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EN LA RUTA DEL EVANGELIO
Una carta de navegación para levar anclas
Jornadas de programación pastoral
Curso 2014-2015
Francisco José Prieto Fernández
Jornadas programación diocesana de pastoral curso 2014-2015
30 de junio y 1 de julio de 2014
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INTRODUCCIÓN
I. ¿CONVERTIDOS O RESIGNADOS? � Lectio de Jn 3, 1-7 � Una mirada al presente
II. ¿SEMBRAMOS O COSECHAMOS?
II.1. SALIÓ: CONVERSIÓN � Una disposición previa: calzado a evitar 1. UNA IGLESIA EN SALIDA QUE SE RENUEVA DESDE LA MISIÓN
� Dios provoca un dinamismo de “salida” en la vida de los creyentes � La alegría del Evangelio es una alegría misionera
2. UNA IGLESIA EN CAMINO DE CONVERSIÓN PASTORAL Y MISIONERA � De la conservación a la misión � Desde el corazón del Evangelio � Para renovar lenguajes, costumbres y estructuras
3. UNA IGLESIA MADRE DE CORAZÓN ABIERTO � Una Iglesia con las puertas abiertas � Una Iglesia que es la casa abierta del Padre � Una Iglesia accidentada y herida
II.2. SEMBRADOR: IDENTIDAD 1. DIOS NOS LLAMA 2. … EN JESUCRISTO 3. … A SER PUEBLO DE DIOS 4. … DE BELLO ROSTRO PLURIFORME 5. EN LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS, TODOS SOMOS DISCÍPULOS MISIONEROS 6. … ALENTADOS POR LA FUERZA DEL ESPÍRITU Y APOYADOS EN LA ORACIÓN 7. PARA SER Y ESTAR CON EL PUEBLO DE DIOS 8. EL CAMINO DE SER PUEBLO: CAMINO DE CRECIMIENTO Y MADURACIÓN
� Un camino de crecimiento y maduración � ¿Qué crecimiento y qué formación? � Una iniciación mistagógica � El arte del acompañamiento: los discípulos acompañan a los
discípulos II.3. SEMBRAR: MISIÓN
1. SUPERAR LAS TENTACIONES DEL EVANGELIZADOR 2. PARA HACER PRESENTE EL REINO DE DIOS
� Salir hacia el prójimo � Un Evangelio social y transformador � El clamor de los pobres � Entrañas de misericordia � Los pobres, categoría teológica � Mercados, economía y política � Nuevas formas de pobreza � Valor inviolable de la vida humana
3. CON LA ARQUITECTURA DEL BIEN COMÚN Y DE LA PAZ � El tiempo es superior al espacio � La unidad prevalece sobre el conflicto � La realidad es más importante que la idea � El todo es superior a la parte
4. LA FUERZA EVANGELIZADORA DE LA PIEDAD POPULAR 5. MARÍA, MADRE DE LA EVANGELIZACIÓN
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INTRODUCCIÓN
Una de las imágenes más evocadoras sobre la Iglesia y su misión es la de la
barca. Los Padres refirieron a la Iglesia y su misión conocidas escenas de los Evangelios
que hablan de llamada y tempestad, de enseñanza y de pesca abundante1: en las
orillas del lago de Galilea comienza una travesía, en la que el Señor enseña, socorre en
las tempestades y hace fecundo y abundante el esforzado bregar2.
A sus discípulos, a nosotros mismos, a nuestra Iglesia en Ourense y a cada una
de las comunidades que formamos este porción del pueblo de Dios en las tierras
aurienses, el Señor nos invita, “fatigados de remar con el viento contrario y tras el duro
bregar” (cf. Mc 6, 47; Lc 5, 5), a remar hacia mar adentro y echar de nuevo las redes (Lc
5, 4: Duc in altum / Rema mar adentro).
No tenemos mar y costa en nuestra diócesis, pero entendemos bien que la
“vocación” fundamental de todo barco es navegar y, por ello, sufrir el desgate propio
del periplo marítimo. Atracar en puerto es la necesidad propia de una escala o de la
reparación en los astilleros, o el refugio ocasional de un fuerte temporal; pero un
barco reparado sabe que de nuevo regresa al desgaste de la navegación. Varado o
parado no sirve; “enfermo” de sedentarismo o “anclado” en las seguridades se
deteriora: es la vida que se pierde al conservarla3.
Podemos llegar a ser (o ser ya) una Iglesia enferma de tanto conservar la salud
para no ser herida: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la
calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las
propias seguridades” (Francisco, EG 49).
Todos recordamos cómo nos alentaba san Juan Pablo II en su carta apostólica Novo
millennio ineunte (NMI) 1: “Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para
nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y
a abrirnos con confianza al futuro: « Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre » (Hb
13,8)”. Se recogen aquí tres palabras que debemos convertir en actitudes
indispensables:
- Gratitud: por lo dado y recibido. Debemos vivir sumergidos en el don y la
gracia, en la donación y en el agradecimiento. El don de Dios a esta tierra ha
sido derramado generosamente en una fe que ha sido vivida con fruto en cada 1 Cf. Llamada Mt 4,18-22; Mc 1,16-20; tempestad Mt 8, 23-27; 14,23-33; Mc 4,35-41; 6,45-52; Lc 8,22-
25; Jn 6,16-21; enseñanza Mc 4,1; Mt 13,1; Lc 5,1-3; pesca milagrosa Lc 5,4-11; Jn 21,1-11. 2 Orígenes, Hom. Mateo 3, 3 (navecilla de la Iglesia); Agustín de Hipona, Tratados Ev. Juan 25, 4-7
(aquella barca era símbolo de la Iglesia), Sermones 75, 4 (la barca que llevaba a los discípulos, esto es, la Iglesia); Pedro Crisólogo, Sermones 50,2. 3 Mt 16,25: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”; Jn
12,25: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna”.
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momento de la historia y acogida en el barro de las fragilidades. Y en este que
nos toca vivir queremos ser agradecidos por un legado recibido (fe vivida,
celebrada y anunciada) que nos debemos ni dilapidar (saber fructificar) ni
solamente sacarle brillo (cf EG 83: momias de museo)
- Pasión: un carpe diem que haga de este tiempo un kairós. Este tiempo es el
nuestro, el que nos toca y nos ha sido dado para vivir. La mirada hacia atrás ha
de ser agradecida, no añoranza de un supuesto “pasado mejor”: peligro de
convertirnos en estatuas de sal (cf. Gn 19,26). Somos o tenemos que ser
creyentes de este tiempo porque es el nuestro. O sea, el contexto no se precisa
explicitar, porque se da por supuesto (Olegario G. de Cardedal: tópico del
diálogo fe-cultura; el contexto se daba por supuesto en grandes creyentes
como los Padres, o en profundos teólogos como Balthasar o Rahner).
Además tenemos que vivir la pasión de comunicar vida a los demás (EG 10;
Aparecida 360: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y
la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la
seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los
demás»)
- Confianza: no somos ingenuos, ni tampoco meros diseñadores y ejecutores de
proyectos. Nos debemos basar (lo podemos llamar “fe”) en una convicción, en
una confianza que va más allá de nuestras posibilidades humanas: “«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » (Hch 2,37). [Esta pregunta es la que hemos
de responder en la comunión de la diversidad durante estas jornadas] Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio” (NMI 29)
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I. ¿CONVERTIDOS O RESIGNADOS?
JUAN 3, 1-7
Había un fariseo llamado Nicodemo, jefe judío. Este fue a ver a Jesús de noche y
le dijo: «Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque
nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él». Jesús le
contestó: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver
el reino de Dios». Nicodemo le pregunta: «¿Cómo puede nacer un hombre
siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y
nacer?». Jesús le contestó: «En verdad, en verdad te digo: El que no nazca de
agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne
es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya
dicho: "Tenéis que nacer de nuevo".
Lectio del texto:
Un representante del judaísmo oficial, un miembro del sanedrín, aquel senado
religioso que gobernaba al pueblo judío en cuestiones sobre el culto, la moral y la
doctrina. Las obras que Jesús realiza suscitan su interés, pero no quiere que su
simpatía por el Maestro sea conocida, y por eso, de modo vergonzante, acude a Jesús
de noche.
Reconoce Nicodemo que los signos que Jesús realiza lo acreditan como un
enviado de Dios, como “muchos que creyeron en su nombre, viendo los signos que
hacía” (Jn 2,23), sobre todo, el que acaba de tener lugar, la expulsión de los
mercaderes del Templo (cf. Jn 2,13ss).
Pero su visión de Jesús, como la de esos “muchos”, se centra sólo en los
“signos” que realiza, su comprensión se limita a lo meramente visible: el gesto de Jesús
le parece una mera denuncia de corrupción y la promesa de una futura restauración
que abriría el camino del reino de Dios mediante la perfecta observancia de la Ley. El
porvenir estaría en aplicar con más rigor la Ley. De este modo la esperanza se agota en
la continuidad con el pasado, en la observancia piadosa de las tradiciones de los
maestros. Aquel principio que Lampedusa pone en boca del príncipe de Salina en “El
Gatopardo” y que tanto, demasiado, nos inspira: “es preciso que todo cambie para que
todo siga como está”.
Y Jesús no habla de restaurar (fachada / refuerzo), sino de sustituir (cimientos
/ obra nueva). Y por eso Nicodemo actúa aún “de noche”: “la liberación está lejos y no
nos llega la salvación; esperamos la luz y vienen las tinieblas, claridad y no salimos de
lo oscuro. Palpamos las paredes como ciegos, andamos a tientas como los invidentes.
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Tropezamos en pleno día como si fuera de noche, rebosantes de salud estamos como
muertos” (Is 59, 9-10).
La respuesta de Jesús es categórica (“en verdad, en verdad te digo…”) y enuncia
una condición que no admite excepciones: “El que no nazca de nuevo no puede ver el
reino de Dios”. Jesús le (nos) propone el cambio radical: no renovación, sino
innovación. Nacer es comenzar de nuevo: un cambio personal y comunitario,
comenzar una experiencia y una vida. Nacer de nuevo implica una interrupción y un
nuevo comienzo. Jesús le propone a Nicodemo una ruptura porque la continuidad con
un pasado de paciente asimilación de los principios y la práctica de la Ley no acerca al
reino de Dios (¡Qué bien lo entendió y lo expresa san Pablo en su carta a los Gálatas!!:
justificados por la fe en Cristo, no por las obras de la ley).
El plan de Dios no se apoya en un programa de leyes y costumbres, sino que
quiere infundir en el hombre una nueva vida, una plenitud que nos hace capaces de
ser hijos de Dios (Jn 1,12: Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de
Dios; Gal 3,26: hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús).
Seguramente sabemos que la expresión (ανωθεν), que se traduce por “de
nuevo” habitualmente, significa también en griego “de arriba”. Jesús sólo puede ser
comprendido desde el nacimiento de arriba, o sea, lo nuevo es nacer de arriba, no de
las simples categorías o posibilidades humanas.
Y por eso objeta Nicodemo, porque entiende la invitación de Jesús en sentido
meramente temporal (de nuevo) y no local (de arriba). La primera de sus preguntas
plantea una dificultad insuperable (“siendo viejo”). La segunda propone una solución
irónica por lo absurdo: volver al seno materno. Sus “peros” son también los nuestros.
Nicodemo ve utópica la propuesta de Jesús porque cada uno es hijo de su pasado, de
una tradición y de una experiencia. Nos afirmamos y nos construimos sobre ellas, y por
eso pensamos que es ilusorio pretender comenzar de nuevo.
Al encerrarse en su pasado, Nicodemo niega a Dios la posibilidad de intervenir
en la historia con un nuevo gesto creador; excluye así la posibilidad del cambio radical.
Jesús, por el contrario, afirma la libertad: es posible romper con ese pasado porque es
posible esperar de Dios una vida nueva (Gal 5,1: “para la libertad nos liberó Cristo”).
Para Nicodemo el cambio es resultado del propio esfuerzo: el hombre tiene que
desandar el camino para volver al seno materno y nacer de nuevo. Para Jesús el nuevo
nacimiento no resulta del esfuerzo humano, sino de la acción de Dios: nacer de Dios
(cf. Jn 1,13).
Por eso Jesús recalca sin concesión alguna, con otra expresión muy ilustrativa:
“En verdad, en verdad te digo: El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar
en el reino de Dios” (v. 5). En adelante sólo hablará de nacer del Espíritu (v. 8).
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Jesús le aclara a Nicodemo (y nos aclara a nosotros) en qué consiste “nacer de
nuevo/de arriba”. Nacer de arriba significa nacer del que está levantado en alto, es
decir, de Jesús en la cruz, tal como lo dice él mismo más adelante: “Lo mismo que
Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre,
para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Él tiene que ser
levantado para que los hombres podamos nacer de arriba. Y es en la cruz, de su
costado traspasado por la lanza, donde saldrá sangre y agua (Jn 19,34).
El agua es el Espíritu4. Somos bautizados en el Espíritu (Jn 1,33) que viene de lo
alto, de arriba, o sea, de la misma cruz:
Sólo el Espíritu nos hace nacer a una vida nueva que viene de lo alto, de Dios
y de la cruz: “El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo
tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los
embates del mal” (EG 85).
Para Nicodemo, había que volver al pasado (entrar en el seno materno) para
nacer después. Para Jesús, primero hay que nacer para entrar en el futuro del reino:
el seno materno es ahora el agua fecundada por el Espíritu donde nace el hombre
nuevo. Tal como dice Pablo en 2 Cor 3,6: “ministros de una alianza nueva: no de la
letra, sino del Espíritu; pues la letra mata, mientras que el Espíritu da vida”.
Una mirada al presente
La invitación de Jesús a Nicodemo es la llamada que hoy se nos hace a la Iglesia
en Ourense, en el marco de esta nueva etapa evangelizadora.
¿Dónde está lo nuevo? Pues en las mismas palabras de Jesús a Nicodemo. Ahí
reside la “novedad” primera desde la que afrontar retos y proyectos pastorales
diocesanos: una nueva vida (la nuestra, la diocesana) que no consiste en poner
remiendos a la “tela” usada por el tiempo y gastada por la rutina (cf. Mt 9,16-17; Mc
2,21-22). Una verdadera y profunda metanoia: un cambio de mentalidad, de visión, de
percepción de la realidad, que implica posteriormente una nueva forma de
comportarse y ser en los espacios humanos y eclesiales.
Ahora bien, ante semejante propuesta siempre podremos plantear las mismas
dudas del fariseo Nicodemo que, avalado por lo que ha vivido en sus muchos años, no
entiende, o más bien no acepta, una ruptura tan radical en su vida. Mientras no
4 Jn 7, 37-39, en la fiesta de las Tiendas: “El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritó: «El
que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: "de sus entrañas manarán ríos de agua viva"». Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él”.
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percibamos y acojamos esta “novedad” de la vida nueva que viene de lo alto y que
debe acontecer en lo profundo de cada uno de nosotros, de poco servirán las nuevas
estrategias pastorales, los nuevos lenguajes o formas de comunicación ni la más aguda
creatividad, porque lo propuesto y programado se hará banal y las palabras y los
proyectos serán ecos apagados.
Responder a las inquietudes y anhelos humanos desde las viejas recetas
produce hastío en quién las ofrece y provoca rechazo en quién las recibe. El barro de
nuestros cántaros se muestra agrietado y no basta con disimular la grieta o repintar el
esmalte: debemos ser vasos nuevos que brotan de manos del alfarero (cf. Is 64,7).
Es en lo profundo de cada uno de nosotros donde descubriremos que “nacer de
nuevo” no será el resultado del esfuerzo ascético ni del empeño ético, porque la
iniciativa que engendra la vida nueva del Espíritu es una maternidad que viene de
Dios mismo, el único alfarero que nos hará “vaso nuevo”. Por eso, es muy acertada la
afirmación del Instrumentum Laboris del sínodo celebrado en octubre 2012: la nueva
evangelización es, ante todo, una “cuestión espiritual” (IL, 158). En palabras del
mismo Benedicto XVI: “La primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad
verdadera viene de Dios y sólo introduciéndonos en esta iniciativa divina, sólo
implorando esta iniciativa divina, podemos nosotros también llegar a ser –con él y en
él- evangelizadores”. (Meditación de la primera congregación general de la XIII
Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 8 octubre 2012).
Y esta obra de Dios en nosotros la realiza el Espíritu, el verdadero protagonista
de toda evangelización, porque es el Espíritu quien hace viva la memoria de Jesús, el
Evangelio (Buena Noticia) encarnado del Padre; es el que nos lleva a la verdad
completa, el que suscita en nosotros –como un gran don- la fe; es el Espíritu quien
convierte, quien ora, quien crea comunión. Así lo entendió el Concilio Vaticano II en la
Constitución Dei Verbum: “El Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena
viva en la Iglesia, y por ella en el mundo, va induciendo a los creyentes en la verdad
entera, y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cf. Col., 3,16)”
(DV 8).
Redescubrir la alegría y la belleza de creer y encontrar un nuevo entusiasmo
en la comunicación de la fe (Porta fidei 7; EG 1) se puede quedar en un bonito
propósito si cada uno de nosotros no acogemos en nosotros la vida nueva que el
Padre nos da en Cristo por el Espíritu. Sólo evangeliza quien se ha dejado evangelizar.
No se puede transmitir lo que no se cree y lo que no se vive. Es necesario que toda
evangelización esté acreditada por la propia conducta de vida, por la credibilidad
personal y comunitaria de una vida modelada por el Evangelio: “creí, por eso hablé”
(2 Cor 4,13).
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Como cristianos, como Iglesia diocesana, como parroquia, como movimiento
tenemos la sensación de no lograr resultados, pero el Evangelio, el anuncio, la misión
no son tareas empresariales a las que buscar un mero rendimiento; es algo más que
escapa a toda medida:
“El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos
pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria.
Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa
y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos
nuestros esfuerzos como a Él le parezca” (EG 279).
Tenemos que confiar en el Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad
(Rom 8,26), y para ello lo invocamos y confiamos en él, con la libertad de dejarse llevar
por su soplo, renunciando a controlarlo todo, y “permitir que Él nos ilumine, nos guíe,
nos oriente, nos impulse hacia donde quiera… ¡Esto es ser misteriosamente fecundos!
(EG 280).
El Señor nos invita a renacer en Él y a extraer el agua viva que mana de su
fuente (cf. Jn 3, 3-5; 4, 14) y se derrama en la abundancia de su Palabra y en el Pan de
la Vida, en la vida litúrgica y orante de la comunidad parroquial. Es ahí donde la fe se
nutre y crece, y es desde ahí donde la fe se comparte y se hace anuncio, testimonio de
lo que hemos visto y oído (cf. Jn 4, 29.39-42; 1 Jn 1, 1.3).
“Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una
fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros" (2 Cor 4,7). Por eso, toda
evangelización ha de comenzar por nosotros mismos y por nuestra Iglesia, por
nuestras comunidades cristianas: una conversión pastoral y misionera, obra del
Espíritu.
No podemos vivir en el estado permanente de desencanto y desánimo, el
síndrome de Emaús, y, por eso, hoy es urgente escuchar de nuevo las mismas palabras
de Jesús a los suyos en la barca: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc
4,40). ¿Por qué nos descubrir el tiempo presente como un nuevo kairós? ¿Crisis? No es
sólo hundimiento o catástrofe; es también una situación de cambio y decisión. La crisis
es un reto, una oportunidad que Dios nos ofrece para sacarle partido.
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II. ¿SEMBRAMOS O COSECHAMOS?
“Salió el sembrador a sembrar…” (Mc 4,3; Mt 13,3; Lc 8,5). Todos conocemos el
comienzo de la parábola del sembrador. Y continúa:
“… al sembrar, algo cayó al borde del camino, vinieron los pájaros y se lo comieron.
Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra; como la tierra no era
profunda, brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y, por falta de raíz, se secó.
Otra parte cayó entre abrojos; los abrojos crecieron, la ahogaron y no dio grano. Él resto cayó
en tierra buena; nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento
por uno». Y añadió: «El que tenga oídos para oír que oiga»”. (Mc 4, 4-9)
Al leer esta parábola, por el influjo de su recepción en la comunidad primitiva
tal como lo recoge la tradición sinóptica, hemos puesto nuestra mirada en el terreno
donde cae la semilla (borde del camino, entre piedras, entre abrojos, tierra buena), o
sea, en los destinatarios de la semilla (la Palabra, el Evangelio) y, en consecuencia,
derivamos el interés hacia la cosecha, hacia los frutos, hacia los resultados.
Pero el centro de esta parábola está en el comienzo mismo: el hecho de
sembrar, sentido fundante y director de toda la parábola. Esa es la llamada primera y
permanente de Jesús a sus discípulos: SEMBRAR. Desde aquí nos podemos plantear
una triple pregunta a la que nos responde la misma parábola:
¿De dónde partimos? SALIÓ / CONVERSIÓN: personal, eclesial,
institucional (estructuras que ya no sirven): imprescindible “nacer de
nuevo” para convertirnos a la misión evangelizadora
¿Quiénes somos? SEMBRADOR / IDENTIDAD: la patria de la identidad
(Bloch) / llamados: discípulos / encuentro personal con Jesús /
evangelizador orante
¿A dónde vamos? SEMBRAR / MISIÓN: Somos y existimos para
evangelizar (EN 14): hacer presente en el mundo el Reino de Dios
II.1. SALIÓ: CONVERSIÓN
Una disposición previa: calzado a evitar
- restauracionismo nostálgico
- la mediocridad estéril
- refundación pretenciosa
Mejor calzarse con el par de sandalias de la fidelidad creativa: conscientes de
las herencias y responsables ante la tarea por venir.
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Ni nostalgia por el pasado, ni tristeza por el presente, ni desesperanza por el
futuro: compromiso lúcido y agradecido con el hoy de Dios (es el tuyo y el mío, y el de
todos y cada uno que estamos aquí) que nos invita a ser profecía, alabanza, narración-
anuncio y fraternidad.
Y en la carpeta de música (móvil, mp3 o variantes) llevar melodías que sean
itinerario sinfónico (sin-fonos, sonido acordado y conjuntado), coral e incluyente (cf.
H. Urs von Balthasar y la La verdad es sinfónica: pluralismo cristiano en cristología y
eclesiología).
Y una actitud de fondo. El poeta de lengua alemana, el austríaco Rainer María
Rilke, en sus Cartas a un joven poeta, recomienda amar las preguntas mismas para
luego poder reconocer y vivir las respuestas5. Vivir las preguntas es el trabajo
pedagógico más importante de nuestra vida para que esta madure verdaderamente.
Debemos perder ese tendencia manualística (especialmente en nuestros ámbitos
eclesiales) de aprender (o creer saber) las respuestas, de imponer las respuestas que
no tienen que ver con las preguntas esenciales de la vida (el sentido primero y último
de la existencia), o con la praxis de ser y hacer Reino, de ser y hacer Iglesia. Sólo Cristo
es la respuesta acabada para quienes acogen con corazón abierto el don de la fe.
1. UNA IGLESIA EN SALIDA QUE SE RENUEVA DESDE LA MISIÓN
1.1. Dios provoca un dinamismo de “salida” en la vida de los creyentes
Desde Abraham (Gn 12, 1-3) a Jeremías (Jer 1,7), pasando por Moisés (EX 3,17),
Dios nos saca de nuestra tierra hacia horizontes y desafíos nuevos. El “id” de Jesús es
una permanente llamada a cada cristianos y a cada comunidad a “salir de la propia
comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio”
(EG 20).
1.2. La alegría del Evangelio es una alegría misionera de todos y para todos
En una dinámica del éxodo y del don que nos lleva a salir de nosotros mismos,
y a sembrar siempre de nuevo y más allá (EG 21), sin que nos preocupe la recogida
inmediata de los frutos, la alegría que brota de la misión es un signo de que el
Evangelio es anunciado. Debemos descubrir la potencialidad de la Palabra que supera
nuestras expectativas y cálculos (cf. Mc 4,26-29) y fructifica más allá de lo esperado.
El encuentro con Jesús no ha de ser una experiencia que nos lleve a una
intimidad cerrada, sino que nos debe poner en actitud itinerante: “es vital que hoy la
5 Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta (Alianza: Madrid 1990), pp. 46-47.
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Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las
ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo” (EG 23). La alegría de esta Buena Noticia
es para todo el pueblo, sin exclusiones, para “toda nación, familia, lengua y pueblo”
(Ap 14,6).
2. UNA IGLESIA EN CAMINO DE CONVERSIÓN PASTORAL Y MISIONERA
2.1 De la conservación a la misión
La evangelización es la tarea primordial de la Iglesia, de todos y cada uno de
los que forman el pueblo de Dios: la causa misionera es la primera (cf. EN 14; RM 34).
Pero esta causa es el mayor desafío para la Iglesia, que ya no puede esperar
pasivamente en el templo, sino que debe pasar “de una pastoral de mera conservación
a una pastoral decididamente misionera” (Aparecida 370) (cf. EG 15).
Para dar este paso, es preciso emprender un camino de conversión pastoral y
misionera, que haga realidad el anhelo generoso e impaciente de renovación de toda
la Iglesia, que ha de contrastar su imagen real frente a al mismo Cristo y lo que Él quiso
para su Iglesia (Ecclesiam suam 3): la siempre necesaria reforma de la Iglesia en su
realidad humana y terrena, entendida como profundización en la fidelidad a
Jesucristo (Unitatis redintegratio 6; cf. EG 26) que lleve a las estructuras eclesiales a
ser cauce de una pastoral más misionera, expansiva y abierta (EG 27):
“Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las
costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta
en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la
autopreservación” (EG 27).
Cada Iglesia particular, o sea, cada diócesis o porción de la Iglesia católica bajo
la guía de su obispo, y cada uno de los fieles que la formamos, estamos llamados a esta
conversión misionera, a entrar en un proceso de discernimiento, purificación y
reforma (EG 30).
Esta conversión pastoral y misionera nos urge a superar el “siempre se ha
hecho así”, siendo audaces y creativos en los objetivos, estructuras y estilos
evangelizadores, pero caminando en esta búsqueda siempre juntos, sin miedos ni
prohibiciones: “Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda comunitaria
de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía” (EG
33).
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2.2. Desde el corazón del Evangelio
O sea, yendo a lo esencial: “Una pastoral en clave misionera no se obsesiona
por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer
a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero,
que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra
en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo
lo más necesario” (EG 35): la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en
Jesucristo muerto y resucitado, que nos invita a responderle reconociéndolo en los
demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos (EG 36).
2.3. Para renovar lenguajes, estructuras, costumbre y normas
No se trata de hacer mutilaciones ni presentaciones edulcoradas, sino
comunicar ese núcleo esencial del Evangelio que da sentido, hermosura y atractivo al
conjunto doctrinal y moral de la fe cristiana desde el propio orden y jerarquía de estas
verdades (EG 34, 36 y 39), y nos evita la desproporción de hablar más de la ley que de
la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios
(EG 38). Si así fuera, el mensaje se arriesga a perder su frescura y su olor a Evangelio
(EG 39), con el peligro de entregar formulaciones y no la substancia de la verdad (EG
41-42).
No tengamos miedo a revisar aquellas “costumbres propias no directamente
ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que
hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser
percibido adecuadamente… o normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido
muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como
cauces de vida” (EG 43). No se debe convertir la religión católica en una esclavitud de
normas, sino en una vivencia y adhesión libre y gozosa a la fe:
“Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los débiles […]
todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades,
nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la
comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y
entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el
barro del camino” (EG 45)
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3. UNA IGLESIA MADRE DE CORAZÓN ABIERTO
Una Iglesia con las puertas abiertas
Que sale al encuentro de las periferias humanas, priorizando la escucha y el
acompañamiento en los procesos de iniciación y maduración en la fe, más que las
urgencias por hacer o resolver (EG 46).
Una Iglesia que es la casa abierta del Padre
¿Es posible que nuestros templos e iglesias puedan tener literalmente abiertas
sus puertas para facilitar momentos de oración?
Mostrar una actitud acogedora y comprensiva con los que se acercan a
nuestras parroquias para solicitar la “puerta” del Bautismo: prudencia y verdad
La Eucaristía no es premio para los perfectos, sino generoso alimento para los
débiles, “pan partido” para alimento del pueblo peregrino.
La Iglesia ha de ser cauce facilitador de la gracia, no una aduana, sino la casa
paterna donde hay lugar para cada uno (EG 47), especialmente para los olvidados, los
pobres, los que no cuentan (EG 48), aquellos que no pueden recompensarte (Lc 14,14).
Una Iglesia accidentada y herida
Una Iglesia aferrada a sus propias seguridades acaba centrada en sí misma y
encerrada en una maraña de obsesiones y procedimientos:
“La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya "suerte", es decir, la elección, la
llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la perdición, están tan estrecha e
indisolublemente unidos a Cristo. (...) Este hombre es el primer camino que la Iglesia debe
recorrer en el cumplimiento de su misión; él es el camino primero y fundamental de la Iglesia,
camino trazado por Cristo mismo, camino que inmutablemente conduce a través del misterio
de la encarnación y de la redención" (Redemptor hominis 14).
“Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en
las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una
multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37)”
(EG 49).
“Atención: si la Iglesia está viva, debe sorprender siempre. Sorprender es
característico de la Iglesia viva. Una Iglesia que no tenga la capacidad de sorprender es una
Iglesia débil, enferma, moribunda, y debe ser ingresada en el sector de cuidados intensivos,
¡cuanto antes! … La Iglesia de Pentecostés es una Iglesia que no se resigna a ser inocua,
demasiado «destilada». No, no se resigna a esto. No quiere ser un elemento decorativo. Es una
Iglesia que no duda en salir afuera, al encuentro de la gente, para anunciar el mensaje que se le
ha confiado, incluso si ese mensaje molesta o inquieta las conciencias, incluso si ese mensaje
trae, tal vez, problemas; y también, a veces, nos conduce al martirio” (Regina Coeli, 8 de junio
de 2014).
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II.2. SEMBRADOR: IDENTIDAD
1. DIOS NOS LLAMA
El quién somos nos viene dado, no impuesto, y en todo caso, propuesto
[camino/proceso] por el Dios que nos amó primero (cf, 1 Jn 4,10) y que toma la
iniciativa para revelarnos su amor misericordioso: en su bondad Dios nos ha querido
manifestar el misterio de su voluntad, una voluntad amorosa y misericordiosa (cf. DV
2). No es un Dios de silencio, sino el Dios de la Palabra que invita a los hombres a un
diálogo amistoso (DV 2: “Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por
su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en
su compañía”), y se nos da a conocer como misterio de amor (cf. VD 6; ver
especialmente EG 12).
Dios entabla con nosotros un diálogo amistoso y libre sobre los problemas que
tenemos en la vida cotidiana. Dios quiere responder a las preguntas más profundas
del corazón humano, ensanchar nuestros valores y satisfacer nuestras aspiraciones
con palabras de vida (cf. VD 22-23). Una palabra gratuita que viene al encuentro del
silencio mendicante del hombre para acompañarnos y hacer con nosotros el camino
que nos invita a recorrer.
Especialmente se acerca al hombre herido que habita en las periferias, a donde
debe llegar también la luz del Evangelio (cf. EG 20; 30, 46).
2. … EN JESUCRISTO
Ese encuentro (o reencuentro) con el amor de Dios tiene lugar en el Amor
encarnado en Jesucristo, fuente de feliz amistad, de alegría y de liberación, lo que
llena el corazón y la vida entera de la alegría del Evangelio (cf. EG 1) y nos rescata del
aislamiento individualista y de nuestra autoreferencialidad (cf. EG 8).
Tenemos que dejarnos cautivar de nuevo, una vez más, por el amor de Jesús:
“esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más… Si no sentimos
el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a
cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda
nuestra vida tibia y superficial… ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y
nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto
y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3)” (EG 264).
Es el momento de “renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo
o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin
descanso” (EG 3).
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Es preciso recuperar un espíritu contemplativo que nos lleve a redescubrir el
tesoro de vida y amor que encierra conocer a Jesús, la experiencia de de gustar su
amistaad y su mensaje (cf. EG 265):
“No es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con
Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo
mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo
tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón” (EG 266).
“Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que
buscamos es la gloria del Padre, vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su
gracia» (Ef 1,6)” (EG 267).
La identidad se descubre, se profundiza y crece en la intimidad y en la amistad
con el Maestro. Llamó a los que quiso para enviarlos en su nombre. La misma
estructura de la llamada, seguidme (Mc 1,7), encierra una relación peculiar.
Seguidme significa “venid a vivir conmigo y aprended de mí”. Antes de
enviarlos, debían estar con él (Mc 3,14), compartir su vida, habitar en su casa:
Jn 1,38ss: Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?». Ellos le
contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Él les dijo: «Venid y veréis».
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima.
… y asistir a su escuela de vida y, más tarde, de cruz. Su enseñanza no es mera
transmisión de contenidos religiosos o enumeración de normas de vida. Es una escuela
de experiencia, de relación entre Maestro y discípulo.
La intención de Jesús la recoge muy bien el evangelio de Juan: “a vosotros os
llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn
15,15). Desde esta invitación y acogida, ser discípulo reclama ser testigo de una
amistad personal, vivida y renovada constantemente con Jesús el Señor.
Identidad es renovar la fidelidad a la llamada, fortalecer la amistad con el
Amigo, con aquel que se ha confiado a nosotros, que se ha puesto en nuestras manos.
La amistad exige y se enriquece con el trato. Y con el Señor lleva el nombre de
oración. Los amigos nos acabamos pareciendo: en el trato de amistad fiel con el
Maestro se elabora y configura la personalidad del discípulo.
La amistad con Jesús, la pasión por Él y por la causa del reino nos hace a los
cristianos verdaderos teólogos: hablar del Dios de Jesucristo porque hemos
compartido con él mesa y vida, enseñanza y experiencia.
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Tal vez, puedan resultar iluminadoras las palabras de un texto tomado de
Pastores dabo vobis, donde san Juan Pablo II comenta el conocido texto paulino de 1
Tim4, 14-16, en el que Timoteo es aleccionado a reavivar el carisma que hay en él
(aunque sea en un contexto referido al ministerio sacerdotal, el don de Dios, de modo
general, lo podemos también referir a todo cristiano). No es el esfuerzo personal, es el
misterioso dinamismo de la gracia, del don y de la libertad:
“El Apóstol pide a Timoteo que «reavive», o sea, que vuelva a encender el don divino,
como se hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder ni
olvidar jamás aquella «novedad permanente» que es propia de todo don de Dios, —que hace
nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5)— y, consiguientemente, vivirlo en su inmarcesible frescor y
belleza originaria.
Pero este «reavivar» no es sólo el resultado de una tarea confiada a la responsabilidad
personal de Timoteo ni es sólo el resultado de un esfuerzo de su memoria y de su voluntad. Es
el efecto de un dinamismo de la gracia, intrínseco al don de Dios: es Dios mismo, pues, el que
reaviva su propio don, más aún, el que distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y de
responsabilidad que en él se encierran” (PDV 70).
A lo mejor debemos comenzar por abandonar justificaciones estériles, y
reconocer que en la humana condición asoma una realidad siempre pobre que es
mirada con ternura y misericordia por unos Ojos que no se escandalizan ni se cansan, y
que no dejan de salir cada mañana al balcón de la vida para ver si regresan finalmente
nuestras torpes y tristes andanzas tras haber merodeado por los caminos pródigos que
a veces nos han llenado de vacío, amargura y desencanto. Volvamos al encuentro de
ese Amor primero y último donde la vida siempre es nueva.
Siempre somos discípulos a los pies del Señor aprendiendo a caminar tras él,
hablar con él y compartir con él. Sólo si somos cristianos entusiasmados y
enamorados, unidos a Jesús, buscando lo que él busca, amando lo que él ama, la
gloria del Padre, podremos ser auténticos y entusiastas testigos de la Mejor Noticia
(EG 266-267).
3. … A SER PUEBLO DE DIOS
No somos discípulos solitarios. Dios, por su propia iniciativa y por pura gracia,
nos hace, por medio de Jesucristo, una oferta universal de salvación, para la que ha
gestado un camino: convocarnos como pueblo. Así nos dice LG 9: “fue voluntad de
Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos
con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera
santamente”.
Y así escogió a Israel como pueblo con el que hizo una alianza y al que fue
educando a lo largo de su historia como preparación de la alianza nueva y perfecta en
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Cristo, por la que todos los hombres fueron convocados para unirse, no según la
sangre, sino por el agua y el Espíritu (LG 9). Este nuevo pueblo que Dios ha elegido y
convocado es la Iglesia.
Pero, no se trata de un grupo exclusivo o elitista. Es Dios el que llama formar
parte de su pueblo a todos los hombres:
“Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús
dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que
en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la
Iglesia, a los que son temerosos o a los indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de
su pueblo y lo hace con gran respeto y amor!” (EG 113).
Ser Iglesia es ser pueblo de Dios, fermento de Dios en medio de la humanidad,
“el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido,
amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (EG 114).
4. …DE BELLO ROSTRO PLURIFORME (UNA DIVERSIDAD COMPLEMENTARIA)
Este pueblo de Dios se encarna en todos los pueblos de la tierra, cada uno con
su cultura propia: en nuestra tierra ourensana la Iglesia también ha tomado el rostro
de nuestra cultura, de nuestra idiosincracia. Así comprobamos como el don de Dios se
encarna en la cultura de quien lo recibe (EG 115) y el Espíritu Santo la fecunda con la
fuerza transformadora del Evangelio (EG 116).
A lo largo de la historia, el cristianismo, en fidelidad al anuncio del Evangelio, ha
tomado el rostro de tantas culturas y tantos pueblos en los que ha sido acogido y
arraigado. Es la expresión de la genuina catolicidad de la Iglesia que muestra “la
belleza de este rostro pluriforme” (Novo Millennio ineunte 40). Y así la Iglesia asume
todos aquellos valores de una cultura que pueden enriquecer el anuncio y la vivencia
del Evangelio.
Y esta diversidad no es una amenaza, sino una riqueza para la unidad y la vida
de la Iglesia, porque es el mismo Espíritu el que suscita esta riqueza de dones y al
mismo tiempo construye la comunión y la unidad “que nunca es uniformidad sino
multiforme armonía que atrae” (EG 117) ¡Qué triste un cristianismo (y una Iglesia) que
fuese de un solo color y de una sola voz! [No confundamos a Cristo con mi lectura del
Evangelio, o a la Iglesia con mi grupo, o la teología con la ideología].
Pero esta diversidad armoniosa de la única Iglesia de Jesucristo no la debemos
pensar sólo aplicada a la Iglesia universal: es preciso que la vivamos, la descubramos y
la valoremos también en nuestra Iglesia diocesana de Ourense, y en todas y cada una
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de nuestras parroquias, en todas y en cada una de nuestras comunidades, grupos y
movimientos.
Los dones y carismas que el Espíritu suscita son para renovar y edificar la
Iglesia. No son patrimonio particular o de un grupo concreto: son para la Iglesia, para
la comunidad. En la comunión en la diversidad es donde un carisma se muestra
auténtico y fecundo (EG 130).
Todos somos conscientes que las diferencias entre las personas y los grupos y
comunidades cristianas a veces son incómodas y provocan los conflictos y las fricciones
propios de toda convivencia, pero debemos aparcar los particularismos y las
desmedidas exigencias personales para que el Espíritu, que suscita esa diversidad y la
pluralidad, construya también la armoniosa unidad, una diversidad reconciliada que
supere los conflictos (cf. EG 230):
“cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros
particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando
somos nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros planes humanos,
terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la
Iglesia” (EG 131).
Una Iglesia que vive y se construye como pueblo convocado por Dios a vivir su
fe en un tiempo y en un espacio está haciendo realidad la eclesiología de comunión
proclamada por el concilio Vaticano II (cf. Christifideles laici 19). O sea, “hacer de la
Iglesia la casa y la escuela de la comunión” y promover una espiritualidad de comunión
(NMI 43). Se precisa un corazón convertido y renovado según el Evangelio para hacer
realidad la comunión en la Iglesia: “No nos hagamos ilusiones: sin este camino
espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían
en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y
crecimiento” (NMI 43).
5. EN LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS, TODOS SOMOS DISCÍPULOS MISIONEROS
Partamos de una afirmación recogida en EG 119:
“En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza
santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción
que lo hace infalible «in credendo». Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no
encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la
salvación”
Un pueblo santo, un pueblo que cree sin error: es la presencia del Espíritu que
nos ayuda a discernir lo que viene de Dios, como “una cierta connaturalidad con las
realidades divinas y una sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aunque no
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tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión” (EG 119). Podemos
dar gracias con Jesús cuando dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los
pequeños” (Mt 11, 25).
Y aunque decimos en primera persona, creo, esto sólo es posible porque se
forma parte de una gran comunión, porque también se dice creemos (cf. LF 39). Ahí
reside ese instinto de fe (sensus fidei), en la totalidad de los fieles, de todo el pueblo
de Dios, no en mi “yo” solitario que afirmar creer, sino el “nosotros creemos”
pronunciado sinfónicamente por cada uno al decir “creo”.
Y por la misma dinámica bautismal, cada miembro del pueblo de Dios se
convierte en discípulo misionero: “todo cristiano es misionero en la medida en que se
ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos
«discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros»” (EG
120). Por eso, “cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y
el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador” (EG 120), como lo fueron
los primeros discípulos (Jn 1,41), la samaritana (Jn 4,39), el mismo Pablo (Hch 9,20):
“Obreros de la viña son todos los miembros del Pueblo de Dios: los sacerdotes, los
religiosos y religiosas, los fieles laicos, todos a la vez objeto y sujeto de la comunión de la Iglesia
y de la participación en su misión de salvación. Todos y cada uno trabajamos en la única y
común viña del Señor con carismas y ministerios diversos y complementarios” (ChL 55).
“Todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor
salvífico del Señor” , a pesar de nuestras imperfecciones y limitaciones, y, por ello, no
podemos olvidar que también “todos estamos llamados a crecer como
evangelizadores”, lo que implica un compromiso por formarnos y profundizar nuestro
amor al Señor y nuestro testimonio del Evangelio (EG 121):
“La misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para
seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica decir
como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo
mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13)” (EG 121).
6. … ALENTADOS POR LA FUERZA DEL ESPÍRITU Y APOYADOS EN LA ORACIÓN
Somos llamados, como bautizados, a evangelizar. Pero, ¿cómo? No vale hacerlo
de cualquier forma: hemos de ser evangelizadores con Espíritu. O sea, abiertos a la
acción del Espíritu de quien recibimos la fuerza para anunciar el Evangelio con
audacia.
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Pidamos que el fuego del Espíritu arda en nuestros corazones, porque Él es el
alma de la Iglesia evangelizadora que sale de sí misma para llevar la alegre noticia del
Evangelio a todos los pueblos (EG 261).
Siempre apoyados en la oración, para no quedarnos vacíos y agotados. (EG
259). Necesitamos el aire que se respira con el pulmón de la oración. Necesitamos ese
espacio interior que dé sentido cristiano a nuestra actividad y a nuestro compromiso:
“Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de
diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos
debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga” (EG 262).
Debemos rechazar la posibilidad de refugiarnos en una espiritualidad “fácil y
cómoda”, individualista y sin raíces en la vida que solo nos sirva de refugio.
Evangelizadores con Espíritu son evangelizadores que oran y trabajan:
“Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin
un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin
una espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo
llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el
Evangelio” (EG 262).
Hay un modo de oración especialmente importante para la evangelización: la
oración de intercesión. Toda oración auténtica siempre incluye a los demás, no los
deja fuera: «En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros [...]
porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7). La intercesión es como una levadura
en el corazón mismo del misterio de Dios que se conmueve para manifestarnos su
poder su amor y su lealtad (EG 281 y 283).
Al mismo tiempo, esta oración se debe convertir en acción de gracias, en
agradecimiento a Dios por todos los que nos rodean, por todos aquellos con los que
convivimos y compartimos la vida (EG 282): «Ante todo, doy gracias a mi Dios por
medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8); «Doy gracias a Dios sin cesar por
todos vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1
Cor 1,4); «Doy gracias a mi Dios todas las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3).
“Nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas «escuelas de
oración», donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino
también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto
hasta el « arrebato del corazón. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del
compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los
hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios” (NMI 33).
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7. PARA SER Y ESTAR CON EL PUEBLO DE DIOS
Estar con la gente es saludable: compartir, relacionarnos, establecer vínculos
afables y cercanos es fuente de gozo (EG 268).
¿Por qué pertenecer a una colectividad es beneficioso para nuestra salud? Es
una pregunta que nos hacen los psicólogos. Dicen los expertos que la piedra angular de
este efecto saludable es la identidad compartida: piensas en función del “nosotros” y
no del “yo”; dejas de percibir a las personas como ajenos para verlas de manera más
cercana. Se da y se recibe apoyo, la rivalidad se transforma en colaboración y la gente
es capaz de conseguir sus objetivos mucho mejor de lo que lo haría nunca en solitario.
Esto engendra emociones positivas que nos vuelven no solo más fuertes antes las
dificultades, sino también más saludables.
Y como cristianos, como parte que somos, por el bautismo, de la Iglesia, el
nuevo pueblo de Dios, debemos desarrollar el gusto espiritual por estar cerca y
compartir la vida de la gente [salud psicológica y espiritual, de la psiche y del
pneuma].
El mismo Jesús es modelo en este modo evangelizador de cercanía y
proximidad (EG 269):
- Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención
amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21).
- Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52),
y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo
traten de comilón y borracho (cf. Mt11,19).
- Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies
(cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15).
- La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo
que marcó toda su existencia.
Tenemos vocación de ser sal y luz (cf. Mt 5,13), levadura en la masa (cf. Mt
13,33), estamos llamados a ser el alma del mundo, sin salir del mundo (A Diogneto): en
la vocación cristiana hay una llamada propia a integrarnos a fondo en la sociedad.
“Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad,
compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y
espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres,
lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo,
codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino
como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad” (EG 269).
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Debemos rechazar la tentación de aislarnos (y menos de buscar enemigos), y
parapetarnos en nuestros grupos y parroquias: es la tentación de mantener la
prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús quiere que toquemos la miseria
humana y la carne sufriente para entrar en contacto con la vida concreta de las
personas y conocer ahí la fuerza de la ternura y de la compasión, de la justicia y de la
caridad, del perdón y de la reconciliación (EG 270). “Uno no vive mejor si escapa de los
demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la
comodidad. Eso no es más que un lento suicidio” (EG 272).
Jesús nos invita, no a condenar y señalar, sino a vivir la experiencia de
complicarnos maravillosamente, al ser y sentirnos parte de los gozos y esperanzas, de
las dolores y tristezas de este pueblo (EG 271):
- «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de
vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18).
- También se nos exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21),
sin cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como
superiores, sino «considerando a los demás como superiores a uno mismo»
(Flp 2,3).
- De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el
pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13).
Aquel que ama así, de modo concreto, el rostro de su hermano, comienza a
ver el rostro de Dios; y, por el contrario, quien no ama al hermano «camina en las
tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios»
(1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios» (Deus caritas est 16):
“Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos
capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para
reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios” (EG 272).
Sólo desde este amor que busca el bien y la felicidad del otro, podemos
encontrar y conocer a Dios y ser misioneros de la luz, de la vida y de la bendición de
Dios que levanta, sana y libera en esta tierra que nos ha tocado habitar. Siempre “hay
más alegría en dar que recibir” (Hch 20,35) (cf. EG 272-273):
Esta es nuestra misión: compartir la vida (de Dios) con la gente dando vida.
Para ello hace falta reconocer que cada persona es digna de nuestra entrega, no por
su apariencia ni por sus cualidades, sino porque es criatura de Dios (EG 274):
“Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su
vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia,
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cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, SI
LOGRO AYUDAR A UNA SOLA PERSONA A VIVIR MEJOR, ESO YA JUSTIFICA LA ENTREGA DE MI VIDA” (EG 274).
Como bautizados hemos de procurar “incardinarnos” efectiva y afectivamente,
allí donde cada uno nace, crece y madura la fe.
8. EL CAMINO DE SER PUEBLO: CAMINO DE CRECIMIENTO Y MADURACIÓN
8.1. Un camino de crecimiento y maduración
“La fe es un don de Dios “que tiene que ser alimentado y robustecido para que
siga guiando su camino” (LF 6). Por ello, es preciso “redescubrir el camino de la fe para
iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del
encuentro con Cristo” (PF 2).
Y “la fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se
recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo”. Y esto es posible si
asumimos que “la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para
poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo,
en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene
su origen en Dios” (PF 7).
Para intensificar este crecimiento es preciso hacer una reflexión sobre la fe
profesada, celebrada, vivida y rezada que conduzca a todos los creyentes en Cristo a
una adhesión al Evangelio más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de
profundo cambio como el que la humanidad está viviendo (PF 8).
Por tanto, debemos tomar conciencia de la necesidad de emprender un camino
de maduración y crecimiento de la fe, de formación de la vida y la experiencia
creyente que nos ayude a descubrir y asumir el proyecto que Dios tiene sobre cada
uno de nosotros.
8.2. ¿Qué crecimiento y qué formación?
No se trata de un crecimiento y de una formación entendidos exclusivamente
como doctrinal, sino sobre todo un crecimiento en el amor, entendido como respuesta
al amor con el que el Señor nos amó primero (1 Jn 4,10), y que nos identifica como
cristianos: el mandamiento nuevo (Jn 15, 12). “Que el Señor os haga progresar y
sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos” (1 Ts 3,12).
Debemos tomar conciencia de la necesidad de educar y catequizar
permanentemente nuestra fe y nuestra vida cristiana. La educación no se restringe a
unas edades determinadas ni a un solo aspecto de la persona: debemos tener la
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disposición de aprender siempre y de educarnos en todas las dimensiones personales,
también en la fe. Por eso, la catequesis no es algo sólo de la infancia y de la
adolescencia, u orientado a la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana.
El inicio de nuestra fe es un punto de partida que requiere continuidad, compromiso y
maduración para que el don de la vida de Dios en nosotros y el fruto de su gracia no
queden inútiles.
Nunca debe dejar de resonar en nosotros la llamada del primer anuncio o del
kerigma:
«Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para
iluminarte, para fortalecerte, para liberarte». Que sea primero no quiere decir que estuvo en
los inicios de la vida de fe y después ha sido olvidado o superado. Todo lo contrario. Es primero
porque debe seguir “primereando” nuestra vida cristiana, la de todos y cada uno de los fieles,
como el anuncio principal que nos viene de Dios por medio de su Iglesia en todo momento y en
todas las etapas del camino de la fe (EG 164).
Y esto no debe entenderse como algo menor que debiera dar paso a una
formación supuestamente más sólida, porque “nada hay más sólido, más profundo,
más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio”: toda formación cristiana es
profundizar en el kerigma teniendo presentes estas notas (EG 165):
� que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa
� que no imponga la verdad y que apele a la libertad
� que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad
� que tenga una integralidad armoniosa y que no reduzca la predicación a unas
pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas.
8.3. Una iniciación mistagógica
Esta profundización en el primer anuncio se denomina mistagogía o iniciación
mistagógica, lo que significa varias cosas importantes (EG 166):
- se asienta en la gracia (don de Dios) y en la libertad (acogida y respuesta)
- una progresiva experiencia formativa realizada con y en la comunidad
cristiana que fortalece la fe en Jesucristo
- renovada valoración de los signos y celebraciones litúrgicas
Debemos descubrir y valorar la importancia de la inserción de nuestra
experiencia y vivencia de la fe en el ámbito comunitario: parroquia, grupos o
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movimientos, la Iglesia diocesana y universal [“poner vida eclesial en este itinerario”].
Se hace “imposible creer cada uno por su cuenta”, porque la fe no es “una opción
individual” entre el “tú de Dios” y el “yo creyente” , sino que abre el yo al “nosotros” y
se da siempre “dentro de la comunión de la Iglesia”. Por esta razón, “quien cree nunca
está solo”: porque descubre que los espacios de su “yo” se amplían y generan nuevas
relaciones que enriquecen la vida: “Es posible responder en primera persona, creo,
sólo porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice creemos”
(LF 39).
Pensemos por un momento en la parroquia, que, aunque no es la única
instancia evangelizadora, sigue siendo la presencia más cercana de la Iglesia en medio
de las casas y las plazas donde habitan los hombres. Llamada a seguir respondiendo
con creatividad, docilidad y fidelidad misionera a los desafíos de cada tiempo, debe
estar cercana a la vida de la gente para no convertirse en una simple estructura
prestadora de servicios religiosos o en un reducto de selectos y privilegiados que se
miran a sí mismos. Y ha de propiciar ámbitos de comunión y participación que se
orienten hacia la misión, más allá de los mismos muros parroquiales:
“La parroquia es presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la
Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la caridad generosa,
de la adoración y la celebración. A través de todas sus actividades, la parroquia alienta y forma
a sus miembros para que sean agentes de evangelización. Es comunidad de comunidades,
santuario donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío
misionero” (EG 28).
También es fundamental que redescubramos y valoremos la celebración
cristiana de la fe, la celebración litúrgica de los sacramentos. Estos no son una simple
realización de ritos de la fe, y menos acciones religiosas de expresión social. La liturgia
no es solo una acción humana, sino, un encuentro con Dios que lleva a la
contemplación y a la amistad íntima con Él. En este sentido, la liturgia de la Iglesia es la
mejor escuela de la fe: el año litúrgico como perspectiva orgánica de la iniciación
mistagógica; y la iniciación cristiana a través de los sacramentos.
A través de la liturgia Dios desea manifestar la belleza incomparable de su
inmenso e incesante amor por nosotros, y nosotros, por nuestra parte, ofrezcamos lo
que sea más hermoso de nuestra adoración a Dios. En el intercambio maravilloso de
la sagrada liturgia, en la que el cielo baja a la tierra, y la tierra es elevada al cielo, la
salvación está a la mano, provocando el arrepentimiento y la conversión del corazón
(cf. Mt. 4,17;Mc. 1,15) (Proposición 35 del Sínodo sobre la Nueva Evangelización).
Conocer la riqueza de los signos de la celebración, su ritmo celebrativo, la
riqueza insondable de vida divina que nos dan nos puede ayudar a vivir la celebración
de cada uno de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, como una permanente
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mistagogía que nos implique de modo personal y comunitario en una relación viva y
filial con Dios y compasiva y comprometida con los hombres.
8.4. El arte del acompañamiento: los discípulos acompañan a los discípulos
En la convivencia paradójica, tan propia de este tiempo, del anonimato y del
indivualismo, junto con la obsesiva y malsana curiosidad por la vida ajena, necesitamos
descubrir y apreciar en la vida cristiana, en la vida de nuestra Iglesia y de nuestras
comunidades la mirada cercana, que se conmueve y se detiene ante cada persona
cuantas veces sea necesario (EG 169).
Cuidemos, fortalezcamos y dejémonos acompañar en el crecimiento de la
inmensa riqueza de ser creyentes, discípulos (EG 69). Y también, especialmente los
sacerdotes, sepamos acompañar con misericordia y paciencia a los fieles laicos en las
etapas su crecimiento: “A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico
de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas”
(EG 44).
Se trata de iniciarnos todos (sacerdotes, religiosos, laicos) en el arte del
acompañamiento para que aprendamos a quitarnos las sandalias ante la tierra sagrada
del otro (cf. Ex 3,5): “Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de
projimidad (capacidad del corazón que hace posible la proximidad), con una mirada
respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a
madurar en la vida cristiana” (EG 169).
La experiencia del acompañamiento nos ayuda a descubrir la prudencia, la
capacidad de comprensión, el arte de esperar el tiempo oportuno (Pedro Fabro: “El
tiempo es el mensajero de Dios”), la disponibilidad para escuchar, la docilidad al
Espíritu (EG 171).
¡Qué importante sabernos escuchar!:
“La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala
de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y
compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del
ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo
mejor que Dios ha sembrado en la propia vida” (EG 171).
El necesario acompañamiento espiritual debe llevarnos siempre con Cristo
hacia el Padre: caminar solos y a nuestra manera nos convierte en “errantes que giran
siempre sobre sí mismos sin llegar a ninguna parte” (EG 170). Ya sea en la dirección /
acompañamiento espiritual, en la celebración del perdón o en el grupo cristiano en
que hacemos revisión y proyecto de vida, tenemos que aprender a caminar
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acompañados, pues necesitamos referentes, confrontación, ayuda para discernir y
disponibilidad para acoger, caridad para corregirnos y ayudarnos a crecer, sin ceder al
fatalismo o a la pusilanimidad:
“La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de expresar con total
sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y compasivos con
los demás y nos capacita para encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y
su disposición para crecer” (EG 172).
Cada persona somos un misterio de vida que sólo Dios conoce en plenitud,
pero en ese misterio que somos cada uno, precisamos que alguien nos invite a
curarnos, a cargar con la camilla o con la cruz. Un discípulo que ayuda a otro discípulo
para crecer en el seguimiento y en el testimonio misionero (EG 173).
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II.3. SEMBRAR: MISIÓN
La liturgia de la Palabra propia de la solemnidad de la Ascensión nos presenta
una tentación (quedarse mirando al cielo, cf. Hch 1,11) y una invitación (id, anunciad,
enseñad, cf. Mt 28,19-20; Mc 16,20)
� ID: en salida del centro autorreferencial al centro Cristo-Iglesia
� ANUNCIAD: proclamación del kerigma en el estilo de Jesús: propuesta,
no imposición
� ENSEÑAD: Procesos en la fe / inserción eclesial / compromiso ad intra y
ad extra
1. SUPERAR LAS TENTACIONES DEL EVANGELIZADOR
La ACEDIA EGOÍSTA6: actividades familiares, sociales, pastorales sin motivación
adecuada, sin una espiritualidad que las sostenga, nos llevan al cansancio enfermo,
tenso, pesado e insatisfecho. Ansiosos por los resultados no soportamos la
contradicción, el fracaso, la crítica, la cruz (EG 81-82)
La PSICOLOGÍA DE LA TUMBA, propia de los cristianos convertidos en “momias de
museo”, que sin alegría y desilusionados con la realidad y con la Iglesia o consigo
mismos, se apegan a una tristeza enfermiza y desesperanzada (EG 83): “es el gris
pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede
con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en
mezquindad” (J. Ratzinger, citado en EG 83). No nos dejemos arrebatar la alegría del
Evangelio. Que los males de este mundo y de la misma Iglesia sean desafíos para
crecer y no excusas para el pesimismo y la inanicción (EG 84).
6 El Catecismo de la Iglesia la define así: "La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene
de Dios y a sentir horror por el bien divino" (CIC 2094). Nuevamente, en otro lugar, tratando de la oración, la enumera entre las tentaciones del orante: "otra tentación a la que abre la puerta la presunción, es la acedía. Los Padres espirituales entienden por ella una forma de aspereza o desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón. `El espíritu está pronto pero la carne es débil´ (Mateo 26,41)" (CIC 2733) La indiferencia, la ingratitud y la tibieza son otras tantas formas de la acedia. La palabra castellana es heredera de un rico contenido etimológico que orienta para comprender mejor su sentido. Las palabras latinas acer, acris, acre, aceo, acetum, acerbum, portan los sentidos de tristeza, amargura, acidez y otras sensaciones fuertes de los sentidos y del espíritu. Los estados de ánimo así nombrados son opuestos al gozo, y las sensaciones aludidas son opuestas a la dulzura. La raíz griega de donde derivan los términos latinos es kedeia: "Akedeia es falta de cuidado, negligencia, indiferencia, y akedia descuido, negligencia, indiferencia, tristeza, pesar. Se refiere de modo particular - en los griegos - al descuido de los muertos, insepultos, por lo cual no tenían descanso. Es una negación de la kedeia, alianza, parentesco; funeral, honras fúnebres. Es decir, son los cuidados que brotan de la alianza, del parentesco, de la afinidad que brota de la alianza matrimonial.
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La CONCIENCIA DE DERROTA que nos hace ser “pesimistas quejosos y
desencantados con cara de vinagre”: “Nadie puede emprender una lucha si de
antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de
antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia
de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar
lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en
la debilidad» (2 Co12,9)”. Nuestro triunfo y nuestra victoria es una cruz, que es camino
de resurrección (EG 85).
Y a pesar de la aridez ambiental (familia, trabajo, amigos), debemos ser
personas-cántaros que demos a beber a los demás el agua viva de la fe, como Jesús a
la samaritana (cf. Jn 4, 5-42; EG 86), para responder adecuadamente a la sed de Dios
de mucha gente (EG 89):
“Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber de sentarse junto a
los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo
que puedan encontrarlo, porque sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna”
(Mensaje final del Sínodo sobre la Nueva Evangelización).
El ENCIERRO EGOÍSTA en nosotros mismos es amargo veneno que no debemos
probar. Comprometámonos en una mística del bien común, del vivir juntos: el
encuentro personal y fraterno, el compromiso solidario (EG 87).
Desde ahí, podremos superar la DESCONFIANZA, LA SOSPECHA y las actitudes
defensivas que nos impelen a escondernos en una privacidad cómoda e íntima
(relaciones interpersonales de las redes sociales). No podemos renunciar a la
dimensión social del Evangelio y a la revolución de la ternura frente a
“espiritualidades del bienestar” y “teologías de las properidad” sin compromiso
fraterno y sin rostro:
“El Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro,
con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia
en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable
del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de
los otro” (EG 88).
Procuremos no escondernos ni huir de los demás, evitando los vínculos
profundos y estables: “el único camino consiste en aprender a encontrarse con los
demás con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de
camino, sin resistencias internas” (EG 91). Descubrir a Jesús en el rostro del hermano y
aprender a sufrir con Jesús crucificado en las injusticias e ingratitudes:
“Una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del
prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la
convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar
la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno” (EG 92).
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Y esa MUNDANIDAD ESPIRITUAL que, con apariencia de religiosidad y de amor a la
Iglesia, busca la gloria humana y el bienestar personal (EG 93). Y son variadas sus
formas, todas ellas expresión de una autocomplacencia egocéntrica (EG 94-97)
- Una fe subjetivista y sentimental que nos hace “sentir bien”
- La sola confianza en las propias fuerzas y en las seguridades doctrinales
- La preocupación por lo formal, lo estético en la celebración
- La fascinación por el éxito y la vida social
- El funcionalismo empresarial en la vida eclesial
- La vanagloria del poder y de “lo que habría que hacer” (pecado del
habriaqueísmo)
- La pérdida de contacto con la realidad del pueblo de Dios
“Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de
los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se
obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su
inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está
auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien” (EG
97)
Esta mundanidad nos lleva a emprender guerras entre nosotros, DISCORDIAS Y
DIVISIONES que surgen entre los pueblos, entre las familias, entre vecinos, en el barrio y
en pueblo… y en nuestras parroquias y comunidades cristianas: estamos todos en la
misma barca, por eso, ¡cuidado con la tentación de la envidia! Alegrémonos con los
frutos ajenos, porque son de todos (EG 98-99):
“Duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre
personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias,
difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa,
y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a
evangelizar con esos comportamientos?” (EG 100)
“Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con
alguno. Al menos digamos al Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido
por él y por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en el
amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor
fraterno!” (EG 101).
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2. PARA HACER PRESENTE EL REINO DE DIOS
2.1. Salir hacia el prójimo
En el corazón mismo del Evangelio y de la fe está el compromiso por los otros,
la promoción humana, cuyo centro es la caridad: el Evangelio de la fraternidad y de la
justicia (EG 177-179):
“La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente prolongación de la
Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más
pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40)” (EG 179). Por eso, “el servicio de la caridad es también
una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia
esencia” (EG 179).
Nuestra propuesta como Iglesia, como cristianos, ha de ser siempre la del
reino de Dios y su justicia (EG 180), procurando el verdadero desarrollo que alcance la
vida concreta de las personas en todos sus aspectos (EG 181).
2.2. Un Evangelio social y transformador
Si la evangelización implica una promoción integral del ser humano, no
podemos relegar la fe y sus compromisos al ámbito de lo privado, evitando toda
influencia social y pública (EG 182-184): “Una auténtica fe –que nunca es cómoda e
individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir
valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra” (EG 183).
2.3. El clamor de los pobres
“De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y
excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de
la sociedad” (EG 186).
Como cristianos y como Iglesia estamos llamados a ser instrumentos de Dios
en la liberación y promoción de los pobres. Para ello, hemos de escuchar su clamor,
tal como Dios hace y nos muestra la Escritura (seguimos el elenco de textos de EG 187;
cf. Libertatis nuntius XI, 1; EG 191):
«He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus
opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora pues, ve, yo te envío…»
(Ex 3,7-8.10), y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al
Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc3,15). Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros
somos los instrumentos de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre
y de su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías con un
pecado» (Dt 15,9). Y la falta de solidaridad en sus necesidades afecta directamente a nuestra
relación con Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación»
(Si 4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno que posee bienes del mundo ve a su
hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor
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de Dios?» (1 Jn 3,17). Recordemos también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago
retomaba la figura del clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron vuestros
campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los segadores han llegado a los
oídos del Señor de los ejércitos» (5,4)” (EG 187).
La respuesta a este clamor se llama solidaridad, que implica tanto la
cooperación para resolver los problemas estructurales de la justicia, como los gestos
más sencillos y cotidianos ante las necesidades que nos encontramos. Pero, sobre
todo, supone crear una mentalidad que piensa en términos comunitarios, que da
prioridad a la vida de todos sobre los particulares bienes de algunos (EG 188). Los
bienes y la propiedad tienen un destino universal y una función social que son previos
a la legítima propiedad privada.
La solidaridad es, ante todo, la decisión de devolverle al pobre lo que le
corresponde, es generar actitudes y convicciones que transformen las estructuras
corruptas e ineficaces (EG 189):
“Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada
y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos
crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí mismos
artífices de su destino», así como «cada hombre está llamado a desarrollarse»” (EG 190).
“Pero queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de
asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento», sino de que tengan «prosperidad sin
exceptuar bien alguno». Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente
trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y
acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás
bienes que están destinados al uso común” (EG 192).
2.4. Entrañas de misericordia
“El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros
cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno” (EG 193). La misma
Palabra de Dios nos muestra el rostro de la misericordia:
- La misericordia como valor salvífico: «Rompe tus pecados con obras de
justicia, y tus iniquidades con misericordia para con los pobres, para que tu
ventura sea larga» (Dn 4,24)
- La limosna, ejercicio concreto de misericordia: «La limosna libra de la
muerte y purifica de todo pecado» (Tob 12,9); «Como el agua apaga el
fuego llameante, la limosna perdona los pecados» (Eclo 3,30).
- El Evangelio proclama: «Felices los misericordiosos, porque obtendrán
misericordia» (Mt 5,7).
- La carta de Santiago enseña que la misericordia con los demás nos permite
salir triunfantes en el juicio divino: «Hablad y obrad como corresponde a
quienes serán juzgados por una ley de libertad. Porque tendrá un juicio sin
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misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia triunfa en el
juicio» (2,12-13). Así lo recuerda también 1 Pe: «Tened ardiente caridad
unos por otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (4,8).
Debemos ser fieles a este mensaje tan claro de la Palabra de Dios, sin
acomodaciones interpretativas que diluyan estas exhortaciones tan cotundentes al
amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con el
pobre (EG 194): “La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente
manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por
los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (EG 195).
2.5. Los pobres, categoría teológica
Todo el camino de nuestra salvación viene marcado por los pobres y los
sencillos: el sí de una humilde muchacha de un pequeño pueblo; el Mesías nacido en
un pesebre, presentado en el Templo con una sencilla ofrenda; creció en un hogar de
sencillos trabajadores; lo seguían los pobres y olvidados y con ellos se identificó (EG
197).
“Siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8,9) es la lógica
de la Encarnación y de la Cruz, es la pobreza de Cristo que nos hace ricos al cargar con nuestra
debilidades y comunicarnos el amor total y la misericordia infinita del Padre. Esta riqueza de
Dios, que se nos sigue dando, mediante la pobreza de Cristo, en los sacramentos, en la Palabra
y en su Iglesia, debe pasar a través de nuestra pobreza personal y comunitaria, animada por el
Espíritu de Cristo porque “estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a
hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas”: la miseria material
(privación de derechos y bienes fundamentales), la miseria moral (esclavitud del vicio y del
pecado) y la miseria espiritual (alejamiento de Dios y de su amor) (cf. Mensaje del papa
Francisco Cuaresma 2014).
Por todo ello, para la Iglesia, para cada uno de los creyentes, la opción por los
pobres es una categoría teológica, antes que cultural, social o política. Dios les otorga
su primera misericordia y eso nos invita y compromete a tener en nuestra vida de fe
esa misma opción prioritaria, entendida como “una forma especial de primacía en el
ejercicio de la caridad cristiana” (san Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis 42) e
“implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para
enriquecernos con su pobreza” (Benedicto XVI) (cf. EG 198).
Al mismo tiempo, los pobres tienen mucho que enseñarnos: es necesario que
nos dejemos evangelizar por ellos, reconociendo la fuerza salvífica de sus vidas y
ponerlos en el centro del camino de la Iglesia:
“Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas,
pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa
sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos” (EG 198).
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Ahora bien, no se trata sólo de hacer con los pobres acciones de caridad o de
promoción y asistencia. Es precisa una atención personal que los considera como un
tú con su dignidad y derechos:
“Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su
cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite
servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia”
(EG 199).
Esta es la diferencia entre la auténtica opción por los pobres y cualquier
ideología o intereses manipuladores de la pobreza: una cercanía real y cordial que los
acompañe en su camino de liberación y le haga sentirse en cada comunidad cristiana
como en su casa (EG 199).
Esta preocupación por los pobres y por la justicia social, de la que ningún
creyente y ninguna comunidad cristiana podemos sentirnos excluidos (EG 201),
acredita la verdad del anuncio del Evangelio para que no se ahogue en un mar de
palabras y argumentos o resulte simplemente incomprendido (cf. NMI 50). De lo
contrario, corremos el riesgo de devaluar el sentido evangélico de nuestra
comunidades eclesiales, para derivar en una “mundanidad espiritual, disimulada con
prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos” (EG 207).
2.6. Mercados, economía y política
Es preciso sanar los llamados mercados y las opciones y criterios económicos
que los inspiran: la crisis actual tiene una de sus causas fundamentales en la ausencia
moral y concreta de la opción prioritaria por la dignidad de la persona humana y por
el bien común. Con nuestra cómoda indiferencia hemos vaciado de sentido cuestiones
como la ética, la distribución justa de los bienes, el derecho a un trabajo y un salario
justo, la dignidad de los débiles… (EG 202-203).
“Hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa
economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de
calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar
más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra
dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al
más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven
excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí
mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la
cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno
de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su
misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la
periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos,
«sobrantes» (EG 53).
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Más allá del asistencialismo, debemos procurar una promoción integral de los
pobres: no se trata de populismo, sino de una justicia que procure una mejor
distribución de recursos y bienes, de trabajo y salario (EG 204).
Una política y unos polítios que busquen, inspirados por la justicia y la caridad,
el bien común, el trabajo digno, la salud y la educación de todos los ciudadanos (EG
205); y una economía que sea el arte, no de la ganancia fácil o desigual, sino de la
“adecuada administración de la casa común” para procurar el bienestar económico de
todos, y no solo de unos pocos (EG 206).
2.7. Nuevas formas de pobreza
Como Jesús se identifica con los más pequeños (Mt 25, 40), también los
cristianos estamos llamados a cuidar especialmente a los más frágiles de la tierra,
donde reconoceremos a Cristo sufriente.
En las llamadas nuevas formas de pobreza estamos llamados a reconocer la
Cristo sufriente: los sintecho, los drogadictos, los refugiados, los ancianos
abandonados y solos, los parados de larga duración, el empleo precario, la
conflictividad familiar derivada de la precariedad económica, los inmigrantes…
Nuevas formas de pobreza son también el miedo al futuro y la incertidumbre del
presente; la situación de debilidad y vulnerabilidad, que generan un gran malestar
físico y psíquico y que traen consigo sentimientos de soledad y abandono, de
frustración (EG 209).
2.8. Valor inviolable de la vida humana
El ser humano es siempre sagrado e inviolable y nunca es un medio. Y esto no
es una mera postura ideológica conservadora o algo sujeto a reformas o
modernizaciones:
“Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro
mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su
postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Éste no es un
asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones». No es progresista pretender
resolver los problemas eliminando una vida humana” (EG 214).
La trata de personas: talleres clandestinos, prostitución, explotación
infantil… ¿Nuestra complicidad cómoda y muda? (EG 211)
La exclusión, el maltrato y la violencia que sufren las mujeres (EG 212).
Los niños por nacer: los más indefensos e inocentes (EG 213). También
es necesario acompañar a las mujeres que viven situaciones muy duras
y dolorosas (violación, pobreza) donde el aborto aparece como la
solución rápida (EG 214).
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El cuidado de la creación: debemos ser cuidadosos y responsables con el
maravilloso mundo y sus criaturas que nos han sido confiados. Debemos
cuidar la fragilidad del mundo y de quienes lo habitamos (EG 215-216).
3. CON LA ARQUITECTURA DEL BIEN COMÚN Y DE LA PAZ
Cuatro principios, que emanan de la Doctrina Social de la Iglesia, nos ofrecen, a
modo de pilares o cimientos, una pautas para orientar nuestra vida cristiana y la tarea
pastoral en la que estamos implicados todos los bautizados:
“Hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad
social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia… y orientan
específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las
diferencias se armonicen en un proyecto común” (EG 221).
3.1. El tiempo es superior al espacio (EG 222-225)
o El tiempo es el horizonte de plenitud: trabajo a largo plazo, paciencia en las
dificultades, cadena en crecimiento
o El espacio es el límite del momento: resultado inmediato, fácil y efímero
Darle prioridad al tiempo es INICIAR PROCESOS más que poseer espacios: nada de
ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad en los proyectos personales y
familiares, en las acciones sociales, en los programas pastorales (diocesanos,
parroquiales).
3.2. La unidad prevalece sobre el conflicto (EG 226-230)
o El conflicto: puede ser ignorado, nos puede atrapar, o puede ser aceptado
y superado
o Unidad pluriforme: comunión en las diferencias (ni sincretismo ni
absorción). Conservar las virtualidades valiosas de las polaridades en
pugna.
Hacer emerger UNA DIVERSIDAD RECONCILIADA (personal, social, eclesial), obra del
Espíritu, “porque el Señor ha vencido al mundo y a su conflictividad permanente
«haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20)”.
3.3. La realidad es más importante que la idea (EG 231-233)
La idea capta, comprende y conduce la realidad, pero desconectada de la
realidad origina el idealismo. Es el reino de la pura idea y de la sola palabra que oculta
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la realidad: “los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos
declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría”. Como dice
Platón: “se suplanta la gimnasia por la cosmética” (Gorgias, 465). Formalismos que no
comprometen y palabras que son ecos que rebotan con la realidad.
La REALIDAD SIMPLEMENTE ES: es preciso que esté iluminada por el razonamiento,
por una objetividad armoniosa que no se reduzca a pura retórica. Ya sea en el campo
social o religioso, debemos buscar la sencillez frente a una racionalidad ajena a la
gente.
Debemos seguir el camino de la Palabra encarnada que nos invita a ponerla en
práctica mediante obras de justicia y caridad que la hacen fecunda y evitan que
construyamos la vida de fe sobre arena.
3.4. El todo es superior a la parte (EG 234-237)
o Lo global nos saca de la mezquindad cotidiana
o Lo local nos pone los pies en la tierra
o Ni universalismos abstractos ni ermitaños localistas
o Ni la esfera global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza
o Ampliar la mirada sin evadirse, trabajar en lo cercano con mirada amplia
“No hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares.
Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos.
Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces en la tierra
fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo
cercano, pero con una perspectiva más amplia” (EG 235).
Promover en la acción socio-política y en la vida pastoral EL POLIEDRO: recoge lo
mejor de cada uno en la conjunción de lo comunitario, promueve la búsqueda de un
bien común que incorpora a todos.
En clave cristiana nos habla de un Evangelio que fecunda y sana a todo el
hombre y a todos los hombres.
4. LA FUERZA EVANGELIZADORA DE LA PIEDAD POPULAR
Cada porción del pueblo de Dios que ha recibido el anuncio del Evangelio, al
traducir en su vida este don de Dios, según su cultura y su genio propio, testimonia la
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fe recibida enriqueciéndola con nuevas y elocuentes expresiones: es el pueblo que se
evangeliza a sí mismo (Puebla 450; Aparecida 264). Se trata de la piedad popular,
donde el Espíritu Santo es el agente principal (EG 122).
En la piedad popular percibimos como la fe recibida se encarnó sencillamente
en una cultura y se sigue transmitiendo (EG 123). Pablo VI había reconocido en las
expresiones de esta piedad “una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos
pueden conocer” y que “hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo,
cuando se trata de manifestar la fe” (EN 48).
Es una verdadera espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos
(Aparecida 263), que se manifiesta por la vía simbólica y que acentúa su fe más como
confiar y fiarse de Dios en una relación interpersonal de amor (credere in Deum), que
como una confesión de la verdad sobre el misterio de Dios que se revela (credere
Deum).
La piedad popular es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse
parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros» (Aparecida 264): una peregrinación
a un santuario mariano, una vela que se enciende tras una oración confiada, una
mirada confiada al Crucifijo o a una imagen de la Virgen o de un santo, el rezo sentido
y sencillo del rosario… son manifestación de una vida teologal animada por la acción
del Espíritu (EG 125)[año mariano 14-15]:
“Las formas propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de
la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo incluyen una relación
personal, no con energías armonizadoras, sino con Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen
carne, tienen rostros” (EG 90).
Pero también algunas expresiones de la piedad popular necesitan ser
purificadas y sanadas, especialmente las creencias fatalistas y supersticiosas (cf. EG
69) para que esta realidad asome en toda su potencialidad evangelizadora (EG 126).
5. MARÍA, MADRE DE LA EVANGELIZACIÓN
María es el gran regalo de Jesús a la Iglesia: desde la cruz nos es dada como
madre y nosotros le somos confiados como hijos (Jn 19, 26-27). “Ella, que lo [a Jesús]
engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los
mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17)” (EG 285). Su
presencia como Madre sigue siendo fecunda para todo el pueblo de Dios:
� María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús,
con unos pobres pañales y una montaña de ternura.
� Ella es la sierva del Padre que se estremece en la alabanza.
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� Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas.
� Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas.
� Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren
dolores de parto hasta que brote la justicia.
� Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida,
abriendo los corazones a la fe con su cariño materno.
Nuestra diócesis de Ourense es una tierra sembrada de santuarios marianos,
donde tantos y bellos nombres muestran como María sigue acompañando y
engendrando con su maternal presencia la vida de sus hijos [Año Mariano]:
“Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a
los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella. Allí
encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida” (EG 286).
A María, madre del Evangelio viviente le pedimos que acompañe e interceda
por la Iglesia, por todos y cada uno de los cristianos en esta nueva etapa
evangelizadora a la que somos invitados: ella es la mujer de fe, que vive y camina en la
fe (LG 52-69), ella que se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un
destino de servicio y fecundidad (EG 287).
Por ello, María es el icono perfecto de la fe (LF 58), la bienaventurada porque
ha creído (Lc 1,45), la que concibió “fe y alegría”7. Ojalá podamos ser como cristianos,
como Iglesia diocesana, la tierra fértil en la que alumbremos, por el don del Espíritu,
un estilo mariano en la acción evangelizadora:
- La revolución de la ternura y de la humildad, virtudes de los fuertes que no
necesitan maltratar para ser importantes
- Poner calidez de hogar en nuestra Iglesia diocesana, en nuestras
parroquias, comunidades, grupos y movimientos.
- Contemplativos orantes del misterio de Dios en el mundo, en la historia, en
la vida cotidiana (Lc 2,19)
- Caminar con prontitud hacia los demás (Lc 1,39. “Señora de la prontitud”)
para descubrir en ellos el rostro del mismo Señor que nos invita a “una
fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del
prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano” (EG 92) para
comprender, asistir y promover la dignidad de cada persona (EG 179).
“Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que
hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración
maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para
todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo” (EG 288).
7 Cf. Justino, Diálogo con el judío Trifón 100, 5