinitamente cansada —, soy un
viejo soldado que está ya cansado de huir. Prefiero quedarme a plantarles cara a los boches.
—Tres bien, mon ami — exclamé complacido —. Entre tú y yo les daremos una buena
lección a los hunos... se enterarán de lo que cuesta pisar el sagrado suelo francés.
—Sí, mon leutenant — me respondió — esta vez no conseguirán hacer lo que hicieron en,..
De repente, se calló. Estiró el cuello, como queriendo acercarlo más al misterioso horizonte,
a la negrura de la que llegaría el ataque enemigo.
—Ya están ahí, mon leutenant — dijo al fin.
Mientras tanto, yo me había ido acostumbrando a las tinieblas, y ya me era posible
distinguir algunos detalles que antes no había podido apreciar. Y, así veía que mi compañero
llevaba un uniforme extraño, como de corte antiguo, y que en sus manos aferraba un fusil
más largo que el Lebel con que estaba dotado nuestro ejército.
Un ruido distrajo mi contemplación: ¡era evidente que los alemanes se acercaban a nuestra
posición!
Aparté todo mi recelo de mi mente. Sabía que muchos paisanos habían acudido al
combate, al acercarse el invasor a sus casas, y que bastantes de ellos llevaban sus viejos
uniformes de la Gran Guerra e iban armados con escopetas de caza. Mi desconocido
compañero debía ser algún granjero de los alrededores, puesto en armas para defenderá su
patria como sin duda había hecho en el 1914—18.
—Sí, ahí están los hunos — dije, mientras me colocaba tras la ametralladora — Más vale
que cojas un rifle de esos que han abandonado por el suelo los que han huido.
—No, merci — me replicó — me fio más de esto.
Y dio unas palmadas cariñosas a su vieja arma.
Ya se veía a los alemanes, cuyas siluetas se destacaban contra el horizonte, como sombras
más oscuras.
¿Cómo relatar el combate que siguió, sin parecer presuntuoso? Pues lo cierto es que mi
desconocido compañero y yo luchamos como leones: yo lanzando ráfaga tras ráfaga, que
segaban las filas de los boches, y el con—un tiro seguro, metódico y preciso, que no fallaba ni
a uno solo de sus blancos.
¡Los cadáveres vestidos con el uniforme color feldgrao se amontonaban frente a nuestra
trinchera, aquello parecía más una escena de los combates de posiciones de la Gran Guerra
que del actual conflicto...!
Al fin, el mando alemán debió decidir que era inútil seguir sacrificando vidas, pues las
oleadas de enemigos dejaron de repente de atacarnos. Siguió un instante de silencio, que casi
parecía ensordecedor tras el alboroto de los disparos.
Pero el silencio iba a ser interrumpido bien pronto por un ronco gruñido: el ruido de un
motor de tanque. Y una ráfaga de ametralladora barrió nuestra posición, al tiempo que
notaba un fuerte golpe en un costado: ¡me habían herido!
—Esto es el fin, mon ami — le dije a mi compañero.
—Aún hay una esperanza, mon leutenant... hacia la izquierda hay una marisma, si logro
atraer hacia allí al tanque, se hundirá en ella.
—¡ No seas loco, te matarán! — pero, desoyendo mis consejos, mi compañero ya había
saltado fuera de la trinchera y corría hacia el carro, un tanque ligero “Pz Kw II”, agitando su
vieja arma y gritando para atraer sobre sí la atención de sus tripulantes...
—Cochons de boches!, venez por moi!
Obedientemente, el tanque se encaminó tras él, escupiendo fuego con su ametralladora... Y
no supe si era un milagro o veía visiones, pero el caso es que ninguna de las balas le alcanzó;
o, pienso ahora que, de hacerlo, debió pasar a su través, sin causarle el menor daño. ¡Les
aseguro que aquello parecía cosa de magia; tanto era así que yo, ateo convencido, no pude
evitar un regreso a las costumbres de mi infancia y tracé el signo de la cruz sobre mi frente!
No iba a acabar allí mi asombro pues, al llegar a la zona de las marismas, mi desconocido
compañero de armas siguió corriendo sin vacilaciones, como si se tratase del más firme de los
terrenos.
—Debe conocer algún sendero entre los lozadales — musitó entre dientes, buscando una
explicación lógica a lo inexplicable. Pero era evidente que los alemanes no lo conocían, pues
tras un momento, el tanque se detenía y, poco a poco, comenzaba a hundirse.
Aquello debió descorazonar del todo al mundo alemán: no sólo perdía infantes, sino
también un carro. Más les valía buscar otro punto de penetración menos bien defendido... ¡ Si
hubieran sabido! Pero se retiraron.
—¡ Has estado maravilloso, mon ami! — exclamé entusiasmado, al regreso de mi camarada
— Pero, dime, ¿cómo has evitado las balas y por qué no te has hundido en la marisma?
Un repentino dolor en el costado me hizo recordar mi herida.
—Tranquilo... ahí veo unos camilleros que, sin duda, han sido atraídos por los disparos.
Ellos le evacuarán. Y, si quiere saber cómo he podido hacer todo eso, le diré que son mañas
de viejo soldado...
— ¿Ya has combatido antes con los boches?
—¡ Ya lo creo! — me contestó, y en ese momento pude ver bien su ropa, lo que me hizo dar
un sobresalto: era el viejo uniforme del Segundo Imperio, y en el pecho de la guerrera se
apreciaba el tremendo desgarrón de una bala —. Los conozco muy bien: me mataron en
Sedán, en 1870...
LA VENGANZA DE LOS GATOS
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 69
De entre todos los animales domésticos, posiblemente sea el gato el que más misterioso
pueda resultarle al hombre, pues a diferencia del perro, que vive muy en función de sus
amos, el gato mantiene una vida propia, adoptando a menudo un aire de alejamiento, casi
como del noble que se ve obligado por las circunstancias a convivir con los plebeyos.
Esto ha dado lugar a toda una serie de actitudes hacia los gatos, que han ido desde la
adoración de los antiguos egipcios, que momificaban a sus gatos y los enterraban con los
faraones en las pirámides, hasta la persecución de los europeos medievales, que veían en ellos
a los mensajeros de Satanás, a los familiares de los hechiceros y de las brujas.
Naturalmente, las diferentes actitudes han tenido una expresión narrativa en el folklore de
los diferentes pueblos. Así tenemos ejemplos tan clásicos de relatos en los que intervienen
gatos como son "El gato con botas", claro caso de una actitud decididamente pro—gatuna.
Pero en la literatura popular de numerosos países hallamos también otro tipo de
narraciones, que podríamos llamar de "gatos vengadores", o sea de felinos que se vengan de
alguna afrenta o desmán cometidos por los humanos contra ellos o contra algún miembro de
su especie. De este tipo de cuentos podría hacerse una antología, pero, dada la escasez del
espacio a mi disposición en estas páginas, me limitaré a narrarles dos, que creo muy
representativos de la doble tendencia: el gato (fantasma o no) que se venga a sí mismo, y el
gato que venga a otro.
El primero de los relatos nos llega de China:
Según cuentan las leyendas, en Yangchow, allá por el año 1881, vivía un matrimonio que
tenía en su casa a una gata, madre de tres mininos, por los que los amos de la casa sentían un
claro aprecio.
Como acostumbra a suceder con la mayor parte de estos felinos, la familia gatuna tenía la
costumbre de complementar la ración alimenticia que les daban sus amos con pequeños
latrocinios de comida. Pues como casi todos los animales domésticos, los gatos creían que
todo bocado no vigilado no tenía propietario, por lo que se apoderaban del mismo sin
mayores problemas de conciencia.
Esto no era del agrado de la sirvienta, ya que los gatos estaban robándole constantemente
aquellas golosinas que ella había hecho a su vez desaparecer de la despensa de la casa, y
ocultado para su uso privado. Era casi como si existiese una guerra de inteligencias entre la
doncella, siempre a la búsqueda de nuevos y mejores escondrijos, y los gatos, que
continuamente iban descubriéndolos y hurtándole el fruto de sus raterías.
Al fin la doncella llegó a estar tan exasperada por su lucha con los felinos que, a base de
maltratarlos, los fue matando uno tras otro de distintas maneras.
Poco tiempo después, la doméstica caía enferma: maullaba y arañaba como un gato, y
presentaba todos los síntomas de la rabia, esa enfermedad que tantas víctimas causó antes de
que Pasteur inventase su suero contra la misma.
Pero el ama de la casa sospechó que en aquello había algo más. Y, junto a la cama de la
criada, increpó a la gata difunta, exigiéndole saber el motivo por el que se había apoderado
del cuerpo de aquella mujer, ya que estaba convencida de que esa era la verdadera
explicación de la enfermedad.
Y, en efecto, la gata le contestó por boca de la criada, contándole los malos tratos a que la
mujer había sometido a la familia felina, y explicándole como la doméstica había matado a
sus tres crías, ante los propios ojos de la madre:
—A uno de mis gatitos lo ahogó, a otro se lo tiró a un perro para que lo destrozase, y al
tercero lo quemó en el fuego.
Luego, también había matado a la gata, por lo que el espíritu de la misma había vuelto a
este mundo para vengarse, de aquella manera tan horrible, de la asesina de su familia.
Y, tras explicar esto por boca de la fémula, entre los paroxismos de su agonía, el espíritu
del gato consumó su venganza, haciendo morir a la mujer, presa de terribles convulsiones, a
los pies de la señora de la casa.
La segunda de las historias que les contaré en esta ocasión nos llega de Irlanda, un país
cuyo folklore es decididamente anti—gatuno, y en el que los felinos casi siempre intervienen
como villanos en las narraciones populares. Fue relatada en 1902 por W.G. Wood—Martin en
su obra "Señales de los antiguos cultos de Irlanda".
Al parecer, en la Isla de Shark, un campesino había curado a su hijo de una fiebre mediante
un ritual en el que, entre otras cosas, lo había rociado con la sangre de un pollo.
Y sucedió que, unos tres meses más tarde, el hijo de uno de sus vecinos enfermó, llegando
al borde de la muerte. En ese trance, la madre del niño le dijo a su esposo:
—Mira, nuestro niño está a punto de morir, pero acuérdate de que Dermot curó a su hijo
gracias al rociado de sangre. Hagamos lo mismo.
Así que cogieron un pollo y lo mataron, para poder rociar al niño con su sangre. Pero el
pollo no debía ser tal, sino uno de los aspectos que había tomado un Príncipe de los gatos
para viajar de incógnito y vivir entre los humanos, observándolos. Pues, apenas habían
rociado al niño con la sangre, se produjo algo insólito: se abrió la puerta de un empellón, y
por ella entraron dos monstruosos gatos negros.
—¿Cómo os habéis atrevido a matar a mi gatito? — dijo uno de los felinos —. ¡Era mi único
y querido hijo... pero vais a sufrir por vuestra mala acción!
— ¡Sí! — dijo el otro gato — ¡Os vamos a enseñar lo que cuesta insultar a alguien de estirpe
real, y matar a un miembro de nuestra raza, sólo para salvar a vuestro despreciable hijo!
Y los felinos se abalanzaron sobre el hombre, y le abrieron sangrientos surcos en la cara y
en las manos.
Entonces la esposa se precipitó en ayuda de su marido, atacándolos con uno de los
atizadores del fuego, permitiendo así un poco de respiro al hombre, que logró aferrar una
pala con la que intentar defenderse de los ataques de los encolerizados gatos.
Pero aquellos animales sobrenaturales eran demasiado para el pobre matrimonio, que
recibió tales arañazos, zarpazos, mordiscos y heridas, que pronto no pudieron ver de donde
les llegaban los golpes, por la mucha sangre que bañaba sus rostros.
Por fortuna para la pareja los vecinos oyeron el ruido de la pelea, y acudieron en ayuda del
matrimonio, entrando en liza con los dos gatos negros... aunque de poco les iba a valer el
número, ya que los felinos eran imbatibles, y pronto hubieron puesto en fuga a los vecinos,
desalentados al ver que nada podían hacer contra los misteriosos animales y doloridos por las
muchas heridas sufridas en la refriega.
Sin embargo, al fin los gatos parecieron cansados de tanto batallar y, tras lamerse las patas
y lavarse el rostro, se dirigieron hacia la puerta para marcharse, no sin antes decirle a la
asustada pareja, que les contemplaba inerme:
—Ahora que, por esta vez, ya os hemos castigado bastante por lo que habéis hecho, os
dejaremos en paz. Y vuestro niño vivirá, porque la muerte sólo puede llevarse una víctima
esta noche, y ya se ha llevado a nuestro hijo. Por consiguiente el vuestro está a salvo, os lo
juramos por la sangre y por el poder del gran Rey de los gatos.
Dicho esto, salieron de la casa, y según cuentan, nunca más fueron vistos por la Isla de
Shark...
Así que podemos ver que dos países tan distanciados y diferentes como son China e
Irlanda han producido relatos en los que el gato, ese felino doméstico tan habitual en todo el
orbe, es el antagonista del hombre.
Pero no son estos los únicos relatos en los que podemos hallar al gato común. Si repasamos
la literatura de todos los tiempos y de todas las épocas, hallaremos a estos felinos en
ambientes tan dispares como puedan ser las leyendas japonesas, en las que aparece el
"nekomata" o gato—demonio, hasta los más modernos relatos de la ciencia ficción
estadounidense, que nos muestran a los gatos como compañeros (muchas veces muy útiles)
de la raza humana en la conquista del espacio.
Sin embargo, hablarles de estos distintos gatos sería salirse del tema de estos trabajos. Por
ello, terminó aquí, por esta vez, si bien les prometo que en algún futuro artículo volveré a
tocar el tema, que tanto ha fascinado a los narradores, de los gatos espectrales.
MUERTO Y ENTERRADO
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 70
Cuando uno está muerto y enterrado, es el fin. Y ya no vuelve a molestar a sus socios,
pensaba Paco Arrieta, mientras se preparaba una opípara comida, a base de latas, en la
trastienda del taller.
Y ahora que Juan había muerto, ya no tendría más problemas.
No lo molestaría más.
Pues Juan había sido una verdadera molestia para él, durante los doce años que había
durado su asociación.
Claro que había que reconocer que aquella asociación había tenido sus cosas buenas: no en
vano el taller había prosperado desde que el entonces joven Juan había entrado a trabajar con
Paco. Y es que Paco era un mecánico de primera, de los que habían empezado a arreglar
coches cuando los únicos que rodaban por el país eran los desvencijados vehículos anteriores
a la Guerra Civil, y había que hacer buena parte de las piezas a mano, pues no llegaban
recambios, a causa del bloqueo. Ahora, con las facilidades con que contaba un mecánico, no
había avería que Paco no pudiera reparar, en un periquete.
Pero Juan Hernández era también bueno, a su manera.
Juan era bueno con los clientes. Era él quien se ocupaba de recibirlos, de averiguar que
creían que les pasaba a sus coches, de prepararles la factura y dorarles la píldora, a la hora de
pagar. Para eso, Juan era un genio. Y el negocio había prosperado muchísimo desde que había
tomado las riendas de las "relaciones públicas".
No obstante, los dos socios no se habían entendido jamás.
La culpa era de sus diferencias, tan notables, de carácter. En especial en lo referente al
dinero. Juan Hernández era un manirroto. Le gustaba ir a buenos restaurantes, se cambiaba
de coche cada dos años, y se había comprado una casita en las afueras. Incluso se había
casado y tenía un crío, al que, naturalmente, debía comprar ropa, enviar a la escuela, etc, etc.
Paco Arrieta vivía solo, en la trastienda del taller de reparaciones. Siempre comía
bocadillos o comidas preparadas, que calentaba en un pequeño hornillo de gas. Tenía un Seat
1400, de los antiguos, que conservaba en impecable estado y con el que pensaba pasar
durante muchos años más. Y nunca se había casado, porque le daba pánico el pensar en los
gastos que eso representaba. Además, ahora ya estaba viejo. ¡ Y mira que si hubiese caído en
manos de una mujer como la de Juan! Una intrigante, eso es lo que era, una liante que había
estado llenándole de pájaros la cabeza a su marido, para tratar de que se apoderase del
negocio, aunque hubiera que esperar a la muerte de Paco.
Pero quien había estirado la pata había sido Juan. Y ahora estaba muerto y enterrado, y
nunca más le volvería a molestar.
Paco se sentía muy contento, mientras se preparaba el festín. Era como una celebración.
¡Lo mal que se lo había pasado en los últimos años!
Porque, en los últimos años, a Paco le había empezado a fallar el corazón.
—Ya estás viejo — le decía socarrón Juan —. Cualquier día de estos iré a tu entierro.
Y lanzaba una risotada.
Paco se retorcía de dolor, y se mordía los labios para no darle el gusto de oírle gemir. Se
llevaba la mano al pecho, y notaba las irregulares palpitaciones de su cansada víscera
cardíaca.
Luego, habían venido los ataques.
Después de cada uno de ellos, cuando Paco volvía al taller, tras unos días de cama,
macilento, pero decidido a seguir con vida, aunque nada más fuese para no darle el gusto a
Juan, este siempre le repetía:
—Esta vez has tenido suerte. Pero de la próxima no te escapas.
—No me verás muerto — le escupía, con odio mal ocultado, Paco.
—Ya te he dicho que iré a tu entierro.
Al final, su táctica de espera le había dado resultado. Y eso que, en más de una ocasión,
cuando los dolores en el pecho eran insoportables, Paco había deseado morir. Pero siempre
había hallado fuerzas para seguir viviendo en una idea fija: "No tenía que darle aquel gusto a
Juan". De modo que, a la postre, había sido él quien había ido al entierro de su socio.
Ahora, Juan estaba muerto y enterrado.
En el entierro la había visto a ella, a Paula, la mujer de Juan, con el mocoso aquel que se
llevaba una parte tan importante del dinero ganado por el trabajo de Paco, con su colegio y
tonterías. La mujer le había lanzado una mirada terrible, entre llorosa y de odio. Pero Paco se
había limitado a encogerse de hombros, mientras por dentro sonreía. Ahora que era el único
socio vivo, ya se las arreglaría él para dejar a aquella intrigante en la miseria, como se
merecía.
Ya tenía un plan, para lograrlo.
El taller estaba cerrado, en señal de duelo.
Además, Paco quería tomarse un día de fiesta, aunque aquello no fuera nada habitual en
él, para así poder completar sus planes.
En primer lugar, quería celebrarlo. Por eso se estaba preparando aquel festín: una lata de
antipasto como aperitivo, una de albóndigas que se estaba calentando en un pote, sobre el
hornillo, con una bolsa de patatas fritas para acompañarla y, de postre, un par de flanes de
huevo, de esos preparados. E incluso había decidido permitirse el despilfarro de comprarse
una botella de champán, del barato, claro... y un punto canario. Un día es un día, y no todos
los días se le muere a uno un socio al que odia tanto.
Y Juan estaba muerto y entenado.
El banquete primero.
Luego a trabajar, para dejar en la miseria a la intrigante de Paula.
Lo tenía todo muy bien pensado. En cuanto Juan se había puesto malo, y el doctor había
dicho que de aquella dolencia no iba a salir vivo, Paco había ido a comprar unos libros de
contabilidad nuevos.
Y los había tenido en un rincón de la trastienda del taller, por el suelo, para que cogiesen
polvo, y tuvieran aspecto de viejos, y no de recién comprados, como eran.
Los había tenido empolvándose durante los días que había durado la enfermedad de Juan.
Ahora que Juan estaba ya muerto y enterrado, después del banquete de celebración, los iría a
buscar y comenzaría a trabajar en ellos.
Sería fácil, pues ya lo tenía todo estudiado. Además, siempre había sido el quién llevaba la
contabilidad, así que a nadie le extrañaría que los libros llevasen su letra.
Iba a fabricar una nueva contabilidad, con la que demostraría que el negocio estaba en
quiebra. Sí, no le importaba el tener que cerrarlo, el tener que dejarse embargar. Había
bastante dinero en las cuentas, que antes vaciaría con supuestos pagos, como para permitirle
vivir con tranquilidad los años que le quedasen.
Lo importante era que Paula no pudiese clavar sus garras en el taller. Lo había hecho muy
bien, la intrigante. Había sido al principio de todo, hacía diez años, cuando llevaba poco de
casada con Juan, y Paco aún no odiaba a su socio.
Entre los dos le habían convencido para que firmasen un documento por el que, caso de la
muerte de uno de los dos propietarios, sin descendencia, su parte del taller pasase al otro y a
sus hijos.
Y, claro, Paco no se había casado, ni tenía hijos. Y Juan sí.
Así que la parte del negocio del difunto iba a pasar ahora a su viuda y al hijo de ambos. Y,
lo que aún era peor, al morir Paco, Paula tendría todo el taller. Así lo decía el documento.
¡Para lo que le iba a servir aquel papel!
Paco iba a ocuparse de que sólo le quedasen deudas.
Sonó el timbre del teléfono. Paco, molesto, se levantó para ir a contestar. Seguro que era
algún cliente despistado, que no se había enterado de lo de Juan y de que hoy estaba cerrado.
Bueno, pues que viniese mañana.
Mañana, las cosas serían diferentes.
Descolgó.
—¿Diga?
—Hola Paco, soy Juan... me olvidé de decirte una—cosa, antes de morir.
Paco notó como una mano gélida le apretaba el corazón. Le pareció estar cayendo por un
abismo sin fondo, mientras una voz, en su cerebro, repetía:
MUERTO Y SEPULTADO, MUERTO Y...
— ¿Me oyes, Paco? Te digo que soy Juan...
Pero Paco ya no oía nada. Estaba muerto, como su socio. Su débil corazón le había fallado.
Y pronto también estuvo sepultado. Y, en su casita de las afueras, Paula quemó algo,
sonriendo satisfecha: era una cinta magnetofónica, que le había hecho grabar a su esposo,
antes de que se muriese.
LA CASA QUE TEMBLABA DE MIEDO
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº 71
Job Trotter había sido el cartero de Waterford, un pueblecito de los Estados Unidos, hasta
que el reumatismo le obligó a jubilarse, pues ya no podía darse las largas caminatas que
formaban parte de su profesión. Pero no había en todo el pueblo nadie que conociese tan bien
como él los alrededores, y la historia de los mil y un rincones de aquella región. Por ello,
cuando él forastero llegó haciendo preguntas, enseguida lo mandaron a ver al antiguo
cartero.
El forastero venía preocupado, casi demudado. Era indudable que algo le atormentaba, así
que Job le hizo, antes que nada, explicarle cuál era el motivo de su tribulación. Y el forastero
no se hizo rogar mucho, pues estaba deseoso de contar a alguien lo que le había sucedido.
Al parecer el forastero viajaba pausadamente hacia St. Johnsbury, haciendo frecuentes altos
en el camino para dibujar el paisaje, pues aquella era su ocupación favorita. Y en una de esas
paradas, había divisado una casa, no muy grande, con base de ladrillos y paredes de madera,
situada en una colina. Una casa sin importancia, que hubiera pasado desapercibida, de no ser
por un extraño fenómeno: ¡La casa estaba temblando! Cada uno de los maderos que la
componían se agitaba, como poseído por un espasmo de pavor, y lo más curioso era que el
terreno aparecía firme y no soplaba ni la más leve brisa.
Pero no era eso todo: cuando el viajero se disponía a alejarse de aquel extraño lugar, había
divisado a la mujer: una mujer que permanecía tan inmóvil como una estatua, y que
contemplaba la casa con una terrible mirada de odio.
El viajero no se lo había pensado más y había salido a escape del lugar, pero ahora se sentía
lleno de curiosidad hacia el extraño suceso del que había sido testigo, y deseaba averiguar
que era aquello.
El ex-cartero sabía muy bien de qué casa se trataba, y aceptó contarle al viajero la extraña
historia de la misma. Al parecer se trataba de una casa construida medio siglo antes para ser
alquilada. Y un hombre llamado Jake Farr, la había alquilado, pasando a vivir en ella con su
esposa Sally. Esta era una mujer hermosa que se enamoraban todos los muchachos de la
localidad. Pero Sally no abandonaba nunca su casa y, al cabo de un tiempo, tuvo una hija, a la
que le puso el nombre de Molly.
Molly creció hasta convertirse en una jovencita tan hermosa como su madre y, entonces,
surgió el drama familiar: Jake comenzó a tratar despiadadamente a Molly de tal modo que,
llegadas las cosas a un punto imposible de mantener, la madre se vio obligaba a enviar a su
hija a un colegio de Massachusetts, en donde le enseñarían un oficio para que pudiera
mantenerse por sí sola, lejos de las garras de Jake.
Incluso el Sheriff tomó cartas en el asunto, encarcelando a Jake por los malos tratos dados a
su hija. El detenido se defendió diciendo que, en realidad, Molly no era hija suya, sino que era
el fruto de la relación de Sally con un buhonero. Y, como Sally tenía en su contra a todas las
mujeres de la localidad, que la envidiaban por su belleza, Jake fue puesto en libertad,
retirándose las acusaciones que se hacían en su contra.
Pero todo no era tan simple. Pues, cuando volvió a casa, Jake se encontró con Sally, que lo
esperaba como siempre... sólo que, desde aquel momento su mujer jamás volvió a dirigirle la
palabra. Se limitaba a mirarlo con sus grandes ojos, repletos de odio.
Seguía comportándose como una buena esposa: le cocinaba, le lavaba la ropa y le cosía los
calcetines, como siempre. Pero cuando él estaba presente siempre podía notar aquellos
grandes ojos clavados en él, llenos de odio.
Y ni una sola palabra salía de los labios de Sally.
Un día, la casa de una vecina se prendió fuego, ardiendo hasta los cimientos. De modo que
los Farr le dieron cobijo, hasta que pudiera encontrar otro lugar. Según habría de decir luego
aquella mujer, nada le complació tanto como el poder partir de aquel tétrico lugar... pues
hasta las mismas paredes parecían tener miedo a la mirada de odio de la dueña de la casa.
Jake, por su parte, estaba perdiendo salud a ojos vista. Al parecer, ya no se atrevía a comer
lo que su mujer le preparaba, por miedo a ser envenenado.
Y ella le daba mayores motivos de nerviosismo, al ir dejando por la casa notas en las que se
leía: "Comprar arsénico para los insectos", o "Dicen que lo mejor es ponerlo en los cereales".
Hasta que, al fin, Jake ya no pudo resistir más: un día se oyó un terrible estrépito en su casa
y, al acudir un vecino, encontró al desesperado marido, borracho como una cuba y con ojos
de loco, atenazando una escopeta. Al ver a su vecino, Jake gritó:
—¡ Ha tratado de envenenarme! Y ya lo había intentado antes... ¡la mataré si vuelve a
entrar por esta puerta!
Frente a la casa, al otro lado del camino, el vecino pudo ver a Sally, inmóvil, mirando con
odio infinito a la casa.
Y aquella noche Sally Farr desapareció de la localidad. Unos decían que había huido a lo
profundo del bosque, otros que había ido en busca de su hija Molly, y no hubo quien dejase
de susurrar que quizá su marido la hubiera asesinado, y escondido el cadáver. Fuera lo que
fuese, lo cierto es que nunca más se la iba a volver a ver... excepto en unas circunstancias muy
especiales.
Tras la desaparición de Sally, a Jake comenzaron a pasarle cosas extrañas: un día su
cosecha amaneció destruida, con las raíces arrancadas. Y otro día su perro, la única compañía
que le quedaba, apareció envenenado. Mientras seguía perdiendo peso, por lo que apenas si
era un saco de huesos.
Luego, una noche que estaba sentado en su casa leyendo un periódico, sonó un estampido
y una bala entró por la ventana, perforando el diario que tenía en sus manos. Jake supo que
aquello era obra de Sally, que siempre había tenido muy buena puntería con las armas.
Así que tomó la decisión de alejarse de aquella casa, y se lo comunicó a su casero. Según le
dijo, aquella casa parecía poseída por un raro temor, y casi se la podía notar temblar. Pero, en
cualquier caso, Jake no se marchó de allí. Quizá ya se considerase demasiado viejo para
iniciar una nueva vida, pero lo importante es que siguió en el edificio de la colina, esperando
lo que el destino quisiera traerle.
Llegó de este modo el día en que un muchacho, que estaba recogiendo pinas, se acercó a la
casa de los Farr. Y, en esto, oyó a un hombre gritar, por lo que se acercó a ver qué pasaba.
Jake estaba en la puerta de su casa, con una escopeta en las manos. El muchacho vio como
se la llevaba al hombro, y apuntaba al otro lado del camino, apretando el gatillo...
Casi de inmediato sonó otro disparo, que salía de los bosques. Y Jake se desplomó con un
agujero en la nuez.
Era un buen disparo, propio de un excelente tirador. El chico miró al otro lado del camino
y allá vio a una mujer, entre cuyas manos humeaba un arma. Corrió hacia el pueblo en busca
del Sheriff, a explicarle lo sucedido.
En el primer lugar en que entró el muchacho, al llegar al pueblo, fue en la Oficina de
Correos, en la que se hallaba Job Trotter trabajando. Con palabras entrecortadas le explicó lo
que había visto y le dio una somera descripción de la mujer que había visto y le dio una
somera descripción de la mujer que había visto en la colina. El chico no conocía a Sally Farr,
pero la descripción que había dado concordaba perfectamente con la desaparecida.
Así que los habitantes del pueblo formaron una partida armada y subieron a la casita de
los Farr. Allí hallaron a Jake, muerto, caído sobre un charco de su propia sangre. Y algo más,
pues junto al cadáver había un trozo de papel en el que, con letra femenina, se veía escrita
una frase: "El arsénico es demasiado lento".
Nadie supo ya nunca nada más de Sally. Pero muchos iban a ser los que afirmasen haber
visto a su fantasma. Pues los que pasaban junto a la casita de la colina se hallaban, a menudo,
con un terrible espectáculo: veían a Sally Farr, muy quieta y muda, mirando con unos
espantosos ojos de odio al edificio en el que había vivido su marido.
Y, tras la muerte de este, la casa empezó a temblar, tal como había temblado en vida Jake.
Era un temblor que estremecía todos y cada uno de los troncos del edificio, que lo hacía
agitarse desde los cimientos hasta el techo. Era una visión tan aterradora, que los habitantes
de los contornos no se acercaban a aquel lugar, a menos que les fuera absolutamente
indispensable.
Aunque a lo que más temían no era al espectáculo de una casa temblando de miedo, no. Lo
peor para ellos era el ver a Sally Farr, inmóvil, con sus grandes ojos llenos de odio. El odio
que había hecho temblar hasta la muerte a su marido, y que ahora hacía temblar a la casa que
le había dado cobijo.
LA CONDESA MALDITA
Manuel Domínguez Navarro
Leyendas de Terror (Bélgica)
Dossier Negro Nº 94
Inclinada sobre sus cerdos, Rosamunde miraba hacia la sombra del castillo que dominaba
toda la planicie. Los gruñidos de los animales no interrumpían su cadena de pensamientos,
siempre la misma. Cada día, jornada tras jornada, las cavilaciones de la muchacha eran
exactamente las mismas.
Miró la altura del sol, protegiéndose la vista con una mano. Pronto vería la conocida figura
descender desde el castillo... oiría el familiar repiqueteo de los cascos del caballo blanco...
luego, el hijo del conde Van Schendel pasaría frente a ella como un relámpago, blanco el
caballo, dorado el pelo, azules sus ropajes... como siempre, sin mirarla, sin darse siquiera
cuenta de que existía.
Rosamunde no era fea ni mucho menos. Pero su belleza quedaba aplastada por las viejas e
informes ropas que había heredado de su madre. En el fondo, se sabía hermosa. Y estaba
segura de que, si alguna vez el hijo del conde se hubiera detenido a mirarla, no hubiera sido
aquella la única ocasión en que se acercara a ella.
Pero Mikhail no se detenía jamás. Y cuando regresaba al castillo después de su paseo, ella
estaba atareada en la cocina, preparando la comida para su padre y sus cinco hermanos, cinco
bestias salvajes y sucias que se lanzaban sobre la comida gritando y babeando como animales
hambrientos.
Rosamunde se estremeció. No podía soportar aquella vida, y mucho menos que la tomara
por esposa a cambio de unas vacas que pasarían a engrosar el magro patrimonio familiar. Su
mirada, cada vez con más insistencia, se dirigía hacia el castillo de su señor, el conde, cuyo
hijo heredero del título, de las posesiones y de ella misma como sierva, no se daba siquiera
cuenta de su existencia.
* * *
El día en que se supo que el viejo conde estaba a punto de morir, Rosamunde tomó una
decisión que había estado madurando desde hacía mucho tiempo, aplazándola una y otra vez
a causa del temor que le inspiraba.
Pero ya no había tiempo para vacilaciones. Cuando el viejo conde muriese, su hijo debería
tomar esposa ya que sin esta condición jamás heredaría el título... De modo que Rosamunde,
sin pensarlo nuevamente, se dirigió a la cueva de la montaña...
Se había hablado mucho y mal de La Garlande, la siniestra vieja que habitaba en un
agujero del monte, como una alimaña. Sobre todo, se rumoreaba que sus artes con las hierbas
eran más del infierno que de la tierra.
Cundo estuvo ante ella, Rosamunde sintió que le faltaba el aliento. La cueva estaba llena de
un humo verdoso que la asfixiaba y cegaba sus ojos. Allí, en el centro, junto a un enorme
caldero del que emanaba el humo venenoso y maloliente, la vieja Garlande removía
lentamente un espeso líquido color esmeralda.
— ¿Te has decidido por fin, pequeña Rosamunde? ¿Vienes a que esta vieja bruja te
proporcione un filtro de amor para enamorar al hijo del conde?
—Así es — respondió la muchacha —. Si tus artes son tan poderosas que te han permitido
leer mis pensamientos, tú eres la persona más indicada para ayudarme.
—No te quepa duda. Los nobles sentimientos no entran en mis preferencias, y si fuera el
amor el motivo que te empuja hacia ese muchacho no te ayudaría. Pero no se trata de eso,
sino de ambición, cuyo brillo noto en tus bonitos ojos... y ese sí que es un buen motivo para
mí.
—Entonces, ¿me darás un filtro para que se enamore de mí y me haga su esposa?
—Todo depende de cuál sea tu recompensa — gruñó La Garlande —. Yo no trabajo si no se
me paga muy bien.
—Nada puedo darte ahora, porque nada tengo. Pero si consigues que sea condesa, cien
monedas de oro serán tuyas.
La codicia brilló en los ojos de la anciana, que rebuscó en los anaqueles que cubrían las
paredes de su cueva y le dio a la muchacha un frasco que contenía un líquido de color
violáceo.
—Este es el filtro del amor, muchacha. Unas gotas en un vaso de agua serán suficientes.
Rosamunde lo tomó, con manos ávidas.
Pero recuerda tu promesa... incluso entre los malvados existe un código del honor, y si te
atrevieras a romperlo las consecuencias serían terribles para ti...
Pero ella ya no la escuchaba.
Descendió por la ladera, feliz, corriendo como una gacela, con el corazón saltando
ansiosamente en su pecho en espera del siguiente día...
* * *
Cuando galopaba montaña abajo, el corazón de Mikhail estaba apesadumbrado. Su padre,
el conde, estaba moribundo en el castillo... y las lágrimas nublaban sus ojos.
Quizá por eso no vio a la muchacha que imprudentemente se cruzaba en su camino
conduciendo una manada de cerdos. El caballo blanco, bruscamente, se encabritó y lanzó a su
jinete por el aire.
La muchacha, gritando, corrió hacia él.
—¡Mi señor! ¿Os habéis hecho daño?
—¡Estúpida y zafia criatura! ¡Torpe! ¿Es que no me has visto llegar?
—Sí, mi señor... disculpadme... venid a mi cabaña y os ofreceré una copa de agua fresca
para calmar vuestra excitación...
Mikhail hizo un mohín de disgusto al entrar en la maloliente cabaña y aceptó la copa que
se le tendía. Bebió el agua de un trago y se dispuso a marcharse. Pero, entonces, sus ojos
quedaron prendidos en los de la muchacha que le sonreía. Algo extraño ocurrió dentro de él.
Sin saber por qué, la tomó en sus brazos y su corazón saltó de alegría...
* * *
A la muerte del viejo conde, Mikhail y Rosamunde se casaron en la capilla del castillo.
De su amor, intenso y apasionado, nacería pronto un fruto que continuaría la estirpe de los
Van Schendel. A los pocos meses de su matrimonio, Rosamunde estaba encinta.
* * *
La condesa paseaba a caballo, seguida a pie por sus damas, cuando de repente una
siniestra y encorvada figura salió de entre los arbustos que bordeaban el camino y se detuvo
ante ellas.
El caballo relinchó, asustado y las damas se arremolinaron detrás del caballo de la condesa
Rosamunde.
—Buenos días, condesa — dijo La Garlande, sonriendo y mostrando sus encías
desdentadas. — Vengo a recordaros vuestra promesa...
—¿Mi promesa? ¿De qué me hablas, vieja bruja? — respondió altivamente Rosamunde,
temerosa de que sus damas pudieran pensar que entre ellas dos existía algún extraño
acuerdo.
—Bien lo sabéis — dijo la vieja —. Os hablo de nuestro trato, del filtro que...
— ¡Calla! — gritó Rosamunde, mientras su mano se crispaba sobre el mango de la fusta.
—No lo haré. Vuestra promesa sigue en pie y... ¡Ah!
La fusta había cruzado con fuerza el rostro de Garlande, que cayó pesadamente al—suelo.
El caballo de la condesa pasó sobre ella, pisoteándola, y las damas, temerosas, se
apresuraron a seguir al corcel de su señora, desapareciendo a los pocos minutos en la
distancia.
En el suelo, entre una nube de polvo, la cara desencajada de La Garlan—de se irguió
lentamente.
—Yo te maldigo, perra desagradecida... y las cien monedas que me niegas ahora se
convertirán en cien rayos del infierno que caerán sobre ti y tu descendencia...
* * *
La alarma de los médicos del castillo creció día a día. El vientre de la condesa se abultaba
enormemente y, a pesar de hallarse apenas en su cuarto mes de gestación, Rosamunde
padecía dolores tan atroces que hacían pensar que el momento del alumbramiento estaba
próximo. Mikhail, aún bajo los efectos del filtro, no dormía siquiera pensando en la extraña
enfermedad de su adorada esposa...
Por fin, una noche, los alaridos de Rosamunde despertaron a todo el castillo. Su vientre,
enorme, inmenso, abultado como el cuerpo de un abogado, parecía a punto de estallar.
—Ha llegado el momento — dijeron los médicos, y se encerraron con la condesa en el
dormitorio mientras Mikhail paseaba nerviosamente delante de la puerta como un león
enjaulado.
Los gritos eran horrendos, como los de las almas condenadas a los eternos suplicios del
infierno.
Por fin, la puerta se abrió y uno de los médicos salió con el rostro demudado.
Un hedor infernal salía por la puerta entreabierta. El médico cayó al suelo y Mikhail,
pasando por encima de su cuerpo, corrió hacia el lecho de su esposa, tratando de contener las
náuseas que le producía el espantoso hedor que lo llenaba todo.
Allí, junto a Rosamunde muerta, desangrada y con sus entrañas destrozadas, había una
infinidad de pequeñas cosas... como extraños y diminutos animales, una especie de ratas con
cuerpo humano, de aspecto diabólico y siniestro, de largas uñas y ojos brillantes, que habían
desgarrado desde dentro del cuerpo de la infeliz Rosamunde.
Había muchos. Infinidad de ellos.
Casi un centenar...
* * *
Cien eran las monedas de oro que Rosamunde había negado a la vieja Garlande, y cien los
diablos que a causa de su maldición fueron concebidos dentro del vientre de la condesa.
Mikhail, que quedó liberado del hechizo en el mismo instante en que mu—rio su esposa,
hizo que la enterraran en tierra no bendecida, dentro de un ataúd de plomo rodeado de cien
diminutos ataúdes más que rodean su cuerpo hasta el último día de vida sobre la Tierra,
cuando sea llamada a dar cuenta de sus actos.
SNEGOUROTCHA, LA HIJA DE LA NIEVE
Manuel Domínguez Navarro
Leyendas de Terror (Rusia)
Dossier Negro Nº 95
La vieja Olinka dejó caer rápidamente el cuchillo y cortó en redondo la cabeza de la gallina.
En la pobre cocina el caldero humeaba.
Oyó los gemidos de Vassili en la cama, quejándose a causa del dolor. El maldito invierno
de las estepas era cada vez más implacable, y los viejos huesos de ambos se resentían cada
vez más.
—¿Cómo estás, viejo? — preguntó desde sus fogones.
—¡Como una maldita carroña! —respondió él, malhumorado.
El viento, fuera, soplaba cada vez más fuerte, formando remolinos con la nieve.
Por un momento, la vieja Olinka creyó haber visto algo que se movía junto al pozo. Pero
luego sacudió la cabeza. Nadie podía andar por el mundo con un tiempo como aquel.
Acabó de preparar el caldo y se lo llevó al viejo Vassili, que daba vueltas en su catre,
inquieto...
—Perra suerte — gruñía — ¡Perra suerte! ¡Mejor nacer muerto que ser un miserable mukik!
Toda la vida trabajando para llegar a viejo y no tener a nadie que te cuide!
—¿Es que yo no soy nadie? — refunfuñó Olinka, al tiempo que le tendía el tazón humeante
No puedo hacer más de lo que hago. A mi edad no se pueden esperar milagros.
—¡Pero si también te lo digo por ti, mujer! ¡Tú deberías estar ahí, tendida en tu catre,
descansando mientras alguien nos cuidara a los dos!
Olinka se encogió de hombros.
—Si por lo menos hubiéramos tenido una hija — dijo —. Pero a nuestra edad ya es tarde...
—Sí, es cierto. Una hija es lo que nos hubiera hecho falta. ¿Te la imaginas cuidándonos a
los dos, fuerte y sana, mientras nosotros descansamos del cansancio de toda una vida de
trabajo?
Los dos suspiraron profundamente.
Y, por segunda vez, la vieja Olinka hubiera jurado que alguien se paseaba por el jardín.
Una figura blanca, grácil, como la de un hada de cuento fantástico...
* * *
Al atardecer siguiente, mientras el viejo Vassili se quedaba dormido en espera de la cena,
se apostó junto a la ventana, dispuesta a no moverse de allí hasta comprobar si era cierto que
alguien caminaba por su patio cubierto de nieve.
Y entonces la vio. Llegaba envuelta en un remolino de copos de nieve, volando por los
aires, hasta posar su pie sobre las piedras del patio nevado. Con ella llegaba más nieve, que se
repartía por las copas de los árboles, el techo del granero, el sendero, el muro...
Olinka no pudo contenerse y salió de la casa, apretando alrededor de su cuerpo la vieja
toquilla.
—¿Quién sois, señora?, — dijo, dirigiéndose a la extraña mujer.
Una mirada helada cayó sobre ella, y Olinka sintió como si el invierno penetrara dentro de
su viejo esqueleto.
—La bruja de las nieves — dijo la desconocida, y su aliento al hablar era más frío que el
viento de las estepas de la Siberia.
—En verdad que debéis de ser un importante personaje — respondió Olinka, sin
intimidarse por la feroz mirada de hielo de la mujer —. Quizá podríais concederme un
deseo... algo que nos atormenta a mi esposo y a mí desde hace años... querríamos tener una
hija... quizás vos, con vuestra magia, podríais conseguirlo...
— ¡Mi magia lo puede todo! — dijo la bruja de las nieves, riendo heladamente —. Pero lo
que tú me pides es un acto de bondad, y yo no puedo hacerlos. Sólo puedo complacer tu
deseo a cambio de que aceptes sufrir un gran dolor...
—¡Sea como tú dices! — respondió precipitadamente Olinka —. No me importa nada con
tal de tener una hija ya crecida que alegre nuestros días...
—Bien, entonces — dijo la bruja de las nieves, envolviéndose en su capa de de hielo y
escarcha —. Sólo tienes que modelarla a tu gusto, aquí, en el patio, haciendo una estatua de
nieve a la imagen y semejanza de esa hija que deseáis tener. Y, en la próxima luna llena,
vuestra hija nacerá a la vida.
—¡Oh, señora! ¡Mil gracias por vuestra...! — empezó Olinka, pero se interrumpió
bruscamente. La bruja de las nieves había desaparecido y, en su lugar, sólo quedaba un gato
negro de ojos encendidos y amarillentos que, dando un angustioso maullido, desapareció
dando saltos en el interior del bosquecillo vecino.
La nieve caía ahora con más fuerza y Olinka regresó apresuradamente a la cabaña para
contarle al viejo Vassili lo que acababa de ocurrirle y la promesa arrancada a la bruja de las
nieves.
* * *
—¡Estás loca! — dijo Vassili, malhumorado al haber sido despertado de su sueño —. ¡Lo
has soñado todo, sentada junto a tus fogones, y luego has creído que tu sueño había sido
realidad!
— ¡Te digo que no! ¡Ha sido cierto y bien cierto! Pero si tú no quieres ayudarme, yo sola
haré la figura de nieve que será nuestra hija, y entonces me querrá solamente a mí...
—Está bien, está bien... te ayudaré...
* * *
Faltaban tres días para la luna llena cuando Vassili y Olinka pusieron manos a la obra.
Mirando ilustraciones de libros y dibujos de cuentos de hadas, modelaron la figura de una
hermosa muchacha de unos dieciocho años, poniendo dos azabaches en el lugar de sus ojos,
delicados hilos de seda dorados en su cabeza, para que tuviera un hermoso pelo rubio,
modelando delicadamente su silueta para hacerla esbelta y grácil...
Cuando hubieron acabado su obra, los dos ancianos se apartaron para contemplarla a
distancia.
—Es hermosa, ¿verdad? — dijo finalmente Olinka.
—Sí, muy hermosa — reconoció Vassili, lanzando un profundo suspiro —.
¡Si fuera cierto que va a vivir y hablar como nosotros! ...
—Eso fue lo que prometió la bruja — respondió Olinka —. De todos modos, dentro de dos
noches lo sabremos...
* * *
Llegó el plenilunio. El frío era espantoso, hasta tal punto que Olinka y Vassili estaban
dentro de la cabaña, con el fuego encendido, temblando de frío pero sin despegarse de la
ventana. La luz fría y azulada de la luna caía directamente sobre la figura de nieve,
arrancándole reflejos que parecían de plata...
De repente, Olinka agarró fuertemente el brazo de su marido.
— ¡Mira, Vassili! ¡Se ha movido!
El viejo Vassili se frotó los ojos, incrédulamente. A la luz de la luna, la figura de nieve
parecía animarse y cobrar vida... primero fue un brazo el que se dirigió hacia los cabellos...
luego la larga falda se agitó en el aire...
Los dos viejos, dando un grito de alegría, corrieron a abrir la puerta.
—¡Hija! — gritó Olinka —. ¡Ven aquí dentro! ¡Vas a coger frío!
La muchacha se acercó a ellos, sonriente, y les besó en las mejillas.
—Nunca tendré frío, puesto que soy de nieve — dijo —. He venido para cuidaros, a
trabajar para vosotros y hacer que vuestra vejez sea agradable y plácida.
Los tres se abrazaron, felices, y Snegourotchka entró a formar parte de la vida de aquellos
dos pobres mujiks que ya eran felices gracias a aquel mágico suceso.
* * *
La vida de los dos campesinos cambió radicalmente. Snegourotchka hacía maravillosos
bordados que vendía en el pueblo cercano, y con el dinero obtenido compraba ropas,
medicinas y comida para los dos ancianos, que mejoraron mucho de aspecto. El viejo Vassili
pudo levantarse de nuevo y salir al bosque a cortar leña. La anciana Olinka pasaba el día
ayudando a la muchacha en los trabajos de la casa, riendo ambas alegremente. Los tres eran
felices como nunca lo habían sido.
Una noche, los tres cenaban alrededor de la mesa cuando Vassili dijo:
—Esta mañana, en el bosque, he oído cantar un pájaro. La primavera debe de estar al
llegar...
Ninguno de los dos sorprendió la mirada de angustia de Snegourotchka, que se dirigió
hacia la ventana.
Allí, con su rostro distorsionado por una horrible mueca de placer, estaba la bruja de las
nieves.
* * *
Poco a poco, el cielo se fue despejando y por entre la capa de nieve que cubría el suelo,
cada vez más delgada, fueron asomando tímidamente pequeños tallos de hierba.
El sol comenzó a brillar débilmente algunas mañanas, frío y pálido, pero anunciando que
los rigurosos fríos del invierno ruso comenzaban a alejarse.
Snegourotchka comenzó a encontrarse mal, a palidecer y adelgazar a ojos vista.
Ahora fueron sus padres quienes tuvieron que cuidar de ella, que parecía encontrarse peor
cada día que pasaba.
—¿Qué tienes, hija? — le preguntaba Olinka, entre lágrimas.
—No lo sé, madre, respondía ella, mirando con ansiedad hacia la ventana — Tengo una
ansiedad extraña... una enorme pena, como si una piedra pesara sobre mi corazón. Creo que
voy a morirme...
— ¡No! ¡No digas eso! — gritó Olinka —. ¡Que la muerte se lleve antes a cualquiera de
nosotros dos! Eres demasiado joven, demasiado hermosa y buena para morir! ¡Nosotros ya
somos viejos y es a nosotros a quienes nos corresponde recibir a la muerte!
Pero Snegourotchka movía la cabeza a un lado y a otro, negando tristemente.
* * *
El sol era cada día más fuerte y comenzaba a calentar ya el viejo techo de la cabaña de los
mujiks.
La hierba y las primeras flores comenzaban ya a bordear el sendero que conducía hasta la
puerta, y los pájaros venían por las mañanas a posarse en las ramas aún desnudas de los
árboles para tomar el sol.
Fue en uno de aquellos días cuando la muchacha pareció haberse recuperado totalmente.
En sus mejillas se encendieron de nuevo unos alegres colores y las fuerzas parecieron volver a
sus miembros.
—Sacadme al jardín — les dijo a sus padres —. Quiero ver el sol y sentir la llegada de esa
primavera que creí que no llegaría a presenciar...
La sentaron en una silla, y fue entonces cuando Snegourotchka dio el primer grito, como si
algo hubiera pinchado su corazón.
— ¡Hija! ¿Qué te ocurre?
—No lo sé... ha sido un dolor agudo como una puñalada...
Olinka, aterrada, vio como el brazo de la muchacha se deshacía entre sus dedos como si
fuera nieve derretida...
Las piernas se negaban a sostenerla. Cayó al suelo, mientras a su alrededor se formaba un
charco de agua clara...
—¡Llévala dentro, Olinka! ¡De prisa! ¡Se está muriendo!
Pero ya era tarde, La cabeza, las manos, los vestidos, el cuerpo entero de la muchacha se
deshacía como un terrón de nieve puesto al fuego. Pronto no quedaron de ella más que unos
hilos de seda de color dorado y unos azabaches que brillaban mortecinamente en medio de
un charco de agua de nieve...
Los dos viejos se abrazaron, desconsolados, y entonces fue cuando Olinka comprendió las
palabras de la bruja de las nieves.
"Mi magia lo puede todo... pero lo que tú me pides es un acto de bondad, y yo no puedo
hacerlos. Sólo puedo complacer tu deseo a cambio de que aceptes sufrir un gran dolor..."
Y el dolor había llegado. Un dolor profundo, insoportable, que iba a entristecer y amargar
los últimos días de sus pobres vidas, llenándolos de una infinita nostalgia por aquella hija que
había alegrado unos pocos días de sus vidas para desaparecer después, dejándoles más solos
que antes.
Para desaparecer como las primeras nieves que se derriten al sol cálido de la primavera...
Al fondo del cielo, sobre una gran nube repleta de blancos copos, la bruja de las nieves se
alejaba hacia el norte.
LA ENTERRADA VIVA
J. L. Roig
El Hombre en sus Leyendas (España)
Dossier Negro Nº 96
Existen leyendas, que con algunas variantes, las encontramos en el folklore de distintas
naciones. Tal es el caso de la leyenda de a la que dieron magnífica entidad literaria autores
tales como Boccaccio, Bandello, Shakespeare y Lope de Vega. La versión que narramos a
continuación forma parte de una crónica histórica aragonesa del tiempo de Juan II, escrita en
la segunda mitad de siglo XV, y a través de la leyenda se pretende explicar la reconquista
cristiana de la población de Argente.
* * *
La historia es como sigue:
En el pueblo, aragonés de Alfambra, residía el conde D. Rodrigo, hombre mayor, muy
virtuoso y esforzado. El conde tenía una joven mujer, bella y liviana de seso. Un día el conde,
durante su cacería, se topó con el rey moro de Camañas y deseoso de prenderle, salió en su
persecución. El rey moro, joven y desvergonzado, sintiéndose seguro en su brioso caballo,
volvióse al conde y, escarneciéndole, le mostró su sexo.
El conde, sintiéndose herido en su honor, espoleó su montura en pos del moro, pero fue
inútil porque, poco a poco, el corcel del joven rey fue distanciándose más y más. Estaba el
conde comiendo en su casa cuando, recordando el suceso, su rostro se ensombreció. —¿Qué
ha ocurrido? ¿Por qué esa expresión de enojo? — le preguntó, extrañada, la condesa. El
conde, que de principio no se lo quería contar, terminó por relatarle el suceso. Oídas las
palabras de su esposo, la condesa se hizo la ofendida, también. Pero le fue imposible olvidar
el relato y a tal extremo llegó su obsesión que un buen día mandó un enviado al rey moro
diciéndole que era su enamorada y que pensase como podrían verse.
El rey moro se alegró de aquella declaración y buscó el consejo de un viejo que sabía de
hechicerías. El brujo dio al enviado una semilla y le dijo que cuando la condesa durmiese, le
pusiera el grano bajo la lengua; entonces, se quedaría dormida de tal manera que parecería
muerta.
El criado así lo hizo; y aunque, en efecto, la condesa parecía muerta, el desconsolado
conde, que la notaba caliente, no la dejaba enterrar. Y así estuvo tres días^ extrañándose
sobremanera de su estado todos cuantos la veían. Finalmente, el conde, para comprobar si
dormía o estaba muerta, mandó echarle plomo derretido en una mano; pero ella no hizo señal
alguna de acusar el dolor. En vista de esto, el conde muy apenado, la mandó enterrar con
todo fausto.
Cuando fue de noche, el criado de la condesa la sacó de la tumba, le quitó la semilla de
debajo de la lengua y la condesa despertó. De inmediato, se dirigieron hacia el palacio del rey
moro. El rey moro, que se alegró muchísimo de tener la hermosa condesa a su lado, lo tuvo en
tal secreto que sólo lo sabían, él, la condesa, el criado de ésta y el hechicero. A los servidores
de la casa el rey les dijo que la había traído de lejanas tierras y que le había costado doce mil
doblones, tanta era su belleza. Estuvieron viviendo entregados al amor durante ocho meses, y
su felicidad era tal que la condesa llegó a olvidar su encierro en el palacio.
* * *
Ocurrió un día, que un peregrino que mendigaba por Dios y que conocía a la condesa,
llegó a Camañas en el transcurso de una de las treguas que había con frecuencia entre moros
y cristianos. El mendigo fue a pedir al palacio del rey moro y la condesa, que era caritativa, le
sacó ella misma una ración de pan y diósela al pobre. Este, al ver la mano herida de la joven,
la reconoció en el acto, pero calló su descubrimiento.
De inmediato, el mendigo fue a ver al conde de Alfambra y le contó lo ocurrido. El conde,
que no podía creerlo, fue a la sepultura y la encontró vacía. Entonces, reconoció el engaño y
dio crédito a las palabras del mendigo, recordando que cuando enterraron a la condesa estaba
caliente. Al día siguiente, el conde, vistiendo los harapos del mendigo, se encaminó hacia
Camañas, no sin antes advertir a sus escuderos que se escondiesen en cierto barranco, por si
los había de menester.
El conde, vestido de peregrino, llegó a Camañas pidiendo caridad. En el palacio del rey
moro fue de nuevo la misma condesa quien salió con limosna. Entonces, el conde se dio a
conocer. Ella mostró alegrarse de su presencia y secretamente lo introdujo en su habitación.
Allí, con grandes lágrimas, le contó cómo había sido embrujada y traída al palacio en contra
de su voluntad. El conde no sabía qué creer. La condesa sirvióle exquisitos manjares a su
marido y así estaban cuando oyeron que el rey moro se acercaba a la estancia. La condesa,
azorada, instó al conde esconderse en un arca que había junto a la pared. El conde se metió en
ella y la condesa cerró con llave. El rey entró en la habitación, abrazó cariñosamente a la
condesa, y, tumbándola sobre los almohadones de seda, la poseyó allí mismo. Cuando
terminaron con sus caricias, dijo la condesa:
—Señor, ¿qué le darías a quien pusiera el conde Rodrigo en vuestras manos? —La mitad
de mi reino — respondió el rey.
—Sea pues — dijo la condesa —. Está encerrado en esta arca. El rey moro abrió el arca e
hizo salir al conde. Los ojos de este brillaban de odio y furor por haber sido engañado una
segunda vez. El rey le miró burlón. —¿Por qué habéis venido? — le preguntó, sonriendo.
—Por recobrar a mi mujer — y añadió con desprecio —. Que si yo pudiera tomar otra,
como vosotros los moros, no habría venido a por ella. —Siempre os tuve por hombre de poco
juicio y no me equivoqué cuando la pasión os ha empujado a cometer tamaña insensatez.
Decidme, conde, si yo cayese en vuestro poder, ¿qué haríais de mí?
Existen leyendas, que con algunas variantes, las encontramos en el folklore de distintas
naciones. Tal es el caso de la leyenda de
La respuesta del conde no se hizo esperar.
—Poneros una cadena al cuello y un cuerno en la boca y en un alto cerro haría encender
una hoguera y os quemaría en ella. Y mientras fuésemos de camino hacia allí, voz tocaríais el
cuerno y yo me iría en un carro muy enjaezado con trapos de oro y de seda y mis hombres
marcharían a caballo junto a vos, escarneciéndoos. El rey sonrió ante las palabras del conde y
dijo:
—Pues tan buen querer me tenéis, que aquella voluntad que me daríais, tendréis y no otra.
Y así fue, sin ninguna demora el rey moro mandó ornar un carro lo mejor que se pudiera y
allí se instaló él en su trono. En otro carro iba la condesa con sus doncellas y sirvientas. Y los
escuderos, montados en sus caballos, azuzaban al conde, camino de la colina de la Palomera.
El conde, con una cadena al cuello, iba tocando el cuerno, tan fuertemente que se le oía desde
el castillo de Alfambra.
Los hombres del conde, que estaban atentos a cualquier señal suya, salieron bien armados
de donde estaban escondidos y con gran coraje atacaron a los moros. Algunos huyeron en sus
caballos, pero otros muchos murieron. El rey moro y la condesa fueron quemados en la
hoguera que en el monte Palomera habían dispuesto para el conde y sus cenizas esparcidas al
viento. Los moros de Argente, cuando supieron el peligro que corría el rey, salieron hacia la
Palomera en su ayuda. Y los cristianos de Martí Martíñez y Garrí Martíñez que andaban por
el lugar, aprovecharon que Argente quedaba desguarnecida para entrar en ella. Así fue
tomada Argente. El conde, después de dar muerte al rey y a la condesa, tomó los carros con
doncellas y sirvientas y regresó a Alfambra, donde, al tener noticia de la toma de Argente,
celebró doblemente la muerte del rey moro y su infiel esposa y la victoria cristiana.
Final feliz para una curiosa leyenda medieval española en la que se mezclan amoríos,
violencia y los ideales de la Reconquista.
EL FEROZ CAZADOR
J. L. Roig
El Hombre en sus Leyendas (Belga)
Dossier Negro Nº 97
En la región de las Ardenas, sobre el Semois, se cuenta la leyenda del FEROZ CAZADOR,
dice así:
El conde Renaud d'Herbeumont era un hombre poderoso y violento. Su carácter
caprichoso y arbitrario había alejado de su lado a todos a aquellos que no aceptaban vender
sus vidas a cambio de unas monedas de oro. Junto a él sólo quedaban hombres sumisos,
debilitados por el peso de la tradición feudal y de la religión, y ambiciosos, que soportaban
las iras del señor a cambio del oro que derrochaba. El conde Renaud era uno de aquellos que
compraba la compañía y, consciente de ello, amigos y servidores eran para él simples objetos
de los que podía disponer cuándo y cómo se le antojase. A parte del ansia del poder, el conde
tenía una única pasión: la caza. Cada mañana, apenas había cantado el gallo, el conde ya
estaba en el patio de armas de su castillo, entre perros, caballerías, criados y monteros,
dispuesto para salir de cacería; ¡y hay de aquel que no tuviese las cosas a punto cuando él
daba la orden de partida!
Era tal su pasión por la caza y su arrogancia, que no respetaba ni los domingos ni las
fiestas religiosas. La mañana de una Navidad, como cada día, organizó su partida de caza.
Estaba a punto de salir, cuando el nuevo sacerdote del castillo se puso delante de él. —
¿Pensáis salir incluso hoy, señor? —¿Qué tiene de particular ese día? —Es el día que nació
Nuestro Señor Jesucristo, el hijo de Dios. Es Navidad, día de paz y alegría entre los hombres
—Pues id a celebrarlo en la Iglesia, que es lo vuestro, que yo lo celebraré en el monte, que es
lo mío. —Vais a cometer una grave falta — insistió el capellán.
— ¡Vete de una vez, estúpido! ¡Aquí, en este condado, sólo yo digo que faltas se cometen y
quién las comete! Y el conde espoleó a su montura, que se precipitó sobre el sacerdote,
arrojándolo al suelo. Las carcajadas de los cazadores se mezclaron con el golpear de los cascos
de los caballos sobre el empedrado y los ladridos de los perros. El castillo del conde estaba
situado en una pequeña loma, cerca del río Semois, y por el lado Este dominaba una basta
extensión de bosque. Las continuas talas, la agricultura intensiva y k industrialización aún no
habían devastado aquella espléndida masa de caducifolios, ahora desnudos ante los rigores
del invierno. A pesar del frío, la caza no era escasa y jabalíes, ciervos, zorros y algún que otro
oso pardo erar las frecuentes presas del conde y sus jaurías de perros y de hombres. Aquella
Navidad apenas se habían internado en el bosque, cuando los perros descubrieron un rastro.
Muy pronto tuvieron ocasión de ver a la pieza Se trataba de un ciervo joven, en plena
potencia física; una hermosa y difícil presa que el conde no quería dejar escapar. Siguiendo a
los perros, Renaud d'Herbeumont se lanzó en persecución del animal. El ciervo, ágil y
potente, corría a gran velocidad por entre los deshojados árboles. Las hojas secas crujían bajo
el rápido golpear de sus pezuñas. Sin embargo, el rugido de los perros, cada vez más
cercanos, ocultaba el ritmo de su carrera y el chasquido de las ramas más bajas al estallarse
contra su cuerpo. La persecución se prolongó durante casi una hora. Estaba el conde a punto
de dar alcance a su presa, cuando, súbitamente, un hombre viejo, de blancos ropajes, se
interpuso en su camino. El conde tiró de las bridas de su montura y se detuvo.
— ¡Viejo estúpido! ¡No has visto que he estado a punto de matarte! ¡Apártate, rápido!
—Antes, escúchame. He hecho un largo camino para venir a decirte que abandones la caza.
Hoy no es un buen día para derramar sangre, aunque sea la de un animal.
— ¡Pero os habéis vuelto todos locos! ¡Para eso te has cruzado en mi camino y has hecho
que se me escapase el ciervo! ¡Viejo lunático, no sólo la sangre del ciervo voy a derramar sino
la tuya también como no te apartes ahora mismo.
Y como viera que el viejo seguía allí sin moverse, el conde lanzó su caballo contra él,
derribándole y pisoteándole sin ningún escrúpulo. Luego, el cazador siguió galopando en pos
de su presa, guiado por los ladridos de sus perros. Su carrera terminó ante una ermita que se
levantaba en un claro del bosque. Frente a su puerta los perros ladraban desaforadamente,
excitados por el olor a la presa cercana y los bastonazos que les propinaba un ermitaño, que
intentaba evitar que se metieran dentro de la ermita.
—Si son vuestras esas bestias — gritó el ermitaño, cuando vio aparecer al conde —
lleváoslas de aquí antes de que acaben conmigo.
—Estas bestias, como las llamáis, son excelentes perros de caza que están cumpliendo con
su obligación; acorralar a la presa; que por lo visto debe de haber entrado ahí adentro. Vos
sois quién tenéis que apartaros, viejo, porque no estáis cumpliendo con vuestro deber de
ermitaño. ¡Id a rezar y dejad la entrada libre a mis animales! —No permitiré que matéis a una
pobre criatura del Señor, que ha venido a buscar refugio en esta humilde casa de Dios.
— ¡En estas tierras el único Señor que hay soy yo! ¡Y yo soy también el único que puede
permitir o no permitir algo!
Y el conde Renaud d'Herbeumont, apartando de un puntapié al ermitaño, entró en el
pequeño templo sin apearse de su montura. Tras él se lanzó la furiosa jauría.
Allí dentro, ante la Sagrada imagen de la Cruz, los perros acorralaron al ciervo y lo
hirieron de muerte. El conde sólo tuvo que rematarlo con su daga. La sangre del animal corrió
por las losas del suelo y salpicó las paredes de piedra. Sus gemidos hicieron estremecer al
ermitaño, que oraba junto a la puerta.
Cuando el conde salió de la ermita con el ciervo muerto en la grupa de su caballo, un
tremendo trueno estalló en el claro del bosque y desde la penumbra de su fronda aparecieron
corriendo una jauría de rugientes bestias con cabeza de lobo y cuerpo de galgo. Esos extraños
perros se lanzaron sobre el conde, que, incapaz de detener su furor, salió huyendo. Pero tras
él se lanzaron los monstruosos canes, aullando, rugiendo, haciendo sonar sus dentelladas,
junto a las ancas de la cabalgadura. Y por primera vez en su vida el terror hizo presa en el
corazón del conde. Ahora él era la presa; ahora conocía la angustia del acoso: ahora sabía lo
que era llevar la muerte a tus espaldas.
* * *
Y cuentan los viejos del lugar que cada Navidad, en las horas de la noche, en el bosque que
se extiende cerca del pueblo de Herbeumont, se oye todavía pasar la cacería del conde
Renaud.
LOS OJOS MALDITOS
J. L. Roig
El Hombre en sus Leyendas (Polaca)
Dossier Negro Nº 98
¿De qué sirve la riqueza cuando la desgracia es el signo que preside toda una vida? Esta va
a ser la historia de un hombre rico, incapaz de poder disfrutar de todo lo que la riqueza se
supone que puede proporcionar: seguridad, lujo, libertad, bienestar y toda una serie de
substantivos más por el estilo. El Joven señor de Trodnowski poseía un castillo con todas
cuantas tierras se podían dominar, en un día despejado, desde el punto más alto de sus
torreones y todo aquello que estaba encima de ellas: bosques, cosechas, animales y hombres.
Desde luego, si la felicidad se mide con el poder, el señor de Trodnowski tenía que ser uno de
los hombres más felices de la tierra. Pero nada más alejado de la realidad y más hiriente para
el propio caballero que considerarle un hombre feliz, pues el señor de Trodnowski estaba
poseído desde su niñez por un tremendo embrujo que le había condenado a la soledad entre
las desabrigadas paredes de su castillo, tan solo con la única compañía de Estanislav, el fiel
servidor que le vio nacer y sobre el que el embrujo no tenía efecto.
El señor Trodnowski era joven y extrañamente hermoso. Sus brillantes ojos azules
iluminaban un rostro pálido y demacrado por el sufrimiento; un sufrimiento resignado, de
esos que cubre con una pátina gris cuerpos y objetos corporeizados por la presencia del ser
que sufre. Y eran precisamente los ojos, aquellos únicos puntos de vida en un cuerpo de
muerte, la causa de la desgracia, pues la maldición que pesaba sobre el señor Trodnowski era
la de destruir al instante todo aquello que mirase, fuera de las pétreas paredes de su castillo y
de la silueta fantasmagórica, contrahecha y casi etérea de Estanislav. Esa era la desgracia de
aquel hombre joven y poderoso que, sepultado entre los muros de piedra de sus alojamientos,
veía desfilar los días sin la posibilidad de introducir nuevos elementos, nuevas vivencias, que
aliviaran su angustia y su dolor. En su memoria aún estaba vivo el recuerdo de la última
víctima que la maldición se había cobrado.
Un viejo batelero, recién llegado a aquel lugar, no quiso creer la historia que sobre el señor
de Trodnowski contaban sus compañeros, diciendo que todo aquello era supercherías que
había oído ya, otras veces. Un día en que, siguiendo el río, pasaron muy cerca del castillo, el
batelero dijo: —Esperadme aquí. Os voy a demostrar la falsedad de vuestra historia sobre el
señor del castillo.
—¿Qué vas a hacer?
—Ir a verle. Pasearme por delante de sus ojos y luego os contaré como es. Y el hombre así
lo hizo. Sin que nadie le molestara, pues el castillo no tenía ni un solo servidor, fuera de
Estanislav, el batelero entró en él y buscó el lugar en que se encontraba el señor de
Trodnowski. Al abrir una de las puertas, se encontró ante una sala completamente desnuda;
tan solo una ligera sombra parecía ocupar uno de sus rincones. Una sombra que se distinguía
gracias a dos puntos de luz azulada, tenue y penetrante a la vez, que parecían ocupar todo su
rostro.
— ¡Insensato! ¡Vete de aquí!
La voz era débil y dolorida, como salida de lo irremediable. El batelero apenas tuvo tiempo
de oír el aviso cuando cayó al suelo fulminado. Su cuerpo se consumió en breves instantes y
al final no quedó de él más que un montón de cenizas malolientes, que Estanislav retiró.
Era horrible recordar la escena. Era horrible apuntar un nombre más a la larga lista de
asesinatos. Los días, para el señor de Trudnowski, transcurrían torturado por esas
meditaciones, por esas muertes y por las que vendrían. Y cuando esta última certidumbre
emergía a su consciente, una idea, que venía acariciando desde hacía tiempo, aparecía
hermosa y liberadora. El suicidio. Pensar que en un momento podía poner fin a un pasado
horrible y a un futuro más tenebroso, si cabía, le producía un cierto asomo de serenidad.
Además, ¿cuántas vidas salvaba quitándose él la suya? Imposible de predecir, pero era
probable que más de una. Porque, ¿hasta cuándo podría aguantar su encierro sin volverse
loco? Poco a poco, el pensamiento del suicidio fue instalándose en su ánimo, hasta llegar a
imponerse como fin obligado. El señor de Trudnowski llamó entonces a Estanislav.
—Hace años que estamos juntos, Estanislav. Nada hemos hecho el uno que no supiera el
otro y le pidiera su consejo. Tú eres toda mi familia, todo mi mundo, por eso he de confiarte
que he decidido quitarme la vida. Creo que es la única solución a mis sufrimientos. Nada hay
que me retenga aquí por más tiempo; tan solo si existiese algo, quizás dudaría, pero todos
estos años de dolor y de muerte ya han sido suficientes. Supongo que comprendes, ¿verdad?
El criado bajó los ojos y afirmó con la cabeza, murmurando: —Sabía que este momento
tenía que llegar. Cientos de veces he pensado en la argumentación oportuna para hacer que
desistáis de ello. Pero jamás he podido encontrar nada que puede esgrimir en contra de
vuestra decisión. Así estaban discutiendo amo y señor, cuando sonó la puerta del castillo. Un
caballero y dos jóvenes muchachas pedían aposento para pasar la noche. —Os aconsejo que
os lleguéis al pueblo. Está cerca de aquí y quizás sea más confortable para vos que este castillo
— sugirió Estanislav.
—Imposible. Una de mis hijas acaba de torcerse un pie y sería muy peligroso seguir así y
en la oscuridad. —Bien, pasad. Pero he de haceros un ruego. No entréis por ningún motivo en
la habitación de los cortinajes verdes. Allí habita mi señor y no quiere ser molestado.
Los viajeros se instalaron en el castillo. Todo estaba como siempre hasta que dos delicadas
voces vinieron a romper el sobrecogedor silencio de aquellas tristes paredes. Eran voces
alegres, risueñas, que espantaron las sombras de los rincones con sus risas. Voces como jamás
había oído el señor de Trudnowski, y se quedó prendado de ellas. Sobre todo de una de ellas,
la más alegre, la más joven. Por primera vez en su vida tuvo conciencia de su poder e hizo
llamar a la muchacha de la voz alegre a su presencia. Estanislav la llevó ante su señor, que se
presentó con los ojos cubiertos por un antifaz de terciopelo negro. Los jóvenes hablaron. De lo
que hablaron es algo que solo ellos saben, pero el hecho es que al día siguiente el caballero y
sus dos hijas no abandonaron el castillo, ni al otro tampoco, y que estuvieron en él hasta el día
en que el señor de Trodnowski se casó con la más joven de las hijas de su huésped. Al año, la
señora de Trudnowski tuvo un hijo. Un hermoso varón que animó con su llanto las estancias
del castillo. Pero con el vino de nuevo la tristeza para el señor de Trudnowski. A medida que
los días pasaban un temor iba cobrando forma en su mente y no podía apartarse de él. La idea
de que sus ojos acabarían dando muerte a su propio hijo no le dejaba vivir. Nada podía
apartarle este pensamiento de la cabeza, ni las dulces palabras de su esposa, ni las
seguridades de Estanislav. Nada excepto otra idea: arrancarse los ojos; esos ojos que tanto
dolor habían llevado a su vida y a quienes temía como la propia muerte.
Una mañana el señor de Trudnowski no pudo resistirse más a la idea y llamó a Estanislav.
—Estanislav, tú eres mi más fiel y único amigo. Quiero que me prometas que harás lo que
te voy a pedir. —Siempre he procurado cumplir vuestros deseos, señor, no sé por qué esta
vez iba a ser distinta.
—Estanislav, quiero que me arranques los ojos y los hagas desaparecer.
—Si así lo queréis, así se hará. Y el fiel servidor, el único que podía resistir el mortal influjo
de aquella penetrante mirada azul, extrajo de sus cuencas los ojos. Luego, los envolvió en un
grueso paño negro y salió del castillo con una azada. Caminó durante varias horas, hasta
llegar a un paraje que le parecía apropiado, y comenzó a cavar. Por último, y cuando llevaba
ya un buen rato cavando, tomó el paño y lo depositó en el fondo del hoyo, que había hecho.
Antes de cubrirlo de nuevo, deshizo el envoltorio para comprobar si los ojos aún seguían allí.
Sí, en efecto, allí estaban en todo su azul intenso y derramando una mirada de furor
tremenda, parecía como si supieran que su dominio maléfico estaba a punto de terminar. Y
entonces, por primera vez desde que viera nacer al señor, Estanislav sintió en él el ardor de
aquellos ojos. Un ardor corrosivo que comenzó a destruirle. Desesperado, comenzó a arrojar
tierra encima de aquellos terribles ojos, pero el mal ya estaba desencadenado. Apenas hubo
tapado el agujero, Estanislav cayó sobre él y su cuerpo se fue deshaciendo hasta convertirse
en un residuo pestilente. Los ojos malditos del señor de Trudnowski se habían cobrado su
última víctima.
LA ALMADIA DE LA MUERTE
Miguel Agusti
El Hombre en sus Leyendas (España)
Dossier Negro Nº 99
Esta es una leyenda cuyo recuerdo se mantiene — al no existir ningún documento ni
escrito que certifique su veracidad oralmente. Por lo tanto, así como me la contó un viejo
pescador en el puerto de Lisboa, así la cuento. Se remonta a principios de siglo pasado,
durante la travesía que el "Oporto" efectuó entre Lisboa y el continente americano. El
"Oporto" era un pequeño paquebote de unas cuatrocientas toneladas de registro bruto, muy
marinero, cuyas líneas y velamen le conferían una velocidad de crucero bastante considerable
en un navío de sus características.
La tripulación estaba compuesta — incluyendo al cocinero y al marmitón — por catorce
hombres en total. El contramaestre, Juan Estévez, de origen español, era un hombre bajo y de
complexión simiesca, rudo de carácter, aunque no exento de cierta amabilidad para con sus
hombres, que le respetaban por su buen oficio y su capacidad de decisión en los momentos
difíciles. El único piloto del barco — el contramaestre actuaba de segundo piloto cuando este
dormía — recibía el nombre de "Fado", por su afición a cantar durante las horas que duraba
su turno junto al timón. En realidad, ni él mismo conocía su verdadero nombre, si lo tenía,
pues había quedado huérfano a los pocos meses de nacer y siempre le habían llamado por
diversos motes.
En aquel viaje iría, sin embargo, una persona más. Se trataba de Henry Melrose, un joven
médico inglés, gran aficionado a la botánica y poseedor de cierto espíritu aventurero, que
partía en busca de las posibilidades que el viejo continente no podía proporcionarle. Quizá
por su carácter afable y abierto. Melrose enseguida consiguió (hecho muy poco frecuente en
estos casos) cierto compañerismo con la tripulación, que le aceptó sin reservas. Puede que
influyera la circunstancia de que un médico siempre puede ser muy útil en una travesía como
la que el "Oporto" iba a efectuar. El viento favorable llevó sin ninguna dificultad al "Oporto"
desde Lisboa hasta las islas Canarias, donde se detuvo dos días para repostar. El humor de la
tripulación era excelente y nada presagiaba la serie de horrores que semanas después se
producirían. Tras llenar las bodegas, el paquebote dejó atrás las islas Canarias — ya no tocaría
tierra hasta llegar al otro extremo del océano Atlántico —, navegando por unas aguas
tranquilas y amistosas.
Todo empezó al cabo de semana y media de navegación. Aquella mañana, al despertarse,
el doctor Melrose se dio cuenta de que el "Oporto" permanecía prácticamente inmóvil. Tras
asearse un poco, subió a cubierta y pregunto la razón de aquella calma el viento había
desaparecido — al contramaestre. —No se preocupe — contestó, esbozando una sonrisa, el
señor Estévez — . Suele suceder a menudo. La gente de mar ya estamos acostumbrados a
esto. El mar se había convertido en una balsa de aceite hasta donde la vista alcanzaba y un
calor sofocante se abatía sobre el barco.
—Es difícil, casi imposible — prosiguió diciendo el contramaestre —, predecir cuándo
terminará. Afortunadamente por lo general suelen aparecer rachas intermitentes de viento, lo
que nos permitirá avanzar un poco, hasta que esta calma termine. —Parece como si el mar
hubiera muerto — murmuró el doctor, sintiendo un breve escalofrío en la espalda.
—Impresiona, ¿verdad? — Estévez soltó una corta carcajada —. Pues espere a ver como
suelen terminar estas calmas marinas. Ya sabe el refrán: "Tras la calma, la tempestad". Pero
esta vez las predicciones del contramaestre no se iban a cumplir. Los días pasaban con
lentitud desesperante, sin que apareciera el menor indicio de brisa. Los rostros iban
tensándose por el calor y el nerviosismo. —Esto me da muy mala espina, doctor
—le había dicho "Fado" —. No presagia nada bueno.
Fue el séptimo día de forzosa inmovilidad — decimonoveno desde que salieran de
Canarias —, cuando el vigía descubrió un objeto extraño a poco más de una milla del
"Oporto". Toda la tripulación se abalanzó junto a la borda, rodeando al contramaestre, que
observaba el objeto recién descubierto con un anteojo.
— ¿Qué es? — preguntó el doctor Melrose.
—Parece una almadía — contestó someramente.
Lo que quedaba fuera de toda duda era que "aquello" se estaba acercando al "Oporto"
—Es extraño — comentó "Fado" —. ¿Cómo es posible que se mueva, si nosotros no
podemos hacerlo? —¡Eh, vosotros! — gritó el contramaestre a unos marineros —. Arriad un
bote y traed esa almadía hasta aquí. —No hará falta, contramaestre — dijo entonces "Fado" —
.A la velocidad que se acerca, dentro de una hora nos habrá alcanzado.
La intuición de "Fado" resultó cierta. Durante una hora permanecieron todos como
hipnotizados, con la mirada fija en la misteriosa almadía. Ya cercana al barco, pudieron
distinguir sobre ella un bulto alargado, cubierto por una sábana de lienzo, y junto a él un
pequeño paquete.
El mar había adquirido alrededor un tono desusado, casi violáceo. Una bandada de
pequeños peces jugueteaban junto a unos podridos troncos. Se arrió un bote y tres marineros
se dirigieron en él hacia la almadía, que permanecía ahora inmóvil a pocos metros del
paquebote.
Cuando destaparon el misterioso bulto, un estremecimiento de horror invadió los ánimos
de la tripulación. Era un cadáver espantosamente descompuesto — estaba completamente
desnudo — al que un detalle siniestro confería todavía más repulsión: le faltaba la mano
derecha.
— ¡Dejadlo ahí y traedme ese paquete que se ve a su lado! — gritó el contramaestre,
colocando las manos en forma de bocina.
Los tres marineros regresaron al "Oporto" con su misteriosa e inquietante carga.
"Fado" no cesaba de murmurar: —Esto no me gusta nada, nada... Su semblante siempre
alegre se había agrisado y sus ojos demostraban una clara preocupación. El contramaestre
cogió el paquete y, dejándolo sobre la cubierta, comenzó a deshacer los nudos que lo
cerraban. Una nueva y espeluznante sorpresa apareció ante los ojos de todos. Además de dos
libros de tapas roídas por el salitre, aquel paquete encerraba la mano que le faltaba al muerto.
Nadie pudo evitar un gesto de profundo asco; incluso el doctor Melrose, más acostumbrado
que los demás a aquel tipo de visiones. —Tire eso, contramaestre — dijo "Fado" con voz casi
suplicante —. Devuélvalo al mar.
Los demás marineros secundaron el ruego del piloto.
—Bueno, bueno — exclamó el contramaestre —. Parecéis mujeres asustadas. Un poco de
calma.
Y, con ayuda de un gancho, el mismo se encargó de tirar por la borda aquel pestilente
hallazgo.
Luego, el doctor Melrose examinó con atención los libros. Estaban escritos en unos
caracteres completamente desconocidos y todo intento de descifrar su contenido culminó en
un rotundo fracaso. El contramaestre decidió guardarlos en su camarote. El día terminó sin
más incidentes dignos de mención, hasta que, ya casi de madrugada, un marinero despertó al
doctor Melrose.
—El contramaestre esté enfermo, doctor. Muy enfermo. Venga enseguida — dijo.
Cuando Melrose llegó al camarote del capitán, encontró a este tendido en su litera. El
médico se estremeció al observar el cambio producido en el rostro del señor Estevéz. La piel
se había azulado ostensiblemente, a la vez que habían aparecido en ella unas extrañas
arrugas. Los labios violáceos y los ojos terriblemente hundidos en sus cuencas
le daban un aspecto cadavérico. El doctor Melrose le examinó durante más de un cuarto de
hora y luego subió a cubierta.
—¿Qué tiene, doctor? —preguntó "Fado".
—Cólera — contestó quedamente Melrose.
—Pero... pero... — "Fado" había cambiado de color —. ¿Cómo ha podido contraer la
enfermedad? —No estoy muy seguro, pero creo que a través de los libros de la almadía.
— ¿Pero puede contagiarse el cólera así?
—Si puede transmitirse por contacto entre personas — contestó el médico —,¿por qué no
puede ser posible por medio de libros que han tocado enfermos o que han estado junto al
cadáver de un desgraciado muerto por esa enfermedad.
El doctor Melrose se encargó personalmente de arrojar los libros al mar. Comenzaba a
amanecer.
—¡Eh! — gritó de pronto un marinero desde la borda —. ¡Mirad esto!
El marinero señalaba la almadía, que no se había movido ni un centímetro del costado del
"Oporto".
—¡El cadáver! ¡Ha desaparecido!
El contramaestre Estévez murió al cabo de pocas horas. Dos días después, los tres
marineros que se habían acercado a la almadía fallecieron también entre terribles
convulsiones. Y ni la más leve brisa hacía acto de aparición. Las velas colgaban inertes e
inútiles y el mar parecía una lámina plateada, carente por completo del más leve rastro de
espuma. La tensión reinante comenzó a dar paso a los nervios. Los marineros peleaban entre
sí a la mínima ocasión. Uno de ellos, poseído por la locura, mató a un compañero de un
navajazo. El asesino fue encerrado en un camarote. Al día siguiente apareció muerto por la
terrible enfermedad. Uno de los marineros afirmó haber visto una sombra merodeando por la
noche junto al improvisado calabozo. Uno a uno, todos fueron cayendo, por la enfermedad o
por la locura. El cocinero se lanzó por la borda y el mar se lo tragó como por arte de magia.
Todos los esfuerzos del doctor Melrose por mantener la sensatez a bordo del "Oporto" fueron
inútiles. No había día en que no muriese alguien.
—¿Cómo están los enfermos, doctor?—preguntó "Fado".
—Muriéndose, "Fado", muriéndose...
—Es horrible — tartamudeó el piloto —. Sólo quedamos tres moribundos y nosotros dos.
¿Qué será de nosotros? Aquella tarde, murieron los tres enfermos y "Fado" se emborrachó. El
piloto permaneció cantando sin parar durante horas enteras, mientras el doctor Melrose se
ocupaba de arrojar los cadáveres por la borda.
—¡Ahora nos toca a nosotros, doctor!
—la borrachera de "Fado" se estaba convirtiendo en histerismo ¿De qué le sirve toda su
ciencia, señor Henry Melrose? ¿Es que no se ha dado cuenta de qué nos enfrentamos a algo
mucho más terrible que el cólera?
Y comenzó a sollozar sonoramente.
—¿A qué se refiere, "Fado"?
—A la muerte — el piloto comenzó a reír, entremezclando lágrimas y carcajadas; luego,
pareció calmarse un poco y añadió — A la maldición de la almadía.
Comenzaba a anochecer y la aparición de la luna marcó un surco de plata sobre las aguas.
Melrose y "Fado" decidieron pasar la noche en cubierta, dado el calor asfixiante. Tan agotado
estaba el médico que se durmió casi sin darse cuenta, mientras "Fado" canturreaba entre
dientes una vieja canción.
Algo despertó violentamente al doctor Melrose. Quizá fue el estertor agónico de "Fado",
que se debatía sobre la cubierta en terribles convulsiones. Pero había algo más, que hizo que
al doctor Melrose se le erizara el vello, llenando su cuerpo del pánico más espeluznante que
imaginarse pueda.
Junto al agonizante "Fado", de pie e inmóvil, estaba — aparentemente vivo — el cadáver de
la almadía, en mayor grado aún si cabe de descomposición. Sus ojos, vacíos, miraron
fijamente al médico. Melrose, preso del terror, comenzó a insultar como un poseso a aquella
monstruosidad. Luego, se desmayó.
Una repentina y violenta tormenta arrastró al "Oporto" a una zona marítima más
transitada, siendo descubierto por otro barco mientras iba a la deriva. Allí fue encontrado un
cadáver y un único superviviente que a duras penas pudo identificarse, pues había perdido la
razón. Dijo llamarse Melrose. Él fue quien contó esta historia, que luego se convertiría en
leyenda.
LA NOCHE DE LA VERDAD
J. L. Roig
El Hombre en sus Leyendas (España)
Dossier Negro Nº 100
En las aldeas perdidas de las montañas gallegas, la noche de Todos los Santos se cuenta, al
calor de la lumbre, que cada siete años hay una noche en que los muertos abandonan sus
tumbas para proclamar la verdad de sus vidas, esa verdad que murió con ellos y que con ellos
revive a la espectral luz de la luna. Pasiones, crímenes, engaños, maldad, todo sale a relucir
aquella noche, que muy pocos han podido contemplar y menos aún contarlo después. La
historia que vamos a relatar no transcurre en ningún lugar remoto ni escondido de las
montañas. Nuestro protagonista es un hombre de la ciudad, un conocido escritor, y en la
ciudad discurre la acción; por eso no es de extrañar que desconociera la leyenda de la Noche
de la Verdad.
* * *
Pedro Ayala acababa de regresar de un largo viaje por Europa. Casi cuatro meses de
ausencia, de experiencias distintas, de costumbres nuevas, de gentes nuevas, de paisajes
nuevos. En ese tiempo había logrado olvidar algo la muerte de Marta; lo suficiente como para
poder, seguir viviendo sin tener que aturdirse con el alcohol para soportar el dolor, tal y como
hiciera antes de partir. Si la ausencia temporal de un ser querido trae momentos de tristeza,
de nostalgia, que cuestan de sobrellevar, que no traerá su muerte, su ausencia infinita,
irrecuperable. Por eso Pedro Ayala se puso a beber, y por eso, después de una grave crisis
etílica, sus amigos le arrastraron en un viaje sin fin por toda Europa. Pedro regresó casi bien.
La ayuda de Juan y Ana le sacó de su apatía, de sus pocas ganas de vivir. Pero un solo
descuido, un solo error en la tutela de su amigo, llevó todos los esfuerzos realizados, todas las
agradables horas pasadas juntos, a la total inutilidad. Al regresar a La Coruña dejó la
compañía de sus amigos y se dirigió a su casa, solo. Aquella casa que compartiera con Marta,
que inundaran con su felicidad de adolescentes enamorados. Y el mundo se abrió de nuevo
bajo los pies de Pedro, resquebrajado por el recuerdo, roto por los mil momentos
insignificantes que habían vivido juntos entre aquellas paredes, esos momentos
imperceptibles cuando se viven y tan valioso, tan tremendamente íntimos, al ser revividos
por el recuerdo. Pedro detuvo la errabunda mirada que había paseado por el piso ante el
espejo. Una súbita certeza le vino a la mente. Allí dentro estaba escondida su imagen.
Estaba seguro de que en algún plano espacio—temporal del espejo estaba recogido su
rostro, su cuerpo, pero no una vez sino cientos y cientos de veces, tantas como segundos,
gestos, centésimas, estuvo Marta, allí delante, arreglándose el pelo, probándose un vestido o
un pantalón, o, simplemente, mirándose a los ojos, como tenía costumbre, intentando hallarse
a sí misma a través de la contemplación de su imagen, intentando responder a una tristeza
que a veces la envolvía y le hacía temer, a él, que algo le estaba ocultando, que había algo
entre los dos que no acertaba a descubrir, ni ella a confesar. Pero esta era una sensación
efímera, que sólo duraba lo que dura el destello de la oscuridad en el parpadeo. Poco a poco,
una silueta fue tomando forma en la pulida superficie del espejo; una silueta de cintura
estrecha, cuello esbelto y delgado, pelo largo y suelto; una silueta que le era inconfundible: la
de Marta. Y, poco a poco, sus facciones fueron dibujándose. Pero sus ojos no eran ojos sino
cuencas vacías y oscuras; sus labios no eran labios sino descarnadas encías; sus senos no eran
senos sino ausencia de senos. Sí, aquella era su silueta, pero no su imagen viva; ;en la bruñida
superficie del espejo había tomado forma su imagen muerta! Sin poderlo evitar, Pedro rugió
de furor e impotencia. ¡No, aquella no era ella! ¡Ella jamás sería así! El frasco de perfume dio
contra el cristal y el reflejo se quebró en cien reflejos idénticos que volaron por la habitación,
riendo a carcajadas y gritándole, sin saber por qué, su estupidez. Pedro Ayala huyó de allí.
Huyó de su casa y vagó por la ciudad sin nimbo determinado. Vehículos, luces, frenazos,
hombres, rostros, silencio. De pronto, sin saber exactamente cómo se encontró en el
cementerio. Sus pasos le habían llevado hasta allí en un estado de completa enajenación, de
absoluta ausencia de la realidad. Y cuando esta volvía, se hallaba entre cruces y lápidas,
pensamientos y siemprevivas — ¡qué ironía! —, siemprevivas para los muertos. Pedro
camino por entre las tumbas hasta llegar ante la de su mujer y allí se quedó, quieto vacío,
hundido en una nada vegetativa Únicamente respiraba. Así estuvo durante varias horas.
Comenzó a oscurecer y un vigilante se acercó a él. —Señor... Señor... ¡Señor! —¿Sí?
—;Se encuentra bien?
— Sí.
—Vamos a cerrar... —Bueno.
—... Tiene que marcharse. No se puede quedar aquí. —Sí, ahora me marcho.
Y el vigilante se alejó sin saber si maldecir o compadecer. Pero Pedro Avala no se marchó.
No tenía fuerzas para hacerlo, ni lugar a donde ir, ni ánimo para imaginar qué hacer fuera de
allí. Allí, al menos estaba con ella, con Marta, y sentía hacer algo con sentido. Burló la
vigilancia de los empleados del cementerio metiéndose en un nicho abierto y allí estuvo hasta
que la oscuridad fue completa. Nada afectaba su insensibilidad. Lo macabro, para su
escarnio, ni siquiera era imaginado. No había entorno para él. No había exterior. Sólo un
interior reducido a la mínima expresión, fijado por una única idea, por un único presente, por
una única imagen: ESTAR CON ELLA. Amparado por la oscuridad, Pedro Ayala se plantó de
nuevo, ante la tumba de Marta. Sentía que aquel era su sitio. La mirada perdida hacia adentro
y las manos en los bolsillos del gabán. Las horas pasaron. Muy lentamente la losa de la tumba
se fue levantando, hasta dejar asomar un tenue resplandor por la ranura abierta. El lo vio y no
lo vio. El resplandor fue en aumento. De todas las tumbas salía una luz difusa, fosforecen te,
que no podemos llamar extraña, ni aterradora, ni sobrenatural, porque en aquella noche y
desde él, nada podía ser extraño, ni aterrador, ni sobrenatural. Todo era nada, fuera lo que
fuera. Sólo una cose le arrancó de su estado paranoico.
Y esa cosa fue Marta, ahora no podía ser llamada de otra manera que cosa.
— ¿Qué haces aquí? —He venido a verte. ¿Eres tú, Marta?
— ¿Tan cambiada estoy que no me reconoces? Seis meses de muerte hacen verdaderos
estragos, ¿no te parece?
— ¿Cómo es que me hablas, que has salido de tu tumba? ¿Ha sido por mí?
—No. Bien pocas cosas hice por ti y esta no es una de ellas. Esta noche es la Noche de la
Verdad, todos los muertos salen de sus tumbas y proclaman las mezquindades, los crímenes
y engaños que realizaron en vida y se fueron con ellos. Es una noche de cada siete años, y hoy
es esta noche. Mira aquel hombre. Ha borrado de su lápida las falsas y piadosas palabras que
mandó grabar alguien de los suyos. "Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en
gracia de Dios". Esas son las palabras que se leen cada día a la luz del sol. En su lugar ha
escrito la verdad, lo que debería ser leído, porque, ¿qué puede honrar más a un muerto que
hacer conocer su verdad? Mostrar cómo era él realmente, identificar el cuerpo que allí yace
con el verdadero hombre que fue en vida, y no esconderlo bajo ese engaño piadoso, ese
asesinato sentimental del muerto, que se esconde tras las buenas palabras. Por eso ha borrado
la cochina hipocresía que preside vuestras vidas y que es absurda y ridícula en nuestras
muertes. Por eso ha escrito: "Dejó morir a su padre porque deseaba heredar su fortuna. Avaro
y egoísta, torturó a su esposa, despreció a sus hijos, engañó a sus amigos y robó todo !.o que
pudo. Murió solo y abandonado, en su refugio de soberbia". Ese fue realmente él. —Y tú,
¿qué vas a escribir?
— ¿De veras quieres saberlo?
—Sí. Sólo sinceridad hubo entre nosotros dos y tus palabras no me podrán sorprender.
— ¡Qué iluso sigues siendo! Yo fui actriz y mi vida contigo fue mi mejor creación. ¿Crees
que te amé? Pues te equivocas. Fuiste mi objeto. De ti sólo quise tu fama de escritor, nada
más.
— ¡No es verdad!
—Sí que lo es. ¿Sabes qué debo escribir esta noche sobre esta losa? "Aquí yace Marta C...,
jamás amó a su esposo, le engañó desde el día que le conoció hasta que murió en un accidente
de automóvil cuando regresaba de una cita".
—¡NO!
— ¡Qué cruel es la verdad! Por eso la rehuís en vuestro mundo; por eso es sólo cosa de
muertos... y de locos.
Y la mano del espectro borró del blanco mármol aquellas tres palabras en las que Pedro
Ayala había creído poner tantas cosas: "Amó, fue amada y murió".
Al día siguiente, el vigilante del cementerio encontró a Pedro de pie delante de la tumba de
su mujer. Su mirada estaba clavada en la inscripción de la losa, que seguían siendo aquellas
tres palabras de siempre, y con voz queda no cesaba de repetir: —No, no es verdad. No es
verdad.
Y estas fueron las únicas palabras que siguió repitiendo durante el resto de su vida; si es
que a lo que hizo durante los trece años siguientes, encerrado entre las cuatro paredes de su
habitación en el hospital psiquiátrico en que fue internado, se le puede llamar vida.
VIAJE A MEHSID`DA
Miguel Agusti
El Hombre en sus Leyendas
Dossier Negro Nº 101
Los orientales, como es bien sabido, respetan de manera incluso supersticiosa a los locos.
Eso le había dicho con una mezcla de sorna y cinismo Alí al joven Arístidés Revel, cuando
este le explicó su proyecto. Y añadió: —Y tú, mi señor, estás loco. Arístidés no se inmutó por
las palabras de aquel musulmán, al que había conocido casualmente dos días antes (el mismo
de su llegada a El Cairo) y que había contratado como sirviente e intérprete.
—Tú limítate a hacer lo que te he ordenado, Alí.
Una chispa cruzó fugazmente la mirada del árabe.
—Amo Revel — insistió Alí, llevándose una mano hacia el pecho —, sólo un loco intentaría
llegar a Mehsid'da. Y yo no estoy loco.
Arístidés comenzó a impacientarse por la tozudez de su criado. —Está bien — dijo
entonces —. En ese caso, buscaré otro sirviente. Desde este momento, dejas de estar a mi
servicio.
— ¡Oh, mi amor Revel! ¿Cómo puedes decirme una cosa así? — el rostro de Alí se contrajo
teatralmente en una mueca de asombro y dolor —. ¡A mí, que desde hace dos días soy el más
fiel de tus servidores! — la expresión anterior derivó hacia otra de resignación —. Puesto que
así lo deseas, esta misma semana tendrás preparada la caravana.
—Eso ya me gusta más — contestó — Arístidés sonriente —. Ponte a trabajar enseguida.
En Arístidés Revel se reunían tres factores determinantes de su carácter y su curiosidad
por lo misterioso y desconocido. Huérfano desde hacía cinco años y heredero de una
cuantiosa fortuna, había recorrido ya medio mundo en expediciones científicas financiadas
por el mismo, satisfaciendo a la vez su afán investigador y su ánimo aventurero. Pero ahora
Arístidés Revel no buscaba algún raro ejemplar lepidóptero. Había llegado a El Cairo con la
intención de encontrar a Mehsid'da, la ciudad perdida, donde la legendaria dinastía de los
Hussan había dejado acumuladas riquezas incalculables y secretos increíbles. Todo comenzó
un día en que — en una vieja librería londinense — encontró, perdidas entre las polvorientas
estanterías, un antiquísimo pergamino escrito en extraños caracteres árabes. Le costó varios
meses descifrarlo. Decía así:
"Yo, el último de los Hussan, "depositario de la ciencia y riqueza de mis antedecesores,
"juro
"por Alá, con quien la Muerte "me reunirá dentro de muy poco tiempo, "que seré
salvaguarda eterna de "Mehsid'da,
"y pido al Profeta que me ayude en "la misión
"que me ha sido, encomendada por mi linaje.
Aquel texto impresionó y a la vez la curiosidad de Arístidés Revel, que se puso
inmediatamente a investigar otras fuentes de información, llegando, tras ímprobo trabajo, a
varias conclusiones. Los Hussan habían sido, durante los años de las primeras Cruzadas, una
de las dinastías más esplendorosas en las Artes y en las Ciencias. Empujados por el ímpetu
guerrero de los cristianos, huyeron hacia el interior, creando en pleno desierto, lejos de todo
lugar civilizado, la ciudad de Mehsid'da, en la que se dedicaron durante varios siglos a la
investigación esotérica. Lo extraordinario era como habían podido construir una ciudad en
mitad del desierto, pero — por lo que Arístides había podido averiguar — sus investigaciones
iban más allá de toda lógica. Eso avivó el tercero de los factores determinantes del joven
inglés: su innata curiosidad por lo inexplicable.
Y decidió encontrar Mehsid'da. Alí cumplió su promesa y, al cabo de una semana, la
caravana estaba lista para partir. Arístides, antes de partir, inspeccionó personalmente todo lo
que su criado había preparado. La verdad es que encontró todo en perfecto orden, lo que le
convenció aún más de su buena suerte al haber encontrado un sirviente como Alí. Lo único
que le extrañó un poco fue la extraña catadura de los hombres que componían la caravana.
Vestían largas túnicas absolutamente negras y permanecían siempre encapuchados y con la
cabeza baja, como si ocultasen el rostro.
—Oh, no te preocupes, amo Revel — le tranquilizó Alí —. Pertenecen a la tribu huss'da y
entre sus creencias existe la de no dejar ver su rostro, pues la mirada de alguien podría
robarles de su mirada la luz de la visión. Son gente fuerte y valiente y, aunque conociesen la
verdadera razón de este viaje, no nos abandonarían. Y eso es importante.
—¿Qué excusa les has dado?
—Les he dicho que íbamos a comerciar en la ruta del oasis Irafhasi — Alí abrió su boca en
una amplia sonrisa, mostrando una dentadura perfecta, y luego señaló la larga fila de
camellos —Por eso he hecho cargar los cuatro últimos animales con grandes cajas de pradera.
Creen que están llenas de mercancías con las que vamos a comerciar.
—Parecen ataúdes — murmuró Arístides un tanto sobrecogido.
—Mi amo Revel goza de una fantasía demasiado macabra — comentó entonces el
musulmán, sin dar mayor importancia a sus palabras. Sin más preámbulos. Arístides Revel
dio la orden de ponerse en marcha. Durante varios días recorrieron el desierto sin
complicación alguna. Efectivamente seguían la ruta que conduce al oasis de Irafhasi, pues era
desde allí donde comenzaba el verdadero viaje. Al cabo de una semana de camino, cubrieron
esa primera etapa. Aristídes había estudiado, atando cabos sueltos, la ruta que debía llevarles
a su destino. Mehsid'da, con el paso de los siglos, debía hallarse completamente cubierta por
la arena, pero el joven entomólogo confiaba poder vencer esta dificultad mediante la ayuda
de un moderno y sofisticado radar portátil, que llevaba consigo. Las ondas revelarían la
existencia de las ruinas. Ya en el oasis de Irafhasi, Aristídes se llevó la primera sorpresa.
Estaba completamente vacío y con muestras de haber sido abandonado precipitadamente.
—Pero, ¿qué ha sucedido aquí? — se preguntó en voz alta. —Quizá hayan huido a causa
del ataque de alguna banda de nómadas... Era Alí el que había contestado, moviendo la
cabeza dubitativamente. Sea lo que fuere, Aristídes ordenó acampar allí.
La noche llegó acompañada por una fría y potente ventisca. Los animales gruñían
inquietos y las llamas de las hogueras se balanceaban agitadamente. Junto a uno de los
fuegos, separados del resto de los componentes de la caravana, Arístides Revel y Alí
discutían la ruta a seguir el día siguiente. Mientras el europeo creía conveniente internarse ya
de una vez en el desierto, Alí pensaba que era mejor continuar todavía durante, varias
jornadas más la ruta que habían seguido hasta entonces, paralela — aunque distante — a los
márgenes del río Nilo.
—No pienso discutirlo más contigo, Alí — exclamó Arístides, molesto por la insistencia de
su criado Mañana nos adentraremos en el desierto. —Pero, amo Revel... —¡Basta! — le
interrumpió el joven incorporándose y dando por terminada la discusión.
Esta vez Alí permaneció mudo, pero una luz fugaz e indescriptible cruzó la mirada del
musulmán. Arístides se alejó de su criado y se dirigió resueltamente hacia su pequeña tienda
de campaña. Todo estaba en silencio, menos el pertinaz viento. Rodeando dos grandes
fogatas, los huss´daitas permanecían inmóviles como estatuas, cubiertas las facciones por las
negras capuchas. Arístides se dio cuenta de que todavía no había podido ver uno solo de
aquellos rostros, pero también pensó que eso no era lo más importante, pues hasta entonces
habían cumplido bien su trabajo.
Sin darle más vueltas de cabeza a aquel detalle, se introdujo en la tienda de campaña y,
acostándose, quedó dormido casi inmediatamente. Quizá le despertó aquel hedor
insoportable y nuevo. Entonces sufrió el sobresalto más grande de su vida, al comprobar que
estaba metido en una caja de madera, inmovilizado por gruesas cuerdas. Ante él, se hallaba el
rostro de Alí iluminado por una aura extraña. También descubrió otra transformación en su
criado: Además de vestir ropas principescas, sus facciones — a menudo burlonas — se habían
llenado de majestuosidad y la sonrisa se había convertido en una línea cruel. —Tenías razón,
"amo" Revel — dijo entonces, subrayando intencionadamente la palabra "amo" —. Esas cajas
no sólo parecen ataúdes, sino que son ataúdes, los de mi gente.
Y entonces señaló a los huss´daitas. Una a una, las negras figuras hasta entonces
encapuchadas fueron descubriendo sus rostros. Un grito de terror se estranguló en la
garganta de Arístides Revel.
Ante él aparecieron cráneos aún cubiertos por restos de cuero cabelludo y colgajos de piel
apergaminada, que desprendían aquel hedor que le había despertado momentos antes. Las
cuencas sin ojos parecían mirarle implacablemente.
—Son los restos de mi pueblo, la raza huss'da, moradores de la ciudad sagrada de
Mehsid'da — dijo entonces Alí
Y yo soy el último de los Hussan, el vigilante.
Aunque lo hubiera deseado, Arístides Revel era incapaz de balbucear el menor sonido.
A una señal de Hussan, dos de aquellos horrores vivientes alzaron el ataúd y lo atacaron
fuertemente, con su carga humana en el interior, al costado de uno de los animales de carga.
Hussan se puso a su lado y la caravana inició de nuevo la marcha. Las primeras horas
constituyeron un verdadero infierno para Arístides cuyo cuerpo estaba cada vez más
dolorido por el continuo traqueteo y por la presión ardiente de las sogas que lo sujetaban. Sin
saber a ciencia cierta si fue por el cansancio o el terror que lo dominaba, perdió el
conocimiento. Cuando despertó, el sol estaba ya alto, cayendo a plomo sobre él.
Curiosamente, no sintió sed. Hussan continuaba junto a él.
—¿Dónde me lleváis? Los labios del musulmán se curvaron en una sonrisa llena de ironía.
—¿No querías ir a Mehsid'da, infiel? Pues pronto llegaremos. El tiempo transcurrió con
una lentitud exasperante, pero, aun así, llegó la noche.
Sobre Arístides Revel brillaban las estrellas. Ya no sentía dolor en el cuerpo, tan dolorido
debía tenerlo. Intentó moverse y descubrió con asombro que podía, pues las cuerdas que
antes le inmovilizaban habían desaparecido como por arte de encantamiento. Aquel
descubrimiento le llenó a la vez de excitación y sangre fría. Observó a su alrededor con
cautela. A unos cincuenta metros de él, sentados alrededor del fuego, Hussan y los suyos
permanecían inmóviles, ajenos a todo. Sin pensarlo dos veces, descendió con gran cuidado
del ataúd y, siempre vigilando al macabro grupo, emprendió la huida, amparado por la
oscuridad. Estaba ya a casi cien metros de distancia, cuando resonó una lejana carcajada.
—Huye cuanto quieras, infiel — era Hussan, quien, sin ni siquiera mirarle ni moverse, le
hablaba desde la hoguera —. Ya no puedes escapar a tu destino. Es demasiado tarde. Poseído
de nuevo por el terror, Arístides Revel comenzó a correr, alejándose de aquel lugar.
Los huss'daitas ni siquiera intentaron impedirlo.
Caminó durante varias horas, hasta que, dominado por el cansancio — comenzaba ya a
amanecer — se dejó caer pesadamente sobre la arena. —Ya te dije que era inútil tu huida,
Arístides Revel.
Arístides levantó la mirada lentamente al escuchar estas palabras. Frente a él, aparecido de
la nada, estaba Hussan.
—Si hubieras accedido a seguir la ruta que yo te indicaba, nada de esto habría sucedido —
continuó diciendo Hussan Nunca hubieras encontrado el verdadero camino y al final
hubieras desistido. Pero estabas empeñado en llegar a Mehsid´da y sólo existe un medio de
conseguirlo. —¿Cuál? — susurró Arístides. —Mírate a ti mismo. El horror que Arístides Revel
había experimentado hasta entonces no era nada comparado con el que le esperaba. Bajó la
mirada hacia sus manos, en las que ya podían verse con toda claridad los huesos desnudos,
moteados por aisladas manchas de piel momificada. Por debajo de la ropa que vestía, todo el
cuerpo presentaba el mismo aspecto. Sintió deseos de llorar, quiso hacerlo, pero la ausencia
total en su rostro de ojos y lagrimales se lo impidió. —Ya eres un huss'daita — añadió
Hussan.
Arístides Revel se incorporó lentamente y miró con fijeza, a través de sus cuencas vacías, al
musulmán.
—;Qué puedo hacer ahora? — preguntó.
—Sólo te queda un camino, el que buscabas, el de Mehsid'da. Las riquezas y secretos que
querías encontrar te servirán de tumba.
Hussan le volvió la espalda e inició el camino de regreso al campamento. Esta vez, el
cadáver vivo de Arístides Revel le siguió mansamente.
EL SEÑOR DEL TIEMPO
Miguel Agusti
El Hombre en sus Leyendas
Dossier Negro Nº 102
La villa de Campoviejo, en la actualidad, rodea una pequeña colina, sobre la que alzan,
vencidas por el paso la que se alzan, vencidas por el paso de los siglos, las ruinas de un
castillo. Los grandes bloques de piedra, diseminados aquí y allá, hablan de un antiguo
esplendor, de riqueza, pero también de intrigas, sangre y muerte. Al que visita por primera
vez Campo—viejo, aunque se trate del turista menos perspicaz que pisa este planeta, no deja
de llamarle la atención un detalle que contrasta grandemente con el entorno que le rodea: en
el centro de las ruinas, que destacan por su mal estado de conservación, permanece en pie,
intacta e impertérrita, un torreón, último y único vestigio del poderío de Gonzalo de Alderete,
señor de Campo—viejo.
Y si ese mismo turista, acuciado por la curiosidad, intenta averiguar la historia y el origen
de ese torreón, tropezará con el más cerrado y pertinaz mutismo por parte de los habitantes
de la comarca, así como con una completa falta de información en la Biblioteca del pueblo.
Esto es lo que me ocurrió a mí precisamente y lo que sirvió para despertar aún más mí ya
característica curiosidad. Por fin, tras buscar datos de un sitio a otro, llegué a la Biblioteca
Municipal de la capital de la provincia. Tras meses enteros de trabajo, creo que he conseguido
reconstruir la increíble historia de don Gonzalo de Alderete, señor de Campoviejo.
Debo advertir que, pese a haber sido yo mismo el investigador de los hechos, tengo
glandes dudas sobre su veracidad.
Son estos que narro a continuación.
* * *
Don Gonzalo de Alderete, señor de Campoviejo, vivía desde hace muchos años movido
por una única obsesión, siempre encerrado en la torre más alta de su castillo: encontrar el
elixir de la eterna juventud.
El rostro del noble, surcado ya por infinidad de profundas arrugas, le hablaba cada día
ante el espejo del poco tiempo que le quedaba para conseguir su sueño; el temblor de sus
arrugados y ya poco sensibles dedos retrasaban aún más el posible éxito de la labor a la que
había destinado su vida; y su pensamiento, cada vez más lleno de achaques de memoria, se
llenaba de mayor impaciencia. Sin embargo, aquella mañana don Gonzalo se mostraba alegre
y lleno de vida, lo que no dejó de extrañar a Fernando, su sobrino.
Fernando de Alderete, a sus casi cuarenta años, era gracias al indudable dominio de poder
que ostentaba — pues su anciano tío apenas se ocupaba de los asuntos públicos — un hombre
lleno de ambición y crueldad, que no escatimaba medio alguno para lograr sus fines. Todos le
odiaban. — ¿Qué os sucede hoy, tío? ¿Por qué esa alegría?
Don Gonzalo perdió su sonrisa, al ver descubierto su estado de ánimo por su sobrino, al
que en el fondo despreciaba.
—Nada, nada — contestó el anciano, mirando a su alrededor en un vano intento de
disimular —. ¿Dónde está Vanio? Le he enviado a buscar una cosa y todavía no ha vuelto.
—No os preocupéis por ese maldito jorobado — Fernando llevó su mano hacia la
empuñadura de la lujosa daga que pendía de su cinturón—. Mejor sería libraros de tan…,
grotesco sirviente. —No, no — le interrumpió don Gonzalo, un tanto asustado—. Necesito a
Vanio, es una gran ayuda para mí. Don Fernando soltó una sonora carcajada.
—¿Qué sois, tío? ¿Un loco? A fe que nunca he visto nada parecido a vuestra estúpida
manía, casi toda una vida buscando el elixir de la juventud — la voz de Fernando se llenó de
cruel sarcasmo —. ¿Es que acaso no os habéis mirado a un espejo? Sois ya un viejo decrépito.
La insolencia de su sobrino hizo afluir la sangre al rostro del anciano. —Vete de aquí
inmediatamente — dijo con la voz congestionada por la ira —. No provoques mí cólera,
porque todavía soy el señor de Campoviejo y puedo hacer que acabes tus días en una
mazmorra.
Fernando se acercó a don Gonzalo y le asió por la muñeca con fuerza.
—¡Viejo idiota! No me amenacéis, si no queréis morir antes de tiempo.
Aquí quien manda soy yo, mal que os pese.
Y, soltándolo, salió de la torre dando un empujón a Vanio, que entraba en aquel momento.
Fuera, comenzaba a lloviznar. Las gotas de agua, cada vez más numerosas, golpearon las
ventanas del torreón, tamborileando sobre los escasos cristales emplomados que había en
ellas.
La noche se estremecía con el estampido cegador de los rayos, al que se unía, en una
sinfonía extraña y siniestra, el huracanado viento. Algunos relámpagos iluminaron la villa de
Campoviejo y el viajero que se dirigía a caballo hacia ella pudo observar con toda comodidad
las orgullosas torres del castillo y las humildes casas de los siervos. El viajero se adaptaba
físicamente a la inclemencia que le rodeaba, totalmente cubierto por una capa y una capucha
rojas. Era casi imposible distinguir la totalidad de su rostro, extremadamente flaco y de
grandes ojos negros, que daban la impresión de ser capaces de poder mirar a través de la
oscuridad. Sus finísimas y arqueadas cejas se juntaban en la parte superior de la aguileña
nariz, debajo de la cual nacía un bigote aterciopelado, cuyas guías caían a ambos lados de la
boca, acentuando las comisuras de los labios en una sonrisa cruel.
Desde lo alto de una colina, el viajero volvió a detenerse, para observar Campoviejo. La
oscuridad era completa y tan sólo una luz ardía brillante en el torreón del castillo, a modo de
faro indicador.
Sonriendo complacido, el jinete espoleó su negro caballo hacia la villa.
* * *
Una llamada a la puerta del torreón sacó a don Gonzalo de Alderete de su
ensimismamiento. Era Vanio.
—Con vuestro permiso, señor. Ha llegado el extranjero que esperabais — anunció el
criado. El rostro del anciano se iluminó. —Hazlo entrar, Vanio. De prisa. El criado se apartó
un poco del dintel de la puerta, dejando paso. Inclinando un tanto la cabeza, para no chocar
con el dintel de la puerta, penetró en el laboratorio el extraño personaje que, poco antes,
examinara el castillo desde lo alto de la colina. Se inclinó en silencio ante don Gonzalo, quien
preguntó: —¿Sois quien espero? —Exacto, mi señor — contestó el recién llegado.
—¿Y os llamáis? —Cario, el genovés.
—¿Habéis traído lo que os solicité? —En efecto.
Don Gonzalo extendió las manos con avidez.
—No me importa el precio. Dámelo cuanto antes.
—Un poco de calma, mi señor — los finos labios de Cario, el genovés, se curvaron en una
cínica sonrisa —. Tiempo os queda para hacer uso de lo que os he traído. Antes quisiera cenar
algo, que el viaje ha sido largo y duro.
—¡Vanio! — exclamó don Gonzalo —. Sirve a mi huésped, rápido.
En una pequeña mesa, Vanio dejó una bandeja con carne asada, pan, vino y un cuchillo. El
viajero comenzó a cenar con apetito.
—Un mensajero vuestro me visitó en Génova y me expuso vuestros deseos —comentó el
genovés —. No queriendo confiar mi secreto a nadie, decidí traerlo personalmente.
—Poco importa el precio. Pedid. La cantidad era muy grande, pero don Gonzalo disponía
de ella con creces. —Os será entregado, confiad en ello. ¿Y dónde habéis encontrado esa
sustancia?
—Eso no puedo decíroslo. Sabed, y conformaos con ello, que se trata de cenizas de la
corteza de un árbol de origen oriental. No os negaré que yo fui el primero en utilizarlas. En
realidad tengo ciento cincuenta años, aunque no aparente más de treinta y cinco.
En cuanto el viajero terminó su cena, don Gonzalo pagó lo estipulado y el genovés entregó
su mercancía. Cinco minutos después, el hombre de la capa roja, montando su caballo negro,
abandonó Campoviejo, impávido ante el huracán.
De regreso a su laboratorio, don Gonzalo tomó una pulgarada de aquella extraña ceniza, la
vertió en una copa de agua y, en cuanto se hubo disuelto, comenzó a beber aquel líquido a
pequeños sorbos.
En aquella noche de tormenta, había otra persona en el castillo que no podía conciliar el
sueño. Se trataba de Fernando de Alderete. Fernando era hijo de la única hermana de don
Gonzalo, que murió al dar a luz. Su padre también había muerto, en lucha contra el moro.
Criado por siervos de don Gonzalo, pues este nunca se había ocupado de su sobrino,
Fernando fue un niño cruel y despótico, carácter que se había acentuado con los años.
Como único heredero de las inmensas riquezas de don Gonzalo, lo que más deseaba en
esta vida Fernando era la muerte de su tío.
* * *
De momento don Gonzalo no había sentido el menor efecto. Ya se creía víctima de un
engaño, cuando un dolor lacerante contrajo todo su cuerpo. La piel comenzó a enrojecerse,
como bajo los efectos de una quemadura y ardiente lágrimas brotaron de sus ojos.
Intentó, asustado, pedir auxilio, pero su garganta se negó a emitir el menor sonido.
Luego, perdió el sentido. Cuando volvió a la vida, don Gonzalo de Alderete experimentaba
una sensación de extrema debilidad. Se incorporó como mejor pudo y se aproximó a una
mesa, en la que descansaba un espejo de brillante metal. Cuando observó su rostro, profirió
un grito de alegría, de inmenso júbilo. Sus facciones, enérgicas y sin arrugas, eran las propias
de un joven de treinta años. Los negros y rizados cabellos volvían a cubrir su cabeza, como
hacia cuarenta años. Palpó brazos y piernas. Potentes músculos daban otra vez fuerza al
cuerpo que pocos minutos antes estaba vencido por el paso del tiempo. Decidió presentarse
ante su sobrino y comunicarle la buena nueva. — ¡Fernando, lo he conseguido! ¡Soy joven de
nuevo!
Fernando de Alderete se frotó los ojos, para convencerse de que no estaba soñando.
Entonces se dio cuenta de que todo estaba perdido para él, de que ya nunca podría ser dueño
de los tesoros de su tío, porque no viviría tantos años como él.
—Permitid que os felicite, tío. Y ahora explicadme cómo lo habéis conseguido.
* * *
— ¡Habitantes de Campoviejo! — Fernando de Alderete miró a los aldeanos que se
apiñaban atemorizados frente a él —. Ayer hubo una tormenta infernal y el mismo Satán
visitó este castillo. Ya sabéis que mi anciano tío se dedicaba a la magia — hizo una pausa,
para constatar el efecto que producían sus palabras —. Ignoro lo que sucedió, pero hemos
encontrado a Vanio muerto. Y el laboratorio apesta a azufre. Mi tío, don Gonzalo de Alderete,
ha desaparecido. Hay dos soldados que fueron testigos de la llegada del diablo, vestido con
una capa roja. Mis hombres han conseguido hacer prisionero a un siervo de Satán. Vais a
presenciar su muerte.
Cuando cayó la cabeza del auténtico Gonzalo de Alderete, los aldeanos respiraron
tranquilos, libres ya de presencias demoníacas.
EL PILOTO FANTASMA
Luis Vigil
Historias de Fantasmas
Dossier Negro Nº Extra Invierno, 1973
Las historias de fantasmas acostumbran a tener jugar en ambientes tradicionales: un
castillo de Escocia, por ejemplo, y, preferiblemente, están fechadas en el siglo pasado, y época
muy "apropiada" para las apariciones Fantasmales, a causa de dos factores: el primero la
fuerte influencia del romanticismo, con su afición por todo lo sobrenatural, y el segundo el
que la vida cotidiana aún presentaba unos aspectos misteriosos que la tecnología y la
masificación han ido eliminando de' la realidad de cada día de nuestro siglo veinte.
Sin embargo, ocasionalmente, nos encontramos con alguna narración de aparecidos que no
se adapta a las premisas anteriores, y ni transcurre en ambientes brumosos, en castillos
iluminados por los relámpagos de una tormenta, ni tuvo lugar en 1800, sino en nuestro
mismo siglo. La historia del aviador fantasma, que nos narra ese gran recopilador de
narraciones espectrales que fue Lord Halifax, es una de ellas.
Además, resulta realmente curiosa la forma en que esta historia llegó a conocimiento de
Lord Halifax, a través del Señor Charles Dundas sobrino suyo afincado en la India, visión
que, a principios de este siglo, seguía siendo la "perla de la Corona" británica, una de las más
ricas... y misteriosas colonias del Imperio.
Dundas la oyó de labios de un aviador que, a su vez, había sido protagonista de otra
curiosa historia, si bien ésta, nada fantasmal.
En 1919, la Gran Bretaña tuvo una corta guerra con el reino asiático de Afganistán. Esa
guerra iba a tener un rápido final, gracias a los prodigios de la técnica. En aquel momento, la
Real Fuerza Aérea de su Majestad tenía en la India un gran aeroplano denominado "The Old
Carthusian", cuya autonomía de vuelo, casi increíble para aquella época, le permitía hacer
incursiones sobre el país enemigo. Por ello, las autoridades imperiales ordenaron a la RAF
que enviase aquel aparato a bombardear Kabul, la capital del Afganistán.
El objetivo de este bombardeo era demostrar a los dirigentes del país asiático que nada
tenían que hacer con su anticuado ejército contra el poderío militar de la Gran Bretaña, que
acababa de triunfar en |a Primera Guerra Mundial.
Ese objetivo fue logrado totalmente. Por aquellos días el viejo Emir, Habibullah Khan,
había muerto, según se suponía, a manos de su esposa, que deseaba poner en el trono a su
hijo, Amanullah. Por eso, sintiéndose aún insegura y viendo revolotear a aquel pájaro de
muerte sobre el cielo de su muerte sobre el cielo de su capital, la regente no había dudado en
mandar emisarios a pedir la paz a las autoridades de la India.
Sin embargo, los afganos no sabían que la misión de bombardeo del "The Old Carthusian"
había sido una verdadera hazaña irrepetible, y no el fácil ataque con el que el Virrey de las
Indias les amenazaba. Esto se debía a que entre las avanzadillas del ejército imperial y Kabul
existía una cadena montañosa de casi dos mil metros de altura, y a los tripulantes del
aeroplano les había resultado muy difícil superarla, pues las posibilidades de los aparatos de
la época aún eran bastante limitadas.
Tanto había sido así que en el viaje de regreso habían logrado pasar sobre las cimas con
sólo tres metros de margen, y habían tenido que efectuar un aterrizaje forzoso en la otra
ladera.
Pero la misión ya había sido realizada y los afganos se habían llevado uno de los sustos
más grandes de su historia, por lo que al aparato no se le iba a tener que pedir un nuevo viaje
— lo que hubiera resultado algo difícil, dado su estado. Su piloto había sido un hombrecillo,
casi enano, llamado Halle, aviador de renombre, que llevaba de copiloto a un tal Villiers. Este
había servido en Francia durante la Primera Guerra Mundial, tras la que se había retirado de
la RAF, para irse a vivir a Calcuta. Sin embargo, al estallar la guerra con Afganistán se había
vuelto a alistar, logrando participar en la histórica misión de bombardeo.
Este piloto, Villiers, fue quien contó al pariente de Lord Halifax la historia del aviador
fantasma.
Charles Dundas, el pariente del Lord, regresaba a Inglaterra en uno de los paquebotes de la
compañía naviera P. & O. cuando conoció a bordo, a Villiers. Al principio no sabía que fuese
piloto, pero un día, hablando de unos conocidos comunes, oficiales del Ejército británico en la
India, Villiers le reveló su profesión, y, como Dundas se mostraba interesado por las
anécdotas de la Guerra Mundial y especialmente por lo relacionado con las tropas
australianas, el aviador le dijo que le iba a narrar un hecho muy curioso, sucedido en una
unidad del Australian Flying Corps, o sea la fuerza aérea australiana.
Interesado, el pariente de Lord Halifax sugirió a su interlocutor que se tomaran un whisky
con soda, para combatir el terrible calor del Mar Rojo, que estaban cruzando en aquellos
momentos. Pero Villiers se negó, afirmando:
—Sí me lo tomo, estoy seguro de que no se creerá la historia que voy a contarle.
Según explicó, estuvo destinado, durante la guerra, en un campo del frente de Francia,
cercano a una base aérea australiana. Como era bien conocido, los pilotos de aquella época
eran jóvenes de diecinueve a veinticuatro años de edad que, teniendo que enfrentarse con la
muerte en cada vuelo, se dedicaban a pasar las horas de asueto, como si fueran las últimas de
su vida, embriagándose, jugándose el dinero y dedicándose a las formas de placer más
disipadas, siguiendo el refrán que dice: "Comamos, bebamos y alegrémonos, pues mañana
hemos de morir".
Una noche, en la base australiana se estaba desarrollando una partida de poker entre
cuatro jóvenes pilotos pertenecientes a la misma escuadrilla, todos los cuales tenían que volar
a la mañana siguiente. Dado que ya debían gran parte de sus futuros sueldos, las apuestas de
la partida eran hechas a crédito.
El que más perdía era un joven piloto que, al final de la partida, no pudiendo pagar en
efectivo, escribió pagarés a cada uno de sus tres compañeros de juego, asegurándoles:
—No me es posible pagaros esta noche, pero os pagaré a todos mañana.
Al amanecer del día siguiente el tiempo era bueno para volar, por lo que se dio la partida
al primero de los aparatos. Pero, cuando el aeroplano se hallaba apenas a unos 90 metros de
altura, cayó en picado, estrellándose contra el suelo.
Con aquel tiempo, tan bueno y por la manera en que se había producido la catástrofe, a los
testigos de la misma les pareció que la única explicación era que el piloto, deliberadamente,
hubiera hecho entrar en picado a su aparato, estrellándolo voluntariamente contra el suelo.
Desde luego, el accidente no se había producido de la manera en que se estrellaría un aparato
caso de perder el control. Pero, ¿qué motivos podía tener el piloto para desear suicidarse?
El aviador que había resultado muerto instantáneamente al producirse el impacto contra el
suelo, era el joven que había firmado los pagarés la noche anterior.
El siguiente en alzar el vuelo fue otro de los componentes de la mesa de poker de la velada.
Iba en un aparato biplaza de observación, pero llevaba el asiento del observador desocupado.
Cuando hubo alcanzado una altura de 150 metros, su aparato perdió de pronto el control, y se
estrelló contra el suelo.
El piloto no murió de inmediato, aunque falleció poco después. Al preguntársele cómo
había sucedido el accidente, respondió que de alguna manera, su compañero que había
muerto en primer lugar, había ocupado el asiento del observador y, tomando los mandos
dobles le había impedido maniobrar y, con el control bloqueado, se había estrellado.
Su revelación causó un escalofrío de terror por la base. Pero la guerra proseguía y los
aviones debían volar, así que, a continuación, le tocó el turno al tercer miembro de la partida
de poker de la noche anterior. También volaba solo y, cuando llegó a una altura similar a la
de su anterior compañero de infortunio, le ocurrió un accidente idéntico. En su caso, como el
fallecimiento se produjo en el acto, no fue posible interrogarle al respecto.
Como resulta fácil de imaginar, los pilotos del escuadrón australiano estaban
aterrorizados. Dos hombres habían muerto y otro se hallaba mortal—mente herido, así que el
cuarto componente de la partida de poker fue a ver al comandante del aeródromo, para
suplicarle que no le hiciese alzar el vuelo aquella mañana.
A su pesar, el comandante de la base tuvo que negarle su petición. Era necesario que
alguien saliese con su aparato y, dado que el terror se había generalizado entre todos los
pilotos, lo mejor era seguir estrictamente el programa de vuelos y estaba claramente señalado
que ahora el tocaba partir al cuarto componente de la mesa de juego.
Así que, resignándose a lo inevitable, el aviador australiano tomó asiento en su aparato y
lo puso en vuelo. Cuando hubo llegado a la misma altura que sus compañeros, unos 150
metros, su aparato perdió el control, y se estrelló como los anteriores.
Los que acudieron al lugar del impacto aún pudieron sacarlo con vida de entre los restos
del aeroplano, y vivió lo bastante como para asegurar que el joven piloto endeudado se había
sentado en el asiento trasero, y le había impedido maniobrar, causando el accidente.
El fantasma del piloto había acabado con sus tres compañeros de juego. ¿Fue aquella su
forma de "pagar mañana", como había afirmado al final de la partida?
Quizá se suicidase al verse en la imposibilidad de cumplir con sus deudas de juego, y
luego decidiese acabar con los responsables de su muerte; o quizá desease proseguir la
partida en el más allá, para lo que necesitaba a sus compañeros de juego...
¿Quién sabe? Lo cierto es que lo que Villiers le contó al pariente de Lord Halifax fue una
historia de fantasmas que, sin salirse de una de las tramas clásicas de este tipo de relato: el
espectro que regresa para vengar su muerte, se hallaba en un marco bastante inusitado para
este tipo de historias.