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Había una sola puerta, con un cartel encima quedecía: error. Por ahí salí. No era como en losrestaurantes o en los cines, donde hay dos puer-tas vecinas, una de «Damas» y otra de «Caballeros»,y uno elije la que le corresponde. Aquí había unasola. No había elección. No sé qué palabra de-bería haber tenido la otra puerta, cuál habría sidola alternativa de «error», pero no importa porquede todos modos no había más que una. Y no es-toy seguro de que yo hubiera elegido la otra, encaso de que la hubiera. Sea como sea, tengo esajustificación: que era la única puerta para salir, laque decía «error». Y yo tenía que salir…

Salí a un jardín formal, que se extendía hastaperderse de vista. Por el camino central A. se ale-jaba, sin esperarme, como si se hubiera olvidadode mí. Tardé un instante en reconocerla, de es-paldas y caminando decidida. ¿Realmente se ibasin mí? No me habría extrañado. Era muy de ella,

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hacer de pronto como si yo no existiera, lo queme resultaba tanto más desconcertante ya que todanuestra relación estaba marcada, de parte de ella,por su dependencia implacable de mi persona, demi presencia, al punto de hacerme sentir preso ohechizado. Caminé de prisa hasta alcanzarla y latomé del brazo. No me miró ni me habló. Sus-piré, desalentado, aunque sin preocuparme mu-cho, porque estaba acostumbrado a sus cambiosde humor, a sus silencios. Después de todo, si ellano disfrutaba del paseo, podía hacerlo yo.

Vi un tero cruzando el sendero de piedritasrojas. ¿Sería un tero? No veía uno desde chico, ycreo que ni siquiera entonces, cuando vivía en elcampo, había visto nunca uno de tan cerca. Erananimales tímidos, huidizos, tenían una estrategiainteligente para proteger el nido, que hacían en elsuelo: cuando veían acercarse un extraño se ibanlejos corriendo ocultos en el pasto, y ya a buenadistancia asomaban y armaban un escándalo degritos y aleteos, como diciendo «defenderé estenido con mi vida si es necesario», y si el atacantecaía en la trampa e iba hacia allí, no tenían másque alzar el vuelo… Pero también recordé quehabía teros de jardín, domesticados; no sé si lostenían con fines decorativos o para que se comie-

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ran los insectos dañinos. Entonces yo debía de ha-berlos visto de cerca, quizás hasta había convivi-do con uno, y lo había olvidado. Éste podía noser un tero; yo había pensado en un tero por ana-logía; podía ser alguna clase de garza enana, ocualquier otra cosa. Yo desconocía la fauna de ElSalvador; bien pensado, no creía que en estas tie-rras de selvas y volcanes existiera un ave como eltero, tan adaptado a las llanuras.

Pero podían haberlo importado, como unaatracción más del jardín. Apuró el paso cuandonos acercábamos, aunque no parecía asustado.Era elegante, esbelto, heráldico; pero demasiadopequeño para cumplir con una función de ador-no visible. Los setos eran altos, de más de un me-tro; el tero podía pasar desapercibido para todoel mundo aun cuando se pasara el día pavoneán-dose, con esos pasos largos que le hacían balan-cear la cabeza, el copete de pluma negra bien pei-nado hacia atrás. Por lo pronto, yo fui el únicoque lo vio. Óscar y su mujer iban hablando entreellos, en susurros, y A. seguía absorta en sus pen-samientos.

Los setos estaban cuidadosamente recortados,en líneas rectas, tan prolijos que los más lejanosparecían bloques sólidos de materia verde, sólo de

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cerca se veían las hojitas; ni una sola asomabade los planos. Debía de haber un ejército de jar-dineros trabajando todos los días en el manteni-miento. A esa hora, la última de la tarde, no seveía ninguno; tampoco había visitantes: nosotroséramos los únicos, y ya nos íbamos. Era un tantoincongruente, en un país tan pobre como El Sal-vador, un jardín formal de esas dimensiones, tancuidado, tan lujoso. Aunque quizás tenía su ra-zón de ser, en medio de la miseria y el caos polí-tico: daba trabajo a una legión de empleados es-tatales, un trabajo que los distraía y les ocupaba lamente. Debía de cumplir también una funciónsimbólica, al desplegar para sus visitantes un orbede regularidades geométricas, en medio de las su-cesivas catástrofes históricas que vivía el país. Es-taba abierto a todo público, sin restricciones. Lossetos dibujaban triángulos que se repetían simé-tricamente, los senderos trazados en arcos de pocacurvatura se cortaban formando largos ochos.

Yo también estaba necesitando de la funciónsimbólica, del orden de un régimen de signos quele diera algún sentido a mis actos, o establecierauna regularidad cualquiera en la maraña oscuraque se había vuelto mi vida. Tal vez hablando conalguien inteligente encontrara un alivio, siquiera

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momentáneo. Pero no dije nada. Me sentía aplas-tado por una profunda tristeza sin causa. Esa desa-zón me subía por el cuerpo como un sentimientoanticipado, el efecto de una causa que todavía nohabía sucedido y que no podría evitar. Habríaquerido explicarme con A., pero no valía la pena.En parte porque podía enterarme de cosas que noquería saber; mi política ha sido siempre ignorartodo lo posible de lo que me rodea, saber sólo loindispensable. Y temía un estallido emocional queacabara con la paz precaria en la que nos hallába-mos. Además, yo sabía lo que le pasaba, no nece-sitaba que me lo dijera. Era una tontería. Habíaquedado molesta y preocupada por el accidentecon su cámara. No sabía si me culpaba a mí; po-día hacerlo, y seguramente lo hacía, aunque erainjusto; yo había olvidado mencionarle el efectode los vidrios contra los que había tomado la últi-ma foto. En su irracionalidad femenina me culpa-ba más, de eso estaba seguro, por haberle dichodespués que el problema tenía fácil solución (loque era cierto). Bastaba con hacer extraer el rolloen una cámara oscura, y comprar otro.

Con furia mal contenida me había respondidoque era domingo, y las tiendas de fotografía esta-ban cerradas.

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Pero ya era casi de noche, le dije, y por ese díano habría oportunidad de sacar más fotos de todosmodos. A la mañana siguiente a primera hora…

Ahí había intervenido Óscar, para decir que eldía siguiente era feriado, una fecha patria, y noencontraríamos nada abierto.

A. y yo partíamos al día siguiente a la tarde. Sino había ocasión de solucionar el problema, nohabría más fotos y la misión corría peligro de fra-casar.

Quedé con una punta de resentimiento contraÓscar, por la complacencia con que se apresuró ainformarnos del impedimento. Era como si su-piera que la irritación de A. se volvería contra mí.Podía ser injusto de mi parte. En realidad no ha-bía hecho más que darnos un dato objetivo, en elmomento en que venía a cuento. Pero podría ha-bérselo guardado para un rato después, cuando elclima psicológico se hubiera despejado. El malhu-mor hacía que lo pequeño se volviera grande.A lostres nos había puesto incómodos el estallido defuria de A. cuando vio inutilizada su cámara, laspalabrotas que soltó; en ese momento, había sidocomo si no le importara nada de nosotros y delclima de laboriosa cortesía que nos habíamos es-forzado en construir.

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Óscar le había caído mal a A., de entrada, y élse sentía blindado, protegido, en esa membranade hostilidad; podía decir o hacer cualquier cosa,que no alteraría ese sentimiento; en cierto modo,lo liberaba; por su parte, sentía curiosidad porella, por la belleza intrigante que había atravesadotantos países y acontecimientos, por sus activida-des, y también por su relación conmigo. No seatrevía a preguntar nada directamente. Esa tardehabía traído a su mujer para que la conociéramos,quizás con la intención secreta de obtener infor-mación por medio de ella, si se producían confi-dencias entre mujeres. Nada más improbable, co-nociendo a A. Tenía demasiado que ocultar. Yoera el único que lo sabía todo, o casi todo, y eso eramotivo de los amargos reproches que ella me ha-cía, y se hacía, por haber sido «un libro abierto»para mí, por ingenua, decía, por confiada, antesde percatarse de lo poco de fiar que era yo.

Y Edith, la mujer de Óscar, no tenía ningunade las características que la habrían hecho candi-data a recibir confidencias de nadie. Era nortea-mericana, hablaba con dificultad el castellano, eramuchos años mayor que Óscar, y envejecida porla enfermedad. A esa hora y en ese lugar, bajo laluz sombría del crepúsculo, parecía un espectro.

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El jardín no era tan grande como me había pa-recido minutos antes. Tenía un declive y yo habíacreído que se extendía hasta el horizonte sólo porhallarme en la parte más baja. Al ascender veía suslímites, que no estaban lejos. La tarde se prolon-gaba penosamente, en rebotes de gris. Me dio laimpresión de que en los espacios que delimitabanlos setos ya era de noche. A. persistía en su silen-cio malhumorado. Los otros seguían hablando envoz baja. De pronto Óscar se dio vuelta hacia no-sotros y habló. Antes de oírlo tuve miedo de quehubiera algún problema, o saliera a luz al fin (enesa inquietante semioscuridad) todo lo no dichohasta entonces. A. debió de compartir mi temor,o quizás yo se lo transmití, porque sentí un in-confundible estremecimiento pasando de su bra-zo al mío.

Pero se trataba de algo inofensivo. Óscar recor-daba de pronto que al fondo del jardín se habíaconstruido una sala de exposiciones, o más bienun pabellón, para albergar la obra de un escultor.¿Queríamos verla? Asentí sin pensar, sólo paraganar tiempo. Tomamos por un sendero lateral.A. se dejaba llevar, inerte, con los ojos fijos en elsuelo. Óscar se había puesto a nuestro lado y de-cía que esa instalación permanente de esculturas

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había levantado protestas en la ciudad. No porel contenido, al parecer, sino por la ocupación deun lugar público, y el sesgo vanguardista de laobra. Pregunté si era reciente. Vaciló. No tanto,dijo. Creía que estaba hacía unos años ya, pero élno la conocía. Ya antes nos había dicho que ha-cía veintitrés años que no pisaba el jardín públi-co, joya botánica de la capital en la que vivía. Sedisculpaba por no ser un guía turístico muy ade-cuado…

Cuando llegamos a la escalera que bajaba alpabellón, me sorprendió que no lo hubiéramosvisto antes, tan enorme era; el desnivel lo ocul-taba; comenté que no había tanto motivo paraquejarse, dado lo discreto de su ubicación. Erauna construcción alargada, de unos cien metrosde largo y veinte de alto, toda en membranas deplástico traslúcido, sostenidas por arcos metálicos;semejaba un tubo seccionado por la mitad. La es-calera era curva, de piedra blanca. Mientras bajá-bamos A. levantó la vista, y al ver el nombre delartista, escrito en grandes letras a un costado de laentrada, fue como si se despertara. Me lo seña-ló con una exclamación, pero yo no lo conocía.Era un nombre extranjero. Ella empezó a hablarcon volubilidad: era un artista favorito suyo, y no

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sólo suyo, pues era reconocido como uno de losmás grandes escultores del mundo, una leyendaviviente, un sabio también, ejemplo e inspiraciónde las víctimas de la Historia…

Me alegré de esta bienvenida distracción pro-videncial, que la sacaba, siquiera momentánea-mente, de su humor sombrío. Al mismo tiempo,sentí temor.

Entramos. A esa hora, éramos los últimos visi-tantes, y daba la impresión de que habíamos sidolos únicos del día. Era como entrar a una fábricaabandonada, con máquinas para hacer cosas ini-maginables. Las obras que se exponían eran gran-des aparatos de hierro, que nos empequeñecíancuando nos internamos entre ellos. Parecían grúas,o locomotoras, desarmadas y vueltas a armar alazar, o al revés, con las partes pintadas de coloresvivos, dislocadas, ensambladas de modo que pare-cían desafiar a la gravedad. Se podía circular den-tro de ellas, y no se sabía bien dónde terminabauna y empezaba otra. A. se había puesto a expli-carles algo a Óscar y Edith, que la escuchabanatónitos. Aproveché para alejarme, simulandobuscar mejores ángulos para admirar esos arma-tostes. Necesitaba estar solo aunque fuera unosminutos. La permanente tensión espiritual de A.

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me asfixiaba. Su mente actuaba en el registro dela obsesión, enfocada en los pequeños incon-venientes que surgían en el transcurso de unajornada cualquiera, pero a su vez vigilada porun alma insatisfecha, perfeccionista. Ponía en lacuenta de su condición de mujer todos sus resen-timientos, rencores y fracasos. Alguna vez, añosantes, cuando la comunicación entre nosotroshabía sido más fácil, yo había objetado que serhombre no me había beneficiado especialmente.Al contrario, me había planteado exigencias yresponsabilidades que terminaron agotando mivitalidad. Su respuesta fue violenta y contunden-te: yo era un cobarde. Y sin embargo una vez,cuando nos conocimos y yo abandoné todo porella, me había premiado con una frase que guar-dé en el corazón: yo era «su soldadito valiente».¡Qué lejos había quedado aquel elogio!

Yo nunca había sabido de este interés suyo porel arte, pero quizás lo que la atraía aquí no era elarte sino la voluntad sobrehumana que se tradu-cía en estas esculturas.

La visita se prolongó largo rato. La única luzera la que se filtraba por las membranas curvas queformaban el techo y las paredes. La falta de ilumi-nación eléctrica indicaba que abrían sólo de día,

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en el horario de visita del jardín. La penumbracrecía, quebrándose en las caras caóticas, los pi-cos, bolas, agujeros, ramilletes titánicos de hierro.Pero no estábamos solos. Había un hombre, mu-lato o indio, viejo, delgado, con el pelo teñido derojo bermellón, que se paseaba entre las escultu-ras del fondo del tubo, mirándonos. Debía de serel guardián, y estaba esperando que nos fuéramospara cerrar.

Resultó que era el guardián, pero no tenía nin-gún apuro por que nos marcháramos, al contrario.Cuando vio el interés de A., empezó a hablar, ydio señas de poder seguir haciéndolo indefinida-mente. Lo sabía todo sobre el artista, del que eradevoto. Le preguntamos si lo conocía personal-mente. Asintió: había trabajado con él en la ins-talación de estas obras, y volvía a verlo cuandovenía a la ciudad a ver si todo seguía en orden.¿Dónde vivía? En Suiza, donde se hallaba una delas sedes de su Fundación, pero la central de éstaestaba en El Salvador, en su casa en medio de laselva, donde había vivido y trabajado duranteaños; últimamente se había ido a Europa porproblemas de salud. ¿Era muy anciano? La edadno importaba, dijo: en un creador como él lasfuerzas renacían a cada golpe de inspiración, la

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juventud interior se imponía a los años… Paracortar ese chorro de lugares comunes le pregun-té a A. si quería el catálogo, que estaba en ventay parecía bien impreso. Asintió y lo compré.

Cuando cruzábamos el jardín hacia la salidaella hojeaba el libro y me seguía hablando del ar-tista. No lo había sido siempre: en su país natalhabía sido profesor, lustrabotas, peluquero, co-merciante, periodista, hasta que las acusacionesde revisionismo le habían hecho perder el traba-jo, la casa, la familia, y lo habían empujado alexilio, desnudo y solo. Después de una larga hui-da que duró años recaló en América Central,donde inició, ya pasados los cincuenta años, sutrabajo en la escultura. Lo había hecho como unmodo de recuperar simbólicamente lo perdido…Caminaba con el libro abierto en las manos, peroera casi de noche y no se distinguían bien losdetalles en las fotos de las esculturas, ya de por síintrincadas y confusas.

Óscar nos llevó a un café, donde el ánimo deA. volvió a ensombrecerse. No quiso tomar nada.Nuestros anfitriones comieron sándwiches y to-maron té, yo apenas un agua embotellada. Encierto momento las dos mujeres, que habían que-dado del mismo lado de la mesa, se pusieron a

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conversar entre ellas. No oí lo que decían; Edithtenía una voy muy apagada, y A., que normal-mente hablaba alto y claro, ahora balbuceaba.Óscar me invitó a ver un mural que había en unapared del café, en el salón contiguo. Se levantósin esperar mi respuesta y lo seguí, confirmandomi sospecha de que él esperaba que Edith le son-sacara información a A. No me preocupaba. Encierto modo perverso, me habría gustado que seenterara de todo, aun cuando fuera peligroso.Serían los únicos en saberlo, y allí en ese rincónperdido del mundo no podrían hacernos muchodaño. Pero sería como dejar una semilla; queda-ría la posibilidad, siquiera remota, de que nuestrahistoria sobreviviera.

Claro que Edith, pobrecita, no era la personaadecuada. Quizás sí. La había visto devorar susándwich y tomar el té con avidez; quizás su as-pecto macilento ocultaba la fuerza y la sagacidadde una doble agente. Su marido, Óscar, era otrocaso ambiguo. Se comportaba de un modo vaci-lante, tentativo, sin iniciativa. Daba la impresiónde estar tan desorientado ante nosotros que nosllevaba de aquí para allá al azar, a la espera de algoque no se producía.

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