Post on 18-Mar-2016
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El delator
Juan Ángel Cabaleiro
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Alejandro Feinmann me refirió el hecho en Madrid, en el bar de la facultad. Yo
acababa de defender pretenciosamente, en una clase sobre Dostoievsky, vagas ideas
sobre el libre albedrío en Crimen y castigo, cuyas insondables connotaciones ahora sé
que me sobrepasan. Fue hace algunos años, pero aún recuerdo el relato que entonces no
comprendí. Profesor, ahora le voy a contar una historia, había sentenciado con inquieto
acento argentino.
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En la primavera de 1960, los Feinmann se trasladaron desde Buenos Aires a la
norteña San Miguel de Tucumán, en busca de sosiego y de fortuna. Daniel Feinmann,
que había ahorrado pacientemente algún capital con su taller de relojería, sintió el
repentino impulso de partir. Contaba ya con treinta y tantos años y ahora sí, pensaba,
comenzaría a construirse un sólido futuro sobre nuevos y prometedores cimientos.
A su llegada a la nueva ciudad se instalaron en un apartado hotelito de la zona
del Bajo, muy cerca de la Estación Destino. Después de un viaje largo y agotador, el
clima benigno del norte y la imponente frondosidad de los lapachos habían insuflado
renovadas energías a su mujer y a su hijo. A Feinmann se le ocurrió que la agricultura
podría ser un buen negocio.
Los primeros días no se destinaron por completo al turismo, como habían
pensado inicialmente: había que aprovechar el tiempo y no dilapidar el capital.
Feinmann salía muy temprano por la mañana a realizar diligencias ignotas que le iban
revelando las oportunidades que ofrecía aquel lugar. Al mediodía regresaba para
almorzar y supervisar a su familia: informaba de las novedades a su mujer y le
encargaba algunas tareas menores. Por la tarde, la pareja y el niño paseaban
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minuciosamente por la ciudad memorizando los nombres de las calles y la ubicación de
los lugares de interés. Las grandes ciudades son una especie de monstruosidad, comentó
una tarde a su mujer frente a un escaparate: lo caras que estaban las herramientas en
Buenos Aires y acá, sin buscarla, me encuentro una balanza Holdman a mitad de precio.
Menos mal que no se nos ocurrió traer nada para vender: acá lo que funciona es la tierra.
Sí, respondió su mujer, por fin vamos a tener un jardín.
Uno de aquellos días, durante el almuerzo, Alejandro oyó a su padre predecir
documentadamente el declive de la industria azucarera de la capital tucumana y el auge
próximo de la citrícola, en el sur lejano y despoblado de la provincia. Esa noche no
salieron a cenar y Alejandro los oyó discutir en la habitación.
A la mañana siguiente abandonaron el hotel. No se pueden perder, les había
dicho el encargado cuando se despedían, y caminando junto al largo muro paralelo a las
vías, llegaron a la estación. Feinmann analizó detenidamente la pizarra: eran cuatro
horas hasta Concepción del Sur; llegarían justo a tiempo para comer. Estos trenes son
mortales, decía mientras acomodaba las maletas, vamos a tener que comprar un auto.
Ay, sí, para salir con el nene a pasear por los cerros, decía ella.
Concepción apenas alcanzaba a ser una ciudad, y al parecer, sus habitantes
padecían de cierto letargo pueblerino que el recién llegado juzgó propicio para un
emprendedor. No había hoteles disponibles, pero alguien les indicó una pensión
confortable; ya alquilarían algo. Feinmann se movía con ansiedad y con inusitada
eficacia. Muy pronto dio con un lugareño que se presentó como agente inmobiliario,
entre otras cosas, y que les fue de gran utilidad. Se llamaba Agustín Campero y era un
hombre inquieto, siempre ávido de entablar contacto con los pocos visitantes que
pasaban por allí. A Feinmann le pareció que le había caído del cielo.
Una tarde se presentó en la pensión. Feinmann, que había ahuyentado en su
mujer algún atisbo de recelo, hizo pasar a don Agustín a la intimidad de su habitación y
le cebó unos mates. Hablaron del tiempo y de cosas que pasan a los hombres. Se
interesaron mutuamente por sus asuntos. Sopesaron las ventajas e inconvenientes de la
vida en el campo y en la ciudad. Antes de despedirse, el hombre le mencionó el
beneficio de comprar tierras con casa algo más al sur, en un paraje llamado “El Cruce”.
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—Es un lugar escondido —le advirtió aquel hombre—. Salvo por la estación,
claro.
Era uno de esos lugares que por alguna razón gustaban a los extranjeros. Uno de
ellos, apodado “el alemán” (don Agustín lo ponía al tanto de todo), llevaba algunos años
ocupando las mejores de aquellas tierras. El resto de los vecinos eran lugareños más
preocupados por irse a malvivir a las orillas de la ciudad que por emprender una
explotación, se quejaba Campero. Gente pendenciera y holgazana. Feinmann, sin
conocerlos, pensaba lo mismo.
—No sé para qué quiere esa gente las tierras —había confiado Feinmann a su
nuevo amigo.
En la puerta se dieron la mano.
Llevaban algo más de un mes en Concepción cuando se le presentó la
oportunidad. Su mujer ya se había acostumbrado a esa ciudad, y había logrado entrar en
el cerrado círculo de las vecinas cuando tuvieron, otra vez, que partir. Antes de firmar
las escrituras es mejor que vea cómo está la casa, le recomendó Campero, queriendo
mostrarse prudente, o quizá, poco interesado en el negocio.
A media mañana, el sol de Septiembre reverberaba y enceguecía. Feinmann
pidió a su mujer que se quedara en la pensión con el chico y salió para el banco. La cosa
estaba prevista y fue fácil retirar todo el dinero en efectivo, que es como se hacen estas
operaciones acá, insistía Campero. Después del mediodía los dos hombres subieron al
tren en dirección a El Cruce. Feinmann ya se había acostumbrado al calor del campo,
pero dentro del vagón sintió que transpiraba demasiado. Cómo engaña el tiempo,
murmuró molesto. Es la humedad, le explicó Campero. Los asientos le parecieron
incómodos y súbitamente le recordaron otros asientos de otro tren de su niñez: se vio
deportado por los nazis junto a su familia y el recuerdo lo estremeció. Aquellos vagones
ya no existirían, calculó como para tranquilizarse. Europa había cambiado mucho en
esos años. Ahora sobreviven acá, en estas líneas secundarias de provincias secundarias.
En Buenos Aires, en cambio, los ferrocarriles eran ingleses. ¿Cuánto tiempo había
pasado? Más de veinte años. Algo le dio miedo e hizo un esfuerzo para alejar aquellos
recuerdos. Miró la llanura, un poco más árida en aquella zona, y pensó en el negocio. El
sobre con el dinero palpitaba bajo la camisa, junto al pecho; ¿y si salía mal? Un
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comentario de su amigo lo devolvió al tren y al viaje. Mire, le dijo Campero tocando la
ventanilla, están sacrificando un cordero: será por las fiestas; y Feinmann miró
alarmado. No hay de qué preocuparse, don Feima, en el campo la vida es así. Ya se
acostumbraría.
Era viernes, y el tren de esa noche sería el último en salir de regreso hasta el
lunes siguiente por la mañana. Para la línea El Cruce-Concepción no se podía pedir más.
Feinmann fue reconociendo lentamente el vagón. Del Cruce es mi abuela, le dijo
Campero, y allá tengo dónde parar. Si usté se demora con sus cosas no se preocupe que
hay catre de sobra. Eso si no dice nada su mujer, ironizó el hombre.
A medida que el tren entraba en la antigua y destartalada estación, que no era
más que un apeadero, Daniel Feinmann comenzó a sentir un impreciso temor que le
llegaba de lejos. Afuera acechaba el calor. Al llegar, un fuerte pitido lo estremeció. Vio
un grupo de mujeres y de niños que comenzaba a agolparse contra las ventanillas,
ofreciendo desesperadamente productos o intentando subir. Colgando de una soga
estaba la campana que sentencia la hora de partir. Feinmann se quedó contemplándola
un tiempo indefinido. Comenzó a sentir el acre olor apresurado y sudoroso del amasijo
de cuerpos humanos. Campero le apretó el brazo. Es por las fiestas: nunca se junta tanta
gente por acá, lo tranquilizó su amigo. Un grupo de mujeres taponaba desde afuera una
de las puertas y los guardas intentaban meterlas a empujones. Otros dos uniformados
vociferaban órdenes secas y cortas desde el andén. Feinmann creyó ver las lustrosas
botas de caña alta taconeando contra las baldosas. Esos no son de acá, le apuntó
Campero: vienen de refuerzo.
De repente, el vagón se le convirtió en un infierno: vio a la gente, entre
resignada y confusa, que era introducida y amontonada de cualquier manera. Vio en las
caras un pavor profundo e inmóvil. Los niños lloraban asustados o erraban una mirada
perdida por el desconcierto. A Feinmann comenzó a faltarle el aire y le sobrevino un
leve desvanecimiento. Algo le había ocurrido.
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Cuando me refirió el hecho, Alejandro tenía menos edad que la de su padre en
aquel entonces, pero probablemente ambos hombres se parecieran. Era pelirrojo y su
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cara adulta conservaba algunas pecas que le daban un aire inocente. Como su padre,
Alejandro no alcanzó a comprender del todo lo que había pasado —quién pudiera decir
lo contrario—, o quizá, también como su padre, lo comprendería más tarde, o quizá,
simplemente no quisiera decírmelo. “He matado a un hombre” no es una frase que un
padre se atreva a decir a un hijo, pero tampoco la forma en que un marido revelaría
algo a su mujer. Más allá de los juegos que nos juega la memoria remota de la infancia
(sobre todo la de alguien como Alejandro, que se ha dedicado a las letras), la frase
existió, y aunque menos literaria quizá en la realidad de aquellos remotos parajes
sudamericanos que en su recuerdo, Alejandro la oyó al entrar sorpresivamente en la
habitación de sus padres, en aquella pensión azarosa, esa mañana de lunes de 1960.
Existió también el regreso aberrante a Buenos Aires y la recobrada vocación
por reparar el tiempo (el taller de relojería permitió pagar los estudios de Alejandro,
hasta que obtuvo la beca para España). Existió —como nunca antes— la sinagoga de
la calle Bulnes y la amorosa devoción por su mujer y su hijo (existieron para él Adela
y Alejandro). Existió el secreto rodeando la enigmática frase que Alejandro oyó y que
me confiaría años después y que hoy súbitamente recuerdo y entiendo. Existió el
indirecto crimen enorme que lo justificaba y que pendería imborrable en su memoria, y
que ocurrió así:
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A través del cristal empañado por el masivo y asfixiante aliento, al que él mismo
contribuía, por supuesto, había visto la inesperada figura de un hombre delgado y sereno,
no demasiado viejo (algo más de cincuenta años), de disciplinado cabello negro. Y con
ojos multiplicados (porque eran sus ojos, pero también los de las miles de víctimas que
no tuvieron su suerte), detrás de unos anteojos de carey, halló la inequívoca mirada del
ejecutor.
Cuando se despertó creyó que era de noche. Una mano apergaminada lo calmaba
y le ofrecía un té. La anciana entraba y salía de la habitación. Afuera discutían los gallos.
Feinmann alzó la vista y descubrió que amanecía. Había una ventana de madera que
recortaba un pedazo de cielo celeste y blanco. Todavía tenía fiebre. Todo era confuso y
fragmentario aún.
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Feinmann dejaba la taza sobre una mesita de madera, precaria como todo en
aquella habitación, cuando vio entrar a su amigo.
—Tenga cuidado Feima, le va a salir caro el té si se le vuelca en los billetes —
bromeó don Agustín, como se debe hacer con los enfermos. Pero Daniel Feinmann ni
siquiera había visto el sobre junto a la taza. Tampoco le importaba.
—Tráigame toda el agua que pueda, don Agustín, que tengo que apagar un
incendio —decía, sujetándose el estómago.
La fiebre comenzó a ceder junto con la siesta y la tarde. A la noche, que en el
campo siempre es muy temprano, se sintió mejor. La anciana les había preparado algo
especial para la cena.
—Ha estado soñando fiero —afirmó don Agustín mientras comían—. Hablaba
muchas cosas Feima. Se nota que usté no es argentino.
Al rato, la anciana, que no había hablado nunca, se levantó y los dejó solos.
Campero bajó una botella de la repisa y llenó dos copitas con un líquido turbio y oloroso.
—Es sábado a la noche, Feima. Tome tranquilo, pero no se olvide que le queda un
día solo para lo que tenga que hacé.
Feinmann observó unos segundos la copa que le acababa de acercar su amigo.
Luego levantó la mirada.
—Por qué no me cuenta lo que me ha pasado, don Agustín.
Campero parecía complacido con el poder de saberse conocedor de la historia.
Esbozaba una sonrisa astuta, que sólo desdibujaba para dar cortos tragos al licor de caña.
Después de beber, infaliblemente sostenía la copita con dos dedos y hacía girar el líquido
dentro en forma de remolino, observando el prodigio sin dejar de sonreír. Recién después
agregaba alguna frase.
—Lo hemos sacao del tren como si lo estuvieran pariendo. Lo hemos traído al
catre y de ahí no paraba de hablá raro. ¿Usté es brujo, Feima?
Feinmann lo observó alarmado.
—¿Dice que me han traído? ¿Quién más estaba?
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—El alemán y yo lo hemos traído alzando —respondió Campero.
—¿El alemán está por acá?
—Estaba, Feima, estaba. Lo ha oído a usté y se ha disparao el hombre.
—¿Adónde?
—Será a su casa, o al medio el monte, porque acá no hay tren hasta el lunes,
amigo.
Feinmann se había recuperado; ahora se sentía poderoso y casi feliz. Era absurdo
pensar que “el alemán” (no se atrevía a pensar en su verdadero nombre) hubiese podido
reconocerlo a él, que no era nadie; que había sido tan sólo uno entre miles en esa marea
humana de deportados y de muertos. El otro, sin embargo, era tristemente famoso (salvo
para los paisanos de lugares como El Cruce, adonde había terminado recluyéndose, para
evitar la otra reclusión). Pero aunque no pudiera reconocerlo a él como a una de sus
víctimas, Feinmann sabía que lo había oído hablar en alemán durante su delirio
inconsciente. Ahora era el otro quien tenía que huir. El Shabat estaba llegando a su fin;
Feinmann tendría todo el domingo para tramar su plan. Decidió darse unas horas de
alegría antes de ponerse manos a la obra.
—Vamos a trabajarnos la botella esta noche, don Agustín.
Se dio ánimos, queriendo imitar el tono de su amigo.
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Desde el lugar en el que se encontraban, Feinmann podía ver una ventana
iluminada allá a lo lejos. Campero le estaba explicando que después del fin de semana
de fiesta y excesos, el pueblo se sumía en un largo proceso de penitencias. Iba a agregar
que en realidad eran muy pocos los que cumplían ese precepto cuando Feinmann lo
interrumpió.
—¿Quién vive allá?
Era la sombra del alemán, que se acercaba y se alejaba de las cortinas en plena
actividad nocturna. Campero repitió una vez más algunas críticas al pueblo. No le habló
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de las escrituras, en las que ya tampoco él pensaba. En mitad de la noche se turnaron
para salir a orinar detrás del rancho, y los dos aprovecharon para observar la persistente
ventana vecina. Campero no sabía exactamente qué pasaba, pero su interés estaba muy
por encima de esas cosas como para que lo asaltara la intriga. Tenía la cautela y la
indiferencia del auténtico hombre de campo, por eso, además, renegaba del campo.
Hablaron de las novedades del cine y de la televisión: Campero le mencionó una
película del oeste en la que dos forajidos morían heroicamente en Bolivia, y Feinmann
se entusiasmó. El alcohol le sacaba afirmaciones temerarias acerca de la vida y la
muerte. Borracho, disparó innumerables tiros imaginarios. Al amanecer cada uno
llenaba pesadamente un catre.
Durante la noche se gestó en él la idea de que tenía que matarlo. No sabía cómo,
pero debía hacerlo. Feinmann se despertó pensando que se lo podría encontrar en el tren
del día siguiente. De ser así, las cosas se complicarían: salía a primera hora de la
mañana y estaba obligado a tomarlo. A la mañana salió a la llanura a fumar un cigarro.
Al mediodía demoró unos mates bajo el alero y escrutó largamente el horizonte. A la
siesta masticó un yuyo acodado en una tranquera. Al atardecer el plan ya estaba urdido,
y lo sorprendió la simpleza del acto en que consistía. Lo sorprendió menos (aunque le
resultara tremendamente penoso) comprobar que era un hombre cobarde. Con el ocaso
afloraron dudas y cuestionamientos tan acuciantes que obligaron a Feimann a ejercitar
la filosofía, trabajando con las ideas como si se tratase de un mecanismo de relojería.
Cuando ya había oscurecido comprendió que debía haber otra forma de trabajar con
ellas, pero no alcanzó a entreverla. Todo parecía consistir en hallar una buena
justificación para una acción que, en el fondo, se sabía cobarde. No era un intelectual, y
quizá por eso aquellas conmovedoras reflexiones finales despertaron en él una fe
milenaria (la fe, más que la razón lo justificaba) que en el futuro se esmeraría en
perpetuar. Nada alteró su decisión.
Esa segunda noche en el campo, Feinmann se acostó preocupado por no perder
el tren del día siguiente. En la hondura de la noche, se soñó siendo un niño austríaco que
quería aprender el oficio de su padre. A primera hora de la mañana, don Agustín le
comunicó que tenía que quedarse con la anciana otro día por un asunto de leña y que le
deseaba suerte y que tuviera cuidado con el sobre del dinero. Se despidieron y
Feinmann se dirigió a la estación. Ese lunes a esa hora previsiblemente no habría casi
nadie, y no había. Ocupó un asiento junto a la ventanilla derecha y le tocó ir mirando
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hacia atrás. Durante el viaje, se entretuvo con la sombra del tren que se amoldaba con
una agilidad de vértigo a los avatares del terreno, y pensó en las cosas que le habían
pasado en esos días. El sábado no contaba, porque había estado en cama con fiebre, pero
el domingo había sido un día perdido en el que hubiese podido realizar su cometido.
Pensó, al final, en cómo se lo contaría a su mujer y en cómo se lo ocultaría a su hijo.
¿Qué haría?
Cuando llegó a la estación de Concepción el tren echó un largo suspiro y
Feinmann bajó. La pensión estaba a pocos minutos: ya no había tiempo para recapacitar.
Al llegar, Daniel Feinmann alzó el teléfono y comprobó, con sorpresa, que
funcionaba bien. La dueña de la pensión, que poca simpatía le había mostrado durante
los días de su estancia, le acercó el grueso volumen de la guía telefónica.
—Vamos, señor Feima. Llame de una vez —lo animó mientras salía, dejándolo
solo en la salita.
En las primeras páginas encontró el número de la embajada de Israel. Marcó.
Pidió hablar con alguien para revelar una información de importancia. Habló de un país
lejano, de una fecha lejana, de un tren lejano; dio un nombre; precisó un lugar. Del otro
lado lo interrogaron con sorpresa y con gratitud. Colgó. Acababa de delatar a un
hombre, para que otros hagan el trabajo que él no se animaba a hacer. Ya no había
forma de detenerlo.
Afuera, a lo lejos, la enorme maquinaria de un trapiche se ponía en marcha.
Feinmann observó los engranajes antiguos pero eficaces y pensó en un reloj ineluctable
y monstruoso. Pensó en el otro, más ineluctable y más monstruoso, pero más efímero
también, del que había escapado en sus años de la infancia, del que había logrado
escapar salvando su vida. Supo que él mismo era un engranaje al fin, de un juego
infinito, de una máquina hecha de muchas máquinas.
—Desde chica que vengo oyendo que al trapiche lo van a jubilar. Y mire usté —
interrumpió la mujer, señalando con la cabeza a lo lejos.
—No haga caso, señora. Esas son macanas. No lo para nadie.
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Feinmann entró en la habitación donde lo esperaba su mujer. Hablaron, y quizá
la amarga melancolía le inspiró alguna frase más o menos literaria —“he matado a un
hombre”— justo cuando entraba su hijo.
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Ahora preparo una recopilación de autores alemanes para mi curso de literatura
europea del siglo XIX. El destino, fatal e inescrutable, me depara el vigésimo tomo de la
Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, y mi dedo despreocupado
recorre primero a EICHELBAUM, Samuel (1894-1967). Dramaturgo argentino. Su
obra, iniciada con “El lobo manso” (1917); “En la quietud del pueblo” (1919)... Antes
de detenerse en lo que realmente busco: EICHENDORF, Joseph K. Benedict von (1788-
1857). Último de los grandes escritores románticos alemanes, aportó una nota de
equilibrio espiritual... Apunto las obras, que nadie se ha interesado en traducir, y antes
de volver la tapa lo veo: la foto es pequeña, en el margen superior izquierdo. Viste un
riguroso saco negro y su boca abierta parece inmovilizar una enérgica afirmación o
negación que su puño acompaña vehemente. Tiene escaso pelo negro y le han puesto
unos aparatosos auriculares que comprimen las gruesas gafas de carey. El pié de foto
dice: A. Eichmann durante su proceso. Y el artículo correspondiente explica:
EICHMANN, Adolf (1906-1962). Funcionario nazi alemán. Se unió a la policía secreta
(Gestapo) en 1934 y cuando los alemanes anexionaron Austria en 1938, se le encargó
el cometido de deportar a los judíos de ese país... Después de la guerra desapareció,
pero en 1960 agentes israelíes localizaron su rastro en la ciudad argentina de
Concepción, de la que huyó a Buenos Aires, donde posteriormente lo secuestraron
para llevarlo a Israel. Enjuiciado en Jerusalén y acusado de crímenes contra la
humanidad, fue ahorcado dos años después.