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El obsesivo y el amor
Por Elina Wechsler
El obsesivo se defiende encarnizadamente con sus síntomas del dolor, del amor. Sufre de deseos
que lo obsesionan y tiene terror a esos mismos deseos.
Enredado en su jaula narcisista, pretende un control total a partir de su Yo; la pretensión ilusoria,
forzada e imposible de controlar y manejar los hilos de la escena deseante de su –o de sus–
mujeres.
No puede perder a ninguna, porque cualquier pérdida lo remite a la castración, a un
desfallecimiento de su imagen narcisista. De allí su carácter anal, retentivo, en relación al objeto.
De allí su afán de controlarlo todo, especialmente a su objeto amoroso.
Su pregunta esencial es: ¿Estoy vivo o muerto? En la modalidad activa, las grandes hazañas
yoicas, las necesarias demostraciones de potencia sexual con las mujeres, son un intento de
sentirse vivo. Dar prueba de que está vivo en la proeza del sexo. En la modalidad pasiva, “el
muerto” gana la partida y el enganche a la mujer es sólo burocrático, cuando lo hay.
Tanto en la histeria como en la obsesión el goce inconsciente en juego es de carácter narcisista.
Pero mientras en la histeria se expresa en la alienación al deseo del Otro –la histérica está a
merced del deseo del otro para colmar imaginariamente su falta– el obsesivo se retrae, se aísla
emocionalmente para defenderse. Padece de su pensamiento. Se acantona en sus rumiaciones.
Preso de la idealización de sí mismo, cuando en la vida amorosa debe tomar una decisión, se
escabulle, anulando la pérdida y la ganancia.
El obsesivo siempre está psíquicamente en lucha para no ser sometido por el padre o sus
representantes: el jefe, el suegro, el colega.
Curiosamente, tal como puntualiza Freud en un pie de página de su texto “Análisis terminable e
interminable”, muchos obsesivos terminan siendo sometidos no por hombres sino por sus
mujeres.
Como lo importante queda siempre para después, arrastra la sensación penosa de no estar
presente en los acontecimientos importantes de su propia vida (el matrimonio, la paternidad)
por el aislamiento, la desconexión entre la representación y el afecto, una de sus defensas clave.
Perdido en el laberinto de un tiempo muerto donde lo significativo queda siempre para después,
reforzando su fantasía de inmortalidad, vive sometido al régimen de la duda, a la exuberancia
retórica, a un mundo cerrado donde no hay lugar, en suma, para las vicisitudes de la dramática
amorosa.
Podemos situar al sujeto obsesivo como aquel que en el tránsito edípico se sintió fuertemente
amado por la madre, que tuvo estatuto de objeto privilegiado del deseo materno, y que no ha
renunciado a ser ese falo en la escena actualizada con sus partenaires.
La disyunción amorosa: Tanto la mujer como el hombre neurótico suelen enfrentarse con una
impotencia para el goce y/o el amor. Habitualmente (aunque con excepciones), la mujer a la
manera histérica, el hombre a la manera obsesiva, tal como nos recuerda Freud en “Inhibición,
síntoma y angustia”.
Siendo en su duda el obsesivo el que llega a caricaturizar la disyunción: o la amo o la deseo, o la
madre o la prostituta.
Aunque para el obsesivo lo erotizado es, por encima de todo, el pensamiento, la escisión del
objeto incestuoso lo conduce a un postulado básico, matriz de la separación neurótica entre
amor y deseo sexual que circula en un discurso comandado por la duda.
En “Contribuciones a la psicología del amor” (1910-12), Freud da cuenta de esta bifocalidad del
deseo masculino donde la condición amorosa reposa en el clivaje inconsciente del objeto, en
tanto el sujeto masculino no está enfrentado al Otro sexo como tal, sino a dos valores del objeto
edípico: la mujer sobrestimada y la mujer rebajada, la madre y la prostituta. La tal prostituta
freudiana queda en nuestro tiempo reemplazada, en general, por la o las amantes.
En nuestra cultura, la presencia de la amante corrobora esta disociación, motivo de consulta
frecuente en hombres divididos entre la mujer legítima, a la que quieren pero no desean, y la
amante, objeto de deseo a la que no pueden amar pero tampoco renunciar.
Nada se debe mover, al menor atisbo de que su mujer pueda descontrolarse de su dominio,
estará dispuesto a grandes sacrificios para que las cosas vuelvan a su estado inicial. La
momificación del deseo del otro es condición de amor: él es el propietario, cueste lo que cueste.
De allí la frecuente unión entre el obsesivo y la histérica. Ella, permanentemente insatisfecha, él,
esclavizado por satisfacerla.
La mujer obsesiva presenta, tal como el hombre, rumiaciones, inhibiciones, austeridad extrema,
rituales, trabajo sin tregua. Como mecanismos: el aislamiento, la baja significación emocional de
sus actos, las intensas formaciones reactivas. Lo que está en juego, más que la diferencia sexual y
su pregunta, es la pregunta sobre la vida o la muerte. Todo lo que aparece ligado al campo del
deseo está ligado a la culpabilidad, de allí la pobreza de la vida amorosa y sexual.
Así como la histérica atribuye el saber al Otro, la mujer obsesiva toma a su cargo tal
responsabilidad. El odio tiene por finalidad destruir el deseo y renunciar al objeto.
Suele faltar el ensueño histérico, el enamoramiento y las preguntas sobre el amor y la pareja, tan
presentes en el discurso femenino, que pueden reaparecer como saliendo de un oscuro túnel
luego de un tiempo de análisis. “La mujer”, reprimida, verá entonces la luz gracias al amor de
transferencia.
Hamlet y Ofelia, una cupla patológica: Trabajado por Freud en el terreno edípico, el drama de
Shakespeare nos convoca como estructura privilegiada para formular la pregunta sobre la pareja
del obsesivo. Si Edipo muestra la realización del deseo, Hamlet muestra la dificultad de la
conquista de un lugar para el deseo por una mujer.
El príncipe de Dinamarca se siente culpable de no poder vengar a un padre que pide venganza a
pesar de no ser inocente. Vacila, duda, está, como todo neurótico, en posición de hijo y, por
tanto, entre paréntesis como hombre.
El atolladero edípico no resuelto se actualiza en el atolladero amoroso.
Hamlet, paradigma freudiano del héroe neurótico, será retomado en este sentido por Lacan en
su seminario “El deseo y su interpretación”.
Ubicará el punto clave de esta tragedia en el deseo de la madre, una madre entregada ella
misma a un deseo prematuro. Se casa con su cuñado inmediatamente, sin tiempo de duelo.
Claudio, su tío paterno y nuevo marido de la madre, se perfila, para colmo de la interrogación
sobre tal deseo, como infinitamente inferior al padre.
Hamlet se pelea todo el tiempo con el deseo de su madre, subraya Lacan. Se desespera porque el
interés materno por su tío Claudio parece inamovible.
El sometimiento al deseo de la madre produce, sintomáticamente, que no llegue la hora para el
propio deseo. No se trata de que Hamlet no quiera ni que no pueda, sino de que no puede
querer. De ahí, la postergación; de ahí, la huida del amor.
Ofelia no puede ser tomada como mujer pues hacerlo la convertiría en madre, la que engendra
pecadores, la que soporta las calumnias. El cortocircuito imaginario signa el horror sexual a la
mujer:
Hamlet muestra la estructura obsesiva por mantener a distancia la hora del encuentro. Ofelia
sólo puede ser retomada como objeto una vez muerta ya que el obsesivo pone el acento sobre el
encuentro con tal imposibilidad. El deseo, para el obsesivo, se muestra como imposible, él se las
ingenia para producirlo como tal.
Hamlet se enfrenta por tanto no es sólo con el deseo por su madre (fijación edípica, clave de la
lectura de Freud), sino también con el deseo de su madre (clave de la lectura de Lacan). Un
deseo de la madre que va más allá de ella misma, más allá de él, y en el que queda alienado.
Permanece cautivo en el deseo de su madre. A mayor narcisismo, mayor cautiverio. Tal
cautiverio detiene la posibilidad de tomar a Ofelia como mujer.
El confuso lenguaje de Hamlet es el del héroe dominado por las pasiones edípicas extremas,
alienado por el mandato superyoico del padre asesinado y el rencor brutal hacia una madre que
ha caído abruptamente del lugar de lo sobreestimado a lo rebajado.
No ha habido tiempo para el duelo del padre y el adulterio de Gertrudis no admite misericordia
pues ha alterado de un plumazo la distancia hasta allí eficaz del fantasma obsesivo entre la
santidad y la sexualidad materna. Gertrudis, por tanto, no admite tampoco misericordia.
Nada más sorpresivo que encontrarse, de frente y sin tapujos, con una madre hasta allí
sobreestimada gracias a los emblemas del Rey padre, súbitamente arrojada a una sexualidad que
se le aparece como indigna y descarnada. La batalla verbal entre Hamlet y Gertrudis recorre ese
rencor semántico.
Hijo celoso de una madre, desde luego, pero seguramente algo más. Hijo confuso ante el
descubrimiento de la sexualidad de la madre que el asesinato brutal del padre ha dejado
abruptamente al descubierto, sin el tamiz que el honor del matrimonio otorgaba al deseo. Punto
de vacilación, derrumbamiento de la consistencia del fantasma obsesivo, aparición del síntoma
amoroso.
La feminidad impúdica y degradada recaerá sobre Ofelia, representante de todas las mujeres, y
el objeto femenino sólo volverá a dignificarse al precio de la muerte.
La madre, y con ella, la mujer elegida, quedan entonces transformadas en “las que engendran
pecadores”. En el deseo de la madre el objeto de deseo está, para Hamlet, destituido de todo
prestigio fálico, desnudo en su realidad obscena: se le presenta entonces como
escandalosamente indigno de la menor idealización. Todo aquello que hasta el momento le
parecía prueba de belleza y de verdad se convierte en falso. La misma destitución se produce con
relación a Ofelia, que despojada de la idealización que le confería el amor, se manifiesta como
puro objeto descarnado. Caída del semblante que rodea al objeto amoroso al que se dirige el
deseo.
El suceso desencadenante rompe la armonía y conduce de modo irrevocable a la catástrofe.
Cuando el fantasma que otorga estabilidad a la realidad psíquica trastabilla, vacila frente a un
acontecimiento brutal, harán eclosión síntomas amorosos hasta allí mudos.
La experiencia clínica indica que puede observarse su eclosión, siendo la problemática del amor
un desencadenante habitual. Hamlet nos convoca a indagar tal relación, tan observable en las
demandas de análisis.
El desencadenante para Hamlet consiste en la revelación de que en el Reino de Dinamarca hay
algo podrido que concierne al asesinato abominable del padre, quien se transforma en el Ghost
superyoico, perseguidor, y a la consiguiente revelación de la falta y del goce materno. Esta
coyuntura lo deja perplejo, desestabiliza el fantasma obsesivo y desencadena la patología
amorosa.
Bibliografía
Freud, S. (1908): “Carácter y erotismo anal”. Bs. As. Amorrortu, Vol. IX.1992.
— — (1909): “La novela familiar de los neuróticos”. Bs. As. Amorrortu, Vol. IX. 1992.
— — (1909): “A propósito de un caso de neurosis obsesiva”. Bs. As. Amorrortu, Vol. X. 1992.
— — (1910-1912): “Contribuciones a la psicología del amor” I y II. Bs. As. Amorrortu, Vol. XI.
1992.
Lacan, J (1953): “El mito individual del neurótico”. En Intervenciones y Textos. 2. Bs. As.
Manantial. 1988.
— — (1958-59): “El deseo y su interpretación”. En Lacan oral. Editorial Bóveda. Buenos Aires.
Wechsler, E: Psicoanálisis en la Tragedia. De las tragedias neuróticas al drama universal. Madrid.
Biblioteca Nueva. 2000.
— — Arrebatos femeninos, obsesiones masculinas. Clínica psicoanalítica hoy. Buenos Aires. Letra
Viva. 2008.
Shakespeare, W: Hamlet, Príncipe de Dinamarca. España. Círculo de lectores. 1970.
El acto de jugar: la representación en escena
Por Esteban Levin
Mario (4 años): “…¿Dale que nos morimos? Jugamos a luchar, nos matamos y seguimos
peleando…”
Juan Manuel (4 años) juega mucho tiempo con un barco a matar piratas, tiburones y
dinosaurios que lo amenazan en el medio del mar.
Alejandro (5 años): “…Somos este poder: Vos me matás y yo te mato. Tenemos cinco
vidas, así que podemos seguir viviendo…”
Clara (6 años): “…Nos hacemos los dormidos como si estuviéramos muertos y cuando
viene mi mamá la asustamos…”
Nos llama la atención la repetición de una escena que en diferentes momentos de la
infancia realizan los niños cuando se lanzan a jugar. La misma consiste en jugar a la
muerte, ya sea a hacer de cuenta que está muerto, a matar a otro, a hacerse los dormidos
como si estuvieran muertos, a jugar con muñecos a una lucha mortal o simplemente a
matar y ser matado por otro, lo que siempre implica revivir para seguir jugando.
¿Por qué a muchos niños se les ocurre jugar con la temática de la muerte?
¿Cuáles son las implicancias que tienen estos juegos? ¿Qué ocurre cuando el dramatismo
de la escena hace que el niño no pueda seguir jugando o ni siquiera intente hacerlo?
Cuando un niño juega a la muerte hay un enigma en juego y se desdobla para encontrarlo:
“yo me muero”, “me mataste”, “estoy muerto”, “ahora te mato”… En estas escenas se
juega siempre a ser otro. La muerte es lo otro que no se sabe ni se entiende, lo informe e
irrepresentable. El niño inteligentemente juega a no ser él para “estar muerto” por primera
vez, y así intentar saber algo de ella.
Morir jugando, de “mentira”, lo introduce al niño drásticamente en el límite mismo de su
propio-impropio cuerpo, en la diferencia entre lo que siente y lo que actúa. El niño ejerce
la libertad de morir de mentira para encontrar en ese juego alguna versión “verdadera” de
lo imposible.
Jugar la muerte es proyectarla hacia afuera, simbolizarla como acto singular donde lo
imposible se posibilita como ficción y representación. Al hacerlo el niño experimenta lo
que podríamos denominar una “doble muerte”: por un lado la de la vida (hace de cuenta
que muere) y por el otro la de la muerte, (hace de cuenta que revive). Indudablemente, en
estos juegos el niño transita en una dialéctica en suspenso, suspendido entre la vida y lo
mortal. Entre el movimiento y lo inmóvil los niños juegan en el intersticio de uno y otro.
Jugar a la muerte es romper la certeza que ella conlleva e introducir la duda de su fecunda
veracidad. Es pensarla, perder el miedo y reaccionar frente a ella resignificándola con
imágenes, fantasías que se dirigen a poder representarla en la ficción sensible de la
irrealidad y la abstracción.
También el hecho de jugar a experimentar la muerte establece una pausa, un silencio para
vivenciarla, y al revivir, huir de ella y disimular el horror, el peligro inasible de ese
acontecimiento. Ser sensible a lo mortal en el horizonte humano no es lo que está dado, es
lo que hay que conquistar e imaginariamente anudar a lo real para soportarlo y
simbolizarlo.
Cuando un niño no puede jugar a su propia muerte, ya sea porque no puede hacer de
cuenta que está muerto, o por su propia problemática, porque se inhibe e inmoviliza por el
espanto, el temor y el tono dramático o trágico de la escena, no solo no puede pensar en
ella sino que se encuentra impedido de tomar distancia y separarse de lo mortal, es decir,
lejos de representar la muerte, ella se presentifica en la inhibición, el bloqueo corporal, la
inestabilidad psicomotriz o la organicidad.
Hacer de cuenta que “está muerto” implica jugar la propia ausencia. Jugar a no estar, a
saber qué pasa cuando él no está presente. De esta manera, la muerte pierde el sentido
pleno e imposible para tornarse posible simbólicamente, lo que sin duda abre la brecha a
la vida.
El niño no planifica jugar a estar muerto, es un juego que se va dando en la intimidad
azarosa del “como si”, del “dale que yo era”, o del “hacer de cuenta que”, donde la
inefable muerte pierde el espanto del anonimato para significarse en la experiencia infantil
originaria, de este modo enfrenta valientemente lo que le resulta terrible, no por lo que
ello significa, sino por no poder ponerle un límite. Al jugarla, la muerte se metamorfosea
en un personaje que el pequeño juega despreocupado, desapareciendo de sí y del otro.
No nos olvidemos que jugar a esconderse es desaparecer por algunos instantes mientras lo
permita la escena. Cuando un niño está muy angustiado o triste –sin siquiera hablar,
dibujar o colocar palabras a lo que le pasa– le cuesta jugar a desaparecer, sigue estando
donde está sin poder ocultarse, ni esconderse de esa verdad encarnada que le impide
muchas veces jugar, o sea, representar.
Un breve ejemplo clínico: Alejandro es un niño con una enfermedad neurometabólica
muy severa. Durante muchos años tuvo diferentes diagnósticos como por ejemplo autismo
y TGD no especificado. Cuando el cuadro neurometabólico se estabilizó, luego de estar
varios períodos al borde la muerte, su evolución fue muy buena. Actualmente, con sus 11
años, cursa los primeros años de una escuela especial.
Después de un largo período de tratamiento, Alejandro propone jugar a las escondidas.
Intenta hacerlo pero no se esconde, al contar hasta quince, salgo a buscarlo y está en la
sala, a lo sumo en la cocina o en el balcón sin esconderse. Me mira, sonríe y dice: “Otra
vez, juguemos”. Vuelvo a contar y al salir a buscarlo, está ahí, otra vez sin escondite. No
puede esconderse y esperar, soportar la ausencia del otro. Intenta jugar pero no lo
consigue, no logra esconderse, generar el intrépido secreto de estar y no estar al mismo
tiempo.
A Alejandro le resulta imposible estar oculto, él no puede soportar la ausencia, la propia y
la del otro. Entonces, le cuesta lanzarse a jugar, desocultarse para aparecer y gritar:
“¡Piedra libre!” La escena se repite, cuando le toca contar a él, se da vuelta, espía, no
puede esperar a que busque un escondite, por lo cual el juego indefectiblemente se
detiene. Vuelvo a comenzar y otra vez se frena. No puede dejar de mirar, no termina de
esconderse ni dejar que el otro se esconda. ¿Cómo salir de este atolladero, de esta
situación que se reproduce siempre igual? Se trata de generar otra escena, pero ¿cómo?...
Volvemos a intentarlo, cuento hasta quince, Alejandro no se esconde pero intervengo,
hago de cuenta que no lo veo, como si fuera invisible o transparente. Empiezo a correr de
un salón a otro, buscándolo. Exclamo: “¿Dónde estás Ale? No te veo, Ale, no te
encuentro”. Ante esta actitud, Alejandro comienza a seguirme atrás. Como estoy
corriendo, él corre detrás de mí, y de estar buscándolo él pasa a querer atraparme. De
buscarlo paso a ser buscado por él. En un momento al pasar por un pasillo me escondo
detrás de una puerta. Alejandro no me ve y empieza: “Esteban, ¿dónde estás? Esteban,
Esteban. No te veo, Esteban, ¿estás escondido?”
Tras la puerta realizo un pequeño sonido que lo va orientando hasta que finalmente me
encuentra: “Uy me encontraste”, exclamo, “te diste cuenta del escondite, lo descubriste”
Ale me mira, sonríe y dice: “Si”. Expectante realizo un gesto y afirmo: “ahora me toca
contar a mi”. Instantáneamente Ale sale corriendo y se esconde tras la puerta del baño, y
espera escondido que lo encuentren, al hacerlo pasa él a contar y cuando me ve empieza a
perseguirme, vuelvo a correr y en un instante que se distrae me escondo. Me llama y me
busca. Lo oriento con un silbido hasta que vuelve a encontrarme en la escena, en la
intensidad sensible del espacio transferencial.
En las siguientes sesiones el tiempo de espera se ensancha, se torna más soportable y la
dialéctica ausencia-presencia juega su juego. Al cabo de un cierto tiempo, podemos jugar
a la escondida, jugar a escondernos uno del otro, jugamos a tener un secreto. ¿Qué es sino
jugar a las escondidas? Construir una experiencia donde el secreto vive en relación a los
otros, pues sino ¿cuál sería el sentido de esconderse?
No hay infancia sin secretos, ellos no se pueden escanear ni están prefijados en un gen ni
en una sinapsis ni en una neurona. Al mismo tiempo hacen falta los genes, las neuronas y
la sinapsis para que una experiencia sea plástica y produzca huellas, plasticidad tanto a
nivel neurológico como simbólico.
Al jugar, al vivir esa experiencia escénica, el niño produce afectos que lo afectan tanto a
nivel corporal, neuronal como psíquico y simbólico. Los chicos, sin darse cuenta,
construyen el sueño de los alquimistas del siglo XIV y XV, cuya consigna fundamental
era “fijar lo errante y desatar lo fijo”. Es decir, los niños juegan y al hacerlo fijan la
incertidumbre de la errante experiencia infantil y desbloquean, desanudan la fijeza de lo
que no alcanzan a comprender, de aquello que les resulta displacentero e irrepresentable
del mundo de los grandes. En ese interjuego constituyen lo singular, lo más propio de su
imagen corporal sin la cual no podrían jugar.
La experiencia infantil de jugar a estar muertos no implica necesariamente violencia, sino
una cierta agresividad necesaria para salir de sí y encontrarse del otro lado. Acceder al
otro lado irreal, ficcional, sería entonces entrar en la libertad condicionada que el
escenario simbólico le permite. Pero, ¿cuál es esa condición? Sostenemos que se trata del
límite, los niños son seres (como todos) limitados, si están en un lugar es a condición de
no estar en otro, si miran delante de ellos no pueden ver lo que está detrás, si juegan de
mentira es como si fuera de verdad. Esa es la condición, para jugar hay legalidades,
límites y prohibiciones que determinan pérdidas y renuncias, por ejemplo, jugar a volar, a
conducir un automóvil, a ser mamá, papá o un superhéroe, implica darse cuenta de que no
puede hacer o ser eso, es porque no puede volar, ni ser madre que juega a volar o a ser de
mamá, y lo mismo con cada uno de los ejemplos.
El límite es lo que posibilita la representación de uno, de otro y de los otros. Sin él no se
puede jugar, por eso nos preocupa tanto en el ámbito clínico y educativo cuando un niño
no puede o tiene muchas dificultades en construir su experiencia infantil jugando. Poder
jugar excluye al niño de lo ilimitado del universo imaginario y de lo siniestro de lo real,
solo se juega en el borde de un límite simbólico, pues jugar es siempre representar y entrar
en la dialéctica de lo presente y lo ausente.
Para un niño, jugar a morir será metamorfosear el hecho de la muerte como tal y
transformarlo en otra cosa, en otra escena donde lo mortal pierde su arrollador peso. La
muerte se torna simbólica e invisible al jugar con ella y de este modo el sujeto-niño
construye una versión posible de aquello que le preocupa, lo aqueja o no encuentra
respuesta.
La niñez se instituye en la experiencia que lo acontece. Hace de ella un espejo que le
permite: por un lado, reconocerse y, al mismo tiempo, por el otro, se desconoce en aquello
que juega. Inquientante paradoja que nos permite comprender la infancia en las mismas
escenas que la estructuran.
Finalmente: el jugar no es nunca un hecho trivial, es creíble aunque sea disparatado. No es
un juego inocente, más bien es la caída de la inocencia, ya que el niño juega lo
irrepresentable, el placer, el dolor, la tragedia, el sufrimiento, haciéndolo posible en la
ficción. En nuestros consultorios ¿estaremos dispuestos a través de la palabra, el cuerpo,
los gestos, los dibujos, los garabatos, a dar lugar para que una nueva escena aparezca?
Juego y melancolía
Acerca de los “juegos de duelo” en la infancia
Por Norma Bruner
Me disponía a escribir este artículo cuando recibí el llamado de los padres de una niña de
4 años, que iba a ser intervenida quirúrgicamente en unas pocas semanas. Se trataba de
una operación de corazón “a cielo abierto”: su hija nació con “un agujero en el tabique
interventricular” (tabique que une y comunica ambos ventrículos del corazón). Han
esperado que “cierre” de manera natural, dicen ellos, pero de seguir esperando pueden
aparecer secuelas y cardiopatías asociadas, por lo cual han decidido, luego de un largo
camino de idas y vueltas, dudas, consultas a diferentes equipos y especialistas durante este
tiempo, realizar finalmente la intervención y “darle un cierre”.
Se me pide un trabajo de “psicoprofilaxis” ya que los médicos han dicho que los factores
emocionales influyen decididamente en estos casos. Aún resuenan en mí las palabras con
las que nombran y presentan la enfermedad en nuestro primer encuentro:
M: Nos nació así, fallada, sin terminar, con un agujero.
P: Nosotros le decimos a ella que nació con un agujerito, “El agujerito sin fin”.
M: Cargamos con una doble angustia, por un lado al tener que tomar la decisión de la
operación y por otro por tener una hija así.
Se inaugura de esta manera la posibilidad de un espacio y tiempo de trabajo conjunto, con
los padres, con la niña y con el equipo médico, para la intervención temprana
psicoanalítica e interdisciplinaria, la que es simbólica, real e imaginaria.
¿Cómo formalizar el campo de las intervenciones tempranas psicoanalíticas e
interdisciplinarias en la clínica con bebés y niños con problemas en el desarrollo? Vino a
mi auxilio, en su oportunidad, una propuesta de Lacan: “Esto se vuelve mucho mas claro,
y mucho mas fácil de connotar a partir del momento en que planteamos el problema en
términos de duelo”.1
He intentado, desde entonces, plantear en términos de “trabajo de duelo”, un duelo de
estructura y clínico, varios de los problemas y desafíos a los que nos vemos confrontados
los psicoanalistas y profesionales de los equipos interdisciplinarios que desde hace ya
varias décadas venimos pensando este complejo campo clínico.
El trabajo de duelo y el del juego llaman y convocan a poner en marcha y funcionamiento
al conjunto del universo de lo simbólico, apelan a la función y funcionamiento de los
significantes de los nombres del padre para intentar responder “al agujero”; un agujero
reduplicado, en el caso de esta niña, por lo real orgánico y lo real en la falta del saber,
cuyos bordes simbólicos se presentan como imprecisos y son aquellos a que se intenta
“precisar y dar medida” en el trabajo de dar lugar al rito simbólico para conformar un velo
imaginario posible para lo real del cuerpo.
Mis investigaciones y práctica clínica me han llevado a publicar una hipótesis sobre la que
he denominado “posición melancólica” en la infancia.2 Se trata de una posición del niño y
su cuerpo con relación al Otro que, además de múltiples presentaciones clínicas en caso
de perpetuarse, puede constituir una de las puertas de entrada o bien al autismo o bien a
las psicosis. Es en múltiples formas clínicas, cuya unidad no puede certificarse, donde
podemos reconocer aquellas formaciones clínicas tempranas que son frecuentes en bebés
y niños pequeños con deficiencias mentales, sensoriales y motrices, u otras, congénitas o
adquiridas, pero que también, y esto es lo importante, pueden presentarse en bebés y niños
que no presentan problemas de desarrollo de base orgánica, lo que nos lleva a pensarlas
como una misma posición subjetiva del niño y su cuerpo en el Otro.
El trabajo del juego y el trabajo del duelo: En la melancolía en la infancia, la
devoración de que se trata es la del yo mismo, es la imposibilidad de que “yo advenga
donde ello era”. Aquellos que propuse como “juegos de duelo” tienen valor constitutivo y
constituyente, son el lugar y tiempo donde se libran las batallas del yo en la infancia.
Los “juegos de duelo” son el escenario donde la operatoria del duelo por el falo (de
estructura) se efectúa en la infancia. En la posición melancólica, el niño y su cuerpo,
como objeto a, no ha sido enlazado fálicamente al campo del Otro, y al no inscribirse el
significante que da cuenta simbólicamente de la pérdida originaria y primordial ésta ha
sido inscripta como rechazada de lo simbólico y retorna en lo real.
Lo propio de esta posición, a diferencia de otras, es la identificación absoluta y masiva del
niño y su cuerpo “al objeto rechazado”, que por no ser inscripto y afirmado como perdido
simbólicamente, por obra del significante falo y su operatoria, hace su ingreso y retorno,
como objeto de rechazo desde lo real.
Nuestra clínica nos ha llevado a plantear a esta posición como una de las puertas de
entrada o a la psicosis melancólica o bien al autismo para el niño. La melancolía y la
verdad se entrelazan si el agente materno, por la combinación de diversas vías facilitadas,
no puede dar entrada al cuerpo del niño requerido a la subjetividad, sino sólo ver lo que
es; no puede simbolizar lo real como algo diferente a lo que es, entonces, no puede
recubrir, vestir e investir fálicamente, libidinalmente, amorosamente, imaginariamente, el
cuerpo de su hijo. No advienen los juegos de engaño en los que resultan tomados y
deciden dejarse tomar los personajes de la comedia del falo en su dimensión tragicómica,
la del equívoco y la imagen del cuerpo, quedando obstaculizado el investimento libidinal
y la falicización del a como i(a).
El duelo es un proceso inconsciente, sólo es conciente su desenlace. En la melancolía el
desenlace no es el triunfo de lo perdido, sino que lo que queda de saldo es el yo como
perdido: identificación del niño y su cuerpo en el Otro primordial a la pérdida de la
pérdida, a la herida mortal, resto y saldo de una batalla perdida antes de ser librada y que,
paradojalmente, por no haberse jugado (juego de duelo no jugado) “no se sabe qué se
perdió”. A causa de la ausencia de duelo de estructura y su operatoria, en la melancolía
encontramos la presencia de un dolor impreciso o la ausencia de dolor.
El trabajo de duelo y “el trabajo del juego” se relacionan y articulan, aun en sus
diferencias, al complejo de castración y a la significación fálica, es decir a la represión. El
trabajo del juego encarna la estructura y su operatoria en el niño, anudando y articulando
su desarrollo y lo real orgánico. Los juegos de duelo y los duelos en juego tendrían la
función de operar el traspaso de la función de a en i(a), para el nacimiento del sujeto y los
objetos en el deseo (los objetos transicionales o los juguetes).
Juegos de duelo: “El trabajo del juego”, significante que he propuesto en mi trabajo de
investigación, supone el traspaso, la transferencia, de la función de a en i (a), así he
ubicado también la dimensión tragicómica del juego en la experiencia analítica con niños.
El juego “encarna” la estructura y la articula con el desarrollo en la infancia, en este caso,
los “juegos de duelo”: los “duelos por el falo”, encarnan la estructura de la operatoria de
privación y castración.
En la clínica trabajamos con aquello que en estas operatorias está viéndose dificultado o
ausente. Habilita a conjeturar acerca de un supuesto jugador y de un juego que no ha
podido ser reconocido como tal. Los niños en posición melancólica ocuparían el lugar a,
no caído simbólicamente, es decir, no producido como ausente, no velado, ni ocultado,
enterrado, como producto de un corte, surco, división del significante en el cuerpo que
separa y excluye el goce.
En la melancolía se encuentra el niño y su cuerpo como presencia real y como presencia
de ausencia de corte, como presencia de un rechazo y exclusión primordial del campo del
Otro. Paradojalmente, no ha caído por división como resto, no se ha perdido ni podido
ocultar, ausentar, ni hacer el velatorio del a, tras el velo de la imagen especular, no ha
podido jugar los juegos de ocultación.
En la posición melancólica en la infancia, al no jugarse los “juegos de duelo”, no se
realiza el trabajo de simbolización de lo real, en sus alternancias y discontinuidades. Al
niño “el juego de la sortija no le tocó” porque la sortija del significante fálico no lo marcó
para incluirlo en su dialéctica sino que lo rechazó, lo desconectó, no lo enlazó, no lo
vinculó. La presencia real del niño y su cuerpo en el Otro (presencia sin velo, sin imagen)
es la presencia del a, no en posición de i (a). El traspaso de a al i(a) en la imagen especular
es el traspaso del objeto transicional (el juguete), objeto imaginario que es tomado como
significante de la falta en el Otro. El juguete es “representante del a”; es lo que siendo la
sombra de un objeto ausente, no lo es. Si el cuerpo del niño es rechazado, destituido, de su
lugar en el fantasma parental (rechazo facilitado por la patología orgánica, por
impermeabilidad biológica al significante e incapacidad de registro de la demanda del
Otro por parte del bebé y/ o niños en algunos casos) como objeto en el deseo, impide que
el a sea transportado y pase al i(a) para el niño.
El niño, por esta vía, no entra a la relación especular, su cuerpo es lo que es, sin verlo, sin
vestimenta, sin imaginario que lo envuelva. Es rechazado de la identificación primordial
con el padre y la identificación especular formadora de la matriz del yo ideal, tronco de
las futuras identificaciones. La desconexión entre representación-cosa y representación-
palabra hace su entrada por efecto de no quedar enlazado el a al i(a). El agujero en lo
simbólico (por no inscripción del falo en el cuerpo) retorna en lo real y el niño se
convierte en causa de angustia en el otro y queda referido a un lugar “sin lugar”. En la
melancolía, el niño y su cuerpo es la sortija rechazada (no perdida) primordialmente en el
Otro. El niño como objeto y como significante es esa sortija rechazada y no perdida que
quedó desconectada.
El trabajo del juego, como el trabajo del duelo, llama y convoca la respuesta de lo
simbólico ante la falta en lo real. Lo simbólico responde en el juego y en el duelo, con la
puesta en funcionamiento de la ley y la significación fálica. La respuesta en el juego, al
igual que el duelo, es la posición inversa a la de la melancolía que llama y convoca a lo
real a responder por el agujero en lo simbólico.
En el duelo se apela a lo simbólico e imaginario por ese agujero en lo real, y el fin del
duelo es el paso del sujeto a una posición “deseante”, “perdiendo una parte de sí” (valor
fálico de la libra de carne). Si la carne no ha sido valorada fálicamente, no hay nada que
perder ni duelar, ni jugar, ni desear.
El niño en sus juegos “anima” al objeto, le da “ánimo”, “alma”, lo viste e inviste. Los
recubre de una imagen de vida y los personifica. El niño “anima” el objeto inanimado y lo
convierte en su objeto, su juguete, su representante. Lo hace su doble imaginario, que es
otro, al mismo tiempo que ya no es él. Conceptualizaciones éstas que sostengo y
desarrollo en Duelos en Juego.
En la posición melancólica en la infancia, se sostiene activamente la presencia de lo
inerte, de la repetición lograda, del doble real, real duplicación, los mismos rasgos,
caracteres y destinos. Por esto “prefiere los objetos antes que las personas”. Su relación al
objeto es una relación a la mecánica de funcionamiento y lógica de la cosa. Una relación a
lo real sostenida activamente para excluir a todo lo que del significante se introduzca,
produzca diferencias y construya imagen velando.
El niño en la posición melancólica no ha podido jugar su juego de duelo, el que le permite
velar y realizar el velatorio del objeto y su perdida (duelo de estructura)
“tragicómicamente”.
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1. Lacan, J, “El seminario 6: El deseo y su interpretación”. Inédito. Clase. 29/4/1959.
2. Bruner, N. (2008) Duelos en Juego, Letra Viva, Buenos Aires, 2009.