Post on 11-Aug-2015
La balsa de la Medusa, 116
Colección dirigida por Valeriano Bozal
Léxico de estéticaSerie dirigida por Rem o Bodei
Primera edición, 2001 Segunda edición, 2004 Tercera edición, 2008
Título original: Estetica della musica © by Società editrice il Mulino, Bologna, 1995 © de la traducción, Francisco Campillo, 2001
de la presente edición, A. Machado Libros, S.A., 2008 C/ Labradores, 5. P. I. Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid) machadolibros@machadolibros. com
ISBN: 978-84-7774-616-4 Depósito legal: M-49.197-2008
Impreso en España - Printed in Spain Gráficas Rogar, S.A.
Navalcarnero (Madrid)
Indice
Prefacio................................................................................................ ] |
Parte primera Los problemas estéticos e históricos de la Música
I. Las cuestiones básicas de la disciplina................................. 15
II. La dimensión estética de la m úsica...................................... 27
III. La música y el sentido de su historicidad........................... 37
Parte segunda Breve historia del pensamiento musical
IV. El mundo antiguo................................................................... S7
V. Entre el mundo antiguo y el medioevo............................... 77
VI. La nueva racionalidad............................................................ 91
VII. La Ilustración y la m úsica..................................................... 107
VIII. Del idealismo romántico al formalismo de Hanslick....... 121
IX. La crisis del lenguaje musical y la estética del siglo XX ..... 135
Conclusiones...................................................................................... 15 1
Bibliografía ......................................................................................... I 55
índice de autores ............................................................................... 165
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Prefacio
Este breve estudio se propone ofrecer una ojeada sintética a los problemas estéticos e históricos de la música; problemas complejos y ricos en implicaciones no sólo referentes al ámbito filosófico, sino también al de la historia, de la sociedad, del público, los intérpretes, etc.
El libro se encuentra dividido en dos partes complementarias entre sí. En la primera se pretende tomar contacto con los principales problemas estéticos de la música, contemplados desde un punto de vista fundamentalmente teórico y desde el ángulo de la contemporaneidad. Con tal propósito, se procede a identificar algunos asuntos clave que nos permitirán orientarnos en el intrincado mundo de la música y sus problemas; pero siempre desde una perspectiva que podríamos calificar de interdisciplinar, comenzando, por tanto, con la especificación de aquello que se entiende por estética de la música y de cuál es el género de problemas pertinentes a la misma.
La segunda parte del estudio deriva directamente de la sistematización de esos problemas que han sido puestos en evidencia en la primera, puesto que la breve historia de la estética musical que será trazada en estas páginas se basa, sin duda, en una acepción amplia e interdisciplinar de tal disciplina. Se ha pretendido reconstruir las grandes directrices del pensamiento musical a través de los siglos, a partir de la Grecia antigua y llegando hasta nuestros días, sacando de
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vez en cuando a relucir las fuentes más relevantes para conseguir tal fin. En efecto, no existe a priori un ámbito específico en el que encontrar los textos clave del pensamiento musical: cada época ha destacado un aspecto u otro de la música, por lo que puede resultar bastante difícil rescatar, sobre todo por lo que se refiere al pasado, las fuentes más significativas de cara a la reconstrucción de las líneas de un pensamiento musical que mantenga una cierta coherencia histórica en su desarrollo.
Este trabajo no va dirigido a especialistas, sino, fundamentalmente, a todos aquellos que deseen encontrar una información introductoria en un campo de investigación extremadamente vasto y, sobre todo, a aquellos que busquen una guía de lectura para orientarse en los problemas sugeridos hoy y en el pasado por un arte tan complejo y multiforme como la música, por sus implicaciones estéticas, filosóficas y, en un sentido amplio, culturales.
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I
Las cuestiones básicas de la disciplina
¿Cuáles son los límites de la estética musicali
¿Qué es la estética musical? Puede parecer una pregunta ociosa; y podría responderse obviamente que todos los libros que presentan teorías estéticas sobre la música forman parte de tal disciplina. Pero esta respuesta resulta de modo no menos obvio insuficiente, ya que implica otra pregunta: ¿cuáles son los libros que tratan de estética musical? Si hablamos de los tiempos cercanos al nuestro no hallaremos grandes dificultades, puesto que encontraremos un buen número de libros, ensayos y artículos de revistas especializadas cuyos títulos aluden a problemas de orden estético relacionados con la música. Sus contenidos vienen ya claramente sugeridos por sus respectivos encabezamientos, que no dejan lugar a dudas: Estética de la música, Música y significado, Filosofìa de la música, Lo bello en la música, La expresión musical, son otros tantos hipotéticos títulos de libros que pertenecen a esa categoría de estudios relacionados de modo directo con los problemas estéticos de la música. Pero si retrocedemos apenas unos pasos en el tiempo la confusión crece, fundamentalmente porque la misma estética nace como disciplina filosófica autónoma, como es sabido, sólo a finales del siglo dieciocho, y la estética de la música se configura como una especificación ul-
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terior de la estética no antes de mediados del diecinueve, con el famoso ensayo de E. Hanslick De lo bello en la mùsica (1854). A causa de lo anterior, podríamos vernos tentados a concluir, tal y como lo hizo en su momento Benedetto Croce, que la estética en cuanto reflexión autónoma sobre el arte resulta ser una disciplina reciente, y mucho más la estética musical, en cuanto no es sino una parte de aquélla. De tal modo, más de veinte siglos de reflexión sobre la música se verían fuera de consideración alguna, gracias a una doctrina que establece con un rígido a priori aquello que pertenece o no a la disciplina, no sin antes haber trazado de modo autoritario los límites de la disciplina misma, tomando como fundamento una doctrina filosófica muy particular.
Quizá un criterio más empírico podría servirnos de más ayuda; podríamos adoptar un esquema interpretativo más amplio, más comprensivo, que no nos llevara a la, por otra parte, absurda conclusión de que la reflexión sobre la música ha empezado hace sólo un par de siglos. De tal modo, si definimos la estética musical siguiendo criterios más empíricos y caracterizamos como formando parte de la disciplina a cualquier tipo de reflexión sobre la música, sobre su naturaleza, sus fines y sus límites, el siglo dieciocho se presentará ante nosotros, solamente, como un giro en la reflexión sobre el arte y la música, como uno de los tantos hitos presentes en el curso del pensamiento humano desde Grecia a nuestros días, un instante no mucho más importante u ostentoso que otros. Ciertamente, de esta manera la estética musical aparecerá como una disciplina de límites más amplios, si bien difusos y, en ciertos aspectos, inciertos. Pero la pretensión de certidumbre no puede hacernos perder el sentido de la realidad y de la determinación histórica.
La música y las otras artes
Más que unos límites difusos, diríamos que lo que caracteriza a la reflexión sobre la música es, quizá, la presencia
de unos límites amplios, bastante más amplios que los de cualquier reflexión paralela sobre cualquier arte. Por otra parte, es cierto que, en el momento en que se pretenda establecer cierta separación o diferencia entre la música y las otras bellas artes, nos toparemos con una cuestión muy compleja y delicada, que afecta a la relación existente entre las diferentes expresiones artísticas. Mantener que la música es un arte particular, con características propias que la hagan distinta a las otras artes, significa ya de por sí afirmar algo bastante conflictivo y, en cualquier caso, supone una toma de postura que, por ejemplo, a un croceano parecería absurda. Pero lo que nos interesa aquí son las implicaciones de tal afirmación en el plano de una investigación histórica orientada a la identificación de las fuentes del pensamiento musical.
Cuando Schumann, a principios del diecinueve, formulaba en boca de Florestán, uno de los personajes imaginarios que aparecen en sus escritos encarnando una de las facetas de su personalidad, el famoso aforismo «la estética de un arte es igual a la de otro; únicamente difiere el material», estaba rompiendo una lanza en favor de considerar la música, y más en general el arte, como fruto de una misma actividad creadora y expresiva del hombre, que puede encarnarse, indiferentemente, en una materia o bien en otra. Detrás de Schumann había, por contra, toda una tradición cultural que durante siglos había venido considerando la música como una forma de expresión a parte y, en cualquier caso, inferior a las otras artes y que, con frecuencia, la había entendido casi como un oficio, con muy poco en común con el mundo artístico. Ante ese trasfondo, cabe interpretar la toma de postura de Schumann y de otros muchos románticos en clave de un deseo de recuperar la música para el reino del arte, de situarla, incluso, en un lugar de privilegio. No obstante, no puede olvidarse que hasta finales del siglo dieciocho la mayor parte de los pensadores consideraban la
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música como un arte inferior, jamás comparable en su valor a las artes mayores como la poesía, el teatro, la arquitectura, la escultura y la pintura.
La historia de la música: una historia aparte
Hasta el siglo diecinueve la historia de la música no ha dejado de ser, de hecho y de derecho, una historia separada de la historia de las otras artes. Debido a una antiquísima tradición, que se remonta a los tiempos de la Grecia clásica, la musica ha sido siempre considerada por los más diversos motivos como un arte dotado de poca o nula capacidad educativa en relación con la poesía; y ello ha reforzado la idea de que la música sería un tipo de arte distinto, con una historia propia, con problemas específicos, un arte que pondría en juego actividades y receptividades distintas a las artes de la palabra o también a la pintura y la arquitectura. Una investigación sobre la posición de la música y el músico frente a las otras artes y otros artistas en el curso de los siglos y en la civilización occidental sería de gran ayuda de cara a la comprensión del fenómeno musical en su totalidad.
¿Por qué motivo la música ha gozado de una tan escasa consideración por parte de los filósofos, de los literatos y del público mismo? Sin lugar a dudas, la música, incluso en un examen superficial, aparece ciertamente como un arte con problemas enteramente específicos, no comparables a los de cualquier otro. Por ello, ni siquiera sorprende que durante tantos siglos haya permanecido, en cierto sentido, confinada en un limbo aislado. ¿Pero —podemos preguntarnos hoy- son realmente las particularidades de la música tales que pueden justificar su aislamiento? Y aún más: ¿por que hablamos de un arte no sólo aislado, sino también des- clasado?
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Ya en el siglo dieciocho, las artes fueron clasificadas en artes del tiempo y artes del espacio; si se adoptara esta clasificación la música pertenecería, sin ningún género de dudas, a las artes del tiempo, es decir, a esas formas de expresión que toman el tiempo como su verdadera materia. Pero, entre las artes del tiempo, las música ocuparía un puesto solitario. En efecto, respecto a las artes de la palabra, también artes del tiempo, la música guarda bien poca parentesco. El compositor, frente, por ejemplo, al literato, debe poseer un grado de competencia y, por tanto, una especialización mucho mayor; además, la música después de su creación necesita siempre para actualizarse la figura del intérprete, al igual que sucede con otras artes, como el teatro. Pero, sin duda, el intérprete de música presenta características que lo distinguen de cualquier otro tipo, dada la dificultad de su labor, el altísimo grado de especialización requerida, la delicadeza y la responsabilidad de la que se ve investido, desde el momento en que se le confía la tarea de hacer vivir la obra musical y comunicarla al público, desde el momento en que sin él la obra musical es muda, se hace inexistente. Y, finalmente, por lo que se refiere a quien escucha, la música, aun careciendo de elementos figurativos, aun no reproduciendo nada concreto, aun estando desprovista de virtud imitadora alguna, produce un impacto emotivo -también para el aficionado más ignorante y carente de facultades musicales específicas— desconocido en cualquiera de las demás artes. Estas características que acabamos de enumerar son sólo algunas entre las más evidentes que diferencian la música de las otras formas de expresión artística, pero son suficientes para hacernos comprender cómo la música ha ido evolucionando en el camino de la historia por una vía autónoma.
Por consiguiente, el elemento que ha influido en mayor grado para mantener la música separada del camino de las otras artes es el alto grado de especialización técnica que
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exige tanto al músico compositor como al músico intérprete. Un poeta puede haber cursado el mismo currículum escolar que cualquier ciudadano y convertirse en un gran poeta, mientras un músico, incluso mediocre, ha debido asistir durante muchos años a escuelas especializadas, donde le han enseñado los rudimentos de su oficio, ese lenguaje completamente específico mediante el que se expresa la música. Precisamente ha sido esta especificidad del oficio de músico lo que ha generado un arte que ha sido considerado al margen de las demás, tanto por el gremio que lo practica como por las observaciones de los filósofos o el juicio del público que lo juzga. Prácticamente hasta finales del siglo dieciocho nadie discutió esta diferencia de la música; más bien, puede afirmarse que todos los teóricos y filósofos de la música no pusieron jamás en duda que se estaban moviendo dentro de una lógica relacionada sólo y exclusivamente con el arte de los sonidos. La idea de Schumann, según la cual la estética de la música es igual a la de las otras bellas artes, es totalmente revolucionaria, se subleva en su tiempo contra opiniones bien enraizadas desde hacía siglos, influenciando profundamente el pensamiento romántico; pero no por ello ha sido aceptada de modo pacífico por la totalidad del pensamiento estético posterior. Si bien el pensamiento moderno ha reconocido, sobre todo por cuanto respecta a su vertiente idealista, que la música en cuanto arte forma parte de un universo más grande que el de la expresión artística, no obstante, no ha renunciado a tener en cuenta las peculiaridades del lenguaje musical y del status particular de la música, tanto desde el punto de vista de su producción como el de su ejecución y deleite. Unas veces ha resultado más oportuno dar mayor relevancia a los elementos comunes, otras a aquellos más específicos que la diferencian de las otras artes; y esto es algo que ha ido dependiendo en gran medida del contexto histórico, de la matriz filosófica, ideológica o estética de la que se partiese. Por
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tanto, la especificidad a la que se ve condenada la expresión musical ha sido con frecuencia también la causa, particularmente en el pasado, de que se la haya degradado al nivel de oficio: desde el momento en que en la música la dimensión práctica parece prevalecer sobre la conceptual o artística, no sorprende que, ya desde la antigüedad griega e incluso hasta muchos siglos más tarde, en la Edad Media o en el Renacimiento, hacer música haya sido considerado una actividad servil e indigna del hombre libre y culto.
La música, un prisma de mil caras
La pregunta «¿qué es la estética de la música?» podría, en este punto, transformarse en aquella bastante más difícil, pero que está en el origen de la misma, de «¿qué es la música?»; o, incluso, y de modo más concreto, en «¿cómo ha sido considerada la música en la cultura occidental durante el transcurso de las épocas?» Evidentemente, la reflexión a cualquier nivel sobre la música se detiene en aquellos aspectos que se han considerado más relevantes y pertinentes por una determinada época. No se trata sólo de una mera cuestión de énfasis: en realidad, privilegiar un aspecto de la música en detrimento de otro significa ya decantarse por una muy determinada concepción de la música misma.
Cada época histórica ha hecho, por tanto, corresponder a la palabra «música» con realidades muy distintas. Una primera investigación, aunque ciertamente somera, de lo que sucesivamente se ha ido entendiendo en nuestra cultura por «música» puede representar una aproximación introductoria e iluminadora a esa disciplina más específica que es la estética musical. En efecto, como se ha dicho, la estética musical no es una disciplina susceptible de ser definida en términos rigurosos; más bien, constituye un entramado de reflexiones interdisciplinares, de las que el aspecto filosófico es sólo
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uno de los componentes y no siempre el más importante. Por lo tanto, un recorrido histórico a través de cómo se ha configurado la reflexión o, mejor, el conjunto de reflexiones sobre la música durante los siglos acaba entrelazándose, por una parte, con la misma historia de la música en sentido lato y, por otra, con todas aquellas disciplinas que han hecho de la música el objeto de un cierto interés por su parte: las matemáticas, la psicología, la física acústica, la especulación filosófica y estética propiamente dichas, la sociología de la música, la lingüística, etc. Resulta fácil, por tanto, perderse en este laberinto de reflexiones; no obstante, es indudable que, si la música ha suscitado el interés y ha atraído la atención en ámbitos de pensamiento tan diversos, esto significa que ella misma se constituye como una realidad multiforme y bien aquilatada, que puede ser legítimamente contemplada desde muchos ángulos distintos. Obviamente, no resulta casual que cada época histórica haya privilegiado un aspecto de la música más que otro: la búsqueda de un hilo conductor para esta complicada aventura del pensamiento puede partir, precisamente, de la constatación de que la atención al arte de los sonidos se ha venido dirigiendo siempre hacia los aspectos más acordes con los intereses prevalecientes en cada época. Si la música se presenta como algo semejante a un prisma de múltiples caras, la identificación de ese aspecto sobre el cual se ha dirigido cada vez la atención constituye, ya de por sí, una huella histórica de primera importancia de cara a reconstruir el pensamiento y la reflexión sobre la música a lo largo de los siglos.
Desde este punto de vista, puesto que la música atrae hacia sí la mirada concentrándola en un aspecto más que en otro según la respectiva época, según el contexto en el que se inserta, el tipo de relación que mantiene con otras artes, en particular con la poesía y la literatura, resulta obvio que, en consecuencia, nos encontremos con escritos que relacionan directa o indirectamente a la música con las más variadas ca-
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tegorías profesionales: desde el filósofo puro al pedagogo y al moralista, desde el matemático al físico acústico, desde el crítico literario al político, desde el simple amante del arte al crítico especializado y al musicólogo, desde el médico en general al sociólogo. Los planteamientos más recientes sobre la música, particularmente en estos últimos decenios, pueden sin duda revelar nuevos intereses hacia igualmente nuevos aspectos por parte de otrora imprevisibles grupos de estudiosos, como sucede en el caso de la música electrónica y, más recientemente, de la computer music.
Si se tiene presente esta naturaleza compleja del fenòmeno musical y, por tanto, la pluralidad de capacidades e intereses que el mismo ha suscitado, no debemos maravillarnos ante el hecho de que una reconstrucción del pensamiento musical a lo largo de los siglos resulte altamente problemática.
La estética musical en sentido estricto, esto es, el estudio fundamentalmente estético de la música resulta ser, por consiguiente, extremadamente simplificadora y sólo podrá, como máximo, centrarse en un periodo muy concreto del pensamiento musical, prácticamente estos dos últimos siglos, la época en la que, con el nacimiento y desarrollo del pensamiento idealista, el valor estético se ha convertido en un valor autónomo, digno de una consideración independiente. Por ello, más que de la historia de la estética musical, será más oportuno hablar de la historia del pensamiento musical, concepto éste más vago, pero, indudablemente, más comprensivo ante una realidad histórica correlativamente mucho más compleja y desigual.
¿Cuáles pueden ser las fuentes para una historia de la estética musical?
Si nos atenemos a cuestiones más concretas, y ante la tarea de reconstruir la huella del pensamiento musical en la histo-
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ria, ¿dónde encontrar los textos, los testimonios, las consideraciones más relevantes a tal fin sin correr el riesgo de excluir alguna parte importante de la misma? Si tenemos en cuenta lo dicho anteriormente, concluiremos que no hay una respuesta indiscutible a tal problema. Cada época tiene sus textos, textos en los que el pensamiento sobre la música ha elegido expresarse y que no necesariamente tienen como objeto en primera instancia a la música misma. Por poner sólo algunos ejemplos, en la edad dorada de la antigua Grecia las observaciones más interesantes sobre la música se encuentran en los textos de los grandes filósofos -Platón y Aristóteles sobre todo- y, más concretamente, en escritos donde el interés prevaleciente es de orden político. Y no es por casualidad: en un mundo donde la filosofía social y las preocupaciones éticas constituían el centro de atención y especulación filosófica, la música interesaba al filósofo en la medida en que éste consideraba que aquélla tenía una relevancia educativa para el hombre y la sociedad. No sorprende, por tanto, que se hable de música en la República de Platón y en la Política de Aristóteles, obras ambas centradas en el valor de la política entendida como proyecto de organización ética de la sociedad humana. Del mismo modo, en la época alejandrina, cuando el interés del filósofo se desplaza desde los grandes temas ético-sociales hasta los problemas del individuo y su psicología, la música se convierte en nuevo objeto de atención, ahora por su capacidad consoladora para el alma humana o, desde otro punto de vista, por su naturaleza como realidad físico-acústica, objeto, por tanto, de estudio científico. En el Medioevo la situación cambia radicalmente; así, desde el momento en que la música adquiere una relevancia casi exclusivamente religiosa, será en los textos de devoción religiosa o en los de naturaleza pedagógica donde se encontrarán las observaciones más interesantes, ya que uno de los problemas más urgentes era la enseñanza práctica de la música y el canto a los fieles. Además, en cuanto la música se configuraba esencialmente como música vocal, esto es, como entona
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ción de un fragmento litúrgico, los manuales de gramática, de retórica, de métrica vienen ahora a constituir con frecuencia fuentes de primera importancia de cara a reconstruir el pensamiento medieval sobre la música.
Aún hay un último problema referente a las fuentes de una hipotética historia del pensamiento musical: ¿pueden gozar las obras musicales mismas de relevancia para tal fin? Una respuesta a tan ambigua cuestión no puede resultar sino problemática y, en cualquier caso, no puede reducirse a unos meros «sí» o «no». Aun manteniendo las distancias entre la obra de arte propiamente dicha y cualquier tipo de reflexión sobre ella, nadie se puede sustraer a la obligación de subrayar las implicaciones recíprocas, la sutil trama que se crea en torno a la obra de arte: la obra de arte misma no es sino un centro del que irradia, como mancha de aceite, toda una serie de reflexiones, sugerencias, exigencias de profundizacio- nes posteriores e, incluso, imitaciones. Si la obra musical, al igual que todas las obras de arte, viene a ser un condensado de pensamiento, emoción, historia vivida que precipita y se coagula en una forma artística, no es gratuito pensar que la obra misma pueda sugerir, a quien sabe observarla de modo adecuado, reflexiones sobre el proyecto subyacente a la misma, sobre el significado que el artista atribuye a su obra y, más en general, sobre el sentido mismo del arte. Por otra parte, no hay la menor duda de que deben mantenerse las mismas distancias entre la obra de arte y la reflexión sobre la misma realizada por su correspondiente autor. Pero, al mismo tiempo, ¿cómo ignorar las sutiles implicaciones, referencias y juego de espejos entre la obra y el pensamiento del artista? Por tanto, puede afirmarse, con la debida cautela, que no sólo las reflexiones del artista sobre su propia obra, sino también las obras mismas pueden convertirse en documentos de una historia del pensamiento musical.
Y, finalmente, cabe decir que también podrán formar parte de esta historia otro tipo de documentos, quizá algo
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más indirectos, pero no por ello menos importantes: el gusto del público de una época determinada, el estilo predominante en la misma y, todavía en mayor grado, los medios de ejecución y disfrute de la música. Todos estos elementos vendrán a ser una suerte de Utilísimos espías ante la tarea de reconstruir la compleja trama histórica en la que se teje el pensamiento musical a lo largo de los siglos.
Quizá, gracias a las observaciones anteriormente expuestas, se nos pueda acusar de haber ampliado demasiado el alcance de lo que puede ser considerado como pensamiento sobre la música; quizá lo hayamos convertido en algo demasiado fluido e indeterminado; quizá se hayan previsto límites demasiado inciertos para una disciplina que, en cambio, podría parecer en principio extremadamente especializada y determinada en sus objetivos. A pesar de ello, si nos ponemos a la tarea de intentar trazar un cuadro histórico del desarrollo del pensamiento occidental sobre la música, nos daremos cuenta enseguida de que los límites de la disciplina, tal y como han sido esbozados, no resultan ser demasiado amplios: en efecto, más que de una disciplina, se trata, como ya ha sido apuntado, de un cruce de varias, de un lugar de convergencia de múltiples intereses, de un terreno móvil cuyos límites se fijan y delimitan cada vez, siendo consciente de que se debe estar dispuesto a reconsiderarlos y desplazarlos en cuanto sea necesario. En este sentido, la expresión «estética musical», aunque sea la que se usa normalmente para hablar de reflexiones sobre la música, no hará sino descentrarnos, puesto que, literalmente, parece restringir el ámbito de las reflexiones al de su valor estético; sí resulta, en cambio, evidente que hay otros muchos ámbitos pertinentes al arte de los sonidos y que el estético no es sino uno de los aspectos de la música y no siempre el más importante: la atención exclusiva al mismo forma parte de una ideología y una filosofía concretas, cuya antigüedad se remonta tan solo a poco más de dos siglos.
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La dimensión estética de la música
II
La dimensión estética de la mùsica
Ya se ha apuntado que este breve estudio, teòrico e histórico al mismo tiempo, se centra en el pensamiento sobre la música o en la -por llamarla de algún m odo- estética musical, y por tanto en la música misma, sólo con referencia a la cultura occidental. Y es conveniente repetirlo. Las culturas no europeas, al menos tan ricas como la nuestra en músicas y sonidos, exhiben, no obstante, un concepto completamente distinto de la música, la cual ha asumido a lo largo de los siglos y en los respectivos países funciones completamente diferentes, estructurándose en lenguajes muy lejanos a nuestro sistema diatónico; por lo que ha precisado de modos de ejecución, sistemas de escritura y de transmisión absolutamente divergentes respecto a los usados en Occidente. En relación a las culturas del Extremo Oriente, a las tradiciones africanas o, quedándonos en áreas geográficas más cercanas a la nuestra, al mundo islámico o a la cultura hebrea -desarrollada en gran manera de modo entrelazado a la occidental-, nuestras categorías conceptuales en el cam po de la m ú sica no resu ltan ser v á lid as. La progresiva conquista por parte de la música de un status fundamentalmente estético es una vicisitud propiamente
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occidental y cristiana, en la que no se reconocen otras culturas, ya que en ellas la música desempeña una muy distinta función. De tal modo, y por consiguiente, también la transmisión y la ejecución de la música se llevan a cabo allí según modos y expresiones en absoluto asimilables a los de la tradición cristiano-occidental. Y esto es algo que se debe tener en cuenta antes de disponerse a reconstruir las huellas de un pensamiento musical que, por consiguiente, sólo se referirá a la historia de una cultura muy concreta.
No se trata, por tanto, de una reflexión sobre la música en cuanto un arte de características universales: no hay una música in abstracto, sino muchas músicas correspondientes a las distintas culturas. Aquí nos centraremos en la idea de música y en las reflexiones sobre la música de nuestra civilización occidental y cristiana. Debemos subrayar no sólo occidental, sino también cristiana, en cuanto el Cristianismo, como se verá, ha desempeñado un papel de primera importancia en el diseño de la cultura musical de nuestro mundo y en su modo de concebir y practicar la música.
Música y poesía
En la cultura occidental la música se ha desarrollado durante siglos en estrecha simbiosis con la poesía. Ésta no es sino una constatación banal, que, no obstante, exige una cierta explicación. Prácticamente hasta el siglo diecisiete la música instrumental pura había tenido una existencia totalmente marginal, carente, por tanto, de autonomía; frecuentemente, su precaria existencia tenía su origen simplemente en la ausencia de voces o en la costumbre de redefinir mediante instrumentos lo que originalmente estaba destinado a las voces mismas.
A pesar de esta preeminencia de facto de la música vocal, esto es, de una música acompañada por un texto poético,
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todos los estudiosos modernos —y no sólo modernos- de la estética musical se han venido empeñando a fondo en la tarea de identificar las enormes diferencias existentes entre el lenguaje verbal y el musical; siempre, claro está, que se debe considerar éste como un lenguaje. Dado que las diferencias entre poesía y música son macroscópicas (diferentes en sus instrumentos de comunicación, diferentes respecto a la sintaxis y la gramática en la que se articulan, diferentes a la hora de referirse a un objeto, en caso de que se admita la posibilidad de que la música tenga algún mínimo poder denotativo, etc.), resulta cuanto menos curioso que sus destinos se hayan mostrado siempre tan interdependientes y que las dos artes hayan operado de un modo tan estrechamente unido; hasta el punto de que ha podido establecerse una teoría que ha gozado de gran fortuna en la historia del pensamiento musical, aquélla según la cual las dos artes habrían tenido un origen común. Hay, por tanto, entre poesía y música una tensión generada, quizá precisamente, por esa afinidad/diversidad tan difícilmente perceptible y definible. Música y poesía, además de ser ambas artes del tiempo y no del espacio, son también artes que se establecen sobre la posibilidad de articulación del sonido, sobre una elección de sonidos pertinentes con la consiguiente exclusión de otros no pertinentes, dentro de una cierta lengua, de un cierto estilo, de una cierta cultura. A pesar de todo, cada una de ellas tiende a conquistar su espacio de autonomía y a hacer prevalecer su horizonte significativo específico. Quizá la fascinación ejercida por el canto y la música vocal en general radique en el hecho de que quien escucha se ve llevado a participar, al mismo tiempo, de los dos lenguajes; pero también es cierto que tiende de modo inevitable a dejarse arrastrar, según el estilo musical, según el texto poético, del uno al otro, sin poder renunciar completamente al lenguaje restante, al que se pretendería dejar entre paréntesis. Podría decirse que en la música vocal la melodía desearía, en cierto
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sentido, poder asumir las características significativas de la palabra, la precisión a la hora de denotar objetos y, sobre todo, sentimientos; y, por el contrario, la palabra ansiaría poder asumir la libertad alusiva de la música, su lirismo y su libre desplegarse en la intensidad expresiva de la línea melódica. Como Th. W. Adorno escribiera, «la música aspira a un lenguaje carente de intenciones (...). La música carente de pensamiento alguno, el mero contexto fenoménico de los sonidos, sería como el equivalente acústico del caleidoscopio. Y, al contrario, ella, en tanto pensar absoluto, dejaría de ser m úsica para convertirse im propiam ente en lenguaje»1.
Por tanto, música y poesía son vividas en nuestra cultura como una relación de tensión, que las ha llevado, por una parte, a permanecer estrechamente unidas en su destino, y, por otra, a separarse tomando caminos opuestos.
Del mismo modo, toda la historia de la música occidental podría ser leída a la luz de esa clave, como una larga carrera a la búsqueda de una autonomía propia, autonomía fatigosamente conquistada sólo en épocas muy recientes con el triunfo de la música instrumental pura en la edad barroca. Triunfo quizá efímero, desde el momento que éste no marcó el fin de la música vocal: ésta última ha continuado floreciendo paralelamente a la instrumental y, sobre todo, desarrollándose estrechamente ligada a ella en un continuo intercambio de formas y modalidades expresivas, casi reivindicando un primado histórico que no puede ser olvidado o eliminado ni siquiera por el reciente y desbordante desarrollo de la música instrumental.
La relación, a veces de encuentro y competencia, entre música y poesía puede verificarse en múltiples y diferentes niveles y ha sido siempre considerada, tanto por parte de los
1 Th. W. Adorno, «Über das gegenwärtige Verhältnis von Philosophie und Musik», en Archivio di Filosofia, 1953, pp. 5-30.
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poetas como de los músicos, como uno de los puntos de fricción y conflicto, sea abierto o soterrado. La discusión sobre los respectivos derechos de ambas se constituye en una suerte de hilo conductor que recorre toda la historia de la música, desde los tiempos de la antigua Grecia hasta prácticamente nuestros días, conflicto que jamás ha contemplado ni vencedores ni vencidos; de hecho, tal conflicto no hace referencia a los respectivos artistas, sino que hunde sus raíces en la naturaleza misma de las cosas: es el lenguaje del poeta lo que estará siempre en fuerte tensión e ineludible competición con el del músico.
Este leitmotiv, que atraviesa la secular vicisitud de la música occidental, se presenta como uno de los temas más importantes de su historia, de modo que conforma un cierto trasfondo ante el que se articula toda la problemática del pensamiento musical como un asunto, por tanto, fundamental y no de secundaria importancia.
Música y matemáticas
Otros numerosos y recurrentes problemas podrán sin duda ser identificados en la historia del pensamiento musical y en la historia concreta de la música occidental. No obstante, se trata con frecuencia de temas y problemas que, aunque parezcan lejanos respecto a lo que ha sido expuesto anteriormente, guardan, vistos de cerca, una más o menos estrecha relación con ello y pueden ser considerados, en cualquier caso, como variantes del mismo.
Ya desde los tiempos de Pitágoras, la música ha venido atrayendo la atención de los matemáticos, y siempre han nacido en torno a ella distintas teorías dentro de su disciplina. Las especulaciones científicas y matemáticas sobre la música se fundan en el principio de que el sonido es un fenómeno físico mensurable con exactitud, ya que cualquier
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cuerpo vibrante emite, según el número de vibraciones por segundo, un sonido de una altura determinada. En esta observación se encuentra implícito el privilegio típicamente otorgado por la cultura occidental al parámetro de la altura. La escala diatónica, usada en la música occidental, se ordena en siete sonidos que se encuentran en ciertas y sencillas relaciones numéricas entre sí. A partir de esta constatación, han surgido en el tiempo una serie de complejas especulaciones sobre la naturaleza de los sonidos, sobre la naturaleza de la escala musical, sobre sus relaciones con otros fenómenos de orden físico o cósmico, de los que los sonidos bien podrían ser reflejo o símbolo. Este punto de vista sobre la música, que representa una constante secular del pensamiento musical, ha sido desarrollada en particular por aquellos músicos o pensadores que consideran que la música es un lenguaje dotado de una autonomía totalmente propia, con escaso o nulo parentesco con el lenguaje verbal. Quien ha investigado la naturaleza matemática de la música se ve empujado a destacar más los valores intelectuales y metafísicos vinculados al arte de los sonidos que esos otros de orden emocional. Obviamente, quien considera que la música se establece sobre un complejo y rígido orden matemático que el músico no hace sino descubrir, evidenciar e, incluso, reproducir en sus composiciones, y que esta estructura, esencialmente racional, corresponde a otra estructura, igualmente racional, de todo el universo, reivindica con ello la independencia de la música respecto a la poesía o a cualquier otro lenguaje artístico. El lenguaje de la poesía es, en efecto, algo totalmente heterogéneo en sus valores emotivos, sentimentales, en su poder denotativo de la realidad concreta, si se lo considera respecto a ese otro arte, el de los sonidos, que encarna o refleja, en cambio, un mucho más elevado orden racional del universo. El problema de las relaciones o controversias entre música y poesía es algo que se encuentra fuera de los intereses del matemático, quien, en
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cambio, especula sobre la naturaleza de los sonidos; más bien, cabe decir que en sus elucubraciones se encuentra siempre presente la idea de que la música debe desvincularse de su tradicional dependencia de la poesía y tender a convertirse en un lenguaje autónomo, ya que así lo es por naturaleza. Cualquier mezcla con cualquiera de las demás manifestaciones artísticas no llevará sino a comprometer y corromper su naturaleza racional y matemática.
Las teorías matemáticas sobre la música y las teorías que sostienen un origen común a música y poesía se excluyen la una a la otra, en tanto se contraponen como dos modos radicalmente distintos de concebir la música y su función.
Música y significado
Otro tema recurrente en la historia del pensamiento musical es el que constituye la reflexión sobre el significado mismo de la música, problema desde siempre debatido y, obviamente, sin solución definitiva alguna. El secular debate sobre el significado de la música o, enunciado en términos más modernos, sobre la semanticidad de la música, asume muy frecuentemente como presupuesto que el modelo de la función denotativa es el característico del lenguaje verbal, por lo que se trataría de establecer en qué medida la música se acerca o se separa del lenguaje verbal respecto a sus posibilidades de significar, de denotar eventos del mundo externo o emociones propias al hombre.
Es evidente que el problema del significado de la música ha asumido a lo largo de los siglos los aspectos más diversos, y, aunque en sustancia se reduce siempre a la misma cuestión, con frecuencia resulta difícil reconocerlo bajo los disfraces que, a medida que ha cambiado el contexto histórico, ideológico y filosófico en el que se encuadra, ha ido adoptando. Podríamos hablar de dos tesis contrapuestas, que
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han ido enfrentándose de distintas maneras a lo largo de la historia del pensamiento musical: por una parte, nos encontramos con quienes sostienen una concepción ética en sentido amplio, según la cual la música incide en nuestro comportamiento, influye en nuestros sentimientos o, como diremos en tiempos más recientes, expresa nuestros sentimientos; por otra, hablamos de los que apoyan una concepción más hedonista de la música, según la cual el arte de los sonidos tendería, más bien, a producir un placer sensible cuyo fin se agotaría en sí mismo, no estando, por tanto, dirigido ni a producir conocimiento, ni a transmitir información de ningún tipo ni a expresar nada en absoluto. En cada una de las dos tesis habría, sin duda, muchos matices dignos de ser mencionados, al igual que cabría hablar de posturas que podríamos definir como intermedias o de comprom iso; no obstante, tal división puede ser útil para identificar en el debate histórico las posiciones más extremas, que resultan mas facilmente reconocibles dado el mayor relieve filosófico que exhiben.
Por cuanto toca al mundo antiguo, todas las teorías que tienden a admitir o excluir la música del seno de una sociedad ideal convergerían, por supuesto, en la primera tesis: de hecho, si la presencia de la musica en la sociedad viene unida de cualquier manera a su capacidad educativa, a su posibilidad de transmitir valores positivos o negativos que hagan de su presencia algo deseable o rechazable, es porque se la considera éticamente significativa y relevante para el hombre. Por el contrario, todas las teorías que en el mundo antiguo y medieval, pero sobre todo en el mundo moderno, ponen en evidencia las relaciones de la música con nuestro sistema nervioso, con nuestras posibles reacciones de placer o disgusto, de satisfacción ante su perfección formal, su construcción arquitectónica, la categoría de su composición concebida como un fin en sí misma, pertenecerían sin duda a la segunda categoría. Las teorías sobre el significado de la
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música, que esquemáticamente se reducen a las dos posturas expuestas hace un momento, pero que en realidad serían mucho más numerosas e imprecisas, presentando un ámbito de opiniones distintas mucho mayor, se encuentran indudablemente vinculadas al problema más amplio de la relación música-poesía. Así, los teóricos del formalismo puro rechazan, por lo general, la unión entre música y literatura, en cuanto consideran que la música no puede ser entendida como un lenguaje, desposeyéndola de este modo y por completo de todo poder expresivo y significativo; no admitiendo, por tanto, que pudiera ser en algún momento emparentada con la literatura o unida a ella, la cual sí constituiría, sin reserva alguna, un lenguaje. Quien, en cambio, juzga que la música está dotada de una capacidad expresiva y denotativa generalmente considera, asimismo, que tal arte puede, por tal razón, encontrar su realización más adecuada precisamente en simbiosis con el lenguaje de la poesía: de este modo, los respectivos poderes semánticos se verían, gracias a tal unión, potenciados.
Resulta evidente que sólo una bien contextualizada investigación histórica podría identificar de modo concreto las conexiones entre las distintas posturas filosóficas e ideológicas ante la música, que arriba sólo han sido expuestas de modo esquemático. Aquí hemos pretendido sólo suministrar un inventario de ciertos problemas que nos parecen fundamentales y, sobre todo, recurrentes, en la historia del pensamiento musical, desde la Grecia antigua a nuestros días. Si bien los problemas son en realidad mucho más numerosos y, sobre todo, mucho más complejos y confusos, no obstante, y prescindiendo por el momento de su realización concreta en la historia, esta sencilla y esquemática presentación puede servir para proporcionarnos un hilo conductor, un leitmotiv que nos ayude a orientarnos en una selva de teorías e ideas que, examinadas de cerca, pueden ser reconducidas a unas pocas fuentes comunes, más allá de las
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diferencias de lenguaje, de terminología, de punto de vista con el que han sido expuestas y debatidas a lo largo de los siglos, diferencias que pueden hacerlas aparecer aún más caóticas y dispersas de lo que en realidad son.
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La música y el sentido de su historicidad
Historia de la música y metafìsica de la música
En las páginas precedentes se ha aludido al problema de la especificidad del pensamiento musical. Más allá de la banal observación acerca de la diversidad de medios técnicos y materiales de los que se sirve el músico respecto a aquellos de los que se sirve el poeta, el pintor o el arquitecto, observación que nos llevaría a afirmaciones simétricas en caso de que debiéramos tratar sobre cualquier otro arte, nos encontramos con una ulterior especificidad, que encuentra su origen en el destino histórico de la música misma.
Una de las características de nuestra cultura occidental es la elaboración de una muy precisa conciencia histórica basada en el recuerdo del propio pasado, en la erección como paradigmas de momentos particulares de nuestra historia y, obviamente, en la cuidada conservación de todos los documentos de esa secular y milenaria historia. La historia nace, precisamente, del recuerdo y la reflexión sobre el pasado y de la conciencia de que el presente se retrotrae a un bagaje en el que se reconoce y en el que hunde sus propias raíces.
Todo ello no ha sucedido con la música, la cual ha crecido siguiendo pautas distintas respecto a las otras artes, sin
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construir una historia a la que poderse referir durante su trayectoria. De hecho, la música ha vivido, si se compara con las otras artes, una historia aparte o, mejor dicho, no ha tenido hasta tiempos muy recientes conciencia de una historicidad propia frente a la de las otras artes, por lo que ni siquiera ha conocido algo que pudiera considerarse su clasicismo: éste es, sin duda, uno de los elementos más relevantes de su especificidad.
Los motivos de esta situación, anómala no sólo respecto al mundo de las artes, sino también respecto al de la cultura en general, son complejos y no admiten su reducción a una sola causa. Algunas explicaciones resultan casi obvias: la música, arte del tiempo, desaparece en el acto mismo de su ejecución, se desvanece sin dejar huella; las notaciones antiguas resultan, en relación con las modernas, demasiado imperfectas para poder servir como documento válido para su reconstrucción fidedigna; incluso los mismos instrumentos musicales gozan de una vida limitada en el tiempo y se hace difícil la reconstrucción después de su pérdida. Pero estas justificaciones son insuficientes y no nos explican por qué hoy podemos todavía representar en teatro el Edipo, o la Antígona o las Bacantes -y eso que el teatro es en mucha mayor medida mucho más un arte del tiempo-, pero de la música y los coros que las acompañaban constituyendo una parte integrante no ha quedado sino la incierta noticia de su existencia. Si hoy en día las catedrales románicas o góticas son monumentos arquitectónicos a los ojos de cualquiera, algo de lo que puede gozar cualquier persona de una cultura media a pesar de la distancia que los separa de nosotros, mientras que, por el contrario, un fragmento de canto gregoriano o una canción trovadoresca nos suenan tan irremediablemente lejanos psicológicamente, ello no depende sólo del hecho de que los primeros permanecen en el espacio y los segundos se disuelven en el tiempo. De hecho, el problema es también idéntico en relación a épocas mucho
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más recientes: la distancia histórica que nos separa de una misa de Obrecht o de un motete de Josquin Després es mucho mayor de la que nos aleja de un cuadro coetáneo de Rafael o de Leonardo, o de una escultura de Miguel Angel, o incluso de un soneto de Petrarca. ¿A qué se debe esta asimetría histórica? La música, en nuestra cultura, se ha articulado a lo largo de los siglos con ritmos históricos diferentes respecto a los de las otras artes. Su dimensión histórica, su vida en el presente y en el pasado se proyecta de modos distintos, requiriendo una memoria histórica de orden diferente.
Hasta tiempos muy recientes, la música no vivía mucho más allá de su primera ejecución, la mayor parte de las veces interpretada por el mismo compositor. Se ha venido afirmando con frecuencia que tal circunstancia era debida al tipo de notación de la que se servía el músico, demasiado imperfecta y, por tanto, inadecuada respecto a su realidad sonora. Pero a esta afirmación se le podría perfectamente dar la vuelta, y se diría en ese caso que la música se confiaba a una notación tan imperfecta justamente porque no se preveía una prolongación futura de su vida. Indudablemente, la idea de una existencia tan precaria en el tiempo, abandonada generalmente y de modo único al breve espacio de su ejecución, no podía dejar de generar una conciencia histórica de carácter muy diverso a la de otros artistas, que habían estado siempre habituados a trabajar no sólo para el presente, sino también para el futuro y en estrecha vinculación con el pasado.
Una confirmación de esta falta de conciencia de la propia dimensión histórica puede obtenerse al constatar que los primeros y parciales intentos de historia de la música aparecen sólo bien adentrado el siglo XVIII, mientras que, de las demás artes, aunque de manera distinta a nuestros actuales criterios historicistas, lo hacen en tiempos bastante más antiguos. Cada generación de músicos ha venido to
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mando como modelo, todo lo más, a sus propios maestros, sin apelar jamás a un modelo ejemplar de clasicidad. Las numerosas querelles en las que es tan rica la historia de la música desde tiempos de Platón, disputas que nos volvemos a encontrar con la ars nova y la ars antiqua, con la primera y la segunda prácticas en tiempos de Monteverdi, con los lu- llistas y ramistas, buffonistas y antibuffonistas en el Siglo de las Luces, hasta los tiem pos de Liszt y Wagner contra Brahms, por no citar sino las más conocidas, son siempre disputas entre estilos diversos, pero contemporáneos o, como máximo, a distancia de dos generaciones. Nunca se ha tomado como modelo un estilo del pasado: no es por casualidad que el neoclasicismo en música haya nacido sólo en nuestro siglo, derivando, por otra parte, hacia la más cruel parodia. Incluso la disputa que contraponía a Galilei y la Camerata florentina frente a los polifonistas se libró sólo en apariencia en nombre de una clasicidad griega, por otra parte inexistente y desconocida: en realidad, lo que Galilei estaba llevando a cabo era una revolución en nombre del nuevo estilo monódico, no siendo el presunto clasicismo griego sino un pretexto para una legitimación más eficaz de sus propias ideas, una clasicidad invocada con cierta artifi- ciosidad, a imitación de sus colegas, los humanistas literatos, arquitectos y escultores.
Efectivamente, si en el panorama de las artes la música ha ocupado siempre un lugar en solitario, aislado de otras hermanas mayores o menores cualesquiera, esto ha sido debido en buena parte a esa falta de conciencia de la propia historicidad.
Una causa de este fenómeno, posiblemente demasiado enfatizado, viene a ser la vida efímera de la música, siempre ligada a la ejecución, a la interpretación y, por tanto, al instante, ciertamente intenso y vital, que la hace vivir provisionalmente, para al poco tiempo desvanecerse. La notación puede suplir este inconveniente, pero el simple hecho de que
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sólo en tiempos recientes se haya visto perfeccionada lo suficiente como para poder representar un instrumento válido de memoria histórica, un documento suficientemente preciso para la transmisión fiel de la música a la posteridad, puede constituir un buen motivo para considerar que en el pasado no hubo estímulos suficientes que empujaran a los músicos a preocuparse por el problema de la posteridad y, por tanto, del perfeccionamiento de la notación. Por otra parte, hay culturas musicales que incluso hasta la fecha no se han preocupado de inventar una notación correcta, sino que se han dedicado por entero a la transmisión oral de su patrimonio musical. La música hebrea, también hoy en día, se ha venido confiando por entero a la memoria y se ha transmitido de generación en generación sin ningún soporte escrito, y lo mismo ha sucedido con la música popular y folclórica de todos los países. No querer confiar la música a un documento escrito no implica un estado de cierta inferioridad o de primitivismo, sino, más bien, una elección muy precisa, realizada en consonancia con la función de la música en el seno de una sociedad determinada.
M arginalidad histórica de la música
Posiblemente haya otra causa más de la anómala historicidad de la música en el origen del problema de la notación y del status de provisionalidad de la música respecto a las otras artes, una causa más profunda y estructural: la música, hasta tiempos muy recientes, prácticamente hasta el Barroco, asumió siempre una función artística marginal o, mejor dicho, su existencia siempre fue considerada en función de otros fines, como acompañar a la poesía (enfatizando la palabra y el discurso poético), como complemento y puesta en relevancia de la función litúrgica, como marco de la acción teatral, etc. Esta secular marginación de la música, fenóme
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no que se combina con su naturaleza efímera, ha contribuido no poco a la ausente constitución de una conciencia histórica. Y este hecho ha contribuido también a la formación de otro curioso fenómeno, propio sólo de la música y no identifiable en cualquiera de las demás artes. Desde Pitá- goras hasta épocas cercanas a la nuestra, la música se ha encontrado con un extraño destino en la historia de la cultura occidental: por una parte, se ha visto marginada como arte menor, como ejercicio manual carente de implicaciones intelectuales, como arte servil; por otra, ha sido revaluada hasta lo más alto en su dimensión no audible, no tangible, esto es, como pura abstracción, como ese cálculo reflejo de las armonías cósmicas más secretas, como filosofía primera, símbolo que remite a la esencia misma del mundo. Pero en esta última acepción, la música no es la música de los músicos y los intérpretes, sino esa música puramente pensada; se trata, en otras palabras, de filosofía de la música. El resultado de esta curiosa fractura es que, a través de los escritos de los filósofos, se puede reconstruir una especie de historia de la música o, mejor dicho, una historia de la teoría, del pensamiento, de las discusiones musicales, desde la antigüedad más remota hasta las épocas más recientes, pero sin poder conocer nada sobre la producción musical en sí misma. ¿El famoso tratado De musica del Pseudo-Plutarco, escritor de la época alejandrina, no sería quizá un esbozo de una historia del pensamiento musical en la antigüedad griega? Y después del tratado del Pseudo-Plutarco, ¡de cuántos otros tratados histórico-teóricos sobre música en los siglos sucesivos hasta el Barroco podría decirse lo mismo!, ¡cuántos tratados históricos sui generis, en los que nunca o casi nunca aparecen los protagonistas, esto es, los músicos y las obras musicales propiamente dichas, al tiempo que sus autores se pierden en disquisiciones sobre la esencia de la música, sobre las teorías de la armonía, sobre su relieve filosófico o metafisico! Por tanto, hoy, y a pesar de toda una biblioteca de trata
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dos sobre las teorías musicales, de la enorme cantidad de discusiones entre sabios y filósofos de la música, ¡no gozamos siquiera de una historia de la música, una crónica razonada que nos ayude a imaginar cómo resonaría el gran número de cantos que, a pesar de todo, fueron compuestos e interpretados en la antigüedad griega y romana!
La marginalidad social del músico
La marginalidad histórica de la música, y sobre todo de la ejecución musical, encuentra una particular confirmación en la marginalidad social del músico y el intérprete. La idea aristotélica de que la práctica musical no era digna del hombre libre a causa de la manualidad inevitablemente ligada a ella no ha quedado como un juicio aislado. En la Edad Media, alrededor del año mil, Guido de Arezzo nos invita a pensar en el músico como una «bestia». Hasta el Renacimiento tardío el músico no gozará de una consideración mucho más alta y, en cualquier caso, no será jamás asimilado a sus colegas, arquitectos, pintores, escultores y, sobre todo, literatos, cuya función social venía siendo exaltada desde la más remota antigüedad. No es ocioso recordar que es necesario llegar al final del siglo dieciocho para que se desmorone esta imagen, y que Mozart y Haydn estuvieron entre los primeros músicos que se rebelaron contra la humillante condición de poco más que siervos de nobles palacios.
En perfecta correspondencia con la condición servil del músico, con la escasa consideración social de su figura y su función, se encuentra la secular fractura entre música y cultura de la que tanto se ha hablado en estos últimos años. Si la música, gracias a sus aspectos esotéricos, matemáticos, teóricos, que no tienen, no obstante, nada que ver con su tan concreta vida y su corporeidad física, ha podido con fre
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cuencia interesar al filósofo, en cuanto música propiamente dicha deberá esperar hasta la Ilustración para encontrar carta de ciudadanía en el mundo de los sabios, de la cultura y, por tanto, de la historia de las artes. Durante siglos el músico ha sido excluido, y se ha autoexcluido, del flujo de la cultura, lo cual no es algo carente de consecuencias para la vida misma de la música. Abandonada a una vida efímera que no iba más allá de su primera interpretación, la música se ha refugiado en una tradición mucho más cerrada, separada de las otras artes. Y, por el contrario, la especulación sobre la música se ha desarrollado siguiendo trayectorias completamente independientes de la música propiamente dicha, elaborando teorías basadas en la abstracción pura, con escasos contactos con el mundo efectivo de la música y los músicos.
Música «humana» y música «mundana»
Una de las más antiguas y típicas teorías filosóficas, directamente derivada de esta situación de separación, y en parte de marginación, de la música es su bipartición en mundana y humana, esto es, música de los mundos o de las esferas celestes y música humana, propia de los instrumentos; la primera inaudible, incomprensible, como máximo sólo concebible por el filósofo; la segunda audible pero irrelevante y, en el fondo, despreciable en cuanto fruto de un trabajo servil. Esta famosa bipartición de la música, elaborada por el mundo griego y superviviente con distintas caras prácticamente hasta la Ilustración nace de una situación social y cultural específica, pero es a la vez su causa, en el sentido de que ha contribuido, sin duda alguna, al mantenimiento de la música humana en esta situación de inferioridad. Por supuesto, el hecho de que la música, desde la antigüedad hasta tiempos recientes, haya marchado siguien
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do dos caminos diferentes, el teórico y el práctico, sin comunicación efectiva entre ambos y, por tanto, con desarrollos relativamente independientes, representa un caso completamente anómalo y peculiar en la historia de las artes. La reflexión teórica y filosófica sobre la música ha estado durante siglos desarraigada casi enteramente de la música misma y ha obrado, por consiguiente, por su cuenta, siguiendo una trayectoria independiente. A veces, la relación resulta críptica y sólo un análisis histórico que sepa leer entre las líneas de la reflexión teórica consigue identificar cierta débil relación entre los dos planos, relación, en cualquier caso, oscurecida por la abstracción del discurso filosófico. Los dos planos llegan, fatigosamente, a reunirse únicamente en el siglo dieciocho, cuando la música comienza a salir lentamente de su secular aislamiento; sólo entonces entra en el mundo de las artes y de la cultura, y la reflexión sobre la música se convierte en reflexión sobre la música propiamente dicha, aquella compuesta de sonidos. La idea de una música mundana ha ido empalideciendo lentamente y ha llegado casi a disolverse con el viento de la modernidad. No obstante, ha quedado en el aire su vago recuerdo, y la reflexión sobre la esencia numérica y metafísica de la música no ha llegado a desaparecer del todo, y podemos encontrarla bajo ruinas aún más crípticas en la cultura contemporánea.
Música y cultura: tradición popular y tradición culta
Resulta hoy bastante problemático, aunque la música haya adquirido una conciencia histórica muy similar, si bien no idéntica, a la de las otras artes, establecer unos nexos de carácter histórico-cultural entre la evolución de la música y el de las otras artes, creando, de este modo, paralelismos frecuentemente artificiosos y ficticios. El distinto pasado de la música pesa aún sobre ella, diferente no sólo por
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su evolución histórica atipica, sino también por lo que ha constituido una no menos atipica reflexión sobre su naturaleza, su esencia, sus problemas. El historiador que se proponga hoy estudiar tanto la música como las reflexiones habidas sobre la misma debe, sobre todo, saber captar los mecanismos culturales que han permitido a la música transmitirse a la posteridad: no a través de obras memorables, no a través de documentos de archivo, no a través de la formación de una tradición interpretativa, sino, sobre todo, a través de esos más intangibles canales de la tradición oral. Es obvio repetir que este discurso vale, fundamentalmente, para un pasado anterior al siglo dieciocho, por más que la secular y milenaria historia de la música anterior a la edad moderna incida sobre su destino presente.
Se ha teorizado en estas páginas sobre una historia de la música separada de las otras historias del arte; pero debería preferiblemente decirse que la música ha evolucionado con una autonomía interna mucho mayor en comparación con las otras artes. Es cierto que la literatura, y mucho más la arquitectura y la pintura, han disfrutado de unos canales de transmisión más coherentes, más académicos, más aúlicos, más independientes, por tanto, de cualquier aportación de índole no culta, provenientes de culturas populares o, por así decirlo, subalternas de otras. La música, incluso dentro de su propia tradición, de su mundo de sonidos, ha sabido trasvasar y transponer, con una dinámica mucho mayor, los valores, estilos, estilemas, las invenciones del mundo de la música culta al de la música popular y viceversa, desde la tradición oral a la académica. Nos encontramos en el mundo musical, por tanto, con una gran movilidad vertical, en la transmisión de su patrimonio de una generación a otra; y nos encontramos también con una insólita movilidad horizontal, en el espacio, de un país a otro, con toda probabilidad mucho mayor que en las otras artes, de manera tal que ha generado un tipo de historicidad distinta de la que ha
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sido tomada como modelo universal, al menos en Occidente. No como un río de cauce casi regular, con pocos afluentes, que discurre llevando hacia su vega todo aquello que estaba en la montaña, llevándose consigo cualquier elemento imprevisto en el álveo central y maestro de su propia e indiscutible corriente. La música procede de otro modo: esti- lemas antiquísimos continúan viviendo y encuentran sin cesar vida fresca y nueva. Y esto sucede no sólo en los cantos populares, en los que la distancia de diez o más siglos queda anulada como por encanto; los modos gregorianos, por ejemplo, han sobrevivido no a causa de un prurito intelec- tualista neoclásico, sino por un proceso de revalorización y reactualización histórica sin parangón en las demás artes. Así, estilemas populares de otros países y tiempos, antiguos o antiquísimos, del Oriente y el Extremo Oriente han encontrado una nueva vida en contextos históricos totalmente diferentes; cantos, estilos y palabras del Norte, se han visto transportados sin embarazo al Sur y viceversa: ¡elementos de la tradición popular y oral transplantados a la culta, y maneras de la música culta hechos patrimonio popular!
La transmisión de la m úsica parece, por una parte, requerir el máximo de especialización, de doctrina, de escuela; por otra, debemos reconocer que, quizá gracias a su apelación a las más profundas raíces instintivas, a conocimientos más inmediatos y menos mediatizados por la cultura y a su fácil memorización, la música se comunica, se expande, se transmite de un pueblo a otro, rompiendo con frecuencia barreras, fronteras políticas, geográficas y lingüísticas con una agilidad y dinamismo desconocido por las otras artes. El canto hebreo propio de las sinagogas, por ejemplo, ha influido, con toda probabilidad, en el canto gregoriano más que la música griega o romana; las canciones populares de los siglos quince y dieciséis o las fiestas populares teatrales de pueblos y aldeas han influenciado el melodrama cortesano barroco más que Esquilo y Eurípides.
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Es inútil continuar acopiando ejemplos, que con gran facilidad podrían formularse a docenas. Puede, no obstante, recordarse, por hablar de tiempos mucho más recientes, el impacto de la música popular eslava en esos músicos tan diferentes entre sí como han sido Smetana, Dvorák, Mahler, Musorgsky, Janacek, Bartók, Stravinsky, etc.
Hacia un modelo distinto de historicidad
No por esto debe concluirse que la música constituye un eterno presente donde todo es posible, donde todo está permitido. Se trata, más bien, de reconocer que la música pone en escena un modo diferente de historicidad, un modo distinto de conciencia de la propia historicidad y, en consecuencia, un diverso modelo de memoria histórica. La historia en general es estudiada y reconstruida en libros, en archivos, en bibliotecas, etc.; pero no es menos cierto que es susceptible de ser vivida de otra manera. La música nos ha enseñado, sobre todo en lo que hace referencia al pasado, una forma inédita de cómo la historia, su propia historia, puede ser vivida y transmitida fuera de los canales palaciegos y académicos; una forma ni mejor ni peor que la del modelo humanista e historicista. Pero, no hay quien lo dude, la música está hecha de sonidos y no de palabras, no de piedra o de colores en un lienzo.
Hoy en día el historiador debe tener en cuenta todo esto si no quiere desnaturalizar por completo la historia misma de la música, historia en muchos aspectos anómala, construida a base de mensajes muy crípticos, de tiempos que no se miden con el calendario, de ritmos, de métrica, de una invención y una transmisión que le son propias. La música no carece, por tanto, de historia, ni de conciencia histórica ni de historicidad; podemos, quizá, concluir afirmando que la música tiene su historicidad, derivada de su modo distin-
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to de vivir la propia historia, de insertarse en ella y de entrar en relación con las otras artes y la cultura en general. Cualquier reflexión sobre la música, en un plano filosófico, histórico, antropológico o teórico, no puede no tener en cuenta esta situación existencial totalmente particular; y, por otra parte, la estética musical, en cuanto reflexión sobre la naturaleza de la música, no puede sino verse fuertemente condicionada por este particular status que ha venido caracterizando durante siglos al arte de los sonidos.
Instinto y razón en la música
Hemos aludido a todas las complejas causas de orden histórico, ideológico, filosófico, social, que han contribuido a determinar esta anómala historicidad de la música. Pero debe tenerse en cuenta otro factor, esta vez de orden connatural a la esencia misma del sonido. La música, como ha sido señalado desde tiempos muy antiguos, hace referencia, más que cualquier otra forma de arte, a aquellos aspectos instintivos, a-lógicos, pre-racionales y pre-lingüísticos de la naturaleza humana; y esto parece contrastar con otra característica de la música destacada por muchos, esto es, con su profunda racionalidad, con su carácter hiper-lingüístico, con su rígida organización matemática. Esta suerte de contradicción interna presente en el arte de los sonidos ha sido constatada desde siempre en la historia del pensamiento musical y, de vez en cuando, se ha subrayado y privilegiado tanto uno como otro de tales aspectos, sin llegar a reducir y resolver la contradicción interna misma. Indudablemente, el desarrollo histórico de la música, tan anómalo en relación respecto a la historia de la cultura, con sus curiosos saltos internos, con su movilidad en el tiempo y en el espacio, con su extraordinaria capacidad para combinar elementos distintos, estilos distintos, culturas musicales distintas, sonori
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dades heterogéneas, etc., puede encontrar una explicación satisfactoria teniendo, precisamente, en cuenta ese factor a- histórico y, en cierto modo, natural, propio solamente de la música. El sonido, su evolución en el tiempo al compás de ritmos que no exhiben nada de la regularidad del reloj presenta, sin embargo, una afinidad con nuestros ritmos internos, con nuestro modo de experimentar el flujo del tiempo. El aspecto sintáctico-organizativo de la música, en otras palabras, su dimensión histórica, racional y evolutiva no contrasta con su dimensión natural', los dos aspectos conviven y cooperan verdaderamente para que el arte de los sonidos exhiba ese impacto más inmediato sobre el hombre, esa llamada a nuestra naturaleza más instintiva y física, a-histórica, anterior a cualquier especificación socio-cultural. Esto explica por qué nos encontramos con una facilidad mucho mayor para absorber la música de otros pueblos, de otras culturas lejanísimas respecto a nuestra cultura occidental, de otras épocas, y, finalmente, por qué la adquisición, esto es, la comprensión y el disfrute de un lenguaje musical no presupone una culturización comparable a aquella necesaria para captar el lenguaje literario. Es cierto que es necesario aprender a escuchar música, a disfrutarla, a gozar con ella, pues de otro modo no acabaría siendo sino un rumor aburrido e indistinto. Pero cualquiera de nosotros habrá experimentado infinitas veces que los caminos de acceso a la música no tienen, por lo general, forma académica: personas completamente ignorantes en lo que se refiere a las leyes de la armonía y del contrapunto, totalmente ignorantes en lo que se refiere a la escritura musical, se acercan a la música con un cierto tipo de intuición que les permite gozar de ella intensamente, mediante un aprendizaje absolutamente personal, sin mediación institucional-académica alguna. Y, por otra parte, es igualmente sabido que podemos encontrarnos con personas cultas pero, como suele decirse, absolutamente sordas para la música, a las que ningún conocimiento
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histórico y teórico puede ayudar de cara a un disfrute pleno de la misma.
Todo ello no implica una minusvaloración del aspecto lingüístico, histórico y sintáctico del lenguaje musical, o, mejor dicho, de los lenguajes musicales en toda su pluralidad y variedad; hemos pretendido, más bien, subrayar cómo, más allá de cualquier lenguaje musical históricamente constituido, hay una especie de wr-lenguaje, o lenguaje originario, que basa su eficacia precisamente sobre este valor prelingüístico y, quizá todavía más, pre-artístico que está, no obstante, siempre presente en toda obra musical y tiene como su referente a aquellos elementos instintivos, oscuros, difícilmente anlizables, quizá universales, precisamente por su carácter no lingüístico y no mediado, presentes en la naturaleza humana. Quizá pueda imaginarse una cierta complicidad originaria entre la naturaleza temporal del sonido y la interioridad del hombre, en cuanto naturaleza pre-lógica, hipótesis lanzada por muchos filósofos a partir de Hegel y Schopenhauer y que llega también a pensadores mucho más cercanos a nosotros, como Bergson, Gisèle, Brelet, Jankélévitch, etc. En el fondo, un ilustrado como Diderot no decía algo distinto cuando hablaba de «eri animal» a propósito de la música, remontándose a ese fondo oscuro, instintivo, que se rencuentra en el lenguaje musical y que, curiosamente, no contrasta con su naturaleza racional y matemática. Ciertamente, este aspecto vitalista se encuentra presente de distintos modos en la música e, indudablemente, se ve oscurecido en la cultura occidental por la fuerza de la tradición que se hunde en el fondo de los siglos dentro de ella misma formando una gruesa corteza lingüística, a partir de la cual se autogeneran los estilos y las formas, sus transformaciones y evoluciones. No obstante, todas las grandes novedades, también en la música occidental, surgen de repentinos descartes de la tradición, repentinos empeños en un lenguaje fuera de las reglas y de la racionali
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dad en la que parecía establecerse su significado, para recabar fuerza y originalidad de esos elementos oscuros y no racionalizabas que palpan mas de cerca la naturaleza pre-lógi- ca del hombre y la sociedad.
Interpretación e improvisación
Una confirmación de esta naturaleza ambigua y bifronte de la música nos puede ser suministrada por algunos fenómenos característicos de su existencia, y el primero entre todos es el fenómeno de la interpretación, al cual ya hemos hecho referencia: es sabido que todas las artes adjetivadas como temporales necesitan de la interpretación para poder vivir mas alla del instante de su creación. Si bien la esencia de estas artes es desenvolverse en el tiempo, su supervivencia en la historia debe ser confiada a cualquier tipo de grafía que sea capaz de conservar una imagen de su vida incluso en esos momentos donde el interprete no la haga revivir en su naturaleza temporal. Y éste es también el caso de la música. Pero aquello que en primera instancia puede plantearse como necesidad en el caso de la música se convierte en una forma adicional de arte: el intérprete -sea director de orquesta o músico— compite a veces con el mismo compositor por la gloria de la creatividad, y resulta ser, en cualquier caso, una figura dotada de autonomía y enorme relieve artístico. Como es sabido, el intérprete tiene, desde luego, el deber de leer la partitura, pero quien tenga aunque sea una mínima experiencia de aquello que lleva consigo la interpretación musical sabe perfectamente que se trata de un arte ambiguo y sutil, en el que no está nada claro cuál es el límite entre seguir lo que está escrito en la partitura y recrear con la propia personalidad aquello que existe sólo en los pliegues de la misma. Muchos filósofos y musicólogos de nuestro siglo han puesto en evidencia cómo, en el acto
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de la interpretación, se oculta la verdadera naturaleza de la música, que es esencialmente improvisación. En la improvisación se hace evidente ese aspecto de la creatividad como impulso inmediato y, en parte, a-lógico, y la interpretación- ejecución es siempre un acto igualmente creativo de improvisación. Además, el intérprete hace evidente, en su mismo modo de actuar, ese contacto de orden casi físico, instintivo, con la obra musical; el ímpetu de la creación, sus ritmos interiores, el flujo melódico y sus vibraciones, sus pausas, sus inflexiones, son hechos propios por el intérprete, que los vive fisicamente en primera persona y los hace reales, audibles y palpables a través del concreto ejercicio de su arte, que es una operación al tiempo física y mental. Esta vida secreta de la obra musical, este su latir en el tiempo, no puede ser escrito ni expresado en la partitura, que, por otra parte, tiene solamente la función de ser un entramado, un esquema, un apunte que ha de sugerir al intérprete el camino por donde mejor penetrar en el corazón de la obra, difícilmente traducible a los signos gráficos incluso de la notación más perfecta.
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IV
El mundo antiguo
De los pitagóricos a Damón de Oa
Reconstruir incluso sólo un esbozo del pensamiento musical de la antigüedad griega presenta no pocas dificultades, sobre todo si nos remontamos a los primeros siglos, pues los testimonios son ciertamente numerosos, pero son por lo general indirectos y, sobre todo, fragmentarios. Tales testimonios, aunque revelan una cultura musical bastante extendida y permiten intuir una sociedad en la que la música ocupaba un puesto de importancia en absoluto secundario, no son suficientes de cara a proporcionarnos una imagen fiel de la misma en aquella época, pues nos faltan casi por completo las fuentes directas, esto es, la música propiamente dicha. Y esto vale no sólo para el período arcaico; de la producción musical del mundo griego no ha sobrevivido nada, con la excepción de algunos fragmentos de muy incierta lectura. A partir de los tiempos de Damón de O a y de Platón, los testimonios teóricos y filosóficos dejan de ser fragmentarios y exhiben ya lo que podría considerarse el desarrollo de un pensamiento organizado, insertado en un contexto filosófico complejo; pero, a pesar de todo, intentar reconstruir una serie de reflexiones sobre la música sin poder contar mínimamente con la
producción musical concreta constituye siempre una tremenda dificultad. No obstante, y al margen de esta grave e insatisfacible laguna, puede decirse que en el pensamiento griego se encuentran las raíces de nuestra cultura musical. Las ideas sobre la música elaboradas por el mundo antiguo han tenido una importancia histórica tal, que han dejado una profunda huella incluso en las épocas más cercanas a la nuestra sin que fuéramos siquiera conscientes de ello.
Todo el pensamiento sobre la música de los griegos está dominado por la cuestión de la relevancia ética, positiva o negativa, de la música en la sociedad. La pregunta sobre si, y dentro de qué límites, puede decirse de la música que es un elemento educativo desde el punto de vista social es algo fundamental en el pensamiento griego y representa el gran núcleo en torno al cual se articula la problemática sobre la relevancia ética de la propia música. En cualquier caso, debe aclararse que el concepto de música en la cultura antigua es muy diferente respecto a la idea moderna de la música como arte, una concepción que presenta unos límites bien definidos. Musiké significaba, en el mundo griego, un complejo de actividades que podía abarcar desde la gimnasia y la danza hasta la poesía y el teatro, comprendiendo también, por tanto, la música y el canto en sentido estricto. El problema de la relevancia ética de la música podía encontrarse ya en el corazón de algunos de los mitos más antiguos, así como en el pensamiento de los pitagóricos. Podría, por tanto, hablarse, en sentido laxo, de una concepción utilitarista de la música o, en cualquier caso, instrumental, en cuanto la música podía servir a la sociedad para la educación del hombre. El Pseudo-Plutarco, en su tratado De musica, que se remonta al siglo tercero después de Cristo y que representa una de las más importantes fuentes para reconstruir el pensamiento musical de la antigüedad, afirma, en relación con los tiempos homéricos y haciendo referencia a
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la mítica figura del centauro Quirón', que éste era «maestro no sólo de mùsica, sino también de jurisprudencia y medicina», anticipando de tal modo alguno de los temas clave del pitagorismo musical. Pero la escuela filosófica en la que la música asumió una relevancia completamente especial fue la escuela pitagórica. El concepto de armonía resulta central en la especulación de los pitagóricos, pero resulta ser un concepto musical sólo por analogía o por extensión, ya que su significado original era, sobre todo, metafisico. La armonía es concebida por los pitagóricos como unificación de contrarios; así, el pitagórico Filolao puede afirmar: «la armonía nace sólo de los contrarios; porque la armonía es unificación de muchos términos distintos y acuerdo de elementos discordantes»2. Teniendo presente este principio, el concepto de armonía puede extenderse tanto al universo concebido como un todo como al alma, tal y como afirmará Aristóteles dando cuenta de las ideas de los pitagóricos, tanto en su Política como en Acerca del alma. Este concepto de armonía se completa con el otro bastante más oscuro de número, que parece ser para los pitagóricos fundamento de todas las cosas y, por consiguiente, afín al concepto mismo de armonía.
Tales conceptos, que presentan, evidentemente, un valor fundamentalmente metafórico y lleno de consecuencias para toda la historia del pensamiento occidental, fueron entendidos de maneras distintas incluso por los pitagóricos mismos. En efecto, para algunos el universo parece estar he
1 Pseudo-Plutarco, De musica, 40. Esta obra, datada en la edad helenística, constituye una fuente fundamental para el conocimiento del pensamiento musical de la antigüedad griega. Se encuentra editada en E Lasarre, Plutarque de la musique, Olten-Laussane, Graf, 1954 (texto griego y traducción francesa).
2 Cfr. H. Diels y W. Krantz, Fragmente der Vorsokatriker, 3 vols., Berlín, Weidmann, 1956-1959, 44 B 10 [en castellano, puede consultarse: Los filósofos presocráticos, III, Madrid, Gredos, 1980],
cho de números, mientras que, para otros, éstos constituyen la armonía sobre la que se funda el mundo, y, aún para otros más, tales números no son sino el modelo originario del mundo, del que nacen todas las cosas. Es imposible adentrarnos en este lugar en la compleja doctrina del número y de sus distintas interpretaciones, sobre las que el propio Aristóteles arroja luz en su metafísica; será, por tanto, suficiente aquí con recordar la importancia que tal teoría ha revestido en la historia del pensamiento musical, desde el momento que, para los pitagóricos, será la música quien revele la naturaleza más profunda de la armonía y del número.
Sería conveniente aclarar qué se entiende por música en este contexto. Si es cierto que las relaciones entre los sonidos pueden ser expresadas a través de los números, como afirma el pitagórico Filolao, y si tales relaciones musicales expresan del modo más tangible y evidente la naturaleza de la armonía universal, las relaciones entre los sonidos pueden ser, por tanto, consideradas como modelo de la armonía universal misma. La música se convierte así en un concepto abstracto que no coincide de manera necesaria con la música tal y como es normalmente considerada. Música, en consecuencia, puede ser no sólo la producida por el sonido de los instrumentos, sino también, y con mayor razón, el estudio teórico de los intervalos musicales o, del mismo modo, la hipotética música, por otra parte inaudible, producida por los astros que giran por el cosmos siguiendo leyes numéricas y proporciones armónicas. Se abre de este modo en el pensamiento griego, y ya desde los pitagóricos, esa fractura que tendrá un efecto determinante sobre todo el desarrollo sucesivo del pensamiento musical, la existente entre la música puramente pensable y la música audible, privilegiando claramente a la primera sobre la segunda.
Otro concepto importante relacionado con la doctrina musical de los pitagóricos es el que concierne a la catarsis. Ya hemos hablado del poder de la música sobre el espíritu
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humano, poder fundado sobre la afinidad de sus respectivas esencias constitutivas. Pero los pitagóricos van más allá, afirmando que la música tiene, asimismo, el poder de restablecer la armonía turbada de nuestro ánimo. De aquí nace uno de los conceptos clave de toda la estética musical, y no sólo musical, de la antigüedad, el concepto de catarsis. Purificación significaba, sobre todo, medicina para el alma; el vínculo de la música con la medicina es antiquísimo y la creencia en el poder mágico-encantador de la música se remonta a tiempos anteriores al propio Pitágoras. Tal concepto se podrá reencontrar en otras áreas culturales y sobrevivirá hasta nuestros días en muchos pueblos. No obstante, los pitagóricos detentan el m érito de precisar tal concepto, confiriéndole una dimensión especialmente ética y pedagógica. Esta concepción catártica de la música debe, no obstante, relacionarse con la doctrina de la armonía como conciliación y equilibrio de los contrarios.
La función catártica de la música puede realizarse de dos modos diversos: la música, según Damón de Oa, filósofo pitagórico del siglo quinto, puede no sólo educar el ánimo de modo genérico, sino también, y de manera más específica, corregir sus posibles malas inclinaciones. Esta corrección podrá ser producida por una música que imite la virtud que se desee inculcar en ese ánimo, borrando, por tanto, el vicio o la inclinación malsana. Hablamos en este caso de catarsis alopática. Aristóteles entiende de modo distinto la catarsis, considerando que la corrección del vicio puede conseguirse mediante la imitación del mismo vicio del que nos pretendemos liberar. De tal modo, los vicios pasan a ser, por decirlo de algún modo, inofensivos; y el ánimo se «purifica» de ellos en el momento en que, al escuchar una música que, im itando los sentim ientos que nos oprim en, como «la piedad, el temor, y asimismo el entusiasmo religioso», los individuos «son llevados a un estado tal como si hubieran recibido un tratam iento médico y hubieran tomado una
purga»3. En este caso puede hablarse de catarsis homeopática. Sea cual sea el modo en que se entienda, lo que realmente im porta subrayar es el concepto de ethos musical, que se encuentra en ambas acepciones del concepto de catarsis.
La doctrina pitagorica sobre la música, de la que aquí se ha esbozado sólo un breve apunte, estaba destinada para siempre a diferentes y constantes desarrollos: algunos filósofos han acentuado y profundizado en el aspecto moral de la tradición pitagórica; otros en el aspecto matemático (la tradición atribuye al mismo Pitágoras la investigación sobre el cálculo de los intervalos); otros el aspecto metafisico vinculado a la idea de la armonía de las esferas; otros, finalmente, en el aspecto pedagógico-político. El pitagorismo seguirá siendo, por tanto, un punto de referencia fundamental en la historia del pensamiento occidental sobre la música, manteniendo su influencia prácticamente hasta nuestros días.
Platón y AristótelesEn los diálogos de Platón confluyen, también con escasa
sistematicidad, todas las fuentes de la especulación anterior sobre la música. No por eso puede decirse que Platón, en lo tocante a la musica, sea un mero eco de las doctrinas de otros. El interés y la fecundidad de su pensamiento musical radican, mas bien, en el hecho de que la música representa uno de los núcleos temáticos de su filosofía. No resulta fácil reconstruir sus ideas sobre la música, desde el momento que en casi todos los diálogos la música comparece adoptando aspectos distintos, moviéndose entre una reflexión ético-po- litica y consideraciones de orden matemático-astronómico,
1 Aristóteles, Política, VIII, 1342; en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1977 (trad, de P. Samaranch).
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hedonista, metafìsico-filosòfico. Por otra parte, Platón parece oscilar, en sus diálogos, entre una radical condena de la música y su incondicional exaltación como forma suprema de belleza y verdad. En la República afirma de este modo: «Aquellos que aman las audiciones y los espectáculos se deleitan con sonidos bellos o con colores y figuras bellas, y con todo lo que se fabrica con cosas de esa índole; pero su pensamiento es incapaz de divisar la naturaleza de lo bello en sí y de deleitarse con ella»4. En este fragmento, en el que la música es asimilada a la artes bajo la misma condena, no sólo no se alude a ninguna virtud ético-educativa que le sea propia, sino que se pone de relieve que nos aleja de la contemplación de la belleza en sí. Esta última parece, por tanto, estar concebida como objeto de la contemplación filosófica y no de los sentidos. El libro décimo de la República confirma este punto de vista. Por tanto, en el estado ideal soñado por Platón «la musa voluptuosa» (esto es, la poesía y la música) debe ser prohibida, ya que, de otro modo «el placer y el dolor reinarán en tu Estado en lugar de la ley de la razón que la comunidad juzgue siempre la mejor»: «la desavenencia entre la filosofía y la poesía es de antigua data»5. Al atribuir a la música sólo el efecto de producir placer, Platón parece separarse de la tradición pitagórica, que consideraba la música sobre todo por sus virtudes éticas. La música en cuanto fuente de placer es ante todo una techné, es decir, un arte y no una ciencia. La música viene a ser, por tanto, un hacer, cuya utilidad es indudable de cara, al menos, a la producción de un placer, pero cuya licitud debe ser cuidadosamente examinada. Esta concepción, en el fondo parcialmente negativa, podemos encontrarla en Platón cada vez que éste considera la música como el ejercicio efectivo
4 Platón, República, V, 476; Madrid, Gredos, 1986, 287 (trad, de Conrado Eggers Lan).
5 Ibidem, X, 607a-b, edic. cit., 476.
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de un arte, entendiendo «arte» en el sentido griego del término, como techné. Desde esta perspectiva práctica la música podría ser justificada y admitida, siempre y cuando el placer por ella producido no actúe en sentido contrario a las leyes y principios de la educación.
El placer producido por la música no es por consiguiente un fin, sino un medio: toda música produce placer, tanto la considerada como buena como la considerable como mala; desde una perspectiva pedagógica, se hace necesario disfrutar el placer inducido por la buena música, una vez desterrada aquella otra contraria a las leyes del estado. Para Platón, las músicas buenas son aquellas que vienen consagradas por la tradición; las malas músicas son, en cambio, las de su tiempo, las que se dirigen sólo a alimentar el placer del oído.
Frente a la que ha sido llamada revolución musical del siglo V, Platón manifiesta una absoluta intolerancia: «¿No hay, decimos, que inventar cualquier tipo de medio para que nuestros niños ni deseen realizar otras imitaciones en danzas o melodías y para que nadie los convenza, induciéndoles placeres variopintos? -D ices muy bien.»6. Esta postura, indudablem ente conservadora, se explica mejor también a la luz de otros diálogos donde su pensamiento sobre la música se abre en otras direcciones. De hecho, la musica no es sólo objeto de los sentidos, ya que, para Platón, puede ser igualmente objeto de la razón y, en cuanto ciencia, acercarse a la filosofía hasta el punto de identificarse con ella, entendida como dialéctica y suprema sabiduría (sopbia).
Obviamente, la música que en un momento dado puede identificarse con la filosofía, hasta el punto de ser entendida como la filosofia en el sentido más elevado del término, no
Las leyes, VII, 798d; Madrid, Gredos, 1999, 29 (trad, de FranciscoLisi).
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es la misma música que acaricia nuestros oídos, sino que es una música puramente pensada. Nos encontramos, de este modo, con una música que se escucha con los oídos y con otra que no se oye. Sólo ésta segunda resulta digna de atención por parte del filósofo; es la meditación sobre esta música abstraída de su sonoridad lo que resultará comparable al filosofar, constituyendo, quizá, el grado más alto del filosofar mismo. Este concepto de música, que puede encontrarse más veces en los diálogos platónicos, nos evoca una atmósfera pitagórica y sólo puede ser entendido si se le conecta al concepto de armonía. La armonía de la música, según Platón, no hace sino reflejar la armonía del alma y, al mismo tiempo, la del universo. Por ello, su conocimiento representa tanto un instrumento pedagógico en el sentido más noble del mismo, puesto que puede devolver la armonía al turbado equilibrio del alma, como un instrumento de conocimiento de la esencia más profunda del universo, en tanto la armonía representa el orden mismo que reina en el cosmos. La música se convierte entonces en el símbolo mismo de esa unidad y ese orden divino del cual son copartícipes el alma y el universo entero. Pero esta música no es la de los instrumentos ni la de los instrumentistas de oficio, sino esa pensada puramente como armonía. De este modo, Platón puede afirmar en República, es decir, en el diálogo en el que con mayor energía había proclamado la condena de la música y de las artes en general, que el verdadero músico «siempre aparecerá afinando la armonía del cuerpo en vista al acorde del alma»7. El presupuesto fundamental de esta doctrina es que la armonía que constituye la música viene a ser del mismo tipo que aquella bajo la que, tanto el alma del hombre como el universo, se rigen8.
7 República, IX, 591 d; edic. cit. 455.8 Timeo, 35b; 88c; Madrid, Gredos, 1992, 179 y 255 (trad, de M .a
Ángeles Durán y Francisco Lisi).65
Los polos entre cuyos márgenes se mueve el pensamiento platónico parecen ser, de una parte, la música real y concreta, tal y como se presentaba en la Atenas del siglo IV; de otra, la música puramente inteligible y, por consiguiente, absolutamente abstracta, sin vínculo alguno con la música real. El concepto de educación puede, bien mirado, constituir el principio mediador capaz de recomponer en cierta medida la fractura abierta entre las dos músicas. La actitud negativa de Platón hacia la música de su tiempo y sus innovaciones, las nuevas armonías y ritmos que empezaban entonces a ponerse en práctica (por ejemplo con el teatro de Eurípides), debe ser puesta en relación no sólo con su espíritu conservador, sino también con la idea de la música como una ciencia divina, como expresión de la armonía cósmica. En efecto, sería un contrasentido, desde el punto de vista de la filosofía platónica, llevar a cabo cambios e innovaciones en un arte, casi una ciencia, cuyos principios son tan estables y eternos como el mundo. Conservar la tradición significa, por tanto, mantener para la música el valor de verdad y el valor de ley. Nos hallamos, de este modo, ante una posibilidad de introducir la música en la ciudad, sin por ello menospreciar los principios educativos ni el carácter normativo de la música, siempre que se mantenga alejada de las irregularidades musicales de la propia época9. En este caso, la música, en su concreción física, puede convertirse en el puente de paso entre la realidad sensible y lo puro inteligible. No puede negarse, por tanto, que en el pensamiento platónico exista una relación de tensión entre música y filosofía, tensión que oscila entre la más radical oposición y la identificación completa, a través de un proceso de acercamiento lento y difícil, que implica todo el ámbito de la educación misma del hombre.
9 Las leyes, III, 700, 701; Madrid, Gredos, 1999, 342-346 (trad, de Francisco Lisi).
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Es indudable que con Platón toma cuerpo ese hiato, que se hará más profundo en los siglos siguientes, entre una música puramente pensada, y por ello emparentada con las matemáticas y la filosofía, y una música realmente oída y ejecutada, emparentada, por tanto, con los oficios y profesiones más técnicas. Esta fractura ha ido haciéndose cada vez más y más profunda, hasta el punto de que no llegar a encontrar entre las dos músicas relación alguna. Probablemente, el hecho de que de la música griega nos haya llegado casi todo lo referente a la teoría, pero casi nada de lo que hace referencia a su historia real, su existencia concreta, es debido, por una parte, a esta escasa consideración en la que era tenida en tanto arte práctica, y, por otra, al honor con el que era tratada en cuanto disciplina matemática y filosófica. La escisión entre música y cultura, no completamente cerrada siquiera en nuestros días, tiene con toda probabilidad su origen precisamente en el pensamiento griego postplatónico y aristotélico.
Ese filón que constituye el pensamiento musical de inspiración pitagòrico-platònica adoptó una posición preponderante, y en última instancia vencedora, en la antigüedad griega y en la cultura occidental, al menos hasta el Renacimiento; no obstante, no debe pensarse por ello que no haya existido una oposición al platonismo. En la Grecia de aquel tiempo, las filosofías materialistas, escépticas y epicúreas acentuaban, contra las corrientes moralistas, el valor hedo- nista de la música, separándolo de cualquier contenido educativo. Demócrito afirmaba que «la música es la más joven [de las artes]... pues no fue producida por la necesidad, sino que surgió del lujo ya existente»10. El valor educativo no aparece ni siquiera mencionado, y así sucede en bastantes
10 Cfr. H. Diels y W. Krantz, op. cit., 68 B 144; Los filósofos prosocrá- ticos, III, Madrid, Gredos, 1980, 358 (717) (trad, de M.a J. Santa Cruz de Prunes y N. L. Cordero).
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otros filósofos de la época. Filodemo, filósofo de la escuela epicúrea, sostenía en su tratado De musica que la música es «sobre todo un agradable pasatiempo»11. Un desconocido retórico del siglo IV, impugnando la doctrina platónica sobre la relevancia ética de la música, pensaba de este modo:
Los estudiosos de la armonía mantienen que ciertas melodías convierten a los hombres en dueños de sí mismos, sensatos, justos o incluso valientes, mientras otras les hacen cobardes; no son capaces de pensar que el género cromático sería incapaz de hacer cobarde a un hombre que se sirviera de él, del mismo modo que el género enarmònico sería incapaz de hacerlo valiente12.
Fijándonos en estas pocas citas, parece claro que habría una oposición al pensamiento platónico y, por otra parte, partiendo de los textos del mismo Platón primero y de Aristóteles después, se haría evidente la existencia de una vivaz polémica contra los músicos, musicólogos y, en general, contra la cultura musical de su tiempo, la cual testimonia la presencia de corrientes de pensamiento vivas y operantes netamente contrapuestas al entronque pitagòrico-platònico.
Aristóteles retoma todas las tesis del pensamiento musical pitagórico y platónico; pero, al mismo tiempo, tiene en cuenta todas las exigencias del pensamiento hedonista y epicúreo: de ello resulta una síntesis original que constituye toda una etapa del pensamiento musical de la antigüedad griega. También Aristóteles aborda el tema de la música en su Política, obra dedicada a la educación y a los problemas de la polis. Al vincular el problema de la música con el de la educación, se hace evidente que Aristóteles
11 Filodemo, De musica, I, XVI, 7 (cfr. Van Krevelen, ed., Hilversum, 1939).
12 Cfr. Papiro de Hibeh (fragmento citado por Lasserre, Plutarque de la musique, op. cit., p. 85).
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pretende insertarse en la tradición platónica; pero, al mismo tiempo, nada más empezar su discurso Aristóteles se desvincula de él. Para Aristóteles, la música tiene como fin el placer, incluso si ha pasado a formar parte de manera estable de las materias propias de la tradición didáctica. En cuanto placer implica ocio, esto es, algo que se opone al trabajo y la actividad. Su participación en la educación de los jóvenes se justifica solamente teniendo en cuenta que, incluso para el descanso, se hacen necesarias y útiles «ramas del saber son fines en sí mismas». «Por eso -concluye Aristóteles-, nuestros antecesores incluyeron la música en la educación, no como una necesidad ni como algo útil (...) nos queda, por consiguiente, pensar que es útil como pasatiempo en el ocio, que es evidentemente el intento con que las gentes la incluyen en la educación, ya que la clasifican, en efecto, como una forma de pasatiempo que creen adecuada para hombres libres»13. En el pensamiento aristotélico encontramos una evidente conexión entre el tiempo libre, el ocio, y las disciplinas «liberales y nobles»; en tal sentido, debe ponerse el acento, en lo que se refiere a la música, en la contraposición, ya sacada a la luz por Platón, entre la audición, con el consiguiente placer ligado a la misma, y la ejecución propiamente dicha. La primera es una actividad no manual, digna de un hombre libre, mientras la segunda viene a ser un oficio, un trabajo manual que no puede, por tanto, integrarse en la educación liberal. Todo el pensamiento aristotélico se centra, de tal modo, en esa idea de radical oposición y separación entre la práctica musical, conectada al oficio del intérprete, y el disfrute de la música misma. En la Política, los últimos capítulos del libro VIII están por completo dedicados a la cuestión m usical y representan uno de los primeros tratamientos sistemáticos sobre la música que nos han llegado desde la anti
13 Aristóteles, Política, 1337b-1338a.
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güedad. Sobre este aparato filosófico se articula toda su argumentación en torno a las cuestiones musicales: la novedad respecto a los tratamientos filosóficos habituales de las mismas está constituida por la atención dedicada sobre todo a los problemas de naturaleza psicológica concernientes a la música y su disfrute. El punto de partida será siempre, sin embargo, la ética musical damoniana y platónica. Relegada, por tanto, la música como profesión y como práctica interpretativa a los, sin duda, restringidos límites de lo que podría en términos modernos llamarse preparación para la escucha, queda por aclarar de modo más preciso su valor educativo desde esta óptica que podríamos definir como psicológica. Se trata, en otras palabras, de ver si ella «ejerce influencia en el entendim iento»14. Aristóteles tenía frente a sí dos diferentes teorías: por una parte, la teoría pitagórica, según la cual la música se encuentra en relación directa con el alma, pues el alma, como la música, no es sino armonía y, por ello, puede hacer retornar la armonía cuando ella haya sido turbada; por otra, la teoría, que puede retrotraerse hasta Damón, según la cual la relación entre la música y el alma se contempla desde el punto de vista de la imitación —así, ciertas melodías, ciertos ritmos y armonías imitan tanto virtudes como vicios, por lo que la música exhibe un poder educativo si es usada con prudencia y conocimiento de sus efectos sobre el espíritu hum ano-. Aristóteles no descarta la primera teoría, incluso si su realismo lo lleva a preferir y desarrollar la segunda de las mismas en clave claramente psicológica. «En la naturaleza de las simples melodías hay diferencias, de manera que la gente al oírlas se siente afectada de diferentes maneras y no tiene los mismos sentimientos respecto de cada una de ellas», algunas inducen al dolor y al recogimiento (la armonía mixolidia), otras inspiran sentimientos voluptuosos,
14 Ibidem, 134la.
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otras inspiran, en cambio, «equilibrio y serenidad» (la dórica), mientras la frigia induciría al entusiasmo15.
La música en cuanto arte es, por tanto, imitación, y suscita sentimientos tanto positivos como negativos; por ello es educativa, en el sentido de que el artista puede escoger del modo más oportuno el objeto de su imitación, influyendo así de modo positivo sobre el ánimo del hombre. Cualquier beneficio que pueda llegar al hombre pasa por el mecanismo de la catarsis. Aristóteles no explica en la Política en qué consiste esa suerte de purificación o catársis y nos remite a su Poética, donde el problema es tratado con mayor amplitud, si bien de modo no muy exhaustivo. Parece como si Aristóteles usara tal término en un sentido homeopático, pudiendo tal tesis ser avalada por un fragmento del libro VIII de la Política. Todas las armonías pueden ser usadas, afirma Aristóteles, aunque usadas «no todas del mismo modo»16. «Piedad, temor, entusiasmo religioso» son emociones comunes a todos los hombres, aunque en diversa medida:
Muchas personas están expuestas en alto grado a esta forma de emoción, y vemos a esta gente, bajo la influencia de la música sagrada, cuando emplean modos que sacuden violentamente el alma, llevados a un estado tal como si hubieran recibido un tratamiento médico y hubieran tomado una purga; la misma experiencia, pues, debe darse también en los apasionados, los tímidos y otros complejos emocionales de la gente, en el grado que corresponde a cada uno de los individuos de estas clases de gente, y todos ellos deben sentir una purificación y deben sentirse aligerados y consolados de manera agradable17.
15 Ibidem, 1340b.16 Ibidem, 1342a.17 Ibidem.
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Parece así que para Aristóteles no hay armonías o músicas totalmente perjudiciales desde el punto de vista ético; la música es una medicina para el alma, pero sólo cuando imita las pasiones o las emociones que nos atormentan y de las que deseamos liberarnos o purificarnos.
Para Aristóteles la catarsis no se identifica, por consiguiente, con la educación, en el sentido platónico del término. Puede, como mucho, constituir simplemente una técnica de cara a obtener un mayor bienestar para el hombre. En efecto, también en la Política se nos dice que «la música debe emplearse no en orden a uno de los beneficios que ella confiere, sino en orden a varios —sirve en efecto con fines educativos y con fines catárticos (...) y en tercer lugar sirve como juego o diversión útil para relajar nuestra tensión y hacernos descansar de ella»18. Se intuye, de este modo, la posibilidad de usar todas las armonías, desde el momento que los tres fines principales que la música alcanza no se encuentran separados, sino que se integran el uno en el otro. La falta de censura de Aristóteles, en lo que se refiere a la música, abre la perspectiva a una consideración de la misma mucho más desvinculada de presupuestos moralistas, y puede dejarnos entrever una exigencia que, usando un término completamente extraño a la cultura y mentalidad griegas, podríamos calificar, quizá impropiamente, como «estética». La aceptación del placer como factor orgánicamente conectado al disfrute musical parece confirmar esta perspectiva estético-he- donista, la cual permanecerá como un sutil hilo conductor durante toda la historia del pensamiento musical.
La edad helenísticaEl carácter práctico, empírico, de investigación psicoló
gica, que aflora en el pensamiento aristotélico y, en general,
18 Ibidem, 1342b.72
en toda la escuela peripatética se acentúa en la teoría de Aristoxeno, filósofo y teórico de la música, alumno de Aristóteles, en concomitancia con una tendencia fuertemente psicologista. En dos libros suyos que han llegado hasta nosotros, Elementos de armonía y Elementos de rítmica, Aristoxeno intenta por vez primera separar la experiencia musical de la filosofía, acentuando la importancia de la percepción auditiva en la formación de un juicio musical. Aun sin llegar a una contraposición entre oído e intelecto, ajena a la tradición griega, aquél tiende a mantener independientes las dos facultades, por lo que sus ideas resultan de una importancia capital en la historia del pensamiento musical. De hecho, por vez primera, el centro de interés se desplaza desde los aspectos puramente intelectuales hacia esos otros de orden más sensible. Si la tradición pitagórica había desarrollado exclusivamente el aspecto matemático de la música, dando, por otra parte, un gran impulso al desarrollo de una teoría musical, Aristoxeno sienta las bases para un nuevo tipo de aproximación a la música, que dé cuenta de la reacción psicológica del individuo y, por consiguiente, de los aspectos subjetivos de la fruición musical. Por ello dirige con frecuencia su polémica hacia quienes formulan «principios racionales, afirmando que la altura de un sonido consiste en una cierta relación numérica y en el correspondiente número de vibraciones (...) quienes consideran la armonía como una ciencia sublime y creen poder, con su estudio, formar un buen músico; pero no sólo esto, sino que algunos creen incluso que la música exalta su sentido moral»19. Con esto, Aristoxeno no pretende rechazar toda la tradición de pensamiento que va desde Pitágoras a Platón, sino, sobre todo, situar estos valores por encima de un plano empírico-perceptivo. De hecho, Aristoxeno no niega, por ejemplo, el
19 Aristoxeno, The Armonios of Aristoxenus, trad. Ingl. De H. S. Ma- cran, Clarendon, Oxford.
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vínculo existente entre un determinado modo musical y un determinado ethos, sino que considera que tal vínculo tiene un fundamento histórico y no descansa sobre una cualidad intrínseca de la música. Así, tal como nos dice el Pseudo- Plutarco20 exponiendo el pensam iento de Aristoxeno, el modo lidio, condenado por Platón por su lascivia, es usado por los poetas trágicos; mientras el modo dórico, considerado siempre por Platón como viril y educativo, fue usado en otros tiempos para componer cantos amorosos. Aristoxeno considera, siguiendo la estela de su maestro Aristóteles, que todos los modos tienen derecho a carta de ciudadanía en el mundo de la música, con tal de que sean usados convenientemente; incluso el género enarmònico, «el más bello de los géneros»: los modos no tienen en sí nada de conveniente o inconveniente. La frecuente apelación al ejercicio refinado del propio oído de cara a la audición musical permite presumir que Aristoxeno se sitúa en el pensam iento griego como el descubridor de aquello que, en términos modernos, puede definirse como el valor estético de la música. De hecho, Aristoxeno no niega que los modos exhiban un valor ético, sino que podría decirse que tal cualidad la poseen solamente en segunda instancia, mientras su cualidad fundamental y primaria será la estética, es decir, la de ser bellos. Las melodías pueden, por supuesto, «mejorar el carácter», pero posiblemente no sea ésta su única función, desde el momento que, en primer lugar, se dirigen hacia nuestras facultades auditivas y perceptivas. La referencia a los caracteres estéticos y a las leyes propias del mundo de la música, que ya asomaba en algunos escritos de Aristóteles, se ve acentuada y concretada en el pensamiento de Aristoxeno, hasta el punto de constituir un filón de pensamiento musical antiguo independiente y un im portante, si bien m inoritario, punto de referencia para el pensamiento medieval
20 Pseudo-Plutarco, De musica, op. cit., 17.74
y renacentista. En particular, la escuela peripatética alejandrina desarrolló el pensamiento de Aristóteles y de Aristoxeno, instaurando las bases tanto para una consideración estética, y no sólo moral, de la música, como para un estudio de la teoría musical separada de presupuesto metafisico o cosmológico alguno.
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V
Entre el mundo antiguo y el medioevo
El pensamiento cristiano y la herencia clásicaYa desde sus inicios, el Cristianismo debió afrontar el
problema de la música en estrecha conexión con la oración en su forma colectiva, como canto litúrgico. De tal manera, los primeros padres de la iglesia se encontraron frente a una serie de problemas tanto de carácter práctico como teórico, filosófico e ideológico de no fácil solución. Por una parte, ellos heredaban todo el pensamiento griego y, en particular, sus dos grandes corrientes, el tronco pitagòrico-platònico y el peripatético. Desde el punto de vista más estrictamente musical, heredaban dos tradiciones diferentes y netamente contrastadas debido a los respectivos espíritus que las animaban: de un lado, la música pagana greco-romana, estrechamente ligada a las costumbres, ritos y fiestas del mundo pagano; por otra, la tradición del canto de sinagoga hebreo. Evidentemente, el m undo cristiano tenía buenos motivos para distinguirse y alejarse tanto de la filosofía griega, de la música pagana, como de la hebraica, a la búsqueda de una modalidad original y específica con la que expresar musicalmente sus aspiraciones religiosas propias. Esta fatigosa tarea intelectual se refleja en la maraña de contradicciones, en las actitudes frecuentemente ambiguas y oscilantes de los pri-
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meros teóricos y de los filósofos de los siglos nacientes del Cristianismo: la música es vista como un instrumento del diablo para nuestra perdición, pero también como un potente medio de elevación espiritual, como una imagen de la armonía divina. ¿Cómo pudo existir una oscilación tan amplia en la valoración de la música? Fundam entalm ente, debe recordarse que los padres de la iglesia llevaban a cabo una clara distinción entre la música propia de los paganos y la de la nueva iglesia cristiana. La diferencia entre las dos músicas no hacía referencia tanto al ámbito de lo estilístico- formal como a las distintas funciones que estaban llamadas a cumplir y sus respectivos y diferentes contenidos. Si la música pagana refulgía de potencia demoniaca, la de los nuevos tiempos cristianos extrae su vigor de su contenido religioso. Hay, no obstante, otra diferencia de índole formal entre las dos músicas, verificable en el distinto grado de armonía que exhiben.
Mira cuánto es el poder del canto nuevo. Ha sacado hombres de las piedras y hombres de las fieras. Y, por otra parte, los muertos, que no tenían parte de esta vida verdadera, sólo por ser discípulos del canto, han resucitado de nuevo. Ordenó también todo este mundo con armonía y dirigió la diferencia que había entre los elementos del mundo hacia una disposición de concordia, para que todo el universo fuera una armonía.
En el fondo, Clemente de Alejandría y otros padres de la iglesia atribuyen a la música los mismos poderes que le atribuían los antiguos pitagóricos. No resulta extraña al pensamiento de Clemente la idea de que la música tiene no sólo el poder de armonizar elementos discordantes, sino también la de que el universo entero está constituido por ella, es decir, por la armonía: «Este canto puro, apoyo de todo el universo y concordia de todos los seres, se extendió desde el centro hasta los límites y desde las cumbres hasta el78
centro y armonizó todo esto (...) según el designio personal de Dios»1. El canto llega, por tanto, a identificarse con el mismo verbo divino, y los poderes que los griegos atribuían al canto de Orfeo son ahora, en el nuevo mundo de la cristiandad, atribuidos al cantor bíblico, David.
De este modo, puede decirse que el marchamo pitagórico y platónico sobrevive en el pensamiento cristiano de los primeros siglos de la nueva era y llega a ser, incluso, la corriente filosófica que en mayor medida permea en él. El punto de vista metafisico-pitagòrico se tiñe con frecuencia de vetas más marcadamente pedagógicas. De tal modo, podemos explicarnos cómo el pensamiento cristiano sobre la música oscila entre los temores a una recaída en una visión hedonista paganizante y la esperanza en un nuevo uso de la música como instrumento de elevación y edificación religiosa. Muchos escritores cristianos acentuarán en sus escritos la idea de que el canto sacro pueda convertirse en instrumento auxiliar de la oración y de que el fin de la música sea el hacer más grata la oración, gracias al pellizco de seducción que el elemento musical puede conferirle. Las verdades de fe se harán así más gratas, al tiempo que resultarán más fáciles de aprender. «Lo que no se aprende de buena gana -afirm a San Basilio- no queda, pero aquello que se escucha con placer y amor se fija de manera más firme en la mente»2. Si bien el pensamiento de la iglesia sobre la música puede ser resumido en aquel dicho latino sobre la conveniencia de mezclar utile dulci, debe también añadirse que la dulzura de la música se ve vinculada en el canto sacro a una actitud del espíritu, gracias a la que es posible distinguir entre un modo de cantar meramente con la voz, «tal y como
1 Clemente de Alejandría, Protréptico (trad. esp. Consolación Isart), Madrid, Gredos, 1994, cap. I, pp. 44-5.
2 S. Basilio, en Patrologia Graeca, Migne ed., París, 1857-1866,vol. XXIX, p. 213.
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es costumbre de los trágicos, que ensucian la garganta con una dulce droga»3 y un modo «de cantar con el corazón, dando gracias al Señor»4.
Pitagorismo, neoplatonismo, temores moralistas de ascendencia platónica, si bien insertados ahora en el nuevo contexto del Cristianismo, preocupaciones pedagógicas... Todos estos asuntos se entrecruzan en una síntesis original en la obra de uno de los más válidos y modernos filósofos de los primeros siglos de la era cristiana: san Agustín. En su grandioso tratado De musica, pero también en el libro autobiográfico Confesiones y en otros escritos, reflexiona sobre todos los tópicos del pensamiento clásico, contemplados ahora, sin embargo, en primera persona, con intensidad, para proyectarlos en el nuevo contexto cultural y filosófico del mundo cristiano. Las ambivalencias típicas de la actitud cristiana frente a la música encuentran en san Agustín una expresión absolutamente personal, y a veces dramática, retomando los motivos en pro y en contra de la misma. Así afirma en sus Confesiones
Cuando me acuerdo de las lágrimas que derramé con los cánticos de tu iglesia en los comienzos de mi conversión y de la conmoción que ahora siento -no con el canto, sino con las cosas que se cantan, al ser cantadas con voz clara y modulación adaptadísima- reconozco una vez más la gran utilidad de esta costumbre.
Y así ando fluctuando entre el riesgo del deleite y la experiencia del provecho. Sin dar un juicio irrevocable, me inclino más a aceptar la costumbre de cantar en la iglesia a fin de que con el deleite del oído los espíritus débiles despierten a la piedad. Aunque cuando me siento más emocionado por el canto que por las cosas que se cantan, en
5 S. Jerónimo, en Patrologia Latina, Migne ed., París, 1844-1866, vol. XXVI, p. 651.
4 Ibidem.80
tonces confieso que peco en ello y que merezco castigo y que querría no oír cantar5.
San Agustín, sensible, por tanto, al arte de los sonidos y a la fascinación que éste ejerce, duda sin poder decidirse a tomar uno u otro partido entre la idea de que el placer sensible de la música deba condenarse, en cuanto aleja al alma de lo espiritual, y la idea de que, en cambio, a través de tal placer y en virtud suya, el espíritu pueda ser precisamente empujado a la oración.
Esta ambigüedad, típica de todo el pensamiento medieval, puede también reencontrarse en esa otra no resuelta oscilación, también heredada del mundo antiguo, entre una música puramente pensada, música como ciencia teórica, y una música particularmente oída y ejecutada. San Agustín, que, al igual que todos los pensadores de su tiempo, no alimenta una gran simpatía por los músicos, quienes al ser «interrogados sobre los ritmos empleados o los intervalos de sonidos agudos y graves no saben qué responder»6, vacila, como se ha dicho, ante el dilema de si aceptar el ambiguo placer de la música, olvidándose de las abstracciones y razonamientos de los teóricos y de la metafísica de los números, o renunciar a los mismos en favor de la oración pura, de la palabra carente de ornato alguno. Este dualismo, que en san Agustín encuentra expresiones dramáticas, queda como una constante durante todo el pensamiento medieval: música como ciencia teórica, entendida a veces, incluso, como instrumento privilegiado de ascesis mística o música como atracción de los sentidos, como sonido físico y corpóreo y, por tanto, como posible instrumento de perdición. En el origen de esta dicotomía, que ha marcado no sólo todo el
5 San Agustín, Confesiones, libro X, 33; trad. cast, y edición de Rodríguez de Santidrián, Madrid, Alianza, 1998.
6 Id., De musica, I, 4-5, G. Marzi, ed., Florencia, Sansoni, 1969.
pensamiento musical hasta el Renacimiento y quizá más allá, sino también la praxis musical concreta y la historia de la música misma, se encuentran dos diversas concepciones estéticas: la música como posibilidad de ascesis nos lleva a una estética pitagórica de los números; la música como fluir concreto de sonidos, objeto de placer sensible, nos conduce a una estética de carácter más empirista de trasfondo aristotélico y a una concepción de la música como imitación de las pasiones. Estas dos concepciones estéticas, propias de la antigüedad griega, pero retomadas, si bien con distinta terminología y en un contexto cultural diferente, durante toda la Edad Media cristiana, se entrecruzarán y contrapondrán durante muchos siglos, determinando por más de una razón el curso mismo de la historia de la música.
La formulación más sintética de tal dualismo se encuentra en el pensamiento de un contemporáneo de san Agustín, Severino Boecio, pensador de indudable influencia platónica. En su De institutione musica reafirma la superioridad de la razón sobre los sentidos, pero en esta ocasión sin ninguna implicación de carácter religioso. Boecio subdivide la música en la famosa tripartición, que tanto éxito cobrará en los siglos sucesivos, de música mundana, humana e instrumental, división de evidente derivación pitagórica. La m úsica mundana, la que goza de las preferencias de Boecio, no es otra que la música de las esferas, que se identifica, en último extremo, con el concepto mismo de armonía en sentido laxo. Su potencialidad de ser oída resulta ser algo completamente insustancial, desde el momento que tal música se reduce a un concepto abstracto. La música mundana constituye, por consiguiente, la única y verdadera música, y los otros tipos de música lo son sólo por reflejo, en la medida en que participan de la armonía del cosmos o la evocan. Así, la música humana refleja, en la unión armoniosa de las distintas partes del alma con el cuerpo, la música de las esferas. La tercera música, la instrumentalis viene a ser la m ú82
i
sica tal y como la entendemos y es considerada como la última en la jerarquía. Su valoración negativa está ligada a la idea griega por la que el trabajo manual no es digno del hombre libre. «¡Cómo resulta superior la ciencia de la música en el conocimiento teórico en relación con la realización práctica!»7, afirma Boecio, añadiendo que el músico no es tanto aquel que toca un instrumento como «aquel que ha adquirido la ciencia del canto con conocimiento de causa, sin sufrir la esclavitud de la práctica y con la guía de la especulación»8. San Agustín y Boecio representan, por tanto, los dos ejes en torno a los que se desarrolla todo el pensamiento musical del Medioevo y el puente entre el antiguo m undo pagano y el nuevo mundo cristiano. El platonismo, que fue sin duda la forma de pensamiento dominante en el ámbito de lo musical, encontró, de este modo, una satisfactoria conciliación con la nueva mentalidad cristiana.
De lo abstracto a lo concretoSi se recorren los numerosos tratados sobre la música
aparecidos en el Medioevo, no puede dejar de advertirse un cierto sentimiento de tedio, a causa de la aparente uniformidad de los temas tratados, de las numerosas definiciones copiadas las unas de las otras y de la constante referencia a Boecio como el numen tutelar de la musicología. Su nom bre aparece en todos los tratados musicales junto a su afortunada y famosa tripartición de la música en mundana, humana e instrumental. No obstante, más allá de esta monotonía y repetición, una lectura más atenta revela que, aunque sin estrépitos o proclamas revolucionarias, nos en
7 Boecio, De institutione musica, cap. XXXIII, A. Damerini ed., Florencia, Fussi, 1949.
8 Ibidem.
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contramos también con cambios, incluso profundos, en el modo de considerar la música. Ciertamente aparece, si bien de una manera apenas esbozada y difícil de ser percibida con claridad, un cierta dialéctica entre posiciones diversas; no obstante, puede hablarse de una compleja línea de pensamiento que recorre la Edad Media cristiana y lleva, también desde el punto de vista de la evolución misma de la música, desde el canto gregoriano a la polifonía y el ars nova. Si esquematizamos las transformaciones acontecidas en estos siglos, diremos que la especulación sobre la música está desde el principio marcada por la abstracción, llevando a sus espaldas los signos de su propia escisión entre un pensamiento teórico y completamente alejado de la realidad musical concreta y una reflexión práctica. Lentamente, con frecuencia mediante pedantes disquisiciones sobre cuestiones prácticas, que hoy podrían parecer com pletam ente marginales, podemos encontrarnos ante problemas más concretos, vinculados a la situación histórica de la música propiamente dicha. Paralelamente, puede decirse que fue disminuyendo el interés por la importancia religiosa de la música bajo el influjo de una tendencia hacia lo mundano y laico. Crece así el interés por los problemas de composición, ejecución y pedagogía referentes a la enseñanza de los cantores en las iglesias; se asiste a una toma de conciencia de las diferencias entre los distintos estilos musicales, entre el viejo y el nuevo, entre la tradición gregoriana y la nueva práctica polifónica, y surgen, después del año mil, las primeras y auténticas polémicas musicales, basadas no sólo sobre abstractas tomas de posición ideológicas o filosóficas, sino sobre la realidad musical de la época.
Por tanto, será sólo a partir del año mil cuando aflore en el pensamiento musical esta nueva actitud por la que la especulación parta del mundo concreto de la música; y la exigencia de educar a los cantores representará, con frecuencia, el punto de arranque para una reflexión sobre la música li-84
gada a los problemas reales de su existencia. Guido de Arezzo, uno de los más grandes teóricos medievales, que vivió después del año mil, se encuentra entre los primeros que dirige su atención a los problemas técnicos de la música y la pedagogía musical. Es cierto que sigue la ya secular tradición según la cual quien escucha música debe ser considerado en un nivel muy inferior a quien especula sobre la misma. De hecho, es capaz de afirm ar que «es inm ensa la distancia entre el cantor y el músico: los primeros cantan, los segundos conocen aquello que constituye la música. Aquel que hace lo que no sabe puede ser definido como una bestia»9. Y añade: «en nuestros tiempos, es entre los cantores donde se encuentran los hombres más estúpidos»10. Esta postura, que se explica tomando como fundamento la antigua actitud de desprecio hacia el oficio de músico, se verá, en cualquier caso, superada por el vivo y acuciante interés que Guido de Arezzo demuestre en muchas de sus obras por los problemas técnicos concretos de la música y por sus implicaciones de orden pedagógico.
No debe olvidarse que, precisamente en torno al año mil, comienzan a desarrollarse las primeras y embrionarias tentativas polifónicas: los problemas del ritmo y la grafía musical vendrán, por tanto, a cobrar una importancia totalmente nueva. Guido de Arezzo dirige así su atención hacia estos nuevos aspectos de la música, consciente de su recién adquirida relevancia en el plano de lo didáctico. Si bien en numerosos fragmentos de su obra definía, como se ha visto, a los cantores con el poco encomiástico apelativo de «bestias», que hacen cosas que no entienden, a los que contrapone los auténticos «músicos», los teóricos, también es cier-
9 Guido de Arezzo, «Regulae Rhythmicae», en M. Gerbert, Scriptores ecclesiastici de musica sacra potissimum, 3 vols., 1784, vol. I, p. 234 (ed. facsímil Hildesheim, G. Olms, 1963).
10 Ibidem, vol. II, p. 34.85
to que en otros parece, en cambio, invertir los términos de la cuestión. En la parte final de su Epistola de ignoto cantu invita a aquellos que deseen aprender música a leer su Mi- crologus, obra claramente didáctica, y se jacta de no haber seguido a Boecio, «cuyos libros son útiles sólo a los filósofos y no a los cantores»11. No puede dejar de advertirse una sombra de desconfianza, por parte de quien conoce por experiencia directa la música, hacia esos otros tratados «útiles sólo a filósofos», es decir, hacia las meras elucubraciones teóricas sin anclaje alguno con la realidad musical. No es por casualidad que Arezzo haga referencia a la práctica m usical y a la importancia del factor didáctico justamente en esta Epistola de ignoto cantu, en la que formula su sencillo sistema mnemònico para recordar la entonación exacta de las notas. Los tratados de Guido de Arezzo se han ido convirtiendo en los siglos sucesivos en un importante punto de referencia, a la par que ha crecido el interés de los teóricos por las cuestiones didácticas.
Después del año mil, los teóricos de la música tienden a proporcionar definiciones más articuladas: la música misma tiende a organizarse de manera cada vez más autónoma y con un mayor grado de complejidad. Las fórmulas tantas veces repetidas de la música como ciencia o como bene mo- dulandi scientia parecen ahora más y más lejanas. Por otra parte, el impetuoso desarrollo de la polifonía y del contrapunto representa un suceso de fundamental importancia, ya que constituye un fuerte estímulo para los teóricos de cara al replanteamiento de los conceptos tradicionales, los esquemas por entonces cristalizados desde hacía siglos, que poco tenían ya que ver con la nueva realidad musical que comienza a formarse. Acabaría resultando una tarea inútil citar en este rápido croquis histórico los numerosos tratados de tema musical aparecidos después del año mil. El rasgo
11 Ibidem, p. 50.
característico que los colocará bajo el mismo denominador común será, precisamente, su disminuido interés por esa dimensión especulativa que tanto atrajera a los primeros teóricos medievales, en beneficio de una mayor atención a los problemas reales ofrecidos por la nueva práctica polifónica.
Es esto lo que se constituye en premisa para la progresiva decadencia de la concepción teológico-cosmológica de la música y para el nacimiento de lo que en términos modernos podría llamarse una auténtica estética musical, esto es, una reflexión atenta a los que hoy consideramos como valores estéticos de la música. Debe, en cualquier caso, usarse con mucha cautela el término «estética» con referencia a la música si no se desea incurrir en equívocos. A partir del siglo XIV comienzan a hacer sus primeras y tímidas apariciones las consideraciones sobre la belleza de la música como hecho autónomo, que encuentra su justificación en sí mismo, en la mera belleza de los sonidos. Marchetto de Padua, a comienzos del libro decimocuarto de su tratado Lucida- rium, dedicado al canto llano, en el capítulo significativamente titulado «A la belleza de la música», escribía de este modo: «la música es la más bella de todas las artes (...) su nobleza impregna todo lo que vive y lo que no vive (...). De hecho, no hay nada más consustancial al hombre que relajarse gracias a las dulces maneras y enervarse con lo contrario. No hay ninguna edad del hombre en la que no se sienta deleite por una dulce melodía»12. El criterio de la belleza sigue siendo aún aquél de origen griego, el de la realización de la armonía; no obstante, será justamente el concepto de armonía el que habrá de cambiar. De categoría metafisico- matemàtica pasa a laicizarse y asumir una coloracion mas terrena y más psicológica. La dimensión de la subjetividad comienza cada vez con más frecuencia a formar parte de la tratadística, y el mismo Marchetto de Padua ya no define la
12 Marchetto de Padua, en M. Gerbert, op. cit., p. 66.87
consonancia y la disonancia en términos exclusivamente matemáticos, sino psicológicos, es decir, como fuente de placer o disgusto para el oído. Con esto, ni Marchetto ni los otros teóricos renunciarán a remontarse a los sagrados nombres de Boecio, san Isidoro, Guido de Arezzo, pero su pensamiento marchará ahora por nuevos caminos. Así, el monje inglés Simon Tunstede, contemporáneo de Marchetto, aunque continúe apoyándose en todos los lugares comunes de la tratadística medieval, en la idea de la música como ciencia, en la división boeciana en tres músicas, etc., renueva por completo los términos en los que se cifraba la especulación clásica cuando se plantea la cuestión -que puede parecer ingenua, pero que resulta, en cambio, maliciosa- de si existía la música antes de que existiese la ciencia musical. Su cándida respuesta es que la música siempre ha existido, porque
Los hombres se sirven naturalmente de los cantos (...), y, aun completamente inexpertos en las artes, unían sus voces con admirable suavidad (...). La música forma parte de la misma naturaleza del hombre (...); de hecho, en toda época, ha estado tan difundida que niños, jóvenes, viejos y mujeres gozan juntos de las dulces melodías con natural placer (...). Parece claro, por tanto, que la música está tan estrechamente ligada a la naturaleza del hombre que, aunque lo quisiéramos, no podríamos existir sin ella13.
Si bien el monje inglés se apresura a añadir que «como dice el beato Jerónimo, resulta tan ignominioso para los cantores no conocer la música como ignorar las letras»14, no obstante, sus afirmaciones no pierden importancia, dejando
13 Simon Tunstede, «Quatuor principalia musicae», en C. E. H. Coussemaker, Scriptorum de musica medii aevii, París, 1869, vol. IV, pp. 203-6 (ed. anastática Hildesheim, G. Olms, 1963).
14 Ibidem.88
entrever un horizonte de pensamiento que encontrará su modo de expresarse plenamente en los siglos sucesivos.
El «ars antiqua» y el «ars nova» en la conciencia crítica de los contemporáneos
El debate entre partidarios del ars antiqua y seguidores del ars nuova constituye, quizá, la primera querelle musical en la que categorías estéticas y filosóficas son usadas por una y otra partes para defender y justificar la validez de un determinado estilo musical. La famosa bula con la que Juan XXII condenaba el ars nova y las tendencias modernistas en música es, con toda probabilidad, uno de los documentos más significativos de la época desde el punto de vista del nuevo pensamiento musical. A partir de esta condena se hacen visibles, ciertamente, de modo inequívoco las razones de ambas partes no sólo en el ámbito del gusto, sino también en el de dos ideologías contrapuestas, de dos diversos modos de concebir la música misma. La bula papal, al describir los defectos de la nueva música, define inconscientemente la estética de los nuevos tiempos. Frente a la mayor complejidad del ars nova, en la que el cruce polifónico de las voces se convierte en motivo de un goce autosuficiente para quien escucha, he aquí la preocupación de Juan XXII:
La multitud de sus notas borra los sencillos y equilibrados razonamientos mediante los cuales en el canto llano se distingue una nota de otra. Se apresuran y no descansan jamás, embriagan los oídos y no se preocupan de las almas; imitan con gestos aquello que tocan, de modo que se olvida la devoción que se buscaba y se muestra esa relajación que debía ser evitada.
En este documento se ven perfectamente los fines que el ars antiqua se proponía y los que el ars nova, en cambio, se
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propone: la contraposición no es solamente la existente entre los valores de la sencillez y la claridad contra lo abstruso, la complicación y la novedad gratuita, contraposición habitual en todas las épocas, propia de la eterna polémica entre pasado y presente, entre tradición y renovación. La contraposición es más bien la de una concepción de la música al servicio de algo diferente a sí misma, esto es, como instrumento de devoción religiosa, y otra concepción de la música como fin en sí misma, autosuficiente y autónoma en su valor puramente auditivo. Después del ars nova, las razones de la música se harán algo cada vez más potentes y tenderán a afirmarse prescindiendo cada vez de modo más claro de motivaciones y justificaciones de tipo teológico, cosmológico y moral. Los ecos y consecuencias de la polémica entre partidarios de cada estilo no se extinguirán durante m ucho tiempo: Johannes de Muris, Philippe de Vitry, Jacob de Liegi y aún otros más continuaron su batalla ideológica al servicio de una u otra parte, contribuyendo, por tanto, a matizar en un plano estético y filosófico los términos de la polémica.
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La nueva racionalidadVI
Los teóricos de la armonía y el descubrimiento de los afectosEl proceso de progresiva disolución de las doctrinas
musicales medievales, en su mayoría fundadas sobre la autoridad de Boecio y un platonismo filtrado a través de san Agustín, fue acelerándose a medida que se acercaba el Renacimiento. En la segunda mitad del siglo XV, Johannes Tinctoris, teórico nacido en Flandes, escribe algunos nuevos tratados musicales que marcan, casi con total seguridad, la ruptura definitivamente radical con el pensamiento m edieval. En el D effinitorium musicae, p equeño diccionario musical con pretensiones didácticas, Tinctoris nos proporciona algunas definiciones que muestran lo lejos que, a esas alturas, se encontraba de cualquier argumentación teórico-matemática de la música. La armonía, por ejemplo, es definida en términos completamente subjetivos, como «una cierta placidez producida por los sonidos apropiados», de modo que el compositor vendría a ser «el inventor de cualquier melodía nueva»; la consonancia y la disonancia se definen también en clave subjetiva: la primera como «una combinación de sonidos distintos que lleva dulzura a los oídos», la segunda como «una combinación de sonidos distintos que por su naturaleza ofenden a
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los oídos»1. Del mismo modo, en otra breve obra suya, Complexus effectuum musices, Tinctoris enumera los veinte efectos producidos en el ser humano por la música, efectos todos que encuentran su punto de referencia en los estímulos emotivos. Al margen de unas escuetas y descuidadas referencias a las funciones litúrgicas de la música, se omite cualquier alusión a las tradicionales correspondencias entre la armonía como principio objetivo implícito en la música y la armonía del alma, así como se elude cualquier reminiscencia de la tripartición boeciana de la música en mundana, humana e Instrumentalis. La única música de la que Tinctoris se ocupa es la instrumentalis, la que realmente se oye y resulta, por ello, analizable en virtud de los efectos que produce.
Esta actitud, sin ninguna duda más empírica respecto a la música, coincide también con un cierto renacer del aristotelismo, abriendo, en cualquier caso, al pensamiento m usical perspectivas completamente nuevas, ligadas en parte al reconocimiento del placer como el objetivo y fin en absoluto secundario de la música. A tal respecto, resulta significativo lo que escribe Adam de Fulda, contem poráneo de Tinctoris, en su tratado Musica, de 1490: «Por muchas razones, resulta evidente que la música es de no poca utilidad para los estados del alma. Su primer fin es el placer; de hecho, el espíritu humano (...) necesita de algún placer que lo conforte, sin el cual no puede apenas vivir (...), su segundo fin es el de ahuyentar la tristeza». Por tanto, desde el momento en que se identifica claramente al sentido del oído, aunque éste sea un mero trámite para alcanzar la psiqué humana, como destinatario de la música y al placer (delectatio) como su fin, cambia radicalmente la perspectiva desde la que juzgar la música: desde la abstracción racionalista y mo-
1 Johannes Tinctoris, «Deffinitorium musicae», en C. E. H. Couse- maker, Scriptorium de musica medii aevii, op. cit., pp. 179-182.
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ralista del Medievo, se abren ahora las puertas a una concepción de la música en clave psicológica, por una parte, y en clave racionalista-naturalista, en tanto relacionada con la teoría de la armonía, por otra.
Puede así decirse que el nuevo clima cultural propio del Renacimiento deja su huella también en la música, si bien con un cierto retraso y con matices particulares respecto a las otras artes. En efecto, los ideales de clasicidad, de retorno a los modelos antiguos tan frecuentemente presentes en otras artes, comenzarán a hacer oír sus efectos sólo a finales del siglo XVI. Los primeros teóricos humanistas, como Hen- ricus Glareanus (1488-1563), pretenden, en los inicios del XVI, vincular la teoría musical medieval con la práctica musical de su tiempo, práctica que ya había empezado a abrir una brecha en la más rigurosa tradición pitagórica. Glareanus, en su famoso tratado Dodekachordon, opone a los que llama «symphonetae» contra los llamados «phonasci», o sea, a aquellos que escriben con un núm ero mayor de voces frente a los que inventan melodías, pronunciándose a favor de éstos últimos precisamente porque poseen el don de la invención; los phonasci son, por consiguiente, los primeros y auténticos músicos, los que inventan y descubren nuevas melodías. Los symphonetae serán, sin duda, más eruditos, pero no respetan la función más sencilla y natural de la música, la de subrayar y exaltar el sentido de las palabras, haciéndolas más eficaces y expresivas. Estos conceptos, aún ensombrecidos en la obra de Glareanus, se convertirán en centrales para la especulación musical de los siglos sucesivos y, en particular, en la Camerata de los Bardi, dentro de un clima más declaradamente humanista, y conducirán a la teorización y a la creación del melodrama y de la monodia acompañada.
Las ideas expresadas todavía de modo embrionario por Glareanus y los primeros teóricos del Renacimiento confluyen de modo más evidente y organizado en la obra del mú
sico y pensador veneciano Gioseffo Zarlino (1517-1590). Sus escritos, que durante mucho tiempo serán punto de referencia para cualquier teórico, afrontan principalmente el problema de la refundación de la teoría musical sobre la base de un nuevo racionalismo, que encuentra sus fundamentos en la misma naturaleza de los sonidos. Si el racionalismo medieval podía ser tildado de abstracto porque empujaba a la creación de construcciones musicales ficticias, carentes de vínculos con la experiencia y basados, por tanto, sobre principios generalmente ajenos a la música misma, la nueva teoría pretenderá justificar racionalmente el uso efectivo que se hace de los intervalos musicales. Zarlino intenta, quizá por vez primera, llevar a cabo esta racionalización sistemática en sus tres grandes tratados, Istituzione harmoniche (1558), Demostrazionni harmoniche (1571) y Sopplimenti musicali (1588), un programa que deberá encontrar posteriormente su culminación en la obra de Rameau, casi dos siglos después. Zarlino sigue haciendo todavía referencia a la musica mundana, pero esto le sirve únicamente para corroborar que, en el origen de los intervalos, no hay una relación arbitraria o convencional, sino otra basada en la naturaleza de las cosas, de carácter racional, por tanto, desde el momento en que sólo racional puede ser el orden general del mundo. La relación existente entre los sonidos puede encontrarse, por consiguiente, también entre todos los «elementos», es decir, entre todos los fenómenos naturales. Zar- lino no fue plenamente consciente de que la nueva armonía tonal, que precisamente en aquellos años daba sus primeros pasos, representaba un sistema nuevo y radicalmente alternativo frente a la modalidad gregoriana; sólo pretendía, en cambio, con su obra llevar un poco de orden y claridad al complicado y farragoso m undo de los teóricos de la polifonía. El fenómeno de los armónicos superiores le ofrecía la posibilidad de teorizar por vez primera sobre aquello que en la práctica musical del mil quinientos se iba afirmando cada94
vez con mayor insistencia, esto es, la nueva armonía, fundada sobre los dos modos, el mayor y el menor, sustituía de esa modalidad gregoriana tan plagada de complejas cuestiones teóricas y prácticas. El fenómeno de los armónicos superiores2 representaba para Zarlino la posibilidad de demostrar que el acorde perfecto mayor existía en la naturaleza, mientras el acorde perfecto menor podía obtenerse indirectamente por vía matemática. El acorde mayor es bello y consonante justamente porque es natural, porque existe en la naturaleza, y es natural porque es perfectamente racional.
Este cierto racionalismo podría hacer renacer el mito de una nueva musica, mundana, pero ahora ya no entendida como la música producida por las esferas celestes y, por tanto, inaudible, sino más bien como producto de una completa matematización y racionalización del mundo musical, basada en una idéntica y correspondiente matematización y racionalización del mundo natural, respecto al que es anterior y fiel espejo. Evidentemente, también para los teóricos de la música el modelo de inspiración era la nueva y mate- matizante visión galileana del mundo. De hecho, así lo afirmaba Zarlino: «Todas las cosas creadas por Dios fueron por Él ordenadas en virtud del Número; mejor dicho, tal N úmero fue el principal modelo en la mente de ese Hacedor»3.
No es casual que en el Renacimiento Zarlino, pero no sólo él (recordemos aquí los nom bres de otros teóricos como Vicentino, Galilei, Artusi, De Salinas, Aaron, etc.), haga referencia a los mismos tópicos culturales de carácter general comunes a literatos, filósofos, arquitectos o pinto
2 Es bien sabido que todo cuerpo vibrante produce, además de un sonido fundamental, una serie infinita de otros sonidos con intensidad decreciente; entre los primeros sonidos se encuentran los que componen el acorde perfecto mayor, o sea, la tercera mayor y la quinta justa.
3 Istituzione harmoniche, Venecia, 1558, libro I, cap., XII (ed. anastatica Ridgewood, Gregg, 1966)
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res; esto es, por una parte, a la visión matematizante y racionalista del mundo, y, por otra, al retorno a la clasicidad de la Grecia antigua, elevada a modelo imperecedero no sólo de sencillez, de claridad, de belleza, sino también de racionalidad. Esta referencia a la cultura, a las otras artes y, de modo más general, a los grandes temas filosóficos de la época es un síntoma de que el status, no sólo del teórico, sino también del músico está cambiando. La nítida y categórica diferencia entre la actividad de escuchar y componer música, por un lado, y de teorizar y reflexionar sobre la misma, por otro, constituía el fundamento de la concepción medieval de la música, que se concretaba en la nítida separación entre teoría y praxis. Esta visión encontraba una confirmación indirecta en el diverso status social del que gozaba la figura del teórico, al que se consideraba practicante de un arte liberal, respecto a la del intérprete, simple figura de un artesano entregado a un arte servil. Aunque todavía deba transcurrir m ucho tiem po, prácticam ente hasta finales del siglo XVIII, para que cambie de hecho y de derecho la condición social del músico, será, no obstante, con el Renacimiento, cuando se inicie ese proceso lento, lleno de altibajos, de contradicciones, que conducirá a la plena integración de la música, en todos sus aspectos, en la cultura hum anista de la que había sido hasta entonces excluida. Glareanus y Zarlino ya encarnan en sus obras esa aspiración, y no es casual que ambos hayan sido a un tiempo compositores y teóricos, y que sus respectivos pensamientos musicales se hayan desarrollado, precisamente, como una suerte de reflexión sobre su propio hacer de músicos.
Palabra y música: el nacimiento del melodramaLa exigencia de encontrar un sistema sencillo y racional
para adaptar las palabras a la música había sido ya sentida96
de un modo bastante vivo por el propio Zarlino, si bien la praxis polifònica por él adoptada en sus propias composiciones le impedía encontrar una solución satisfactoria a tal problema. Por otra parte, hemos de tener en cuenta que Zarlino debe ser insertado en el clima cultural humanista no sólo por su aspiración de hacer revivir el teatro griego, sino también por asumir esa exigencia de renovación propia de la iglesia contrarreformista: se pretendía lograr una mayor comprensión de los textos o, en otras palabras, una revalorización de la palabra en relación con la música. La cuestión de una correspondencia y de una congruencia más precisa entre palabra y música se enmarcaba, además, en la más amplia concepción de la música como instrum ento para mover los «afectos»; desde esta perspectiva resultaba necesario que a cada palabra, dotada, como es obvio, de una carga semántica precisa, correspondiese por analogía una armonía musical equivalente. Por ello ya Zarlino había esbozado en sus obras teóricas una especie de vocabulario musical que debería servir como guía para el músico, de cara a componer de modo apropiado al texto, sin crear contradicciones irracionales4. De este modo, el lenguaje verbal se convierte en el modelo al que el lenguaje musical debe adaptarse y someterse: éste será el ideal de la Camerata de los Bardi y de los primeros músicos y libretistas creadores del nuevo género melodramático.
La crisis del mundo musical de la polifonía se plasmaba en la aspiración humanista de retornar a la Grecia antigua, lo cual representaba una implícita pero decidida polémica respecto al contrapunto y sus complicados e irracionales galimatías. Los nuevos teóricos de la monodia acompañada, invocando el retorno a la sencillez de los antiguos como antídoto contra la degeneración característica de los moder-
4 Ibidem, libro I, cap. XXXII.97
nos, identificarán la polifonía con la bárbara Edad Media; aquéllos esbozarán, de este modo, ese esquema historiográ- fico tantas veces reafirmado hasta los albores del Romanticismo, esquema que convierte al Medievo en un largo paréntesis de decadencia y barbarie, del que la hum anidad resurgiría sólo con el Renacimiento, época con la que la cultura volvería a abrazarse al tronco ideológico de la clasi- cidad. Ya en el mundo luterano se había exigido una mayor comprensión de las palabras y, por tanto, una música más cercana a la sensibilidad del pueblo. Frente al cantus firmus de la tradición gregoriana y sus complicados entresijos polifónicos, se prefirieron los motivos populares, más fáciles y melódicos de cara a su adaptación a los textos litúrgicos, de m odo que todo el pueblo pudiera entonarlos y sentirlos como patrimonio musical propio. La nueva iglesia católica, con el Concilio de Trento, se hace en parte eco de estas exigencias y dirige su batalla en defensa de la claridad y comprensibilidad de los textos de la liturgia también al m undo de la música polifónica, instando a una mayor transparencia del texto musical. Laicos y religiosos coinciden, de este modo y aunque con motivaciones diversas, en pedir a los músicos mayor respeto a los textos y, en definitiva, una sumisión del elemento musical al verbal, considerado éste como eje del encuentro entre música y palabra.
Este es el género de teorías que son debatidas en el ambiente hum anista del famoso salón florentino del conde Giovanni Bardi. El más agudo y vivaz animador de este cenáculo de literatos y músicos será Vincenzo Galilei, músico y teórico que en el famoso Dialogo della musica antica et della moderna (1581) traza de modo organizado los principios fundamentales del nuevo estilo musical y, sobre todo, los cánones estéticos, teóricos y filosóficos que los dirigen. La nueva concepción racionalista de la música nace en Galilei de consideraciones ya no teológicas o metafísicas, sino téc98
nicas e históricas, en el contexto de una filosofía racionalista. La monodia es más auténtica que la polifonía, no sólo porque los griegos ya la hubieran adoptado, sino, fundamentalmente, porque es más natural, esto es, más acorde con la naturaleza del hombre y, por ello, eterna e inmutable. Además, según la teoría de los afectos, si a cada intervalo y a cada modo corresponde una determinada emoción o sentimiento, la polifonía no acabará siendo sino algo irracional, ya que, por ejemplo, con el movimiento contrario de las partes anula todo posible efecto. De hecho, Galilei, constatando que en polifonía «la quinta al ascender es triste, mientras al descender es alegre, y a la inversa; y, por el contrario, la cuarta resulta semejante cuando asciende», concluye que «tal confusa y contraria mezcla de notas no puede producir afecto alguno en quien escucha»5.
Las críticas dirigidas contra la polifonía, tanto por Galilei como por los demás teóricos de la Camerata de los Bardi, se centraban todas en su irracionalidad (¡incluso los afectos responden a ciertos principios de racionalidad!) y su hedonismo. De hecho, en la polifonía, donde claramente prevalecían los criterios de la música sobre los de la palabra, el discurso musical no podía -en opinión de Galilei— orientarse al fin de representar algo ni de imitar los afectos; según Galilei
La continua delicadeza proporcionada por la abundancia de acordes, mezclada con ese poco de aspereza y amargura que proporcionan las disonancias, además de otros miles de superfluos modos de artificio, que con tanta destreza andan buscando los contrapuntistas de nuestro tiempo para halagar los oídos, resultan ser un gran obstáculo de
5 Vincenzo Galilei, Dialogo della musica antica et della moderna, Florencia, 1581, cap. I (cfr. edición reducida a cargo de F. Fano, Milán, Minuziano, 1947).
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cara a conmover el ánimo y provocar afección alguna; animo que, entretenido en los brazos de ese placer, no tiene tiempo de entender o reflexionar sobre las tan mal proferidas palabras6.
Estas polémicas palabras contra quienes aún defendían la polifonía venían de un laico y humanista, como lo era Vincenzo Galilei, y fueron pronunciadas en nombre de una eficaz «expresión de los afectos», tal y como será posteriormente requerida, particularmente, por el nuevo espectáculo melodramático. Pero una polémica sustancialmente no muy distinta fue dirigida desde la iglesia contra la música polifónica misma, polémica levantada en esta ocasión en nombre de la defensa y el respeto al texto litúrgico y su adecuada comprensión. La negación de la autonom ía del lenguaje musical y su posible valor expresivo independiente viene ahora a ser, por consiguiente, algo común a laicos y religiosos y conducirá a resultados ni siquiera, con toda probabilidad, previstos por los protagonistas mismos de la disputa: por una parte, al fastuoso melodrama barroco; por otra, a la nueva música litúrgica, a esas solemnes y grandiosas afectaciones barrocas que fueron la cantata sacra y el oratorio. Ese fondo moralista y racionalista, que había venido constituyendo la premisa para cualquier concepción heterónoma de la música, no disminuirá en el nuevo mundo musical barroco, católico y contrarreformista, y continuará siendo el elemento clave sobre el que se funde la poética del melodrama.
Una de las pocas voces disonantes que se levantan en el Renacimiento tardío frente a ese casi unánime coro crítico contra la polifonía es la del músico y teórico Giovanni María Artusi, que alcanzará la fama, más que por su polémica contra la moderna musica, por la que sostuvo contra M onteverdi, derivada a su vez de la anterior. Los argumentos de
6 Ibidem, cap. I.100
Artusi7, no dirigidos de modo explícito contra Monteverdi, son sólo en parte los argumentos de los nostálgicos del pasado; sus razones en defensa de la polifonía exhiben un interés netamente estético. La oposición de Artusi a la nueva música monódica se funda no sólo en esa afirmación tan genérica de que las innovaciones de los modernos «ofenden al oído», sino, sobre todo, en su aversión a entender la música como «expresión de los afectos», es decir, a asumir valores subjetivos y confiarse a la sensibilidad del individuo. Por ello, Artusi defiende la polifonía, el contrapunto, las fugas, las composiciones «estudiadas», ya que todas ellas son susceptibles de ser definidas y organizadas mediante reglas codificadas y, por consiguiente, objetivas. El músico moderno, en cambio y según Artusi, no duda en ofender al oído y, fundamentalmente, en ir contra la razón -que para él se identifica con la trad ic ión - en nom bre de la expresión. Monteverdi, que en aquella época personificaba en mayor grado que cualquier otro músico la nuova musica, había elegido sin duda la expresión, sacrificando aquellos que para Artusi representaban los verdaderos valores del arte: belleza, razón y tradición.
A la luz de los futuros cambios en la historia de la música, la posición de Artusi estaba destinada a la derrota, aun esgrimiendo como armas la defensa de las reglas y leyes propias de la música; esta batalla se combatía desde un bando predestinado a la derrota, es decir, dentro del contexto teórico de las modalidades gregorianas y la polifonía contrapuntista. La referencia a la naturaleza de la música, a sus leyes d e fin ib le s en té rm in o s m a tem ático s , ha ven ido representando siempre una activa fuente de reflexión en la secular historia del pensamiento musical de Pitágoras en adelante. Otros teóricos posteriores a Artusi retomarán esta
7 Cfr. L’Artusi ovvero delle imperfettioni della moderna musica, Vene- eia, 1600-1603 (ed. anastática, Bolonia, Forni, 1968).
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herencia, pero la autonomía de la música (tras los pasos de Zarlino, al que el mismo Artusi hace referencia) será defendida en el terreno del naciente mundo de la armonía y la m onodia. Descartes, Leibniz y, sobre todo, Euler y finalm ente Rameau defenderán, siguiendo la estela de la tradición pitagórica misma, la música como lenguaje perfectamente autosuficiente, en tanto que encuentra su fundam ento y razón de ser en los fundam entos naturales y eternos de la armonía tonal.
Esta tendencia a recuperar el sentido de la autonomía de la música se ve acentuada en mayor medida en el mundo protestante respecto al católico latino. Ya en el pensamiento de los primeros reformistas (y en particular en Lutero) puede comprobarse cómo la música, también en el ámbito de su uso litúrgico, ya no es concebida como instrumentum regni, sino como un valor autosuficiente, capaz por sí solo de elevar el ánimo hasta Dios, y no en virtud del texto litúrgico que lo acompaña, sino gracias a la dulzura misma de los sonidos. Así afirma Lutero:
La música es una especie de disciplina que vuelve a los hombres más pacientes y dulces (...) es un don de Dios y no de los hombres, que ahuyenta al demonio y nos hace felices (...) Me gustaría encontrar las palabras adecuadas para componer unas alabanzas dignas de ese maravilloso don divino que es el bello arte de la música (...) Es necesario habituar a los jóvenes a este arte, pues vuelve a los hombres buenos, diligentes y dispuestos a todo8.
Ausente de este punto de vista -reafirmado por Lutero en muchos otros escritos y en su tarea como educador m usical- se encuentra cualquier resto de ese moralismo que ha-
8 M. Lutero, Carta a Senfl, 1530, citada en F. A. Beck, Dr. M. Luthers Gedanken über die Musik, Berlin, 1828, p. 58.102
bía caracterizado durante siglos, desde san Agustín en adelante, al pensamiento de la iglesia, con su constante temor a que las lisonjas del sonido pudieran desviar al espíritu de la oración o, aún peor, convertirlo en víctima propicia del diablo. El espíritu luterano abóle, sobre todo, la contraposición entre sensibilidad y razón, entre placer y virtud, propia de la tradición teórica medieval.
La teorización filosófica más consecuente de esta perspectiva propia del mundo luterano puede encontrarse en Leibniz, en las pocas pero significativas citas dedicadas por él a la música. Leibniz se muestra convencido de que la música posee una irrefutable estructura matemática; no obstante, tal convicción no le lleva a contraponer, tal y como lo había hecho la tradición, razón y sensibilidad. Para Leibniz, la música es básicamente una percepción placentera de los sonidos. Con su célebre definición de la música como «exercitium arithmeticae occultum nescientis se numerare animi»9, pretendió precisamente expresar la idea de que la estructura matemática de la música se manifiesta ya en su percepción sensible, y de que el efecto de este cálculo inconsciente realizado por el alma se advierte gracias a un «sentido del placer ante la consonancia y de disgusto ante la disonancia»10. La armonía matemática del universo se revela por ello de modo sensible e inmediato a la percepción aún antes que a la razón. Quizá ningún teórico de la música haya expresado de modo tan sintético y ejemplar la exigencia de una reconciliación entre oído y razón, entre sensibilidad e intelecto, entre arte y ciencia. Esta visión de la música, que aflora sucintamente en las lapidarias definiciones leibnizianas, vuelve a encontrarse tanto en la ebullición de estudios aparecidos en el siglo XVII y aún en el XVIII, dedicados a profundizar en los fundamentos
9 G. W. Leibniz, Carta 154 a Christian Goldbach, en Epistolae ad diversos, Chr. Kotrholt, ed., 4 vols., Leipzig, Breitkopf, vol. I, pp. 239-242.
10 Ibidem.103
naturales de la nueva ciencia de la armonía y que culminan en la vasta obra de Rameau, como, en cierto sentido, en el florecimiento de la música instrumental pura como acto de fe en la autonomía, en la autosuficiencia expresiva y en la validez del lenguaje de los sonidos, que encontrará su culminación en la obra instrumental de J. S. Bach.
La teoría de los afectos y las discusiones sobre el melodramaLas primera investigaciones conducidas por Zarlino de cara
a lograr una organización más racional de la armonía según leyes fundamentadas en una firme base natural, y las exigencias de un nuevo tipo de expresión musical desarrollada tras los pasos de la invención y difusión del melodrama y la disgregación de la polifonía encontraron su punto de convergencia, en el mundo barroco, en la teoría de los afectos (Aff'ektenliehre). Esta teoría no constituye, en definitiva, sino la reanudación del espíritu del Humanismo y de la más antigua teoría del ethos musical, o sea, de la idea de que hay una relación directa entre la música y el ánimo. La teoría de los afectos apenas subsistirá en la época barroca, enriqueciéndose después, en la Ilustración, con el nuevo concepto de gusto, llegando hasta los umbrales del Romanticismo. En el ámbito de la misma viene a esbozarse una especie de retórica de la nueva música, la cual puede enorgullecerse de poseer los instrumentos técnico-lingüísticos apropiados para suscitar los correspondientes sentimientos o emociones en quien escucha y, asimismo, para expresarlos.
Aunque en Zarlino y en los escritos de Galilei la teoría de los afectos aparece ya claramente formulada y se señala la expresión y descripción de afectos como fin genuino de la música, sólo algunas décadas más tarde podrá encontrarse una auténtica formulación intencional de la misma, en la obra Mussurgia universalis sive ars magna consoni et dissoni (1560) del jesuita Athanasius Kircher, de fundamental importancia para el conocimiento de las ideas estéticas de la música ba-104
rroca. Kircher, con la expresión musica pathetica, pretende únicamente subrayar el poder de la música en relación con el carácter humano (constitutio temperamenti), presuponiendo a éste último como susceptible de ser influenciado de distintas maneras por los diferentes estilos musicales. «El ánimo humano -afirm a Kircher- exhibe un cierto carácter que depende del temperamento innato de cada individuo, y, por ello, el músico se ve empujado a preferir un tipo de composición frente a otro. Nos encontramos, por tanto, con una variedad de composiciones tan grande como la variedad de temperamentos discernibles en los individuos»11. Este punto de vista estético, que empujó en las décadas sucesivas a la composición de auténticos diccionarios musicales de pasiones y afectos -cuyos vocablos o cuyas «figuras» no eran sólo, de modo genérico, los estilos musicales, sino, de modo más específico, los acordes, intervalos, ritmos, acentos, dinámica, instrumentos, etc., usados en la época barroca— encuentra sus raíces en el melodrama y en la música que nace bajo el modelo de la expresión melodramática.
Este nuevo tipo de unión entre música y poesía implicaba una nueva concepción de la música como instrumento de intensificación de las pasiones y, por tanto, su afinidad con el lenguaje verbal. Músicos, filósofos, teóricos seguirán este camino, afinando y profundizando en estas premisas, que, por otra parte, antes que contradecir, enriquecían tanto las investigaciones más propiamente musicológicas, matemáticas, científicas sobre la armonía, como las perspectivas estéticas y filosóficas en sentido laxo, fundadas sobre la idea del arte como imitación de la naturaleza. La teoría de los afectos se encuentra implícitamente formulada en los si-
11 Kircher, Mussurgia universalis sive ars magna consoni et dissoni, Roma, 1650, cap. V, p. 581. Sobre Athanasius Kircher puede leerse en castellano I. Gómez de Liaño, Athanasius Kircher. Itinerario del éxtasis o las imágenes de un saber universal, Madrid, Siruela, 1986, en especial vol. II, 93 y ss.
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glos XVII y XVIII, tanto en los escritos de los músicos como en los de los críticos y filósofos; y volverán a encontrarse sus premisas en el filón científico-racionalista, que encontrará su culminación en Rameau, así como en la línea de pensamiento de tendencia empirista, que encontrará sus formulaciones más interesantes en los enciclopedistas.
Las investigaciones sobre la armonía, sobre el temperamento y sobre el significado de los intervalos, llevadas a cabo por músicos y matemáticos como Werckmeister, Eulero y el mismo Descartes (quien en su Compendium musicae, escrito en 1618, impone toda una estética musical basada en la acústica y en la psicología auditiva), contribuyen en su totalidad, si bien de modo diverso, a este trabajo de mundaniza- ción y laicización de la música, llevándola hasta la esfera de la psiqué humana, de los sentimientos y las emociones. La única excepción es, quizá, la que constituye el teórico, filósofo y matemático Marin Mersenne, que en su Harmonie universelle (1636-1637) se mantiene ligado a una concepción teologizante de la música que, en ciertos aspectos, nos remonta a un clima absolutamente medieval. Para Marsenne, de hecho, toda la ciencia de la música se basa en la Trinidad: los tres géneros tradicionales -diatónico, cromático, enarmònico— son una muestra de ello. La armonía del universo encontraría su puntual correspondencia en la armonía de la música, no en fenómenos físico-acústicos, sino sobre la base de complicadas y abstrusas analogías metafóricas en las que reaparecería la idea de música de las esferas y el consiguiente dualismo entre música como objeto de los sentidos y música como ciencia. La posición de Marsenne se encuentra indudablemente aislada y destinada a la derrota frente al interés de los músicos y filósofos ya ampliamente centrado en la relevancia afectiva del mundo de los sonoro, en una atmósfera ya claramente laicizada. Por ello, los críticos y teóricos de la música tenderán a dirigir su atención no sólo a los especialistas y expertos, sino, más en general, al hombre de gusto.106
VII
La Ilustración y la musica
La teoría de los afectosEn el siglo XVIII, la teoría de los afectos se ve fundamen
talmente reasumida en el ámbito de la cultura alemana, donde la música instrumental goza en esta época de una lozanía extraordinaria. Johann Mattheson, compositor, crítico y teórico de Hamburgo, retoma la teoría de los afectos en su tratado Das neu-eröjfhete Orchestre (1713), aplicándola a los instrumentos y a sus respectivos timbres, y atribuyendo a cada uno un particular color emotivo. Debe también recordarse a Mattheson por haber fundado el primer periódico musical alemán, «Critica Musica» (1772), publicación que encuentra su continuidad pocos años más tarde con el músico y musicólogo J. Adolph Scheibe, quien en el semanal «Der critische Musikus» (1737-1740) debatió los problemas históricos y estéticos de la música más acuciantes en aquellos momentos, contribuyendo de tal modo, junto a Matthesius, a la difusión de la música en un ambiente no especializado. También Scheibe retoma la teoría de los afectos, esta vez con el nombre de Figurenlehre (doctrina de las figuras), con el interés de encontrar la correspondencia entre determinadas figuras (grupos de notas), determinados intervalos, determinados acordes armónicos o grupos de acordes y el correspondiente afecto,
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formando así una especia de léxico musical. La correspondencia entre figura y afecto ya no se confía a la intuición del músico, sino que se fija siguiendo una rígida retórica en el marco de una indudable conexión con la práctica melodramática y las fórmulas por las que se tendía a unir según modelos estereotipados frase musical y frase literaria.
Es dentro de este trasfondo conceptual donde cabe insertar la polémica sobre la música de Bach, en la que Scheibe, M attheson y, posteriorm ente, otros músicos como Quantz, Leopold Mozart, Carl Philipp Emanuel Bach contraponen en sus escritos la música contemporánea, aquella que «llega al corazón» por medio de la melodía, frente a la música de Bach, que, respecto a la anterior, se constituye en un mero y estéril acompañamiento, incapaz de suscitar ningún efecto, pasión o afecto, y que está irremediablemente ligada al pasado.
La teoría de los afectos se configura con frecuencia, por un lado, como un rígido aparato preceptista; pero, por otro, y bajo la influencia del empirismo inglés y la estética del gusto, como el eje de la nueva concepción de la música como lenguaje de los sentimientos. En Inglaterra, el compositor y teórico Charles Avison, en su breve ensayo Essay in Musical Expression (1752), vinculándose a las breves acotaciones de Addison sobre el tema (en las que la música se remitía al gusto como única medida de juicio, en vez de a regla alguna), considera la música como uno de los medios más eficaces para suscitar las pasiones: «la música —afirma Avison-, tanto con la imitación de distintos sonidos, con la adecuada sujeción de la arm onía a las leyes melódicas, como a través de otros modos de asociación, llevando ante nosotros objetos de nuestras pasiones (...) suscita de modo natural una gran variedad de pasiones en el corazón del hombre»1. Avison (y pocos años más tarde el historiador y
1 Ch. Avison, Essay on Musical Expression, London, 1752, pp. 3-4.108
crítico de la música Charles Burney) nos traslada al interior de un clima filosófico y cultural muy distante de la versión tradicional de la teoría de los afectos, que tiende ahora a separarse de las premisas racionalistas sobre las cuales se fundaba, para dejar espacio a la libre voz de los sentimientos, a una expresión no constreñida por regla o imposición de la razón alguna. Precisamente en estas décadas, en la segunda mitad del siglo, se definirán de modo más claro los términos de una polémica, que hasta entonces no se había manifestado de modo explícito, entre una concepción racionalista y otra sentimental -y a veces irracional- de la música, polémica que se identifica con las tendencias más avanzadas del pensamiento ilustrado.
Las razones de la música y las razones de la poesíaLa invención de la monodia acompañada y del melodra
ma polarizó durante mucho tiempo la atención de los teóricos, literatos y músicos a la hora de analizar las relaciones entre música y poesía. Problema complejo tanto desde el punto de vista práctico como del teórico y filosófico, que se traduce, fundamentalmente, en una profundización de la relación entre dos lenguajes, el verbal y el musical, que siempre se habían configurado no sólo como diferentes sino también como opuestos y, frecuentemente, como irreconciliables: el uno propio de la razón, el otro de la sensibilidad y el sentimiento. Sobre este aspecto ya había tenido lugar, tanto en el siglo XVII como, sobre todo, en el XVIII, una de las más vivas polémicas, que había involucrado no sólo a músicos y teóricos, sino también a literatos y hombres de cultura en general. En torno a ella se esbozaron aquellos problemas que constituirían el centro de la estética musical en el sentido moderno del término. El debate sobre las relaciones entre música y poesía, sobre la posibilidad del en
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cuentro o la convivencia entre los dos lenguajes, sobre la subordinación de uno al otro, que condujo, evidentemente, a la profundización en la naturaleza y, por tanto, en el origen de cada uno de ellos, asumió con frecuencia formas indirectas, enmascarándose tras las más variadas disputas. La clasificación jerárquica de las distintas artes, las querelles sobre la música italiana y francesa, sobre la ópera trágica y la bufa, la polémica contra la música instrum ental pura, y muchos otros problemas musicales y paramusicales que han sido repetidamente afrontados por los sabios de cada tiempo, pueden ser reconducidos, en definitiva, a la preocupación de definir de modo concreto las relaciones entre música y poesía.
Lo que pone de acuerdo a la mayor parte de los polemistas es la condena del género melodramático, condena que asume mayor vivacidad en las décadas en las que el melodrama, indiferente a los requerimientos que de todas partes le llegaban, concernientes a la exigencia de atenerse a una mayor verosimilitud escénica y, por tanto, a una mayor racionalidad, se va confirmando como un elemento fundamental de la vida social de su tiempo, encontrando un éxito creciente entre el público tanto aristocrático como burgués. El melodrama, en las décadas situadas a caballo entre los siglos XVII y XVIII, se convierte en objeto de una polémica con trasfondo moralista antes que estético. Efectivamente, la música, tras las huellas de una tradición secular, continua siendo considerada como un arte no conveniente a la moral o, al menos, carente de un contenido de tal carácter: la m úsica vendría a ser sólo un placer para nuestros sentidos, para el oído, acariciado por el juego de sonidos y por dulces melodías. Ante la música, la razón permanecería inerte, sin recibir contenido serio alguno. El hombre posee sólo un lenguaje v á lid o , el de la razón . Para u n a m e n ta lid a d rígidamente racionalista y cartesiana, entre poesía y música hay una disensión originaria: se orientan en direcciones distintas sin poderse jamás encontrar, excluyéndose m utuano
mente. Desde Muratori, Gravina, Maffei, Baretti hasta Alfieri y muchos otros, en el caso de Italia, coinciden en condenar al melodrama como espectáculo híbrido, contrario á la razón, «sumamente dañino para las costumbres del pueblo, que, cuando lo escucha, se hace cada vez más vil y propenso a la lascivia» (Muratori). Esta hostilidad generalizada de los críticos, en particular de italianos y franceses, hacia el melodrama (y todavía más hacia la música instrumental, en la que no hay asidero alguno para la razón) asumió muy pronto ropajes totalmente particulares, para transformarse en la polémica entre partidarios del melodrama italiano e incondicionales del melodrama francés.
La primera polémica significativa, con naturaleza ya claramente estética, es la que protagonizan el abad francés Ra- guenet y Lecerf de La Viéville entre 1702 y 1704. A finales del XVII Raguenet realizó un viaje a Italia, donde tuvo la oportunidad de conocer de cerca la música italiana y el melodrama en particular. Algunos años más tarde escribió el famoso Parallèle des Italiens et des Francois en ce qui regarde la musique et les opéras, un breve pamphlet, el primero de una larga serie, en el que se plantea la cuestión con gran lucidez y claridad. Raguenet reconoce que las óperas italianas resultan pobres desde el punto de vista literario, mientras que las francesas son más coherentes y atractivas, pudiéndose incluso representar sin música. No obstante, la ópera italiana presenta una cualidad de un orden tan completamente distinto que la hace ser preferida con gran diferencia respecto a la francesa: la musicalidad. Quizá por vez primera en la historia del pensamiento musical la música aparece reconocida como un elemento totalmente autónomo, independiente de la poesía y exento de obligaciones morales, educativos o intelectuales. Lo que cuenta para Raguenet es la inagotable inventiva musical de los italianos frente al talento «limitado y angosto» de los franceses. Dos años más tarde, en 1704, la respuesta de Lecerf de La Viéville, gran ad
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mirador de Lully, en su Comparaison de la musique italienne et de la musique franqaise, aclarará perfectamente los términos de la polémica iniciada por Raguenet, estableciendo puntualmente las respectivas posiciones: por un lado, con Lecerf, los defensores de la tradición racionalista y clasicista encarnados por el melodrama de Lully y sus seguidores; por otro, los amantes del «bel canto» italiano, es decir, aquellos que defienden la autonomía de los valores musicales y las exigencias de la escucha. Lecerf, de hecho, en su pamphlet contra el melodrama italiano recurre a argumentos como el justo medio, la sencillez, la invitación a evitar los excesos, a abolir lo superfluo y, sobre todo, a observar las reglas. De este modo, Lecerf acusa fundamentalmente a los italianos de contrariar al corazón para abandonarse a los placeres producidos por un dulce sonido. La polémica entre Raguenet y Lecerf constituye la primera de una larga serie, y cabe decir que, en definitiva, no se reduce sólo a una batalla entre progresistas y conservadores, sino a otra entre oído y razón, entre sensibilidad e intelecto. Por otra parte, Raguenet y quienes pensaban como él no tenían grandes armas para oponerse a sus adversarios: el oído no podrá ser defendido hasta que finalmente puedan ser encontradas sus razones; y sólo en la segunda mitad del XVIII se desarrollarán las premisas filosóficas y estéticas que permitirán un planteamiento del problema basado en argumentos más sólidos.
Francia se convertirá en patria de adopción para estas disputas, que tendrán lugar, cada vez con mayor ímpetu po- lemizador, a lo largo de todo el siglo XVIII, y que se irán haciendo cada vez más y más ásperas y belicosas hasta llegar, con los enciclopedistas, a asumir un matiz claramente político. Por tanto, ya en la primera mitad del XVIII, en Inglaterra primero con Shaftesbury y después con los empiristas, y en Francia con el abate D u Bos fundamentalmente, pero también con Batteux y otros teóricos, se sentarán las bases de una estética del gusto y del sentimiento como órganos112
de la creación y disfrute artísticos, como premisa para un discurso fundado filosóficamente sobre la autonomía del arte y, en particular, de la música.
De la razón al arte y del arte a la razónEl camino para establecer la autonomía de la música y
salvar su dignidad artística frente a la poesía no pasa sólo por la estética del gusto y del sentimiento, sino también a través de un movimiento de reencuentro con el viejo filón intelectual del pensamiento musical pitagórico. Rameau, músico que se presenta ante la escena musical francesa como antagonista de Lully, acusado de italianización, no tenía en realidad ninguna veleidad revolucionaria. Tenía, más bien, la ambición como músico de entrar en ese mundo de sabios y expertos del que la figura del músico había sido excluida por una secular tradición. Por ello reivindicaba con energía para la música el papel de ciencia, es decir, de lenguaje con un contenido significativo, analizable mediante la razón, fundado sobre pocos, claros e indudables principios. Esta aspiración suya, unida al trasfondo de un espíritu marcadamente cartesiano, se concretó en una serie de tratados teóricos, entre los que el primero, que posiblemente ha quedado como el más famoso de todos, el Traité de l ’harmonie reduité à son principe naturel (1722), deja entrever, empezando por su título, el horizonte filosófico en el que se inserta. «La música -afirm a Rameau en la introducción- es una ciencia que debe tener unas reglas establecidas; estas reglas deben derivarse de un principio evidente, y este principio no puede revelarse sin la ayuda de las matemáticas»2. El «maravilloso principio» en el que se basa la musica es el fe
2 J.-P. Rameau, Traité de l ’harmonie reduite à son principe naturel, París, 1772, Introducción.
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nómeno, ya puesto de relevancia por Zarlino, de los armónicos superiores, producidos por cualquier corps sonore-, en ellos está contenido el acorde perfecto mayor, o sea, aquél sobre el que se funda la armonía. Esta concepción, estrictamente racionalista, no excluye ni el placer de la escucha ni una posible relación entre música y sentimiento. La música nos gusta, y experimentamos placer al oírla precisamente porque ella representa, a través de la armonía y el orden divino universal, a la naturaleza misma.
También Rameau, como todos los críticos y teóricos de su tiempo, nos habla de imitación de la naturaleza en referencia a la música; pero por naturaleza ya no entiende las escenas idílicas y pastoriles a las que se referían generalmente los filósofos, sino un sistema de leyes matemáticas, vinculándose de tal modo al mecanicismo propio de la concepción newtoniana del mundo más que a la estética sensorial y empirista.
Rameau se sitúa ideológicamente, de este modo, fuera de la polémica entre devotos de la música italiana o francesa: la música es un lenguaje completamente racional y, por ello, totalmente universal, de modo que «nos encontramos con mentes igualmente bien estructuradas en todas las naciones donde reina la música»3. Las diferencias entre las naciones tendría que ver esencialmente con la melodía, la cual estaría relacionada con el gusto. En el pensamiento de Rameau, la prioridad de la armonía se funda, por tanto, en el hecho de que de la armonía se pueden extraer «reglas ciertas», mientras no sucede lo mismo con la melodía, por m ucho que ésta última resulte no menos importante. Por ello, la armonía se convierte en el primum lógico e ideal del que derivan todas las demás cualidades de la música, incluido el ritmo mismo.
3 Ibidem.
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Rameau es una figura solitaria en su siglo, por mucho que ofrezca una importante alternativa a la concepción ilustrada de la música, que tendía, más bien, a hacer de ella o el lenguaje de los sentimientos o lujo inocente. Rameau se convertirá, de este modo, en un importante punto de refrenda para el pensamiento romántico, anticipando, particularmente en sus obras de la vejez, impregnadas de una coloración mística, la futura concepción romántica de la música como lenguaje privilegiado, expresión no sólo de las emociones y los sentimientos individuales, sino también de la divina y racional unidad del mundo.
Los enciclopedistas y las «querelles»
El pensamiento ilustrado —se ha dicho con frecuencia- iba en una dirección completamente opuesta, y los enciclopedistas proporcionaron la contribución decisiva para el desarrollo de una concepción de la música como lenguaje privilegiado de los sentimientos. Generalmente, sus ideas sobre la música tomaron cuerpo en las así llamadas querelles. La segunda representación parisina de la Serva padrona de Per- golesi, en 1752, supuso la oportunidad para el violento revivir de la adormecida querelle entre los defensores de la tradición francesa y los defensores de la música italiana, o bien entre bufonistas (los entusiastas de la ópera bufa italiana) y antibufonistas (los devotos de la tragèdie lyrique francesa), que se injertó en la precedente polémica entre lullistas y ra- mistas.
T odo París se d iv id ió en dos ban dos m ás enardecidos que si se hubiera tratado de un asunto de E stado o de religión. El m ás poderoso y num eroso, form ado por grandes, ricos y m ujeres, apoyaba a la m úsica francesa; el otro, m ás vehem ente, m ás o rgu llo so , m ás en tu siasta , e stab a c o m
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puesto por verdaderos expertos, gentes de talento y h om bres de gen io4.
Los enciclopedistas, evidentemente, se pusieron de parte de la música italiana, encontrando en ella, y en particular en la ópera bufa, el triunfo del sentimiento, que encuentra su expresión musical en el libre fluir de la melodía. Por ello, y a diferencia de Rameau, que veía en la armonía, fenómeno eminentemente racional, el fundamento de la universalidad del lenguaje musical, los enciclopedistas, y en particular Rousseau, veían en la melodía, que se basa, en cambio, en la libre invención y en la fantasía, el fundamento de la diferencia en su música de un pueblo a otro. Rousseau, el enciclopedista que ocupa el lugar más importante y original en la elaboración de una nueva concepción de la música, lejos del pitagorismo de Rameau, su acérrimo adversario, revalorizó la música, considerándola como el lenguaje que habla más de cerca al corazón del hombre. Al filósofo ginebrino no le gustaba la m úsica instrumental pura, pero no por los mismos motivos por los que los críticos racionalistas la rechazaban en tanto lenguaje sin valor. Si Rousseau pudo repetir la famosa frase del clasicista y racionalista literato Fontenelle «Sonate, que me veux-tu?», no lo hizo para sostener que la música debiera conformarse con ser el insustancial ornamento de la poesía, sino, básicamente, para afirmar que la música y la poesía tenían un mítico origen común en el canto del hombre primitivo, en el que, perfectamente fundidas, daban lugar a la más auténtica forma de expresión. El divorcio entre música y poesía es una consecuencia de la cultura moderna, y el melodrama, al acercar de modo extrínseco un lenguaje oral seco y carente de melodía y una música convertida en insustan-
4 J.-J. Rousseau, Las confesiones, (trad. esp. Mauro Armiño), Madrid, Alianza, 1997, p. 525.
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cial e insignificante ornamento, no ha reconstituido en absoluto la unidad originaria.
Aunque la expresión del canto primitivo sea ya irrecuperable, es posible que, sólo en los países en los que la lengua ha conservado una cierta melodía, como en Italia, sea aún posible (al menos parcialmente) la unión entre música y palabra; los melodramas italianos, más espontáneos, expresivos y melódicos que los franceses, son un buen ejemplo de ello. Es por esta causa por lo que en la teoría de Rousseau melodía y armonía aparecen como elementos contrapuestos que se excluyen recíprocamente. La armonía, con su complicado y contradictorio entrelazado de voces —Rousseau la está confundiendo con la polifonía—, es fruto de una barbara invención de la razón; la melodía, en cambio, en su sencillez y unidad, no obedece a otra ley que no sea la de ser la expresión espontánea y directa del sentimiento. La armonía no imita la naturaleza, sino que es ésta última la que «inspira los cantos y no los acordes; dicta la melodía y no la armonía»5.
Rousseau, autor entre otras cosas de muchísimas voces musicales de la Encyclopédie (recogidas despues en su Diccionario de música), fue el más original filósofo de la música del grupo de los enciclopedistas, y sus teorías sobre la unidad original de música y lenguaje gozaron de una inmensa fortuna tanto en Francia como fuera de ella; teorías que serán retomadas y desarrolladas en el Romanticismo, si bien con acentuaciones distintas y al margen de la vieja polémica entre fanáticos del melodrama italiano y partidarios del francés, por Herder, Hamann, Schlegel y, finalmente, por Nietzsche y Wagner.
La Ilustración, y los enciclopedistas franceses en particular, tienen sobre todo el mérito de extender el debate sobre
5 J.-J. Rosusseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas (trad. esp. M auro Armiño), Madrid, Akal, 1980, p. 99.
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la música, insertándola en el contexto vivo de la cultura; de hecho, no es casual que en esta época nacieran la crítica y la historiografía musical, con las primeras obras históricas del padre Martini en Bolonia (Storia della música, 1757-1781), de Charles Burney en Inglaterra (A General History o f Music, 1776-1789), de J. N. Forkel en Alemania (,Allgemeine Geschichte der Musik, 1788), etc. También en esta época, con el desarrollo de la música instrumental, surgen numerosos tratados referentes a cuestiones de interpretación, relacionados, por lo general, con los diversos instrumentos de la época, pero sin moverse en un ámbito puramente técnico, incluyendo con frecuencia importantes observaciones sobre problemas estéticos de orden general. Así sucede con los tratados de Geminiani {The Art o f Playing on the Violin, 1740), de J. J. Quantz ( Versuch einer Anweisung die Flöte traversiere zu spielen, 1752), de C. Ph. E. Bach ( Versuch einer grundlic- jen Violinschule zu apielen, 1756), todos inspirados en la estética del sentimiento y en la teoría de los afectos.
Otros enciclopedistas, si bien se han ocupado de la música sólo como connaisseurs, han dejado en los numerosos pamphlets nacidos tras la estela de la querelle des buffons contribuciones ciertamente importantes; debemos recordar no solo a D Alembert con su Discours préliminaire a la Encylo- pédie y su intento de mediación entre las ideas de Rameau y las de Rousseau, sino sobre todo a Diderot, que afrontó la cuestión musical en muchas de sus obras, frecuentemente con tonos casi prerrománticos. La música es, efectivamente, entendida por él no sólo como una genérica expresión de los sentimientos, sino como expresión inmediata y directa de las pasiones más tumultuosas, de la vitalidad instintiva {le eri animal). La imprecisión semántica propia de la música instrumental es interpretada por Diderot como un hecho positivo, puesto que deja un margen mucho mayor a la imaginación y expresa mejor la vida en toda su riqueza, totalidad e indeterminación. Diderot, dando por completo la
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vuelta a las jerarquías tradicionales, que solían situar la música en el último de los escalones, formula, quizá por vez primera, la idea del primado de la música sobre las demás artes; de tal modo, y en cierto sentido, cabría concluir -afirma Diderot- que la música es el arte más realista, porque, precisamente a causa de su imprecisión conceptual, puede llegar a sacar a la luz los rincones más secretos, y de otro modo inaccesibles de la realidad.
Ideas muy similares a las de los enciclopedistas pueden encontrarse, con un elevado grado de conciencia filosófica, en el pensamiento de Kant. El filósofo alemán, en la Crítica del Ju icio, avanza la hipótesis de que la música, que desde el punto de vista de la razón ocupa el último escalón en la jerarquía de las artes, podría, no obstante, merecer el primer puesto, si se considera el punto de vista de la sensación: la música «mueve, sin embargo, el espíritu más directamente, y, aunque meramente pasajero, más interiormente», y, bajo este punto de vista, representaría, por tanto, «una lengua de las emociones», «una lengua universal comprensible para cada hombre»6.
Los temas debatidos por los ilustrados franceses se encuentran, adaptados a las diferentes situaciones culturales y musicales, tanto en Italia como en Alemania. Las discusiones sobre el melodrama están ya presentes en II teatro alia moda de Benedetto Marcello (1720), en el Saggio sopra l ’opera in musica de Algarotti (1755) y en Le rivoluzioni del teatro musicale italiano dalle sue origini fino al presente de Arteaga (1783-1785). Las aspiraciones a una reforma del teatro melodramático para conducirlo a un mayor equilibrio entre el elemento musical y el literario encontraron un cierto punto final, al menos en el ambito de la cultura ilustrada, en la reforma de Gluck, de la que el libretista de éste, Calzabigi, fue, al menos en el aspecto teórico, su inspirador.
6 1. Kant, Crítica del Juicio, trad, cast.: M. García Morente, Madrid, Espasa-Calpe, 1977, pp. 288-9.
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En Alemania, el debate estético sobre la música se polarizó en la alternativa entre Bach y lo que representaba social y estéticamente su música, por una parte, y el nuevo estilo galante, por otra. La música de Bach era generalmente condenada como mero y árido acompañamiento, incapaz de imitar la naturaleza, de llegar al corazón y suscitar afecto o emoción alguna, perteneciente ya de modo irremediable al pasado, residuo de aquella gotische Barbará de la que hablaban con desprecio los críticos alemanes de la época; el ideal de música de salón y elegante, defendido y propuesto en casi los tratados musicales, frecuentemente escritos por los músicos de aquellos años, se fundan en una concepción estética que ve en la música el lenguaje de los sentimientos, el lenguaje más apropiado para «llegar al corazón» (Mattheson). El austero ideal bachiano de una música que «no debe pretender sino honrar a Dios y la recreación del alma» no resulta conciliable con la nueva estética del placer y de la li- nealidad melódica. Al margen de lo anterior, cabe decir que la historiografía musical se desarrollará siguiendo ahora líneas bien definidas, según las cuales el progreso vendrá a coincidir con aquello que sea producido en último lugar, o sea, con la moda y con la condena sin posibilidad de apelación de todo lo que pertenezca al pasado y que no se adecúe rápidamente al nuevo orden estilístico. Deberemos llegar hasta el Romanticismo para que la recuperación del pasado pueda acontecer en un contexto historiográfico ideológicamente nuevo.
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Vili
Del idealismo romàntico al formalismo de Hanslick
La música como lenguaje privilegiado
La tarea de revalorización de la m úsica, entendida como lenguaje autònomo de los sentimientos, iniciada con la Ilustración, encontró su caldo de cultivo idóneo en el Romanticismo. La asemanticidad de la música, que en el clasicismo racionalista constituía el principal cargo contra ella, se convierte para los románticos en un motivo de privilegio en relación con las otras artes. En efecto, la música, como ya intuyera Diderot, es ciertamente asemántica si se la juzga con los mismos criterios que al lenguaje ordinario; pero, precisamente a causa de su incapacidad constitutiva de cara a denotar hechos y cosas de nuestra vida cotidiana, la música puede asumir una nueva dimensión y adoptar una misión reveladora de verdades de otro modo inaccesibles al hombre: la tradicional jerarquización clasicista y racionalista de las artes es puesta, así, patas arriba y la música puede empezar ahora a asumir el papel de reina entre las artes.
La distancia entre la transparencia semántica de la palabra y la densa indeterminación de la música es subrayada y exaltada por los fdósofos y pensadores románticos.
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Wackenroder expresa eficazmente esta nueva actitud frente al arte de los sonidos: la música «pinta sentimientos humanos de manera sobrehumana (...) porque habla un lenguaje que ignoram os en nuestra vida cotid iana, que desconocemos cómo y cuándo lo hemos aprendido, que sólo puede conocerse como el lenguaje de los ángeles». Mendelssohn, en una famosa carta a Marc-André Sou- chay, afirma que «la verdadera música colma, mejor que las palabras, el alma con miles de cosas. No es que los pensamientos que se expresan mediante la m úsica que amo sean demasiado indeterminados como para expresarlos con palabras, sino, al contrario, demasiado definidos» (1842). Por tanto, el esfuerzo de los románticos será el de encontrar un ámbito expresivo propio de la música, gracias al cual encuentre no sólo una diferenciación, sino también un privilegio en relación con las demás artes. La música instrumental pura, precisamente a través de su pureza y de su pretensión de mantenerse ajena a cualquier mezcla con otros tipos de expresión, se convertirá en el símbolo de este nuevo lenguaje privilegiado, que nos permitirá el acceso a regiones del ser de cualquier otro modo inaccesibles.
La música y los filósofos románticos
Ese nuevo interés por la música que emerge en la cultura romántica puede percibirse nítidamente también por el lugar que a ella le es reservado por los principales filósofos en sus sistemas teóricos. Hegel, Schelling, Schlegel, Schopenhauer, Nietzsche, etc., consideran la música como elemento esencial e integrante de sus respectivos sistemas especulativos y estéticos. Del mismo modo, y por otra parte, muchos literatos y músicos, con ambiciones culturales hasta ahora desconocidas, se preocupan de la música, si bien de
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un modo no especializado: Jean Paul Richter, E. T. A. Hoffmann, Novalis, Stendhal, e incluso Baudelaire, entre los literatos, y Beethoven, Schumann, Berlioz, Liszt, Wagner, por recordar sólo algunos de los músicos, nos han dejado algunas de las páginas más iluminadoras sobre el arte de los sonidos, no sólo en lo tocante a una naciente crítica musical, sino también en lo que se refiere a las acotaciones de orden más estrictamente estético y filosófico, con una notable convergencia de fondo con los puntos de vista avanzados por los filósofos.
La música encuentra un lugar bien definido en todos los grandes sistemas filosóficos románticos. Para Schelling, el arte es una representación de lo infinito en lo finito, de lo universal en lo particular, objetivación de lo absoluto en el fenómeno. Bajo esta concepción, la música, en cuanto pura temporalidad, y aun siendo entre las artes la más ligada a la materia física en tanto sonido, «es el arte que más se despoja de lo corpóreo, por cuanto representa el movimiento puro como tal desprendido del objeto y llevado por alas invisibles, casi espirituales»1.
También en el sistema hegeliano de las artes la música ocupa un lugar bien preciso. La idea se manifiesta en las artes como una forma sensible; pero, en la música, la forma sensible se ve superada, y como tal, resuelta en la pura interioridad, en el puro sentimiento. La música constituye, por tanto, en el sistema hegeliano la revelación de lo Absoluto en la forma del sentimiento. Pero la tarea de la música no es tanto la de expresar los sentimientos particulares como la de revelar al espíritu su identidad, «el puro sentimiento de sí mismo», gracias a la afinidad de su estructura con la estructura misma del alma. De hecho, «el tiempo, y no la espacia- lidad como tal, es lo que constituye el elemento esencial en
1 F. W. S. Schelling, Filosofìa del arte (trad. esp. López-Domínguez), Madrid, Tecnos, 1999, p. 196.
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que el sonido adquiere existencia respecto a su validez musical»2.
Los análisis de Hegel sobre la temporalidad de la música constituyen, con gran ventaja sobre las demás, la parte más interesante de su estética musical, viéndose además nuevamente asumidos por el futuro pensamiento formalista. Ya Schopenhauer se detiene en algunos de los temas tratados por Hegel, asignando a la música un puesto central en su filosofía, de la que constituirá su vértice, su culminación lógica. De hecho, para Schopenhauer, mientras el arte en general supone la objetivación de la voluntad, esto es, del principio cósmico infinito según formas universales similares a las ideas platónicas, la música representa la imagen misma de la voluntad. La música es la objetivación directa de la voluntad, de modo que las otras artes «sólo nos reproducen sombras, mientras que ella ideas». Por ello, para Schopenhauer la música no debe, por su naturaleza, ser descriptiva: «cuando la música trata de amoldarse a las palabras y de ceñirse a los hechos, se esfuerza por hablar en un lenguaje que no es el suyo»3. La música exhibe, por tanto, una carácter de universalidad y mantiene una posición abstracta y formal respecto a cada sentimiento determinado y expresado mediante conceptos. La música debe, en efecto, expresar «el en sí del mundo», y una eventual relación con las palabras debe configurarse de manera semejante a la relación que la cosa particular mantiene con el concepto general4; la música, como para Hegel, no expresa, por consiguiente tal o cual determinado sentimiento, sino el sentimiento in abstracto.
2 G. W. F. Hegel, Lecciones de estética (trad. esp. Alfredo Brotóns), Madrid, Akal, 1989, p. 658.
3 A. Schopenhauer, E l mundo como voluntad y como representación, trad. cast. E. Ovejero, México, Porrúa, p. 208.
4 Ibidem.
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Paralelamente a esta línea de pensamiento, que intenta establecer no sólo un cierto privilegio de la música respecto a las otras artes, sino, en particular, una revaloración de la música instrumental respecto a la vocal gracias a su mayor indeterminación semántica y, por tanto, a su mayor poder expresivo a un nivel más profundo, puede encontrarse en el Romanticismo otra tendencia, que pretende encontrar una justificación estética a las nuevas formas musicales desarrolladas en el siglo XIX junto a la música instrumental conocida como «pura», esto es, el poema sinfónico, la música descriptiva y la música programática y las nuevas formas de teatro musical. El programa y la música descriptiva serán considerados por Berlioz, como por Lizst, nuevos y revolucionarios instrumentos para ir más allá de las constricciones formales que imponen una determinada estructura a la obra musical. El músico-poeta puede alargar los límites de su propio arte «rompiendo las cadenas que impiden el libre vuelo de su fantasía» (Lizst). Por otra parte, la combinación de la música con las otras artes es contemplada por estos románticos como una superación de los compromisos impuestos por un solo arte, con el fin de alcanzar una expresión más completa. La exaltación de la música programática se encuadra perfectamente, de este modo, en la aspiración romántica de la convergencia de las artes bajo el dominio de la música (ya Novalis afirmó que la música representa el punto límite al que tienden todas las artes, y en particular la poesía).
Wagner y la obra de arte total
Esta corriente del pensamiento romántico, que pone el acento, más que sobre el poder formal de la música y su -a pesar de todo- positiva indeterminación semántica, sobre su poder expresivo, sobre su capacidad para expresar el sen
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timiento en todos sus matices, encuentra su culminación en Wagner. Adoptando una postura no muy lejana a algunas de las ideas ya formuladas por Lizst, Wagner retoma la concepción de Rousseau sobre una unión originaria de poesía y música, para llegar a su concepto de obra de arte total ( Gesamtkunstwerke). El trasfondo en el que se mueve su pensamiento es la idea romántica del arte como expresión, unido al ideal de la convergencia de todas las artes de cara a la consecución de una expresividad más completa. La obra de arte total, la obra de arte del futuro, punto de encuentro de todas las artes, poesía, danza y música, es el drama, que no debe, sin embargo, identificarse con la ópera tradicional, considerada por Wagner como una parodia de aquélla. El drama no es para Wagner un género musical, sino el único arte auténtico, completo y posible, el arte que reintegrará a la expresión artística su unidad y total comunicabilidad. Beethoven, según Wagner, anticipó con su Novena sinfonía esta íntima fusión entre sonido y palabra dirigida a devolver el lenguaje a su originalidad. Es necesario volver a ese estado primigenio en el que poeta y músico «son una sola y misma cosa, porque cada uno sabe y siente lo que el otro sabe y siente. El poeta se convierte en músico, el músico en poeta: cada uno de ellos se convierte entonces en el hombre artístico completo»5.
No puede concluirse esta breve disertación sobre Wagner sin una mención a Nietzsche, no sólo por la amistad que unía a músico y filósofo, sino también por los estrechos nexos existentes entre la estética wagneriana y la nietzschiana. También en Nietzsche la música se convierte en centro de especulación estética; ella es el arte por excelencia, el origen de todas las demás artes. Por ello, como lo era para Schopenhauer, la música no será jamás un arte entre las ar
5 R. Wagner, Oper und Drama, III, cap. IV, L. Torchi ed., Turin, Bocca, 1894.
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tes, aunque se le otorgara el carácter de privilegiada; la música es una categoría del espíritu humano, una de las grandes constantes de la historia eterna del hombre: más que de música, debería, por tanto, hablarse de espíritu musical. El desacuerdo que se creó entre Wagner y Nietzsche puede explicarse con las dos posibles salidas de la concepción romántica de la música, aun contando con su común raíz schopenhaueriana: Wagner lleva hasta sus últimas consecuencias el concepto rousseauniano y herderiano de la unión entre poesía y música, mientras Nietzsche desarrolla el principio, ya presente en Wackenroder, en Hoffmann, en Schopenhauer y en tantos otros pensadores románticos, de absoluto privilegio y autonomía de la música instrumental. La música, más que el punto de convergencia de todas las artes, debe ser, por el contrario, según Nietzsche, el origen, el fermento de todas las creaciones estéticas. La inspiración dionisiaca —es decir, musical- precede y domina a la inspiración apolínea —o sea, plástica y figurativa-, pero un buen día Apolo acaba «al final hablando el lenguaje de Dioniso»6. Las grandes creaciones poéticas y figurativas, en la medida en que participan del espíritu dionisiaco, participan también de la vida primordial del universo y nos proporcionan un placer de naturaleza musical.
La trayectoria ideológica del Romanticismo bien puede darse por concluida con Nietzsche: a pesar de su rechazo del Romanticismo como signo de decadencia, de su distancia- miento respecto al Wagner del Parsifal, nostálgico del Cristianismo, y de su entusiasmo por la claridad mediterránea y solar de la Carmen de Bizet, su concepción de la música como generadora de todas las artes es perfectamente romántica, constituyendo quizá, de tal modo, el vértice y la conclusión de toda la especulación de tal movimiento sobre la música.
6 F. Nietzsche, El origen de la tragedia (trad. esp. Andrés Sánchez Pascual), Madrid, Alianza, 2000, p. 182.
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Delformalismo a la sociología de la música
La primera mitad del siglo XIX está caracterizada por un creciente interés por la música y sus problemas, por parte no sólo de los músicos, sino, sobre todo, de los literatos, de los poetas, de los filósofos, de los hombres de cultura. De hecho, una de las características comunes a muchos escritos sobre música de este período es el tono literario y, en cualquier caso, no especializado que revisten. Los problemas inherentes a la especificidad técnica del lenguaje musical no interesan de modo particular ni al músico que escribe sobre su arte, ni al crítico ni al filósofo. El simple hecho de que la música represente para el hombre romántico el punto de convergencia de todas las artes por su carácter exclusivamente espiritual, por la ausencia de elementos materiales, por su asemanticidad respecto al lenguaje verbal, hace que se sitúe más allá de consideraciones técnicas cualesquiera.
Sólo en la segunda mitad del siglo, con la primera reacción positivista contra la filosofía y la estética romántica, el pensamiento y la crítica adquirirán una nueva fisonomía. Profundizando en esa vena de tendencia formalista ya presente en algunos filósofos románticos y dirigiendo la atención hacia los caracteres específicos y peculiares del lenguaje y la experiencia musical en general, Eduard Hanslick, crítico e historiador de la música, colaborador musical de importantes revistas, ejerció durante toda su vida la crítica militante y escribió además De lo bello en la música, obra en la que sentó las bases del formalismo musical que de tanta fortuna gozaría en las décadas sucesivas, prácticamente hasta nuestros días.
A modo de respuesta implícita a las afirmaciones de Schumann, para quien «la estética de un arte es igual a la de otra, sólo cambia el material», Hanslick rechaza que la estética de un arte sea totalmente diferente de la de otro precisamente porque la materia sea, asimismo, distinta: «las leyes
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respecto a la belleza de cada arte son inseparables de las características de su material, su técnica»7. De este modo, la tecnica musical no es para Hanslick un medio para expresar sentimientos o suscitar emociones, sino que es la música misma y nada más. No tiene sentido establecer jerarquías de valores entre las artes, porque cada arte es autónomo y no expresa nada fuera de sí mismo, exhibiendo su respectiva y peculiar belleza.
El primer objetivo del ensayo de Hanslick es la estética del sentimiento, y en particular la estética wagneriana. Toda la argumentación del crítico bohemio está animada por un espíritu de objetividad científica, contraponiéndose así a la estética romántica, identificada con la estética de los diletantes y los incompetentes. «El estudio sobre lo bello -afir- ma Hanslick-, si no ha de quedar totalmente ilusorio, tendrá que aproximarse al método de las ciencias naturales»8. No obstante, afirmar que la música es pura forma sin finalidad alguna y que en cuanto tal no expresa ningún sentimiento, porque las ideas expresadas por el músico «son antes que nada y sobre todo puram ente m usicales», no significa que no guarde ninguna relación con nuestro mundo emotivo. La música puede representar la «dinámica» de los sentimientos, puede «reproducir el movimiento de un proceso físico según los momentos de: rápido, despacio, fuerte, débil, creciendo, decreciendo. Pero el movimiento es sólo una particularidad, una fase del sentimiento, y no el sentimiento mismo»9. Más que representación de los sentimientos, quizá sería más exacto decir que la música se encuentra en relación simbólica con ellos, es decir, que la música puede simbolizar, en su autonom ía, la form a y la
7 E. Hanslick, De lo bello en la música (trad. esp. Alfredo Cahn), Buenos Aires, Ricordi, 1947, p. 12.
8 Ibidem, p. 11.9 Ibidem, p. 27.
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dinámica del sentimiento mismo. Si la música no remite de modo directo a algo distinto de sí, ello quiere decir que siendo significativa agota en sí sus significados. Cualquier analogía entre música y lenguaje ya no podrá ser mantenida: la música es asemántica, en el sentido de que es intraducibie al lenguaje ordinario, aun no siendo «un juego vacío», aunque «en las venas del cuerpo musical proporcionalmente bello, las ideas y los sentimientos corren como la sangre»10.
Desde la mitad del siglo XIX hasta nuestros días, Hanslick permanecerá como un firme punto de referencia, tanto para la estética musical de orientación formalista como para la de inclinación antiformalista: más que como un punto de llegada, su pensamiento se presenta como un punto de partida, rico en posibilidades de desarrollo.
Algunos de los aspectos más destacables del pensamiento de Hanslick (y en particular su actitud analítico-científi- ca, especializada, antiliteraria) anuncian, a su vez, una fase totalmente nueva de los estudios musicales. La historiografía, la paleografía, las investigaciones acústicas y fisiológicas, la psicología musical constituían hasta ahora estudios esporádicos, ocasionales, carentes de método y rigor científico; se echaban en falta los instrumentos de investigación, las bases metodológicas indispensables para tales retos y, sobre todo, el estímulo cultural y los presupuestos filosóficos que actuasen como incentivo de cara a afrontar los mismos. Este trabajo de «cientifización» de los estudios musicales, tras la estela del ímpetu filosófico del positivismo y del pensamiento de Hanslick, cambió, a la vuelta de pocos años, el horizonte del pensamiento musical, orientándolo hacia nuevos intereses y nuevos campos de estudio. El mundo cultural alemán y el anglosajón, con su tradición empirista, desempeñaron un indudable lugar de primacía dentro de este nuevo género de estudios, que pueden encuadrarse bajo
10 Ibidem, pp. 122-3.
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la etiqueta de Musikwissenschaft (ciencia de la música). Uno de los problemas que apasionó en mayor medida a esta generación de estudiosos fue el del origen de la música, problema ligado también a los primeros estudios de etnomusi- cología. Spencer, Darwin, Wallaschek, Combarieu, Gurney se ocuparon de tal cuestión, obviamente irresoluble desde el punto de vista científico, pero muy relevante desde el punto de vista filosófico. Las teorías evolucionistas de Darwin y Spencer, los conceptos de ritmo vital, de energía psíquica y de su fuerza de expansión constituyen la base de los estudios sobre el origen de la música y de la expresión musical. Junto a tal orientación, nos encontramos con estudios de igual e indudable importancia, como los de acústica y fisiopsicologia de los sonidos, siempre conducidos con la fe de poder aclarar y explicar el hecho musical mediante una investigación rigurosamente científica.
De tal modo, fueron retomados los viejos estudios sobre la armonía de Zarlino y de Rameau: Hemholtz, autor de Die Lehre von Tonempfindungen als physiologische Grundlage für die Theorie der Musik (1863), situó en primer lugar el problema de los fundamentos de la armonía y de las consonancias, sosteniendo la vieja tesis de la naturalidad del sistema armónico, si bien sobre bases más científicas. Cercanos a Hemholtz por actitud y por presupuestos metodológicos, los estudios de Riemann se mueven en un contexto genéricamente formalista, acentuando el carácter autónomo del hecho musical, considerado como lenguaje autosuficiente, dotado de leyes propias.
La Musikwissenschaft ha quedado como una fuente inagotable de reflexión para el pensamiento musical contemporáneo, germánico y anglosajón en particular, y no se puede afirmar con certeza que su ciclo vital se haya agotado al tiempo que el positivismo propio del siglo XIX; de hecho, muchos musicólogos del siglo XX han dirigido sus estudios bajo la impronta de esta tradición. Carl Stumpf ha dedica
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do sus estudios a temas vinculados con la acústica, siguiendo la huella de Hemholtz, profundizando, sin embargo, en la relevancia que éste dio a la psicología. En su estudio Tonpsychologie (1883) pretende demostrar cómo las investigaciones acústicas y fisiológicas, a las que Hemholtz había contribuido decisivamente, deberían estar siempre integradas en el plano de la psicología. Con Stum pf se abre, por tanto, a la estética musical del siglo XIX un fecundo campo de investigación, que encuentra en la psicología su punto de referencia.
Ni las leyes acústicas ni la estructura fisiológica del oído se consideran ya suficientes de cara a justificar el discurso musical, ya que tales estudios deben ahora integrarse en otros sobre la percepción y la psicología auditiva. En esta dirección se mueven los trabajos de Géza Révész (Zur Grundlegung der Tonpsychologie, 1913) y, particularmente, los de Ernst Kurth (.Musikpsychologie, 1931); si Kurth dirigió su atención sobre todo al problema de la energía psíquica que condiciona la cración y percepción de la obra musical, Révész y, en tiempos más cercanos a los nuestros, Albert Wellek (Das absolute Gehör und seine Typen, 1938; M usikpsychologie und Musikästhetik, 1963), han profundizado en el problema del talento musical, considerado desde el punto de vista psicológico, apoyándose en un vasto material experimental. La Gestaltpsychologie ha desempeñado una notable influencia en los estudios de psicología musical: son numerosas las investigaciones, incluso recientes como la de Robert Francés {La perception de la musique, 1958) o de Abraham Moles ( Théorie de l ’information et perception esthé- tique, 1959), que se vinculan a esta corriente psicológica. Por lo que respecta a los Estados Unidos, se hace necesario recordar aquí, y siempre en el ámbito de los estudios musi- cológicos inspirados en la psicología, a Carl Seashore, quien considera la percepción de la música como un fenómeno analizable y medible científicamente (cfr. particularmente
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su Psychology o f Music, 1938). Bajo este mismo punto de vista, resultan significativos sus estudios sobre la interpretación musical, entendida no de modo abstracto, como convergencia o coincidencia entre la personalidad del creador y la del intérprete, sino como desviación mensurable de un cierto modelo encarnado por la partitura.
La musicología francesa ha profundizado en otro ámbito de estudios, dirigiendo su atención a la relevancia social del fenómeno musical, desarrollando una tendencia diferente del positivismo, empeñada en poner en evidencia el reflejo en el plano social y colectivo, antes que en el individual, de las artes. Jules Combarieu es uno de los estudiosos más significativos de esta corriente. Teórico e historiador de la música, reanuda la experiencia precedente de los estudios musicales inspirados en la Musikwissenschaft, desarrollándolos en un ámbito cultural más amplio. Sus estudios sobre el origen de la música {La musique et la magie, 1909), su vasta historia de la música y también su estudio más propiamente estético (La musique, ses lois et son évolution, 1907), retoman de modo ecléctico todos los temas propios de la cultura positivista para fundirlos bajo una perspectiva unitaria y densa en estímulos culturales; el formalismo de Hanslick, el evolucionismo («primero la magia con sus hechizos, después la religión con su lirismo y sus diversas formas de himno litúrgico, odas, dramas; finalmente, la aparición de un arte que se separa poco a poco de los dogmas para organizarse de modo paralelo al canto sacro y pasar por estas tres fases, el entretenimiento profano, la expresión individualista, el naturalismo Beethoven-, éstos son los grandes períodos de la historia. Su sucesión se ha visto muchas veces repetida»1'), el sociologismo, la aspiración a una impostación científica de la estética musical... Todos estos temas están presentas en
11 J . Combarieu, Histoire de la musique, París, Colin, 1913, Introducción.
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la obra de Combarieu, quien ha llegardo a constituirse dentro del pensamiento francés en un importante eslabón de una larga cadena.
Bajo esta tendencia de estudios, que genéricamente puede llamarse «sociológica», puede también incluirse el pensamiento marxista. Así, pueden ser reconducidos a una inspiración marxista estudios como los de Sidney Finkelstein (How Music Expresses Ideas, 1953) y el de Ivo Supicic (Musique et societé, 1971), como profundizaciones sobre la relación entre música y sociedad, el primero en un plano histórico, el segundo en un plano teórico. También pueden encontrarse interesantes anotaciones de orden musical en los escritos de Galvano Della Volpe, quien de modo original unió la perspectiva marxista a la semiológica de fuentes anglonorteamericanas. Pero, quizá, los estudios más importantes de cara a la elaboración de una estética marxista son los de la musicóloga polaca Zofia Lissa, que en sus numerosos estudios (Fragen der Musikästhetik, 1954; Über das Spezifische der Musik, 1957; Szkice z estetyki muzycznej, 1965) analiza las estructuras de la música, intentando identificar las relaciones que la vinculan a las ideologías y a las estructuras sociales propias de cada época histórica. No obstante, en sus estudios siempre se encuentra presenta la idea de que, ciertamente, hay un vínculo entre música y sociedad, pero mediato, no directo. Por otra parte, la música -afirma Zofia Lissa- tiende en su historia a un desarrollo autónomo de las formas y de las estructuras lingüísticas, por lo que la tarea del músico es la de individuar las conexiones que unen la música, como parte activa de la superestructura, a la sociedad, aun reconociendo su autonomía y especificidad.
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IX
La crisis del lenguaje musical y la estética del siglo XX
El formalismo y las vanguardias
La herencia del pensamiento formalista de Hanslick ha resultado ser de enorme importancia en el siglo que acaba de finalizar, de tal modo que pueden encontrarse con frecuencia conclusiones con aire formalista incluso en pensadores originariamente bastante alejados de los presupuestos teóricos de tal estética. El formalismo ha gozado de una gran fortuna particularmente en la cultura francesa, y son muchos los musicólogos, los filósofos y también los músicos que se refieren de modo directo o indirecto a tal escuela. Entre los músicos, Igor Stravinsky constituye un punto de referencia obligado. Su modo de concebir la música, expresado en numerosos ensayos y entrevistas, y la manera en que la ha puesto en práctica de manera directa constituyen una misma cosa. Stravinsky se propone meterse en la piel del artesano medieval, que trabaja, ordena, fabrica con los materiales a su disposición, completamente atrapado por la fascinación que ejerce el material sonoro que puede manejar a su antojo, no instrumentalmente, sino como fin en sí mismo. «Inspiración, arte, artista -afirm a Stravinsky- son términos cuanto menos vagos, que impiden ver de modo
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claro en un ámbito donde todo es equilibrio, cálculo, en un ámbito por donde pasa el soplo del espíritu esspeculativo»1. Desde este punto de vista formalista e intelectualista, y contra todas las concepciones intuicionistas, expresivas y sentimentales de la música, Stravinsky acentúa el valor de la dimensión temporal del fenómeno musical, concebido ahora como «una cierta organización del tiempo»2. Este aspecto arquitectónico y constructivista de la creación musical se constituye en la base de la polémica antirromántica de Stravinsky: la música, «por su esencia, resulta impotente para expresar cualquier cosa: un sentimiento, una actitud, un estado psicológico, un fenómeno de la naturaleza, etc. La expresión no ha sido jamás la característica inmanente de la música»3.
La forma y el tiempo musical
Esta polémica, a la que cabe insertar dentro del espíritu antiwagneriano y formalista de la cultura francesa, volverá a ser asumida, si bien con aires más vagos y con instrum entos conceptuales m ás su tiles, por num erosos musicólogos. Giséle Brelet centrará todo su pensamiento estético sobre el concepto de «tempo musical», haciendo converger en su importante obra tanto el núcleo del espi- ritualismo francés -particularm ente, el pensamiento de Bergson y de Lavelle- como la tradición formalista. «El acto creador -sostiene la musicóloga francesa- no toma conciencia de sí mismo sino en el momento en que descubre un imperativo estético que le orienta hacia la realización de ciertas posibilidades formales»4. La esencia del
1 I. Stravinsky, Poétique musicale, París, Plon, 1952, p. 18.2 Ibidem, p. 21.3 Ibidem.4 G. Brelet, Esthétique et création musicale, París, PUF, 1947.
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proceso creador es un perenne diálogo entre «la materia y la forma»; en efecto, el artista «aspira a un modo de vida original que presupone la forma y la lleva a cabo». La autonomía de la creación se revela en el desarrollo mismo del pensamiento musical, desarrollo que «opera lógicamente siguiendo leyes internas, de manera independiente respecto a la personalidad de los diversos creadores»5. Cabe admitir la existencia de una relación entre la creación y el creador, pero no se trata de una relación de orden psicológico: el eslabón perdido puede revelarse justam ente en la fo rm a tem p o ra l de la m ú sica , la cual encuentra una íntima correspondencia con la temporalidad de la conciencia. Stravinsky representa para Brelet la encarnación de su ideal de música como pura temporalidad: «el tempo de Stravinsky expresa la conciencia en la pureza de su acto fundamental, y no el universo de contenidos empíricos en el que el yo pueda más o menos disolverse»6.
En posteriores ensayos Brelet parece modificar su punto de vista sobre la música contemporánea, abrazando las poéticas de las vanguardias irracionalistas. Brelet sustituye la idea de forma como expresión de la pura temporalidad por la de forma como expresión de lo vivido, que nace sin estructura preexistente alguna, al contrario de lo que sucede en la música clásica: «la música no encuentra su estructura definitiva sino en la realización del tiempo vivido»7. En sus últimos trabajos, Brelet se ha convertido en aguda intérprete de ciertas exigencias no sólo artísticas, sino, en sentido lato, filosóficas de la música de las vanguardias serialista y aleatoria, sugiriendo unos argumentos que han sido poste
5 Ibidem, p. 7.6 Ibidem, p. 158.7 Cfr. «Musique et structure», en Revue Internationale de Philosophie,
núm. 73-74 (1965).
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riormente recuperados por numerosos teóricos de la Nueva Música*.
Los sutiles análisis proporcionados por Brelet sobre el concepto de forma temporal han sido asumidos por otros musicólogos, si bien la atención de éstos ha tendido cada vez más a desplazarse hacia el aspecto comunicativo y lingüístico de la música y hacia las estructuras que lo hacen posible. Boris de Schloezer, partiendo de estudios sobre la música de Bach, se encuentra entre los primeros estudiosos que han afrontado con perspicacia la cuestión de la peculiar estructura lingüística que presenta la música. «En la música -afirma De Scholezer- el significado se presenta de modo inmanente al significante, el contenido a la forma, hasta tal extremo que, rigurosamente hablando, la música no tiene un sentido, sino que es un sentido»8. Puede por tanto decirse que la música es una especie de lenguaje, pero formado por símbolos totalmente peculiares, «replegados sobre sí mismos»9; comprender la música no significa descubrir un significado más allá de los sonidos o percibir una sucesión más o menos placentera de sensaciones auditivas, sino, más bien, penetrar en el «sistema múltiple de relaciones sonoras en las que cada sonido se inserta con una función precisa. Si se concibe la obra como una estructura que tiende a cerrarse sobre sí misma, deberemos tener en cuenta que sus elementos no se eliminan en el curso de la ejecución; sin embargo, aunque se sucedan en el tiempo, coexisten en su unidad»10. En este asunto, la visión de De Schloezer diverge radicalmente de la de Brelet. Si para ésta última la música era la imagen misma del devenir, de la pura
* N. del T.: Mantenemos «Nueva Música», ambas palabras en mayúsculas, tal y como figura en el original de Fubini, quien adopta de Adorno tanto el término como su ortografía.
8 B. de Schloezer, Introduction à J. S. Bach. Essai d ’esthétique musicale, Paris, Galimard, 1947, p. 44.
9 Ibidem, p. 30.10 Ibidem.
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duración, del tiempo organizado, para el primero la forma musical es esencialmente atemporal: en efecto, «organizar musicalmente el tiempo significa trascenderlo»11.
Esta idea de la música como tiempo aferrado a una unidad sincrónica es común a todas las concepciones de la forma musical como estructura. El antropólogo Lévi-Strauss, por ejemplo, habla en los mismos términos: la música, afirma eficazmente, necesita del tiempo sólo «para darle un mentís (...). La audición de la obra musical, en virtud de la organización interna de ésta, ha inmovilizado el tiempo que pasa; como un lienzo levantado por el viento, lo ha atrapado y plegado. Hasta el punto de que escuchando la música y mientras la escuchamos alcanzamos una suerte de inmortalidad»12. Esta postura estética conduce inevitablemente a una actitud de desconfianza o de abierta hostilidad frente a las más recientes vanguardias, que han procurado, por lo general hacer coincidir tiempo vivido y tempo musical; y no es por casualidad que tanto De Schloezer como Lévi-Strauss tomen postura frente a tales tendencias propias de la vanguardia. La música vanguardista, según De Schloezer, «no se puede decir que una música de esta clase sea un lenguaje, ya que no se comunica al hacerse ni revela sentido alguno. Su ser se consume en su acción. Parece arte de magia»13.
Música y lenguaje
En esta misma dirección avanzan muchos de los estudios surgidos en el ámbito cultural anglosajón. Suzanne
11 Ibidem, p. 31.12 C . Lévi-Strauss, Lo crudo y lo cocido, trad. esp. Juan Almela, Méxi
co, FCE, 1968, p. 25.13 B. de Schloezer y M. Scriabine, Problemas de la mùsica moderna,
trad. esp. María y Oriol Martorell, Barcelona, Seix Barrai, 1973, p. 188.
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Langer, alumna de Ernst Cassirer, y Leonard Meyer (que en parte se inspira en los principios estéticos de Dewey), dirige sus investigaciones a profundizar en las estructuras comunicativas del lenguaje musical. Según Langer, la música, lenguaje artístico, emblemático por su carácter totalmente abstracto y no representativo, es un modo simbólico de expresión de los sentimientos. El símbolo propio del lenguaje musical es, no obstante, un símbolo sui generis, un símbolo que se autopresenta, o, mejor dicho, que no se consume; en otras palabras, el símbolo del lenguaje discursivo se agota, se consume en la trascendencia respecto al objeto designado, resultando por ello completamente transparente, mientras el símbolo musical es iridiscente, o sea, que su significado es implícito, pero nunca está convencionalmente fijado. El símbolo musical es disfrutado por sí mismo: «Su vida es la articulación, pero sin afirmar jamás nada; su esencia es la expresividad, pero no la expresión»14. Resulta por tanto imposible aislar partículas musicales dotadas de significación; desde el punto de vista de Langer, los esfuerzos realizados a tal efecto por diversos estudiosos carecen de sentido. Las tentativas de A. Schweitzer, de A. Pirro, de J. Chailley y, más recientemente, del musicólogo americano D. Cooke de esbozar una especie de vocabulario musical de las emociones (los primeros, particularmente, para la música de Bach; el segundo para toda la música occidental en general) resultan, como mínimo, pobres en sus resultados: como máximo sólo alcanzan a señalar ciertas asociaciones parcialmente válidas para ciertos autores, o las convenciones más frecuentemente aceptadas en una cierta época, pero jamás «leyes de la expresión musical»15. En efecto, para Langer la música no es el sentimiento mismo o su copia, sino su presentación
14 S. Langer, Philosophy in a New Key, Nueva York, Mentor Books, 1942, p. 240.
15 Ibidem, p. 232.
simbólica según leyes propiamente musicales. El arte, y la música en particular, constituyen un «símbolo originario», organizado según «la lógica de un proceso orgánico»16, y por ello no analizable, no descomponible y no traducible.
Las investigaciones del musicólogo Leonard Meyer, si bien no se apartan demasiado de los fundamentos filosóficos de Langer, dedican una atención mayor a la estructura psicológica del disfrute de la música, manteniendo el principio de que la música no tiene ninguna función referen- cial. El significado de la música radica en la música misma y es, sustancialmente «el producto de una espera». «Un evento musical (ya sea un sonido, o una frase o una composición completa) tiene significado porque se encuentra en tensión hacia otro evento musical al cual esperamos»17. El significado emerge en la medida en que la relación entre la tensión y la solución se hace explícita y consciente; no obstante, todo esto es relativo y válido para un cierto período y un cierto grupo social: «la comunicación depende, presupone y nace de ese universo del discurso que en la estética musical es llamado estilo»18. Lo que resulta significativo respecto a un determinado estilo, una cierta sociedad, puede no serlo en absoluto respecto a otro grupo humano, si esas relaciones, tensiones y soluciones no se explicitan. En cualquier caso, la percepción del significado del mensaje musical no constituye una contemplación pasiva, sino, por el contrario, un proceso activo que pone en juego a toda nuestra psique; proceso consciente en busca de una solución para un estado provisional, de ambigüedad, de apertura, un proceso que pueda llevarnos a un punto final. Por tanto, para Meyer la estructura formal de la obra musical tiende a
16 Ibidem, p. 126.17 L. Meyer, Emotion and Meaning in Music, Chicago, University o f
Chicago Press, 1956, p. 35.18 Ibidem, p. 42.
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satisfacer unas exigencias propias del funcionamiento de la misma psiqué humana. No hay duda, por consiguiente, de que el modelo de estructura musical sugerido por Meyer se adapta como un guante a la música tonal, concebida como un sistema de tensiones construidas en torno a un punto de atracción tonal; al tiempo que resulta mucho más problemática su aplicación a otros universos sonoros, como al gregoriano o a la dodecafonia y a la música postweberniana.
Esta línea de estudio, encaminada a profundizar en la estructura de la obra musical y su peculiar carácter lingüístico en relación también con los nuevos estudios de etnomu- sicología, no sólo se ha mantenido viva, sino que se ha revelado en estos últimos años como una de las orientaciones más fecundas, tanto para la estética musical como para la crítica. Con frecuencia tales estudios ponen en relación la estructura de la obra con la estructura de la psiqué humana, conectándose a veces con los estudios de la psicología de la forma. En años más recientes, el centro de atención se ha desplazado hacia corrientes de orden más analítico, hacia el estudio de la estructura de la obra musical en sí, vinculándose en parte a las investigaciones lingüísticas de Saussure y, en el ámbito de la música, a las de Heinrich Schenker. Este gran teòrico austriaco formula en sus pioneros escritos una teoría que todavía hoy permanece como un punto de referencia, al menos para cualquier otra discusión o aproximación de carácter analítico. El análisis schenkeriano guarda un indudable débito con la fenomenología husserliana; de hecho, las premisas metodológicas de sus tesis analíticas se fundan sobre el principio de que por debajo de la página musical (el punto de referencia es siempre la música tonal), hay siempre una estructura original a la que de cualquier modo es necesario retrotraerse si se desea captar la estructura auténtica del fragmento analizado. El interés por los métodos analíticos, relegados durante un tiempo al área cultural anglosajona, se ha extendido en los últimos años del
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pasado siglo, llegando a injertarse también en los estudios de carácter semiológico. Numerosos musicólogos intentan hoy, también en Europa, aplicar los métodos estructuralis- tas y analíticos al lenguaje musical. De este modo, pueden incluirse dentro de esta corriente al grupo de estudiosos vinculados en los años setenta a la revista francesa «Musique en jeu», y entre estos debe tenerse particularmente en cuenta a J.-J. Nattiez, A. Moles y N . Ruwet; en Italia han mostrado idénticos intereses hacia tales perspectivas teóricos como Gino Stefani, Marcello Pagnini, Mario Baroni, Marco de Natale, etc. Dentro de otras líneas de investigación y de diferentes intereses culturales, más vinculados a la tradición espiritualista y bergsoniana, puede considerarse a estudiosos muy leídos hoy como V. Jankélevitch.
La crítica y la estética musical en Ltalia
Mientras fuera de Italia y en la primera mitad del siglo veinte las investigaciones musicales históricas y teóricas se han orientado hacia el positivismo, siguiendo fundamentalmente la estela de un formalismo hanslickiano, diversamente interpretado y enriquecido por otras aportaciones filosóficas y culturales, en Italia los estudios m usicales han tomado, en cambio, otra dirección, experimentando durante casi medio siglo, salvo contadas excepciones, una fascinación por la estética idealista y croceana.
Cuando todavía dominaba en Italia, gracias a la obra de estudiosos como Torchi y Chilesotti, el clima positivista, inspirado en la Musikwissenchafi alemana, Fausto Torrefran- ca fue el primero que formuló una estética opuesta en sus fundamentos al positivismo, si bien su pensamiento referente a la estética musical se plasmó en un ensayo19 lleno de
19 F. Torrefranca, La vita musicale dello spirito, Milán, Bocca, 1910.
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una mística vaporosidad, inspirada en parte en los tópicos de la estética croceana y en parte en Schopenhauer y los románticos: el arte en general, afirma Torrefranca siguiendo a Croce, constituye el primer momento intuitivo del espíritu; existe, no obstante, una «precategoría». La música es, por excelencia, «la actividad germinal» del espíritu, y se hace necesario admitir «la hegemonía y germinalidad de la música respecto a las otras artes, es decir, la procedencia espiritual de éstas respecto a aquélla»20.
Otros estudiosos posteriores a Torrefranca se han propuesto una mayor fidelidad a la estética croceana, extendiendo sus principios básicos a la crítica y estética musicales. Reunidos en torno a la revista «II pianoforte» (fundada en 1920 por G. M. Gatti) y a «La Rassegna Musicale» (dirigida por el mismo Gatti), han generado en la cultura musical italiana una importante y original actividad polémica acerca de todos los problemas que incumben a la música. Los musicólogos italianos más importantes se han entregado, con mayor o menor ortodoxia, a esta tarea teórica de reflexión sobre la problemática musical a la luz de los principios estéticos croceanos. Alfredo Parente se encuentra entre los primeros que han emprendido esta tarea teórica, distinguiéndose por su espíritu beligerante y su rigor filosófico. De sus estudios21 emergen dos problemas fundamentales: el de la unidad de las artes y el del valor de la técnica. La música, en cuanto expresión lírica del sentimiento, síntesis de contenido y forma, es idéntica a cualquier otra vía de expresión artística. Las artes se diferencian únicamente por la técnica de la que se sirven, pero tal técnica queda fuera del arte, quedando destinada tan solo «a la traducción física de las imágenes», mientras «la capacidad lírica surge, en cam-
20 Ibidem, p. 17.21 De las obras de A. Parente, véase sobre todo La musica e le arti,
Bari, Laterza, 1936.
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bio, siempre a pesar de las experiencias, independientemente del problema de la traducción o ejecución material del arte»22. Parente ha desarrollado sus tesis con un rigor extremo, extendiéndolas al campo de la metodología crítica e historiográfica y polemizando con aquellas teorías que se inspiran de modo más o menos directo en la Musikwissen- chaft y que pretenden escribir la historia de la música entendiendo ésta como historia de los géneros o las técnicas.
Otros musicólogos italianos han pretendido adaptar la estética croceana a los problemas musicales, pero esta vez con mayor elasticidad. Massimo Mila, por ejemplo, ha modificado el concepto croceano de «expresión» por el de «expresión inconsciente», empujado por la urgencia crítica de comprender y justificar teóricamente la música contemporánea y, en particular, las corrientes neoclásicas que, como principio, niegan a la música la facultad de expresar algo, tal y como hace, por ejemplo, Stravinsky. Otros críticos, como Luigi Ronga y Andrea della Corte han dirigido fundamentalmente su atención hacia la historiografía musical, intentando reinterpretar la historia de la música al margen de los esquemas evolutivos positivistas, con frecuencia basados en una estricta compartimentación que sigue la genealogía de los géneros. Es en el ámbito de esta corriente de pensamiento donde se desarrolló, entre 1930 y 1940, una vivaz polémica en torno al problema de la interpretación musical. Partiendo siempre de presupuestos idealistas o cro- ceanos o gentilianos, se esbozaron dos soluciones distintas, tendente una a limitar la función del intérprete a una tarea exclusivamente técnico-reproductora (Parente); a acentuar la función creativa, la otra (Pugliatti). No todos los teóricos se alinearon estrictamente en una u otra posición; tuvo lugar, por consiguiente, un debate que condujo a la formulación de tesis de orientación más realista, menos esquemáti-
22 Ibidem, p. 17.
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cas y más devotas de la compleja función que desempeña el acto interpretativo, función no reducible a la demasiado simplificadora alternativa: creador o simple ejecutor de órdenes (Gatti, Mila, Graziosi, Casella, etc.).
El pensamiento musical ante los nuevos lenguaje
Llegado el momento de concluir este breve excursus histórico sobre el pensamiento musical, podemos preguntarnos en qué medida la profunda revolución acontecida en el siglo que acaba de concluir ha influido y determinado la elaboración teórica y estética de estas últimas décadas. Resulta difícil valorar hoy si la invención de la dodecafonia en la primera mitad del siglo veinte ha representado una novedad tal como para ser equiparada a la aparición de la armonía tonal en el siglo diecisiete. Es cierto que la historia de la música ha atravesado, desde mitades del diecinueve hasta hoy, un período de crisis, de intensa transformación, de renovación. Se trata de un período que en absoluto puede darse por concluido. También hoy filósofos, críticos, musicólogos e incluso músicos se encuentran ante una realidad en veloz transformación, llena de interrogantes, de zonas oscuras, de incertidumbres que esperan una sistematización nueva en una también nueva concepción de la música que se está abriendo camino a través de numerosas tentativas y experimentaciones. Si la armonía tonal situó a los teóricos frente a problemas completamente nuevos (la racionalización del lenguaje musical, su naturalidad, el significado del nuevo léxico, su relación con el mundo de los sentimientos), también la crisis del mundo tonal, la dodecafonia, la música postweberniana (aleatoria, carente de una estructura lógico-musical en sentido tradicional, vinculada a nuevas leyes, a nuevas convenciones) han vuelto a plantear con renovada urgencia la cuestión del lenguaje. Si bien algunos teó
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ricos han continuado su tarea prescindiendo de cuanto estaba aconteciendo en el mundo vivo de la música, muchos otros han advertido claramente que no podían inhibirse a la hora de tomar nota en cualquier manera de la nueva y tumultuosa realidad que se abría paso. Sobre todo la atonali- dad, y posteriormente la dodecafonia, han constituido eventos que han requerido la reflexión sobre su significado no sólo a muchos musicólogos, sino también a músicos e incluso literatos (Thomas Mann, por ejemplo).
Schönberg ha venido a ser, quizá, el primer músico que ha intentado en sus numerosos escritos teóricos identificar el sentido exacto de la revolución que él mismo, con su obra, había iniciado. Pero también numerosos críticos suyos han tomado postura ante la dodecafonia: Hindenmith, Stravinsky, Ansermet y muchos otros han adoptado una actitud netamente conservadora, mostrando lo absurdo de un sistema que ha dejado de basarse en la naturaleza, convencidos de que el lenguaje musical no puede prescindir de fundamentos naturales o presuntamente naturales. Leibowitz, Eimert, Webern y otros muchos, cada uno desde presupuestos distintos, han defendido la validez del nuevo sistema, que confiere al músico una nueva dimensión creativa. La interpretación más conocida e interesante de la revolución dodecafònica, y más en general de la música contemporánea es, sin duda, la constituida por la obra del filósofo y musicólogo alemán Theodor Wiesegrund Adorno. En su vastísima producción, Adorno, que ha fundido de manera original en un único programa diversas metodologías críticas, como el marxismo, el psicoanálisis, la sociología de la Escuela de Frankfurt, ha vuelto a plantear de modo crítico la totalidad de los problemas de la historia reciente y menos reciente de la música desde una perspectiva peculiar. La relación música-sociedad, y de modo más específico la relación entre estructuras musicales y estructuras sociales, constituye el objeto de su atención; no obstante, Adorno no se
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inscribe claramente en esa tradición positivista, en particular francesa, que tendía a concebir los valores artísticos como una simple proyección de una determinada sociedad. El arte, según Adorno, guarda una relación dialéctica y problemática con la realidad social: la música «no debe jamás garantizar o reflejar el orden y la tranquilidad, sino obligar a que surja a la superficie lo oculto bajo ésta, y de este modo oponer resistencia a dicha superficie, a la presión de la fachada»23. La música puede, de tal manera, asumir una función estimulante ante la sociedad, puede denunciar la crisis y la falsedad de las relaciones humanas, desenmascarar el orden constituido. La respuesta al antiguo y tradicional problema de la estética musical, esto es, si la música es expresiva o si su valor es únicamente arquitectónico o formal, no puede esperar, en el pensamiento de Adorno, otra forma que no sea dialéctica: la música puede llegar a ser expresión o forma, según la función que asuma en la sociedad. Bajo este punto de vista, las figuras de Stravinsky o de Schönberg se nos presentan como emblemáticas: el constructivism o y el neoclasicism o del primero representan la aceptación del hecho consumado, el sufrimiento acritico de la situación presente, la petrificación de las relaciones humanas, la vía de la inautenticidad, el espejo pasivo de la trágica alienación del hombre en el mundo moderno. La música de Schönberg representa, en cambio, la vía de la denuncia. En la elaboración dodecafònica el compositor se encuentra constreñido dentro de rígidos límites prefijados, negándose a sí mismo esa libertad que el mundo ya no concede si no es de modo ilusorio. Pero volviendo a la tonalidad, al lenguaje tradicional, el músico salva a la música de descender al estatuto de mero y estandarizado producto de masas.
23 Th. W. Adorno, Disonancias, trad. esp. Rafael de la Vega, Madrid, Rialp, 1966, p. 77.
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A partir de esta interpretación de la dodecafonia corno la unica forma de expresión de la autentica vanguardia, pero forma que ya guarda en sí el germen de su propia disolución, resulta comprensible cómo, pocos años después de haber escrito su célebre ensayo sobre Schönberg y Stravinsky24, Adorno puede tildar de envejecida a la música moderna, a la vanguardia postweberniana de la segunda posguerra. La agresividad de la vieja vanguardia se transforma entonces en mansedumbre, en «mentalidad tecnocràtica»: «el arte que obedece inconscientemente a esta represión y se hace a sí mismo un juego, porque se ha tornado demasiado débil como para ser algo serio, renuncia precisamente por ello a la verdad, que sería la única en otorgarle un derecho a la existencia»25.
Este grito de alarma lanzado por Adorno no constituye, no obstante, un gesto aislado; muchas voces se han levantado en estos últimos años dispuestas a declarar muerta y superada la música de las más jóvenes generaciones de compositores, si bien m uchas de las voces que cantan la superación de la dodecafonia se basan en motivos ajenos al pensamiento de Adorno. Al escribir su célebre ensayo Schönberg est mori, el músico Pierre Boulez pretendía aludir a la nueva era que se abría para la música posterior a los años cincuenta del pasado siglo, y, sobre todo, a los problemas completamente nuevos desde el punto de vista estético, filosófico y lingüístico que se presentaban entonces por vez primera, problemas muy candentes no sólo para la conciencia de los críticos, sino también de la mayor parte de los músicos de vanguardia. Por otra parte, es necesario recordar que buena parte de la música de vanguardia nace, con mayor frecuencia, más a partir de un impulso crítico y filosófico que de razones de orden estrictamente musical, y no es
24 Id., Philosophie der neuen Musik, Tübingen, Mohr, 1949.25 Id., Disonancias, op. cit., p. 160.
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un hecho casual que muchos músicos actuales escriban no sólo de música, sino también numerosos ensayos de carácter filosófico, estético y teórico. Cage, Stockhausen, Boulez, Berio, por citar sólo a los más conocidos, han dejado con sus escritos una contribución importante, no sólo para penetrar y comprender sus obras musicales, sino también para captar las motivaciones de orden más propiamente estético y filosófico que se encuentran en la base de la cultura y del pensamiento musical actual.
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Conclusiones
Al terminar este rápido y, sin duda, lleno de lagunas excursus sobre la historia del pensamiento musical desde la antigüedad hasta nuestros días, podemos, con toda legitimidad, preguntarnos si en todas estas especulaciones tan diferentes sobre la música, procedentes cada una de fuentes bien diversas, no hay, a pesar de todo, un hilo conductor que las unifique en un recorrido coherente. Y podemos igualmente preguntarnos si aún existe hoy un pensamiento musical que goce de cierta relevancia filosófica y que se inserte en una tradición estética determinada. Hay una conexión entre estas dos cuestiones, desde el momento que, ante una crisis general del pensamiento filosófico sistemático, la estética musical no puede dejar de ser influida por ella. Si podíamos decir que era en cierto modo factible reconocer un desarrollo coherente y unitario del pensamiento musical cuando éste se mostraba vinculado a una tradición filosófica precisa, resulta más difícil encontrar esta coherencia cuando las fuentes ya no son los escritos de los filósofos, sino los de los músicos, los teóricos de la música, los críticos y los historiadores de la misma; hoy en día sus reflexiones hunden por lo general sus raíces en una experiencia práctica, llegando a elucubrar sobre problemas inherentes a la acústica, a la psicología de la percepción, a los cambios históricos del lenguaje musical. Si, por cuanto se refiere al pasado, hemos intentado sacar a la luz ese hilo conductor que, a pesar de
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todo, unifica las distintas experiencias de pensamiento sobre la música, más difícil resulta hoy tal operación, debido a la venida a menos de uno de los dos polos, el filosófico-sis- temático.
Si se tomara la expresión «estética musical» en sentido estricto, como reflexión de orden filosófico y sistemático sobre la música, debería concluirse que ella está dando hoy sus últimos latidos, o que posiblemente haya acabado hace algunas décadas: quizá Adorno puede considerarse como el último gran filósofo de la música, y su obra como la última tentativa de formular una visión global de la música. Pero si se considera la estética musical según la acepción más amplia, aquella con la que se ha pretendido trabajar en este breve estudio, se debe concluir que la estética musical ha tomado hoy nuevas direcciones y tiende a fragmentarse en muchos y diferentes espacios de investigación sobre la experiencia musical considerada en su complejidad y multiplicidad de aspectos.
Cada una de las grandes revoluciones lingüísticas y estilísticas en la historia de la música ha llevado la atención de los teóricos y de los músicos, mayoritariamente, a reflexionar sobre los aspectos propiamente técnicos y lingüísticos correspondientes a cada arte, llegando sólo de modo indirecto a afrontar las cuestiones filosóficas y estéticas, y siempre, en cualquier caso, con una actitud vinculada a las nuevas experiencias artísticas. Esto es algo que podem os constatar en el paso del ars antiqua al ars nova, en el paso de la polifonía a la monodia, y también hoy en día en la invención de la dodecafonia y en las radicalmente nuevas experiencias lingüísticas conectadas a las más recientes vanguardias. Aquello a lo que asistimos hoy ya no es, por tanto, siquiera un fenómeno tan inédito: el ocaso de la estética musical como disciplina filosófico-sistemática y la paralela proliferación de no siempre fácilmente clasificables estudios sobre diversos aspectos de la Nueva Música, sobre la expe-
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riencia musical, interpretativa, fruitiva, receptora, sobre las distintas metodologías historiográficas, sobre la psicología de la escucha y de la creación, sobre los mecanismos lingüísticos que hacen posible la formación de los significados, etc., no constituyen, por tanto, un fenómeno tan nuevo en la historia del pensamiento musical. Por otra parte, sucede a veces que astillas de pensamiento otrora fragmentadas se recomponen inesperadamente bajo puntos de vista más unitarios, más explícitamente filosóficos. Lo que ha sucedido en la estética musical en estas últimas décadas es análogo a lo que ha acontecido en otros campos de la reflexión estética sobre el arte en general y sobre cada arte en particular. Pero incluso el más soberbio de los propósitos de autoconfi- narse en la especialización y el tecnicismo más puro, debido a una radical desconfianza en la reflexión filosófica, resulta insuficiente para aislar de modo definitivo la reflexión sobre la música de la estética y la filosofía en general. Por ello es imposible prefigurar hoy el futuro de la estética musical: jamás ha sido una disciplina autosuficiente, sino que ha andado siempre alimentándose de otras, mostrando su carácter esencialmente interdisciplinar. Los grandes temas del pensamiento musical, que hoy parecen eclipsados ante el tecnicismo y las investigaciones más concretas y puntuales sobre aspectos más individualizados de la música, se presentan con frecuencia bajo ropajes nuevos, con frecuencia enriquecidos por una mayor atención a la riqueza y poliedrici- dad con la que el fenómeno musical se presenta hoy ante los ojos de un observador atento. La naturaleza ineludiblemente filosófica no puede ser suprimida por el deseo de avalar la idea de la muerte de la filosofía. Indudablemente, hoy ha muerto, o quizá solo ha sido puesto entre paréntesis, un cierto modo de concebir la filosofía, y por tanto la estética musical, pero no la reflexión sobre la música y sus problemas. El porvenir de tal reflexión, la forma que asumirá en el futuro, las soluciones propuestas, dependen evidente-
153
mente de tales o cuales parámetros que hacen referencia no sólo al mundo de la música y del arte en general, sino al sentido y finalidad de la cultura misma en la que vivimos.
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Bibliografía
Con referencia a la primera parte, nos limitaremos aquí a señalar algunos libros publicados en las últimas décadas que gozan de una relevancia especial de cara a los problemas tratados, privilegiando la bibliografía en lengua italiana.
Sobre la especificidad del lenguaje musical en la historia de la música, véanse:
D a l h a u s , Carl, Grundlangen der Musikgeschichte, Colonia, Arno Volk, 1980; trad. it. Fondamenti di storiografia musicale, Fiesole, Discanto, 1980.
M a g n a n i , Luigi, Le frontiere della musica, M ilán , Ricciardi,1957.
M ila , Massimo, L’esperienza musicale e l ’estetica, Turin, Einaudi, 1950.
PARENTE, Alfredo, La musica e le arti, Bari, Laterza, 1936. R o n c a , Luigi, L’esperienza storica della musica, Bari, Laterza,
1961.
Acerca de cuestiones conectadas con el lenguaje musical, con sus relaciones con la poesía y con la semiología de la mùsica:
B a r o n i, Mario, Suoni e significati, Florencia, Guaraldi, 1987. CoLLISANI, Amalia, Musica e simboli, Palermo, Sellerio, 1988. F u b in i , Enrico, Música y lenguaje en la estética contemporánea
(trad. esp. Pérez de Aranda), Madrid, Alianza, 1994 (ed. or. 1973).
N a tt ie z , Jean-Jacques, Il discorso musicale. Per una semiologia della musica, Turin, Einaudi, 1987.
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P agnin i, Marcello, Lingua e musica, Bolonia, Il Mulino, 1974. R uw et, Nicolas, Langage, musique et poesie, Paris, Seuil, 1972. S te fa n i, Gino, Introduzione alla semiotica della musica, Palermo,
Sellerino, 1976.
Sobre la relevancia social y psicològica de la música y del mùsico, sobre la tradición popular y la culta y sobre la relevancia metafísica de la música:
ANSERMET, Ernest, Les fondéments de la musique dans la conscience humaine, Neuchàtel, La Baconniére, 1961.
A tta l i , Jacques, Ruidos, Cosmos, 1978 (ed. or. 1977).B a r tó k , Béla, Valagatott zenei irasai, Budapest, Magyar Koorus,
1948; trad. it. Scritti sulla musica popolare, Turin, Einaudi, 1955.
FRANCÉS, Robert, La perception de la musique, Paris, Vrin, 1958. FUBINI, Enrico, La musica nella tradizione ebraica, Turin, Einau
di, 1994.IMBERTY, Michel, Entendre la musique, Paris, Dunod, 1981. J a n k é l é v it c h , Vladimir, La musique et l ’ineffable, Paris, Colin,
1961.KERMAN, Joseph, Musicology, Londres, Collins, 1985.M ath ieu , Vittorio, La voce, la musica, il demonico, M ilán, Spira
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1980.SlLBERMAN, Alphons, Wovon lebt die Musik? Die Prinzipien der
Musiksoziologie, Regensburg, Busse, 1957.WlORA, Walter, Musica popolare europea e musica occidentale, 1957. -, Die Vier Weltalter der Musik, Stuttgart, Kohlhammer, 1961.
Sobre la cuestión de la interpretación musical:
B re le t , Gisèle, L’interprétation créatrice, París, PUF, 1951. G r a z io s i , Giorgio, L’interpretazione musicale, Turin Einaudi,
1952.PuGLIATTl, Salvatore, L’interpretzione musicale, Mesina, Secolo
nostro, 1940.
Pueden consultarse también los numerosos ensayos sobre el problema de la interpretación en la antología de «La Rassegna
156
Musicale» (editada por Luigi Pestalozza), Milán, Feltrinelli, 1966, particularmente entre 1930 y 1940.
De la segunda parte, de la que una bibliografía exhaustiva resultaría ilimitada, nos conformaremos con señalar algunas fuentes importantes, sobre todo para las épocas antigua y medieval, y las obras de carácter general más recientes y fácilmente disponibles sobre la historia de la estética musical. Se indicarán también las obras más importantes a cerca de los distintos periodos históricos.
FERGUSON, Donald, A History of Musical Thought, Nueva York, Crofts, 1935.
Fubini, Enrico, L’estetica musicale dall’antichità al Settecento, Turin, Einaudi, 1976.
-, La estética musical del siglo XVIII a nuestros días, Barcelona, Barrai, 1976.
LANG, Paul, Music in Western Civilization, Nueva York, Norton, 1941.
PORTNOY, Julius, The Philosopher and Music: A Historical Outline, Nueva York, Humanities Press, 1954.
STRUNK, Oliver, Source Readings in Musical History from Classical Antiquity through the Romantic Era, Nueva York, Norton, 1950.
Sobre las fuentes del pensamiento musical antiguo y medieval:
COUSSEMAKER, Charles-Edmond-Henri, Scriptorum de musica medii aevi novam seriem a Gebertina alteram, 4 vols., Paris, 1864-1876.
DlELS, Hermann y W. KRANTZ, Die Fragmente der Vorsokratiker,3 vols., Berlin, Weidmann, 1956-1959.
G e rb e r t , Martin, Scriptores ecclesiastici de musica sacra potissi- mum, 3 vols., 1784.
P se u d o - P lu ta r c o , De musica {vid. La excelente traducción y edición francesa de F. Lasserre, Plutarque de la musique: texte, traduction, commentaire, Olten-Laussana, Graf, 1954).
R u e lla , Charles-Emile, Collection des auteurs grecs rélatifs à la musique, París, 1895.
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Para el período barroco, son de gran utilidad las colecciones de escritos de los tratadistas de la época editadas por:
M a lipier o , Gianfrancesco, / profeti di Babilonia, Milán, Bottega di poesia, 1924.
SOLERTI, Angelo, Le origini del melodramma, Turin, Bocca, 1903.
La ensayística sobre cada uno de los períodos históricos es amplísima. Nos limitaremos a ofrecer algunos títulos de mayor importancia y disponibilidad.
Sobre la antigüedad:
D e l GRANDE, Carlo, L’espresione musicale dei poeti greci, Nápoles, Ricciardi, 1932.
GEVAERT, Francois Auguste, Histoire et théorie de la musique de l ’antiquité, G an d , 1871-1881 .
-, Lesproblemes musicaux d ’Aristote, Gand, 1903.L aloy , Lou is, Aristoxène de Tarante et la musique de l ’antiquité,
Paris, Lecène, 1904.LlPPMAN, Edward A ., Musical Thought in Ancient Greece, Nueva
York, Columbia University Press, 1964.MOUTSOPOULOS, Evanghelos, La musique dans l ’oeuvre de Platon,
París, PUE 1959.Sa c h s , Curt, The Rise of Music in the Ancient World: East and
West, Nueva York, Norton, 1943.
Sobre la Edad Media:
ABERT, Hermann, Die Musikanschauung des Mittelalters und ihre Grundlangen, Halle, 1905.
REESE, G ustav, La mùsica en la Edad Media, trad. esp. Jo sé M .Martín, Madrid, Alianza, 1989 (ed. or. 1940).
R ie m a n n , Hogo, Geschichte der Musiktheorie im 9-19 Jahrhundert, Leipzig, 1898.
SESINI, Hugo, Poesia e musica nella latinità cristiana dal III al X secolo, Turin, SEI, 1949.
Sobre el Renacimiento y el Barroco:
ABERT, Hermann, Luther und die Musik, Wittemberg, Luther- Gesellschaft, 1924.
158
BUKOFER, Manfred, Studies in Medieval and Renaissance Music, Nueva York, Norton, 1950.
MASSERA, Giuseppe, Lineamenti storici della teoria musicale nell’età moderna, Parma, Studium Parmense, 1977.
Pa lisc a , Claude V., The Fiorentine Camerata, New Haven, Yale University Press, 1989.
PlRROTTA, Nino, Li due Orfei: da Poliziano a Monteverdi, Turin, Einaudi, 1975.
R e e s e , Gustav, La música en el Renacimiento, trad. esp. José M. Martin, Madrid, Alianza, 1988 (ed. or. 1954).
Hoy en día están disponibles en edición facsímil casi todos los textos de importancia de los teóricos renacentistas, entre los que cabe destacar:
ARTUSI, Giovanni Maria, L’Artusi ovvero delle imperfettioni della moderna musica, Venecia, 1600-1603 (Bolonia, Forni, 1968).
DESCARTES, René, Compendio de la mùsicatMadrid, Tecnos, 2000 (ed. or. 1650).
GALILEI, Vincenzo, Dialogo della musica antica et della moderna, Florencia, 1581 (ed. reducida de F. Fano, Milán, Minuziano, 1947).
G la r e a n o , Heinrich, Dodekachordon, Basel, 1547.KIRCHER, A thanasius, Musurgia universalis, R om a, 1650. M e r s e n n e , M artin , Harmonie universalis, 3 vols., París, 1636-
1637.M o n t e v e r d i , Claudio, Lettere e prefazioni, Roma, De Sanctis,
1973.VlNCENTlNO, Nicola, L’antica musica ridotta alla moderna pratti-
ca, Roma, 1555.ZARLINO, Gioseffo, Istituzioni harmoniche, Venecia, 1588 (Rid-
geood, Gregg, 1966).- , Dimostrazioni harmoniche,Ve necia, 1571.-, Sopplimenti musicali, Venecia, 1588.
Sobre el siglo dieciocho y la Ilustración podemos encontrar numerosas obras de carácter general:
B u k o f z e r , Manfred, La música en la edad barroca: de Monteverdi a Bach, Madrid, Alianza, 1998 (ed. or. 1947).
159
CLERCX, Susanne, Le Baroque et la musique: Essai d ’esthétique musicale, Bruselas, 1948.
E c o r c h e v il l e , Jules, De Lutti à Rameau, 1690-1730: L’esthétique musicale, Paris, Fortin, 1906.
F u b in i , Enrico, Gli Enciclopedisti e la musica, Turin, Einaudi, 1971.
GOLDSSCHMIDT, Hugo, Die Musikästhetik des 18. Jahrhunderts und ihre Beziehungen zu sienem Kunstschaften, Zürich, Rascher, 1915.
JULLIEN, Adolph, La musique et les philosophes au XVIIle siècle, Paris, 1873.
OLIVER, A. R., The Encyclopedists as Critics of Music, Nueva York, Columbia University Press, 1947.
STEFANI, Gino, Musica barocca, poetica e ideologia, Milán, Bompiani, 1978.
Muchas obras del pensamiento musical del siglo XVIII pueden hoy encontrarse en ediciones recientes y menos recientes. Debemos recordar las obras de tema musical de Diderot, Grimm y Rameau.
Son bastantes las obras sobre la estética musical del Romanticismo, entre las que debemos mencionar:
D a h l h a u s , Carl, La idea de la mùsica absoluta, Barcelona, Gedi- sa, 1997 (ed. or. 1978).
-, Die Musik des 19. Jahrhunderts, Wiesbaden, Athenaion, 1980. E i n s t e i n , Alfred, La música en la época romántica, Madrid,
Alianza, 2000 (ed. or. 1947).GLÖCKNER, Ernst, Studien zur romantischen Psychologie der Mu
sik, Munich, 1909.HlLBERT, Werner, Die Musikästhetik der Frühromantic, Rems
cheid, 1911.LASERRE, Pierre, Les idées de Nietzsche sur la musique, Paris,
1907.Louis, Rudolf, Die Weltanschaung Richard Wagners, Leipzig,
1898.MAGNANI, Luigi, I quaderni di conversazione di Beethoven, M ilàn-
Nàpoles, Ricciardi, 1962.Moos, Paul, Richard Wagner als Ästhetiker, Berlin, 1906.
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REICH, Willi, Musik in Romantischer Schau: Worte der Musiker, Basel, Auerbach, 1947.
SEYDEL, Martin, Arthur Schopenhauers Metaphysik der Musik, Leipzig, 1895.
Los textos del pensamiento y de la filosofía de la música del Romanticismo pueden encontrarse en ediciones recientes, tanto en lo referente a los filósofos de mayor importancia como en lo referente a los escritos de los literatos y de los músicos mismos.
Con respecto a la inmensa bibliografía del siglo XX nos limitaremos aquí a citar algunos de los títulos más significativos, divididos por áreas lingüísticas:
Bibliografía francesa:
ANSERMET, Ernest, Les fondements de la musique dans la conscience humaine, Neuchàtel, La Baconniére, 1961.
B asch , Victor, Du pouvoir expressif de la musique. Essai d ’esthéti- que, París, Alean, 1934.
BOULEZ, Pierre, Penser la musique aujourd’hui, Mainz, Schotts Sohne, 1963.
B r el et , Gisèle, Esthétique et creation musicale, Paris, PUF, 1947. -, Le temps musical, París, PUF, 1949.Im berty , Michel, Les écritures du temps, París, Dunod, 1981. L a l o , Charles, Eléments dune esthétique musicale scientifique, Pa
rís, Alean, 1908.MOLES, Abraham, teoria de la información y de la percepción estéti
ca, Jlicar, 1976 (ed. or. 1958).PlGUET, Jean-Claude, Découverte de la musique, Neuchàtel, La
Baconnière, 1948.SCHLOEZER, Boris de, Introduction à J.S. Bach. Essai d ’esthétique
musical, Paris, Gallimard, 1947.SEGOND, Joseph, L’esthétique du sentiment. París, Boivin, 1927. S e r v ie n , Pius, Lntroduction à une connaissance scientifique des faits
musicaux, Paris, Blanchard, 1929.S t r a v in sky , Igor F., Poétique musicale, París, Janin, 1945.
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COPLAND, Aaron, Music and Imagination, Cambridge (mass.), Harvard University Press, 1952.
LANGER, Suzanne, Philosophy in a New Key, Nueva York, Mentor Books, 1942.
MEYER, Leonard, Emotion and Meaning in Music, Chicago, University of Chicago Press, 1956.
PRATT, Carrol, The Meaning of Music, Nueva York, McGraw Hill, 1931.
R e t i , Rudolf, Tonality, Atonality, Pantonality, Londres, Rockliff,1958.
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WATT, Henry, The Foundation of Music, Cambridge, Cambridge University Press, 1917.
Bibliografía en alemán:
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BAHLE, Julius, Die musikalische Schaffensprozess, Leipzig, Hirzel, 1936.
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Trieste, Schmidl, 1907.D e LA MOTTE-HABER, Helga, Musikpsychologie, Colonia, Gerig,
1975.KURT, Ernst, Musikpsychologie, Berlin, Hesse, 1931.L issa, Zofia, Fragen der Musikästhetik, Berlín, Heischelverlag, 1954. M er sm a n n , Hans, Angewandte Musikästhetik, Berlin, Hesse, 1926. S c h e n k e r , Heinrich, Neue musikalischen Theorien und Phanta
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1947.ROGNONI, Luigi, Espressionismo e dodecafonia, Turin, Einaudi,
1954.T o r r e f r a n c a , Fausto, La vita musicale dello spirito, Milán,
Bocca, 1910.VLAD, Roman, Modernità e tradizione nella musica contempora
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163
índice de autores
Aaron, P., 95.Addison, J., 108.Adorno, Th. W „ 30, 147-149,
152, 30, 138, 148.Alfieri, V., 111.Algarotti, F., 119.Ansermet, E., 147.Apolo, 127.Aristoxeno, 73-75, 73.Aristóteles, 24, 59-62, 68-72, 74,
75, 62, 69.Arteaga, E., 119.Artusi, G. M ., 95, 100, 101. Avison, Ch., 108, 108.
Bach, C. Ph. E., 108, 118, 120, 140.
Bach, J. S., 104.Bardi, G. M ., 98.Baretti, G ., 111.Bartók, B., 48.Batteux, Ch., 112.Baudelaire, Ch., 123.Beck, F. A., 102.Beethoven, L. Van, 123, 126,
133.Bergson, H ., 51, 136.Berio, L., 150.Berlioz, H ., 123, 125.
Bizet, G ., 127.Boecio, Anicio M anlio Torqua
to Severino, 82, 83, 86, 91, 83.
Boulez, P., 149, 150.Brahms, J., 40.Brelet, G ., 51, 136-138, 136. Burney, Ch., 109, 118.
Cage, J., 150.Calzabigi, R. de, 119.Casella, E. M ., 146.Cassirer, E., 140.Chailley, J., 140.Chilesotti, O ., 143.C lem ente de A le jan dría , T ito
Flavio, 78, 79.Combarieu, J., 131, 134, 131. Cooke, D ., 140.Corte, A., della, 145. Coussemaker, C.-E.-H ., 88, 92. Croce, B., 16, 144.
D ’Alembert, J.-B. Le Rond, 118. Dämon de Oa, 57, 61, 70. Darwin, Ch. R., 131.David, 79.De Natale, M ., 143.De Salinas, 95.
* Los números en cursiva remiten a nota en las páginas mencionadas.
165
De Schoelzer, B., 138, 139, 138, 139.
Deila Corte, A., 118.Della Volpe, G ., 134.Democrito, 67.Descartes, 102, 106.Desprès, Josquin, 39.Dewey, J., 140.Diderot, D „ 51, 118, 119, 121. Diels, H ., 59, 67- Du Bos, J.-B ., 112.Dvorák, A., 48.
Eimert, H ., 120.Esquilo, 47.Eulero, L., 102, 106.Eurípides, 47, 66.
Filodemo, 67, 68.Filolao, 60.Finkeistein, S., 134.Fontenelle, B., Le Bovier de, 116. Forkel, J . N ., 118.Francés, R., 132.Fubini, 138.Fulda, A. de, 92.
Galilei, V., 40, 95, 98-100, 104, 99.
Gatti, G. M ., 144, 146. Germiniani, F., 118.Gerbert, M ., 85, 87- Gisèle, 51.Glareanus, H ., 93, 96.Gluck, C. W., 119.Goldbach, Ch., 103- Gravina, G. V., 111.Graziosi, G ., 146.Guido de Arezzo, 43, 85, 86, 88,
85.Gurney, E., 131.
Hamann, J. G ., 117.Hanslick, E., 16, 128-130, 133,
135, 129.Haydn, J. M ., 43.Hegel, G . W. F., 51, 122, 124,
124.Helmholtz, H. von, 131, 132. Herder, J. G ., 117.Hindemith, P., 147.Hoffmann, E. T. A., 123, 127.
Jacob de Liegi, 90.Janacek, L., 48.Jankélévitch, V., 51, 143.Juan XXII, papa, 89.
Kant, I., 119, 119.Kircher, A., 105, 105.Krantz, W., 59, 67.Kurth, E., 132.
La Viéville, L. de, 111, 112. Langer, S., 140, 141, 14.Lasserre, F., 59, 68.Lavelle, L., 136.Leibniz, G. W., 102, 103, 103. Leibowitz, R., 147.Leonardo D a Vinci, 39. Lévi-Strauss, C ., 139, 139.Lissa, Z., 134.Liszt, F., 40, 123, 125, 126.Lully, J.-B ., 112, 113.Lutero, M ., 102, 102.
Maffei, S., 111.Mahler, G ., 48.Mann, Th., 147.Marcello, B., 119.Marchetto de Padua, 87, 88, 87. Marsenne, M ., 106.Martin (padre), 118.Mattheson, J ., 107, 108, 120.
166
Mendelssohn-Bartholdy, F., 122. Meyer, L., 140-142, 141.Miguel Angel Buonarroti, 39. Mila, M „ 145, 146.Moles, A., 132, 143.Monteverdi, C ., 40, 101.Mozart, W. A., 43, 108.Muratori, L. A., 111.Muris, J. de, 90.Musorgsky, 48.
Natale, M. de, 143.Nattiez, J.-J., 143.Nietzsche, F. W., 117, 122, 126,
127, 127.N ov alis , p seu d . D e Friedrich
L eo p o ld von H ard en b erg , 123, 125.
Obrecht, J., 39.Orfeo, 79.
Pagnini, M ., 143.Parente, A., 144, 145, 144. Pergolesi, G. B., 115.Petrarca, F., 39.Pitágoras, 31 , 42 , 61 , 62 , 73 ,
101, 102.Pirro, A., 140.Platón, 24, 40, 57, 62-69 , 73,
74, 63, 64.Pseudo-Plutarco, 42, 58, 74, 59,
74.Pugliatti, S., 145.
Quantz, J . J . , 108, 118.
Rafael Sanzio, 39.Raguenet, F., I l l , 112.Ram eau, J.-P h ., 94, 102, 104,
106, 113-116, 118, 131, 113. Révész, G ., 132.
Richter, J. P. F., 123.Riemann, H ., 131.Ronga, L., 145.Rousseau, J .- J ., 116-118, 126,
116, 117.Ruwet, N ., 143.
San Agustín, 80-83, 91, 103, 81. San Basilio, 79, 79.San Isidoro, 88.San Jerónimo, 80.Saussure, F. de, 142.Scheibe, J. A., 107, 108. Schelling, F. W. J . , 122, 123,
123.Schlegel, F. von, 117, 122. Schencker, H., 142.Schönberg, A., 147-149. Schopenhauer, A., 51, 122, 124,
126, 127, 144, 124. Schumann, R. A., 17, 20, 123,
128.Schweitzer, A., 140.Scriabine, M ., 139.Seashore, C. E., 132.Shaftesbury, A. A. Cooper (Con
de de), 112.Smetana, B., 48.Souchay, M.-A., 122.Spencer, H ., 131.Stefani, G ., 143.Stendhal, pseud. De Henry Bey
le, 123.Stockhausen, K., 150.Stravinsky, I. F., 48 , 135, 136,
137, 145, 147, 148, 136. Stumpf, C ., 131, 132.Supicic, I., 134.
Tinctoris, J., 91, 92, 92.Torchi, L., 143.Torrefranca, F., 143, 144, 143.
167