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La Fuga
Brevísima reseña de la obra
Manipulando a la plebe, un individuo arrogante y criminal destruye
apresuradamente a la sociedad fructífera de la Antilia. Una vidente le revela
a Jacques Luzárraga el gran peligro que corre su vida; por ella, el joven
descubre también que ha sido adoptado: Jacques es realmente el hijo de un
monje y de la diosa del Amor.
Durante la fuga, Jacques y su padre luchan por sus vidas tanto en la Antilia
como en las islas y mares circunvecinos. Venus premia al monje que ha
cuidado al hijo de ambos: retribuye su lealtad con una hermosísima viuda y
un hogar en una bella isla. A Jacques le ordena proseguir a la tierra de
Disney a cumplir su destino.
Un matrimonio de Disney adopta a Jacques. Venus, apiadada del
sufrimiento amatorio de los cónyuges, desea redimirlos mediante su propio
hijo. La diosa comienza a presentársele a Jacques en sueños; dilucida las
memorias recicladas por su hijo de previas existencias : el espíritu del joven
le ha pertenecido a Adolfo Hitler, a Poncio Pilato, a un ilota escapado que
conoció a Zeus y a un peregrino que recorrió Persia y la India.
Jacques está a punto de iniciar su nueva existencia. Venus le presenta las
dos vías optativas al futuro. Él debe de elegir qué camino lo llevará a su fin.
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Index
Urbem quam statuo mea est......... 5Incolae Antiliae............................ 8Equus Antilianus........................... 11Somnium Cassandrae................. 14Creusa....................................... 20Pius Monachus........................... 26Mare Caribbium......................... 29Andromache et Helenus............. 32Mons Chacha............................ 36Tun-Tun..................................... 39Tempestas.................................. 42Venus Genitrix............................ 47Dido.......................................... 50Dido Perterrita........................... 54Dido Regina............................... 58Cupido...................................... 61Felix Dido.................................. 64Matecumbe................................ 69Vox Noctis................................. 84Autumno Tempore..................... 90Praefectvs Ivdaeae..................... 97Hiberno Tempore..................... 117Figitivus.................................... 123In ludo..................................... 142Peregrinus.................................... 148Fatum..................................... 180Via Dextra.................................. 185Via Sinistra................................ 191Eligere................................ 205
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La Fuga
Urbem quam statuo mea est
Soy longevo porque me ha favorecido una diosa. La diva ha movido el cielo y la tierra por cargarme
de vejez. Como ella es inmortal, no entiende que la ancianidad de la raza perecedera, si bien goza de la pizca
de entendimiento colegido por la experiencia, es débil, casi asexuada y muy fea.
No me desdigo de las correrías de la mocedad ni denigro mis descuidos. Me voy esperanzado de...
nada. ¡Que subsista alguien, tal vez otro semidiós o un esclarecido tracista, capaz de adiestrar retoños sanos!
La historia que voy a contaros no es para buenos ni para justos, sino para quienes ambicionan abrir nuevas
sendas en la madre tierra. Narro para quienes desestiman esas quimeras de Cielo que recorren el mundo
trastornando los sesos parcos. Fama et pariter vera ac falsa narrat. Los dioses, como mi imperecedera
progenitora, son clarísimos espectros de este mundo.
Ominosa es la manada que cree en el diablo y en el infierno: se han vuelto diablos y viven en un
infierno. Se dicen libres, pero consideran que la libertad de conciencia es una peligrosísima locura contra lo
bien aprendido. Capra sunt! En su horror a la luz, rezan y cantan en los templos las glorias de su desconcierto.
¡Ja! Sus pensamientos son inopias; sus palabras, reproducciones; sus actos, mandatos. El espíritu del colectivo
humano le llama sosegadamente “sabiduría” al dogma aprendido de memoria. Vale más librarse de la sinrazón
huyendo que dejarse alcanzar por ella.
Por alejarme de esas cabras, vivo dentro de la hermosa muralla de silencio que he levantado con más
optimismo que descortesía. Poco les importa que me agrade la tregua de la noche. Ellos balan quejumbrosos
porque tienen garranchos clavados en las patas y andan mal. Por parecerse los unos a los otros, algo que les
complace grandemente, discuten del bien y del mal, de aventuras en los sepulcros y resurrecciones. Consideran
muy bien empleado el tiempo que pasan sentados frente a sus receptores tragando la diaria doctrina. Luego
quieren, a su vez, sentar cátedra de bobadas y darle dañinos consejos al desdichado prójimo. Por eso, es
mejor estar fuera de su alcance.
Sí, he alzado mi propia capital. He colgado un aviso de mi puerta, que siempre está cerrada: “Prójimo
del Diablo: vade retro que aquí no hay redentores ni se cura la sarna.” Viven aterrorizados del fantasma al que
llaman Diablo —tan cómico— y sus brujos proscriben la fruta del árbol de la ciencia. El cartel de mi cancela
anuncia: “Cave canem.” Sin embargo, no se trata de mi afable perra, sino de mí mismo: alguna vez, he
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mordido a las cabras en las ubres y he pateado a los cabrones en el culo. El amor al prójimo le es tan dañino
a quien lo da como a quien lo recibe: vale más expulsar a porrazos los demonios y los ángeles de nuestros
semejantes... pero es ilegal.
La cabra de la caterva no sabe buscar el camino a sí misma. Ningún hato se puede escuchar a sí
mismo. Jamás un rebaño ha abierto con sus pezuñas el camino que conduce a su propia dicha. Quien es
“todos” no escucha nada nuevo dentro de sí. Es más hacedero mejorar la raza de las vacas que la de las
personas.
Mi reclusión ha sido definitiva. No puedo hablarles porque les asusta el vacío y no saben apuntar a lo
alto. Tampoco quieren enterarse de que la verdad se esconde en lugares inmundos. Además, perder el tiempo
en habladurías es un crimen contra la corta vida que viaja entre dos eternidades.
En mi primera juventud, me relacioné inocentemente con mujeres en épocas de celo. Había aprendido
de Isidoro, durante la fuga de la tierra que nos dio el nombre común, que es bueno repartir amor entre las
mujeres. ¡Caprichos de Dios! Bajo la luna llena o en el momento que la aurora me pasaba por los ojos,
estudiaba a alguna hembra: casi todas disimulaban grilletes. Me admiré de aquellas quienes, fieles a sus ancestros
cavernícolas, se dejaron inflamar y le regalaron su pasión al troglodita. ¡Y también me complací con el delicado
ímpetu de las ardientes solapadas! Voilà le cocuage! Pero me aparté siempre de las que, además de dar bien
la hora, sacan gustosas la perra a orinar y gasifican con gran elegancia. Más que nada, he destacado siempre
las hermosuras que, por sí mismas, apremian a enaltecer al Dios autor.
No sé cómo es Dios. ¡Ni Dios puede cambiar lo que ya fue! De dicha ignorancia ha nacido mi libertad.
Quien no se pierde razonando en el desconcierto, no piensa. A mi mejor entender, soy mi propio precursor.
Renacer a un gran día en esta tierra es un fin razonable.
Unos locos, cansados de cavilar, inventaron retrospectivamente sus dioses de pesadilla: uno vino, otro
vendrá, otro tuvo portavoz. Cincelaron tablas que dicen mucho de su egoísmo e ignorancia embustera. En su
afán de darle firmeza al disparate, improvisaron unos horrores para después de esa muerte que ningún vivo ha
conocido. “Si hacéis en un acá lo que os mandamos, Dios os habrá de recibir en un bello allá.” A mí me tocó
en suerte el dios-víctima que sufrió en su cruz, por quien he de vivir arrepintiéndome de pecados inexistentes.
¡Por poco no me tocó el toro de la cueva!
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La Fuga
¡Cuánta payasada, Dios! La vía más segura a la desdicha es la fe que inventa caminos. Como dijo Don
Quijote: “El miedo turba los sentidos, tiene muchos ojos y ve cosas debajo de la tierra y encima del cielo.”
— ¿Sabes qué te va a pasar cuando mueras? —me preguntan amenazadoramente los iluminados.
— ¿Cómo lo voy a saber? —les respondo estoicamente.
Con gran pompa, los modernos hemos inventado otra religión de la estupidez: el Estado democrático
que les roba el cerebro a todos. Como es de esperarse, tal Estado ha sido secuestrado por ladinos que gozan
opinión de lumbreras; son éstos quienes lanzan al populacho contra los discordes en nombre de la opinión
publicada. En el alboroto, aparecen nuevos profetas y a cualquier intransigente le llaman “guía”. Los
embarullados asaltan tranquilamente las bases de la sociedad, promueven su descomposición y finalmente
obliteran sus principios. Así sobreviene la confusión y el malestar de las cabras. Entonces la plebe, abrumada
por la impotencia, les pide dirección y estructura a los mismos marrulleros que la han estado embrollando.
Si no me creéis, preguntadle a Aristóteles.
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Incolae Antiliae
No siempre fui apatrida ni extranjero. Una vez, mi vida estuvo estrechamente ligada a la Antilia, un
ringlero de islas, islotes y cayos en el subtrópico del norte.
El archipiélago estaba escasamente poblado por autóctonos de raza asiática que no sabían de cerdos,
gallinas, vacas, caballos ni Cristo. Unos eran pacíficos y cultivaban la yuca, el boniato, el ñame y la malanga.
Otros preferían el pillaje y andaban de un poblado a otro saqueando —no ejercían el comercio—, robándose
a las mujeres —método de evitar la consanguinidad— y a los niños tiernos —porque eran, además, caníbales.
El hombre-cotorra de los últimos tiempos —un ser absurdo, indocto y frívolo... pero deslenguado—
goza su masoquismo calumniando a los blancos por el amor de Dios, de homúnculos como él, y de las
hermosas ficciones. Se regodea con la Leyenda Negra, urdida por el padre Bartolomé, remiso a criar marranos.
Falsea también la Historia: dice que los indios eran libres y vivían en gran paz, sin estar sujetos a nadie, que no
poseían nada y que todo lo compartían —omnia communia omnibus essent. Para el simple, durante una
supuesta Edad de Oro indígena, los cobrizos se refocilaban con cualquier mujer iam matura viro. Nadie
labraba ni confeccionaba porque hallaban la desnudez más bella que el recato y el ocio mejor que el trabajo.
¡Ja!
También es de suponer que, cuando llegaron a la Antilia los blancos, lo trasnombraron todo en la
escritura. Les llamaron “indios” a los mongoles y alegaron haberlos “descubierto”. Redactaron que los habitantes
isleños eran súbditos de Khubai Khan —porque hablaban de un Cubanacán— y que adoraban a dioses
falsos, tales como Huracán, el señor de los sonoros vientos. Basándose en los reportes de Marco Polo,
llamaron a alguna isla Cipango y rociaron otras con nombres católicos y patriotas, como Juana y Española.
Algunos indios de la Antilia eran pacíficos. Vivían de la caza y la pesca. El paciente cazador se pasaba
algunas horas con las dos mitades de una güira —fruto esférico del árbol del mismo nombre— abiertas sobre
la cabeza; en la concavidad del casco, metía semillas, gusanos, lagartijas o frutos y aguardaba a que alguna ave
bajase a comer; cuando esto ocurría, cerraba la bola de la güira y atrapaba la cena. Para pescar, esperaba que
la corriente de los arroyos y riachuelos menguase durante los meses de seca y los peces se concentrasen en los
huecos y hondonadas; así, atrapaba biajacas y manjuaríes con las manos. Fueron los precursores de los
hippies.
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La Fuga
Cuando llegaron los blancos en busca de oro y otras riquezas, pusieron a todos los indios a trabajar y
les tomaron también a sus mujeres porque les placía folgar con ellas. Entre el trabajo y las enfermedades
occidentales, para las cuales los nativos no tenían inmunidad, perecieron casi todos. No obstante, en corto
tiempo, hubo cierta mezcla: veinte generaciones después, mi ADN apunta a una parte en cien de indio —no sé
quién se metió con cuál, pero es mi vena pacífica y hippy.
A la Antilia había llegado mucha gente blanca desajustada. Emigraron deseosos de enriquecerse para
garbear. Los tiempos de la conquista fueron óptimos para el hombre que quiere creerse bueno. De tal suerte,
se mentían tanto a ellos mismos como a los demás. Les daba lo mismo quemar a un indio que a un ídolo porque
el corazón les dictaba promover la verdadera fe y castigar la desobediencia con el fuego. Obraron de manera
que jamás entendieron porque, en realidad, no se entendían a sí mismos.
Entonces, los blancos empezaron a trasladar a la Antilia mujeres europeas para procrear con ellas;
también, aunque de manera menos afectuosa, llevaron incontables sub-saharianos de ambos sexos para que
les sirviesen en sus casas, extrajesen minerales de la tierra, cultivasen tabaco y caña de azúcar y criasen
ganados. Como era de esperase, los hacendados ociosos, ayant le bonheur de n’avoir rien à faire, sembraron
mulatitos en los vientres de las africanas —porque les gustaba follar con ellas como con las indias. Servae cum
dominis discumbunt. Igualmente, corriendo el tiempo, las blancas solteronas que se negaron a sufrir el celibato
se restregaron con los negros y divulgaron —tal vez por despecho— que los machos africanos tenían mayor
pene... aunque negro.
— ¿Quién diablos os ha traído aquí? —les preguntaban los indios a los africanos.
— Nuestra buena estrella.
Como era de esperarse, lejos de las varas de los reyes, los súbditos se volvieron desobedientes. A la
larga, se rompieron los mandos. Les maravilló cómo de aquello que había sido malo surgieron nuevas realidades
buenas. Desorientados, algunos perdieron la fe en los profetas y en las suposiciones de éstos sobre el bien y el
mal; otros reclamaron la libertad de cumplir sus propios deseos. Las cabezas se alzaron y las genuflexiones
pasaron de moda. Ni cuenta se dieron los ciudadanos de que seguían siendo los mismos bandidos y criminales
con otras banderas y diversas palabras venerables.
La raza de color comenzó a incrementarse hasta a que, siendo ya mayoría en tiempos republicanos,
abandonó el trabajo. Por fortuna, como los europeos andaban en guerras totalmente improductivas para el
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pobre que moría en ellas, hubo un efugio blanco suficiente a la Antilia para, poniéndole ganas al asunto,
enriquecer una vez más. In hac terra ubi male res gererentur.
Los negros, lujuriosos de ron, música y baile, revirtieron a su condición de vida africana. Los mulatos
reclamaban el exceso de libertad que, según Montesquieu, lleva a la anarquía. Los blancos creyeron muchas
vulgaridades —destino cruel de la humanidad. Las leyes se murieron de risa, sin amparar ni asustar a nadie.
Todos juzgaban de todo cuanto no sabían. Todos renegaron del pasado sin considerar que el nuevo populacho
acabaría por ahogarlos.
Como ha demostrado el tiempo —que hace olvidar las indignidades e inmortaliza el mérito— tenía
mayor sentido común el ignorante campesino que labraba la tierra y llevaba los frutos del arado a los mercados.
Los otros hicieron del yantar una hipótesis. Los necios —verdaderos autores del daño— les dieron las más
altas calificaciones a los vocingleros que imprimían sus tonterías en las ondas electromagnéticas y en los
panfletos. Así, unos por estupidez y otros por ignorancia, decidieron a carga cerrada que alguien los debía
llevar a la ruina. No se hizo esperar el encantador por el que rogaron al Infierno: el Diablo siempre otorga lo
que menos conviene.
Naturalmente, patriam exhaustam ad desesperationen pervenit. Como predijese Aristóteles —los
destinos decadentes están escritos— ya la Antilia entraba a su fase de ingobernabilidad. Temporibus extremis,
entre maldiciones e indecisiones ignorantes, llegó la tiranía disparatada y soberbia de los torpes.
Los blancos tuvimos que marcharnos. Hoy, los nuevos aborígenes son gente mezclada y pobre que
nos maldice por réussir dans le monde, fuera de su infierno, y nos pide limosnas a nombre de una antigua
patria ya difunta. Piden la sopa boba porque desean ser esclavos otra vez. ¡Mentecatos que quisieron robar
lana y acabaron trasquilados!
Del mañana, nadie sabe más que hay muerte.
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La Fuga
Equus Antilianus
Yo tenía once años cuando las turbas hiparon por meter a un cierto Caballo en el Palacio Nacional.
Concluida una conflagración de pocos tiros y muchas palabras, el dicho Caballo esperó pacientemente a que
los gobernantes anteriores se marcharan con el erario público —robar era ya costumbre republicana. No
osaba entrar en la capital porque, en tiempos violentos, las balas tienen el derecho de vía y, a su juicio, era
menos dañino oír opinar “esperó como un cobarde” a que comentaran “murió como un valiente”. Según un
maestro de escuela que militó en la banda de los alzados, al Caballo le retemblaban todas las carnes cuando
había peligro; le temía, sobre todo, a los aviones.
Tum demum sine cura urbem ambulavit. Sabía el Caballo que, por muy maravilloso que se crea un
hombre, siempre se puede eliminar o sustituir. Esto lo puso en práctica rápidamente el máximo líder, borrando
del ambiente político —o de la existencia— a todo aquel que disintiera de su parecer o pudiera descollar por
sus propios fueros. Siempre remiso en ir al combate, había preferido con gran firmeza ejecutar indefensos que
pelear en batalla.
A los pocos días, empezaron a circular historias heroicas del Caballo de la Antilia por todas partes.
Llenaron las pequeñas entendederas de la chusma —aquella manada de yeguas— con máximas dignas de
monos. Además, para derramar la sangre que la guerra civil no había vertido y darle seriedad al asunto, se
efectuaron ejecuciones sin juicios ni defensores; se fusiló a buenos y a malos, a inocentes vueltos culpables y
a culpables que no lo aparentaban, a quienes parecían haber sido felices sin ser honrados y a otros supuestamente
muy deshonrados por su peculio. Tunc vero cuncti Antiliani pavore perturbantur. Moraleja: “Con la ayuda
del miedo se toma fácilmente el poder”.
Mi tío Héctor murió víctima de una acusación anónima y falsa. Su valor y su vida acabaron frente a una
pared desconchada y polvorienta. Antes de morir, persuadió a su esposa, la ebúrnea Andrómaca, de llevarse
a su pequeño hijo de la Antilia. La envió a la tierra de Ye Man, donde Eleno, el otro hermano de mi padre,
poseía una fábrica de sogas. Poco después de la ejecución de tío Héctor, Andrómaca y su hijo zarparon
silenciosamente en una lancha de pescadores para no regresar jamás. Al tío Héctor lo cubrió mi abuelo con
una túnica de lozas en el panteón familiar.
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El pueblo gritaba eufórico: “¡Paredón!” Mostrum infelix! Cualquier imbécil puede ser diabólico. ¡Así
son los accesos de amor patrio en las molleras diminutas!
El Caballo, buen arengador de la chusma, engullía con gusto cualquier mentira que lo glorificase. Las
más radicales perogrulladas le parecían convenientes para todos los conciudadanos... y, además, las ponía en
efecto. Así se hizo de admiradores irracionales por todo el mundo. Por cobrar notoriedad, hacía el ridículo,
sumiendo al país en la pobreza. Pero aquel tipejo soberbio y descomedido aprendió pronto que ni las palabras
fabrican azúcar ni los pinos detienen a los ciclones. Vivía hambriento de aplausos y loas, así fuesen de la
chusma —aunque anteponía los de los civilizados extranjeros— para desatender el desprecio que sentía por
sí mismo en su papel de jefe de idiotas. Lo emulaba un medio hermano y coadyuvante suyo, llamado La China.
Duo angues, capitibus erectis, oculisque ardentibus, Antilianos prospiciunt. Los acompañaban otros
colaboradores homicidas de su calaña. Por el resto de sus gorrinas vidas, a cada fracaso acusarían a alguno de
impiedad o a algún otro de no echarles una mano. Siempre vivieron del cuento.
Yo miraba, escuchaba, hablaba poco y entendía menos. Creo que seguía ya el camino a mí mismo.
Jamás pensé que aquel tropel fuese capaz de renovarse. Populus in contrarias sentientias non dividitur;
por el contrario, el populacho gozó la llegada del Caballo como puta-a-punto-de-cobrar. Es que el prójimo es
imbécil. Cuando los populares le cantaban versos de mal gusto al Caballo, el sabio Isidoro preguntaba: “Creditis
avectos hostes?” Y se respondía, a sí mismo: “Quidquid id est, malum est.” En verdad, descubrió fácilmente
la trampa en el vientre de aquel caballo hueco. Me dijo muy pronto: “Penitus ex ventre equi nassa sonat.”
Pese a la conga revoltosa, concebí y sostuve un gran amor por Cassandra, la vecina de bella cintura.
Ella tenía el don de la adivinación —o al menos yo lo creí luego, cuando la miraba de cierta manera y ella
presagiaba que debíamos escondernos de mi madre. Si bien una profetiza sin martirio no lo es, aquella amiga
me distraía de los gritos, las actividades y las habladurías de la chusma. Durante la primera alocución televisada
del Caballo, Cassandra praedixit ille dies supremus futurus erat.
Dos años más tarde, tal como igualmente había predicho Cassandra, San Román condujo a un puñado
de valientes a las playas de la Antilia. Arma, viri, ferte arma. La incursión se había fraguado en las intimidades
de Disney, la potencia del norte, aliada y benefactora nuestra. Pero los invasores sufrieron la traición de
depravados disneyos que se habían alzado recientemente con los mandos del antiguo amigo. Primero, se le
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La Fuga
avisó al enemigo para que encarcelara a los adversarios que aguardaban en las sombras de la Antilia para
actuar; luego, se les negó a los héroes de la playa el minúsculo apoyo aéreo prometido. A pesar de combatir
en gran inferioridad numérica y de equipamiento, San Román se batió bien, matándole diez por uno al enemigo.
Lanzados en molote contra las balas, los del Caballo de la Antilia consumieron mucho plomo del enemigo,
corriendo como locos de una parte a otra.
En aquel rebato pereció el sueño de una República en Antilia. La gesta memorable de un puñado de
valientes se ahogó en la perfidia. The land of the free and the home of the brave se había vuelto prostituta
y nosotros esclavos. Triste y marginado, San Román se despintó de la vida —dicen que quien pierde a su
patria pierde a sus dioses. Por añadidura —y tal vez por justicia si la vida es buena— pagaron también con sus
existencias los autores de la traición.
En épocas decadentes —casi siempre— la verdad le es nociva al populacho y funesta al gobernante.
Los embustes virtuosos sostienen a los mandos óptimos. Muy pronto comprobaron los antilianos y sus vecinos
que la única salvedad del engañado es la ilusión de mayores y más viles mentiras por venir. Alterum in
alterius, la pagaron con peores biografías.
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Somnium Cassandrae
Nuestra vecina, Cassandra, era una española de piel muy blanca y ojos verdes clarísimos. Ella se
había casado con Pepelín, el hijo de Pepa, cuando éste estudiaba medicina en Madrid. Yo tan sólo conocía la
historia de oídas. Supuestamente él —así hablaba Paloma— la había puesto en estado de darle una ciudadana,
Palomita, a uno de los dos países. Solamente su marido y yo la llamábamos Paloma, que había sido su apodo
de soltera; todos los demás la nombraban Cassandra.
— Pepelín no tiene derecho a ser padre —me reveló Paloma un día— porque no sabe perfeccionar
la raza, como hace el Padre Isidoro contigo. Estoy convencida de haber traído al mundo algo mucho mejor
que la hija de un fatuo.
— Isidoro me habla en Francés y me enseña Latín. Lo demás lo aprendo en el colegio.
— También te enseña a conducirte bien. Lo he oído darte buenos consejos. ¿Sabes por qué lo hace?
— Porque es amigo de la familia.
— Algún día te diré más.
— De acuerdo.
— Mi marido buscaba en mí una sirvienta y un ángel. Yo le brindé mucho más de lo que pedía: soy una
puta en la cama y muy buena cocinera.
— ¿Y no se conforma con eso?
— ¡Claro que no! El amor es un conjunto de pequeñas locuras que terminan con la elección de un gran
aburrimiento: el matrimonio.
— Considero a mis propios padres...
De vuelta a la Antilia, Pepelín había encontrado una fogosa enfermera que lo distraía de la rutina
hogareña. A Paloma, por su parte, le gustaba rescabuchearse conmigo —fuego discreto— porque me hallaba
fuerte en función de los deportes que practicaba en el colegio. En una ocasión, me había referido, no sé si en
serio o en guasa, un sueño orgásmico y convulsivo en el cual se había revolcado con los once jugadores de un
equipo de balompié.
Casi tres años después del comienzo de la Era del Caballo, a mis catorce años, Paloma y yo precisamos
nuestra correspondencia. Estábamos solos en la sala de mi casa —mis padres trajinaban por las oficinas del
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La Fuga
Estado y las embajadas preparando los documentos necesarios para salir del país y depositando clandestinamente
fondos en el extranjero. Yo la hallaba bella, como a la mujer ajena... porque lo era realmente. La belleza me
hechiza y me ase dondequiera que la encuentre. Nuestros ojos hablaron atrevidamente. El verde de los suyos,
entreabiertos, se cubrió como de un celaje. Hablábamos al azar, adivinándolo todo. Abrazados, nos quemamos
de un sacro fuego con las bocas unidas y las lenguas trenzadas. Buscamos la habitación más apartada. ¡Ay,
aquellos dos capullos de rosa sobre eminencias de marfil entre mis labios! ¡Y qué resbaladiza conexión a lo
profundo del sentir! Aquel transporte terrestre y pasional quedó entre el Cielo y nosotros dos. Rien de plus
bon n’est sorti du Ciel!
Mais chut! ¡Esas cosas no se comentan en familia!
El internado de religiosos al que asistía había sido intervenido por el nuevo gobierno. Vivía oculto en el
silencio del olvido, sin salir al patio de mi casa de día. Mi instrucción se había acelerado con tutores en
preparación a una vida de emigrante y también por esconderme de los chivatos y los alcahuetes que delataban
a los jóvenes a punto de caer en el nuevo penal llamado “edad militar”—duraba de los quince a los veintisiete
años.
Recibía clases diarias de Latín del Padre Isidoro, sin sufrir jamás sermones de amor al enemigo. Las
razones del antiguo monje benedictino se habían estampado en mi mente con garbo y sin sutilezas. Él vestía de
laico desde la expulsión de los sacerdotes y las monjas del país, pasando por pariente nuestro. Solamente
decía misa en privado para mis padres.
Estudiaba Cálculo Infinitesimal con el Dr. Benjamín Gómez, famoso catedrático que, mofante, les
había introducido el Álgebra y la Geometría en el entendimiento a los alumnos desahuciados intelectualmente
por los maestros de los colegios públicos y privados.
El resto del tiempo hacía calistenia y tensaba los músculos en una habitación vacía de la casa o
disipaba mi desocupación en la biblioteca de mi padre. En cuanto la noche ceñía la tierra de Antilia, me
encontraba con Paloma, la profetiza de tiernas manos, en las frondosidades del patio de casa hiemen agere.
Ella me esperaba con el vestido abierto y la cabellera suelta, recostada a la mata de mangos, los brazos
colgados del ramaje y los senos al aire libre. Amábamos sin modestia ni moderación; luego, nos quedábamos
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conversando bajo los cuernos de la luna. J’étais amouraché d’elle. Cuando marchó Paloma, comprendí que
había arrullado y estrujado a aquella paloma por intervención divina.
Un año después, unas horas antes de que mis padres tuviesen que abandonar la Antilia sin dilación,
Paloma me hizo una confesión y me contó un sueño agorero:
— Mañana, muy temprano, me marcho a la España de Francisco Franco con Palomita. Aquí la vida
es un trastorno para todos. Al menos, aquel caudillo tiene sesos.
— ¡Menos mal! ¿Y Pepelín?
— Él no lo sabe. Sería capaz de impedirle marchar a la niña.
— ¡Villano!
— Él, su padre y su madre son de la estirpe que se mantiene cretina desde la fecundación hasta la
mortaja. Son una malísima influencia para Palomita. Mi hija no es ninguna estúpida. Toda esa familia se ha
creído los cuentos equinos. Jamás discuto con ellos porque nadie consigue prestarle luces a un ciego. En el
hospital donde trabaja, Pepelín denuncia a los médicos que no le muestran simpatías al régimen; también exige
mucho respeto para el Caballo, ese sabio que no conoce la duda, el gilipollas que no escucha a nadie, el fatuo
que les da ridículos giros a las cosas para asumir la razón que no tiene. Así, con delaciones, mi marido ayuda
al gobierno a organizar la sumisión por el miedo.
— ¡Hijo de puta!
— Cuando esa calamidad de persona vuelva a casa, por la tarde, estaremos muy lejos. Es un pollino,
conceptualmente paupérrimo, soberbio como un bruto, sin personalidad, hostil a la libertad. Además, solamente
es padre de Palomita en papeles. El progenitor de la niña es un Apolo rubio que conocí en la universidad de
Madrid.
— ¡Ah, sí? Por eso no le hallo parecido con Pepelín a la niña.
— No pude pasar de largo la oportunidad que se me dio de traer al mundo un ser tan superior a la
genética de un marido idiota que no se siente cornutto. Palomita es alta e inteligente, como su verdadero
progenitor.
— Sí, se la ve muy espigada y lista.
— Aquel rubio me volvió loca.
— ¿Y dónde está ahora?
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La Fuga
— No lo sé, ni creo que lo sepa jamás.
— Eres intrépida, Paloma. Ton époux ne craint d’être cocu. El olvido y yo te admiraremos.
— Eso me hace feliz. Ahora, déjame contarte el sueño de anoche.
— Adelante.
Oculos ardentes ad caelum erigens Cassandra dixit:
<< En mi somnolencia, apareció tu difunto tío, Héctor, el que fusilaron por sublevarse contra las
confiscaciones ilegítimas. Estaba triste, sucio, barbudo y llevaba impresas en el pecho y la cabeza las heridas
de la ejecución. Me contó que, además de intervenirle todas sus tierras, el gobierno procedió contra tu abuelo:
le inventaron un juicio popular relámpago por “negligencia criminal contra proletarios” y lo condenaron a
muerte.
>> Apareció ante las puertas de su casa una chusma feroz blandiendo porras y mandarrias por amor
al alboroto. Eran de la raza de los envidiosos que, cuando mueren, dejan tras de sí a la inmortal envidia
enriquecida. Rotos los goznes y rajadas las hojas, la entrada del hogar cedió. En el alboroto, se mezclaron
dentro de la casa los gemidos de tu abuela con los alaridos del tropel. Los jueces de la crápula emitieron la
sentencia de muerte inmediatamente. Tu abuela se abrazó a su marido. El abuelo exhaló el humo aromático de
un puro que había prendido y, sacando el revólver que llevaba siempre oculto en la camisa, mató a sus jueces
antes de caer golpeado hasta la muerte, con los cabellos blancos ensangrentados. “¡Que el Cielo los castigue
a todos!” maldijo tu abuela a la morralla que corre a su propia desgracia. Al momento, le pegaron un estacazo
en la cabeza.
>> Quienes tanta tierra y tanta gente gobernaran por su bien y el ajeno, cayeron juntos como buenos
compañeros. Sé que un furioso horror te embarga ahora, amigo; pero, desde el antro de los muertos, tu tío
ordena que te salves porque la vida existe y la muerte no. Debes marcharte lejos de esta maldita gente. Veo la
llama que no quema arder en tu cabeza. También advierto el brillo de aquella estrella que cae del cielo rumbo
al oriente. >>
Alcé los ojos al firmamento y vi la gayadura de la estrella fugaz. Stella de caelo lapsa multa cum luce
per tenebras currit. Y escuché claramente una voz de mujer retumbar en la arboleda y vi una luz pura refulgir
en la noche al compás de las palabras: “Heu, fuge, nate dea... aut in mortem haud dubiam vade!”
18
— Ya buscan a tu padre por una supuesta complicidad administrativa —añadió Paloma. Quieren
ejecutarlo también. Un espía le ha prevenido a cambio de dinero. Tus padres van a abandonar inmediatamente
el país en una avioneta privada que aterrizará pronto en una carretera desolada para llevarlos a Disney, desde
donde seguirán a España. Tú debes de escapar con Isidoro, que no te abandonará porque es tu verdadero
progenitor. Te engendró en la diosa del Amor que te guarda y protege, la misma que te ha exhortado a partir
desde la fronda.
— ¿Te ha dicho tío Héctor todo eso?
— Así es. En esta tierra no se adivina más que negrura. ¡Vete con el Padre.. tu padre!
Paloma se marchó tal como se hallaba. Su larga cabellera negra, la blusa y la falda abiertas que llevaba
aleteaban en la brisa mientras su apetecible figura se hundía en la noche.
Unos días antes, había leído en la traducción de una novela de Dostoyevski: “Dieu est resté célibataire!”
Y si Dios es soltero, la soltería debe de ser divina.
Al momento, llegó Isidoro con gran prisa. Mis padres —quienes, al decir de Paloma, no lo eran—
esperaban dentro del automóvil, estacionado a cierta distancia de la casa por precaución. “En unas horas,
estaré de regreso a buscarte” me dijo, rajando el forro de un escabel con la navaja. Mientras acomodaba en
el maletín de viaje de mi padre la bolsa de monedas de oro, los billetes de banco y los pasaportes españoles
que iba sacando, me dijo con voz amortiguada y serena: “Tus padres están en gran peligro y tienen que huir.
No salgas a despedirlos porque debemos de suponer que hay moros en la costa. Pepa, la jefa del comité de
delatores del barrio, vigila los postes del alumbrado público desde que empezaron a aparecer pegatinas
irreverentes por las noches. L’erreur d’un mène la perte de tous. Ta pauvre mère est nerveuse et pisse
copieusement. Il faudra la calmer avec un sédatif. La avioneta que los llevará a la libertad por debajo de
los pulsos y los ecos del radar no admite más peso, por eso marchan sin ti. Saca del otro escabel nuestros
documentos et l’argent bien-aimé que llevaremos.”
Haec locutus, Isidoro se marchó de nuevo. Era media noche. Yo corté el tapiz del otro banquillo con
el estilete que él mismo me había obsequiado y saqué cuanto había dentro: un revólver .38, una caja de balas
19
La Fuga
del mismo calibre, dinero de Disney y dos bolsas impermeables con largas colgaduras para el cuello. Dentro
de cada una, metidos en cartuchos plásticos a prueba de agua, estaban nuestros dineros, pasaportes antilianos
con sendos visados para Disney, las inscripciones de nacimiento con dos traducciones, la fe de bautismo de
cada uno y un escapulario.
Al examinar mis papeles, me saltó a la vista un nombre propio hasta entonces desconocido: Jacques
Luzárraga Deanatus. En todas partes, yo figuraba como Juan, con los apellidos de mis presuntos padres.
Luzárraga era el apellido de Isidoro y “Deanatus” tendría que provenir de mi madre carnal.
En verdad, Cassandra era adivina. ¡Yo era otro! ¡Qué noche de sorpresas!
20
Creusa
Transcurrió más de una hora, durante la cual reflexioné mucho. Al cabo, escuché el frufrú de una saya
a mis espaldas. Era Creusa, la criada, que venía a encontrarme. Reiteradamente, ella observaba, sin enrojecer,
los encuentros míos con Paloma desde la ventana de su habitación —en Antilia, las funciones de televisión eran
pésimas. La noté agitada. Los rizos de cabello bermejo le caían en desacostumbrado desorden sobre la frente.
Sospeché que ella intuía ya el brutalísimo acontecer de aquella noche.
— ¿Qué pasa, Juan? —me preguntó, asustada. (Al igual que yo, no sabía que me llamaba Jacques.)
— Un atajo de criminales asesinó a mis abuelos. Mamá y Papá han huido rumbo a Mickey, en Disney,
desde donde seguirán a España. También a ellos los pueden hallar culpables en función del capital. Espero a
Isidoro para escapar yo también, si Dios lo permite. No sabemos cuándo habrán de aparecer por aquí los
milicianos, los del comité de chivatos y los demás diablillos. Ellos andan siempre bien dispuestos a hacer
preguntas impertinentes. Acabarán averiguando que estoy ya en edad militar. Hasta a ti te pueden acusar de
sectaria y encubridora si nos hallasen juntos.
— Que se mueran todos —se le antojó a Creusa fríamente.
— Habría que aventarlos porque prefieren seguir infectando el planeta con sus estupideces. En verdad,
se han vuelto criminales seducidos por el vocerío y convencidos de lo inverosímil.
Hacía algún tiempo que Creusa esperaba la perentoria noticia. La de sonrosadas mejillas se echó a
llorar en un diván. Mis padres eran la única familia que había conocido. Ella sabía que partiríamos todos a
consumar nuestros destinos, mejorándonos, y que luego nos descompondríamos solos, muy lejos de la Antilia.
Por su fidelidad y merecimiento, un año antes, mis padres habían puesto aquella casa a su nombre para que no
quedara desamparada. Pero ella no deseaba quedar sola, así fuese ama.
Cuando tenía doce años, siendo huérfana y virgen ruborosa, Creusa llegó a la casa de mis padres. La
había recogido Isidoro de un caserío en el campo durante una incursión bautismal a una zona muy remota. Ya
era una moza de muy buen parecer que se acercaba a los treinta. En la adolescencia, mi madre la había
enseñado a vestirse con zapatos, a pintarse los labios, a ponerse colorete en las mejillas y, sobre todo, a leer
a la luz de la Gramática. El Dr. Gómez le había explicado la Aritmética, la Geometría y le había dado clases
prácticas de Fisioterapia y Anatomía. Isidoro la había enseñado a pensar metódicamente y sin obcecaciones.
21
La Fuga
Una saludable curiosidad la había llevado a la biblioteca de mi familia en sus ratos de ocio. Le había tomado tal
afición a la prosa de los clásicos que, en más de una ocasión, pasó la noche de claro en claro leyendo una
novela o un libro de Historia.
Creusa y yo nos contábamos todos nuestros secretos, los cuales, mirabile dictu, seguían velados.
Ella había sido la primera en decirme que, según las hablillas del vecindario, yo era hijo de algún pariente de mi
padre con una sirvienta —una costumbre muy arraigada en la Antilia— porque a mi madre jamás la había
agobiado una gestación. Evidentemente, las lengüillas se suelen equivocar, ya sea a medias o del todo. Fama
monstrum horrendum est cui tot vigiles oculi sunt, tot linguae, tot aures.
Mis padres (adoptivos) le tenían gran estima y consideración a Creusa. Como los oprimía la esterilidad,
acordaron buscar la causa del mal en la división. Mi padre (adoptivo) intentó infructuosamente engendrar en
Creusa durante largo tiempo. Elle était une servante jolie qui lui servait de moitié plus souvent que sa
femme. Por fin, en su frustración, echó a mi madre (adoptiva) con el Dr. Gómez —il y a aussi des quiproquo
d’amour— sin lograr otro hijo. «S’il est écrit là-haut que tu seras cocu, tu le seras » dijo Jacques le fatalist
(Diderot). Total, que Venus me había constituido para ser hijo único. El Dr. Gómez, el más avezado filósofo de
la Antilia, me dijo alguna vez: “Según la probabilidad matemática, si unos padres son estériles, pueden serlo
también los hijos.”
Isidoro regresó. “Pater meum uxoremque eripuiste?” le pregunté a la puerta de la casa. En un soplo,
nos anunció la feliz y puntual partida de mis padres. Mi padre adoptivo y mi padre genético habían sido
amigos, compañeros de grado y monaguillos en la niñez. Uno fue ganadero y el otro, exceptuando los años
que peleó al lado de los buenos en la Guerra Civil de España bajo las órdenes del Caudillo, fue monje de
convento o huésped nuestro.
Mi madre había partido muy sedada. Contrariamente a su inclinación natural, seguía los pasos de su
marido. “Vos capite fugam!” se había dicho Isidoro, alcanzando a la avioneta que aterrizaba por la carretera
que fungía de pista “porque la jauría anda muy excitada. Se han creído que la clave de la felicidad está en el
robo”. Apenas hubo tiempo de decir adiós. El monomotor forzó la hélice y decoló con los pasajeros
inmediatamente.
22
Recorriendo la casa por última vez, como una sombra, Isidoro llevó a Creusa a la guarida del closet
donde estaban escondidos el dinero nacional y las joyas de mi madre. Luego le mostró dónde estaba enterrada
la botija con miles de monedas de plata de la República que él había tenido la prevención de recoger antes que
el nuevo gobierno las retirase de circulación. Ya ella conocía la entrada velada a la despensa donde había
acumuladas conservas, latería y granos envasados al vacío en gran cantidad. El buen monje había pensado en
todo.
La expresión de Isidoro parecía suplicarle a la triste Creusa: “Noli mea causa lacrimas effundere!”
Unas lágrimas muy gruesas le caían a ella de los ojos. Entonces, el monje le dijo a la doncella a modo de
despedida:
— El Dr. Gómez desea vivir aquí contigo porque te estima mucho. Si lo aceptas de consorte, estarán
ambos bien acompañados y aprenderán muchas cosas útiles el uno del otro.
— Él también debe de ser estéril —replicó ella, sin tardanza ni duda.
— Tal vez sea por efecto de los malos tiempos en las mentes meditadoras.
Presto, Creusa levantó el teléfono y sacó al Dr. Gómez de la cama. Le preguntó, sin ambages, si él
estaba dispuesto a adoptar a dos hermanos huérfanos del caserío donde ella había nacido. Él respondió
afirmativamente y se comprometió a mudarse con ella al amanecer. El destino quiso que a ambos les sobreviniese
la vejez en aquella casa.
Como ocurrió, después de buscar a mi padre (adoptivo) durante más de un mes por las cuevas de las
tierras ganaderas que habían sido propiedad de mi abuelo asesinado, los cipayos se agotaron. Supimos luego
que pasaron muchos meses antes de que los milicianos y los interventores del gobierno averiguasen dónde
vivían mis padres (adoptivos); por conducto de una solicitud de Pepa, la presidenta del comité de chivatos —
quien acariciaba la idea de apropiarse de la villa nuestra— aparecieron los lacayos del Caballo un buen día a
la puerta del chalet. Como mi familia no trataba a la gentuza, y el chalet estaba rodeado por una arboleda,
nadie sabía de Creusa ni de mí, que no nos dejábamos ver. Los militares no hallaron a quien prender y los
interventores no hallaron qué confiscar. Creusa y Gómez les mostraron la escritura de la casa adquirida de una
familia que, según dijeron, se había marchado al extranjero hacía mucho tiempo, y la hoja con cuños y timbres
de ambos hermanitos, inscritos disimuladamente como suyos. Los milicianos se marcharon frustrados. Pepa,
23
La Fuga
quien había espiado a mis padres y los creía propietarios de “su casa de ella en potencia”, sufrió una gran
desilusión.
Cogimos la moneda extranjera en oro y papel que yo había sacado del escabel. En caso de ser
atrapados, aquello representaba un delito grave a los ojos del gobierno de ladrones. Isidoro disimuló el
revólver en el cinturón, cerca de la siniestra.
En el justo momento de partir, tal como había visto Paloma en la arboleda antes, lumen in summus
meum capite apparuit neque flamma mihi nocebat. Creusa se asustó de la llama fatua que abrazó todo mi
cabello sin quemarme. Se llevó la mano a la boca para no gritar. “Es una señal de que su madre nos ayuda”
observó Isidoro. Hablaba de la diosa que se había acoplado a él a la vera de un arroyo claro. Pero Creusa no
entendía nada de la unión de lo humano con lo divino y se quedó en babia.
“Iam nulla mora est!” exclamó Isidoro. La llama se extinguió. Salimos a la oscuridad de la noche.
Crusa aseguró la puerta y se metió en su nueva vida.
Anduvimos despacio por la calle vacía, per umbram prospiciens. Cualquier leve sonido le hacía a
Isidoro crispar la culata del revólver y a mí el cabo del estilete.
— Mater carissima —me dejé musitar—: solamente en momentos de suma degradación se vio
semejante entuerto: populus filium coram patre, tum patrem ipsum, obtruncavit.
— Es la tragedia del destino —me respondió una voz dulce de mujer.
De repente, cuando nos acercábamos al coche, se abrió la puerta de una vivienda. Nos encubrimos
tras el arco del portal de la casa contigua. Salieron sigilosamente dos figuras de nívea piel y dirigieron sus pasos
atenuados hacia una sombra de la noche. Andaban como tímidas pichonas. Eran Paloma y Palomita que huían
de Pepelín y su familia. Se encerraron en un automóvil, suavizando el cierre de la puerta. Las aguardaba un
desconocido, quien tal vez le hiciera mucho al caso. Paloma, la de los argentados muslos, tenía muchos
recursos. Discretamente, el auto se desplazó en el aire silencioso y desapareció.
Esperamos unos minutos. Como todo estaba tranquilo, salimos de nuestro escondrijo y nos dirigimos
rápidamente al automóvil. Cuando yo iba a entrar, oí una voz de trompeta resonar a mis espaldas, haciendo así
señal de su llegada. Era el miliciano de guardia, un mulato de corta talla que hacía la ronda. El enemigo llevaba
una cartuchera colgada del cinto.
24
— Compañero —me regañó el tipo con chocante alegría, aspirando el humo de un cigarrillo— éstas
no son horas de andar dando vueltas por la calle. ¿Adónde vas?
— A un funeral —le respondí, agarrando el cabo del estilete en el bolsillo, con el pulgar en el botón del
resorte. ¿Satisfecha la duda?
— De ninguna manera —me devolvió en tono de agravio. Tienes aspecto de burgués y puedes ser un
saboteador.
— A lo que entiendo, tú puedes ser un asesino —objeté, recordando las muertes de mis abuelos y mi
tío.
— Pareces estar en edad militar. ¿Te has inscrito?
— Eso está fuera de mi profesión.
— ¿Estudias o trabajas?
— No tengo descanso.
— No me andes con parábolas —me advirtió con una insolencia que le costaría la vida.
— ¿Te crees que haces falta en el mundo? —le pregunté, apartándome del auto para hacer espacio.
Tienes aspecto de sinrazón por enmendar.
— La Revolución no permite... —inició su último ultraje el mortal, llevando la mano a la pistola.
Fueron sus últimas palabras porque el filo del puñal le cercenó la garganta. Cayó en medio de la calle,
como la caña que corta el machetero; borboteaba una sangre negra de alguna arteria y un sueño oscuro le veló
la mirada. Me hubiera gustado decirle que el Estado no es más que otra creencia, pero no me podía entender.
Limpié la hoja del estilete en el pantalón del sucumbiente. “Bueno —pensé— si vio partir a Paloma con su hija
no va a decir nada.”
Fas fuit! Después de una rapidísima extremaunción al caído, Isidoro se puso al volante del auto y
circulamos con los faroles apagados. Me sentía transformado en alguien indescriptible y mejor, sin que la risa
del diablillo sentado ante el muerto me incomodara. Algunas veces, la adversidad nos lleva a realizarnos como
hombres. Ya se trate de desquite o de justicia, el peso de la venganza no se puede llevar sin el gobierno de la
razón.
Los dioses creados por el hombre son suposiciones absurdas, pero el mortal engendrado por su
semejante es verificable y, algunas veces, racional. Los vates mienten y los creyentes creen.
25
La Fuga
Íbamos rumbo a la costa, al embarcadero más cercano a la tierra de Ye Man. A ambos lados de la
carretera, dormían estériles los campos de cultivo arruinados por las confiscaciones. ¡Qué saqueo!
Con la aurora, pasamos las montañas silenciosas del oriente por caminos de tierra. Luego abordamos
una guardarraya y llegamos al bohío donde Andrómaca, la viuda de mi tío Héctor, se había escondido con su
pequeño hijo. En la lejanía, se veía el mar. Como ellos, también nosotros buscaríamos a los pescadores y les
ofreceríamos una recompensa por llevarnos inmediatamente a la zona blanca de Ye Man.
26
Pius Monachus
El astro brilló en el horizonte, elevándose sobre el golfo del Caribe. Mientras aclaraba la mañana,
escondimos el automóvil en la manigua porque no sabíamos si nos buscaban. Entramos al bohío de tablas de
palma, marcando nuestros pasos en el piso de cenizas; toda la choza estaba muy debilitada, desde el entechado
de pencas hasta la puerta caída en el suelo; aparentemente, llevaba mucho tiempo deshabitada. Sobre el fogón
de ladrillos, hallé un cuchillo mata-vacas muy oxidado. Lo tomé porque parecía ser funesto para los mortales.
A media mañana, nos fuimos a pie a la casa del pescador. Bajamos a la costa siguiendo un arroyo de
rápida corriente que caía al mar. Isidoro conocía al barquero de cuando éste había transportado a Andrómaca
a la costa blanca de Ye Man. La vez anterior, el hombre había aceptado gustoso la suma ofrecida y se había
comprometido a darle vela al viento al oscurecer. Con la marea baja, había que conocer aquellos bajíos muy
bien para no encallar o romper la lancha contra los escollos.
— Le eres caro a Venus, que nos ayuda —señaló Isidoro—; pero ella no es diosa de la guerra, sino
del amor.
— Por eso llevo el mata-vacas.
— ¿Cómo te sientes de lo de anoche?
— Bien, aunque podría buscar aventuras menos sangrientas.
— También yo, por sobrevivir, me tuve que manchar de homicidio cuando era un mocetón.
— Anoche, el mismo miedo a ser prendidos no me dejó temblar. “Si nos quieren, que les cueste” me
dije.
— A veces, la vida se eleva sobre sí misma y se supera de forma insospechada.
Mientras Isidoro trataba el asunto de la fuga con el pescador, su mujer, una vieja de dientes torcidos
y ladeados, rayaba en un guayo unas mazorcas de maíz tierno y echaba sobre los carbones del fogón otras de
maíz seco.
La negociación fue breve. El barquero sabía exactamente cómo llegar a la comarca blanca de Ye Man
sin ser detectado. En la parte negra, contra la justicia y los dioses, mataban a los refugiados para quitarles las
divisas y el oro que llevaban. Aquella terra scelerata tampoco era un buen lugar para nosotros, pero era la
única salida rápida viable.
27
La Fuga
Isidoro le entregó su paga al marinero y éste nos invitó a almorzar con ellos. La mujer preparó una
fritada de pescado fresco y sirvió las mazorcas cocidas al carbón con manteca de puerco y sal. La comida le
vino muy bien al caso. A pesar de nuestros pesares, yantamos con buen apetito. Comemos, bebemos y nos
corre sangre por las venas porque no somos inmortales. Luego dormimos la siesta en las hamacas que la
familia tenía atadas a los fustes del portal. “Por aquí no suelen venir —nos dijo el pescador— porque las
lanchas patrulleras se parten contra los arrecifes y el camino por tierra no lo conoce casi nadie. Mientras me
vean ir con mi pescado por la mañana al pueblo de la ensenada, nadie preguntará nada”.
Según me contó luego Isidoro, durante la siesta, vio a Venus. La diosa le indicó en el sueño: “Tu
longum fugae laborem non recusaveris! Sed non licet tibi in hac terra considere”. Por lo que quedó
descartado que nos quedásemos en Ye Man.
Por la tarde, la radio anunció la muerte de un miliciano a manos de “elementos subversivos” durante un
ataque nocturno. El occiso, según apuntaron, era un “héroe de la Revolución” que había luchado contra un
soldado antes de correr a unirse a los alzados. Isidoro conocía bien el caso: una noche —qué casualidad— el
mulato había acuchillado al joven soldado a traición, sin creer que fuese de cobardes lo que hacía. Los de la
radio olvidaron decir que el tipejo era de pequeña estatura y bocón.
Mencionaron los nombres de los culpables de la muerte del miliciano. Ya habían sido juzgados y serían
fusilados al amanecer. Se trataba, según les plugo formar la sinrazón a los jueces, de un grupo de jóvenes
desafectos a la justicia que decoraban con pegatinas contrarrevolucionarias los postes del alumbrado público
y los automóviles particulares. Uno de ellos había saboteado el transporte interprovincial, ponchando tres
docenas de autobuses y camiones. Después de la ejecución, se planeaba un acto de repudio para el cual se
habían condenado al fuego todas las pegatinas confiscadas en las casas de los contrarrevolucionarios.
Toda la canalla de Antilia estaba invitada ¡por el pastor de la plebe más baja en persona! a asistir a la
quema de las pegatinas o a mirarla por televisión para así “afirmar y defender a la Revolución”. Fue la última
vez, gracias a Dios, que oí la voz del verboso Caballo de Antilia.
— El verdugo mata con cualquier pretexto y sin motivo alguno —soltó a la ambigua Isidoro. Los
hombres se conocen por sus obras.
— Y los pájaros por la cagada —replicó el viejo barquero, sin enterarse de nada ni sospechar, ni
querer saber, el motivo de nuestra fuga.
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Cuando comenzó a cerrar la noche, no se oía más que cigarras y ranas entre el rumor de las hojas. El
barquero llevó los avíos de pesca a su velero por tener explicación en caso que nos parase alguna lancha
patrullera. Isidoro llevaba el revólver oculto bajo la camisa y ambos fugitivos llevábamos colgando del cuello
nuestros papeles y dineros. Sin embargo, nos comportábamos como si no llevásemos blanca por no despertar
la codicia de nadie.
29
La Fuga
Mare Caribbium
En cuanto se hizo algo más noche, partimos. El barquero nos llevó por un gran trecho de mar sin hacer
uso de la vela o el motor, impulsando la barca silenciosamente en aguas poco profundas con una vara. Se
había hecho una noche sin luna, favorable a ladrones y prófugos. Pasadas las escasísimas luces de un pueblucho
costero, izamos la vela con viento favorable. Salimos pronto de las aguas territoriales de la Antilia, dejando
atrás el litoral de la antigua patria y borrándonos de aquel existir enfermizo.
Seis horas más tarde, cuando ya se veía el molote negro de la tierra que buscábamos, el piélago se rizó
con sordo ruido El viento cambió y comenzó a tronar y a llover bajo una densa nube negra asentada sobre
nuestras cabezas. “Hay que buscar refugio inmediatamente o nos hundiremos” dijo el barquero, poniendo
proa a la costa. Recrujió el mástil con el ímpetu del viento en la infladísima vela. Y bajo un nubarrón pluvioso,
impelidos por un viento del oriente, nos metimos en una grieta entre las piedras de la costa del Ye Man negro.
Como un pirata, el veterano lobo de mar conocía la cueva oscura escondida en la piedra caliza.
Habíamos hecho mucha más agua de la que la bomba de achique alcanzaba a sacar. Con cubetas de mano,
echamos fuera de la barca el agua, sintiendo a cada momento los bramidos de un oleaje estruendoso que batía
la playa. ¡Por bien poco nos salvamos del naufragio! Seis horas duró la tempestad.
Me acosté sobre la vela de repuesto, en una piedra laja, y de un sueño me llevé el resto de la noche.
Cuando abrí los ojos, se hacía un amanecer límpido y sereno. ¡Caprichos de temporales!
El viejo pescador nos dejó en la playa y nos indicó el camino a seguir. Él tenía que estar de vuelta en
Antilia antes del mediodía o los de la posta irían a interrogar a su mujer. Nos mandó a andar cinco kilómetros
hasta la demarcación de la policía del Ye Man blanco. Nos advirtió de no buscar por el camino frutos de la
tierra, ni siquiera cocos. Luego partió a toda vela, como si llevara el diablo a las espaldas.
— Fuiste boy scout de niño —me dijo Isidoro, persignándose. Recuerdo que te gustaban las caminatas.
Ahora harás otra excusión.
— Con el mata-vacas en la diestra —le respondí, riendo.
— Y yo con el .38 —me animó. Por suerte, no se ha mojado, pero espero no tener que utilizarlo.
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— Ante noche me despedí de Paloma y de Creusa, me separé de mis padres (adoptivos), maté a un
miliciano y emprendí la fuga. Hoy he amanecido entre negros que hacen muchos tuertos y deshacen muchas
vidas, a una hora de marcha de la salvación. En verdad, mi madre vela por mí.
Entonces, escuchamos una voz dulce de mujer que salía de entre unas piedras envueltas en una densa
niebla. “Hijo de Venus —siseó— anda más rápido y habla menos.”
Cuando estábamos a mitad de ruta, escuchamos unos silbidos de aviso. A los pocos minutos, apareció
en nuestro camino un grupo de diez negros. Llevaban machetes, hachas, y caras muy feas de malos amigos.
Seguimos adelante por no mostrarles miedo. “Ye, man,” dijo uno muy gordo “givus moneey or wees going
kill ya.” ¡Muy mal urdidos discernimientos! Acto seguido, viendo que no nos curábamos de sus razones, la
jauría avanzó sobre nosotros: si bien llevaban determinación de quitarnos la vida, se desplazaron con una
cierta parsimonia que les resultó fatal.
Isidoro había derribado a seis antes de que aquellos negros se enterasen de que portábamos armas. A
los tres que estaban más próximos, se les clavó el plomo en la frente, atravesándoles el hueso durísimo de la
cabeza. A los tres siguientes, que estaban más alejados, les partió el corazón porque el pecho brinda mejor
blanco. A todos los tocados por las balas, la muerte los cubrió con su manto.
Yo maté a uno —muy sorprendido él— de una pescozada; chorreó mucha sangre en la arena mientras
las tinieblas le cubrían los ojos. Le envasé el mata-vacas agudo en el vientre a otro, que parecía su hermano;
aquél derramó las tripas en el agua. Mientras abría el estilete, en un santiamén, Isidoro arremetió contra otro a
toda pujanza y le abrió la cabeza de un golpe con el revólver. El cabecilla, que había permanecido en la
retaguardia, emprendió la huida, pero Isidoro metió dos balas en el arma y se las encajó al desertor en la
espalda.
— Mejor terminar con ellos —expuso Isidoro, cargando de nuevo el revólver. A pesar de haberles
hecho un gran favor, los del Ye Man blanco se mosquearían si alguno de éstos hablase. No les parecerá bien
que unos extranjeros que vienen solicitando favor y amparo los libren de esta pestilencia, porque los hombres
son orgullosos.
— Claro. ¿Quieres que les dé yo el tiro de gracia?
31
La Fuga
— Pues sí, remátalos. Le hacemos un gran servicio a la humanidad quitando la mala raza de la faz de
la tierra. Mientras los retocas, yo rezaré por sus almas.
— Tomé el revólver como Isidoro me había enseñado, sin apoyar el dedo en el gatillo, y me fui
primero donde el gordo del espaldarazo, que era el jefe. Le metí una bala detrás de la oreja y dejó de gruñir.
Luego volví sobre los dos moribundos que se lamentaban derribados en el suelo, muy maltrechos, y los saqué
de su dolor de igual forma. Todos tenían el dedo pequeño del pie en forma de marañón —lo que llaman
“cashew” en Ye Man y “nigger toe” en Disney.
— Sus carnes serán pasto de auras tiñosas —propuse.
— Sí, muchos violentos no llegan a la vejez ni consiguen una digna sepultura. Era la única forma de
ponerlos en paz.
Nos dimos un chapuzón en el Mar Caribe porque teníamos las manos y los rostros ensangrentados.
Luego, seguimos nuestro camino, dejando en el olvido aquella desagradable historia. Me sentía ya cursado en
aventuras y no deseaba otras.
La suerte iba conduciendo nuestra fuga mejor de lo que temí en algún momento. Media hora después,
dea ducente, llegamos a la villa donde nos dirigíamos. Nos metimos en un restaurante que aceptaba dinero de
Disney. Estábamos medio muertos de sed. Nos atendió una jovencita cobriza de mis años y una belleza
excepcional.
“Where is the rope factory, please?” le preguntó Isidoro.
“Go up the road ten blocks” le respondió ella. “You can’t miss it.”
Mis ímpetus naturales me voceaban el gran atractivo de la muchacha. Tenía los rasgos finísimos, las
carnes duras, los labios carnosos, los ojos claros y la piel como el cobre. Por demasía, no parecía penar de
virginidad. Entonces, me embargó un horrible pensamiento: me pregunté si aquella jabada sería parienta de
alguno de los negros que habíamos liquidado.
32
Andromache et Helenus
Los rayos empinados del sol herían el mediodía. Seguimos la ruta indicada por la lindísima mulatilla. En
tiempos pacíficos, la hubiese invitado gustosamente a acompañarme porque la creí suficientemente dotada de
emociones tiernas y de un espíritu capaz de obedecer a las entrañas. A veces, es por bien que el ímpetu nos
haga perder la cabeza.
Antes de llegar a la fábrica de sogas, en una eminencia del terreno, hallamos a la blanca Andrómaca
que ayudaba a su pequeño hijo, Héctor, a dar los primeros pasos. Su viudez era muy reciente. Con plegarias
a Dios, la de la nívea piel no había logrado salvar a su marido de la negra muerte.
Cuando me vio llegar, Andrómaca palideció de asombro, como si divisara un espectro. Sus ojos
parecían indagar: “Si a mortuis revenis, dic mihi Hector ubi est.” Pero despertó pronto de su asombro y
derramó lágrimas de alegría. “Nefanda muerte la de tío Héctor —repasé. Horrorosa matanza de los mejores”.
Andrómaca nos contó su viaje al puerto de la villa donde estábamos desde que Isidoro la despidiera
en casa del pescador. El paso había sido llano y con buen tiempo. La noche de su fuga había sido tranquila y
había soplado el viento a su favor. El viejo pescador no había hallado contratiempos y la había depositado con
su hijo en el muelle de la bahía antes de la media noche. De allá habían llegado incólumes, en un taxi, a la casa
de Eleno.
En Antilia, uno de los jueces que condenaron a Héctor había acosado a Andrómaca. El negro estaba
empecinado en refocilarse con una mujer blanca en nombre de la revolución y del socialismo. El martirizante
acometimiento la convenció de que tenía que huir. Lo logró gracias a los buenos oficios de Isidoro. « Il vaut
mieux laisser croître ton démon » me había dicho el monje por aquellos días.
Entonces apareció Eleno, quien nos reconoció de lejos. Nos abrazó alegre y nos pidió noticias de los
nuestros. El más joven de mis tíos vivía en Ye Man preocupado por su familia asediada en la Antilia, de donde
no adivinaba más que negrura. Isidoro le refirió el asesinato de sus padres, librados de la senectud dos días
antes por una canalla innecesaria a la vida, y la fuga de los míos (adoptivos).
— ¡Dios creó al hombre en el infierno! —comentó mi tío, sollozando por los suyos.
— Ahora mismo, Dios debe de estar entretenido con otros asuntos —reconoció Isidoro.
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La Fuga
— Hasta acá llega la propaganda de la Antilia —avisó Eleno. Dicen que están construyendo una
sociedad donde nadie sabe de “lo-tuyo-y-lo-mío”, donde todas las cosas son comunes y, para sustentarse, no
hay más que pedirlo.
—Y todo eso por las buenas, consentido y sin engaños —soltó Isidoro, ridiculizando. La verdad es
que van a soportar un gran calvario por su tirano.
Eleno le había aconsejado prudencia a Héctor cuando éste desafiaba las injusticias cometidas en la
Antilia porque, al decir suyo, todos los hombres consienten a vivir. Inútiles razones. La astucia de los malvados
superó la rectitud del valiente. Su hermano cayó víctima de acusaciones falsas y otras mentiras sin pruebas.
Luego, había perdido a sus ancianos padres en una vendetta de la chusma.
Isidoro estimó oportuno mencionar el incidente en la playa con los negros, hacía un par de horas. Tío
Eleno, quien estaba establecido en el Ye Man blanco, abastecido de bienes y con la influencia que éstos traen,
quiso conocer los pormenores del montón de cuerpos en las cercanías del suburbio.
— Junto a un pedrejón erizado de picos, a cielo descubierto, hay diez negros que no volverán a sus
casas. Son diez los cadáveres insepultos en la costa. Ocho de ellos yacen en la misma arena donde dieron de
boca y dos más se mecen en el vaivén de las olas. Están a dos kilómetros del pueblo, picados por las auras
tiñosas, listos para ser hallados. Sus cruentos despojos tienen metidos en las cabezas los plomos de mi revólver.
— Que no se le dé noticia del caso a nadie —juzgó tío Eleno. No procede comparecer ante la justicia
por defunciones hechas en defensa propia. Pero la policía puede echarlo todo a perder. Mejor salir de aquí
antes de ser señalados. Voy a preparar la salida de ambos para el próximo amanecer con gente de confianza
que tengo en nómina. En cualquier caso, es mejor omitir la verdad porque no se puede contar con la gente, que
es fatua y habladora.
Tío Eleno había requerido en amores a la bellísima Andrómaca, viuda ya. La quería hacer su legítima
esposa para legalizarla con el pequeño Héctor en Ye Man y en España. Isidoro les vaticinó que la suerte les
tenía guardadas notables misiones a ambos y que tendrían noticias de mis padres (adoptivos) muy pronto. Así
de fácil, se terminó el periodo de luto por el esposo y hermano fallecido para darle paso al porvenir. Es
consabido que no hay hombre nacido, ya sea cobarde o valiente, que se salve de la muerte.
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Se hicieron los preparativos para la boda rápidamente. Muy alegre, y por transigir con la vulgaridad,
Eleno mandó a preparar una linda recepción. Se trajeron cerdos, novillos y gallinas, acompañados de golosinas
y vinos, que embaulamos junto a los muchos invitados. A la caída de aquella misma tarde, llegaron unos negros
con pelucas blancas, que eran los notarios y jueces del pueblo. Se firmó todo cuanto fue menester. Post solis
occasum, el Padre Isidoro ofició una misa en la iglesia católica de la comunidad y unió en matrimonio a
Andrómaca, viuda de tío Héctor, con su cuñado, Eleno. Se envió el acta a la parroquia.
Esa misma noche, Andrómaca consumó sus segundas nupcias en lecho compartido. Hasta el amor
sucumbe ante las leyes del olvido. “Que ella haga de él lo que más fuere de su voluntad” concretó Isidoro al
verlos alejarse rumbo al tálamo.
Antes de retirarse, Eleno nos había presentado al capitán que nos llevaría a la tierra de Tun-Tun. Le
disfrazó la verdad al marinero, asegurándole que éramos unos parientes venidos a su boda con gran premura
por marchar. Con respecto a nuestros planes de viaje a Disney, Isidoro me pidió paciencia: “Disneya quam tu
iam propinquam esse reris, longo cursu abs te divitur: prius circum Antiliam tibi navegandum est.”
Entre los invitados, hallé a Sandra, la lindísima mulatilla que nos había dado de beber esa mañana.
Como era de conversación fácil, la llevé a la orilla del mar. Me dijo que todos los habitantes de la comarca le
vendían cocos a tío Eleno para que les extrajera la fibra en su fábrica, donde varias máquinas las trenzaban, las
engomaban las teñían, las empaquetaban y las enviaban por todo el mundo convertidas en sogas de diversos
gruesos y largos.
Sandra me preguntó si Isidoro era mi padre. Le respondí afirmativamente. Me preguntó si tenía madre
y le dije que mi progenitora era algo así como un espíritu santo. No le pareció extraño.
Cuando le anuncié que marchábamos pronto a Tun-Tun, la tierra de los zombis y los esqueletos
vivientes, Sandra se asustó por mí. Me advirtió que, entre Ye Man y Tun-Tun, hay una pequeña isla habitada
por monstruos horrendos que viven en cuevas y devoran a los seres humanos y a los perros. Son enormes
esperpentos, unos tuertos y otros ciegos. Baten el mar, creando unas olas enormes que hunden a los barcos o
los despachurran contra los arrecifes. Soplan con tanta fuerza que invierten las embarcaciones. Luego devoran
vivos a los tripulantes, como los tiburones; a veces, revientan a sus presas contra las piedras y se las comen
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La Fuga
echando sangre por las narices, las bocas y los oídos. Al oírla, me asaltó un escalofrío de miedo porque yo
también había aceptado vivir. “Vale más alejarse de esa isla —pensé.”
Gozaba yo entonces del don del sueño, que procede de Dios. Somno nos dederimus. Cumpliendo
mis dieciséis años, me dormí junto a Sandra sobre una yacija de pencas de palma.
Cuando algo así como el resplandor de un incendio anunció el despunte del sol, me levanté del lecho
natural. Se apresuraba el clareo y me estarían esperando para zarpar. Le di a Sandra algún dinero para mitigar
su pobreza y una nota para tía Andrómaca, recomendándola de doméstica o de niñera porque era muy dulce.
Le di un beso perdurable y, bajo el velo de azafrán que cubría la aurora, corrí hacia el puerto. Nunca más vi a
Sandra.
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Mons Chacha
Cuando salté al barco, despuntaba ya el alba inquieta sobre el mar. Aurora ab oriente rubebat cum
procul humiles colles apparuerunt.
Tom, el capitán de bigotes rubios que habíamos conocido horas antes, acompañado de dos negros
armados con carabinas de repetición, hacía la inspección final del barco de siete metros de mi tío. Isidoro
invocaba a Dios en la popa, junto a los dos motores fuera-de-borda y los depósitos de combustible. “Eripte
nos e periculo!” rogó. Después de haber escuchado a Sandra, yo también rezaba porque los dioses poderosos
de los mares, las tierras y las tempestades no obstaculizaran nuestra travesía. En el Paso de Vientos donde
navegaríamos, se levantan algunas veces olas que arrojan las embarcaciones contra los escollos, tronadas
brutísimas que destripan a quienes tocan y torbellinos que arrastran a los viajeros al fondo del mar.
Cum praefectus navis caelum serenum videret, signum proficiscendi dedit. Salimos del puerto
despacio, bordeando la costa negra de Ye Man. Al pasar frente a la gran piedra de picos, advertimos una gran
congregación de auras tiñosas, empequeñecidas por la distancia. Estaban ocupadas en su grosera ceremonia
reconstituyente. « Voilà ces malheureuses créatures frappées par la colère de Dieu » me dijo Isidoro,
volviendo la mirada del suceso por no despertar sospechas. No supe si se compadecía de los muertos o de las
auras.
El día parió un bello sol. Por fortuna, el barco tenía techo de lona en la zona de popa. Lentamente,
salimos de las aguas de Ye Man y pusimos proa al norte. A mediodía, atravesábamos el mar abierto y, por la
tarde, navegábamos ya por el Paso de Vientos, cerca de la costa de Tun-Tun. El capitán Tom tenía instrucciones
de mi tío de dejarnos en algún puerto seguro de la península norteña del país. Una vez allá, por no tener que
tratar con las autoridades corruptas de la tierra, fletaríamos o compraríamos un barco. Tal vez nos uniésemos
a alguna excursión de emigrantes subrepticios. La corriente del Atlántico es propicia para llegar a las costas de
Disney desde Tun-Tun, atravesando las islas y los cayos de Yunkanoo.
Inde, postquam sol occidit, viae ad oram advecti sumus. Nuestra ruta nos obligaba a bordear la
Isla de Chacha. El capitán Tom ordenó levantar las patas de los motores e impulsar la embarcación con
pértigas, desconfiando de los bajos escabrosos. Distinguíamos resplandores de fogatas entre las piedras por
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La Fuga
toda la ladera del monte Chacha. Un horrendo fragor se elevaba al cielo y un olor pútrido ceñía el ambiente. En
cada uno de nosotros despuntó la inquietud.
Contenidas en la orilla, aparecieron varias siluetas de hombres negros desnudos, barbudos y cubiertos
de fango. Gritaban y coceaban de manera espantosa, como si estuviesen en la antesala del infierno. Isidoro
interrogavit ‘quis essent?’ et ‘unde venirent?’ Yo me preguntaba si el piloto nos habría llevado a la perdición.
El capitán Tom nos explicó que se trataba de todos los malandrines del Mar Caribe —la inmundicia
humana. “This is a dumping ground for criminals.” En aquel vertedero de criminales, se liberaban a todos
los asesinos, violadores, abusadores de menores y ladrones violentos que las cárceles no podían contener.
Encarnaban aquellos hombres la peor enfermedad de la tierra. Ningún barco anclaba allá por su propio
antojo.
Aquellos monstruos habitan en las cuevas y las grietas de la costa curva. Por el día, suben y bajan la
falda del Monte Chacha, gritando locuras. Por las noches, traman celadas para los viajeros. Si sobrepasan el
número que la isla puede sustentar, se entrematan. Unas veces, nadan hacia las embarcaciones que pasan, las
vuelcan en el mar, y se comen a los tripulantes; otras, se roban los barcos para escapar de su isla de infierno y
su condena —lo hacen sin deseos de reformarse. Si les cae entre las manos una mujer, así se trate de una
varonil amazona, la desbaratan a violaciones antes de comérsela. Atacan a cualquiera con porras, pinchos
agudos y piedras. Es de suponer que rieron alguna vez porque, pese a su desastrada condición, no quieren
morir.
Los que habían descendido a la orilla nos daban la impresión de estarse lavando en el mar. Pero,
repentinamente, se echaron todos de una al agua y comenzaron a nadar hacia nosotros. Lanzaban clamores
horribles que parecían estremecer el mar y la tierra cuando resonaban en lo profundo de las cuevas del Monte
Chacha. Los dos guardias tomaron las carabinas e hicieron fuego sobre ellos, matándolos o dejándolos a la
deriva, mal heridos y sin vigor, completamente relajados. Uno de ellos logró escabullirse entre los tiros, asir la
pasarela del barco y asomar su cara tuerta en popa... pero nadie puede saltar por encima de su sombra.
Isidoro le disparó a quemacueros, repulsándolo. “Monstrum horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptus
est!” maldijo el monje.
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Completamos el cabotaje del arco del Monte Chacha sin tener que matar a nadie más. Creo que tuve
miedo de mis propios pensamientos. Isidoro le dio gracias a Dios. “Estamos en las invictas manos de Dios” me
aseguró. Por mi parte, deseaba sinceramente aventuras menos violentas. Sentí un gran alivio al dejar atrás,
bien lejos, la montaña humeante que me parecía una sombra endiablada.
Amaneciendo, llegamos a la aldea norteña de Vuduba, en el extremo noroeste de Tun-Tun. Tom nos
llevó hasta una casucha de madera entechada con planchas de zinc. “Now, you’re going to meet Iuno,” nos
dijo “and you’ll soon be on your way.” Me sentí algo desconcertado, pero escuché la voz de mi madre a mis
espaldas que me instaba a entrar: “Age, vade!”
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La Fuga
Tun-Tun
Descubriéndose el día por el oriente, entramos a la choza de Iuno. En Vuduba, ella era una especie de
Estado que mediaba en todas las cosas de importancia. Tom le entregó un sobre con dinero de su nación que
enviaba tío Eleno; le dijo, por señas, que nos debía mandar a Disney. La vieja asintió, moviendo hacia delante
la cabeza encanecida.
El capitán Tom se despidió de nosotros y se embarcó inmediatamente para aprovechar el buen tiempo.
De regreso, en vez de acercarse a la Isla Chacha, creyó seguro y prudente navegar al sur por el centro del
Paso de Vientos. Les deseamos que los vientos y las tempestades permanecieran atadas durante su viaje de
regreso.
« Vous devez attendre trois jours avant de partir » nos dijo Iuno. Luego añadió : « Vous pouvez
rester chez moi ».
En tres días, se esperaba un ferry con bicicletas de uso, llantas robadas y alimentos enlatados. Todo
cuanto vestían, utilizaban o comían en Vuduva llegaba de otras tierras. De regreso a Disney, el ferry iría
cargado con docenas de inmigrantes ilegales —que la tierra de Tun-Tun producía constantemente— y una
muy bien escondida cosecha de marihuana. Iuno se ocuparía de que nosotros estuviésemos entre los pasajeros.
Aquella tierra parecía pacífica, lo que nos vino de maravilla porque ambos estábamos hartos de
violencias. Si bien comían gatos y auras tiñosas, los lugareños respetaban a la gente. Se refocilaban con las
yeguas, las puercas y unos con otros. Se gobernaba con temores supersticiosos, algunos de los cuales incoaba
la propia Iuno; creían, por ejemplo, que una maldición de la vieja podía provocar la muerte. No labraban la
tierra ni laboraban en industria alguna. Por ende, sonreían mucho.
Durante los tres días que pasamos en casa de Iuno, no comimos más que frutas silvestres ni bebimos
más que el agua de una fuente que brotaba de una piedra alta. A pocos metros del chorro, los tuntunes
convertían la corriente en letrina de todo el pueblo y charco de cerdos. En tres días, nos tocó presenciar dos
crímenes pasionales: un marido le quitó al amante de su mujer la fuerza de los pies y la vista de los ojos a
estacazos; luego, la apuñaleó a ella delante de sus hijos. Cuando le preguntamos a Iuno si vendría la policía a
investigar, se rió.
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La misma noche de los homicidios, Iuno nos contó la historia de su vida. Declaró que no veíamos ya
más que los despojos de su hermosura. De joven, había sido requerida en amores por un francés que la llevó
a vivir a Paris. Allá había pasado cuarenta años con media docena de amantes que la adoraban y la trataban
como a una reina. Por no aburrirse, había estudiado abogacía. Cuando se puso vieja y menos lúbrica, harta de
pasar frío, sin ayes ni suspiros, regresó a su tierra natal a sentar cátedra de bruja. “Y yo que la tenía por
persona casta” recapacité. Después de pormenorizar su historia, Iuno nos dijo: « Il faut faire beaucoup
d’attention, mes amis : les hommes se sont dit et se sont laissé dire bien des mensonges. » Sus palabras
fueron proféticas.
Vuduba había sido un asiento colonial. Cuando lo vimos, era un caserío muy pobre en la orilla Atlántica
del país. Los bosques que una vez poblaron la tierra se habían talado para madera y combustible. La capa
vegetal, que los magníficos árboles una vez sujetaron entre sus raíces, se había deslizado al mar.
— Hace más de doscientos años —me contó Isidoro— esta tierra era de gente blanca. Los
contemporáneos de nuestros tatarabuelos señorearon aquí, dirigiendo a los de estos negros. Entonces se
cultivaba el café, se producía melaza y se sostenía un comercio activo con Francia. En aquel tiempo, los negros
se rebelaron contra el arado y mataron a muchos blancos en nombre de la libertad. Los sobrevivientes de las
masacres emigraron a la Antilia y a otros lugares.
— Aparentemente, la historia se repite ahora en Antilia.
— Es tal como dices. Se han trocado los nombres y se ha adornado el cuento con expresiones
civilizadas, pero la historia es la misma.
El ferry llegó una tarde y ancló cerca de Vuduba toda la noche. Primero, se descargó la ropa de uso
y el unto de puerco que llevaba. Luego, un soldador blanco de Disney se ocupó de quitar y poner planchas de
acero en la barriga de la nave para almacenar entre ellas el enorme cargamento de marihuana prensada y
envuelta en paquetes a prueba de agua. Al día siguiente, muy temprano, los marinos trasegaron en botes de
remos tres docenas de hombres, mujeres y niños sin papeles que emigraban ilegalmente a Disney.
El capitán del navío, un hombre blanco de corte mediterráneo —italiano o griego tal vez— nos fue a
conocer a la casa de Iuno. Cuando recibió la paga por nosotros en moneda de Disney, se puso muy contento
y tornó amable y obsequioso. « Je vous désignerais, Messieurs, la meilleure cabine privée avec une
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La Fuga
verrière pour regarder en dehors » nos prometió. Al menos, no iríamos hacinados en el salón abierto del
ferry con los demás.
Partimos de Tun-Tun aquella tarde. Iuno nos acompañó al muelle, llevando de reata a su perro —que
nadie osaba comer por miedo a un anatema suyo. « Bonne chance, mes amis ! » nos despidió. Y amplió:
« On a payé très cher votre voyage ».
« Ouah! Ouah! » ladró el perro tuntún.
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Tempestas
Cuando zarpó el ferry, Aeolus tenía bien sujetos los vientos, las marejadas y las tempestades. De esta
suerte, arrumbamos toda la noche. A pesar de que llevábamos el radio descompuesto, los diez miembros de
la tripulación bebían y canturreaban alegremente.
Al otro día, cuando la aurora trajo la luz, navegábamos despacio entre las islas de Yunkanoo. Entonces,
el mar comenzó a picarse y empezaron a formarse nubes grises. ¡Extraños giros de la naturaleza! En definitiva,
las nubes oscuras se fundieron en una sola que ocultó el cielo, esparciendo aterradores relámpagos por todo
el espacio. Caelum tronitru misceri incipit.
En breve, una legión de fuerzas huracanadas se desató sobre nosotros. Se turbaron las tierras con los
golpes de las aguas arrolladas y unas grandes sinuosidades agitaron el mar. Bajo la torva faz de un cielo
fulgurante de centellas, saltaba un gran número de olas negruzcas. Desde los senos de aquellas ondas, las
murallas líquidas parecían llegar al cielo. De adjunto, las crestas de las olas golpeaban fuertemente babor y
estribor. Tal parecía que el ferry, caído de una fluctuación, se iba a destrozar contra el fondo o sería devorado
por el impetuoso remolino que nos agarraba.
Se dio la orden de lanzar el exceso de peso por la borda. Muy asustados de los resonantes truenos,
entre un inmenso vocerío, los diez marinos negros, el capitán y el soldador echaron al mar los racimos de
plátano, los sacos de café y los embalajes de tabaco que llevaban de todos los países del Caribe. Si bien era
pronto para trocar nuestras esperanzas, sentimos la tormenta romper el timón y dejarnos a la deriva.
Apparent rari nantes in gurgite vasto...
De repente, aparecieron en el torbellino muchos bañistas. Un vistazo a cubierta nos cercioró de que,
tras la polvareda de agua fina, el capitán y los suyos estaban aligerando la carga humana del ferry. ¡Bonita
forma de mirar por los pasajeros!
Entre horrendos gritos, el funesto tumulto de inocentes trataba de huir de sus verdugos. Los más
débiles corrían por la cubierta, deseosos de que no los privasen de mejor vida. Pero no había más escondite
ni refugio que el mar embravecido. El capitán azuzaba tranquilamente a sus perros contra aquellos infelices que
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La Fuga
gritaban como animaluchos aterrorizados. Cuando los prendían, ya fuesen hombres, mujeres o niños, los
echaban por la borda.
Los diablos causaron gran confusión y miedo destrozando vidas. Hacían grandes estragos: un machetazo
en la cadera de una madre, una cuchillada en el costado de un hombre, un porrazo en la espalda de un
adolescente. Los inocentes caían en gran número, salpicando las pasarelas de sangrientas manchas. No lo
pudimos sufrir.
Cuatro negros subieron la escalera rumbo a nuestra cabina. Isidoro creyó oportuno cambiarnos de
lugar. Entraron por el pasillo, camino al compartimiento que habíamos ocupado. Se presentaron muy pronto
en fila india donde estábamos escondidos. « Il faut jeter en dehors les deux blancs aussi! » exclamó el
cabecilla.
Fueron las últimas palabras de aquel personaje abominable porque Isidoro le metió un plomo detrás
de la oreja; cayó soltando un sanguinoso rocío. Sin haberse disipado el sonido del primer disparo, el arma
detonó de nuevo; otro balazo atravesó el flanco del segundo en la sarta y la sangre caliente brotó como
manantial del cuerpo agujereado. Al tercero en la ringlera le temblaron las rodillas cuando sintió el tajazo que
le di en el cuello; cayó al piso haciendo por hablar. El cuarto asesino emprendió una fuga a la desbandada,
pero cayó con la nuca rota por el disparo que lo atravesó de atrás-alante y le levantó la piel de la cara; la vida
se le escapó antes de disipar su sangre ardiente.
Salimos por el mismo pasillo do habían entrado nuestros presuntos homicidas. En ese momento, sin
recelar, subían por la escalerilla de acero cuatro brunos más. Asiendo fuertemente el pasamanos de la escalera
para amortiguar los bandazos que daba el ferry, Isidoro esperó a que estuviesen a toque de mano. Le clavó al
primero un tiro en el hígado y al segundo, que trató de sujetarlo, otro en la mejilla. El tercero recibió el plomazo
en medio del pecho. El cuarto cayó hacia atrás y se desnucó en su caída con los otros tres encima.
Mientras recargaba su revólver, Isidoro me dijo: “Será lo que Dios quiera, pero tenemos que cortarle
la cabeza al monstruo porque en ella se fraguan las malas ideas”. Nos fuimos directamente a la cabina de
mando, donde hallamos al capitán y al soldador.
El monje los acometió seriamente. Primero, mató al soldador: le hundió un plomazo en la frente que le
conmovió el cerebro y bañó la pared de sangre. El capitán le rogó de rodillas que no le volara los malos
pensamientos de la torcida mente. Isidoro le dijo fríamente: « Alors, sautez ou mourrez » alzando el martillo
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del revólver. El capitán saltó al mar con más deseos que si tuviera el culo ardiendo. Soportó una torpe clavada
de pecho que lo atontó. Lo vi romper la cresta de una onda una sola vez, para coger aire; luego, desapareció
atrapado en el guante de una tremendísima oscilación. Es sensato suponer que el perverso se haya ahogado.
Salimos a cubierta esperanzados de poder salvar la vida de algún inocente. No fue así. Los cuatro
marineros restantes habían herido en el muslo a la última pasajera y, aupándola, la lanzaron al mar. La muerte
de los inocentes estaba consumada. Indignado, Isidoro cargó el revólver otra vez y me dijo que debíamos
atacarlos. Nos acercamos al grupo con dificultad porque andábamos muy sacudidos por la tormenta. De muy
cerca, trabamos batalla con ellos. Antes de volverse hacia nosotros, ya el primero había entregado la vida con
el primer tiro del revólver; exánime, enrojeció de sangre la cubierta. Una bala en el pecho postró al segundo,
que cayó con el ánimo muy afligido. « Pouah! » soltó el tercero con los dolores agudos que le provocó la
cuchillada que le di en el vientre; la sangre caliente que brotó de la herida se disipó humeando en el velo de
fosca. El último asesino cayó abatido por una bala que lo alcanzó en la boca y le reventó la nuca; se desplomó
y no volvió a tornar jamás a su humano sentido.
Luchando contra la batida del mar y la fuerza del viento, echamos al agua todos los cuerpos. Se había
suscitado tal tempestad, que no sabíamos a derechas donde estábamos. Por todo el mar había oscuridad,
agitación y lluvia. “Espíritu materno —oré— ¿cómo osan los elementos atormentarnos sin permiso de Dios?
Desatar semejante mortandad es injusto. ¿Por qué la mala fortuna estrecha a los buenos? Calma las olas,
sujeta los vientos, apaga los rayos y acalla los truenos.”
Dum talia verba iacta, escuchamos la voz de mi madre. “Se lo iré a pedir a Dios sine mora”
prometió.
Seguimos a la deriva varias horas. A bordo, no quedábamos más que nosotros dos.
La embarcación hacía agua. Por fin, en la ruda e impredecible mañana, el nubarrón negro se partió en
nubes bajas que se dispersaban y dejaban pasar algunos relumbres de sol. Se empezó a calmar el mar furioso.
Citius aequor tumidum sedavit, nubes collectas dispulit solemque reduxit. “Por fortuna, nos ayuda la
diosa de la hermosura” comentó Isidoro.
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La Fuga
Entre la telaraña de nubes que se abría, reconocí un saliente umbroso asentado sobre una mancha en
el mar. No advertíamos claramente si la silueta del macizo se acercaba o se apartaba del casco del navío.
Varios dientes-de-perro sobresalían en el camino pensado a tierra firme. Cuando distinguimos los cocoteros
del islote, supusimos que la corriente nos llevaba a él. “Mejor saltar ahora —recomendó Isidoro. El ferry está
muy apesgado y desnivelado por el agua: va a trastornar o a pegar contra un arrecife”.
Preparamos rápidamente una especie de balsa sobre seis salvavidas atados con cuerdas. Encima de
ellos, aseguramos nuestros zapatos, el revólver con la última carga de balas, un botiquín de primeros auxilios,
puntas, soga, machetes y hachas. Saltamos justo a tiempo de evitar el topetazo del ferry contra un escollo.
Nos alejamos nadando de piedra en piedra entre el burbujeo del ferry que se hundía.
— ¿Crees que haya tiburones por aquí? —le pregunté mecánicamente al monje, observando un
rapidísimo rabihorcado caer sobre una mancha de peces.
— Tal vez, aunque deben de estar satisfechos con todos los que se han comido esta mañana.
— No tengo vocación de matón.
— Ni yo. Pero nos ha tocado en suerte ser agentes de la Historia.
Los momentos de descanso fueron molestos porque las piedras estaban muy erizadas a causa del
milenario azote del agua. Por suerte, el mar se había calmado.
— Me imagino que algún propietario mande a buscar el ferry —expuse cuando nos preparábamos a
cruzar el trecho que nos separaba de la playa.
— Mejor que no hallen nada —me respondió categóricamente mi padre.
Con el agua a la cintura, anduvimos el último tramo sobre una alfombra de algas verdes. Nos saltaban
a la vista los tonos amarillentos y anaranjados de los caracoles marinos. Retiramos dos de ellos para comer.
— Parece que no nos vamos a morir de hambre —anunció Isidoro. Entre estas hierbas hay gusanos,
cangrejos, caracoles, erizos, estrellas de mar...
— Yo no como gusanos, erizos, estrellas de mar ni cosas por el estilo.
— No seas delicado, Jacques. Cuando el hambre aprieta, uno sueña con raíces, insectos y lagartijas.
— Oye, ¿por qué me llamo Jacques?
— Porque, cuando naciste, estaba leyendo el Émile de Jean-Jacques Rousseau y creí las idioteces
que decía. Luego, la experiencia me enseñó que estaba equivocado.
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— ¿Sabes dónde estamos?
— Estamos en el resalto del gran atolón que subyace este islote. Posiblemente nos hallemos a sotavento.
La isla se debe de haber formado por acopio natural de fragmentos de coral superpuestos al banco de arena
que cubre el arrecife.
— Veo plantas y flores amarillas en la tarima de la playa.
— Es la obra de Dios. Cuando llueve, los añicos de coral se disuelven y se convierten en piedra caliza.
Llegan cocos en germinación empujados por las olas. Las aves traen en la tripa semillas de lugares distantes.
Luego llegan nadando las iguanas.
Salimos a la playa arenosa. La lluvia había cesado con la huida de las nubes tormentosas. El sol estaba
pegándole a la tierra de nuevo. Nos sentamos a reposarnos de la braceada a la sombra de unos cocoteros
arracimados. Isidoro le dio gracias a Dios por estar salvos.
47
La Fuga
Venus Genitrix
Rompimos con la hachuela los caracoles. Con su carne blanca, que aún se agitaba, mitigamos el
hambre voraz y vieja que nos oprimía.
Para apagar la sed, me até una soga alrededor de la cintura y del tronco arqueado de un cocotero
cargado de frutos verdes como óvalos. Apoyando mi peso ahora en la fricción de la soga, ahora en pies y
manos, escalé las anillas del fuste hasta la corona del árbol. Separé cada fruto del tallo en que colgaba,
abandonándolo a la celeridad natural que lo separaba del suelo; el asiento de arena los contuvo entre un
concierto de sordos baques elásticos.
Antes de bajar del cocotero, talé a golpes de machete una docena de pencas largas que cayeron
sonoramente al piso. Las pencas hacen buen jergón y entechado.
Contábamos ya con treinta depósitos de a litro de agua media dulzona y con sabor a fronda. En los
cascos vacíos de los cocos podríamos acopiar agua de lluvia.
— Se puede recoger de un mismo cocotero cien cocos verdes cada noventa días —afirmó Isidoro.
— Espero no andar por aquí para la próxima cosecha.
— Ni yo... pero las cosas no suelen salir como uno quiere.
En la paz del claro mediodía, nos adormecía el murmullo de las hojas de las palmeras que mecía el
viento y las ondas menudas que rozaban la playa. Pero el deseo de sondear la isla era mayor que el del
descanso.
La isla era mayor de lo que abarcaban nuestras miradas. “Si estamos en Yunkanoo —indicó Isidoro,
oteando el horizonte— vendrán turistas o nativos. Si estamos en la Antilia, nos tendremos que batir con los que
hallemos... y andamos cortos de municiones.”
Per varios casus, per tot discrimina...
El trozo de mundo entre la playa y la roca que nos obstaculizaba la vista era relativamente pequeño.
Pronto descubrimos que nos hallábamos en un pequeño cabo separado del resto de la isla.
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La playa de arenas blancas terminaba en dos radas fundidas con escollos. De una parte, brotaba un
manglar de légamo y arcilla en donde se agarraban las raíces de cuantiosos árboles de ciénaga y abundaban
los insectos. Del lado opuesto, la costa se hacía intransitable, estorbada por cadenas de punzantes rocas
recubiertas de un resbaloso musgo colonizado por ínfimos cangrejos. Detrás de las radas, se avizoraba un
cerrado bosque sin senderos que parecía contener uvas caletas y pinos.
La roca alta que obstaculizaba el cabo donde estábamos era empinada y sumamente puntiaguda.
Estimamos que era aún menos transitable que el pantano o las piedras calcáreas. Hubiese sido peligroso
intentar marcar un sendero a la otra parte de la isla por ese rumbo.
Regresamos a la playa y tomamos el camino arenoso de la costa. Antes de llegar al maloliente marjal,
donde el mar era oscuro, sin bancos de arena ni playas, dimos con una diminuta ensenada. En una pequeña
poza de aguas claras, se escurrían moluscos entre los tallos de los mangles y las piedras.
El sol chispeó toda la tarde sobre la marea alta, las palmeras y el banco de la playa. Oscureció sin
masas de nubes húmedas, luces de relámpagos ni ecos de truenos. Recogimos fibras de cocos secos y trozos
de mangles casi devorados por el sol. Con una caja de cerillas que habíamos salvado del ferry, ardimos una
hoguera; al anochecer, volcamos en ella las langostas y los cangrejos que habíamos atrapado con el pincho.
Cuando se endurecieron, nos supieron a gloria acompañadas de la masa tierna de los cocos verdes. Por el
momento estábamos atrapados en el cabo.
Mientras tratábamos de cómo íbamos a salir de aquella dificultad, apareció frente a nosotros una
nebulosa figura de mujer. Una voz dulce y recóndita, que parecía acarreada por el hálito del mar, nos dijo:
“Heus!”
— Creo que es tu madre —me dijo Isidoro.
— Dea certe, vultus tibi haud mortalis est nec vox humana sonat —me dejé hablar. Quienquiera
que seas, dime en qué playa hemos sido arrojados.
— Estáis en las orillas de un islote seco de Yunkanoo.
— Erramos sin saber a dónde vamos.
— Humanum est. Conozco tu historia, hijo de Venus. Huiste del enemigo, te abriste paso entre
infames, sobreviviste los embates de los elementos. Era tu destino. He estado a tu vera, cuidándote, durante
49
La Fuga
cinco días. He guiado tus pasos desde que emprendiste la fuga de la maldita Antilia. Sé que buscas una nueva
tierra. Perge modo quo te ducit via! Irás a Disney.
Luego, volviéndose a mi padre, enunció con cierto pesar en la placidez:
— Fuiste una vez, junto conmigo, víctima inocente de las flechas del imprudente y retozón cupido. En
esta isla, hallarás tu bien merecida recompensa a la resignación y la fidelidad. Perge modo quo te ducit via!
Habrás de conocer a Dido, la viuda que construye sola su casa desde que murió asesinado su esposo.
Con estas palabras, se esfumaba y se alongaba la imagen de Venus. “Mater, tutis filium falsi eludis
imagininibus” destrabé mis palabras tras de ella. Entonces, una niebla nos rodeó.
— Ella es así de enigmática —me consoló mi padre.
50
Dido
Desperté en el momento que el sol despuntaba tras el arco del horizonte. El cielo estaba despejado y
no se advertían ondulaciones sobre el mar. Meneé la hoguera para que recibiese oxígeno y le añadí fibras de
cocos secos. Cuando aclaró, renuncié a capturar dos caracoles bermejos que resaltaban en la marea baja
porque el músculo de los conchs me había parecido duro.
A lo lejos, por la parte del pantano, se notaba como una asamblea de palmípedas que revoloteaban en
círculos. Dos tiñosas de alto vuelo también se portaron lentamente allende los manglares. “En un islote fiero —
especulé— hasta el aura aliabierta es un ave agorera.”
Cuando Isidoro preparó sus útiles, resolvimos volver a la poza clara junto al manglar para cazar algún
pez de carne suave. Él llevaba la hachuela y un cuchillo, yo otro cuchillo y mi navaja. Por el camino, le noté
varias canas en la cabellera lisa, alborotada por los acontecimientos. Calculé que Isidoro tenía ya casi cuarenta
años. Pensé que, a pesar de haber sido mi padre tan sólo una semana, se había ocupado de mí, de mis padres
(adoptivos) y de su convento durante dieciséis años. ¡Qué perseverancia, cuánta paciencia!
— La sangre de tu padre (adoptivo) —me dijo como si oyera mis pensamientos— no está tan lejana
de la tuya como quizás supongas: el ultimado Héctor, Eleno, tu padre de crianza y yo somos hermanos por
parte de tu difunto abuelo.
— Entonces, ¿mi padre es mi tío?
— Cierto. Los otros tres son hijos de tu abuela.
— ¿Y tu madre... mi otra abuela?
— Fue profesora de Matemáticas, de apellido Luzárraga. Murió cuando yo era niño.
— ¿Y cómo ocurrió tu llegada?
— Como consecuencia de un romance descalabrado.
— ¿Me puedes dar detalles del asunto?
— Puedo, pero no quiero —me aseguró cuando llegábamos junto a la poza.
51
La Fuga
En ese momento, la llamada de auxilio de una mujer reventó detrás de una densa broza. Corrimos en
derechura hacia el grito por el lodazal, entre enormes mangles negros. Cortando con el hacha las raíces aéreas
que nos entorpecían y apartando las breñas, nos abrimos paso bajo un dosel de flores blancas y hojas brillantes.
Se repitieron los sonidos agudos de las llamadas de socorro. Apresuramos el paso cuanto pudimos
entre el fango que nos daba a los tobillos. Aparentemente, en aquel islote incivilizado la naturaleza no le
concedía derechos a nadie. Una arruga entre las cejas de Isidoro reflejaba gran ansiedad. Al aproximarnos a
los gemidos femeniles, unas risas de hombre ondularon el aire en nuestros oídos y una voz satírica apuntó
claramente: “My bad I wanna fuck you,White bitch!”
Subida a una raíz aérea que descendía hasta el fango, una mujer de cabellera ámbar, resplandeciente
como el fuego, sollozaba. Sus encendidos ojos azules estaban llenos de miedo. Las carnes blancas le temblaban
de arcaico terror. No llevaba más vestido que una desgarrada braga. Las hojas serradas de la tupida vegetación
le habían rayado las pálidas extremidades.
Como hienas, tres negros desnudos, con penes erectos, habían rodeado el mangle rojo. La vikinga
blandía un duro palo de bambú sobre sus cabezas. Alternaban a subir por la raíz voladora, pero caían repulsados
por los golpes que la mujer les daba en las manos con la caña. Cuando los candidatos a la violación agitaban
el árbol para dar con la presa en tierra, ella se retiraba al amparo de las hojas ovaladas y su pelo de antorcha
se confundía con las grandes flores amarillas. Obsesos por precipitarla a tierra, los rugientes salvajes lanzaban
a lo alto carapachos de cangrejos, trozos de raíces y conchas que rebotaban en hojas duras como la piel de un
buey.
Repentinamente, con una estúpida e inhumana sonrisa de alegría, una de las repugnantes criaturas
atrapó la vara de la rubia y la bajó del mangle con un brusco tirón. Ella cayó al fango. Los tres negros se le
acercaron peligrosamente. Los dientes de la indefensa mujer crujían de miedo, sus rodillas adquirieron la
rigidez del terror y sus mejillas empalidecieron.
Habíamos cobrado una gran indignación contra aquellas bestias sin juicio para perder. Endureciendo
la mirada, Isidoro apretó el mango de la hachuela —porque la voluntad lo impelía a acometerlos— y se le
acercó a uno de los brutos. Un airado deseo de matar le subió a los ojos. Su valor hizo liviana el hacha. No
olvidaré jamás la mirada zarca de mi padre cuando le llevaba la ruina al enemigo: era semejante al cielo en que
bulle la tormenta.
52
El tiznado no pudo soltar su última insolencia. Un vigoroso golpe, cargado de ira, le abrió el duro
cráneo. El filo arqueado del hacha escindió todos sus malos pensamientos. Un chorro de sangre gruesa voló
hacia el mangle, manchando las hojas elípticas. Las rodillas del fuliginoso criminal se aflojaron. Se desplomó
de bruces, besando sin sentido el fango. Arrastrando hojas y regando mucha sangre por el suelo, descansó la
cabeza contra una gran raíz para no volver a levantarse.
Mientras Isidoro forcejeaba por sacar la filosa hacha del rajado hueso, el segundo prieto en ristra se
percató, atónito, del espectro de destrucción que había caído sobre su compañero. Llegaba yo, al instante,
con los pies ligeros de la juventud, firme de ánimo en el pecho y el cuchillo por delante. Me presentó el
sudoroso perfil. ¡Ah, su hado infausto: sobre todos pendía la ruina! Antes que le pudiera ocasionar un lamentable
mal a mi padre, descubrió que se habían topado con dos guerreros. No pudo sortear el golpe. Le endosé la
hoja entera del cuchillo en las tripas y, a dos manos, le corté el hígado. Una pálida preocupación le cubrió los
cueros. La caña que le había arrebatado a la mujer se le fue de las manos. Profirió una horrible palabra y la
vida lo comenzó a abandonar. Antes de sumirse en su tenebrosa noche, le di un tajo en la sien y le clavé el
cuchillo entre la quijada y la oreja. En su ceguera, tropezó con el camarada que había mordido el fango por el
mismo pecado. Cayó, rojo de carnicería, cogiendo con la mano un puñado de fango ensangrentado. Y un
último rugido sordo salió de su cercenada garganta mientras hundía la nariz en el miasma con la mente llena de
vacío.
El tercer malandrín de la serie había empujado de espaldas, contra el cieno, a la apuesta rubicunda.
No advirtió la alígera contienda que se había armado del lado opuesto del enorme mangle. En su ofuscación
violadora, aullaba como un chimpancé y un sudor denso le enlucía el oscuro torso. Le rajó los panties a la
bella. La del pubis semejante al sol rodaba de lado a lado para evitar el ingreso del venenoso ofensor. Gritaba
su desesperada protesta con una valiente distinción. Para someterla a sus diabólicas intenciones, el perverso
—su bien era el mal ajeno— enarboló el brazo en alto y descargó una terrible puñada en la cara de la mujer,
cuya graciosa cabeza abatida hincó el barroso suelo.
Mientras esto ocurría, los ojos de mi padre brillaban como la llama que surge impelida de la cánula de
gas. Ille flagrabat bellandi cupiditate. Sacó el cuchillo de la funda y, con la valentía que derrota, se lanzó
sobre el asaltante como un león furioso, como el incendio que abrasa un pajar. Enardecido, dio con el negro
abajo de un sañudo empellón, hiriéndole en el cuello con la punta del cuchillo.
53
La Fuga
A la vez, saltaba yo a la contienda con el destino del truhán entre las manos. Con el estilete, le atravesé
los testículos. Una gran cantidad de sangre caliente manó de la herida. El presunto violador comenzó a revolverse
en el fango como un puerco salvaje herido de castración.
Con el filo del cuchillo, Isidoro le separó la cabeza del cuello al malandrín. Como una bola, la testa
negra rodó a mis pies. Llevaba el maldito animal la bemba abierta y los ojos vidriosos velados por una espesa
niebla de muerte.
Isidoro examinó a la maltrecha, extenuada y enlodada mujer. Ella estaba aún aturdida por el efecto del
castigo recibido. Por gusto y antojo del corazón, la tomó en sus brazos y regresó por la misma brecha que
habíamos abierto minutos antes. “Solve metus” le dijo, invitándola a cesar el lastimoso crujir de aquellos
dientes blancos como la leche. Animada de un sentimiento inocente, la mujer le echó un brazo al cuello a mi
padre y apoyó la cara en su hombro. La expresión de sufrimiento se borró de su semblante.
A los pocos minutos, bajo unos panales colgantes de abejas que no habíamos visto antes, cruzamos el
linde del pantano. Nos dirigimos a las aguas claras de la playa a higienizarnos del sudor, el lodo y el crúor
recibidos en la lucha. Atrás quedaron los despojos de tres para saciar de carne a los cangrejos y a las aves
carnívoras.
El baño realzó la belleza excepcional de aquella mujer. Tenía entonces casi treinta años. Resaltaba a la
vista la gracia de sus brillantes ojos azul cielo, coronados por pulcrísimos arcos de cejas rubias. La nariz era
fina y los labios rectos y carnosos. Llevaba la larga cabellera de suaves ondas partida sobre la frente. A pesar
del moretón que le deslustraba la mejilla izquierda, de su fina cara puedo decir que era bella. Era casi del
mismo alto que Isidoro, espigada, de senos firmes y cintura estrecha. El contorno de las caderas era sutil. Las
extremidades eran largas, de curvas muy suaves. Mi padre debió de haber creído que se había topado una vez
más con Venus.
Aplacamos la sed con unos cocos, enarenándonos en nuestro asiento de playa. Ya sin temor ni espanto,
una sonrisa afloró a los labios de la mujer. Poniendo su mano sobre la de Isidoro, por fin rompió el silencio:
“My name is Dido.”
54
Dido Perterrita
Dido era más divina que humana porque así lo impone la belleza. La sentía discreta, dulce, leída e
inteligente. Consideré que, después de haber tenido padre una semana, en caso de salir del aprieto en que nos
hallábamos, iba a tener que continuar el viaje solo. Sin conocer yo a derechas cómo ansían los monjes, intuía
que él merecía mejor vida en una trama amorosa. Tal había proclamado Venus.
A la sombra del cocotero, le contamos a la bella de Yunkanoo, en pocas palabras, que éramos
refugiados de la Antilia, lanzados por la tempestad a las orillas del islote deshabitado en que estábamos. “Si a
prima origine repetens labores nostros narrem, ante vesperum finen non faciam” previno Isidoro.
Dido venía de sufrir el embate de una gran catástrofe. Antes del atentando de violación en cadena,
había estado cerca de perder el fantasma. A mi modo de ver, mi madre la había salvado. En su heroica
desnudez, nos contó otro espantoso crimen perpetrado recientemente en el Mar Caribe. La historia que nos
hizo del barco hundido y nuestro consiguiente encuentro me persuadió de la fuerza del destino. Así habló Dido:
<< The S.S. Yarmouth left Yunkanoo City for Mickey yesterday at daybreak, immediately after the
storm. Everything seemed to be right. I was at the top deck’s railing, by the bow, watching the smooth curves
of the ship travel steadily the surface of the water. Two hours later, the boat exploded agleam with fire. Either
a powerful bomb, a radar-guided missile, a torpedo, or perhaps something else set off a blast that split the craft
at the center, from gunwales to keel. The device struck us like a thunderbolt, leaving many corpses sprawled
on the waves and much blood streaming seaward. Very quickly, the shattered S.S. Yarmouth foundered.
>> At the time of the blast, the boat’s lounges were humming with talk. Then, in an instant, death lay
hold on guilty and blameless alike, as in an act of God. Those who know how the ruinous swat came to be will
not speak. The dead cannot speak either.
>> The vigorous crash was followed by fearful flutters. The deafening explosion made the ship’s hull
come apart. The disturbance roared loudly, spewing forth a great breath of sweltering air. A terrible jolt loosened
the vessel’s seams and a shockwave whacked and floored everyone. The whirring of the engines faded and
died.
55
La Fuga
>> Hundreds of people, enwrapped in smoke and fire, were thrown off the craft —some of them
whole but most sheared to pieces. Body parts bounced off the deck and skidded over it. One man reeled
blindly toward the bow with wreckage, rent from the cabin by the outburst, thrust into his forehead and temples
and chunks of metal stabbed his gut; his bowels gushed out as he dropped overboard, gasping out his life.
>> A woman, struck fully in the belly by a flying steel fragment, staggered painfully about in a shambling
gait, shrieking while excreting guts and gore over the quaking deck. When her knees faltered, she leaned
against an entrance; then, a pitiless fire from a secondary explosion erupted through the door and smote her
face, exposing her tongue and molars as she lay stretched, belly up.
>> “Caramba!” I hollered as the shockwave burst through the air and rushed upon me like a blizzard.
A powerful stench of charred flesh arose and pervaded the surroundings. I staggered to my feet, totally baffled,
and grabbed hold of the railing.
>> Another woman, who had been thrown down headlong on her face, had impacted the deck quite
severely and was bleeding from the forehead. Too many were screaming in pain and horror as they grieved
their own excruciating deaths. Flying splinters killed or maimed countless folks in the inferno of slaughter and
ghastly groans.
>> Most passengers were fraught with panic and pain. The decapitated, stumbling promenade of an
officer gave me great fright. A whirling piece of steel had struck him on the side of the neck and cut clean
through just below the chin. Still speaking and winking the eyes, his worsted, bloodstained head rolled on
deck. Bloody dew, lit up by gushing flames from below, shot up through his severed arteries. As shadows
veiled his gawky stare, he fell body-over-head at my feet and life left him.
>> The ship was reeking with fumes and a mighty unfamiliar stench was rapidly loading the air. A
succession of detonations began to shake the vessel, twisting metal and tossing stuff about. As the ship listed
and began to sink, the temperature rose sharply. I anticipated a grand explosion that would end it all.
>> Anyone could’ve drowned breathing the poisonous air. As I prepared to jump ship, another
shockwave pushed me over the railing. After falling ungracefully some ten meters, I was fortunate to cleave the
water’s surface feet first. Numbed with bewilderment, I undressed and maneuvered away from the exploding
wreckage. “If this gizmo sinks now,” I thought, “it’ll take me down with it.”
56
>> The ship’s keel had broken, the ribs and stringers were detached, all the bracing was in disarray,
the metal plates were hanging from their welds, steel doors were blown out of their hinges and debris from
subsequent explosions were flying in all directions. The vessel had become a deadly trap for its crew and
passengers. So, the dead, the injured and the maimed burned on.
>> I swam away as fast as I could. It was my ill fortune that it rained and I became disoriented. At first,
I feared that a shark in its feeding-frenzy spirit would come from the depths of the ocean to eat me alive; then,
as I grew tired, I thought more realistically that I would drown.
>> Suddenly, a brutal grand blast boomed louder than thunder, renting the air. A variety of crass
sounds and much more debris, some of which splashed near me, were hurled into the sea. Immediately, the
wreck dropped below water, producing a bubbling disturbance and leaving a silvery haze on the surface.
>> As I swam around looking for a piece of floating wreckage, a boat, or a lonely coral island on a
reef, my arms became weary. Then, I floated on my back for a while.
>> A White dining-room steward and three Blacks —they had been waiters and kitchen aides aboard
the Yarmouth and are now dead in the swamp— had managed to escape in a rowboat with no paddles. They
pulled me out of the water and we drifted at sea for two hours. The steward gave me water, a man’s T-shirt, a
pair of pants and a hat. The Blacks began to look to me with a scheming mien. Their mothers may have been
filles de joie but I’m not.
>> We were near the swampy side of this islet when the Negroes attacked me: they ripped my clothes
to take me right there. When the steward asked the Blacks to stop, they became angry and clobbered him
brutally. He was vomiting blood when the Blacks threw him into the water. The white man lay senseless on the
surface until the sharks pulled him underwater.
>> While the Negroes were murdering the decent man, I slunk under the murky water to escape. I
would rather take my chances with sharks and barracudas than to let them lay their hands on me. Swimming
away again, fatigue overwhelmed my limbs and I almost drowned. Once I reached the island’s bog, I passed
out among the thickets.
>> Close to sunset, the Blacks managed to bring the boat ashore. They unloaded a kit of supplies and
other effects from the wreck that they had found at sea. The critters called my name in the twilight, offering me
food and water if I came out of hiding.
57
La Fuga
>> The thought of being taken by brutes was agonizing. Crouching among the bushes, I spent the
whole night in absolute silence. I shuddered like a frightened animal, scared of the clatter of the night, tormented
by the sting of insects.
>> A while after sunrise, the Blacks saw me. I fled up a tree. Providentially, I had secured a stick of
hard wood during the night, with which I managed to hold them off briefly. Then, you came. >>
“Your ordeal is over now” le dijo Isidoro.
58
Dido Regina
En cuanto supimos que había una lancha en el islote, resolvimos ir a buscarla. Como Dido, forma
pulcherrima, no tenía zapatos y estaba extenuada, la dejamos dormida sobre una penca en el cocotal.
Más ligero que un gamo, Isidoro cruzó la playa. Tal vez estaba ansioso de regresar a contemplar los
pezones rosáceos y la faz radiante de Dido, semejante a Venus. Nos metimos en el pantano caldo y húmedo,
atestado de insectos. Ya el brillante rocío de la mañana se había evaporado.
Espantamos las aves carroñeras de cabezas rojo-escarlata que, como sombras, esperaban comenzar
el festín de los repugnantes inimici Didonis. Desvestimos los cadáveres para vestir a Dido. De tres, logramos
reunir una muda completa sin rajaduras, cortes o huracos. A modo de exequias funerales, dejamos a los
muertos en un pequeño claro para las auras tiñosas. Los convertimos en antiguos zoroastrianos extremum
vitae tempus.
Post obitum, hallamos el remero de socorro atado a un mangle rodeado de algas. Dos pelícanos, de
un marrón ceniciento, estaban buscando comida en la panza de la barca; al acercarnos, voltearon los cuellos,
saltaron al agua encenegada y se marcharon paleteando. Adentro hallamos el botiquín de primeros auxilios,
salvavidas, un maletincillo de aseo personal, una brújula, bengalas de señalización, combustible gelatinizado,
pastillas desalinizadoras, limonada en polvo, aspirinas, vendas de gasa, alcohol, un abridor de latas, carne
enlatada, sombreros, avíos de pesca y cuchillas de bolsillo con cucharas y limas. “Estos negros —alegó
Isidoro— en vez de salvar vidas, las pierden.”
Isidoro, como he dicho, trabajaba velozmente. Rompió la madera en torno al candado que aseguraba
los batientes de la portilla bajo proa. Adentro, halló dos remos desarmados, sus tubos conectadores y anillas
con clavijas. Armó ambos remos y los metió en las anillas que había insertado en los cilindros verticales de los
lados.
— Suelta la barca y vamos ya —me instó.
— ¿Cómo no pensaron en buscar remos los otros?
— Porque eran cocineros.
— ¿Cómo se te ha ocurrido a ti?
59
La Fuga
— Considerando que un remero anda con paletas...
Remé con ligereza a la playa. Mientras tanto, Isidoro se rasuraba la barba aborrascada de dos días
con una máquina de mano que había hallado. Íbamos arrastrando, como un rabo, las ropas expropiadas para
diluir en el mar el lodo, el sudor y la sangre que las deslucían.
— Después de tantos hundimientos, alguien vendrá, ¿no? —le pregunté.
— Itast.
— ¿Estará en el mapa esta isla?
— Ni lo sé ni tenemos mapa.
Por fortuna, Dido había reconocido el islote donde nos hallábamos. Nos dijo que, siguiendo al este
cinco millas, había un cayo seco con una pequeña ensenada para resguardarnos del mal tiempo. Nos subimos
a la peña del islote y vimos aparecer, como un punto en la lejanía, la sombra del cayo. ¡Caramba no se nos
había ocurrido atisbar antes! Según la maja, navegando otras siete millas hacia el norte desde el cayo, llegaríamos
a la Isla de los Pozos, donde ella estaba levantando su casa. “Domum quam statuo vestra est” afirmó.
Como era apenas media mañana, decidimos partir inmediatamente. Dido se puso la ropa lavada y le
dijo a mi padre: “Gratias dignas tibi agere non possum —di tibi praemia ferant!” Isidoro talló con la
hachuela un remo de repuesto que serviría también de timón. Después de unos rapidísimos preparativos, nos
hicimos a un mar calmado bajo un cielo despejado y claro. Me puse un par de guantes y tomé los remos,
dejando que Isidoro guiara la proa al este con la brújula y la tabla de palma. Habíamos calculado que,
tomando en cuenta la corriente, para no extenuarnos, la singladura nos tomaría entre cinco y seis horas.
Por el camino, mi padre y Dido intercambiaron sus historias. La de Dido era triste también.
Dido vivía con su marido en Yunkanoo City, de donde distribuían por todas las islas electrodomésticos,
cigarrillos y ropa de importación. Las cosas marcharon bien hasta que un hermano suyo convenció a su marido
de comenzar a exportar tallas de artistas locales a Disney. El hermano había sido expulsado del colegio
exclusivo al que había asistido Dido y jamás pisó una universidad. Al decir suyo, no tenía nada que buscar en
los centros docentes porque los maestros son seres mediocres. Como se supo luego, concluyó en algún
momento de su vida que, para afirmar su libertad, tenía que burlar las leyes.
60
Frater Didonis impius atque scelestus erat. Es difícil cambiar de dios. A espaldas del esposo, el
hermano enviaba cargamentos de figurines vanos de madera con las cavidades repletas de drogas ilícitas
provenientes de los países indios del continente vía la Antilia y otros países. A medida que el negocio florecía,
con dádivas, el hermano cegaba a los funcionarios de las aduanas, adormecía a los jefes de la policía y torcía
el juicio de los jueces. Cuando el marido comprendió lo que estaba ocurriendo, indignado, le pidió cuentas al
cuñado que tanto bien había hecho. El aludido lo negó todo. Le advirtió al marido que no había nada qué decir
ni que él tenía nada qué saber. A las pocas horas, la policía halló al marido de Dido sin ánimo de soltar la
lengua.
En un sueño, la pintiparada a Venus vio la cara pálida de su difunto cónyuge. El esposo le reveló la
maldad de su consanguíneo y la persuadió a romper con él. Ella desvinculó la parte de sus bienes que no
estaba relacionada con las drogas, lo que alegró el corazón del maldito pariente. El malhechor estaba haciéndose
muy rico enviando las drogas en los barcos de turistas y deseaba alongarse del negocio lícito. Sin hablar
palabra, Dido pretendió ignorar lo que no le podía ya caer de la memoria —la prudencia es la madre del sano
subsistir. La paciencia le cuadraba; pero, a la vez, ardía en deseos de servirle de lengua a su difunto esposo y
de vengarse del mal hermano.
En un viaje a Disney, Dido se había puesto en contacto con las autoridades y les había dado las
razones del negocio de su hermano y los nombres de todos aquellos inscritos en la nómina de corrupción. En
pocos meses, las leyes estrecharon a todos los integrantes de la banda y, mal que les pesó, cayeron en manos
de la justicia.
Tanto los importadores de Disney como los exportadores del sur estaban muy alarmados porque su
libertad, y hasta su vida, estaban en la lengua del hermano de Dido. Por tal, antes de que sus nombres fuesen
revelados, se las agenciaron para eliminar al mal sufrido traficante; lo sofocaron unos galeotes de la cárcel
donde se hallaba por sus delitos. Poco después, se desató una gran pugna entre los malandrines de Yunkanoo
por resolver quién mediaría en la compraventa de narcóticos.
61
La Fuga
Cupido
Venus iussit Cupidum ut reginam amore incendat!
A la caída del sol, las nubes se sonrojaban con intensos tintes de rubí. Recorrimos el cayo, que era una
pequeña rada arenosa. Luego nos tumbamos en la playa, donde prendimos una hoguera. Como el agua
desalinada nos supo mal, cosechamos los frutos de un cocotero. La penumbra nos envolvió cenando la carne
blanca de un pargo que habíamos pescado durante la travesía.
Oscurecido ya, mi madre me sopló al oído que me fuera a dormir a otra parte. Con discreción,
pretexté el cuidado de la barca y me aparté cuanto pude. Al alejarme, me crucé con el blanco espectro del
pequeño Cupido. El niño se acercaba a la hoguera con las flechas a punto.
O, mater, gratias tibi ago! Gracias por favorecer a aquellos dos seres acuitados. Les cayó mejor
suerte de lo que ellos esperaban.
Ellos no vieron acercarse al dios, pero sintieron el flechazo divino. Dulcemente, Cupido fue borrando
el recuerdo del marido de la mente de Dido; y, con mayor celeridad, tachó del caletre de Isidoro las promesas
y los votos del monasterio. Et animum eius vivo amore accendere temptat. Dido se abrasó de un amor
ciego, expresado con palabras que parecían borbotear en el corazón. Ya Isidoro ardía de por sí. Y se deleitaron
toda la noche entre el arrullo y los ecos del amor. O flamma amoris! Yo le rogaba a Dios que no lloviese. O,
fortuna! ¡Qué buen acogimiento!
Al pintarse el alba, Dido se alzó colmada de sosiego. Una nueva placidez de cópula la embargaba.
Frente al sol naciente, interpeló al Cielo con las palabras de Nietzsche: « O ciel au-dessus de moi, ciel clair,
ciel profond! abîme de lumière! En te contemplant, je frissonne de désir divin. » Luego, volviéndose al
amante de sus buenas gracias: “Non dubito ut filium tuum dea natus est!” Y Venus sonrió porque los dioses
se precian de no equivocarse jamás.
Sin males qué cantar ni fantasmones en el cielo, nos dimos a bogar de nuevo. Íbamos de muy buena
guisa. En camino, acordamos qué mentira oficiosa decir... si fuese necesario. No deseábamos que nos acusaran
de algún desmán o que nos reclamasen la barca por hurto.
62
“Should we report the clash on the atoll?” preguntó Dido.
“That’ll only complicate matters,” le respondió Isidoro, enarcando las cejas.
“And the sinking of the Yarmouth?”
“Yes, your name is on the manifesto.”
“What am I to say?
“That you found this very boat on the water and escaped.”
“And what about you two?”
“Not a word.”
Estuvimos muy pronto de acuerdo en imponerle silencio a las lenguas y en no soltarlas por ningún
motivo. Somos dueños de lo que sabemos y esclavos de lo que decimos. Además, no es lo mismo un homicidio
que un asesinato. Conjeturamos que la gente de cualquier tierra comete grandes injusticias cuando delibera
sobre el bien y el mal. Hace mal por bien y... ¡hasta viceversa! Peor aún, contrariamente al espíritu de las leyes,
suele terminar juzgando a las personas mismas porque las buenas y las malas obras de sus semejantes la
confunden. Los mismos que tienen hachuelas y cuchillos opinan que una hachuela o un cuchillo estimula a
matar. Una mujer hermosa les hace pensar en tétricas crueldades nacidas de la pasión.
Las lindas mentiras y las omisiones evitan muchísimas complicaciones. Si les hablásemos de sesos
regados por el fango o de testículos y cabezas cercenados, pensarían mal de nosotros. Si imaginasen cómo los
pájaros carniceros les comen los ojos y los hígados a los insepultos, nos detestarían. No nos dejarían en paz,
sobre todo si han maldecido su vida alguna vez. Los accidentes de estulticia suelen estallar en las mentes
moderadas. No, no hubiese sido conveniente compadecer ante un juez inglés de nariz empinada: el magistrado
no hubiese querido entender que se mata por derecho natural. La obra maestra de la razón y la justicia fuimos
nosotros. No fue necesario persuadir a Dido de lo que decíamos porque la experiencia le había enseñado que
es mala cosa confiarse de burros o de bellacos.
Dido nos habló largamente de su ascendencia. Descendía la bella de familias blancas llegadas a la
colonia inglesa después de la guerra civil en Disney. Se habían asentado en la Isla de Pozos a cultivar el campo,
a ejercer el comercio y a lanzar la pequeña industria. Su estirpe europea se mantenía entre una miríada de
gente de color, cuidando de no caer en un desesperado término. Contrariamente a la degeneración en otras
63
La Fuga
partes, ningún negro había obtenido jamás las buenas gracias de las mujeres de la Isla de Pozos. Los hombres,
sin embargo, cuando se trasladaban a otras islas, sí impregnaban a las negras por mejorar la raza.
Cuando le tocó remar a Isidoro, le hablé a la boquiabierta Dido de un libro de Antropología titulado
“L’invention noire” que había hallado en el colegio de la Antilia (antes de que lo confiscaran unos negros), el
cual me había obsequiado el monje bibliotecario. En dicho tratado, Jacques Arouet, un antropólogo francés,
tildaba de torpes y mentirosas las obras publicadas hasta entonces.
Según Arouet, el negro es el híbrido resultante de la mezcla entre el blanco, que se retiraba de las
tierras gélidas durante la última glaciación, y un simio del África desaparecido hoy por asimilación. El “eslabón
asimilado” era semejante a un chimpancé, con el mismo número de cromosomas que el Homo sapiens —muy
parecido cromosoma X— y, por demasía, el espermatozoide humano penetraba fácilmente los huevos de sus
hembras. Por ende, no todos los híbridos fueron estériles, como las mulas, aunque quedaron confinados en
Hominoidea. Las formas arcaicas de hibridación se homogenizaron durante medio millón de años. La mezcla
se adaptó bien a las condiciones climáticas africanas, prosperó por todo el continente y emigró al sur de la
India y a Australia.
Hace poco más de mil años, el negro comenzó a aparecer por Europa y el blanco por África. El papa
Alejandro tuvo noticias de unos negros llegados a Liguria: “...comes Gulielmus in Liguriae... habebat
simiae, qui vulgo ‘maimo’ dicitur, cum quo et uxor eius, ut erat impudica prorsus ac petulans, lascivius
iocabatur. Nam et ego duos eius filios vidi, quos de episcopo quodam plectibilis lupa pepererat.”
64
Felix Dido
El silencio no suele traicionar al prudente porque quien calla no otorga sino que simplemente supera la
charla. También pusimos en razón que le haría bien al caso de la cautela echar al mar, en aguas profundas, el
revólver, los cuchillos, la hachuela, el estilete, y todo cuanto habíamos encontrado en el bote o llevaba puesto
Dido. Quo facto, como la bella quedó otra vez en traje de Eva, sin una hoja por pañal siquiera, Isidoro la
cubrió con su camisa para que, en caso de estar despiertos, los de la Isla de Pozos no conocieran las buenas
partes de su poseedora.
Para entonces, abrasados de amor, ya los amantes habían pasado juntos un par de sopores. Dido
había conquistado la entereza de Isidoro y éste se inclinaba ante la alteza de entendimiento de ella. La hermosa
viuda, que después de conocer a mi padre no supo más de lloros, respondía a sus preguntas con voz dulce y
desenfadada. En el largo silencio, intuí que allá solamente sobraba yo; además, la voluntad de mi madre era
que siguiera mi camino. El gallo que entonaba mi despertar estaba en una tierra más intemperante.
Como la noche había entrado con bastante oscuridad, desembarcamos sin ser vistos en el pequeño
muelle de madera frente a la casa de Dido. Evitando ruidos y voces, el seso dio con deshacerse de la lancha,
que la resaca sacó mar afuera. La transparencia es muy mala consejera y ningún río fluye bien de la desembocadura
al surtidor.
El extenso patio de la casa de Dido estaba colmado de matas de mangos, aguacates, toronjas, naranjas,
limones, papayas, plátanos y piñas. En las ramas de los cítricos dormían gallinas y guineos. Me complació la
isla verde e hidratada después de haberme enterrado dos veces en el tremedal pleno de mosquitos y ranas.
Las paredes de la casa, sin repello ni pintura aún, subían un metro por encima del techo casi plano,
resguardándolo de los ciclones. Las ventanas tenían mamparas de protección contra los vientos. Al interior
aún le faltaba buena parte de la electricidad, la plomería y la recubierta aislante. Según dijo Isidoro, monje de
todos los oficios, la casa era de una simplicidad inteligente, y estaba edificada en un promontorio.
La parte terminada de la vivienda tenía dos habitaciones. Como estábamos exhaustos y muy faltos de
sueño, nos acostamos extempo. Yo caí dormido en la habitación pequeña. Ellos durmieron en la grande
menos apaciblemente porque su afecto estaba muy espabilado: ni el cansancio les aplacó el deseo ni el sueño
les apaciguó el ahínco.
65
La Fuga
At regina amore flagrabat. Dido era feliz porque llevaba metida en el cuerpo la virtud del macho.
“Coniungium!” solicitó enardecida alguna vez. De hecho, aquel amor poético me trajo un hermano.
Prima luce, vi a la ninfa de la aurora atravesar serenamente el frutal, entre un coro de pequeñas
avecillas. Vestía un ligero cendal que traslucía su bellísima forma. Anduvo en sandalias hasta la punta del
muelle, donde se detuvo un buen rato mientras la mansa brisa matutina jugaba caprichosamente con el oro de
su cabellera suelta. La mirada de Dido se fundió con el arco azul del mundo. Entonces, llevándose las manos
a los pechos, se dejó hablar de esta manera:
<< Agnosco vestigia flammae! Pudorem solvo.
>> O, God, let him be true, for friendship is inconstant. Let me not be just an object of his lust. When
I yelped aghast, he came to the thick of my troubles to save me. When my eyes were misted and my flesh
quivered with great fear, he comforted me.
>> Now, my old grief is a shade. The old love has been cried for enough. My life has been rid of
gloom. Why should Dido anguish in emptiness all alone, as in a sleep of living death?
>> I’m mad with joy, no longer downed by lonesomeness. My bed never felt better. I can’t weep
anymore. >>
Isidoro era menos expresivo, pero adoraba la tierna belleza de la nueva Venus. Estaba tan enamorado
de la dorada belleza de aquel cuerpo como de la musa y la lucidez de aquella mente. Dido era simplemente
mágica.
Pasamos una semana encubiertos en el predio de Dido. Escuchábamos atentamente las noticias que
daba la radio para adaptar nuestra semblanza a lo que transpirase o, preferiblemente, para no tener que decir
nada. Del ferry de Tum-Tum, donde le habíamos dado venganza a tantas aflicciones, no se dijo nada. Ni el
casco de la nave, ni los espectros lanzados a la turbulencia por el derrumbadero aparecieron. Después acá, tal
vez por la ínfima calidad de aquellos desgraciados, no se había sabido nada.
Al decir del gobernador inglés, los indicios del hundimiento del S.S. Yarmouth eran claros: el ataque se
debía a una disputa comercial entre traficantes de drogas. La investigación, que había seguido el curso de sus
reflexiones, terminó muy pronto: se arrestó a varios delincuentes. Los maleantes y sus asociados del norte y
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del sur que no se habían fugado acusaron a los ausentes. De poco les sirvió. A cuantos prendieron, los
enviaron a Mons Chacha.
Cuando se desinflamaron las noticias, comenzamos a pasear por los andurriales de la Isla de Pozos,
que era lo más civilizado de Yunkanoo. En aquella isla, las calles eran de trazos rectos, las casas estaban bien
construidas y cuidadas, los jardines eran verdes y no había un palmo de tierra yerma. La población, además de
ser blanca, tenía muy buenos modales y era reservada. A pesar de todo lo dicho, no fuera a germinar una mala
idea en algún vecino, viajábamos casi a diario a Yunkanoo City con el propósito de arreglar nuestra situación
en el país. En la mirada queda de algunos paisanos de Dido se advertía como una displicente frustración
porque a ella le hubiese complacido ser ajena.
Deseábamos, sin tardanza, darle continuidad a nuestros proyectos. Hacíamos el viaje a la capital en
lanchas de pasajeros. Pater una cum Didone in urben diutius ibat. Yo tenía visado el pasaporte de la Antilia
para Disney y sólo necesité un cuño de tránsito. Isidoro se iba a quedar y tuvo que hacer mucho más. Pasó
otra semana.
Me alegro mucho de haber tenido padre tres semanas, a pesar de haberme caído en suerte matar a
seis hombres y a la mitad de otro. Dido dejaba entrever cierta tendencia a la maternidad. Yo pensaba: “Maerens
aetatem ages”. En Yunkanoo City, ella nos llevaba por la Calle de la Bahía, mostrándonos los comercios de
perfumes, ropas y licores, la pescadería y los hoteles. Animum Didonis amore inflamavit. A Isidoro también
lo quemaba incesantemente la llama del amor. Consideró pedir una audiencia con el Obispo de Yunkanoo
pero, sospechando cuál sería el consejo del prelado, desistió.
Aquellos ingleses eran gente inteligente, respetuosa del dinero, deseosa de conocer los hechos como
deben ser y no como son. Para que no lo echaran del país, Isidoro cogió su herencia —más que una mediana
fortuna— que llevaba colgada del cuello en moneda de Disney y abrió una cuenta en el banco suizo de la
colonia. Decidió desaparecer el pasaporte de la Antilia, donde tal vez lo estuviesen buscando, y utilizó el
español que le había llegado, como a sus hermanos, por conducto de mi abuelo. Una vez convertido en
inversionista extranjero le fue grato a los ingleses. No obstante, para mayor seguridad de que le permitieran
quedarse, se casó con Dido antes de presentarse a las autoridades. Ella se alegró porque no le agradaba lucir
amancebada ante los ojos de sus vecinos en la Isla de Pozos.
67
La Fuga
Tal vez por su cultura inglesa, los negros de Yunkanoo eran mucho más pacíficos y racionales que los
de la Antilia. Ni obstaculizaban a los productores ni odiaban ciegamente a los blancos. Los más virtuosos de
ellos asistían a la iglesia los domingos a que, con lengua de fuego, los ministros que no se advertían a sí mismos
les advirtiesen a ellos las ventajas del bien en este mundo y las desventajas del mal en el otro. A pesar de su
manifiesta humanidad, era bueno tenerlos bien catados.
Otros empresarios fugados de la Antilia habían montado ya una gran fábrica de ron en el país. La
colonia no disponía de universidades. En el hospital que llevaba el nombre de la princesa Margaret, tenían
consultorios varios médicos exiliados de la Antilia. Su mayor faena era cerrar heridas y curar leñazos los
sábados por la noche, cuando los negros menos sabios se emborrachaban con cerveza holandesa y se partían
las cabezas a botellazos.
El contacto de Dido en Yunkanoo City, un agente de Disney, había recibido la muerte en el S.S.
Yarmouth. Con la desaparición del policía, ella tuvo por bien quedar al margen del mal que se fraguaba o se
hacía en Yunkanoo. Alguna noche, trasudó en el insomnio con la cabellera suelta y esparcida, acometida por la
pesadilla del percance que casi le costó la vida: la horrible deflagración, los muertos, el mar ennegrecido, los
ruegos, el pavor de ahogarse, el pregón de la barca en la penumbra... el salto de una tragedia a la otra... el
negro que había dado con ella en el cieno, el que le había pegado, el trepanado, el del haraquiri, el castrado y
degollado... Para bien o para mal, llevaba encajadas en los recuerdos viles imágenes de la condición humana.
Dos representantes de la aseguradora de la compañía naviera visitaron la casa de Dido, suponiendo
que se le habían acabado sus días. Pero ella pudo jurar a su salvo estar viva. Declaró que no se había
embarcado porque estaba preparando el matrimonio. Su nombre, sin embargo, aparecía en el manifiesto del
crucero como si lo hubiese abordado. Ella adujo que, tal vez, otra persona se hubiese embarcado con su
nombre o se hubiese cometido un error. Antes de que se lo pidieran, les dijo que se había deshecho del billete
sin usar porque no tenía reembolso. A la postre, los aseguradores se fueron contentos de no tener que pagarle
la vida de Dido a nadie. “They liked the fib!” exclamó Dido, palpándose las ondas de risa en las ijadas —
porque comprendió que hay virtud en la mentira. En cualquier caso, de haber oído la verdad, aquellos burócratas
no la hubieran creído.
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Isidoro apoyó el propósito que tenía su mujer de potenciar el decaído negocio de importación.
Distribuirían, además, sogas que Eleno les enviaría gustoso de Ye Man. En el ínterin, terminarían la casa.
Al día siguiente, me embarqué en otro crucero de los que van de a Mickey de Yunkanoo City. Llevaba
estampada una visa de veintisiete días en el pasaporte de la Antilia —que era, realmente, un permiso de
refugiado. Al partir, Isidoro y Dido me instaron a escribir pronto y a regresar cuando deseara. Me pareció bien
lo que decían porque es bueno tener familia. Tuve deseos de quedarme, pero la voz de mi madre silbó diáfana
en mi oído: “Naviga!” genitrix iussit. “Hoc est mandatum meum!” De las nubes comenzaron a caer unas
lucientes gotas que borraron de mis ojos a los míos.
Una nota, acuñada por alguien y doblada dentro del pasaporte, decía: “George, Kendall.”
69
La Fuga
Matecumbe
A media mañana del día siguiente, arribé a Mickey. Unos agentes de la aduana de Disney me apartaron
para preguntarme cómo había llegado a Yunkanoo City desde la Antilia. Sin temor de ser hallado en mentira,
les dije que ‘por mar’. Cuando quisieron saber más, oyeron un constreñido disimulo de mi boca: “In a boat
for hire.” Mejor que me creyesen fugado en una lancha fletada a pescadores antilianos que a bordo del ferry
desaparecido. Sin sorprenderse de lo que era ya una diaria ocurrencia, me marcaron la entrada en el pasaporte
porque el Cielo socorre a los reservados —y hasta a los parlanchines algunas veces. Me advirtieron que los
menores de edad no podíamos desembarcar solos. Entonces les di el papel timbrado que decía “George,
Kendall.” Llamaron a varias partes hasta averiguar que George era un empleado de la agencia católica de
refugiados y que “Kendall” era una residencia donde no me correspondía ir.
Si bien los de la aduana no me acomodaron mucho, tampoco les enojó tenerme que custodiar. Se
ocuparon de una gente pizmienta, hallada, gracias al olfato de los perros, por la cocina, los comedores, los
pasillos, los salones y la sala de máquinas del barco. Primeramente, nos pusieron a todos los que no pagábamos
portazgo en la misma sala de cubierta. Los polizones, huc illuc volvens oculos, buscaban por dónde escapar
porque eran animosos. Los aduaneros les mostraron pistolas para sosegarlos y luego los esposaron a todos.
Aquellos hombrecillos tostados y correosos hablaban la lengua bastarda de Tun-Tun. Tal vez por lealtad
forastera, me sonreían. No sé qué suerte corrieron.
Una hora más tarde, salí de entre las bardas donde los polizones aguardaban. Una disneya alta y
delgada, de pelo platinado-chillón, me indicó con un movimiento del índice que la siguiera. Nos fuimos andando
hasta un edificio en un amplio boulevard. Me mandó a sentar junto a una ventana del segundo piso, desde la
que se apreciaba el entronque del tráfico del boulevard con una vía sobre puentes que iba saltando de islote en
islote hasta Mickey Beach.
En vez de maldecir sin provecho mi aburrimiento, me puse a considerar por qué más de noventa
automóviles de cada cien que pasaban por aquella encrucijada estaban pintados de blanco. Estuve tentado a
preguntarle a la flaca pero, como me iba a responder que era por el calor, no lo hice. En aquel entonces, los
disneyos nos consideraban poco menos que salvajes a todos los nacidos en la Antilia. Tenían algo de razón,
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pero hoy también ellos han descendido mucho. Conmigo, desde luego, no se equivocó porque entre los
hombres de todas las razas he sido siempre, y soy, extranjero y fragoso. Ella me miraba de hito en hito
mientras llenaba unos formularios, sin departir conmigo. Me sorprendió que, cuando me levanté para ir al
baño, no me persiguiera para enseñarme cómo utilizarlo.
Me vino el pensamiento de visitar el muelle de madera a la orilla del mar que avistaba desde la ventana.
En vez de hablarle a la flaca de la absorción de los colores, le pedí permiso, con palabras de comedimiento,
para cruzar el boulevard y andar un rato por el parque. Me lo negó con la menor cantidad de vocablos posible.
Sin embargo, aprovechó el diálogo para preguntarme dónde había aprendido el Inglés. Le dije que ‘en el
colegio’ y no me preguntó más nada, como si las palabras ya gastadas le hubiesen agotado el intelecto. Ella
miraba un reloj de pared a cada rato, ansiosa de librarse de mí. Aparentemente, la flaca adoraba a unos
fetiches que no la sabían hacer feliz.
Los antecesores de innúmeros disneyos habían emigrado de muchos países decaídos y hambrientos.
Una vez establecidos en la nueva patria, revirtieron a las primitivas usanzas de recrear los genitales, embrutecerse
con alcohol, criticar a los demás y hablar mierdas. C’est l’usage. Como en verdad no saben lo que buscan, no
lo pueden hallar.
Como estaba yo aquel día en boca de la fama, al anochecer llegó George en una furgoneta blanca a
recogerme. La mujer le entregó una ficha con mis datos y se marchó sin volver la mirada siquiera para que yo
le deseara felicidad en las gónadas. Tal vez la fémina fuese una de esas sabias que gozan a solas. George le
firmó la cédula del recibo por mí.
George había recogido en el aeropuerto de Mickey a cinco antilianos de mi edad y otros tres, casi
niños. Los refugiados habían cruzado juntos el estrecho de Pluto, a bordo de un cuatrimotor de Pan Am, y
aterrizado en menos de cuarenta minutos. Los padres de todos ellos se habían quedado en la desnaturalizada
Antilia, unos aguardando la salida con sus papeles listos y otros esperando a que los hijos les consiguiesen
visas “waiver” para poder refugiarse en Disney.
George era un antiliano de orejas inclinadas hacia delante. Con sobria catadura, me dijo que nos
llevaba al campamento de Matecumbe para que la agencia católica nos ubicase en algún lugar de Disney
donde nos quisieran. Por su boca supe que, con nobles sentimientos, Monseñor Walsh había establecido una
71
La Fuga
especie de acuartelamiento en un bosque de pinos con el fin de acoger a los niños antilianos fugados del
comunismo ateo. “No será peor que Ye Man ó Tun-Tun” dije para mis adentros. ¿Cuántos más no habrían
recorrido el mismo camino?
Todos los muchachos estaban dolidos y asustados. Acababan de salvarse de una plebe calumniadora
y hostil al pasado, preludio del cataclísmico porvenir. Se fugaban del culto sádico a unos dioses muy
desprestigiados, cuyas bendiciones eran suplicios. Venían de donde la risa a las ocurrencias de una despreciable
cotorra, mentirosa como los buenos, era una gran falta. Eran testigos del afán de los insensatos por crucificar
a los cuerdos. Les habían mostrado unas tablas frívolas que predicaban, más que nada, el aniquilamiento del
sentido común, que es el peor enemigo de la chusma. Sabían que el ideal del puerco es el chiquero.
En la oscuridad, el tiempo se hacía pesado. El coche rodaba con su runrún entre el centelleo de los
ojos nocturnos. En eso, me asechó por segunda vez en mi corta vida un inexplicable sentimiento... el vestigio
de una pasada experiencia. Sentí haber vivido aquel momento, o uno muy parecido, montado en la eterna
rueda existencial. Me cruzó por la mente la idea de que los pueblos, los cuerpos, las ideas, los destinos y las
almas se descomponen y vuelven a montarse con otras figuras. Por un instante, viví convencido de que no hay
principio ni fin sino accidentes en el tiempo.
Años atrás, durante unas vacaciones del colegio, mi tío Héctor —su ánima ya no estaba en morada de
vivos— me había llevado a sus tierras para que cazara a mi aire mientras él inspeccionaba una novillada. Al
volver por un camino de tierra encharcada, el jeep en que viajábamos se deslizó a la cuneta. Poco después,
apareció en la escena un individuo que nos ayudó a sacar el jeep con un cable uncido al suyo. En el momento
que lo vi llegar, estuve seguro de haber vivido aquella escena antes.
Ita animum dubium la vista ausente de los refugiados rodaba por cuanto pasaba frente a su ventana.
Aparecían, nunc huc nunc illuc, bosques de pinos, matojos y casas en la penumbra. Pensaban tal vez en sus
familiares, prisioneros en la maldita isla, o en el incierto porvenir que los esperaba a ellos mismos. Entonces,
uno de los muchachos, el mayor de dos hermanos, quebró el silencio con palabras salidas del abismo. Llevaba
su ropa metida en una caja de cartón. Nos contó que un demonio negro le había confiscado la valija en la
Antilia al embarcar, pretextando que, para dos hermanos, con una bastaba. “La libertad bien vale una maleta
—le esclareció George.” Sabias palabras. Yo callaba mi historia peregrina.
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Muy anochecido ya, después de una hora de lento viaje por Mickey y por la carretera angosta
bordeada de arboledas y sembrados, llegamos a Matecumbe. George nos dejó a los de quince a diecisiete
años en la casucha de madera que le servía de oficina al Padre Palá, el director del campamento; siguió con los
más párvulos, de muy niños a catorce años, a un complejo de casas más al sur, llamado Dewey City. Nos
recibió e inscribió Pazos, un asistente del cura; su esposa nos llevó al fondo de la choza: nos entregó unos
sobres de celofán que contenían galletas de cereal oscuro salpicadas con chocolate y un cartón naranja y
blanco de leche Foremost fría.
Una vez inscritos, Pazos nos envió a pie, por un camino de tierra bordeado de malezas, al claro donde
estaban ubicadas las tres cabañas con literas dobles, la enfermería, la cocina y los baños. La primera noche, no
pude dormir a sueño suelto. Algunos de los recién llegados sollozaban inconsolablemente en la oscuridad por
la separación de sus padres. Se temía, como el tiempo descubrió, que algunos de ellos no volvieran a ver a sus
familiares: no se pudo socorrer a todas las buenas familias ni salvar a sus integrantes. Por un sentido de lealtad
y un deseo de apoyo frente a la tragedia que nos azotaba, soportamos callados sus lastimeros ayes. Alguno
trató de alentarlos porque la esperanza sosiega aunque engañe.
Los primeros días, me tocó dormir en una cabaña de madera; luego me pasaron a otra que tenía un
tocadiscos —Trucutú se encargaba de poner música clásica para que nos durmiésemos en paz—; finalmente,
me enviaron a una de las carpas de regia incomodidad recién levantadas, posiblemente donadas por el ejército
de Disney.
El campamento de Matecumbe, que realmente se llamaba “Boy’s Town”, había sido un albergue de
verano para niños. Estaba dentro de un bosque de pinos y otros arbustos desconocidos por mí. En sus
alrededores abundaban las malezas y los malos pasos. Más apartados estaban los canales, los sembrados de
tomates y la vía que llevaba a Mickey. De allí a seis meses, por primera vez desde que aprendí a leer, no toqué
un libro porque no los había. Tal vez fuese más valioso en aquel trance aprender de nuestros semejantes que
de los textos. Me gusta leer las historias de dioses antiquísimos, muertos ya, que duermen en libros amarillentos.
Pero la misión de los refugiados no era leer, sino esperar su localización en los Estados católicos del norte de
Disney.
73
La Fuga
En el campamento nos daban bien de comer y nos suministraban leche Foremost. Nos llevaban
maestras de Inglés con el propósito de integrarnos pronto a la sociedad que nos acogía. Una de las profesoras,
viuda bellísima de uno de los caídos en la Invasión de la Playa, se convirtió pronto en el objeto de amor de
muchos adolescentes. Otra, de grandes tetas, era más bien objeto de lujuria. Comentaban entre sí los muchachos
el deseo ferviente que los consumía de que Miss. Oteiza o Miss Montiel abriesen las puertas de su recato. De
propio, imaginaban y se derramaban en sus sueños con el premio que creían merecer sus deseos. Como era
de esperarse, nadie consiguió su buena intención con ninguna de las dos.
El calor por aquellas partes húmedas, encubiertas por coníferas, era muy ardiente. Aquellos que
residíamos en las carpas de lona salíamos apenas las tocaba el sol. La desocupación nos llevaba algunas veces
por caminos discurridos sobre el tapiz de hebras muertas de los pinos, donde no crecía la hierba. La sombría
floresta que nos rodeaba estaba saturada de aire estancado. Un día, se produjo un incendio en el pinar que los
bomberos controlaron con una contracandela.
En un charco cercano, llamado eufemísticamente ‘lago’ proliferaban los insectos como tuntunes. Por
las noches, a pesar de no pocos esfuerzos por controlar el ambiente con fumaradas, los mosquitos nos asaltaban
sanguinariamente. Les tomé gran amor a las ranas y a las lagartijas que engullían moscas y mosquitos. De vez
en vez, nos visitaba un lince que se comía tanto a las ranas como a las lagartijas. Por fin, de un día para el otro,
drenaron el agua del maldito lago. Cavaron una zanja con una pala mecánica y rellenaron la depresión que
subsistió con una motoniveladora. En lugar del charco, quedó un terreno yermo de tierra arenosa y cascajillo
calizo. Nobis dulce fuit.
Para vestir, nos proporcionaban unos pantalones grises con rayas negras a los lados, unas camisas con
cuadros de colores vivos y zapatos de goma. Los sábados, nos daban unas monedas y nos llevaban al centro
de Mickey o alguna playa cercana. Gracias a esos viajes, pude andar por el puente de madera del puerto que
la flaca me había prohibido. Los domingos, Padilla, un muchacho que aparentaba no estar en su seso, se vestía
de traje, se subía a una mesa del comedor que le servía de estrado y entonaba canciones románticas como
“Violetas Imperiales”. Todos le deseábamos buen suceso en el duro asunto de cantar.
Los nombres y apellidos de los compañeros del campamento se me han desvanecido de la memoria.
Por una imprevista cualidad —un a priori tal vez—, he retenido los apodos o “nombretes” más graciosos que
oí: “El Feto” y “El Aborto” eran dos hermanos muy feos; “La Magdalena” era afeminado; “El Fuerte” cultivaba
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el físico; “Mojón Duro” era un gordito de mirada extraviada; “El Diablo Rojo” vestía de ese color; “El Negüe”
era mulato; “El Mono” había dejado atrás el nombre porque no lo conocí; “Trucutú” era civilizadísimo; ... y así.
Le escribí a Isidoro. Le dije que todo iba de maravilla, sin sucesos sangrientos como el de quienes
subieron a lo alto sin alas para descender al mar traqueteados. Me respondió a vuelta de correo. Omitió
cualquier reseña de los lances que superamos cum patriae clam decedimus, como si el mal recuerdo de los
interfectos se le hubiese perdido en la memoria. Al fin y al cabo, de una u otra manera, cualquier pugna
concluye con la paz. Me puso al tanto de varias nuevas, unas dichosas y otras tristes, desde cuando habíamos
dado fondo en Isla de Pozos hasta el presente entonces.
“Dido mihi dulce est” subrayó. La barriga de felix Dido iba in crecendo porque tenía ya tres meses
de embarazo. No se libró más nadie que ella de la muerte por bombazo. “Fue por intervención de mi madre”
me dije.
Andrómaca, quien esperaba un hijo de Eleno, había tomado a su servicio a Sandra, la muchacha
cobriza que le envié con la nota. Ni Sandra ni nadie había asociado con nuestra llegada a Ye Man los trozos de
negros extendidos por la costa sin pensamientos ni vida. Por fortuna, el capitán Tom había regresado sano y
salvo con su gente.
Isidoro había establecido un negocio activo de sogas con Eleno, ya fuese para las islas o para Disney.
“Gentes Yunkanoois” se alegró de anotar, “non me oderunt neque mihi infesi sunt”. Por el contrario, lo
recibieron de buen criterio porque les proporcionó empleo a cuatro personas.
No se sabía aún nada de Creusa ni del Dr. Gómez. Las comunicaciones con la Antilia se entorpecieron
una vez que el Estado se apropió de las empresas.
Mi padre (adoptivo) había muerto de un ataque al corazón durante el curso del avión a España. Mi
madre (adoptiva) había pasado tal miedo la noche de su salida clandestina que había quedado finalmente
encinta en España. Tal vez se deba sospechar del agua de la Madre Patria. Vivía con un primo suyo en
Barcelona.
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La Fuga
La población del campamento se renovaba constantemente. Unos llegaban y otros partían. Algunas
veces, los familiares de los chavales se establecían en alguna parte de Disney y los reclamaban. Aquellos que
estaban solos, solían terminar en orfelinatos. Algunos de ellos volvieron al campamento, ya fuese por su gusto
o por el ajeno. Cuando se trataba de hermanos, la agencia católica los ubicaba en ‘foster homes’ o casas de
crianza. Matecumbe crecía desordenadamente porque Kendall estaba superpoblado y otra casa, llamada
Carrión, se ocupaba de los que ya tenían cerca de dieciocho años.
Muy pronto, con la llegada continua de refugiados, el campamento se desbordó. Éramos más de
quinientos repartidos en tres cabañas y dos carpas grandes. Un buen día, el médico encargado temió que un
muchacho enfermo pudiese haber contraído la encefalitis. Nos pusieron en cuarentena a todos y nos empezaron
a dar pastillas de sulfa y otras cosas dos veces al día para evitar que se desatara una epidemia. Durante dos
semanas, algunos despertaron la soledad de la noche con sus pavores. Al final, no era lo que temía el Dr.
Dejamos de tomar pastillas y volvimos a salir al mundo.
En una ocasión, me sentí mareado, con el tragadero adolorido, y temblaba. La cabaña de la enfermería
estaba llena a capacidad de muchachos que padecían del mismo mal. El Dr. les había recetado antibióticos.
Una enfermera de cortísima talla y regordeta me quiso afear la intención en cuanto me vio aparecer a la puerta
de la clínica: me acusó de querer sepultarme en el aire climatizado del dispensario. La otra enfermera tenía el
pelo cano y más blandas las entrañas; me ofreció una silla, me tomó la temperatura y me mandó a abrir la boca:
tenía fiebre e infección en la garganta. Talia dicentem, le echó garra a dos paletas de madera, de las que el Dr.
utilizaba para bajar la lengua cuando examinaba la faringe, y me ordenó: “¡Abre!” Me exprimió las amígdalas
con las paletas, sacando unos tacos blancos y largos que habían crecido en ellas. En un par de minutos, me
bajó la fiebre y me sentí mucho mejor. De aquel día en adelante, me he curado yo mismo las infecciones de la
garganta frente a un espejo.
La infección de hongos sufrida en la tierra que nos sostenía fue grande y molesta. Se originó en el
ambiente caluroso del verano y se propagó en la piscina, las toallas y la lavandería. Unos hongos que se
alojaban en los genitales, las ingles, la entrepierna, los sobacos y hasta en los dedos de los pies nos martirizaban:
picaban y, al rascarlos, enrojecíamos la piel. Primero nos dieron Desenex en polvo, luego en crema y, finalmente,
en una forma líquida fortísima que ardía al punto de tener que colocar los huevos frente a un ventilador cuando
la aplicábamos. ¡Nada, coño! Tal parecía que el Desenex, en todas sus formas y estados, más bien alimentaba
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a aquella raza de hongos que la combatía. A algunos hubo que trasladarlos al hospital para rasparles el parásito
del cuerpo.
A medida que crecía la población del campamento, aumentaba igualmente el número de cuidadores.
Casi todos los llamados “instructores” eran individuos de la clase baja de la Antilia, una ralea marfuza que, a la
corta, tuvo que ser despedida. Solían revelar su condición con zalemas y muecas al uso de la chusma. Algunos
vivían ansiando dar sanos consejos, aunque hubiesen preferido dar malos ejemplo. Uno de ellos, instructor de
natación, nos llamaba a formar fila a cuantos podía juntar para contarnos sus proezas pretéritas —las apariencias
de verdad confunden mucho al pazguato. Otro disculpaba sus estupideces del momento, que no eran pocas,
contando sus adversidades del pasado. El primero suscitaba risa, aunque los ojos le centellearan debajo de las
cejas hoscas, y el segundo no provocaba pena por mucho que se lamentara. No obstante, para ser justo, debo
señalar que el profesor de natación me enseñó a salvar a la gente que se ahogaba. Todos servimos para algo.
Si tan sólo fuésemos comedidos.
Entre las letrinas y las carpas, había un claro baldío que se encharcaba cuando llovía. En éste, había
quedado abandonada una enorme bombona de gas; era un gran cilindro hueco que sospechábamos estar
vacío. Después de la cena, cuando había aflojado el calor, me sentaba en el lomo de la botella. Una tarde de
agosto, coincidí en el asiento con el muchacho que había traído su ropa en una caja de cartón. Él parecía estar
ordenando el pensamiento. Nos entretuvimos en conversación hasta que el sol se apartó del suelo:
— Mañana me voy —me anunció Joaquín, que así se llamaba.
— ¿Adónde vas?
— Al Estado de Donnald Duck.
— ¿Con una familia?
— Sí, una familia con cinco hijos que quiere dos más.
— Claro, tu hermano...
— George lo recogerá mañana en Dewey City. Luego nos llevará al aeropuerto.
— ¿Te dieron maleta?
— Sí —respondió riendo.
— Esa caja de cartón dice mal hasta de un refugiado —bromeé yo.
77
La Fuga
— Y no tiene agarraderas.
— ¿Y tu familia?
— Les conseguí la visa “waiver” a todos por medio de Walsh. Mi madre y mi hermana vendrán
cualquier día. A mi padre no lo dejan salir de la Antilia porque es médico.
— ¿Y entonces?
— Entonces... veremos.
No sólo la persona del padre de Joaquín había sido confiscada por el Estado, sino que también estaba
incautada una de las dos casas de la familia. El gobierno lo había convertido en médico asalariado en la capital
de la provincia y le había prohibido salir del país. ¡Aciago artificio! ¿Por qué los fatuos, siendo los peores,
gobiernan tanto por mundo?
En la República, el padre de Joaquín había ejercido de ‘médico de campo’. Una vez terminados sus
estudios universitarios y prácticas de cirujano, sentó consulta en el mismo pueblecillo donde había nacido. Con
el fruto de su trabajo, había educado a sus hijos en colegios católicos... hasta que llegó la debacle social a la
Antilia. Joaquín era el producto de un internado de religiosos españoles.
Para llegar hasta los enfermos que no podían trasladarse a su consulta, el padre de Joaquín mantenía
activos dos caballos, un jeep con transmisión de doble fuerza y doble diferencial y un automóvil con motor de
seis cilindros. Su hijo lo vio lavarles el estómago a enfermos de amor que cambiaron de opinión después de
tragarse la tinta rápida que se usaba normalmente para lustrar el calzado. Anudó incontables tendones en los
dorsos de las manos de macheteros que fallaban el golpe cuando cortaban la caña de azúcar. Con una máquina
de rayos X, descubría las cavernas en los pulmones de los tuberculosos y les ponía regímenes medicinales,
alimenticios y de reposo. Mandaba a matar caballos cuyas babas contagiaban a las personas con la mortal
encefalitis equina. Cuando aparecía una prostituta enferma en el famoso burdel ‘Salsipuedes’, de un pueblo
cercano, convocaba a todos los hombres que habían tenido contacto con la mórbida y les inyectaba altas
dosis de penicilina. Parteó a una virgen hinchada en una segunda frotación y a una lesbiana impregnada por su
amante casada con la esperma del marido. Llenaba de puntos a los guajiros que se peleaban a machetazos.
Aplacaba los dolores de los enfermos de cáncer con morfina hasta que la oscuridad les cubría los ojos. Mató
millones de lombrices y otros parásitos intestinales.
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El Dr. era un hombre muy callado. Siempre ocupado de sus asuntos, guardaba los secretos que
descubría de los revoltijos amorosos de otros. Una sola vez Joaquín lo oyó levantar la voz con enfado: un
hermano suyo osó pedirle que practicara un aborto; al echarlo del consultorio, le advirtió que sus contrarios
modos de pensar jamás podrían acomodarse.
Años después, me volví a encontrar con Joaquín. Paseaba con su pequeño hijo por un carrusel de
Mickey. Se ganaba el pan de ingeniero. Su madre y su hermana habían llegado en los últimos vuelos entre
Disney y la Antilia, antes del susto de octubre; habían sufrido las penurias del refugiado. Unos meses después,
su padre había escapado a hurto de los hijos-de-puta en una lancha de pescadores por el norte del país. Lo
habían rescatado marinos de Disney. Luego, había convalidado el título y ejercido su profesión entre gente
civilizada. Si bien el principio de la deliberada expatriación fue duro para aquella familia, el final fue próspero
y feliz. ¡Y no perdieron a nadie!
Casi todos los ‘matecumberos’ eran de familias católicas de la clase media o alta de la Antilia, sin
mezcla de raza negra. También eran frutos sazonados a destiempo por la desgracia. Se percibía un ambiente
pacífico y resignado en el grupo. No obstante, surgían algunas veces escenas vergonzosas, dignas del abismo
humano de la Antilia.
Una tarde, por ejemplo, a la salida del comedor, un núcleo de carroña humana que se volvió multitud
se puso a gritar y a responderse: “Dame la ‘S’... ‘S’... Dame la ‘i’... ‘i’... Dame la ‘l’... ‘l’... dame la ‘v’... ‘v’...
Dame la ‘e’... ‘e’... Dame la ‘r’... ‘r’... Dame la ‘i’... ‘i’... Dame la ‘o’... ‘o’... ¡Sil-ve-rio!... ¡Sil-ve-rio!... ¡Sil-
ve-rio!” Algunos apacibles se deslieron entre ellos y se volvieron gañidos entre el ruido que impide pensar.
Con la anuencia y asistencia moral del supervisor a cargo, atraparon y llevaron en brazos hasta la piscina a un
muchacho untuoso y debilucho llamado Silverio. Después de aventarlo en la parte profunda de ésta, le pisaban
los dedos de las manos para que no pudiera salir. Como Silverio estaba muy amedrentado y confundido por
los gritos, no atinaba a irse a la parte menos profunda de la piscina. Pronto, empezó a tragar agua. En su
gaudeamus, la crápula no desistía de hacerlo sufrir. En esto, entre cuatro que teníamos la conciencia en la
cabeza, cogimos una pértiga larga y empujamos al agua a todos los que estaban en el borde de la piscina.
Algunos maldijeron al Cielo porque se les habían mojado los cigarrillos. Silverio, pese a haber sido olvidado
por la naturaleza y la fortuna, pudo salir del trance.
79
La Fuga
Ni la naturaleza de los monos ni la de los hombres cambia, sólo cambian las circunstancias. De Silverio
no se supo nada porque no tenía amigos ni fuerza para ser franco con nadie. En cualquier caso, aprendemos
más de un tropel enardecido que de un individuo enconchado. No sé si, a trueco de hacer tan jodida obra,
despidieron al supervisor que deslució su dignidad o no porque, poco después, salí de Matecumbe. Años más
tarde, me dijeron que, habiéndose vuelvo profesor —porque estaba en sus cabales—, el antiguo cuidador se
había ido joven al fuego. También supe que había tenido muchos amigos porque se sintió siempre bien en
compañía de necios.
Con poca razón o sin ella, se cometieron en el campamento otros excesos. Las infamias a otros se
sufren bien. No sé si tanto las almas santas de quienes se regodearon en los atropellos como las de quienes los
hicieron por hacerlos quedaron satisfechas. El calor suscitó la mayor parte de los bretes. Yo jamás tuve que
darle un tajazo a nadie con la cuchilla que había comprado en el downtown de Mickey. De hecho, el arenoso
suelo de Matecumbe no se coloró con la sangre de ninguna víctima mientras estuve en él.
Hubo en Matecumbe un refugiado apodado “El Cura” por ser buen cristiano y desear serlo aún mejor.
Siempre se apartaba de quienes hacían las cosas a bulto. Un sábado, se sentó a mi lado en el autobús que iba
rumbo al centro de Mickey. Me pidió que lo acompañara al tugurio de una prima suya que había salido
recientemente de la Antilia. Él necesitaba ayuda para acarrear unos paquetes a casa de su parienta.
Con los ahorros del dinero que le daban semanalmente, El Cura compró varios paquetes de pañales.
Cada cual es hijo de sus obras. Me puso entre las manos una caja con un ventilador y un tubo de crema contra
las irritaciones en la piel provocadas por el calor.
Anduvimos unos treinta minutos bajo el sol ardiente por la parte vieja y depauperada de Mickey. Por
una crujiente escalera de madera, subimos al segundo piso del malcarado edificio de apartamentos donde
vivía la emparentada. La prima, que acababa de alumbrar, nos recibió en una bata fina. No le habíamos
podido avisar la visita porque los refugiados no solían tener servicio telefónico.
La prima de El Cura residía en un apartamento de una pieza que hacía las veces de recámara, sala y
comedor. En una esquina, se alzaba un pequeño trozo de pared que no alcanzaba a ocultar el diminuto fogón
de gas, ni el pequeño refrigerador o el estrecho fregadero. Del mismo separador colgaba la puerta que ocultaba
el inodoro y una pequeña ducha. Todo el mobiliario consistía en una cama —bajo la cual sobresalía la punta
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del “gusano” o valija de tela que les habían permitido sacar de la Antilia—, una pequeña mesa con dos sillas y
un armario.
Tanto la parienta de El Cura como el marido eran abogados. No había carta de examen para esa
profesión en Disney porque los códigos legales eran diversos a los de la tierra que habían dejado. El marido
trabajaba en una factoría de ventanas de aluminio durante la semana y de fregador de platos en un hotel los
sábados y los domingos —la diligencia es madre de la buenaventura. Ella quedaba en el cuartucho cuidando
al recién nacido. Por falta de cuna, tenía al niño metido en un cajón del armario y lo abanicaba continuamente
con una penca de cartón. Cuando le conectamos el ventilador, se puso muy alegre.
La mujer nos invitó a sentarnos en las dos sillas que tenía. Ella se acomodó con el niño en el lectum
iugalem, un camastro viejo con los muelles del bastidor vencidos y el maderamen muy deslucido. Durante la
hora que duró la visita, los primos hablaron de las tragedias suscitadas por el espíritu de los diablos y los
anhelos de no volver a encontrarse con bestias humanas. En el Refugio, les estaban gestionando a ambos
cónyuges plazas de maestros de Español en una ciudad al norte de Disney. El Cura preñó de esperanzas a su
prima.
Yo, por hacerme útil, maté un sinnúmero de cucarachas y subí la ventana de guillotina que estaba
trabada y a medio abrir solamente. “Si saltem pecuniam haberent —pensé”. Discretamente, por no vulnerar
la dignidad de los parientes de El Cura, dejé sobre la tapa del inodoro todo el poco dinero que llevaba.
De regreso al parque donde nos esperaba el autobús, mi compañero y yo tuvimos una interesante
conversación.
— Dios lo ve todo —dijo El Cura.
— A los hijos-de-puta no les gusta que los descubran.
— Pero Dios los ve.
— Debe de ser por eso que se quieren olvidar de Él.
— ¿Crees en Dios, Jacques?
— Sí.
— ¿En cuál?
— En el Dios encubierto que cree todo el mundo.
— ¿Y en Jesucristo?
81
La Fuga
— A ése lo hicieron judío por falta de imaginación.
— ¡Ése es mi maestro y lo será siempre!
— ¡Se nota!
— Jesucristo es el hijo de Dios.
— Por una misteriosa infidelidad... parecida a las de Zeus.
— Yo creo en los misterios de mi fe.
— Lo sé, Cura.
— Jesucristo dijo: “Yo soy la verdad”.
— Los políticos lo imitan.
— Murió por nosotros.
— Morir por una gente tan mala es locura.
— Y resucitó.
— Sin hacer al hombre mejor.
— ¿Eres feliz, Jacques?
— En los recuerdos.
Una noche, al final de agosto, me sentí exigido a dar una caminata de disipación bajo la luna llena.
Yendo por el camino solitario de tierra, in claro lumine, vi a Venus en todo el esplendor de su opalina belleza
espectral.
— Heu —me llegó la voz de mi madre entre los pinos.
— Salve, mater.
— Noctem tibi placidam precor —saludó.
— Gratias ago.
— Seguirás tu camino a tierras nevadas —dispuso.
— ¿Y cuál será mi misión?
— Les llevarás la paz y el sosiego a dos seres injustamente castigados por los dioses.
— Ut tibi placet —le respondí porque, según Isidoro, debía de acatar sus mandatos sin chistar o,
mucho menos, porfiar.
82
— Es tu destino.
— Los dioses cometen grandes injusticias —opiné.
— I!
Haec locutus, dea ex oculis fili in tenues auras evanuit. La vi esfumarse. Me quedé un rato
contemplando en silencio el vano del pinar por donde Venus se había desdibujado. A cada cual nos gobierna
alguien. Al menos conocería algo nuevo entre las nieves. “¡Carajo —monologué al fin— de este endiablado
calor, me voy a humear aire frío!”
Al día siguiente, el Padre Palá me llamó a su oficina. Tenía frente a sí un sobre grande con mi nombre
sobrescrito. Con buen talante, aunque aburrido, me interrogó en esta guisa:
— ¿Tienes ropa?
— Sí.
— ¿Zapatos?
— También.
— ¿Y maleta?
— Tengo.
— ¿Familia?
— No.
— ¿Saludable?
— Tengo hongos en los genitales, a pesar del Desenex líquido que el Dr. me dio.
— Entiendo. Me refería a tu salud mental. Dice el Sr. Pazos que te oyó hablar solo anoche: sacabas de
la cabeza ideas en jerigonza.
— Estaría rezando. “Ese Pazos es un chivato —discurrí sin hablar palabra ¿Es que no se permite
ninguna locura ese hombre?”
— ¿Ah, sí? Alabado sea el Señor: reza. Me gusta que tu juventud prometa tanto.
— No sé hacia dónde me guía mi estrella, Padre.
— Será a donde Dios disponga, Jacques.
— Será.
83
La Fuga
— Un matrimonio del norte, sin hijos, desea acogerte.
— Gracias a Dios.
— Se han enterado de nuestras circunstancias por un anuncio lanzado desde el púlpito durante la
misa.
— ¡Qué buena idea!
— En la ciudad donde viven, hay un colegio católico que te admitirá. Es hora de andar al estudio de
nuevo.
— Sea en buena hora.
— Como la pareja roza ya los cuarenta, les parece que tienes la edad adecuada.
— Es natural, Padre. ¿En qué punto anda el asunto?
— Mañana al mediodía sales. Son dos horas y media de vuelo en jet.
— ¿En jet? ¡Qué bien! What a country!
— ¿Cómo la has pasado aquí?
— He meditado mucho.
Yo recuerdo de Matecumbe, más que nada, el tedio de la espera. Así aprendí a ser paciente. Para
moderar mis emociones, me había desafiado a mí mismo en el silencio.
84
Vox Noctis
La última noche en Matecumbe, semejante a una larga alucinación, fue quizás una lucha entre el olvido
y el recuerdo. Ni el sueño velaba mis ojos ni podía despertar. Vox matris audivi. Vultu sereno, así hablo
Venus:
“Los hijos de los dioses no son inmortales. Su facultad divina es el entendimiento. Tal como has intuido
y sentido, las revoluciones de la existencia son eternas. La historia de tu vida es la de tu última existencia y es
parte de mis memorias. Hela aquí:
“Habiendo yo tomado forma humana, bañaba mis carnes en un arroyo azul y claro de la Antilia.
Coincidió en el tiempo y el espacio que tu padre tuviese el mismo deseo. Cupido estaba oculto en un caimito
de hojas verde-azules. Nos flechó a ambos. De la erupción de pasiones provocadas por el amor, surgió tu
cuerpo reclamando un espíritu. Por allá, gozando de la paz de los campos, revoloteaba también un ánima sin
pena y liberada. Tal vez por saberme una diosa, se precipitó al cigoto cuando descansaba desnuda y aletargada
a la vera de la corriente.
“Esa alma eres tú, Jacques. Hacía más de un año, habías dejado otro cuerpo por tu propia mano. Tal
como has intuido, solo hay retornos de los espíritus: nadie reencarna. Esta vez, por ser hijo mío, me propuse
que tengas larga vida. Te parí y te amamanté en el mismo paraíso campestre donde te había concebido y había
sentido tu cuerpo engarzar con tu alma. Luego, le ordené a tu padre criarte.
“La penúltima existencia tuya había hecho algún ruido por el mundo. Algunos te apostrofaron ‘El
Enojo de Dios’. He aquí la historia de tu ánima:”
<< Naciste en un pequeño poblado sobre el margen de un gran río que, desde la montaña, parecía ser
un águila con las alas desplegadas. Ninguna prédica logró amansarte ni confinar tus reflexiones. Ni siquiera las
más siniestras historias de un dios diabólico, monarca de la nada, lograron sujetarte el vuelo.
>> “¡No es dócil! —se lamentaban tus maestros, chacoloteando las sandalias entre las tallas del
colegio”. Por fin te echaron, como rumbo al infierno. Ganaste alegremente el lado amplio de la puerta del
valladar. “¡Adiós intranquilidad fraguada entre humo de pebeteros!” razonaste.
85
La Fuga
>> Tu madre te contemplaba dulcemente. Visionaria tal vez, te admiraba sobre la opinión de aquellos
seres lujuriosos de Cielo. Sabía la buena mujer que las cadenas que oía tañer no eran para tus pies.
>> Habías nacido con la furia de las formas y los colores. Delineabas campos enjambrados de abejas
y mariposas, hazas de espigas, caminos rebosantes de sol entre los prados, libélulas huyendo de la aurora y
ráfagas de viento helado agarrando el pico de la montaña. Tendías a una simpleza sin matices.
>> Un día claro, se llevaron al cementerio al hombre de largo bigote que te empujó a la vida.
>> En la escuela laica conociste a los burgueses. “En el nido de la nación se enseñan muchas tonterías”
expusiste resueltamente y te abandonaste a los sueños de volición y a los fantasmas de la mente. Aquellos
entrenadores de ovejas, a quienes aplastarías un día, te veían sombrear hierbas entretejidas en tu cuaderno sin
sospechar que un noble lobo se escondía en tu pecho adolescente. También en aquella escuela se deliraba y se
perseguía a las sombras.
>> En pleno brote de tu virilidad, viviste en una ciudad maravillosa a la orilla de un lóbrego río,
semejante a un corpulento reptil con caparazón de azogue. Allá, andando las estaciones, dibujabas a una
muchacha de larga cabellera. Como una paloma blanca entre los céspedes, ella se reposaba al sol en la ribera.
Las guedejas doradas y las orlas de su blusa flotaban en el viento del mediodía. Con un destello de vida en la
pupila, murmuraste: “Yo quisiera dormir con la muchacha rubia: que ella sea mi condena”. No pudo ser.
>> Te laceró el rechazo de tu candidatura a la Academia de Bellas Artes. Los profesores desdeñaron
tu arte porque no encajaba en sus cánones estrechos. Te preguntaste desconcertado, contemplando las ondas
con las que el río salpicaba el soplo de la brisa: “¿Cómo no ven al gran artista que siento dentro de mí?” Y una
voz entre nubes bajas y tenebrosas te respondió: “¡Eres la sombra de lo divino: tu genio deleita a los dioses!”
>> Era también la época venturosa de lecturas y debates. En la calma de tu habitación, tus ojos
resplandecían con el fuego que los libros prenden en las ideas: desbastaste tus sueños razonando lentamente.
Asistías a las sesiones del Parlamento, donde tu espíritu volaba en la oratoria trepidante de las ponencias: un
sartal de palabras, azuzadas por los sentimientos, brotaba a diario de tu mente inquieta.
>> Algunas veces, te hundías en un interior vibrante de óperas. Entre robles poderosos, la blanca y
rubia Signy rió contigo revolviendo las violetas de la Foresta Negra; Brynhild te rozó con su cuerpo esbelto en
el agua de un lago bávaro, cerca de una torrente; junto a un reguero helado, la alta Gudrun derramó su fuego
en ti; en el bosque de la montaña que domina un fondeadero del Mar del Norte, despertaste con los dedos los
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pechos de muchas doncellas de la escarcha… Sin embargo, a veces tu corazón se agitaba y el sueño huía de
tus ojos: te atormentaba la idea espantosa de una virgen rubia, con la pupila azul como un cielo encendido, en
brazos de un hombre oscuro con el pelo rizoso.
>> Murió tu querida madre. Sin recursos, tuviste que abandonar tu habitación en la pensión y albergarte
con los mendigos. Ganabas algún dinero cuando lograbas vender tus dibujos… pero el pueblo ignoró tu arte
porque ninguna opinión autorizada decretó juzgarlo bueno. “Es inútil tocar a la puerta del espíritu de los
hombres con el fino arte —reconociste pronto—: ¡para impactar hay que cimbrar las pasiones!”
>> De obrero, descubriste el odio que había movido el engranaje del mundo mientras tú desmigajabas
el pan soñando en la paz de tu habitación. Conociste el hambre despiadada y a los seres marcados por la
desilusión, y aprendiste que los favorecidos por la suerte no quieren ver la miseria de los desgraciados. Una
marea de angustia congestionó tu pecho. ¡Te estremeciste, Arioheroiker, y despertaste de las brumas de tu
existencia con tu propio grito!
>> Se cumplió otro plazo a la paz. Abandonaste la tierra que te dio el nombre común y buscaste una
enclave aria desde donde participar en la contienda. Hiciste méritos de valor excepcional entre un cielo
retumbante y una tierra anegada de cadáveres y se te concedieron honores parejos. “¡Al menos la guerra es
justa!” soltaste, loando los espectros de los valientes. En las frías amanecidas, te paseabas entre las hayas y
veías las violetas de Signy cubrirse de sangre bajo los párpados trémulos de los agonizantes.
>> Terminada la calamitosa guerra, asomándote a tu treintena, volviste a la ciudad aria a labrar tu
gloria y a cambiar aquel mundo impregnado de caducidad. Cavilaste mucho entre los viejos árboles que
circundaban las calzadas. Cargado de acrimonia, te expresaste intensamente en los cafés y en los centros de
reunión. Dichoso, comprobaste el éxito fulminante de tu oratoria.
>> Descubriste que la masa se gana a gritos. Los mejores se vinculaban a tu persona y los demás los
seguían a ellos. ¡Desplegaste tus velas en la brisa poderosa, amigo! Tu voz se alzó tan alto que retumbó en las
alas de los ángeles y en las bocas estupefactas de los demonios. “El gran camino es el de la gloria y la muerte”
señalaste.”
>> A cuantos creyeron en ti les prometiste que volvería a caer fuego del cielo y que el olor de la
chamusca se enredaría de nuevo en las narices de los niños.
>> — Todo aquél que ha dormido ha muerto —expusiste.
87
La Fuga
>> — ¡Sea! —te respondieron los amantes de la vida trágica.
>> Los sueños de grandeza espiritual, enfriados en las aguas de la mixtificación, se llenaron de fuerza
y enjambraron a los hombres que creyeron en sí mismos. Acompañado de un poeta que le cantaba a la sangre
de los tuyos, visitaste la Ciudad de Luminarias en el pájaro mecánico que admirabas, cuyos huevos derruyen
los templos y los palacios. En un ensueño, diseñaste en pleno vuelo la cruz de los tuyos.
>> Habías bajado a las trincheras y a los paseos proclamando la verdad de Nietzsche: “El hombre no
es un fin, sino un medio”. Deseabas ardientemente que una raza superior poblase la tierra. Les propusiste a los
hombres inventar su propia llama, sin que el sufrimiento ni la incapacidad les llenasen la mente de ultratumba.
“El débil y el enfermizo han inventado el Cielo y la Redención —remiraste—: el hombre se desprecia a sí
mismo porque es incapaz de superarse creando.”
>> Ganaste voluntades a viva voz. Te empeñaste en disipar la riqueza fastuosa del logrero, en erradicar
la miseria y el hambre de tu patria, en aplastar a las nulidades intelectuales que produce el sufragio. Creció tu
Yo, abonado por la conciencia común de tu pueblo y comprobaste, azorado, las palabras de Nietzsche:
“Aquello que hace triunfar e imponerse y suscita la envida de otros es lo más alto, lo primero, la medida y el
significado de las cosas.”
>> Te hiciste sempiterno e inevitable, camarada. ¡Quisiste volver Cielo hasta lo que el Creador había
designado Infierno! Yo prefiero llamarte Prometeo.
>> El niño nacido en el villorrio montañoso, tal como un manantial que brota de la roca reseca, se
fundió con su destino. Fuiste para los buenos el rayo de luna que rompe la noche oscura.
>> Lanzaste los pájaros mecánicos a prender los horizontes de los cielos, los navíos silentes a inflamar
las crestas de olas lejanas y el blindaje de los carros de guerra a encender el mundo corrupto. La cólera de tus
guerreros trajinantes aplastó ejércitos y regó sangre y semen por las tierras contendidas. Brevemente, la cruz
de tu flámula ondeó sobre otros pueblos y tus sueños alentaron un nuevo escenario planetario.
>> Pero los infames, que siempre han sido muchos, se confabularon contra ti. Muchos valientes tuyos
reposaron en el polvo cubiertos de sangre y gloria, muriendo sus muertes en tierras lejanas; otros, desconsolados
y quebrantados, volvieron a defender la patria entre carrizales y barbechos. ¡Es que el sol se esconde a diario,
leal amigo! De tus ojos rodaron dos lágrimas en el silencio de tu soledad.
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>> Los infames cercaron la Ciudad de Luminarias. Centallas de obuses, muros balaceados, crepitar
de maderos envueltos en llamas, cuerpos sin vida de los niños-héroes que defendían la patria convertida en
rastrojera. Te quisieron compeler a arriar la divisa que habían tremolado los héroes de tu sangre sobre las
cabezas de sus adversarios. Deseaban pasearte humillado por sus capitales y después condenarte, llamándole
justicia a su venganza.
>> Los héroes no se rinden. En tu búnquer, tomaste cianuro con tu compañera y quebraste tu noble
clarividencia con el plomo. Antes de colgarte del brazo de la muerte, te cruzó por la mente la acogedora casita
de tu pueblo y el paisaje de su montaña. Recordaste cuando tomabas el café por las mañanas junto a la
ventana, mirando los barcos y las gabarras surcar las aguas tranquilas del río. Cuánto te gustó escuchar música
o leer entibiado por el sol en la terraza, subir a la montaña en los días claros, emprender largas caminatas de
recreo en la niebla perezosa del otoño. Y luego, caminar bajo árboles que se deshojaban a todo color, como
tus años.
>> Tanto horror le tienen tus enemigos a la nobleza de tu pensamiento que aún croan trufas por todos
los medios, propalando mentiras, trasnombrándolo todo. Te acusan de estupro con tu sobrina, de haber
liquidado sigilosamente o utilizado de cobayas a seis millones de israelitas. Te responsabilizan por la muerte de
veinte millones más en las campañas y por haber hecho perecer a un sinnúmero de los tuyos y de otros
cristianos. Pujan con gran fuerza por descolgar tu estrella del cielo, dando una visión trastornada, inventando
un tapujo para cada uno de tus logros. ¡Mintiendo se escribe la Historia!
>> A pesar de los baldones póstumos de tus infamadores, tus palabras perduran en el recuerdo,
Enojo de Dios. Las pronuncian quienes andan con la vista perdida en las brumas que azulan los picos y los
prados. Las dicen junto a las aguas que reflejan las frondosidades de la orilla. Sí, amigo, muchos ojos ven fulgir
la estrella que no palidece con mentiras.
>> Saltó tu ánima cuando el último velo de sombra cayó sobre tus párpados. Se te apagó el postrero
destello del ocaso cuando Dios quiso, no antes. Aunque con tu partida no se elevó al cielo ninguna estela
luminosa, al menos marchaste consciente de que el mundo que no te permitieron realizar hubiese sido mejor
que cuanto ha quedado: de una parte una ramería y de la otra una granja. Te recodarán. En verdad, fuiste un
gran artista para otros tiempos más pulidos.
89
La Fuga
>> Los hombres se agitan, se aturden y se atormentan en sus tumultos. ¡Cuánto les gustan las fábulas
vivas de dioses muertos! Después de mucho cavilar, han descubierto que a los pueblos se les doma con
sueños que los aprisionen. ¡La piedra ahumada con perfumes místicos, el incienso, las llamas de los cirios, las
estampitas...! Y los refractarios a las imágenes y las hornacinas, alimentan el temor de sus congregaciones con
pensamientos oscuros que nadie en su pleno juicio puede asimilar. Otros baten sus alas pesadas en un aire
ligero de la codicia, llamándose a sí mismos, ¡qué fanfarronada más poco convincente!, “El pueblo de Dios”.
>> — ¡Nadie ha logrado ganar el mundo contra los demás! —apostillaste al oprimir el gatillo. Sabias
palabras.
>> Tu espectro travieso, andariego y despreocupado revoloteó por la Antilia. Al espíritu le placen las
arenas brillantes de esas playas y añora un cuerpo que se cubra con las ondas cálidas de sus mares. Quiere un
rostro que, como en un bautismo, se bañe con el polvo de las aguas en los saltos. Siente no haber descubierto
la luz tórrida en los penachos de las palmeras mucho antes. >>
Entonces desperté sudoroso. ¡No, me despertó el sol que ardía la lona de la carpa! Me di una larga
ducha. Saqué del escondrijo en la maleta la bolsa de mis recursos y me la colgué del cuello —Venus siempre
la custodió. Me terminé de vestir y encaminé mis pasos a la oficina del campamento, donde me esperaba
George. No me despedí de nadie. Al pasar junto a los tubos entoldados bajo los que Miss Oteiza impartía su
clase, pensé que, en verdad, era atractiva la viuda.
90
Autumno Tempore
“Heia, age, nate dea! —me animó la voz de mi madre”. Yo andaba ligero de equipaje. Llevaba la
maleta tosca de pequeñas proporciones que había comprado en Yunkanoo City. Isidoro había creado un
espacio entre la pared exterior de la valija y un estrato de su propia industria, cubierto por el forro interior. Un
pliegue en el forro ocultaba la cremallera que abría el intersticio secreto en el doble fondo. La noche de mi
arribo a Matecumbe, había metido el dinero salvado de la Antilia entre ambas paredes —la bolsa tenía unas
pequeñas rociaduras de sangre. Para viajar a Mimi, me había colgado la heredad del cuello por si perdiesen mi
maleta. Me faltaban casi dos años para ganar el derecho a vivir por mi cuenta con el dinero que tenía. Paciencia.
Otro asistente del Padre Palá, el señor Puig, me entregó el billete de ida —Puig nos pagaba los
sábados, antes de salir de paseo. Me avisó que un sacerdote, el Padre Catarella, me encontraría en el aeropuerto
de Mimi para llevarme en automóvil a la casa de los Dildobe, el matrimonio que me había apadrinado.
— ¿Es tuyo ese trasto? —me preguntó Puig, admirado de la fealdad cuadrada, o falta de proporción
objetiva, de mi equipaje.
— Es tan mía como la parca —le respondí, desazonándolo un poco porque era viejo.
— Cuando le aten a tu equipaje el ticket en el aeropuerto —me advirtió Puig—, asegúrate de que fijen
el mismo número en el billete.
— Lo haré, aunque el trasto puede ir sin número porque se ve a la legua.
— Sí, resalta —admitió.
El viaje a Mickey se me hizo corto, ya fuese por conocer el camino tantas veces recorrido o porque
George conducía deprisa. Lo observé bien de perfil mientras cargaba el pie en el acelerador de la furgoneta.
Calculé que, en otros diez años de chofer, si no colisionaba a alta velocidad, se habría ganado el báculo de su
vejez.
George me acompañó al tablero de la aerolínea. En cuanto la auxiliar reconoció el billete, él se despidió.
Me deseó mucha suerte, lo que significaba en el argot de Matecumbe no volverme a ver. Nunca más lo vi.
91
La Fuga
Como hacía calor en Mickey, el jet corrió mucha pista antes de decolar. Estaba dotado de dos
turbinas grandes, capaces de impartirle suficiente velocidad para apoyarse cómodamente en el aire. Para mí,
aquello de volar era nuevo. Le pregunté a la azafata dónde llevábamos el combustible y me dijo que ‘en las
alas’.
Avi similes volat inter terras caelumque. Al decir del piloto, el avión volaba a más de diez mil
metros de altura. No dijo si se hacía aquello por convención, seguridad o conveniencia. Las nubes andaban
por debajo de nosotros, proyectando sombras sobre el suelo del mundo. Las carreteras y los ríos parecían
hilos finísimos entre el verde de la tierra. ¡Qué buena perspectiva! También al espíritu de mi penúltima vida,
Der Zorn Gottes, le había agradado andar por los aires. Yo, sin embargo, no intuí haber vivido antes aquella
experiencia.
Le pedí a mi madre que nos cuidara del estornudo de algún dios. También le di las gracias, una vez
más, por regalarle al buen Isidoro la mejor perla del Caribe en la persona de Dido. Venus nos protegía a todos.
Si sunt dei sunt boni.
Hoc dicens, noté que, a mi lado, viajaba un calvo con una herradura azafranada de cabellos sobre las
orejas y la nuca. Era muy parecido al soldador del ferry. Pensé que, para ser idéntico, sólo le faltaba el tiro
debajo de la ceja que le arrancó la pupila al otro. Era de la misma raza de aquel que Isidoro y yo habíamos
lanzado al agua con la sangre arroyándole de un ojo, sin luz en el que le quedaba. Pero aquel no había
ameritado la muerte todavía. En verdad, un muerto es algo bien feo.
El jet descendió suavemente, subiendo unos alerones y bajando otros. Al aterrizar, a tres millas por
minuto, puso las turbinas en reversa y aminoró a marcha de burro en quince segundos. Hoc viso, me sosegué
porque mi experiencia de vuelo no era luenga.
Father Catarella era un italiano espiritual de menos de cuarenta años. A decir verdad, tenía facha de
gangster siciliano. Me comunicó que, al día siguiente, yo comenzaría a asistir a una secundaria católica. Él era
mi maestro de Religión. Me examinó dentro de su automóvil en marcha. Le dije los Diez Mandamientos al
dedillo, le aseguré que Dios es omnipotente y omnisciente, le recité el Padre Nuestro y el Ave María en Latín,
le nombré el misterio de la Santísima Trinidad —con tiempo, le hubiese hablado de la herejía del monje
92
Arrio— y le describí la preñez y parto de la Virgen ‘como un rayo de luz que atraviesa un cristal, sin romperlo
ni mancharlo’. No sé por qué, en ese momento, me vino Sandra a la memoria. El sacerdote quedó sumamente
complacido.
El tiempo estaba fresco. Me puse la única chaqueta que tenía. El padre se detuvo en el ropero de su
iglesia: me buscó un abrigo gris largo que me iba un poco grande, una bufanda azul y blanca y una gorra
enguatada verde. Todo me vino de maravilla en los días y meses que siguieron.
Pasarían horas antes que los Dildobe regresaran a su casa. El Padre me llevó al colegio para
matricularme. Mostré el certificado expedido a mi nombre por el director del colegio en la Antilia —antes que
lo expulsaran del país. El papel rosa con cuño rojo sobre letras negras no les dijo nada. Me hicieron exámenes
de ubicación. Cuando resolví los problemas de tres ecuaciones con tres incógnitas, de vectores giratorios
creando sinusoides en base de tiempo, de ángulos internos y externos en los triángulos y de aplicaciones del
Teorema de Pitágoras se sorprendieron... y más aún cuando les dije de memoria las fórmulas del azúcar, la sal,
les escribí el número de Avogadro, balanceé una ecuación y armé correctamente una molécula de vinagre con
bolas y palos. “He’s not a savage!” expresaban los ojos de los maestros... pero se equivocaban. Si bien los
impresioné con los análisis gramaticales de su idioma, tuve que poner de manifiesto mi ignorancia de los
escritores y poetas en esa lengua.
Asaz de pruebas. Antes de marchar, me preguntaron qué deportes practicaba. Les dije, con toda
franqueza, que no me gusta andar detrás de una pelota corriendo como un crío. No me lo tomaron a mal
porque el Padre Catarella les había asegurado que yo conocía los preceptos de la religión. Negociamos que
comenzara de aprendiz en el equipo de lucha olímpica y me entrenase en el campo como si me estuviese
preparando para algo.
Una vez calificadas las pruebas, la Madre Subdirectora mandó a matricularme en las asignaturas que
necesitara. Me apuntaron en seis clases. Resultó así:
A primera hora, me presentaba en el Homeroom o aula de reunión, donde la Madre Rose Mary
tomaba asistencia. Estudiábamos en silencio hasta que el Padre Director dirigía una plegaria y pronunciaba los
anuncios del día por el intercomunicador. Los cambios de aula se efectuaban a golpe de timbre.
Mi segunda hora era de Gobierno y Cívica, algo totalmente desconocido para mí hasta entonces.
Trataba de las relaciones de los ciudadanos entre sí y con el gobierno que, supuestamente, se dan a sí mismos.
93
La Fuga
Siendo tan ignorante del tema, respondía en las pruebas exactamente lo que decía el libro de texto, sin pedir
aclaraciones.
La tercera hora la dedicaba a la Historia de Disney que, a pesar de impartirse con mucha seriedad, me
pareció muy cómica. El país había sido lanzado como colonia por unos peregrinos que no se sentían bien en
Inglaterra ni en Holanda. Habían fundado un pueblo llamado Jamestown. Su jefe, John Smith, que se entendía
de maravillas con una india llamada Pocahontas, había proclamado: “Aquí el que no trabaje no come”. Podemos
suponer que la Pocahontas estaba muy buena o conocía bien las artes amatorias... aunque ni la Hermana
maestra ni el libro tocaron dicho tema.
La cuarta hora precedía al almuerzo y a un breve receso —durante el cual trataba de persuadir a las
muchachas de que mi acento no las debía asustar. Al igual que la anterior, la quinta hora trataba de literatura.
Me abrumaron con lecturas de autores disneyos y, sobre todo, con poemas que no entendía. Por suerte, como
los demás alumnos tampoco digerían aquellas poesías, pasamos todos desapercibidos en la inopia. Ambos
maestros me felicitaban por los reportes de las historietas que les entregaba, pero ninguno se aventuró a decir
que yo tuviese idea de lo que revelaban los poemas.
La sexta hora estudiaba Biología. Analizábamos las hojas de los árboles, los frutos, las semillas,
abríamos ranas, dibujábamos células y lo examinábamos todo con el microscopio.
Asistía a diario a la clase de lucha olímpica o wrestling y luego corríamos escaleras-arriba y escaleras-
abajo por el interior de edificio. También hacía planchas y sentadas y corría por el campo a gusto del coach,
siempre perseguido por mi sombra, que no parecía tener dónde ir. Me lo tomaron en cuanta como clase de
Educación Física. De esta manera, disponía de una hora más para estudiar durante la jornada.
Estaba extenuado cuando el Padre Catarella me sacó de entre las manos de los maestros de Geografía
e Historia Universal. Me aseguró que, si estudiaba duro las seis materias que me faltaban, me podría graduar
a final de curso y asistir a un centro estatal de enseñanza superior cercano. ¡Cuánta razón había tenido Isidoro!
Y, quien no crea esto, podrá comprobar fácilmente que la ignorancia ahoga.
Los Dildobe resultaron ser muy agradables. El Padre Catarella los conocía muy bien de la iglesia
donde oficiaba la misa. La esposa, Maya, se había animado a recoger a un refugiado desde el momento en que
él lo había anunciado del púlpito. Ella había optado por un varón sano de dieciséis años que les guardara
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compañía sin estorbar sus vidas profesionales. El marido, Joe, estaba completamente de acuerdo. Mi madre
también.
La residencia Dildobe estaba en un barrio cercano al centro de Mimi. El aire empezaba a refrescar
cuando llegué y las hojas de los árboles a cambiar el color. Me tenían preparada una habitación con baño en
el segundo piso de la casa antigua y algo penumbrosa donde vivían. Llevaba medio año sin conocer semejante
comodidad. Debajo de la ventana había un radiador por el que corría agua caliente en invierno y, al lado, una
pequeña mesa con dos sillas. El armario empotrado en la pared era espacioso y estaba iluminado por una
bombilla que colgaba del techo. La cama era ancha y cómoda: la caja de muelles invitaba al descanso y yo
dormía a pierna tendida.
Maya era empleada de un banco. Estaba más conforme con su trabajo que con su silenciosa vida
hogareña y los pensamientos solitarios que le pasaban por la mente. Conmigo se llevó siempre bien porque yo
alentaba sus conversaciones, me interesaba por lo que pensaba y le contaba mis experiencias en la Antilia y en
los colegios de ambos países. Sin entrar en detalles de sangre, le referí mi huida a toda vela después del
asesinato de mis abuelos.
Joe era ingeniero-burócrata en una fábrica de piezas de automóviles. Trabajaba de día en el buró y, de
noche, producía bellísimos muebles en el sótano de su casa. Poseía una librería de tratados de carpintería
ebanista y muchos planos. Cuando terminaba las tareas del colegio, solía bajar al sótano a ayudarlo a organizar
las herramientas, colocar los maderos y barrer las virutas de madera. Él, a su vez, me dejaba escuchar música
en un viejo radio, cubierto de aserrín que descansaba sobre una mesa esquinada de su invención.
Pronto, Maya comenzó a apartarse de la televisión para reunirse con nosotros en el taller. También a
ella le empezó a gustar de nuevo la música. Estaba entonces de moda una canción titulada “I know something
about love” que canturriaba cuando creía que no la oían. Tal parecía que ella hubiese despertado de un
letargo de pesados pensamientos. Averte dolorem!
Me adapté muy pronto a la nueva rutina. Joe me dejaba en el colegio muy temprano, cuando guiaba a
su trabajo. Por las tardes, después de la lucha y la ducha, enfundado en mi abrigo gris, mi bufanda azul y mi
sobrero verde, esperaba junto a la puerta de salida a que apareciera el coche de Maya. Solíamos cenar carne
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La Fuga
precocida, vegetales de lata, y puré de patatas deshidratadas, acompañados de pan rebanado y leche en
polvo.
A mediados de septiembre, noté que no tenía hongos. ¡Murieron en el clima fresco! De haberlo sabido
antes, hubiese metido los huevos en una cubeta con hielo en Matecumbe. Le escribí la buena nueva a la
enfermera que me había sacado los tacos de las amígdalas porque me pareció ser la única con bastante
humanidad y sentido común para, al menos, comentarlo con los sufrientes del campamento. No supe nada
más de aquel morbo.
Pasó septiembre y entró un octubre cuya segunda mitad estuvo preñada de problemas. El día catorce,
un avión U-2 que volaba a gran altura sobre la Antilia fotografió bases rusas erizadas de cohetes. Pro Deus!
El Caballo, que en su enajenación se había vuelto un acérrimo enemigo de los disneyos, había pactado con un
gordito muy mal hablado el emplazamiento de armas termonucleares en la Antilia. A pesar de las simpatías por
Equus Antilianus de su presidente, el mismo que había decretado la traición a los Invasores de la Playa,
Disney se vio precisado a ponerle un bloqueo al presunto agresor. Se dieron órdenes de atacar a los barcos
que transportaban los cohetes si no daban la vuelta. Para el gordito, la operación fue una simple pieza de
ajedrez político cuya finalidad era obligar a los disneyos a llevarse del sur de Italia y de Turquía los cohetes con
ojivas nucleares que amenazaban la capital de su país. Para El Caballo, sin embargo, aquella era la gran
oportunidad de destruir a Disney. Equus insania mentem non mutabat. Le rogó encarecidamente al ruso
que disparara el primero. Le decía que obras son amores y no buenas razones. Y hubo cabras por el mundo
que alabaron su buen gusto y heroico proceder porque los buenos suelen cometer los peores males.
El veintiocho de octubre, se temía que se desencadenase una guerra nuclear. Sacerdos deos invocabat.
Era de suponerse que, si pugnae futura dubia fuisse, entre los cien millones de muertos de cada parte
podríamos figurar nosotros; de no sucumbir, la íbamos a pasar muy mal. En quid agam? Nada. Ese día, a las
diez de la mañana, el Padre Director anunció durante el cambio de aulas que las naves rusas habían dado la
vuelta y no habría guerra. ¡Fiú! Al Caballo lo tocaron con el desprecio que merecía y se tuvo que consolar
profiriendo insultos en su aprisco. Después de negociar en secreto, las potencias llegaron a un acuerdo y, sin
contar con la cotorra, retiraron los cohetes de la Antilia, de Italia y de Turquía.
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El veintidós de octubre se realizó el último vuelo comercial entre la Antilia y Disney. En el avión DC6-
B de la compañía holandesa KLM, salieron los últimos refugiados que viajaron directamente a Disney en 60
años. Disney prometió no invadir jamás a la Antilia: la dejó hundirse tranquila en la noche de su perdición, cada
vez más negra y más pobre. Nocti se immiscuit atrae.
Y llegó noviembre con la fiesta de Thanksgiving; la celebramos con una comida de guanajo relleno,
tubérculos dulces, salsa de arándanos, mazorcas de maíz y pastel de calabaza en conmemoración de los
primeros peregrinos que no se murieron de hambre. Un mes más tarde, llegó la Navidad; el Padre Catarella
celebró una misa en conmemoración del nacimiento de Jesús.
Estaba tan bien adaptado a mi nueva vida que las semanas y los meses empezaron a volar en la rutina.
Así, para el bien de todos, llegaron las merecidas vacaciones navideñas. Mi madre me visitó en sueños con
buenos augurios para el presente. Le pedí una entrevista en la privacidad de mi habitación, donde nadie
pudiese oírnos y pensar que crecía la locura dentro de mí. Me la concedió porque no desconocía la vivísima
curiosidad que sentía por saber de mí mismo. Durante la madrugada del primer día de vacaciones, vino a mi
sueño.
97
La Fuga
Pontivs Pilatvs Praefectvs Ivdaeae
— Somnum placidum tibi opto! Quid desideras?
— Opportune advenis, mater! Quiero saber qué cuerpo ocupó mi espíritu antes de llenar la vida de
Der Zorn Gottes.
— El despertar tales recuerdos en tu alma puede hacerte infeliz.
— Te quaeso, mater. La mayor infelicidad es la ignorancia.
— Dos mil años atrás, tu alma ocupó el cuerpo de un hombre moreno de nariz roma. Jugaste un
repugnante rol que dio mucho de qué hablar en el mundo. Desde entonces, tu espíritu anduvo errante por el
éter. Tal vez por enmendar tu error, te hayas detenido en tu penúltimo ser.
— ¿Cuál fue el error?
— Sin remordimiento, cediste ante la indignación de unos truhanes.
— Cuéntamelo.
— Haré lo que me pides, Jacques. Entiende que ningún dios puede borrar tu pésima actuación. Para
hacerte menos doloroso el recuerdo, añadiré algo de lo que no viste ni presentiste ni oíste.
— Gratias tibi ago!
— Fuiste un mal gobernador en un peor país. Te llamaste Pontius Pilatus y ocupaste el alto cargo de
Procurador en la provincia romana de Judea. Tu vida ha quedado resumida en el cruel y cobarde proceder
que demostraste el Día del Inocente. Te cuento la historia de tu aciago día tal como me corre diáfana por la
mente:
Mientras el alba quiebra la noche, la guardia judía escolta a un hombre escuálido por las callejas
polvorientas de Jerusalén. Te lo llevan con las manos atadas a la espalda. Delante van los hombres del Templo,
proclamando a su paso la bellaquería del cautivo. La castaña cabellera cae sobre sus hombros. Se muestra
fatigado y afligido, pero no rendido: el destello de un desafío mortal, mirada que hiela a sus adversarios
talmúdicos, atisba tras la miel de sus ojos.
“¿Será éste el temido hombre que anunciaron los profetas?” crepita la sigilosa pregunta en las mentes
más claras. Quienes lo han visto y oído polemizar brillantemente pocos días antes contra sus aprehensores
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fariseos y saduceos enmudecen conmovidos por las huellas que ha dejado en él la represión canónica. Pero
callan, aterrorizados.
La guardia siria les da el alto frente a la cancela del palacio de Herodes el Grande, posada del
procurador romano cuando visita Judea. El cielo de primavera ha despertado ya: colora el hermoso semblante
del hombre maniatado y también la canonjía cuya meta es destruirlo.
Anás, el suegro del Sumo Sacerdote, va delante. Anima a la tribu de la mirada ofuscada a cerrar filas
tras ellos y producir la turba. Azuzados por la curiosidad y la tradición, un gran número de judíos se apresura
a apiñarse en la plaza del palacio. En la medida que acuden, las voces y el olor a vulgo envilecen el ambiente.
Todos saben que tales espectáculos suelen producir castigos brutales.
Han transcurrido tres años de inquietud y perturbación para los saduceos y los fariseos. Desde que
Jesús apareció repentinamente en Palestina, han tenido que sufrir las públicas sentencias del galileo. Ahora,
según el instinto y el sentido común, se han propuesto destruir al rebelde. No le perdonan haber mancillado sus
nombres, creando ante todos una nueva imagen de sus vidas, imagen de contradicciones ocultas en las brumas
de la mentira. Jesús los ha denominado “tragones”, “remolones” y “retoños del Diablo”. Al iniciarse el pleito,
quisieron ignorar al nazareno. No obstante, un público ávido de alborotos y querellas comenzó a sondear las
vidas de los hombres del Templo. “¿Por qué no se desempeñan en algún quehacer en vez de esquilmar el
esfuerzo ajeno con pretendidos servicios a Yahvé?”.
Anás comprendió pronto que el nazareno no habría de callar por las buenas ni desistir de sus temerarios
proyectos. No respetaba a los sacerdotes, escribas y ancianos del Sanedrín. Por tanto, les ordenó a los
hombres del Templo mutilar las palabras de Jesús hasta el sin sentido, componer dudas sobre su persona,
propalar confusas ideas atribuidas a él entre el pueblo. Así se produjo una cruenta lid que llevó a los más
esclarecidos a la increencia y el escepticismo.
El áspero comercio de improperios entre los seguidores de Jesús y la compañía del Templo había
redundado en fastidio para los militantes de ambos bandos y en una cierta inquietud para los vecinos de
Jerusalén. En su desesperanza, la aristocracia sacerdotal añoraba los días felices del pasado, cuando prevalecía
la interpretación pontificia de la Ley Mosaica y el pueblo acataba cuanto ellos disponían. Ahora, la solución de
sus penas y miserias es silenciar para siempre al rebelde que ha conmocionado la religión de su raza.
99
La Fuga
José Kaifá, Sumo Sacerdote y figura tutelar del callado concordato entre el Templo y las autoridades
imperiales, ha permanecido en el lecho, imperturbable ante las lumbraradas del alba. Pronto te habrá de enviar
emisarios, pidiendo audiencia. Si el orden instituido ha de durar, el Trono y el Templo deben ser vistos en
innegable avenencia por la plebe.
Te esperan todos frente al palacio. Los bufidos impacientes de los celadores de la Ley Judía se elevan
sobre el murmullo de la turba, animándola, estremeciéndola, enajenándola. La guardia siria conmina al orden,
repeliéndolos con el umbo de la rodela y punzándolos con las lanzas. Los tropezones entre los sirios y la turba
judía en el embaldosado producen displicentes retumbos, estrépitos que se mezclan con el canto de los
pájaros que han llegados con la primavera a anidar en los cantos de las torres y los antepechos de las ventanas.
No puedes desatender ya la chillería del vulgacho. Envuelto aún en ropa de dormir, con tu plomizo
cabello revuelto, te asomas a la ventana y ojeas silenciosamente a la plebe. Gruñes y te apartas. A poco,
apareces en el portón del palacio, vistiendo una toga púrpura. En cuanto subes a la plataforma que domina el
embaldosado, los acusadores de Jesús comienzan a vocear.
Llevas dibujada en la cara una mueca de disgusto: desprecias al pueblo que gobiernas. Con el seño
fruncido, examinas desde la eminencia de tu tribuna la tosca reunión dirigida por el partido del Templo: los
ancianos andan solícitos la plaza, exhortando a la grey a que muestre antipatía por el prisionero ante ti. Con
impaciente silencio, detienes la mirada negra en Jesús, cuyos cabellos y harapos ondean en la brisa; luego, te
quejas:
“Es muy difícil convivir con la canalla. Por Júpiter, ¡qué gentuza vive aquí! Sin considerar la infinidad de
lerdos que colman las ciudades y aldeas de este país, Tiberio y Grato quieren que gobierne con mano suave.
Pero ni el Emperador ni el Legado Imperial comprenden que la propensión de los judíos a los disturbios se
origina con los zánganos de su Templo porque sostienen, contra toda razón, haber sido escogidos por un dios
para ser la primera nación de la tierra. Si esta partida de vagos gobernara al mundo, la civilización se desfondaría:
acapararían todo el oro y la plata para regir por usura y no le permitirían a nadie ejercer ocupación alguna sin
tributarle a su Templo.
“Después de haber sido pisoteadas por todos los bárbaros de Asia, por Roma y, sobre todo, por sus
propios sacerdotes, estas criaturas siguen embrolladas en sus nociones y jamás se sienten defraudadas. Tal
parece que su dios los castiga constantemente.
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“Soy el quinto procurador cuya mano han forzado. Se rebelan contra los impuestos, los emblemas y la
administración extranjera con una refinada maestría que provoca enormes carnicerías y muchísima confusión.
El etnarca Arquelao, el hijo de Herodes el Grande, tuvo que ser depuesto por el Emperador por no poder
controlarlos.
“Proclaman que, tal como Arquelao y otros, he cometido horrendos crímenes contra ellos. Son los
indiscutibles maestros de la farsa. Sacan acusaciones del vacío contra mí casi a diario. Hasta me acusan de
querer abolir la faramalla de su Ley... ¡lo que es verdad! Lo que más me irrita de estos sórdidos hebreos es
que me obligan constantemente a mezclarme en sus querellas sectarias. ¡Y tengo que atenderlos y fingir que me
importan!”
Cuando se impone el silencio, te diriges a los mayores del Templo. “¿Por qué los súbditos de Tiberio
César, nuestro querido Emperador, me han venido a despertar tan temprano?”
Un fariseo de larga túnica negra se adelanta. Se echa el manto de bordaduras rojas sobre el hombro,
mostrando las colgaduras de parchemín con inscripciones de la Ley que lleva en el pecho. Le apunta a Jesús
con el dedo y explota delirante: “¡La Ley dice que este hombre debe morir!”
Se espera tu dictamen en la plaza silente. Tus facciones sombrías endurecen de cólera. Resueltamente,
replicas: “¿Sin mi dictamen? ¡Qué ley más atrevida! Los pronunciamientos de vida o muerte en Judea son
prerrogativa del Procurador. Sin mi consentimiento, todas esas confabulaciones de castigos con las que se
pierde el tiempo fantaseando están destinadas a dormir tranquilamente en esos libros insensatos escritos en
Hebraico. Terco, te has esforzado tanto, has consagrado tantos años de tu patética vida a atiborrar tanto sin
sentido en tan escaso cacumen. Fariseo: ¡no sabes nada!” Entonces, deteniendo la mirada en Jesús, le dices
con mansa ironía:
— Según lo visto y oído, alguien considera peligroso a este sujeto. ¿Me quieres decir cuál ha sido su
verdadera infracción?
— Se ha declarado hijo de Yahvé.
— ¿Qué puede importar que se diga hijo de Yahvé, de Júpiter o de Osiris? Tal vez nuestro amigo sea
ilegítimo y pretenda ser el vástago de un dios para evitarle vergüenzas a su madre.
101
La Fuga
Todos ríen. El fariseo retrocede, apabullado. “Creo que perdieron la razón peregrinando por el desierto
en busca del maná —te dejas hablar”.
Otro fariseo en negro atuendo se adelanta. Levanta el puño cerrado por encima de la multitud y pide:
— ¡Déjanos lapidarlo, Pilato!
— Parece —dices con cierta delicadeza— que hay sed de sangre humana en Jerusalén. Establezcamos
juegos de gladiadores para acabar con los ladrones, los violadores, los asesinos y hasta con los disidentes de
la fe. ¡En cuánto no habrá de aumentar el número de visitantes y mercaderes que nos traen riquezas!
— Así sea, Pilato —asiente apresuradamente la ola hebraica ante los ojos atemorizados de Anás.
— Podríamos costearlos fácilmente con un impuesto a los depósitos del Templo —planteas.
Enérgico, Anás ordena que se derogue inmediatamente tu propuesta. Ni el partido del Templo, ni el
Sanedrín habrán de tolerar semejante referéndum en el pueblo.
Ancianos, escribas y sacerdotes se infiltran en el tumulto, rasgando sus negros ropajes, pronosticando
la ruina de Judea si tu ponencia fuese aceptada. Una desconfianza paralizadora hace presa de quienes momentos
antes tuvieron pensamientos contrarios a los sabios del Templo.
— Tienes que respetar la dignidad y santidad del Templo, tal como presupone la Pax Romana, Pilato
—te reprende el fariseo que poco antes te rogaba.
— Siempre la he respetado —concedes mentirosamente.
Uno de los saduceos que se ha pasado la noche atormentando a Jesús, da un paso al frente. Te explica
con intachable forma:
— Este Jesús de Nazaret ha blasfemado contra el Templo. Eso es para nosotros como afrentar al
propio Yahvé.
— Si hablaras verdad, saduceo, dirías que maldecir el Templo es mucho peor que gritarle insultos a
Yahvé —replicas—, porque los zánganos de la religión, viven muy bien de los ingresos del Templo. Por eso,
este sofista lunático exaspera a la canonjía.
— Nosotros te amamos, Gobernador.
— Examinemos este asunto de mi punto de vista. ¿Por qué ha de importarme que se blasfeme contra
tu Templo? ¿Acaso has olvidado ya cómo rugían y chispeaban furiosos los sacerdotes cuando traje mis
insignias a Jerusalén?
102
Los ojos de Anás, convertidos en dos centelleantes cisuras bajo las huidizas cejas blancas, te
reciprocidan odio. El viejo sacerdote comprende que la canonjía debe ampliar las acusaciones presentadas
contra Jesús o éste habrá de evadir su venganza. Anás sabrá producir una robusta calumnia que salve a la
sociedad del Templo del ridículo: “Escúchame, Pilato —te grita—: este nazareno es un sedicioso.”
La sombra de un espectro pasa sobre tu rostro. El señalamiento de Anás te insta a la pesquisa, aunque
comprendes que el alegato del cínico sacerdote lleva entapujados la confabulación y el ardid. Tú te precias de
desmembrar las sublevaciones antes que éstas puedan menoscabar tu prestigio en la provincia de Judea.
Le haces una seña a Jesús para que se acerque a la cancela. Lo examinas detenidamente y le preguntas
a Anás:
— ¿Me estás diciendo que este desgraciado es un enemigo de Roma?
— ¡Lo es! —confirma Anás, mintiendo descaradamente. Te lo juro por mi fe. Es un descarriado que
no siente afecto por Tiberio César en su corazón.
— Habrá que ver —concedes. Que pase al palacio. ¿Quieres entrar al pretorio a acusarlo, Anás?
— No puedo, Gobernador —se exenta Anás—, hoy no me es lícito entrar a tu casa porque esta
noche he de comer el cordero de Pascua.
— Que el viento del desierto te lleve bien lejos, Anás.
Cuando el viejo sacerdote le había preguntado a Jesús qué doctrina predicaba, respondió: “Si quieres
aprender mi doctrina, pregúntasela a los muchos que se me han acercado para oírla.” Entonces Anás le dio la
primera bofetada.
Los guardias le cortan las ataduras a Jesús. Lo mandan a esperar por ti en un estrecho salón. El
nazareno se echa bajo la luz huidiza de una antorcha y descansa la cabeza contra el paramento.
Subes despacio a tu despacho. Has encanecido desde que te nombraron gobernador de Judea. En
Urushalaim, cuando la polémica carga el ambiente, todos los ojos se vuelven hacia ti. Tú siempre procediste
correctamente: tus fallos, aunque ineptos, fueron decisivos; tus acciones, aunque arbitrarias, definitivas; tu
raciocinio, aunque estrafalario, la norma. Se estimaba tanto en el Templo como en el palacio que el trato
inmisericorde es la madre de la calma. No sería la primera vez que matasen a un prisionero por amor a la paz.
103
La Fuga
Deseas entrevistarte a solas con Jesús en tu despacho. Tú, que no te equivocas, te confundes fácilmente
con las denuncias estrambóticas y la monserga del foro judío. Eres un pagano del Oeste, un invasor deseoso
de imponerles orden a los pueblos de Asia. Aborreces el cacareo de la raza que gobiernas. Lo mandas a
llamar.
— Algunas veces, me paseaba por fuera de la muralla de Cesarea del Mar, por los jarales que
bordean las tumbas de los romanos llegados con Pompeyo a Palestina —todos los que son ya un sueño de la
tierra. Creo haberte visto pasar...
— Tienes razón. Igual que a ti, me agradaba rondar por la entrada oriental de Cesarea. He ejercido de
carpintero y de buzo: trabajé en los establos del hipódromo y en Sebastos. Te vi muchas veces en las lidias de
gladiadores, en el anfiteatro, y aplaqué la sed con el aguapié que mandabas a repartir.
— ¡Ah, sí! En aquel tiempo organizaba magníficos juegos. Cómo me complacía sentir la alegría de la
muchedumbre y oír sus gritos emocionados.
— ¡Qué demente alboroto, Gobernador!
— ¿No te gustaban aquellos pleitos?
— Eran inhumanos, en particular cuando arrojabas hombres casi desarmados a luchar contra gladiadores
y leones.
— ¿No sabías que aquellos sujetos eran alborotadores condenados a muerte?
— Así decían.
— ¿De dónde eres?
— De Nazaret, en Galilea.
— ¡Parece mentira porque te he visto en el templo de Isis! ¿Eres acaso otro renegado de la religión
mosaica?
— Durante mi vida, he pasado por muchos templos: me he entrevistado con tus soldados en las grutas
donde veneran a Mitra, he platicado con los esenios y con quienes conocen las doctrinas de Jil-El, he intimado
con las sirvientas de Melcart en los templos fenicios de prostitución y muerte, he rezado en los templos-del-
fuego de los zoroastrianos y he meditado profundamente en los santuarios de la India.
— Entraste alguna vez al templo de Augusto en Cesarea?
— Muchas veces.
104
— Comprendo por qué te odian los judíos: ¡has superado la doctrina! Cuando uno cree entender la
regla, aparece la excepción. ¿Verdad que hay mucho más por el mundo de cuanto los hebreos son capaces de
ver?
— Dices la verdad, Pilato. Y también hay mucho más de cuanto Roma puede dominar.
— Te creo. Pero no los podemos salvar a todos. ¿Cómo te llamas?
— Jesús.
— Anoche, el Sumo Pontífice judío pidió un destacamento armado para apoyar a la guardia del
Templo que se disponía a prender a un sedicioso, a un encantador enemigo de Roma... ¿Acaso eras tú, Jesús
de Nazaret?
— Me apresaron por orden de José Kaifá y me titularon mesit, pero no soy encantador ni enemigo de
Roma.
— ¡Por Júpiter, cuántos reportes contrarios, cuántas complicaciones cuando trato con los judíos!
— El hombre resuelto puede hallar la evidencia.
— Me dicen que tus secuaces han escapado —le dices, molesto de haber sido estimado irresoluto.
— Mis discípulos son pescadores del lago Tiberiades. Le temen a Dios y aman al prójimo. Se dieron
a la fuga cuando me entregué sin resistir.
— ¿Me vas a decir quiénes son?
— Dios me lo prohíbe porque todos ellos tienen pequeñuelos que criar.
— Por eso habrás de ser azotado... ¿Qué tramabas con tus discípulos cuando te prendieron?
— Rezábamos en un huerto cercano a Getzemaní, preparándonos para predicarles a los judíos.
— En tus palabras parece haber verdad, Jesús de Nazaret; sin embargo, esa gentuza que se desgañita
en el embaldosado te contradice... ¡y debo atender a sus quejas!
Como un pesado rumor, la barahúnda que efunde de la gentualla se eleva e invade el despacho.
Hundes la mirada en el gentío que se dilata en la plaza y te dejas maldecir:
— El artificio de la ralea sacerdotal te ha definido en la maldad, Jesús. La palabra astuta, pronunciada
por quienes señorean trastornando al pueblo, presentándole la voluntad propia como si fuese la de un dios, ha
logrado reunir a muchos contra ti. En mi opinión, estás perdido.
— La impostura suele prevalecer, Procurador.
105
La Fuga
Tu cara dibuja un rictus cuando quieres sonreír. Sin dejar de ojear a la turba congregada bajo la
ventana del estudio, te deleitas con tu propio comentario:
— Con tal de alcanzar el bienestar de la perversidad, la turba plantea lo inverosímil, aboga por lo
innoble y repudia la justicia.
— La razón no puede contra el número, Pilato.
— Indiscutiblemente. La estupidez es indómita y tiránica. ¡Qué asco me dan!
— No los quieres, Gobernador.
Deslizas la mirada negra sobre los techos soleados de Jerusalén. Contemplas las lometas polvorientas
en torno a la ciudad y, olvidándote de ti mismo, profieres cavilaciones desatentas:
“Me agrada el solaz de mi villa en la montaña, junto al mar, donde las hojas vibran con el viento. Me
cautivan los atardeceres silenciosos en cualquier sitio. Me gustan las columnas con capiteles esculpidos y los
teatros.
“Me desagrada venir a esta ciudad infernal entre peñascos ardientes a escuchar las discordias de los
israelitas durante las fiestas judías... ¡que son tantas! Me fastidia tener que considerar los valimientos de su ley
de espanto.
“¡Estoy harto de fantasías y de profecías! Tanta conmoción me roba el solaz y trunca mis reflexiones.”
Vuelves la mirada del horizonte. Con una sonrisa infantil en los labios, exclamas:
“¡Cómo se agitaban y gritaban los miserables cuando me apropié de los fondos del Templo para
construirle un acueducto a este país reseco! Le pedían a Yahvé agua y maná con oraciones, sin querer
desembolsar el oro que habían amontonado en el Templo. ¡Imbéciles! He debido enseñarles cómo las razas
civilizadas reverdecen los campos de cultivo.”
Te vuelves hacia Jesús e indagas en tono grave:
— ¿Qué te parece el acueducto que mandé a levantar?
— Soberbio y muy útil, Gobernador.
Sonríes. Henchido de buen humor, le sirves una copa de vino al prisionero. Entonces, dándole gran
peso a tus palabras, como revelando una secreta pasión, señalas:
— Me dicen que deseas demoler el Templo.
— Los maestros de la mentira tergiversan siempre el significado de las palabras.
106
— Lo sé. ¡Pero no vayas a pensar que derribando del Templo me afrentarías! Al contrario, me seduce
la idea de suprimirlo y así desenraizar de una vez tantas querellas. En mis sueños más hermosos, he visto a los
legionarios caer sobre él, despedazando las puertas, los atrios y, sobre todo, el Santísimo con catapultas,
arietes, onagros y balistas. ¡Por Júpiter Olímpico: cuántas veces he visto la antorcha inflamada prenderle fuego
a esa madriguera de contumacia!
— Los judíos son muy esforzados en cuestiones de religión, Gobernador. Son capaces de levantar
otro Templo sobre las cenizas de éste.
— ¡No, no si despacho a los peores!
— ¡Por César Augusto y todos los otros dioses de los romanos, Gobernador: hasta los más viles
pueden enmendar sus vidas y volverse solidarios con los demás!
— Desertas tus facultades para hablar con el corazón, Jesús. Pero sosiégate porque, desventuradamente,
esta canalla retrasada se ampara en la Pax Romana y Tiberio César les permite conservar sus leyes. Es
evidente, no obstante, que sin el freno de Roma la mentalidad degenerada e incongruente de esta raza buscaría
solucionar todos los enigmas del mundo apedreando a los suyos y a los demás.
Te abismas en una larga pausa, entretenido con las representaciones de tu mente. Jesús sorbe
silenciosamente el vino, adivinando lóbregos pensamientos tras tus ojos relumbrones. Al cabo de un largo rato,
con los rasgos de la cara endurecidos y una repentina opacidad ensombreciéndote los ojos, le preguntas a
Jesús:
— ¿Es cierto que has propuesto abolir el pago de impuestos a Roma?
— He dicho que se le debe dar a César cuanto le pertenece y a Dios lo Suyo.
— No eres enemigo de Roma, Jesús —determinas. De serlo, los sadoki y los fariseos no se habrían
de esmerar tanto en lograr tu muerte. Te quieren aniquilar por sectario.
Te vuelves y contemplas de nuevo a la turba que espera impacientemente tu dictamen. Sin vacilar,
declaras: “He ahí a los saduceos, monstruos sin virtud que viven complacidos en la corrupción y los manejos
del Templo, comprando a precio vil y vendiendo caro. He ahí a los fariseos, atracadores de la razón y el
entendimiento, que blanden las armas del espanto, la fantasía y la astucia, infiltrándose siempre entre el pueblo
en calidad de copistas, escribanos, maestros, legistas y teólogos. Los fariseos afirman que los muertos resucitan
y los saduceos lo niegan; no obstante, cuando discuten, ambos bandos encaminan a las hordas atolondradas
107
La Fuga
a los libros hebreos, fuente de toda sabiduría según dicen. ¡A mí no me engañan! Descubrí hace mucho tiempo
las malditas artimañas de Asia que adormecen la mente de los pueblos y amenazan el Imperio de Roma.”
Los rayos del sol se han alzado y tocan ya el águila de oro a la entrada del despacho, arrancándole
vivos relumbres. Le haces una seña a Jesús para que se acerque y, casi en un murmullo, te desahogas con
brutal sinceridad:
— Antes que tú, estuvo aquí mi esposa. Sostenía tu inocencia respecto a la denuncia de sedición
contra Roma. No me agrada que se mezcle al tejemaneje de los judíos y, mucho menos, al ejercicio de mis
funciones. La infeliz sondea los espejismos de esta raza caótica. A pesar de su opinión y del desprecio que
siento por quienes te inculpan, o de la falta de pruebas contra ti, he de proceder acorde a los intereses de
Roma.
— No espero otra cosa.
— Debo hacerte otra pregunta —continúas: ¿es cierto que te has proclamado Rex Ivdaeorum?
— Mi reino no es de este mundo, Procurador.
— Mejor así. A Roma sólo le atañen los temas de este mundo.
— ¡Desdichada es Roma y todos aquellos que no quieren conocer al Padre!
— ¡Guárdate las prédicas, Jesús! Estás aquí para defenderte de los cargos que te imputan.
— Por consiguiente, tengo que revelar mis convicciones.
— Nada de eso.
— Quiero explicarme.
— Ya lo has hecho. Tus adversarios luchan con silenciosas marrullerías. Sé sobradamente que el
premio de quien venza en esta lid parece ser un santuario pero es realmente un trono. Sólo a los tontos se les
escapa la realidad del trono que oculta el templo.
— Únicamente me interesa el trono de Dios, Gobernador.
— Tus enemigos no lo creen así. Por eso pretenden un triste trono para ti, en el Gólgota.
— Así lo han dicho.
— Cuando puedo evitarlo, no me mezclo en disputas canónicas ni venganzas. En Jerusalén se encuentra
Herodes Antipas, el etnarca de Galilea y Perea. Como yo, se ha visto obligado a venir por culpa de la Pascua.
Habrás de ir donde tu rey a ser juzgado. Que Herodes Antipas decida esta disputa.
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— Tampoco tú has de morir de piedad —profetiza Jesús, sonriendo.
Muy pronto, demasiado pronto, la guardia de Herodes Antipas conduce a Jesús a tu palacio. Lo
llevan por la calleja aledaña al Templo, bajo árboles que levantan sus ramas al cielo, en cuyas yemas urden y
gorjean los pájaros de la primavera. El nazareno contempla el horizonte de peñascales y tierras sequizas que
rodean a Jerusalén, persuadido de que no habrá de volver a ver el cauce alegre de las cañadas en su nativa
Galilea.
En vano intentaste que el sagaz etnarca emitiese un fallo, ya fuese a favor o en contra del inocente.
Herodes Antipas te ha devuelto al inculpado vestido con el sayón rojo de los locos. Ahora, tendrás que juzgar
a un presunto demente.
Durante la fiesta de la Pascua, cuando acuden tantos israelitas a Jerusalén, se les quita la vida
públicamente a quienes se han rebelado contra la autoridad sacerdotal, así sean locos o cuerdos. El Sanedrín
ha lanzado muchos hombres a promover la culpabilidad del reo frente a la cancela de tu palacio. Una chusma
siniestra, encolerizada como Yahvé ante la herejía, se enjambra, desbarra, ofende y le impide pasar a la
guardia de Antipas, pidiendo a gritos la muerte del nazareno.
Paseas la mirada sobre los hombres de túnicas negras que se apiñan en el embaldosado y pregonas:
— Herodes Antipas cree que el acusado está loco. Estoy de acuerdo con él: este pobre idiota no sabe
lo que dice ni lo que hace.
— ¡Nooo! —protestan al unísono los saduceos.
— El encantador es testarudo como los imbéciles.
— Te equivocas, Pilato —rectifica Anás. Está claro que el galileo es audaz como los bandidos y los
rebeldes que desafían la autoridad de Tiberio César. Sus pensamientos, sus palabras y sus actos son inadmisibles.
Si lo perdonas, habremos de sufrir la mengua al respeto del poder en Palestina.
— El mesit vive atolondrado por las visiones y el hambre —alegas. Es un ser inofensivo e inútil para
sus propias pretensiones. Si lo dejamos en paz, se habrá de perder en el fracaso; pero si procedemos contra
él injustamente, de sus cenizas surgirán fantasías que habrán de hostigar a los judíos por todos los tiempos.
109
La Fuga
— ¡El gobernador sí está loco! —Anás previene a sus hombres. Instémosle a condenar a Jesús de
Nazaret y a soltar a Jesús Bar-Abán.
— ¡Dejemos en libertad al Rey de los Judíos! —propones.
— Suelta a Jesús Bar-Abán —se alza inmediatamente la contrapropuesta de los hombres del Templo.
— ¿A ese bribón en lugar del Rex Ivdaeorvm? ¿A ese sicario que ha participado en una revuelta
donde hubo muertos?
— ¡Sí; es la costumbre! ¡Suelta a Jesús Bar-Abán!
— Entonces, partida de granujas, ¿debo condenar al inocente y dejar que el culpable escape? —
gruñes.
— ¡Sí! —grita un fariseo—. ¡Condena a éste y suelta al otro!
Anás sonríe satisfecho. Le dices:
— Viejo zorro: me pides condenar al inocente y eximir al criminal para satisfacer tus necesidades
espirituales.
— ¡Ave Tiberio César, nuestro amado emperador! —le devuelve Anás fríamente.
— ¡Truhán que le robas la vida al inocente! —le reprochas.
— Como has hecho tú tantas veces —replica Anás.
Desistes. Abandonas la tribuna inmediatamente. “Para salvar al galileo —te persuades—, tendría que
ahogar en sangre a toda esa canalla. Si no cedo ante su demanda, los saduceos se proponen obligarme a
actuar contra la plebe. No se apaciguarán hasta ver correr la sangre del nazareno. Los fanáticos necesitan del
crimen como del aire. Esta raza ha sido gobernada siempre con fantasías sangrientas.”
— ¿Por qué no vas al Templo judío y degüellas un par de cabras también? —te pregunta tu mujer.
— Tengo que conservar la paz en Palestina. El nazareno está harto de vivir entre ellos y muere
voluntariamente, dejándoles la responsabilidad del crimen.
— Has absuelto al culpable y te dispones a martirizar al inocente, pero no te sientes responsable —te
dice, yéndose.
Jesús se sienta silenciosamente en el piso, bajo la luz amarillenta del mismo hachón. Al rato, oye un
pesado chacoloteo de sandalias en el pasillo que precede a una negra figura que se acerca para salir. Un
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hombre obeso, de larga y curva nariz, se detiene al lado de la antorcha y contempla al prisionero con una
mirada de triunfo en los ojos entrejuntos. Es José Kaifá, el Sumo Sacerdote.
— Tus días de armar jaleos van a terminar pronto, galileo —le vaticina intensamente.
— La glotonería y la pereza te habrán de llevar al Diablo, Kaifá —le devuelve el reo, poniéndose de
pie. Kaifá, pesadilla de Dios, semejante a Satanás.
— Galileo descaminado y loco.
— Has edificado tu vida sobre la desvergüenza.
— Aquél que increpa al Sumo Sacerdote no tiene derecho a vivir.
— Entre todas las criaturas, eres la más baja, Kaifá. Le pides hambre a Yahvé porque te sobra el pan
que no quieres compartir con los pobres.
— ¡Mientes! —deniega el sacerdote.
— Te reclinas en los banquetes con los romanos y engulles carne de cerdo.
— Hablillas.
José Kaifá se desanima entre las risas de la guardia siria que acaban en sonoras carcajadas. Gruñe y
se apresura a salir del palacio. A la vez, un centurión romano se acerca a Jesús.
— Vide et crede —le dice el romano. ¿Es cierto que dices ser el Rey de los Judíos?
— He dicho que mi reino no es de este mundo, soldado.
— Estas criaturas avariciosas y vengativas jamás me han engañado. Roma no puede tolerar Imperium
in imperio si ha de gobernar al mundo.
Entonces, el soldado toma a Jesús del brazo y le dice:
— Vamos afuera porque los engendros de camello se han impacientado. El procurador cree que una
flagelación satisfará a tus adversarios: es así como piensa librarte de la muerte.
— Comprendo.
— El fallo es inmerecido, Rex Iudaeorum.
El romano lleva a Jesús al embaldosado y se lo entrega a la tropa auxiliar. Los sirios lo desvisten
inmediatamente, animados por los gritos estridentes de la chusma. El látigo vuela y cae en las espaldas de
Jesús. Lo quema y le desgarra la piel. Cada estallido del azote trae un nuevo daño que lo sobresalta, le
111
La Fuga
enciende los ojos, le agrieta el semblante y le arranca un gemido. “¡Cómo goza la canalla el padecimiento
ajeno!” comenta el centurión. La golpiza es brutal. El látigo le ha abierto largas heridas en la piel de la espalda
y los hombros a Jesús. El dolor es insoportable. Se le doblan las rodillas. Al caer, levanta los ojos a la ventana
y su mirada se encuentra con la tuya. La tralla lo vuelve a herir y una sombra le cubre los ojos...
Jesús se ha golpeado al caer. Le mana sangre de la frente y le rueda por la cara. Los sirios lo aúpan,
le cuelgan una casaca roja de los hombros, le ciñen una corona de ramas espinosas en la cabeza y le ponen una
caña en las manos. Luego se arrodillan ante él y lo escupen, lo abofetean, le pegan con la caña y se burlan
gritando: “¡Ave Rey de los Judíos!”
El centurión ordena que cese la mortificación. “Ya se lo podemos presentar al gobernador —les dice.
Que lo vean los judíos vestido de loco.”
Las voces de los saduceos se alzan otra vez sobre el clamor de la chusma. Exigen que salgas.
Sales del portón, subes a la tribuna y mandas a acercarse a Anás. Las palabras del viejo sacerdote
fluyen con facilidad de su boca arrugada:
— Manda que ejecuten al mesit inmediatamente, Gobernador. ¿Por qué has de perdonar al enemigo
de Tiberio César?
— Me siento conmovido por el profundo amor que los judíos sienten por Tiberio —comentas
sarcásticamente.
— Demuestra tú también que amas a César: ¡mándalo a matar!
— Y tú, Anás, ¿no me has pedido que suelte a Jesús Bar-Abán?
— Un gesto amistoso para el pueblo que tanto honra al Imperio, Gobernador.
— No te olvides, Anás, hijo predilecto del orificio anal, que le debes tu puesto al Imperio.
— Tengo incontables palabras de alabanza para el Imperium, porque en él prosperamos y adoramos
a Yahvé en paz. Pero, Procurador, la Ley se vería seriamente amenazada si no sentenciases al mesit.
— ¡Hermosa razón para matarlo! Si por satisfacer el afán de los hijos de Israel éste debe morir, que
su sangre inocente caiga sobre tu cabeza y las de tus descendientes.
— Amén. Estamos dispuestos a aceptar tal responsabilidad, Pilato.
— ¿Cómo te atreves a hablar por todos los judíos?
— Yahvé me ha concedido el permiso para hacerlo.
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— Entonces dime, para levantar acta: ¿por qué razón ha de morir
Jesús de Nazaret, el llamado mesit?
— Por desacato a Roma, por incitar a otros a la revuelta contra la autoridad de César.
— Que se redacte como has dicho y, para complacencia mía, que se señale el verdadero motivo de su
muerte junto a la mentira.
— Ave Pontivs Pilatvs Praefectvs Ivdaeae.
— ¿Y cómo habrá de morir, Anás? ¿Qué te parece si mando que el centurión lo atraviese con el
gladio? ¿O prefieres sacrificarlo en el Templo, como a una cabra?
— ¡Crucifícalo como a los esclavos y a los bandidos!
— Que tus palabras vengativas sean la sentencia del inculpado concluyes, haciéndoles saber a todos
con un brusco ademán que el juicio de Jesús ha terminado.
Abandonas la tribuna y desapareces en la garganta del palacio. El centurión les ordena a los sirios
traer a otros dos condenados y los maderos del suplicio. Mirando casi compasivamente a Jesús, le dice: “Ese
Jesús Bar-Abán que van a soltar no habrá de escapárseme. En cuanto salga de Jerusalén, lo haré pedazos. Y
a ti no te he de dejar agonizar largamente ante los judíos.
El centurión designa tres soldados que habrán de andar delante, llevando cada cual un rótulo que
señala en Hebreo, en Latín y en Griego la culpa de cada reo. El de los otros dos condenados resume: “Ladrón”,
pero el de Jesús proclama: “El Rey de los Judíos”.
Profundamente ofendido, Anás protesta ante el centurión:
— ¡Se debe decir que él cree ser el rey de los judíos, no que lo sea!
— Este proceso ha concluido —le responde tranquilamente el romano. Además, ni la chusma ni los
soldados saben leer. Si te callas la boca, nadie lo sabrá.
— Llama inmediatamente al procurador, soldado —exige Anás.
— No vendrá.
— Quiero quejarme.
— No importa.
— ¡Imperialista!
113
La Fuga
— No lo olvides, perro. Ahora apártate del camino porque tengo que ir al Gólgota con tu rey. ¿No te
parece valiente el galileo?
Endiablado, Anás le vuelve la espalda al romano y desaparece entre el vulgacho. El centurión le dice
a Jesús:
— ¡Allá va Anás a darle gracias a Yahvé!
— ¿Y qué estará haciendo el gobernador? —le pregunta Jesús.
— No me parece capaz de rezar.
La macabra procesión sale de la plaza al medio-día. El populacho persigue e insulta a Jesús. El árbol
del suplicio es pesado. Jesús cae sobre su sombra. Cuando se incorpora, una mujer que se ha introducido
entre los soldados le limpia el polvo y la sangre de la cara con un manto. Jesús comprende que se trata de
María de Magdala. Ella le besa las mejillas y le dice al oído:
— Hoy creo más que nunca en el Reino de Amor que habrá de venir, Jesús. Sé que te volveré a ver en
un mundo de justicia y esperanza.
— Habrás de venir conmigo al Reino de los Cielos, María —le promete.
Las mujeres de Galilea acompañan a Jesús. María Cleofás, la madre de sus primos Judas y Santiago,
Salomé, la madre de sus discípulos Juan y Santiago, y Juana, la mujer de Cuzá, alivian el tormento del nazareno
con su presencia. Los apóstoles siguen desbandados. Se han dispersado porque su Maestro les ha mandado
conservarse para llevar la doctrina a todas las naciones.
El romano ayuda a Jesús a levantarse. Le dice: “Considera que, aunque mañana te convirtieses en el
héroe de una hermosa leyenda, hoy nadie quiere ponerse en tu lugar”. Agotado y tambaleante, Jesús arrastra
penosamente el tronco del suplicio. Jadea entre dos filas de caras enojadas que pronuncian inmisericordes
gritos obscenos. El roce con la corteza del árbol le exacerba las heridas donde lo hirió el azote.
Antes de llegar a la puerta por donde entró con sus padres y hermanos cuando era un niño, se
bambolea y cae hundido por la carga de maderos. Otra vez, María de Magdala corre a asistir a Jesús. Le
limpia la cara de nuevo y lo vuelve a besar suavemente en las mejillas. Rendido por el agotamiento, no puede
ponerse en pie. El centurión aparta los maderos y aúpa de nuevo a Jesús, que apenas puede sostenerse.
Compele a uno de los mirones, a un campesino llamado Simón, a recoger los maderos que el reo de muerte ha
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esparcido por el suelo y a aballarlos hasta el Gólgota. Jesús cruza con paso torpe de desfallecimiento y
marasmo la encinta de Jerusalén rumbo a la eminencia semejante a un cráneo.
Las nubes de tormenta que colgaban de las montañas se han comenzado a amontonar sobre Jerusalén.
El cielo, que se había pintado de gris desde antes que Simón y su hijo tomasen los maderos del suplicio,
ennegrece rápidamente. Cuando Jesús llega al Gólgota, ya los sirios han armado su cruz. Han atado al poste
dos vigas horizontales: una larga para atarle los brazos abiertos y un travesaño de apoyo al que entrelazarán
sus piernas.
El centurión romano le brinda a Jesús una copa del vino aromatizado y embriagador de los condenados
a muerte. Le aconseja beberlo: “Tus amigos han disuelto florecillas blancas y el jugo de raíces raras en este
vino fuerte: con el estupor que produce, no sentirás nada”. Desde la pendiente, María de Magdala, María
Cleofás, Salomé y Juana le hacen señas a Jesús para que apure la copa de vino. Él echa un sorbo y, devolviéndole
la copa al romano, se explica:
— No puedo beberlo porque necesito lucidez para entregarle mi vida al Padre.
— ¿Crees realmente ser de la raza de los dioses? —le pregunta el soldado, perplejo.
— Soy el Hijo de Dios y tú eres mi hermano.
Los ojos del romano brillan repentinamente. Se deja hablar airado:
— ¡Por todos los dioses del Olimpo! Vivo indignado con estas masacres cabalísticas de los mejores
para preservar la autoridad de los peores.
— Así ocurre en todas partes.
— ¡Esta enfermedad es incurable! El mismo procurador que manda mis hombres a morir en refriegas
con los partos, los bandidos de Judea y los asaltantes tirios ha perdonado a un asesino y condenado a un
inocente. Se ha comportado peor que tus enemigos. También el Imperio está en malas manos.
— Dale el vino a los hermanos que habrán de morir conmigo, Centurión. ¿No los ves temblar de
miedo? Diles que si renuncian al mal y le piden perdón a Dios por sus faltas habrán de ir al Cielo hoy mismo.
El centurión asiente al último deseo de Jesús. Silenciosamente, les lleva la bebida y el mensaje a ambos
bandidos atados a sus cruces.
Los sirios desnudan el torso enjuto de Jesús. Las marcas que ha dejado el látigo en sus carnes provocan
el llanto de las mujeres. Lo tienden en el fuste de la cruz y le atan los brazos al travesaño. Le espetan las palmas
115
La Fuga
de las manos con clavos de hierro. Un dolor atroz le arranca el grito de la carne desgarrada y del hueso roto.
Las mujeres gritan cuando enclavan el hierro agudo a la viga.
Enhiestan la cruz en la cima del Gólgota. La sangre gotea de las manos de Jesús. Sobre la corona de
espinas, cuelga la proclama infamante: Hic Est Iesus Nazaraenus Rex Iudaeorum. Ante sus ojos queda
Jerusalén y su Templo. A sus pies están congregadas las mujeres de Galilea: María Cleofás, la madre de sus
primos Judas y Santiago, quien supo desde que él era un niño que había sido tocado por la mano de Dios;
Salomé, la madre de sus discípulos Juan y Santiago, quien vio el Reino de Dios con sus más bellos matices
desde la orilla del lago de Genezaret; Juana, la mujer de Cuzá, quien descubrió el halo de Gloria Celestial
sobre su cabeza en Cafarnaún; y María de Magdala, su mejor amiga. Las bendice a todas.
Los relámpagos encienden el cielo en la tarde ennegrecida. La turba judía comienza a menguar a
medida que se avecina el temporal. Queda el centurión con dos centinelas en el Gólgota. Los asalariados del
Templo esperan el final. Desafían e insultan a Jesús con voces de desprecio: “He ahí al Hijo de Yahvé: ¡a ver si
su Padre lo salva! Si eres el Rey de Israel, baja de la cruz y creeremos en ti. Si puedes resucitar a los muertos,
sálvate a ti mismo”. Jesús hace acopio de vigor para levantar los ojos al cielo y rezar: “Padre, perdónalos que
no saben lo que hacen”.
La cabeza le cae sobre el pecho al apostrofado ‘encantador’. Sus ojos hallan las miradas compasivas
de María la hermana de Marta y de la mujer adúltera que perdonó en el Templo. Empieza a bajar a la región
oscura y silenciosa. Sus pupilas están cansadas. Ya las manos no le sangran ni las laceraciones le duelen, pero
la sed lo quema por dentro: “Centurión: dame agua”.
El centurión espeta con la lanza una esponja mojada en agua y vinagre y la lleva a los labios del
condenado. Jesús bebe la posca con sabor a muerte. Los rayos rompen el cielo anochecido. Los goterones
golpean las corazas de los centinelas y la tierra sedienta. Los sirios les rompen las piernas a los dos ladrones
para que no puedan escapar en la tormenta. El soldado se acerca a Jesús y le dice:
“Engañaste a tus enemigos con extraordinaria sutileza: jamás comprendieron la realidad de la corona
de espinas ni el poder del trono de la cruz. En verdad, hemos venido a coronarte.
“De tu propio caos, has desenterrado una doctrina atrevida de redención para los ávidos de otra vida.
Jamás predicaste la sabiduría —trabajo inútil entre los hombres— sino visiones de goces celestiales y temor
de un dios
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“Me siento persuadido de que la doctrina de amor al prójimo puede hacer mejores a los hombres. Te
fugas de un mundo despiadado, lleno de seres condenados al olvido. Yo, que no creo en las palabras de los
hombres ni en los mitos de los dioses, tengo dudas sobre esta horrible tempestad que hace a los perros
temblar y a los hombres rezar. ¿Será la sombra de tu dios que viene a vengar la injusta muerte que te hemos
dado? No; ¡no lo es!”
El centurión le atraviesa el pecho a Jesús con la lanza. La sangre brota de la herida y un grito de dolor
se pierde en el cielo tronador. Jesús siente que la vida se le escapa. Al tantear la profundidad de la tenebrosa
caverna a la que ha de entrar, el temor de una duda le sacude el corazón. Y, en la oscuridad, grita con el último
aliento de la vida: “¡Padre: en tus manos encomiendo mi espíritu!”
117
La Fuga
Hiberno Tempore
Cuando abrí los ojos a la madrugada, ya mi madre no estaba. Tal como ella sospechara, la historia de
mi antepenúltima vida me dejó muy desvelado. Acababa de hallar los malos rastros a mí mismo dentro del
hoyo de la renovación. “Dios conduce un complicadísimo infierno sobre la tierra” me dije. No obstante,
recordé claramente que, habiéndose deslizado mi carro a una cuneta en Judea, unos soldados me habían
echado un cabo para sacarlo. Era “eso” precisamente lo que había presentido en la Antilia el día que acompañé
a tío Héctor.
Por mi propia voluntad, me había fugado al pasado. A nadie lo vence el ayer. Para bien o para mal,
aquellas batallas habían sido libradas ya. Ni el dragón pretérito, ni el vigente, duermen bien. ¡Matémoslos
como hacen los buenos caballeros!
El sueño cabrioleaba fuera de mis ojos y mi cuerpo. Me alcé y me acerqué a la ventana. Limpié un
cristal empañado por el aire del radiador. Nevaba copiosamente. ¡Qué bueno que el hombre haya conquistado
el invierno!
Me entró un gran deseo de bajar a la sala. Sentí que unos hilos muy finos me arrastraban. ¿Qué me
saca de mi cueva? Chut! Es el camino a seguir. La sonrisa de la diosa se deslizaba hacia mí en el silencio. Mi
madre me ha iniciado en el misterio.
Descendí sigilosamente, contando los dieciocho peldaños. Con pisaditas, me desplacé por la alfombra.
La butaca de Joe parecía llamarme y ofrecérseme. Cautelosamente, me adosé al cojín. Los hilos que me
ataban se desuncieron.
Al cabo de unos minutos, escuché un ligero alboroto en la habitación de mis anfitriones. Luego, unos
murmullos de desesperanza. Agucé las escuchas. Subió el tono de las palabras y se oyeron sollozos. La voz
aguda de Maya ondeó hasta mis oídos. Saeva atque amens maritum his verbis appelabat: “I’m tired of
this. Why can’t you get an erection?” Ambos lloraban.
A pesar de que la piedad es una mala compañera, me condolí de ellos. Tan silencioso como había
bajado, subí a mi cueva. ¿Por qué les ocurren desgracias a los buenos? Entonces, cuando me metí en la cama,
sumamente mortificado, oí la voz de mi madre:
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— No son incurables: necesitan de ti.
— No es fácil consolar a los desesperados —planteé.
— Saca a Maya de la tumba: Joe resucitará cuando vea el milagro.
— Lo único que puedo hacer es...
— ¡Hazlo!
Prima aurora, terras novo spargebat lumine. Me quedé un rato en mi habitación, esperando sonidos
de actividad en la casa. Vi a Joe despejar la nieve del limpiaparabrisas de su auto y marchar al trabajo. Bajé sin
hacer ruido, cogí la pala de nieve y limpié la entrada y la salida de la casa. Luego sacudí la nieve amontonada
en el coche de Maya.
Maya era una mujer de talla mediana y magra solidez. Su tez era blanca como la nieve, muy poblada
de diminutas pecas. En sus cabellos cortos y ondulados resaltaba alguna prematura cana. El color de sus ojos
tendía a un castaño rojizo muy claro, como la miel. Sus labios eran finos y la punta de su nariz recta se alzaba
graciosamente. Por casa, andaba siempre en shorts, evidenciando un gran atractivo de caderas, muslos,
posaderas y piernas. Las blusas finas que gustaba de usar revelaban unos senos medianos con pezones vivos
y erectos.
En sus días libres, Maya se levantaba tarde a preparar el desayuno. Cuando entré, la hallé a la puerta
del comedor, lista a sentarse a la mesa. Agradeció mi paleo y yo su cocina. Durante el desayuno, me preguntó
si me aburriría durante las vacaciones. Le aseguré que jamás me aburría porque hacía ejercicios, leía, oía
música o, simplemente, daba caminatas de recreo por Mimi. Quiso saber si tenía puestos los ojos en alguna
muchacha del colegio. Le confesé que las más atractivas me tenían miedo. Se rió a carcajadas. Durante la
conversación noté que, como no llevaba brassières, los pezones con que la naturaleza la había enriquecido
parecían querer traspasar la gasa de la blusa. Los rincones de la cabeza nunca están vacíos.
Ayudé a Maya a recoger y a lavar los platos, como había hecho antaño con Creusa en la casa de la
Antilia. Sabía que le gustaba. Nos sentamos en la sala a hacer la sobremesa. Cruzó las piernas en ‘L’. No
llevaba bragas tampoco. Puse un disco y la invité a bailar. Parecía que lo estaba esperando. Cuando se acercó
a la ventana a correr la cortina, porque era discreta, un rayo de sol le cayó en la cara: ¡estaba guapísima!
119
La Fuga
La cercanía y el roce de la danza suave suscitaron pronto la centella. Ardor fuit. Nos besamos. ¡Si
fuese así de placentero enderezar todo lo torcido en el mundo! Con el cabello revuelto de buena lujuria, se
dejó llevar al lecho. Esparcimos ropas por el piso de la sala y el pasillo. Pulchrum pectus habebat. Con los
pezones endurecidos y dilatados, murmuraba: “I must be in Heaven!” También yo lo necesitaba mucho. El
encaje fue gustosísimo. ¡O, madre, qué ímpetu!
El final de la primera cópula fue el principio de la siguiente. Desnudos, como nuestras madres nos
parieron, nos metimos en la bañera llena de agua templada, espolvoreada con sales perfumadas. Luego al
lecho de nuevo a olernos, besarnos, lamernos y sorbernos los cuerpos delirantes. El deseo fue creciendo y
exigiendo hasta el bendito ruego: “Fuck me, please!” ¡Sí, estábamos tan faltos de pasión!
Cerca de las cuatro de la tarde, nos vestimos y regresamos a la sala a darnos los besos de lengua
trenzada que la embelesaban. “You’re more that I ever bargained for,” cantó inflada de entusiasmo. Yo no
deseaba cejar del santo empeño porque Maya era dulce, buena, cariñosa, agradecida, cooperante y muy
ardorosa.
“What about Joe?” le pregunté por preguntar.
“He’ll be glad if he finds out,” me respondió con toda intención.
Para Maya, las palabras eran el afrodisíaco original. Tendido junto a ella, empecé a entender la poesía.
Las vacaciones obraron un verdadero milagro en nuestras vidas. En un principio, ella había pensado que el
paraíso era horizontal; pero, con gran alegría, lo gozó en vertical, como Paloma, o escarranchada en el rellano
de la escalera, o en una esquina de la mesa del comedor.
¡No, no nos aburrimos! Maya se curaba del sexo bruto malogrado en el pasado. Yo gozaba un bien
necesario. Nos íbamos en su coche hasta la orilla de un río cercano. Cruzábamos al bosque de la orilla
opuesta, asidos del doble cable tendido sobre la corriente. Andábamos un rato por el tapiz de hojas caídas en
los parajes solitarios de la arboleda y hacíamos el amor contra el tronco de un árbol o sumidos entre las hojas;
si el día estaba muy frío, ella alzaba la saya a la cinta en el asiento trasero del auto y yo me arrodillaba ante su
hermosura a abrazarla. ¡Gracias, madre!
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Cuando regresé al colegio y ella a su empleo, nos enlazábamos por las noches en su alcoba. La puerta
de la habitación de Joe quedaba justo al frente de la de Maya, al cruzar el pasillo. Por mucho sigilo que
guardase yo, él oiría los mugidos de su mujer... que no eran pocos ni cautelosos. Algo sospechaba o sabía. Le
pregunté a Maya si nuestra actividad amatoria podría azuzar en su marido la rabiosa enfermedad de los celos.
Se rió y me repitió que, si acaso, se pondría muy contento. “¡Qué buen influjo de las estrellas!” dije para mis
adentros.
Venus me había dado una misión muy agradable. Por las tardes, toqueteaba a Maya en el coche
rumbo a casa. Ella entraba por la puerta de la casa desvistiéndose, rabiando de ganas. Pronunciaba palabras
sensuales y poéticas desde el inicio del fogueo hasta el orgasmo, enardeciéndose con sus propios comentarios.
Yo no me arredraba ni me echaba atrás en días de menstruación. Ella me lo agradecía con hermosos mensajes
y promesas de nuevos placeres que siempre cumplía. Transcribí sus más bellos y dulces pensamientos al papel
y se los entregué al maestro de literatura, quien nos acababa de asignar un difícil proyecto: obtuve la más alta
calificación... aunque discretamente. ¡Las ansias del cuerpo abruman la fe católica!
En el gran regalo que gozábamos desfiló enero, febrero y marzo. Una mañana, a finales de marzo, noté
unas huellas humanas entre el portal y la ventana de la habitación de Maya. Esa tarde, al regresar del colegio,
la nieve se había derretido y se perdieron las pisadas. Nevó tardíamente en abril y se repitió el suceso. Esta
vez, examiné todo el frente de la casa: ¡las pisadas llevaban exclusivamente del portal a la ventana y viceversa!
Algún voyeur se subía al portal, tal vez por el sendero de cemento de la acera, y atajaba por el patio hasta la
vidriera. Entreví algo muy feo. Quienquiera que hubiese sido, nos había visto en el revoltijo amoroso. ¿Qué
índole de gente nos estaba observando? Examiné cuidadosamente la superficie de la pared debajo del antepecho
de la ventana. No vi manchas de placer solitario. Ni el más breve ruido me había entrado por los oídos la
noche anterior.
De ahí en adelante, corrí la cortina de la habitación por las noches. Traté de aguzar los oídos pero, en
cuanto le poníamos ganas al amor, me olvidaba de todo. No volví a ver huellas ni volvió a nevar en Mimi aquel
año. Subsistió la incógnita del peeping tom.
En la mañana de un domingo lluvioso de mayo, ocurrió algo totalmente imprevisto. Creo adivinar la
mano de mi madre en el asunto. Después de oír la santa misa, nos detuvimos a la entrada de la sala a descalzarnos
121
La Fuga
por no deslucir la alfombra. Maya se sentó en su sillón preferido y, cruzando la pierna en ‘L’, como solía hacer,
comenzó a aflojarse los tirantes de las medias largas que le doraban las piernas. Repentinamente, a la vista del
muslo, Joe se alteró de una forma muy cambiada a su carácter apacible. Yéndose a su mujer, le rogó: “Please,
darling, don’t take them off.”
Tomando delicadamente del brazo a Maya, Joe se la llevó a la alcoba, besándole apasionadamente el
cuello, la nuca y las orejas y estrujándole tiernamente la piel de todo el cuerpo. “¡Milagro: ha recuperado el
ánima erótica!” especulé en mi interior. Entre los suspiros y pequeños chillidos que salían de la habitación, su
encantadora desposada exclamó: “Oh, honey, you’re back!”
Maritum super eam iecissem! Permanecieron en la habitación más de media hora. Por hacerme útil,
pelé y freí unas patatas con bastante cebolla, colé café, tosté pan, freí salchichas y huevos, y puse la mesa.
Cuando aparecieron, contentísimos y sonrientes, les dije: “Brunch is ready!”
Mientras desayunaba, Maya no se cansaba de felicitar al marido y de agradecerme a mí la acertada
intervención de los últimos meses. Joe nos daba las gracias a ella y a mí, aunque más aún al Cielo. Sin sutilezas,
refirió cómo, por un impulso recóndito, al ver el muslo de su mujer con las medias sueltas, había acogido en su
masculinidad la gracia de una tremendísima erección. No la había dejado quitarse las medias durante el coito
porque éstas lo enamoraban apasionadamente. Maya anunció la intención de adquirir varios pares de medias
de distintos colores al día siguiente.
Durante la sobremesa, Joe confesó que las huellas junto a la ventana eran suyas. En gran sigilo, salía al
portal por las noches, impulsado por la curiosidad. Como era de entenderse, sentía un gran deseo por conocer
las buenas posturas y mejores obras de nuestro refocilamiento. Nos había espiado durante más de una semana
antes de que corriésemos la cortina.
Poco a poco, durante el transcurso de la oportuna semana, un deleite que crecía por sí mismo se
apoderaba de Joe. Amaba a su mujer y el gozo de ella era, de cierta manera, el suyo. En determinados
momentos, unas corrientes entusiastas le corrían por su virilidad. ¡Era el preludio de su cura! La estampa de las
pujantes caderas y las piernas abiertas de Maya le pasaron por los ojos y se le encajaron en la mente. La
expresión de aquella lindísima faz, ricamente adornada de orgasmos, lo remeció en lo profundo de su marasmo.
Así, al ver desplegados ante sí los muslos níveos de Maya, cubiertos de la gasa dorada, el deseo lo sacudió
con una fuerza abrumadora.
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Nos reímos sanamente. Le revelamos a Joe que, de haberlo sabido afuera, no hubiésemos corrido la
cortina o, mejor aún, hubiésemos dejado la puerta del pasillo bien abierta para evitarle salir al frío. Rió él,
achispado. Nos tomó la palabra como promesa.
Aquello seguía bien. Todos los domingos, la escena de las medias se repetía con una gracia fabulosa
y mayor potencia. Venus preces nostras audivi! La diosa levantó al buen hombre de su indigna caída.
Además, el sótano se volvió amatorio. Cuando nos movíamos por el taller del marido, la sonrisa o el
roce provocaba el arranque pasional de Maya. Ella bullía de placer y me instaba a hacer el amor allí mismo, en
la mesa de trabajo. Sentada en la esquina del tablero, sin más atuendo que sus medias largas —yo de pie
frente a ella— gritaba su disfrute, desenfrenando al marido con resonadísimos espasmos. Penis e vagina
eripi et ille suum ponit. Otras veces, nos tumbábamos en un viejo sofá del rincón, junto al aparato de la radio.
También sobre aquel mueble Joe lograba tener relaciones sexuales completas con ella en el segundo turno.
“Double your pleasure, double your fun,” decía Maya, feliz de gozar dos veces.
Maya siempre se portó a la altura de las circunstancias. Multa amicitia inter nos fuisse.
A finales de mayo, me gradué de High School. Para esas fechas, con la ayuda del Padre Catarella, me
había legalizado en Disney. Ante todo, ya era un número social que podía estudiar o trabajar en cualquier
parte. Un documento de inmigración con fotografía y un carné de conducir me fichaban aún mejor. Me alegré
de no tener que identificarme más con el odioso pasaporte de la Antilia.
El Padre Catarella me había gestionado la admisión a una universidad técnica, a tres horas de marcha
en autobús. Como la beca duraba, en principio, hasta el día que cumpliese los diecinueve años, debía comenzar
a sacar cursos de en medio inmediatamente, por si no se prolongaba. Tenía entonces diecisiete años y no se
me consideraba adulto en Disney.
Mis guardianes, Joe y Maya, consintieron a que me quedara en el pueblecito del colegio técnico, con
la prevención de que volviera a su casa, sin falta, todos los fines de semana. A mí tampoco me agradaba la idea
de alejarme de Maya.
Todavía era mayo cuando marché a la ciudad universitaria a matricularme. Llevaba cargado el cuadro
del verano con seis asignaturas obligatorias. En septiembre, comenzaría los cursos de ciencias y tecnología
esenciales al programa que había escogido. Estaba interesado en el mundo material.
123
La Fuga
Fugitivus
El autobús se distanció de la dársena antes del amanecer. En cuando se alejó de las luces de Mimi,
aparecieron miríadas de estrellas en el cielo. Entonces, sentí llegar la misma idea de infinito retorno que me
había golpeado la noche que George me llevaba a Matecumbe.
Cerré los ojos e invoqué a mi madre. Veni propius! Venus acudió a mi azorado ensueño:
— Te saluto.
— Me siento muy turbado... como nunca.
— ¿Qué te ocurre, Jacques?
— Por segunda vez, me ha venido al recuerdo un viaje bajo las estrellas.
— Lo realizaste en tu antepenúltima existencia.
— Cuéntamelo.
— Es deprimente.
— No será peor que cuando fui bajo y cobarde.
— Certum est. El viaje que recuerdas fue entre Atenas y Tracia, pero comenzó mucho antes.
— Quiero saberlo.
— Tu existencia actual remeda a aquella. Lo dejaste escrito en hojas de papiro y tabletas de arcilla.
— Intellego.
— Te lo repito con tus propias palabras:
Noche de insomnio, mordida por los recuerdos. La hez del vino reviste el fondo de mi copa. Un hacha
derrama sombras por las paredes y dibuja fantasmas en los rincones. ¡Maldita bendición del dios que me deja
ver tan claro y entender tan poco!
Escuché los gritos de la muerte cuando apenas me asomaba el bozo. Aquel eco repercute aún en mis
reflexiones. Los plañidos de los agonizantes suscitan en mi mente imágenes que sólo acalla el vino.
124
Los espartanos incendiaron mi hogar. Me alejé despavorido. En gran desorden, corrí hacia una grieta
entre las nubes del horizonte. Llevaba la bolsa de obsidianas y mi honda. Jamás olvidaré la mirada aterrorizada
de mi madre, ni su voz, a punto de quebrarse cuando me mandó a vivir.
En mi fuga por la llanura mesenia, crucé los caminos por donde había jugado de niño y los espigales
maduros que sustentaran las vidas, ahora agonizantes, de los ilotas. No sentía mis pisadas.
Un espartano montado, cuya túnica ondulaba en el viento, me acosó cuando ya casi alcanzaba los
bosques de pinos al pie de las montañas del levante. Blandía una jabalina puntiaguda. Corrí sobre los grandes
hormigueros, poniendo mi honda a punto entre los reflejos de oro y púrpura de las violetas. Me persiguió,
estrechando la distancia, pero el suelo se hundió bajo las patas de su caballo: lo vi perder el ronzal y dar por
tierra con su brillante cabellera negra. Me miró desconcertado cuando se erguía entre el polvo, indagando tal
vez la voluntad de los dioses. Madre, le incrusté una obsidiana negra como la noche en la mirada asombrada.
Cayó besado por la muerte. En su trémula agonía, manchó de rojísima y abundante sangre una flor de cártamo.
Me acerqué al lacedemonio, levantando eufóricamente el polvo del campo con mis sandalias de esparto.
Esperé a que los humos de su alma sucia saliesen… pero no vi nada.
Despojé a quien no gustaría más de nada. Las hormigas subieron al cuerpo del lacedemonio y hallaron
sus labios purpúreos. Hice mías la jabalina y la túnica.
Al ponerse el sol de aquel día, desapareció para siempre de mi vista la pradera por cuyas piedras
había perseguido mi sombra. Desde la altura del monte que sostiene al gran bosque, vi sumirse en la oscuridad
los trigales desolados y los escombros denegridos de las viviendas aqueas, cuyos humos dispersaba el viento.
La imagen del altar ardiente que fue mi patria partió impresa en mí y ha sido siempre mi gran pena.
Traspuse serrezuelas y montañas en el relente de aquella noche. Sin darme descanso, crucé las colinas
de pinos, los herbazales voltizos y los parajes más sinuosos y escarpados de la cordillera. Evitaba las cuencas
interiores, donde los lacedemonios tomaban el paupérrimo botín de los ilotas caídos. En cualquier valle, la luna
plateaba los escombros de algún rebate truculento. El espíritu de las matanzas flotaba por todas partes,
entremezclado a los plañidos larguísimos del terror y a los aullidos de los perros. Es cierto que nadie ha
sobrevivido finalmente, o dioses todopoderosos: ¿pero a qué tanto sufrimiento?
Al amanecer, caí desfalleciente entre unos matorrales enredados en la niebla. En mi sueño, vi al
lacedemonio que había matado gritar su anhelo de vida, sangrando por la cuenca vacía del ojo. Luego, entre
125
La Fuga
el velo de sombras que cubría mis ojos, vi a mi padre: indagaba por el alma de sus hijos. Entonces, desperté
sobresaltado a un día bañado de sol.
Soy la sombra de un sueño. He visto arrugárseme la frente, deslizarse las sombras, teñirse el cielo con
los colores de la aurora, pintarse la luna en el mar, nacer, morir... Ensordecí con el estrépito de las aguas que
caen por los barrancos, me sobresalté con el graznido de los pájaros, me aturdí con el vino, la meditación y el
discurso de los hombres… Y no he logrado entender el sentido de la vida.
Un mediodía, me detuve a reposar a la sombra de un sauce que dardeaba reflejos de sol. Cabeceaba
con los sentidos embriagados por el clareo. Sentí enmudecer a los pájaros. Me descubrieron ojos enemigos y
tuve que apelar a una fuga atropellada.
Desvié mi huida a un tupido bosque y me perdí en él. Anduve desorientado muchos días y muchas
noches, sosteniéndome apenas con el rocío que se escurría por las escamas de los grandes pinos. Atormentado
por el hambre, llegué a un claro donde sonaba una fuente entre las piedras. Apagué la sed ardiente, asustado
de mi reflejo demacrado en la faz del agua, y devoré las raíces de una mata con flores amarillentas que libaban
las abejas. Entonces, sentí la vista pesada, como cuando se bebe mucho vino, y me acosté en la hierba, al
abrigo de un árbol, con los sentidos penetrados de brillantes luces, manchas fugaces, olores de flores y
sonidos de una extraña arpa. Soñé con árboles enormes que hundían sus raíces en la tierra y sacaban panes y
quesos. En mi sueño, vi caer varias estrellas. “Los dioses poderosos se hartaron ya de los hombres” repitió un
eco, y me quedé dormido.
Me despertó el chillido de un pájaro en la mañana. Sentí las piernas punzar donde llevaba clavados
rancajos del bosque. “Los muertos no sufren” alegué confiado, mientras aliviaba los dolores en la venera.
Estaba al borde de un matorral salvaje en la falda de una montaña. Comencé a escalar la ladera empinada,
humedecida aún de rocío. Buscaba un mirador en lo alto. Serpeé débilmente hacia arriba, gastando mis pocas
fuerzas en la maraña. Antes que el sol resplandeciera con rigor, las fuerzas me abandonaron. Trompiqué en un
espejismo y pegué contra una sombra. Una densa niebla me había cubierto, cerrándome los párpados. Pero,
postreramente, la luz del atardecer anunció: “La muerte no te quiere hoy.” Y, frente a mí, colgando de aquel
árbol, aparecieron moras que aromaban en sazón. Entonces calmé los quejidos familiares del hambre y recuperé
126
algunos bríos. Al anochecer, escalé un poco más, guiado por el sonido de un lejano regato que rasgaba el
silencio, a cuya orilla me dormí rodeado de luciérnagas.
Al día siguiente, alcancé una elevada meseta que domina una llanura amplia, en cuyos confines se junta
el cielo con las cordilleras de picos nevados: es la Argólida, donde las ventiscas empujan los herbazales en
verano, dibujando en ellos ondas como en un mar turbulento. Hallé un muro de enormes piedras talladas que
defendieron una ciudad alguna vez. Entré entre dos pedruscos altos que sostenían un dintel, sobre el cual había
un relieve gigantesco de dos leones afrontados, con las patas delanteras apoyadas en un altar. Estaba en las
ruinas de Micenas.
Tras el muro, descubrí montones de ruinas esparcidas por la altiplanicie. Entre los zócalos de las casas
derruidas, las maderas quemadas y el polvo de los ladrillos, corría un aire de muerte. Así fuertemente la
jabalina y subí por la rampa de una construcción maciza que aún estaba en pie. Desde la terraza, se podían
apreciar los confines de la Argólida, donde seguramente quedaría alguna gente para morir. Me quedé sentado
entre los escombros durante un largo rato, preguntándome si mi destino estaría cerca de aquel azul lejano…
Algunas noches, el relente cuaja en rocío sobre las hojas. Entonces, alzo la mirada al dios sordo e
insensible, cuyos ojos son dos luceros. Nunca me ha respondido. Verdaderamente, los dioses no le responden
a nadie. “Hombre —digo— si tu mente no ha inventado ya bastantes divinidades, trae otras de tierras lejanas,
donde seguramente abundarán. ¡Adóralas cuanto gustes! Tal vez necesites dioses nuevos que alienten los
rescoldos y disipen las cenizas de las deidades antiguas, caídas ya en el descrédito.”
Una bandada de pájaros levantó el vuelo entre las ruinas de Mecenas. Los había espantado un ruido
que el viento barrió hasta donde me hallaba. Salté a mis pies, jabalina en mano, alarmando por un tintineo
burdo. Se me acercaba un hombre colosal, arrastrando lentamente una enorme bola de hierro con cada
pierna. Andaba descalzo y vestía solamente un taparrabo de piel de león. Alargué el brazo dispuesto a agredirlo.
Ante semejante adversario, fuerte de cuello como un toro, de talla aventajadísima y tanto músculo, habría sido
prudente apelar a la fuga. No obstante, mi única salida, la rampa, estaba cortada.
— ¡Alto! —exclamó el hombre con voz profunda y serena. Soy un dios.
— Los dioses no arrastran grillos —le respondí, a punto de acometerlo.
— Los dioses son inmortales… por lo demás, puedes ver.
127
La Fuga
— ¿Qué quieres de mí?
— Que me ayudes a romper estas cadenas. A cambio, te daré riquezas y toda la sabiduría que un dios
puede regalarle a un mortal.
— ¿Puedes dar fe de tu inmortalidad?
— Claro que sí. Mira: no tengo ombligo. Soy Zeus, Padre de Dioses, Señor del Cielo, la Lluvia, las
Nubes y el Rayo. Estás hablando con el hijo de Cronos.
Además de faltarle el ombligo, Zeus estaba ya demasiado cerca y hubiese podido desviar fácilmente
mi venablo. Como su aspecto era noble y, en sus ojos luminosos había una mirada pacífica, opté por amistarlo.
— Siendo un dios —le dije— ¿quién te ha podido cargar de cadenas?
— Tal vez haya sido mi esposa, Hera, por celos —me respondió sentándose a mi lado.
— ¿Cómo pudo haber ocurrido tal cosa?
— Yo, el infinitas veces adúltero y más poderoso dios del Olimpo, bajé a la Tierra buscando una ninfa
hermosa y tierna, digna del enorme amor que une al Cielo con la Tierra. Encontré una muy bella y le anuncié su
destino elevado. Sorprendentemente, la ninfa huyó de mí, atemorizada. Para ayudarla a vencer el miedo que la
oprimía, cubrí de nubes el campo donde la había encontrado y me revolqué con ella, arrullado por los sollozos
emotivos de su pudor. Cuando desperté, empero, la ninfa no se hallaba a mi lado. Aquella terquedad de fuga
me entristeció profundamente. La busqué y la encontré junto a unos sotos, donde la acaricié y la gocé de
nuevo… pero me ofendió huyendo por tercera vez. Entonces, dominado por la cólera, lancé contra la ninfa
aquella el rayo más poderoso que haya emitido jamás. Aquellos parajes se calcinaron con todas sus ninfas,
ganados y lagos. Ciego de ira, no reparé en que estaba tocando el suelo: el rayo, suelto a sí mismo, reventó
debajo de la tierra después de estallar en el cielo, produciéndome tal sacudida que caí sin sentido donde me
hallaba. Al volver en mí, llevaba puestas estas cadenas, fraguadas seguramente por Hefesto —maestro del
arte de la forja—; son resistentes a mi fuerza y vulneradoras de mi persona cuando intento fulminarlas con el
rayo. Ahora el dios necesita ayuda, muchacho.
— No sé qué creer —le dije después de reflexionar un instante.
— Muy bien. Eso indica una alta inteligencia: será muy fácil enseñarte cuanto debas saber.
— No te burles.
— No me burlo. Pero, dime: ¿quién eres?
128
— Soy Arión.
— Tu lengua no es doria. Eres un ilota disperso, ¿verdad?
— Sí.
— Me simpatizan los ilotas.
— ¿Por qué, Zeus?
— Porque, esta vez, son los perseguidos. ¿Cómo anda la guerra en la Laconia, Arión?
— La revuelta ha sido sofocada en sangre, a pesar de que el Oráculo de Delfos hubiese presagiado
que los ilotas vencerían a los lacedemonios con el favor de Poseidón.
— No creas en el Oráculo de Delfos, aunque te aseguren que es el más sagrado y veraz de toda la
Grecia.
— Los griegos han empeñado su fe en el Oráculo.
— No creas en los oráculos.
— ¿Cómo no creer?
— La Pitia se vende. Cuando algún jefe busca su beneficio en la guerra, se vale del Oráculo para
excitar a quienes, entre sus amigos, habrán de morir engrandeciéndolo. El Oráculo se equivoca la mitad de las
veces que debe decidir entre dos contrarios.
— ¿Y por qué siguen creyendo en oráculos los hombres, Zeus?
— Porque el castigo de los mortales está en su fe.
— Sin la fe, ¿qué queda?
— Miedo, desconcierto y, sobre todo, un vacío muy grande que se llena pronto con otra fe: los
hombres creerán siempre porque son torpes.
— ¿Habrá de ser siempre ciega su fe?
—Sí. Quieren saber hoy cómo será el mañana. Indagarán neciamente cuál es la voluntad de los
dioses. Prosperará la semilla de la Pitia.
Las olas espumantes azotan furiosamente las piedras entre astros relucientes. Me ha sorprendido otro
amanecer contemplando los acantilados blancos. He pasado la noche pensando en mi niñez: las noches claras
129
La Fuga
y felices, cuando me sentaba junto a la lumbrada del hogar a mirar los picos nevados del Taíguetos, mientras
mi madre asaba una liebre bajo el parpadeo de los astros.
— Esta fue la terraza del mégaron de Micenas —comentó Zeus.
— ¿Qué es un mégaron?
— Un soberbio palacio de los que construyeron los aqueos antes de la invasión doria.
— Este escombral parece ser el ensañamiento de un dios.
— Tienes razón en pensar que las piedras no suelen sublevarse solas: es la obra de tus congéneres
demoledores.
— ¿Cuáles?
— Los dorios coligados de Argos, Tegea y Cleona saquearon y asolaron la ciudad y enviaron a sus
hermanos de raza a los mercados de esclavos. Destruyeron y quemaron
cuanto había. Sólo sostuvieron su furia los muros de piedra que habían levantado tus ascendientes.
— ¿Cuándo ocurrió esto?
— Hace algunos años. Desde entonces, las ruinas de Micenas están deshabitadas.
— Los dioses saben cosas de gran interés.
— Sé lo que ocurrió porque lo vi.
— No me extraña que nadie quiera vivir en este estropicio.
— Ya rondan otros dorios.
— ¿Son lacedemonios?
— No; es gente de Argos.
— ¿Dónde está Argos?
— Detrás de esos matorrales del mediodía.
— ¿Dónde estamos, Zeus?
— En el septentrión de la llanura Argólida. En días despejados, se puede ver desde aquí la ruta de
Corinto.
— ¿Qué es Corinto?
— Otra ciudad, hacia el levante, llena de miseria y de avaricia, como Argos.
— ¿Son dorios también los de Corinto?
130
— Así es. La raza aquea que buscas, te diré antes que me preguntes, pobló antaño toda la Hélade y
ahora se extingue en la Laconia, su último reducto. No los busques más, Arión.
Busqué los principios ciertos respecto a los cuales todo error es imposible. No los hallé.
Antes, cuando me placían las tardes del color del plomo animadas por los acentos melodiosos de la
flauta, tumbaba a las esclavas tracias entre las hierbas del bosque y besaba sus senos suaves. En primavera,
me hechizaba el renacer de las flores que se enlazan inclinándose en el viento. En mis noches silenciosas,
cifraba en el papiro las cosas gratas que ansiaba recordar. Ahora, no sé cuánto de quien soy nació conmigo ni
qué parte tomé de la vida. Después de examinar las causas y los principios, me siento lleno de concepciones
torpes.
Zeus me decía que mi raza estaba extinta, que mis afectos eran imágenes mudas, que las luces de mi
mundo se apagaban.
— ¿Por qué han de perderse los aqueos? —le pregunté, con la vista fija en el borde de su sombra por
no mostrar mis ojos llorosos.
— Todas las razas se han de extinguir.
— ¿Conoces la historia de los aqueos?
— Claro que sí. Andando las generaciones, he gozado del amor con muchas jóvenes aqueas. Todos
los héroes de tu raza han sido vástagos míos.
— Cuéntame de los aqueos.
— Lo haré a medida que cortes mis grillos.
Las hierbas se batían en silencio. Dejamos atrás el antiguo Palacio Real, la Puerta de los Leones y las
poderosas murallas que, al decir del dios, caerían también un día. ¡Tal vez hayan caído ya! Llegamos a la caída
de agua entre piedras donde me había reposado durante mi ascenso a la altiplanicie. Junto al manantial, Zeus
mató a pedradas a la última leona que habitara el Peloponeso. Antes, el dios había promovido gran mortandad
entre los bandidos dorios.
— En épocas como ésta —me aseguró— sólo un héroe como Teseo puede atravesar indemne estos
parajes.
131
La Fuga
Llegamos a una trinchera al aire libre, protegida por dos muros. Al final del corredor, hay un monumento
circular engastado en la ladera de la montaña. Las precisas camadas de piedras talladas que le dan forma se
elevan, formando una enorme bóveda acolmenada, cuyo pico de cono apenas alcanzarían siete hombres
como Zeus, unos subidos a los hombros de los otros.
— ¿Qué es esto, Zeus? —indagué curiosamente, adaptando la vista a la oscuridad interior.
— Para los antiguos aqueos, una tumba; pero para ti y para mí será una morada.
— ¿Verdaderamente han levantado esto los hombres de mi raza? —le pregunté, reparando en la
pesadísima piedra del dintel.
— Sí.
— ¿Cómo lo han hecho?
— Con la fuerza de sus creencias.
— Si es una tumba, debe de alojar muertos… ¿no?
— En la cámara lateral secreta hay huesos, pero la carne ya desapareció. También hay cráteras y
joyas antiquísimas. De esta cámara, se lo han llevado todo.
— ¿Quiénes?
— Tal vez los mismos aqueos… o los dorios… o los jonios. ¡Qué puede importar! Nadie les reconoce
derechos a los muertos.
— ¿Por qué es ojivada esta tumba?
— Para poder cubrirla de tierra los unos y que los otros no la hallen.
— ¡Qué listos!
— Pero la avaricia es astuta: la desenterraron. Mejor te pones a trabajar.
— ¿Con qué he de cortarte los grillos?
— Con un trozo de hierro que recogí en el escenario de un combate. Lo he endurecido y le he
fraguado asperezas en la forja.
En Laconia, las mujeres cansaban sus brazos en el agua amarronada del Pámisos, enriando y macerando
los tallos de lino. Luego hilaban las fibras, entonando cantos en dialecto aqueo… una lengua que tengo casi
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olvidada. Si el rayo quemaba un frutal o el gavilán robaba un polluelo, las laconias les gritaban frases irreverentes
a los dioses.
Durante los tres veranos que Zeus estuvo encadenado, ni el eco del trueno retumbó en el cielo ni las
nubes regaron los campos. El dios provocó una gran hambruna en el mundo. Hasta los lobos bajaban de las
montañas a las praderas. Unas veces, los lobos morían a manos de los hombres y, otras, ocurría lo opuesto.
El mismo Zeus mató a pedradas a un oso que nos disputaba las cerezas y la miel. De los animales que
andan en cuatro patas, sólo sobrevivían las cabras salvajes que se procuraban el sustento por los pedregales
y entre la breña. En tanto, yo escomía los hierros del dios y acarreaba agua del antes potente Torrente del
Caos, convertida ya en un reguero sin fuerza.
Un día, mientras recogía higos silvestres, Zeus amasó arcilla y fabricó unas tabletas con las que me
enseñó las letras en dialecto jónico. Primeramente, me explicó cómo el alfabeto, que los griegos habíamos
copiado de los fenicios —unos hombres de nariz larga, dados a los viajes por mar y al robo de niños— servía
para reproducir los pensamientos o las conversaciones en arcilla o en papiro y así recordarlas más tarde. Por
tal, leyendo manuscritos antiguos, se puede tener noticias de gentes y pueblos anteriores. También me enseñó,
por medio de los números, a juntar y desmembrar grupos de objetos en la cabeza, sin tocarlos con las manos.
Tal fue mi encanto con aquella sabiduría que, con sogas de esparto recogido y tejido con mis propias manos,
atrapé y le obsequié al dios una cabra salvaje viva. Se complació sobremanera.
En el tolios, como el dios le llamara a nuestro refugio, encontramos jarras, cántaros, vasos y copas de
cerámica decoradas con dibujos rojos y negros sobre un fondo crema muy lustroso —algunas tenían escenas
de toros, pájaros, carros de combate, caballos y guerreros armados de lanzas y espadas. Al decir de Zeus,
todo aquello pertenecía a la antigua Micenas aquea, al igual que los cascos decorados con colmillos de jabalí,
los collares, diademas, anillos, brazaletes, placas, cinturones, tahalíes y la máscara de oro reproduciendo la
cara del difunto.
— ¿Cómo sabías de la cámara secreta? —le pregunté.
— No es ésta mi primera visita a la tierra de los hombres. He visto despachurrarse a muchos prisioneros
de guerra por edificarle la bóveda al mortal iluso que creyó de gran provecho encerrarse aquí cadáver.
133
La Fuga
Siempre llega el otoño. Cuando rondo la hojarasca entremezclada, considero el clamor de quienes se
peguntan de cuáles dioses proceden y cómo llegaron a existir, por qué son como se ven, y para qué viven.
Entonces, ente mis meditaciones, el aquilón silba, los tallos se agitan y se dispersan las hojas por el campo.
Zeus sufría mal su expatriación. Por la madrugada, el dios se sentaba entre las libélulas, pendiente de
la llegada del carro del sol por el horizonte. Desde que el astro iniciaba su marcha resplandeciente, yo limaba
el acero de Hefesto y él cifraba las tabletas de arcilla con un estilete. Cuando logré librarle la primera pierna,
me entregó todas las tabletas — que aún conservo— y me dijo gravemente: “Léelas, Arión: ésta es tu historia”.
Decían así:
>> Los hombres de tu raza ocuparon el valle fértil de la Mesenia, la altiplanicie arcadia, las paredes
roquizas del Taíguetos y las costas escabrosas del otro lado de Kalámata. Levantaron muchas ciudades cerca
de las corrientes de agua y los cipreses. Construían sus casas alrededor del palacio de un jefe destacado en la
guerra. El rey guardaba los botines y también las ánforas, tinajas y cráteras llenas de vino, aceite, higos secos,
y especias. En las tumbas, enterraban tiaras, copas, ritones, discos, alfileres, azucenas, máscaras y hasta
espadas de mangos incrustados en oro que no se volvieron a ver nunca más en Helas.
>> Tus antecesores aqueos marchaban a la guerra armados con lanzas largas, yelmos recubiertos con
colmillos de jabalí y escudos largos de dos rodelas. Los artesanos fabricaban carros con ruedas de cuatro
radios, lanzas y espadas de bronce, cascos decorados con plumeros de colores, corazas de cuero y coseletes
reforzados con latón. Tomaban esclavos para que cosechasen el trigo y la cebada, recogiesen la miel y las
especias, tejiesen la lana y el lino, extrajesen el aceite de los olivos, fermentasen el vino, secasen los higos y
criasen los rebaños de ovejas.
>> Los jefes aqueos despachaban, más allá de donde chocan las olas de este mar con las de otros,
barcos llenos de lienzos y aceites perfumados con la juncia avellanada, los cuales cambiaban por trigo y
metales. Enviaban, allende el mar y la Libia, recipientes de cerámica que se canjeaban por marfil y oro. Tan
grande era la recompensa de los mercaderes, que los muros de sus palacios se llenaron de frescos y los pisos
de mosaicos con pulpos de colores en honor a Poseidón.
>> Los aqueos importantes —porque todos no lo eran— se sentaban en muebles taraceados con oro
y marfil. Pero tanto se ablandaron, que se olvidaron de los días remotos cuando la numerosa población no
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podía acallar los ladridos del hambre y agitaba ruidosamente las armas. Tan absortos estaban los ojos de los
jefes aqueos en los elegantes aderezos de sus aposentos y balaustradas, que se olvidaron también de sacrificar
víctimas del agrado de los dioses; apenas le sacrificaban ya unos pocos prisioneros a Poseidón, por lo que el
dios blandió un día su airado tridente para castigarlos…
>> ¡Qué ridiculez, Arión! El estilete voló por la arcilla antes de que mi pensamiento lo sujetase. En
realidad, Poseidón es un mito; pero, como a los mortales les gustan estas historietas fantásticas, yo las repito
viciosamente… No maldigas, empero, la soberbia e impiedad de los aqueos: considera que, si existiese una
raza digna, viviría conmigo en el Olimpo...
>> Un día, surgió un vómito hirviente del fondo del océano. Se oyó un estruendo ensordecedor por
toda la Hélade. Unas ondas gigantescas batieron las costas y barrieron las islas, destruyendo a su paso las
ciudades y los barcos. Unas nubes sombrías y extrañas cubrieron el cielo y, por todo el Peloponeso, el verano
se hizo mustio y frío.
>> Los pueblos que enviaban mieses, cobre y estaño desaparecieron, aniquilados por la violencia del
suelo o saqueado luego por los piratas. Entonces, los Pueblos del Mar hostigaron a la raza aquea. Tus
ascendientes abandonaron las ciudades o tuvieron que levantar murallas de piedra para fortificarlas. Entre el
pillaje, los palacios magníficos fueron pasto de las llamas y las muchedumbres hambreadas se desperdigaron
por los lugares menos expuestos.
>> En aquella época de confusión e inquietud, los dorios bajaron de las montañas septentrionales de
la Grecia, armados del hierro trabajado, y se infiltraron hasta el Peloponeso. Luego cruzaron el Taíguetos e
invadieron la Mesenia, acometiendo a los debilitados aqueos.
>> Las tribus dorias sometieron a tus antepasados, convirtiéndolos en ilotas de Esparta. Como era de
esperarse, los aqueos se sublevaron. Las armas hablaron por ellos durante mucho tiempo. Al fin, resultaron
derrotados y devueltos al cultivo de la tierra de los espartanos.
>> Los lacedemonios de entonces, cuervos tan voraces como los de ahora, exigían altísimos tributos
de los pueblos caídos: el cipero para alimentar las cabalgaduras, la lana para su vestido y el castrón para su
hoguera, el comino y el hinojo para condimentar los cebones que robaban, la menta y el queso para regodear
su paladar… Muchas veces, los jóvenes militares espartanos derramaban la sangre aquea tan sólo por habituarse
a matar, en preparación a la guerra.
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La Fuga
>> Pero tus antepasados se reunieron clandestinamente otra vez, fabricaron sus armas y acometieron
a los lacedemonios. La guerra, que duró muchísimos años más, prendió las piras funerales que devoraron
muchos cuerpos jóvenes. Esta vez, aliados con los arcadios y los argólidas —¡dorios nada menos!— los
aqueos estuvieron muy cerca de conquistar su libertad. Pero, en la ardiente agitación de los combates, los
lacedemonios prevalecieron, valiéndose de formaciones de falanges que los pequeños caballos aqueos no
pudieron aplastar.
>> De la última rebelión no te hablo, Arión, porque tú la has sufrido. >>
No se puede atrapar a una sombra. Los hombres van a la muerte en un callado terror. Yo veo, sobre
todo, muchas estrellas en la bóveda celeste.
Sigo recordando las noches claras y heladas, cuando cruzaba en silencio los pedruscos redondeados
del río Pámisos, rumbo al Monte Itomi. En el bosque alto, más allá de los asideros de las vides, atravesaba los
encinares que manchan de negro la escarcha iluminada por la luna. ¡Cuánto me gustan los bosques de pinares
que circundan las colleras de las montañas!
¡Es mejor dormir con una esclava tracia que con el no-ser! En invierno, cuando silba el viento que se
raja entre las piedras, me acerco a la fogata donde se asan las castañas y siento nostalgia por la primavera.
La Gloria existe únicamente en la mente de los hombres. Los hechos de las lanzas, amados por la
poesía no tienen encantos.
El día que trajeron a mi hermano muerto, sentí un soplo de viento helado dentro de mí. Un hoplita
espartano le había espetado la lanza en la garganta. Recogimos la sangre de mi perro y la de dos cabras en una
fosa. Mi padre vio el alma de mi hermano beber la sangre y materializarse un momento para despedirse. Hizo
libaciones con vino y le prendió fuego a la pira funeral del hijo. “El alma de mi hijo accede en este momento a
la morada de los muertos, emporio del dios Hades” aseguró. Cuando el cuerpo se consumió, asamos la carne
de los animales sacrificados y la comimos en silencio. Yo no alcancé a ver el alma de mi hermano, pero me
corté la cabellera y la arrojé entre los maderos ardientes.
Aparecieron en Mesenia los hoplitas lacedemonios, blandiendo sus lanzas. La caballería se había
adelantado y nos trataba de cercar.
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El que mucho sabe y tanto puede me dijo:
— Cualquiera puede sentir en sus oídos el aliento de los dioses.
— Tú eres Zeus y puedes lo que quieres —le respondí.
Zeus, el más poderoso dios del Olimpo, se vio libre de las cadenas que Hefesto forjara para Hera.
Gritó alborozado, saltó como los animales montaraces y corrió muchas veces en derredor del tolios. Luego se
paró entre las hierbas quemadas del llano silencioso, cerca de la antigua marca de un reguero, y me anunció:
“Hay diez mentiras arraigadas en las mentes de los sabios que no se deben creer:
I
No tengo intención de establecer internuncios con los mortales.
II
En el Olimpo no hay mosquitos; pero no es porque estos insectos respeten mi morada, sino porque
encima de las nubes no llueve.
III
Los dioses no engañan a quienes les sirven, ni se burlan de quienes les dedican ofrendas en sus
templos, ni convierten el día en noche para poner fin a las discordias de los hombres. Yo soy el único dios y no
me intereso por los mortales… aunque Homero diga lo contrario.
IV
Los muertos no resucitan.
V
No hay hormigas del tamaño de los perros camino al Bóreas y a la Aurora.
VI
A ningún griego, ni bárbaro, le han hervido las calderas sin que las tocara antes el fuego.
VII
En Libia, pasada la región de las fieras, si hay hombrecitos negros, pero su esperma es blanca.
VIII
Por Arabia no vuelan bandas de serpientes.
137
La Fuga
IX
Ninguna mula ha puesto un huevo.
X
El mejor gobierno no es el del vulgo, ni el de los nobles, ni el del monarca, sino el que no se necesita.
He indagado sobre los campos, los colores y las palabras. ¡Pobre Arión! Los labradores cultivan el
trigo y la cebada y entraman palos nudosos para sostener las vides. Soportan resignadamente la mezquindad
bienal de los olivares y la fuga ligera del gamo. No se ocupan jamás estos hombres de si los colores son como
aparecen de ceca o de lejos, o si el sentido de las palabras tiene una verdad independiente de toda demostración.
Al día siguiente de su liberación, Zeus me señaló el mediodía, donde se junta la tierra con el mar, y me
dijo:
“Irás allá lejos, donde habrás de bañar los pies en las olas corvas revueltas de arena. Ahora escucha
diez trivialidades que anegan, confunden y tupen las mentes de los mortales más sabios. No hagas caso de
ellas:
I
A los dioses no les atañe que Ciro, el persa, haga sacrificios humanos después de sus victorias o que
no los haga, o que no instituya templos ni erija estatuas, o que les sacrifique al sol, a la luna, a la tierra, al agua
y a los vientos. Ya te he dicho que sólo Zeus es gran dios… y a mí no me molesta.
II
Los caunos pueden golpear el aire con sus lanzas cuanto gusten con intenciones de echar lejos a los
dioses extranjeros: así ejercitarán sus brazos.
III
Cuando los licios de Xanto, vencidos, les pegaron fuego a sus mujeres, hijos, esclavos y dineros, y
luego pelearon hasta morir, no provocaron admiración en el Olimpo.
IV
Si a los babilonios les complace vender las doncellas casaderas y prostituir a sus mujeres al menos una
vez en la vida, ¡allá ellos!
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V
A nadie más que a los masagetas de río Araxes les debe importar si se embriagan con el humo de
ciertas hierbas y luego bailan y cantan, o si usan en común a las mujeres casadas, o si le sacrifican caballos al
sol, o si matan a sus parientes decrépitos y se los comen.
VI
Deja que los egipcios beban cerveza de cebada, enjoyen a los cocodrilos, amen a los gatos, escriban
de derecha a izquierda, rapen las cabezas de los sacerdotes, se laven dos veces al día, o que no coman habas.
Y deja que me llamen Amón si así lo desean porque a mí no me incomoda. Tampoco importa que los griegos
de Egipto se coman las cabezas de las vacas sacrificatorias cargadas de maldiciones.
VII
Cambises, el hijo de Ciro, no recibirá castigo ni premio alguno por herir al dios Apis de los egipcios,
ni por matar a su propio hermano, ni por poseer a su hermana y luego hacerla abortar a patadas, ni por no
respetar hombre nacido.
VIII
De nada les vale a los tracios disparar sus flechas contra el cielo con mil bravatas y amenazas cuando
truena. Tampoco les sirve creer que se irán a vivir con el dios Zamolxis cuando mueran.
IX
No se les debe reprochar a los atlantes no darse nombres propios, ni maldecir al sol cuando sale.
Tampoco se debe regañar a los ausées por utilizar promiscuamente todas las mujeres, y hacerlo en público
como las bestias. Y poco importa que los nasamones muelan insectos secos con harina y lo coman todo
revuelto con leche. Ésa es la manera de creer de cada pueblo.
X
El Ave Fénix de plumas doradas y carmesí no vuela cada quinientos años a Egipto a enterrar a su
padre: como los dioses, no existe.”
En verano, las flores de la arboleda cercana se mecen en la brisa y las hojas susurran su armonía.
Algunas noches, cuando la luna riela en el río, detengo la mirada en el reflejo dorado y no sé en qué pienso.
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La Fuga
En el segundo día de su liberación, el dios desató una tormenta de rayos y centellas. Comenzó a llover
con tal fuerza y sustancia que nos tuvimos que refugiar en el tolios. “Finalmente —formuló Zeus— hay cuestiones
para cuando tu condición humana reclame luz:
I
El hombre que proclame el orden universal está en pleno uso de su razón.
II
Las percepciones de los sentidos agradan por sí mismas, independientemente de su utilidad.
III
“A” difiere de “N” por la forma, “AN” de “NA” por el orden, y “Z” de “N” por la posición.
IV
Es imposible alcanzar la verdad completa y es imposible que la verdad se oculte por completo.
V
Tienen una ciencia más perfecta quienes conocen las esencias más que las cualidades, cantidades,
modificaciones y actos.
VI
Las afirmaciones opuestas no pueden ser verdaderas al mismo tiempo.
VII
Quien dice que todo es verdadero, afirma igualmente la verdad de la aserción contraria. Quien dice
que todo es falso, afirma igualmente la falsedad de lo que él mismo dice. Además, lo verdadero y lo falso no
están en las cosas sino que existen en el pensamiento. Pero no es descabellado preguntarse si hay alguna
relación común entre las ideas y las cosas.
VIII
Es natural que los mortales se pregunten si hay algo anterior a los principios.
IX
La definición del alma es una definición del hombre.
X
Indaga cuanto quieras sobre tu procedencia, tu esencia y tu destino.”
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No me espanta la noche. Alboreará y aparecerán las imágenes de un mundo desatinado. Valdrá mejor
mirar la nieve de la alta montaña y pensar que el día es hermoso.
En el tercer día de su liberación, Zeus esperó a que se descorriese el velo de la noche, se apagasen las
estrellas y saliese el carro del sol de los confines de la tierra. Cuando la llanura argólida se inundó de luz, liberó
a su cabra y me anunció que partía hacia el septentrión, rumbo a su palacio entre las nubes del Monte Olimpo.
“Si quieres vivir —me advirtió— no vuelvas al Peloponeso. Tus enemigos lacedemonios instituyen allí
despiadadas criptias para diezmar a los pueblos sometidos que se acrecientan. Tan empobrecidos quedaron
los espartanos después de la guerra, que abandonan a sus hijos recién nacidos, aun si son perfectos, a morir en
el Taíguetos”.
El dios me dio monedas de oro y plata y piedras precisas del tolios para que ni los griegos ni los
bárbaros me despreciaran.
— En Atenas —me dijo— podrás ver a los artistas esculpir cuerpos bellos en la piedra (casi todos de
hombres) y levantar el Partenón; verás, a los dramaturgos representar la vida en los teatros, y a los estadistas
guerrear con los lacedemonios por la hegemonía de Grecia.
— Entonces iré a Atenas.
— En Atenas, los poetas cantan las proezas de los griegos que, habiéndose comportado en la guerra
como zorros, rugen a salvo como leones. En Atenas, puedes escuchar a los sofistas; estos hombres dominan
los dos razonamientos: el bueno, que de nada sirve, y el malo que gana las causas más injustas. Y, también en
Atenas, podrás escuchar, más que otra cosa, el lamento de los desgraciados.
— ¿Y eso es bueno?
— Es lo mejor que puede brindarte el mundo.
— ¡O, Zeus, prefiero presenciar cómo reverbera el sol en los rizos del mar y en las espumas de la
playa!
— En la calma del quinto verano, huye a Tracia si no quieres morir en una gran pestilencia. Pero, si
para entonces ya viste bastante, quédate.
Antes de partir, el que no necesita creer se quedó un rato mirando las aguas nuevas del Torrente de
Caos deshacerse contra las piedras. Pensaba el dios.
141
La Fuga
— ¿Y tú a qué aspiras, Arión? —me preguntó de repente, volviendo la mirada a las cordilleras azules
de montañas heladas que yo debía cruzar.
— Creo que a vivir.
— Quien sólo aspira a vivir no tiene meta.
— ¿A qué debemos aspirar los mortales, Zeus?
— Muchos quieren ser dioses.
— ¿Y a qué aspiran los dioses?
— El dios no tiene a qué aspirar —declaró finalmente el que rasga la sombra con el rayo.
¡Zeus, ya vi bastante! ¿Acaso somos los mortales hijos de la nada? ¿O eres tú el vástago de mi locura?
Alzo a ti la copa llena del zumo verde de la cicuta y brindo por el sueño manso al que no disturba
ningún desvelo. Conozcamos completamente o ignoremos definitivamente…
Describamos el mundo con mano de poeta y alma de bárbaro. Fue bello el día, pero la noche es
oscura…
Gratias tibi ago, mater. De cierta forma, me sentí redimido en el pasado.
Desperté al llegar al college. El pueblo donde se encontraba era tranquilo y limpio. Matriculé oficialmente
las seis clases que me permitieron. Alquilé un pequeñísimo apartamento cercano al School of Engineering. La
vieja propietaria me preguntó si era escandaloso o gritón, si bebía o me drogaba, si la policía me perseguía o
asistía a la iglesia. Le dije que no a todo. Debió de quedar satisfecha porque no me volvió a dirigir la palabra
hasta que me tocó pagarle la renta en julio. Como me pareció demasiado curiosa, siguiendo los consejos de
Isidoro, abrí una pequeña cuenta de cheques en un banco y arrendé una caja de seguridad para el dinero del
que no quería darle cuentas a nadie.
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Fugit Tempus
Los cursos requeridos in ludo para todos resultaron ser muy fáciles. Con todo, llevaba algunos libros
conmigo a Mimi los fines de semana. Pedí que me examinaran de Matemáticas para saltarme las clases más
básicas y me lo permitieron. Al día siguiente, vestido de muy cuerdo, les pedí que me examinaran y acreditaran
los cursos de lengua foránea para aprovechar mejor el tiempo y me lo permitieron también. Una vez acreditado
en dichas disciplinas, me soltaron rasamente que no me volviera a presentar en la oficina pidiendo pruebas.
Por suerte, no tenía más nada que sacar del casco.
Por mi pronunciación, algunos profesores me sospechaban nacido en el extranjero. Mientras me
creían de Europa, no se sorprendían del empeño que ponía en los estudios ni de mis altas calificaciones. Uno
de ellos, profesor de Ciencias Sociales, indagó mi procedencia. Al instante de revelarle mi origen caribeño,
frunció el seño, enfadado o confundido de que un salvaje pudiese asistir a la institución tan prestigiosa donde
él enseñaba. Más adelante, tuvo los huevos de preguntarme, delante de toda la clase, si los pueblos del caribe
eran, a mi entender, inferiores al de Disney. Le tuve que responder que, hasta en Tun-Tun, hay pastores
alemanes limpios en sangre y que, en Disney proliferan desreglamentadamente los perros satos. Creo que me
entendió porque no volvió a tratar el tema —¡al menos conmigo! Acaso, cada vez que le ladre un perro se
acuerde de mí.
No era aquel animal en tránsito, artificiosamente llamado ‘profesor’, el único pedante que consideraba
su opinión muy digna de caer en las orejas de todos mientras, en verdad, no le habla a nadie. Desbuchaba lo
mismo que estaba impreso en el libro de texto. Era muy semejante al vendedor de periódicos en la plaza
pública. Sin valer más que cualquier tonto, sisaba posturas sugerentes de pensadores y lumbreras. ¡Cretino!
Fatalmente en Disney, donde comenzaban por entonces a pudrirse las raíces de la evolución, los homúnculos
se estaban presentando en guisa de sabios; con caras durísimas y bocas verduleras, les predicaban virtudes a
seres que los superaban a ellos en todo.
Una vez comenzadas las clases de ciencias, en septiembre, la inteligencia del estudiantado subió
notablemente. Después del primer examen, desaparecieron de las aulas los cerebros llenos de aire. De una
prueba a otra, los días volaban. El tiempo no parecía alcanzarme para ninguna otra actividad que el estudio,
salvo la media hora diaria que nadaba en la piscina. Como las poquísimas mujeres que se interesaban por la
143
La Fuga
ingeniería eran muy estudiosas también, no había galanteos ni enredos. Algunas veces, cuando los profesores
asignaban proyectos de grupo, trabajaba en equipo con las más listas —frecuentemente, las peor dotadas en
sus carnes.
Maya había quedado encinta de las orgías amorosas que cató. Gradualmente, se fue operando un
cambio grande en ella. A medida que progresaba la preñez, cesaban los desenfrenos: acabaron los maravillosos
strip offs en la sala de la casa y los ardorosos trances en el sótano marito miranti. Joe no conseguía de ella
más que el acostumbrado coito dominical antes de que se quitara las medias. Yo no la importunaba con
erotismos de plumas de gallina ni le brindaba mis últimas gracias si no lo pedía. ¡O, tentación! En noviembre,
me libró de la promesa de ir a verla todos los fines de semana.
En enero, nació la hija de Maya y Joe. ¡O Espíritu Santo! Era una niña preciosa que colmó de felicidad
a sus padres. El padre Catarella bautizó a Helga en marzo. Le dio la bienvenida a la vida que se acaba y, a la
vez, la comenzó a preparar para la que no tiene fin.
Joe había recobrado íntegramente su potencia viril. La líbido de su esposa, sin embargo, despertaba
perezosamente del parto. El matrimonio iba siempre adelante con meajas de placer y copioso amor. Aquel
hogar era sano, sin decadencia de falsedad ni pudrición.
Maya se volvió pensadora. Yo la acompañaba al mirador del río con Helga alguna vez. Ella contemplaba
en silencio las lejanías boscosas, sin decir nada durante un largo rato. Luego examinaba la imagen de su cara,
aún sublime, y de sus pocas canas en el espejo retrovisor del auto, preguntándose seguramente dónde se mete
el tiempo. Una mañana, se me echó al cuello riendo y me dijo que el tiempo no debería tener siempre el
derecho de vía. Hallé muy razonables sus palabras.
Para ambos cónyuges, la vida se hizo buena y adquirió un sentido profundo. Cuando viene el bien,
mételo en tu casa. De vez en vez, miraban algunas fotos que Joe había tomado durante bravísimos momentos
en el taller. Reían. A mí, desde luego, no me necesitaban ya. Mi madre jamás me dijo por qué estaba tan
interesada en aquella familia. Sospecho que Maya o Joe hayan sido familia suya en alguna existencia pasada.
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Yo tenía también dos hermanos gemelos en Yunkanoo. Dido me envió la primera foto que les tomaron.
Eran bermejos como ángeles exterminadores. Habían decidido nombrarlos Romulus y Remus. Isidoro detallaba
en la escritura: “Lupa infantibus ubera praebet.”
Sentí unos deseos muy grandes de verlos a todos. Faltaba el parecer de Venus. De poco me serviría
aducir que hoy somos y mañana no porque ella conoce el futuro. Sería mejor decirle claramente a la diosa que
sentía nostalgia por la Isla de Pozos y mi gente. Duocenti passum a mari, domum Didonis erat. Deseaba de
nuevo, bajo un sol a medio cielo, zambullirme y bucear en las aguas clarísimas de aquel mar. En aquel mismo
paraíso, al andar de un buen día, la diosa le había puesto fin al primer capítulo de mi fuga.
En un abrir y cerrar de ojos, habían pasado dos años que aproveché al máximo. La vida del refugiado
es muy exigida. Como no sabía de vacaciones, había adelantado ya hasta mi último año y me había librado de
todos los cursos de Matemáticas y de idiomas. Cuando me informaron que mi beca in urbem preclaram
había expirado, tenía diecinueve años. Me faltaban ocho asignaturas para graduarme, cinco de las cuales
estaban en la lista de cursos para el cuatrimestre que empezaba al día siguiente. Naturalmente, yo aspiraba a
mi obra. Para que pudiese continuar, el director de la universidad tuvo que telefonear al Secretario de Educación
Estatal y solicitar un “waiver” para mí mientras se estudiaba el caso. Se dio la extensión. Jamás hablo mal de
los buenos de Disney.
El principio del cuatrimestre fue alarmante. Uno de los cursos aparentaba ser tan abstracto que yo no
lograba atrapar los conceptos. No entendía al profesor ni lograba descifrar el libro de texto. Temí sacar una
nota mediocre o fallarlo, lo que le pondría fin a mi beca. Como los demás alumnos no andaban mejor que yo,
indagamos entre los que habían tomado la clase antes. ¡Casi nadie había pasado!
Le pedí consejo a Joe. Me recomendó una editora que se dedicaba exclusivamente a publicar problemas
prácticos en las disciplinas técnicas y científicas. Mandé a pedir el libro de alternativas inmediatamente. En
cuanto lo abrí, vi la luz. ¡Todo estaba claro! Cursum rectum per atros fluctibus tenebo. El profesor, malas lo
ahoguen, era un hijo-de-puta. El muy bellaco seleccionaba adrede libros de texto abstrusos y él mismo no
explicaba nada. Era su forma de hacerse duro y temible. ¡Jo, otro hombre superior! Asimismo, el mentecato
sacaba los exámenes, verbum de verbo del libro que yo tenía. Cuando me regresaba las pruebas calificadas,
145
La Fuga
el absurdo monstruo me miraba con mezcla de odio y temor: había sido descubierto. Corrí la voz silenciosamente
por la clase y, al final, todos pasaron.
Durante el último cuatrimestre, dado que me quedaban solamente tres asignaturas, andaba algo sobrado
de tiempo los fines de semana. Algunas veces, compraba una hamburguesa y me la iba a comer a un parquecillo
en el centro del barrio universitario. Allá me topó una tarde la protesta tumultuosa de alumnos que no conocía,
ni siquiera de vista.
Para nutrir de personal a una guerra en Asia, el ejército de Disney llamaba hombres a filas. Al menos
aquellos que encontré en el parque no tenían intenciones de irse tan lejos. Estaban muy enfadados. Comprendí
perfectamente que pretendieran jadear por la vida, sin desmembramientos, todos los años que Dios les había
otorgado.
A pesar de no tener que incorporarse al esfuerzo bélico mientras fueran estudiantes, los sujetos quemaban
las cédulas militares o simplemente alardeaban por altavoces de no haberse inscrito para recibirlas. Eran
solidarios con los que, llamados a filas, habían marchado al extranjero a echar pestes de Disney. Total que, por
falta de respeto y acuerdo, se perdió también aquella guerra. A la larga, hubo que trocar un magnífico ejército
de ciudadanos por otro de voluntarios y mercenarios.
El paladín que promovió la derrota de los Héroes de la Playa había estrellado la testa contra una
fusilada. Su hermano, semejante en ideas y aspiraciones, perdió la suya contra un proyectil de menor calibre
cuando aspiró a tomar las riendas del poder. Seguidamente, el país sufrió la demencia de uno que creyó
posible, a la vez, abastecer ejércitos del otro lado del mundo y mantener a todos los parásitos de su tierra.
Jamás los mejores hombres volvieron a ser los primeros, como cuando se fundó el país. Los pueblos no saben
salvar las tumbas de los mejores ni resucitar sus cadáveres. Llegó el principio de los malos tiempos. Durante
muchos años, una gente cada vez más mostrenca aspiró a salirse del hueco cavando más hondo. Lo más
indignante fue que los mejores callaron, apabullados por las mentiras de los peores.
Los del parque se persuadían unos a otros con extrañas mímicas y gritos. Entre ellos habría seguramente
teóricos, quijotes, utópicos, y también charlatanes, sofistas e ingenuos. Como en la plaza pública las buenas
razones producen dolores de cabeza y mucha confusión, gritaban consignas. Pronto aparecieron por allá los
reporteros que inflan o desinflan los acontecimientos de acuerdo a las directrices de quienes les pagan. La
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libertad es muy buena, pero suele padecer de desmedida irreflexión. No me gustó la protesta del parque
porque el hombre atolondrado no ha aspirado jamás a ser mejor. Inter talia verba, me fui.
Al final de aquella primavera, mi madre me ordenó en un breve sueño que me fuera a despedir de
Maya, Joe y Helga. Los mandatos de Venus siempre fueron escuetos, sin dar lugar a discusión.
Primero, se me nublaron las luces porque me daba mucha pena dejarlos. Luego, consideré que un
fabricante de armamentos me había entrevistado en la escuela de ingeniería y estaba a punto de ofrecerme una
plaza de asistente junto al otro mar de Disney. Tal vez fuese tal el destino que mi madre preveía.
Mimis profectus, in domum Dildobearum multa narravi de futuro. La despedida fue muy triste.
Maya derramó lágrimas de su fuente profunda. Me había adaptado a aquella vida y apegado a aquella gente.
Tristemente, no les pude revelar jamás ser hijo de una inmortal ni la misión de rescate que mi madre me había
asignado.
Venus, la moral del raciocinio, me mandaba a partir. La diosa había decretado el final del segundo
capítulo de mi fuga.
Terminado el último examen, antes de recibir el diploma, busqué a la añeja propietaria de la buhardilla
donde había vivido tres años. Toqué a su puerta para comunicarle que marchaba en un par de días. Apareció
en el vano una muchacha de mis años, carnosa y carirredonda, a la que no había visto jamás. Nos presentamos.
Era nieta de la anciana, fallecida de vejez recientemente. Le di el pésame por la muerte de su abuela, pero no
parecía compungida ni interesada. “¡Coño, cómo hay gente insensibilizada en esta vida” me dejé pensar!
Pese a que no teníamos más nada que hablar, la gordita me mandó a pasar y a sentarme. Con una
cierta ligereza que no le iba a su peso, puso música. Me preguntó si quería bailar, lo que se me traslució como
un desvariado propósito. Le dije que tenía mucha prisa porque un sexto sentido me aconsejaba eludir semejante
amontonamiento. Huía de la posibilidad de contagio, porque la promiscuidad había traído al pueblecito varios
tipos de enfermedades venéreas, incluyendo unos gonococos resistentes a la penicilina. Además, con la excepción
de Sandra, mis pasadas caballerías se habían realizado siempre con mujeres casadas.
No tenía intenciones de caer en una ceguera capaz de complicarme con la presuntuosa heredera. Sin
mudar los colores, la repolluda me aseguró que aquello era pan comido y compañía deshecha. Me encalabrinó
147
La Fuga
saberme favorecido por una dama que estaría cobrando ya notoriedad por todo aquello. Con fútil civilidad,
me despedí y salí por la misma puerta por la que había entrado.
¡Extraño uso! Aquella noche, subí en puntillas a mi pieza. A la mañana siguiente, bajé sigilosamente
también.
Ea nocte, Venus resurgió en mi sueño.
148
Peregrinus
— Gratulor tibi! Ya tienes un título profano.
— Maximas tibi gratias ago!
— Te aflige separarte de los Dildobe, ¿verdad?
— Certum est, Mater.
— No hay sevicia: es tu destino.
— Non sum contrarius.
— Nunc, quid tibi in mentem venit?
— Háblame de otra existencia anterior para que entienda mejor ésta.
— Sabias palabras, hijo mío.
— Non dissentio.
— De tus vidas cavernícolas no tengo nada que decir porque, en verdad, no hay más que primitivismo
en ellas. El primer espíritu lúcido te llegó en los confines de Persia antes de ser el deprimido Arión, el irresoluto
Pilato o el apocalíptico Arioheroiker. De tus existencias pasadas, ha sido la más feliz.
— ¡Eso me consuela, Madre!
El Extranjero
— Por boca de mercaderes, supiste de aldeas remotísimas en la India y en Persia, de un mar interior
hacia el este y de minas de lapislázuli. En aquel tiempo, Persia se extendía desde los picos helados hasta las
junglas vaporosas en los linderos del mundo. Los persas no enterraban a los muertos. Por todas partes tenían
unas construcciones de piedra, a las que llaman Torres de Silencio, donde abandonan los cadáveres de la
gente para que los limpiasen los pájaros carroñeros. Los persas creían en un Dios que vive eternamente en una
región de luz infinita y en un Diablo que vive, también eternamente, en un abismo de oscuridad. Entre el uno y
el otro está el aire que respiramos. Ambos luchan continuamente por el afecto de los hombres, alzándose cada
cual con la victoria durante un triple milenio.
— Esa fe es tan estrafalaria como la nuestra, Mater.
149
La Fuga
— Los persas creían en memorias de un pasado remotísimo. Los moradores de las tierras altas vivían
persuadidos de que la estrella Canícula, a la que llamaban Sirio, descendió una vez al mundo en forma de
caballo blanco con crin y cola doradas a luchar contra un demonio con figura de caballo negro, sin pelo. El
caballo negro, según contaban, estaba a punto de destruir a la humanidad.
— ¿Cómo lo iba a hacer?
— Solamente los iniciados en su religión lo supieron cabalmente. A mi entender, se trataba de conservar
un linaje. Hace mucho tiempo, una casta de hombres blancos, llamados Aria, que quiere decir ‘noble’ en su
idioma, conquistó a ciertas razas de hombres de tez oscura y se apoderó de las tierras que éstos ocupaban.
Con el tiempo, los arios se fueron olvidando de sus orígenes; consecuentemente, los sacerdotes recurrieron a
los mitos para salvar a su raza.
— Entonces, el exclusivismo es viejo.
— Dos caballos, uno blanco y otro negro, tratan en vano de tomar la delantera. ¿Qué son?
— Dos caballos corriendo, Madre.
— Sí, pero representan el día y la noche.
— De acuerdo.
— En algunas regiones de Persia reverenciaban al fuego. Según ellos, las llamas son las portadoras de
los sacrificios a su Dios en el Cielo.
— ¡Cuántas fantasías!
Por la Ruta de la Seda
— Te uniste a una caravana rumbo al Este. En Persia oriental, empezaron a aparecer viajeros de
Ariana, la tierra de los arios. Hablaban de Ahura-Mazda, el Señor Omnipotente y Creador del mundo. Escribían
sus pergaminos con el alfabeto arameo.
— Me parece estarlos viendo.
— Entre los torbellinos y las nubes de polvo de las mesetas frías, donde el viento les impide a los
árboles que arraiguen, aprendiste el Pahlavi, la lengua de Persia oriental, parecido al Zend. Los arios solían
comenzar sus oraciones con las palabras dushmata, duzhukhta, duzhuarshta, a fin de repudiar a los malos
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pensamientos, las malas palabras y las malas obras. En sus oraciones conmemoraban el mundo creado por
Ahura-Mazda, donde se había desconocido el calor y el frío, la vejez y la muerte hasta que el hombre aprendió
a pronunciar la falsedad. Una vez cometida la falta, la Divina Gloria, tomando la forma de una paloma, había
escapado rumbo al sol.
— La creencia de esa gente está enraizada en la poesía.
— Creyeron en una vida de gran esplendor después de la muerte.
— ¿Para todos?
— ¡No! Era solamente para quienes hubiesen seguido su religión. A los demás les tocaba una vida de
lamentos, sufrimientos y pestilencias... un río de lágrimas.
— Prodigios de la imaginación.
— A los pocos meses, un ilustre sacerdote que iba a Bactriana se incorporó a la caravana. Su nombre
era Maidhyoimaonha, como el primer seguidor de Zaratushtra Spitama, el precursor de la fe. Una noche,
Maidhyoimaonha declamó las palabras del poeta a la luz de una hoguera, instando a los arios a estudiar su
plegaria: “Ahura-Mazda: Porque deseo saber, me pregunto: ¿Quién creó la Verdad? ¿Quién inventó la armonía
entre el Cielo y la Tierra? ¿Quién les señaló su ruta al sol y a las estrellas? ¿Quién plantó el sentimiento de Amor
en el corazón del padre por el hijo? ¿Quién creó el agua y la vegetación? ¿Quién les dio la agilidad a los
vientos? ¿De quién emanan la luz y la sombra que rigen al hombre en todo momento? ¿Quién hace que la luna
crezca y mengüe? ¿Quién inventó el sueño y el despertar? Y por la Santa Sabiduría que me has dado, comprendo
que eres Tú el Creador de cuanto existe.”
— El sentimiento divino es idéntico en todos los hombres. Cada dios es una cara del mismo pavor: los
distingue sólo el nombre.
— Muchos meses después, llegaste a Bactriana. Al bajar al caravansar y al comercio, unas mujeres de
clara complexión que iban con sus cántaros a un nítido manantial en el linde del bosque te dieron la bienvenida.
Llevaban túnicas escotadas y partidas por el frente, mostrando sus lindas carnes.
— Sí, Madre, ¡qué agradable recuerdo!
— Los hombres de Bactriana vestían túnicas con mangas y llevan un fajín en la cintura. Tanto los
varones como las hembras se pintaban los párpados. Menospreciaban el comercio, dejándolo en manos de
151
La Fuga
extranjeros; sin embargo, les gustaba pasearse por la calle del mercado, examinando cuanto artejo llegaba de
la India o la China.
— Sí, les vendí bien caros los paños de púrpura que llevaba.
— Los zoroastrianos tenían un templo y una escuela en Bactriana. Allá se había ido Maidhyoimaonha.
Pouruchista
— Buscabas el calor de las hogueras en el atrio del caravasar, junto con los malhechores del puñal y
los del bazar. Una noche, al frotarte las manos cerca del fuego, una mujer esbelta, envuelta en una larga túnica,
se te acercó. Sus ojos clarísimos brillaron junto a la lumbrada de la hoguera. Te propuso dulcemente: “Vivo en
una casita muy acogedora y completamente segura en medio de un robledal, en las afueras de Bactriana, cerca
del templo-del-fuego. Por una moneda bactriana de oro, puedes quedarte toda la noche en mi casa, comerte
un trozo de jabalí, beber vino fuerte, probar el jaoma que infunde vigor divino y eleva al hombre hasta Dios, y
también gozar conmigo los placeres del amor.”
— Era mucho mejor que papar frío, Madre, ¿no?
— Lo fue. Se llamaba Pouruchista, igual que la hija de Zaratushtra. La seguiste por un sendero
tenebroso que bordeaba la orilla del río Bactria, atravesaba los robledos y trasponía una aldea cercana a un
fulgurante edificio de piedra, el templo-del-fuego. Te prometió hablarte del templo, de su escuela, de la nación
aria y de Zaratushtra Spitama. Ibas aterido de frío.
— ¡Sí!
— La casa de Pouruchista era pequeña y estaba impregnada de suave fragancia. Te quitaste las
enlodadas botas persas antes de pisar las pieles de oso y de león que cubrían el piso. Pouruchista se despojó
de la túnica y la caperuza y comenzó a desvestirse lentamente. Era de una extraña y rubia perfección: sus
rasgos eran finísimos, la nariz pequeña, los labios encarnados y los pechos de protuberante firmeza. “¿Cómo
he de llamarte, extranjero? —preguntó ella, mirándote a los ojos. “Me llamo Extranjero —le respondiste
porque siempre has favorecido ese nombre.”
— Deliraría yo de tan bella ella.
152
— Llegaron el baño, la cena y las caricias. Le diste una moneda de oro de la bolsa de piel de camello
que llevabas bajo la túnica, atada a la cintura. Pouruchista guardó la moneda en un cofre de madera e instruyó
a una vieja sirvienta que atizara la hoguera y lavase tu ropa. Completamente desnuda, te convidó a meterte con
ella en una pequeña alberca de galena empotrada en el piso, junto a la hoguera. Te desvestiste y te metiste en
el agua cálida y perfumada de la vidriosa bañera. La vieja les sirvió vino y le echó leños de sándalo al fuego.
Pouruchista te comenzó a bañar mañosamente. Te frotó la piel de todo el cuerpo y el cráneo con una mezcla
resinosa de hierbas y te suministró una pócima con qué lavarte la boca. Platicó y retozó contigo sorbiendo
vino. Pero habías soportado tanto tiempo la soledad de los caminos que estrechaste enloquecido a la hermosísima
ramera...
— Era de esperase, ¿no?
— Certum est. Te saciaste de carne aderezada con especias y bebiste más vino, contemplando a la
bella Pouruchista desenredarse el largo cabello rubio y perfumarse la blanquísima piel. Luego, le recordaste:
“Prometiste hablarme de los arios y del Profeta.” Pouruchista recostó la cabeza en tu regazo. Habló suavemente,
gozando las caricias que le hacías en los encarnados pezones:
<< Al principio del tiempo, los arios llegaron a Persia provenientes de las tierras heladas donde la vida
se hace imposible. Vivían dispersos, dominados por la ignorancia y temerosos de un recóndito mundo
subterráneo. Adoraban a la bóveda celeste, y les hacían sacrificios al sol, a la luna, a la tierra, al fuego, al agua
y a los vientos; algunos reverenciaban los fantasmas de los muertos y otros espíritus de su propia invención,
pensando que éstos los podían perseguir y dañar, a los cuales creían apaciguar ofreciéndoles sacrificios
sangrientos.
>> Zaratushtra, cuyo nombre significa “el de complexión rubia y tez blanca”, desechó los ritos, se
rebeló contra los sacrificios y buscó al verdadero ser dentro de sí mismo. Su padre, Pourushaspâ, era
comerciante de camellos en Azerbaiyán y su madre, Dogdo, era una mujer de Rai. A pesar de la humilde
familia que tuvo, desde niño, Zaratushtra Spitama supo cuál era su destino. Esto ocurrió siete mil inviernos
atrás.
>> A los veinte años, harto ya de los embustes de unos hombres y de la idiocia de los demás, Zaratushtra
Spitama se retiró a meditar en las soledades del monte Al-Boarz. Durante diez años, rehuyó a los hombres que
153
La Fuga
le obnubilaban el pensamiento con gritos de fe. A los treinta años, recibió la Revelación Divina en la cima el
monte Sabalán, cerca del lago Urumia.
>> Un puñado de arios mantiene la tradición. Los otros persas han vuelto a la barbarie. Todo tiene
principio y fin: ¡Hasta yo fui una vez virgen y ruborosa!
>> Me he criado dentro de la escuela zoroastriana. Mi padre es el velador del Fuego Sagrado que
arde en la urna del templo-del-fuego. He leído incontables veces las Santas Avestas y las Santas Gâtâs. Pero
soy una meretriz, indigna de revelar el Sagrado Mensaje. Al indagar, me empujas a la herejía. No debes decirle
a nadie que escuchaste la Historia Sagrada de labios de una puta.
>> Zaratushtra había vivido absorto en el éxtasis Divino. Había perdido conciencia del mundo porque
estaba embebecido en la realidad infinita. Ahu, el ser absoluto que lo abarca todo se le había revelado al
Profeta. De todos los hombres que han vivido, únicamente Zaratushtra ha conocido el haurvatat, la felicidad
completa y perfecta, y sólo él ha alcanzado el ameretat, la inmortalidad infinita.
>> Más tarde, Zaratushtra volvió a la morada del hombre común a enseñarnos las palabras de Dios y
las de los ángeles. Hay un ángel que vela por cada hombre, mujer o niño: son parte de la Creación. Durante
diez años, Zaratushtra explicó cómo la vida y la materia evolucionan del estado inferior al superior, donde es
posible alcanzar el conocimiento de la unidad de la vida. Proclamó que la autoridad divina inspira las convicciones
sobre el bien y el mal. Sin embargo, durante esos diez años, tuvo sólo un discípulo, su primo Maidhyoimaonha,
cuyo nombre mi padre lleva con orgullo.
>> Al cabo, Zaratushtra convirtió al príncipe Vishtaspa obrando una resurrección. Con el apoyo de
Vishtaspa, liberó a los arios de las creencias dispersas de las tribus y los pueblos, dándoles un Dios universal:
Ahura-Mazda. Ahura significa el que da la vida, y Mazda, el que todo lo sabe.
>> Zaratushtra mandó a que los arios abandonasen la vida nómada y sembrasen los campos. Les dijo:
“La tierra le habla a quien la cultiva, al labrador que rompe el suelo cubriéndose de polvo, no al que pide sus
frutos por las casas y las chozas o los toma por la fuerza.” Dividió la población de Ariana en cuatro grupos:
sacerdotes, guerreros, agricultores y artesanos. Dispuso que se conservase siempre vivo el Fuego Sagrado en
los templos, sin adorar la llama, sino la Luz del fuego y la del sol, que representan a Mazda, el Omnisciente.
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>> Te habré de despachar al templo-del-fuego en cuanto se congreguen de nuevo los zoroastrianos.
Habrás de oír al Zaratushtro-tema, el que es como Zaratushtra. Ahora, concluiré la historia del Profeta y no
harás más preguntas esta noche.
>> De los cuarenta a los setenta años, Zaratushtra Spitama predicó por toda Persia. Mandó a construir
muchos templos-del-fuego. Llegó hasta Bactriana y Existan, al Este de Persia. Finalmente, sus adversarios lo
asesinaron en el templo-del-fuego de Balkh. Se cree que Zaratushtra dejó tres gérmenes en un lago de Seistán
para que, cada tres mil años, una moza que se bañe en él conciba otro profeta que luche contra el mal.>>
— Pouruchista se perfumó con esencia de rosas blancas, se tendió encima de ti y te enseñó el arte de
besar. En su ventana, viste levantarse tres días y caer tres noches. No querías desperezarte de la mirada
centellante ni de la voluptuosidad devoradora de aquella mujer. Pospusiste todos tus proyectos por gozar de
los deleites que te proporcionaba en el ameno ambiente de la casita. Mascaste tallos de jaoma, cuyo jugo te
producía una agradable bruma en la cabeza: embrollabas los sonidos, perdías hondura de visión, entremezclabas
los olores, tenías entorpecido el tacto y enajenado el paladar. A veces, tus miembros parecían ser de espuma
y veías arracimarse estrellas en el techo de la casa. Al cabo de los tres días que duró la borrasca invernal,
despejadas ya las nieblas del jaoma, quisiste saber más del Profeta.
— No me sorprende.
— La hermosísima aria sabía mucho más. Te habló de un demonio con que Arimán mandó a tentar a
Zaratushtra, el cual el Profeta repulsó con oraciones a Ahura-Mazda. Cuando le preguntaste si creía tal cosa,
te respondió: “Deja las cosas de la fe en manos de los sabios, Extranjero. Yo soy puta. Me gusta echar madera
de sándalo en la hoguera y rociarla con perfume, como hacen en el templo-del-fuego. Cuando tertulio, hablo
bien de la religión que profesan los demás, porque la incredulidad es el peor pecado y la irreligión es la
destructora de la civilización. Acepto íntegramente el zoroastrismo ante todos, pero jamás revelo lo que me
dice el corazón por temor a equivocarme.”
— ¿Y de su persona qué me dijo, Madre?
— Te refirió que su padre la aborrecía por indecente. Se confesó contigo por considerarte compasivo
y forastero.
— ¿Cómo dijo?
155
La Fuga
— Con gran sinceridad, confesó: “Muchas veces me maldigo avergonzada, pero me recupero pronto
al considerar lo que sería soportar el hambre y la dura carestía. ¡Pobre de mí si me hubiese casado con un
labrador o un comerciante! Y si me arrimara a un hombre rico por escapar de la escasez, como no falta quien
me haya aconsejado, seguiría siendo puta ante mí misma... y además, me aburriría. Hace mucho tiempo, en
Persia se asesinaba a las rameras por corrompidas. Ahora, cualquier mujer de fina apariencia puede elevarse
ante los ojos de la población, prostituyéndose. Durante los miles de años de religión, se decretaba la muerte de
los pederastas, los asesinos o los que entierran a los muertos. Hoy, nadie se avergüenza de los amores
contranaturales, ya sean sodomitas, lésbicos o bestiales. Como Ahura-Mazda jamás monta en cólera por los
pecados, me siento desconcertada: no sé si vivo en el reino de Arimán, en el de Ahura-Mazda ó en algún lugar
innombrado. Sólo sé que el prostíbulo puede ser un pudridero ó un paraíso... aunque jamás al mismo tiempo.
— Sabia mujer.
— Cuando le pediste que te hablara de las proezas del Profeta, Pouruchista rompió a reír, apuró una
copa de vino y te dijo: “El mismísimo Arimán lo hostigó una vez, pero Zaratushtra le partió la sesera al Príncipe
de las Tinieblas con un canto que le dio Ahura-Mazda. ¿Qué te parece? En otra ocasión, Arimán se le acercó
a Zaratushtra en son de paz y le prometió el reino del mundo a cambio de su lealtad, pero el Profeta rechazó
al Rector del Mundo Bajo.
— ¡Admirable fábula!
— También tú reíste con ella de las hablillas que trastornan a los hombres.
— ¿Terminó allí la historia de Zaratushtra?
— No. Aquella noche, se oyó un retintín de metales y sonidos de pisadas. Echaste una ojeada por la
ventana. Varios hombres jóvenes y curtidos, de noble porte, andaban hacia el templo-del-fuego, que estaba a
tiro de piedra de la casa. “Son arios de la India —te advirtió Pouruchista. Vienen a escuchar al Zaratushtro-
tema. Vete al templo-del-fuego.”
Antes de salir, le entregaste otras tres monedas de oro a Pouruchista, pidiéndole que, en tu ausencia,
no buscase a otro hombre. Te dio su palabra y la creíste.
— ¿Juzgué bien?
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En el Templo-del-Fuego
— ¡Noooo! Aún hacía mucho frío y el viento silbaba por todas partes. El templo consistía del atrio
rodeado de columnas y una sombría estructura de piedra donde viven los sacerdotes. Los hombres aguardaban
silenciosamente en el atrio, en torno a la hoguera. Cuando entrabas, se abrió repentinamente la puerta de una
pequeña casa ubicada en el último peldaño de la escalinata de piedra; de ella salieron tres sacerdotes: a los dos
que llevaban antorchas prendidas los seguía un viejo enjuto de carnes y larga melena blanca. En la anochecida,
el anciano se detuvo cerca de ti, a tres peldaños del vestíbulo. Su complexión era pálida y sus ojos muy viejos.
Era el venerado Zaratushtro-tema. Con expresión profunda, quebró los pensamientos de todos en clarísimo y
bien matizado Pahlavi:
“Me escuchan los selectos que moran entre pueblos de piel negruzca y sin dios. Mis palabras dimanan
de las Santas Avestas y las Santas Gâtâs, el legado zoroastriano escrito en doce mil pieles de bueyes con tinta
de oro.
“El Santo Zaratushtra es el Juez Supremo del tribunal de Ahura-Mazda. Cuando llegue el momento de
cruzar el puente del Chinvad para salvar el río de metal hirviente, el hombre justo habrá de alcanzar la Casa de
los Cantos, la morada del Espíritu Santo y la Verdad en la eterna presencia de Ahura-Mazda. Pero si el día del
juicio las acciones malas pesan más que las buenas, el pecador habrá de caer a la abrasadora corriente del
Chinvad, que lo habrá de arrastrar a la Casa de la Mentira. Y aquél que ha vivido en dudas y elucubraciones,
como quien haya realizado igual número de acciones buenas como malas, habrá de ir a morar a la Casa Mixta
por toda la eternidad, porque todo hombre debe comprometerse en este mundo si no quiere ser excluido de
la felicidad venidera.”
De imprevisto, el anciano dio media vuelta y regresó a la vivienda de los religiosos. Ambos sacerdotes
permanecieron en el atrio, recogiendo ofrendas para el templo. Uno de ellos, Maidhyoimaonha, juraba: “Así
como Gaya Maretán fue el primer hombre, Saoshyant será el último. Saoshyant habrá de señalar ante el
tribunal de Ahura-Mazda las buenas y las malas obras de los hombres.”
Cada joven ario echó una moneda de oro a los pies del sacerdote rubio, ejecutó una reverencia y salió
del templo-del-fuego. Tú aguardaste a que los otros se dispersaran antes de abordar a Maidhyoimaonha. “He
oído tus rezos por la Ruta de la Seda —le revelaste. Me llamo Extranjero y vengo del confín occidental de
157
La Fuga
Persia. Quiero aprender los pronunciamientos de Zaratushtra y la procedencia de los pueblos que creen en
Ahura-Mazda. Traigo ideas sin nombres en la mente.”
Maidhyoimaonha solicitó una moneda de oro antes de permitirte ingresar a la casa del templo-del-
fuego. Al entrar, Maidhyoimaonha se tocó la frente, los labios y el pecho con los dedos de la mano derecha,
articulando las palabras humata, los buenos pensamientos, hucala, las buenas palabras, y huarshta, las
buenas obras. “Humata, hucala, huarshta —repetiste, remedando los movimientos del sacerdote.”
Maidhyoimaonha se acomodó junto a ti sobre pieles de animales extendidas cerca de una hoguera.
“En tres palabras —te dijo—, humata, hucala, huarshta, podemos resumir la doctrina de las Santas Gâtâs. En
el mundo hay Bien y hay Mal como hay blanco y hay negro, luz y tinieblas. El deterioro, la miseria y la
infelicidad del hombre proceden del
Espíritu del Mal, Angra-Maiñu, llamado Arimán, el gemelo opositor de Spenta-Maiñu, el Espíritu del
Bien, todo bondad y sabiduría. Al principio de la vida, ambos se aferraron al nacimiento el Espíritu de la
Verdad y el de la Maldad. Ni sus palabras, ni sus pensamientos, ni sus actos, ni sus enseñanzas, ni sus seres,
ni sus almas podrán estar jamás de acuerdo. Spenta-Maiñu es el atributo divino de Ahura-Mazda y Angra-
Maiñu es su contrario.
Le preguntaste al sacerdote si el Mal y el Bien tienen un mismo origen y te respondió que eran
hermanos. Según Maidhyoimaonha, después de la Creación, vino el primer período de existencia espiritual,
seguido por el segundo, de existencia material, o sea, cuando los hombres poblaron la tierra. Pero al comenzar
el tercer período de tres mil años, Arimán había inventado un sinnúmero de calamidades, enfermedades,
preocupaciones, criaturas dañinas y a la misma muerte; con ellas, le disputó a Ahura-Mazda la lealtad de los
hombres y se alzó con la supremacía del mundo. El cuarto período de tres mil años comenzó con la venida al
mundo de Zaratushtra anunciado la victoria de la Verdad y la Luz y la aparición de Saoshyant, el prometido
que habrá de liberar a los muertos de la trampa de Arimán el día de la Resurrección para conducirlos al Reino
de los Cielos.
158
Observabas la refulgencia de las llamas en los epígrafes de las paredes. No era aquella hoguera el
renombrado Fuego. El Fuego Sagrado ardía en la urna de un aposento solitario, cuya entrada les estaba
vedada a todos. Antes de pasar a rociar la estancia del Fuego Sagrado con perfume y a colocar maderos de
sándalo en la hoguera, los sacerdotes se cubrían la cara con un velo y las manos con guantes.
Tras las culebreantes huellas de la fumarada, te sorprendió el gran parecido de Pouruchista con su
padre. “El fuego es la fuente de la vida —te explicó solemnemente
Maidhyoimaonha. La llama abrasa el cuerpo de los animales y las plantas. ¿Acaso no prenden las
ramas secas cuando se frotan? Lo inanimado, al igual que lo animado, evoluciona de lo bajo, akem, a lo alto,
vahyo. El hombre anda de lo perecedero a lo que jamás puede morir. Ahura existe por Sí mismo y es el dador
de la vida. Mazda posee la inteligencia todopoderosa. Saoshyant habrá de rescatar a los hombres de sus
propias lágrimas para a conducirlos al Reino de los Cielos.”
El Sumo Sacerdote
Maidhyoimaonha te anunció que, para reunirte con el Zaratushtro-tema, era menester permanecer en
soledad absoluta durante tres días. Te mandó a meditar por campos dormidos entre hayas, fresnos y sicomoros
en el bosquecillo que entorna al templo-del-fuego. Por las noches, dormías sobre unas pieles de bueyes cerca
de la hoguera, sin hablar con nadie. También tuviste que ayunar.
Durante los tres días y las tres noches, convocaste disquisiciones por la floresta y la orilla del río
Bactria. Consideraste pasadas dudas y opiniones y formulaste antiguos pensamientos que te habían resultado
anteriormente intraducibles a las palabras. Además, descubriste oculta en tu corazón una impetuosa tendencia
a la ruptura y la facción. Te esforzaste por entender el mundo caótico que te rodeaba a la nueva luz de la lucha
entre los gemelos opositores: Spenta-Maiñu, fuente de vida, bien y belleza, que mantiene el orden armonioso
del universo; Angra-Maiñu, promotor del caos, el desorden, la muerte, la destrucción, el engaño y el desacuerdo.
“En la contienda de entrambos, la vida cambia y progresa —conjeturabas.”
Al cuarto día, el Zaratushtro-tema te mandó a buscar. El anciano de larga cabellera blanca te invitó a
sentarte a su lado. Te aseguró que las fuerzas espirituales gemelas emanan del infinito. Ahura-Mazda, el Ser
Absoluto, era el creador del Tiempo, del Espacio y de todo cuanto ellos abarcan. El viejo sacerdote de
159
La Fuga
cabellos como la nieve y ojos de diáfano azul te dijo que si abandonas el mal de tu propia naturaleza hallarás
el Cielo tanto en esta vida como en la venidera.
Quisiste saber cómo se produjeron los hombres al principio del tiempo. “Ahura-Mazda —te instruyó—
creó a Gaya Maretán. Pero Arimán acosó a este primer hombre con necesidades, sufrimientos, hambre y
enfermedades hasta que, finalmente, le produjo la muerte. Del cuerpo de Gaya Maretán surgió la primera
pareja, Mashia y Mashioi, los antecesores de la humanidad: a pesar de haber vivido aturdidos por Arimán
durante mucho tiempo, Mashia y Mashioi engendraron siete parejas que modelaron a su vez las siete razas de
hombres.”
Y te habló del origen de Zaratushtra Spitama: “Concluido el tercer período de existencia, cuando
Arimán había regido el mundo tres mil años, Ahura-Mazda dirigió un rayo de Gloria Celestial sobre el vientre
de una noble doncella. La moza se desposó con un sacerdote que había recibido un ángel mientras sorbía el
jugo del jaoma. El rayo celestial y el ángel se unieron durante la cópula y el Santo Zaratushtra comenzó a
existir...” A ti te lo habían contado antes de otra manera. Indagaste sobre la muerte de Zaratushtra. “El Profeta
no ha muerto: vivió más de cien años entre los hombres; luego, ascendió al Cielo con el destello de un rayo.”
El Zaratushtro-tema te encaminó hacia el bosquecillo. Te mostró las casas de Bactriana, diciéndote
sosegadamente: “El designio de Zaratushtra y de quienes somos como él es salvar a la humanidad por medio
de un rey poderoso que imponga la Sagrada Ley de Ahura-Mazda y los obligue a todos a seguirla.”
Cuando lo rindió el cansancio, el Sumo Sacerdote regresó al templo-del-fuego arrastrando sus viejos
pies. Hambriento y extenuado como estabas, te dirigiste a la indulgente morada de Pouruchista. Encontraste a
la bella aria en el patio de la casa y te apresuraste a meterla adentro. Pouruchista te bañó y perfumó, te dio de
comer y beber y se tendió desnuda sobre una piel de león cuantas veces se lo pediste.
Durante otros tres días, mientras aguardabas la partida de la caravana, disfrutaste con Pouruchista las
delicias del bien recompensado amor y los placeres de la buena conversación.
— Me imagino que jamás me arrepentí de tal cosa.
160
El Indo
— ¡Gran verdad, hijo mío!
A pesar de haber tenido que abonar altos gravámenes, los comerciantes de la caravana, hábiles en el
arte de sobornar y corromper recaudadores en todas las naciones, lucían la radiante sonrisa de la utilidad.
Habías disipado tus beneficios en brazos de Pouruchista, en la escuela zoroastriana ó en socorros a los
pordioseros de Bactriana; para negociar, no llevabas más que un poco de turquesa y algunos retoños de
jaoma.
Los caravaneros habían resuelto ir a los valles del río Indo a comprar seda. Los asesoraban unos
hombres de piel oscura que los habían tentado con historietas de grandiosas retribuciones para el trueque en
una localidad algo misteriosa y poco conocida. Trabaste amistad con los hombres negruzcos. Por ellos supiste
que los hombres se diferencian unos de otros por sus actos, no por sus palabras.
Contrariamente a los persas, los pobladores del Punjab no adoraban a un Ser Supremo. Creían que
sus actos los podían librar de incalculables reencarnaciones y de las inagotables penas que éstas conllevan.
Conforme a cuanto te refirieron, cada individuo tiene un patrimonio llamado karma; el hombre es el
descendiente, el heredero, el padre y el esclavo de su karma: el karma distingue al hombre superior del inferior.
La primavera alcanzó a la caravana poco después que ésta salió de Bactriana. Mientras los hombres
serpeaban lentamente con sus bestias por las cuestas del alto Indo, rumbo a las tierras productoras de pimienta
y seda, la templanza se volvió estío. Ante tus ojos maravillados, surgían valles surcados por corrientes como
hebras brillantes que se despeñaban culebreando desde las serranías hacia el horizonte.
Los mercaderes no hallaron las comarcas productoras de especias y tejidos en los lindes de los valles.
Los guías indios estaban desencaminados. A medida que la caravana deambulaba sin rumbo, buscando focos
de comercio, los días fogosos quemaban la hierba menuda y se bebían el agua del suelo, dejando cisuras en la
tierra y fango en los lechos de los riachuelos.
Un día de irradiación exasperante culminó con la aparición de negras nubes tronadoras en la cuenca
donde la caravana se había detenido. Destellos brillantísimos precedieron a unos poderosísimos truenos que
cimbreaban hombres y animales de igual modo. Entonces, los nubarrones se rompieron en torrentes sobre
161
La Fuga
todos los horizontes de aquel paraje. Llovió toda la noche y el río anegó el valle. Antes que amaneciera, la
crecida arrastró hombres, bestias y hasta trozos de árboles; entremezclados al zumbido de la corriente,
escuchabas los gritos de seres conducidos a finales insospechados por la fuerza del fluido.
Los perros arañaban nerviosamente la corteza de los árboles, chillando y temblequeando con el retumbo
de la tempestad; durante la rociada, aullaban en torno a sus amos, quienes no sabían tampoco por dónde
escapar. Cuando las aguas comenzaron a subir, los atolondrados perros se prendían a las ramas de arboletes
arrancados de raíz que se deslizaban girando en el curso del agua.
Lograste alcanzar la horqueta de un tronco que flotaba. No supiste si algunos de los otros se habían
mantenido a flote en la impetuosa corriente. Aquellos que viste, se hundían en los enormes rizos de las voltizas
aguas. “¿Por qué se han abierto las compuertas del cielo y han azuzado contra nosotros a este monstruo
líquido?” te preguntabas.
Arrasando con cuanto topaba a su paso, arremolinándose algunas veces bajo el sol como una serpiente
luminosa de múltiples anillas, el río rasgoneó el valle en su corrida, deshaciéndose por los saltos y las piedras,
arrojando espumas al aire. Todo el lluvioso día, te sostuviste precariamente en el tronco, convertido ya en una
isleta flotante de breñas, ramas y hierbas. Recluido en el zumbido de la corriente, perdiendo ánimo y vigor,
imaginabas a cada momento tu propia muerte entre las babas del aluvión.
Finalmente, el río dilató su cauce en la amplitud de la llanura y dispersó su poder. Flotaste lentamente
entre cáñamos y cenagales a capricho del agua amarronada. Rodeado de rumores misteriosos provenientes
de celajes selváticos, oíste muchas veces el rugido del tigre y los chillidos de pájaros carroñeros durante el día
y la noche.
Cuando las aguas escaparon en ondas vaporosas o se retiraron al cauce del río absortas por la tierra,
te quedaste varado en un pantano atestado de insectos. A gatas, lograste escapar del ardoroso sol y de los
moscones que te torturaban. Rendido por el cansancio y la calentura inficionada por las charcas pestilentes,
tocaste suelo seco y alcanzaste la sombra de un moral, bajo el cual te pareció que el alma pujaba por escapársete.
No podías pensar ni sentir el mundo que te encerraba: el ojo de tu mente veía la entrada de una oscura
caverna, a la que te sentías empujado suavemente...
162
Urvashi
Oíste finalmente una voz dulce preguntar tu nombre en un lenguaje afín al Pahlavi: “¿Nama, nama?”
Abriste los ojos y te encontraste con dos pupilas azabachadas que te contemplaban entre mariposas blanquecinas
que, en su vuelo, gayaban el cielo en torno a ti. Las palabras brotaban de unos labios carnosos, cuya sonrisa
mostraba una dentadura perfecta y blanca como los jazmines de Persia. “Hombre: semejas a la luna pálida que
se desgasta cuando pasan las noches” susurró la voz.
Asistido por la apuesta mujer erguida detrás de la voz, te lograste incorporar. Apoyándote en ella,
diste algunos pasos bajo el moral, aspirando el suave olor a magnolias que emanaba de su piel morena.
Ansiabas revivir a la alegre mañana para verla mejor.
Tras espigas goteantes de rocío, aparecieron campos de cultivo y una aldea tendida entre frutales. Te
dejaste conducir a una choza, pensando: “Sea cual sea Su nombre, Dios quiere que viva”. La garbosa mujer
te metió en su cabaña. Te acostó en una cama de paja y te lavó cuidadosamente el cuerpo magullado. Era
suave el contacto de su piel. Espiabas por momentos su lustroso pelo negro y sus grandes y brillantes ojos.
— ¿Nama? —le preguntaste, asiéndole delicadamente la mano.
— Me llamo Urvashi —te respondió, pronunciando clara y lentamente las palabras para que pudieses
entenderla. Y tú, ¿tienes nombre?
— Soy Extranjero. Vengo de una tierra lejana en la ruta del poniente.
— No sé del poniente.
— ¿Dónde estoy?
— Estás en el Punjab, a medio camino entre las junglas y las montañas de nieves perpetuas.
Ni la fiebre ni la palidez cedieron durante varios días. Ideas diluidas en sueños te cruzaban por los ojos
rumbo al olvido. Transpirabas y te parecía estar naciendo del sudor de Ahura-Mazda.
Urvashi te procuró alimento y te curó las heridas. Cuando despertabas temblando de fiebre en la
noche, sentías su mano acariciarte la frente y hallabas sus ojos fulgurando entre los rayos de luna que se
filtraban por las hendiduras de la choza. Algunas veces, la oíste cantar mientras colgaba de las paredes diademas
de flores que embalsamaban el ambiente.
163
La Fuga
Cuando te recuperaste del morbo del pantano, Urvashi te mostró la aldea y te presentó ante los pocos
que quedaban en ella. Adivinaste hallarte en una tierra escasamente poblada, donde la vida humana tenía un
gran valor.
— Vivo sola —te había dicho ella— porque mi marido descuidó mi casa para irse a la guerra con
gente arrogante.
— ¿Vive aún? —te apresuraste a preguntar.
— Para mí ha muerto. Cuando se fue, lo miré como se mira a un hombre cualquiera. Había hecho la
desgraciada amistad de un tonto... ¡Pero eso ya terminó!
— Comprendo —musitaste. Y te dejaste decir: “Eres muy linda, Urvashi”.
— Me encanta gustarte —te reveló ella sencillamente.
Caminaron hasta la orilla del río y se sentaron a la sombra de un árbol frondoso. Urvashi habló
cándidamente, con su cabello revuelto por la brisa que rizaba el agua mansa: “Cuando te hallé cerca de las
aguas que fluyen al mar como los días que no han de volver, supe que venías a mí de la esencia misma.” El río,
los árboles y el cielo se borraron de tus ojos. Palpitándote el corazón, te acercaste a la mujer y aspiraste la
fragancia de su seno. Urvashi se tumbó y alzó el vestido para cubrir el rubor de sus mejillas. Con labios
temblorosos, le besaste los firmes pezones y la savia del amor brotó entre los lindos muslos. Penetraste la
rosada carne y revolviste locamente la negra pelambre... Y los suspiros y el deleite de entrambos atestiguaron
que eran amantes.
Extranjero se habituó a la aldea, a la casa, a la pieza, a la cama y a la mujer. Te sentías dichoso en el
embrujo de aquellos ojos negros, escuchando a Urvashi revelar sentimientos de amor: “Si me quieres, ¿para
qué desear el Cielo? Y si no me quieres, ¿de qué me sirve el Cielo?
Te prendiste de los atardeceres rojos y las mañanas doradas del Punjab. Aprendiste a querer al río
que crecía y menguaba todos los años entre beteles trepadores del color escarlata de los labios de tu amante.
Compartiste con los hombres del lugarejo sin nombre arduas y peligrosas jornadas en los bosques lejanos que
paren duros maderos. Le disputaste finas pieles al corazón de la selva. Trocaste la choza abandonada de
Urvashi en la casa más altiva y firme de aquella orilla del río. Cuando te echabas con ella en el lecho y
escuchabas las gotas de lluvia repiquetear inofensivamente en el reciente entechado, te complacías calladamente
de tu obra.
164
Por las tierras vecinas a la aldea donde nadie tiene tesoros escondidos, unas mariposas blancas,
rayadas de negro al margen de las alas anteriores, nacen justo cuando brota la hoja tierna del moral. Durante
el único día de su vida voladora, las mariposas se acoplan y dejan para su propagación cientos de huevecillos
grises y azulados.
— Hay gran orden en el mundo —le advertiste a Urvashi.
— Si observas la naturaleza, habrás de entender tu propia vida —te respondió ella cándidamente.
— Es bueno saber...
— Guárdate del gozo de saber: los tontos sin remedio viven orgullosos de lo mucho que saben.
— Creo que tienes razón, Urvashi.
— Conoce primero tu ignorancia.
Por Urvashi, aprendiste la crianza de los gusanos que producen la seda. Juntos, recogían hojas de
moral cargadas con huevezuelos de mariposas blancas y las guardaban en lugares frescos, cerca del río, para
que no avivasen hasta haber juntado muchas. En tanto, preparaban trabas de cañamazo y hojas de moral
donde las miles de orugas negras y voraces, nacidas el mismo día, se habrían de cebar y crecer hasta mudar la
piel y adquirir el color blanco de las mariposas. Una vez que las orugas habían elaborado su capullo con un hilo
continuo, convirtiéndose en crisálidas, las ponían al sol para matar el gusano. Finalmente, cosechaban las
hebras de seda y las llevaban a los mercados.
Urvashi descendía de los invasores persas que se llamaban a sí mismos jarasast o “hijos del sol” y
también de un pueblo antiquísimo de sacrificadores de caballos del Punjab. Todos los años, antes de recolectar
la seda, te ibas con ella por las explanadas del levante hasta el pie de la Montaña del Incienso. Los hombres y
mujeres de tez oscura que poblaban aquella región les llevaban obsequios de tejidos, frutas y granos a los
oficiantes del Sacrificio del Caballo. Según la creencia de aquellas razas, el año es la esencia misma del
Sacrificio del Caballo. A la tradición se le antoja identificar las piezas del animal con las partes del Universo.
“Este rito es antiquísimo —te explicó Urvashi—: apareció antes que el hambre tuviese cuerpo, antes que la
boca tuviese voz.
A la salida del sol, se sacrificaba un caballo que había corrido libremente durante un año. A medida
que dividían el animal, los oficiantes proponían siempre que la cabeza significa la aurora, el ojo el sol, el aliento
165
La Fuga
el viento, el vapor de la boca el fuego, el lomo la bóveda celeste, el vientre la tierra, los pelos los árboles, y los
miembros las estaciones del año con sus días y sus noches.
— Conciben un universo dentro de otro —comentaste la primera vez que presenciaste la inmolación.
— Según los entendidos —te respondió Urvashi, inalterable—, el mucho meditar sobre el concierto
del universo te puede conducir al âtman, que es la esencia de la vida. Conforme a cuanto dicen, el que
adquiere tal conocimiento no desea nada de la vida porque se convierte él mismo en âtman y supera el ciclo de
las infinitas muertes y los interminables nacimientos.
— ¿Crees en tales ciclos, Urvashi?
— Como no poseo el âtman, sólo puedo afirmar que toda vida parece tener su final.
— ¿Has buscado explicaciones para estas cosas dentro de ti misma alguna vez?
— Rara vez me planteo lo incomprensible, Extranjero. Me parece, sin embargo, que los tontos no
disciernen fácilmente lo que es y gastan sus vidas buscando cuanto no existe. Jamás he sentido holgura ni
provecho andando sobre los pasos de los otros ni me agrada hacer eco de lo que afirman.
— ¿En qué crees, pues?
— Creo que, como el tiempo no parece tener fin, algún día se habrá de entender lo que pienso... o
quizás no. ¿Ves? No tengo seguridad de lo que creo ni la deseo tampoco.
— ¿Qué intención tendría Dios al crearte? —exclamaste, riendo, y no le volviste a hablar de lo
incomprensible a la mujer.
En cuatro ocasiones, acudiste a la Montaña del Incienso a presenciar el Sacrificio del Caballo. Durante
cuatro años, dormiste trenzado a Urvashi, entremezclando respiros apasionados. Hacías el amor con implacable
delirio: un día, Urvashi advirtió que la simiente tuya germinaba en su vientre.
— ¡Estoy preñada con el hijo de Extranjero! —exclamó alborozada ante las mujeres de la aldea sin
nombre.
Te regocijaste. Inevitablemente, al tercer día de haberse anunciado el estado de Urvashi, arribó a la
aldea un mensajero. El nuncio había cruzado las tórridas junglas del Sur y el mismísimo Indo crecido con un
aviso para Urvashi. Habló en privado con ella.
Se marchó el emisario. Urvashi había empalidecido. La radiante felicidad se había fugado de su mirada.
Aquella tarde anubarrada, la hallaste sentada junto a la orilla del río.
166
— ¿Qué te ha ocurrido? —le preguntaste.
— He estado escuchando al río —te respondió ella, agobiada por la idea que la agitaba tras su mirada
de sombra.
— Todo el día, según me cuentan.
— He preguntado muchas cosas. El río lo sabe todo y jamás miente.
— Al menos ya sé en qué crees, Urvashi.
— Hace tiempo, cuando me sentía desamparada y afligida, el río me habló de un extraño que habría
de venir a engendrar en mí un ser excepcional. Al tercer día, te depositó en la ribera donde te encontré.
— Dime, ¿qué ocurre?
— Mi marido no murió en la guerra ni se escabulló, como sospechaba. Por el contrario, ha adquirido
riquezas: es dueño de un palacio, posee muchos campos de cultivo y tiene criados. Dentro de dos días, vendrá
por mí un cortejo de sirvientes a acompañarme a su mansión del Sur. Hasta me ha enviado palabras de amor...
— ¡Qué desastre! —exclamaste, estremecido.
— Es el destino, según dice el río.
— Mejor que nos vayamos de aquí rápidamente, Urvashi —le propusiste resueltamente.
— ¿Dónde llevaríamos a tu hijo? —te preguntó ella, llena de cordura.
— No lo sé.
— El río ha presagiado que tu simiente habrá de colmar de dicha y de orgullo el porvenir de mi marido.
— El río está equivocado.
— Es inútil porfiar con el río: somos esclavos de nuestro karma. Se ha cumplido otro ciclo de tu vida:
¡compréndelo!
— A mí no me asesora ningún río.
— Porque no entiendes el lenguaje de su curso.
— ¿Y qué voy a hacer sin ti?
— Cuando me haya ido, desearás regresar a tu tierra natal.
— Pero, ¿qué será de ti?
— El río dice que mi hijo me hará feliz.
— Entonces, entre tú y el río lo tienen todo resuelto.
167
La Fuga
— Iré a encontrarme con los criados de mi marido lejos de aquí, porque es mejor que no oigan
chismes en la aldea. Cuando los vecinos te pregunten dónde estoy, diles que la mano de la muerte surgió de la
selva en forma de serpiente y me llevó al Gran Absoluto. Diles también que incineraste mi cuerpo a la orilla del
río.
Antes que amaneciera, Urvashi abandonó la casa restaurada. Llevaba puesto el vestido de seda roja
que le habías visto tejer durante mucho tiempo. Silenciosamente, atravesó el caserío y desapareció por los
senderos que llevan al cruce del Indo y van al sur.
Con los últimos oropeles de la tarde, Urvashi se unió a sus sirvientes en la margen opuesta del río. Los
lacayos se apresuraron a subirla en andas y a indagar su voluntad. Pronto, la linda Urvashi se perdió en las
sombras del anochecer, sin volver la vista atrás, sabiendo tal vez que tú espiabas en la lejanía.
El Río
Con el albor de la mañana siguiente, partiste de la aldea sin nombre, llevándote tus pocas pertenencias.
Te hubiese gustado despedirte de los niños que te llamaban bhratar —hermano— cuando jugaban contigo, y
de las mujeres que cantan cuando tejen, y de los hombres con quienes había compartido los riesgos de la
selva. Antes de partir por los senderos del norte, te detuviste a contemplar por última vez aquel trozo del río
que se perdía en los tonos azules del día. Acariciabas la trenza de pelo azabache que Urvashi te había entregado
antes de marchar. En tu mente, repercutían las palabras de la mujer que te había salvado de la muerte para
cultivar tu semilla: “El fin de la vida es vivirla y la mejor sabiduría obra en la dicha”.
Desde que el Indo te había echado en aquella ribera, habías vivido sin considerar el más allá. Como
Urvashi, habías resuelto que el alma es un deseo y el âtman una patraña. Comprendiste que la gente de la aldea
sin nombre jamás hablaba de inmortalidad o reencarnaciones porque sospechaba que la fe es una aberración;
hasta los vagabundos que llegaban al poblado a mendigar el sustento proclamaban que no hay Dios, ni Cielo,
ni Infierno, ni Reencarnación, ni Mundo, y que los Textos Sagrados son obras de necios, ilusión y falsedad.
El lecho del Indo se había dilatado con las lluvias y los deshielos en los picos de las montañas llamadas
“Casa de las Nieves”. Le reprochaste al río:
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— ¡Si los mercaderes que me trajeron al Punjab hubiesen conocido este fenómeno natural, que no es
asunto de demonios ni de dioses, estarían vivos!
— Un Creador increado ó una causa sin origen no se prestan bien al entendimiento humano —te
satisfizo el Indo. El Universo ha existido siempre y sus variaciones se deben a los poderes de la Naturaleza.
— Estoy solo y vuelvo a sentir sed de saber: ¿me quieres socorrer?
— No quieras resolver los acertijos del Universo, Extranjero —gruñó el Indo—: elige otros deseos.
Por los Senderos de la Cordillera
Bordeaste el Indo durante muchos días, sin oír más que la voz de tus propios pensamientos. Rastreaste
las veredas de la margen del río en busca de algún puesto donde se detuviesen las caravanas. Indagaste por las
aldeas y te señalaron la ruta a un centro de canje en la vecindad de la Montaña del Incienso.
La plaza de trueque que buscabas estaba casi desierta. Los traficantes sin ocupación te dijeron que el
comercio llevaba interrumpido cinco años a causa de la guerra en el sur. Nadie deseaba ir a la zona de
conflicto. Solamente los kshatrias —o militares—, volvían con despojos para cambiar por dinero, ropa o
cebada. Decidiste regresar a Bactriana por los senderos de las montañas. Era el camino más largo y tortuoso,
pero el más seguro en aquellos tiempos.
Te desplazaste de aldea en aldea entre labriegos y pastores veneradores de serpientes. Te quedabas
donde te recibían y fraternizabas con quienes te acogían. Canjeaste por posada y alimento la turquesa que se
había librado de las fauces del Indo cuatro años atrás. Vendiste bien el jaoma seco que habías guardado.
Los moradores de las villas hincadas en los valles de las montañas se fragmentan en castas. Todos
creen descender de una desmembrada divinidad llamada Purusha: los más negros, llamados sudras o sirvientes,
creen descender de los pies; los artesanos, campesinos y mercaderes, o vaisias, gente de tez oscura sin ser
totalmente negros, dicen proceder de los muslos; los guerreros de piel bronceada o kshatrias, de los brazos,
y los brahmanes o sacerdotes de origen persa, de la boca. Entre los sudras, los habitantes más pobres de
aquella tierra, y también entre los vaisias menos favorecidos por la fortuna, conociste devotos de un hombre
excepcional que había vivido algún tiempo antes. Al Buda —o Sidarta Gautama según su nombre de parentela—
169
La Fuga
se le presumía ser hijo de rey. Oíste anécdotas de los sueños que la reina madre había tenido antes del
nacimiento del Buda —manifestaciones oníricas que le advertían haber sido impregnada por la emanación de
la sabiduría. Según contaban, la reina había muerto en aquel parto, iluminada por luces celestiales que convocaban
a los reyes de las tierras circundantes a enaltecer y reverenciar al que estaba destinado a ser verdaderamente
grande.
Sidarta había vivido en la reclusión de un hermoso palacio, resguardado de las miserias del mundo.
Había gozado los placeres serenos del estudio, la caza y las artes militares. Su ventura no le había permitido
ver la realidad del mundo durante los primeros veintinueve años de su vida. Se había casado y tenía un hijo.
En el curso de un mismo día, cuando Sidarta recorría los caseríos del feudo paterno, halló en su
camino a un anciano, a un enfermo y a un muerto. Aquella jornada, en la que tomó conciencia de la de vejez
que no respeta a nadie, en la que escuchó los lamentos de un hombre que se podría en vida, y en la que
percibió el olor repulsivo de un cadáver, transformó su vida. Ya Sidarta Gautama no pudo permanecer en la
mansión paterna bebiendo en copas de oro y jineteando distraídamente por los campos y los bosques. Abandonó
su casa y se fue a errar con brahmanes mendicantes. Pasó siete años de abstinencia, tanteando el nirvana —
la obliteración de la realidad humana.
Un día, mientras Sidarta reposaba debajo de una higuera, descubrió que, tal como los placeres que
había conocido antes, las torturas del cuerpo no conducen al nirvana. Aquel renombrado día recibió la revelación
del samsara —la voluntad de vivir—, y acertó el camino que debía seguir para escapar las interminables
muertes y el constante devenir de la vida. Durante más de cuarenta años, hasta que murió, Sidarta Gautama,
llamado el Buda después de la iluminación debajo de la higuera, predicó las cuatro verdades universales: la
verdad del sufrimiento, la verdad de la vida, la verdad del apego a la vida que produce las reencarnaciones, la
verdad de la redención de la voluntad de vivir, y la verdad del nirvana —el final de los renaceres. Buda había
afirmado:
“El nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, la presencia de
lo aborrecido es dolor, la ausencia de lo amado es dolor, malograr lo deseado es dolor. El dolor viene del
deseo de placer, de existir, de poder, que nos remite de un renacimiento a otro”.
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Visitaste templos dedicados a los huesos y a los dientes del Buda. Departiste con eruditos de las
diversas sectas que habían acogido las enseñanzas del Iluminado. Con el tiempo, fuiste asimilando los conceptos
encerrados en los sermones atribuidos al gran hombre:
“Aplaca los deseos: supera la individualidad. Deja de nacer: elévate al nirvana.”
“Nada dura: La llama que arde, nutriéndose de aceite en el candelero, jamás es la misma.
La vida es hueca y efímera, pero la voluntad de vivir, samsara, es eterna. Serenar las pasiones y los
apegos conduce al nirvana, la llama que se extingue cuando agota el aceite del candelero.”
Buda jamás pretendió que un dios hablase por su boca. Sugirió evitar las súplicas a lo incognoscible y
rechazar el culto de seres sobrenaturales. Siempre juzgó inútil la especulación, porque los hombres no pueden
hablar en nombre de dioses mudos. Tampoco autorizó ceremonias, sacramentos ni ritos.
Por los valles de la cordillera, tuviste contactos con monjes budistas. Supiste por ellos que Buda había
comido en las casas de las cortesanas y que había mantenido la paridad del pobre con el rico, y la del recatado
con el enaltecido. El gran descubridor de la vida santa por la que los hijos de familia renuncian al mundo y
eligen la vida errante de los ascetas había dicho:
“Las castas son ríos que se van a unir al mar. El odio cesa por la bondad y el mal por el bien”.
Sidarta Gautama, el Buda, murió de indigestión en un banquete de jabalí. Lo incineraron. Todos sus
seguidores, sin consideraciones de secta, creen que la sabiduría consiste en aplacar los deseos egoístas, la
peor desgracia de la vida.
Los adeptos del Buda enseñaban que la mente es un fantasma que renace. Los veneradores de las
infinitas deidades de la India se asociaban al rayo, al trueno, a la tormenta y al sol. Por toda la cordillera
pululaban los impugnadores y negadores de las creencias, gritando por doquier: “Tanto el necio como el sabio
cesan de existir después de muertos. El hombre es la duda que se duda. No hay esperanza de inmortalidad en
la riqueza, pero, para el pobre, no hay ninguna ilusión, ya sea en esta vida ó en alguna otra”.
Durante los meses que serpenteaste por los senderos de la cordillera, intentaste alcanzar el mando de
los sentidos y de la imaginación. Así huías del recuerdo de Urvashi —la agonía del samsara. Después de
meditar por las montañas, dos realidades quedaron suspendidas en tu mente: si tuvieses que renacer, no
deseabas realizarte en las formas de ser que habías conocido durante tu vida; si no volvieses a vivir, tampoco
171
La Fuga
querías convertirte en la nada de los negadores de las creencias. A pesar de los días y las noches que meditaste
sobre el nirvana, jamás lograste entender si éste es la felicidad perfecta ó el vacío absoluto.
Visitaste templos dedicados a dioses que lo habían emitido todo de sí mismos. Asististe a sus ritos y les
hiciste reverencias a sus estatuas. Te fascinó Agni —el rayo—, e Indra —el trueno y la tormenta—, y Varuna,
el que vigila el mundo a través de su ojo, el sol, y mantiene la ruta de las estrellas —tal como Ahura-Mazda.
En un villorín clavado entre las montañas de nieves perpetuas, oíste hablar de un Eminente Veedor que
mora en el Cielo. A este dios no lo veneraba nadie y su liturgia era extraordinariamente breve. Preguntaste
mucho respecto a la deidad sin nombre por toda la comarca. Viejos, jóvenes, hombres, mujeres, pastores o
artesanos, te respondían de igual forma. Aquellos montañeses conocían un solo proverbio que resumía toda su
certeza:
“Si la voluntad de quien fue antes de la luz y la sombra creó cuanto existe, o no, tan sólo Él lo sabe...
o quizás no”.
La Torre del Silencio
Con el otoño, después de haber zigzagueado por las altas montañas, regresaste a Bactriana. Como
antaño, las muchachas de complexión clara que visten túnicas abiertas en el pecho te sonrieron junto a la fuente
que está en el linde del bosque. El color de sus ojos te recordaba los prados en primavera.
Al cruzar el puente que salva el río Bactria, escudriñaste los robledos, las hayas y los fresnos interpuestos
entre la ciudad y el templo-del-fuego, junto a la casa de Pouruchista. Anhelabas llegar al recodo del río: te
esforzabas en imaginarte a la bella prostituta cinco años después de haberla conocido; te preguntabas si la
rubicunda mujer podría hacerte confundir de nuevo su pequeña casa con un castillo y cualquier charca con la
mar.
Después de haber vivido en el fondo de tu alma, te hallaste inmerso de nuevo en la hediondez de los
camellos y la cursilería del comercio. A excepción de un paño brillante que habías separado para Pouruchista,
vendiste en el caravasar toda la seda que habías llevado del caserío sin nombre —mercadería sumamente
codiciada que te dejó una exorbitante utilidad.
172
Sin esperar nada más de Bactriana, localizaste la vereda junto al Bactria. Encaminaste tus pasos al
bosquecillo que ocultaba el hogar de Pouruchista. Ibas esperanzado en procurarte hospedaje, baños, jaoma,
diálogo y, sobre todo, pasión. Llamaste a Pouruchista varias veces, sin respuesta. Un silencio de miedo flotaba
por los alrededores de la casa. Notaste cierto desaliño en la vivienda. Después de un reservado alto, empujaste
la puerta sin trabar y entraste.
La casa estaba desierta. El fuego de la hoguera se había extinguido sobre los maderos calcinados. No
se aspiraba ya el perfume agradable del pebete. El cofre de cedro taraceado con plata había desaparecido, al
igual que las elegantes cubiertas de los cojines y las alfombras de pieles.
Saliste al descampado. En el templo-del-fuego, preguntaste por Maidhyoimaonha, el padre de
Pouruchista. Le recordaste al envejeciente sacerdote que, cinco años atrás, habías asistido a la escuela
zoroastriana. Maidhyoimaonha no se acordaba de ti. Le preguntaste por el Zaratushtro-tema quien, según te
informó, había muerto hacía tres años. Finalmente, indagaste sobre el paradero de su hija.
— ¿La conocías? —te preguntó tristemente Maidhyoimaonha.
— Me albergó en su casa durante una prolongada ola glacial. Fue ella quien me condujo a la escuela
del templo-del-fuego.
— Murió ayer —te reveló Maidhyoimaonha, con aspereza.
— ¡Por Dios! —se te escapó, estupefacto.
— Humata, hucala, huarshta —oró Maidhyoimaonha, llevándose los dedos a la frente, a la boca y al
pecho.
— Los buenos pensamientos, las buenas palabras y las buenas obras —replicaste, imitándolo.
Se hizo un corto silencio, al cabo del cual le preguntaste tímidamente al sacerdote:
— ¿Cómo murió?
— La despedazó una extraña enfermedad.
— ¡Cielo despiadado! —exclamaste, adolorido.
— No blasfemes, extranjero.
— No; ¡de nada sirve!
— El morbo le fue arrancando la vida. Murió sola y desamparada, desmantelando su casa para poder
comer, olvidada de Dios, de la familia y los amigos, inspirándoles horror a quienes la miraban.
173
La Fuga
— La aterrorizaba la pobreza —comentaste.
— Murió en la más abyecta carestía —añadió el sacerdote.
— Tal vez haya encontrado la salvación en su desventura —especulaste.
— La doctrina de Zaratushtra no dice tal cosa, forastero.
— Entonces la digo yo.
— Eres muy atrevido.
— No albergo más que dudas sobre el Cielo, el Infierno, la Reencarnación, el Nirvana y la Nada.
Antes de volver a su quehacer, Maidhyoimaonha te reveló que el cuerpo de su hija estaba expuesto en
la Torre del Silencio, la cual se hallaba a la vista del templo-del-fuego. Encaminaste tus pasos río-arriba, hacia
la edificación de piedra. La estructura circular sin puertas se halla en la cima de un montículo.
Atarantado, subiste la rampa en espiral hacia la terraza. A pesar de haber sido testigo de ejecuciones,
de haber observado cadáveres descompuestos a la intemperie y huesos de niños esparcidos entre el polvo, no
te sentías preparado para presenciar la muerte de Pouruchista. Los buitres habían rasgado el vientre inflamado
del cadáver. Te acercaste al cuerpo atarazado y fétido que había sido abandonado en la terraza. Nadie había
cerrado aquellos ojos, cuya luz se había opacado.
El día llegaba a su fin. No sería aquel atardecer de caricias y alegre parlería con la radiante viviente.
Las aves de rapiña caían sobre los restos de la muerta, picoteándole la carne, los ojos y las entrañas, disputándose
los mejores bocados de su pútrido cuerpo. La pavorosa escena te arrancó un rezo sin palabras. Rastreaste
con la mirada la bóveda del firmamento —el atuendo de Ahura-Mazda. El ojo de Dios parecía descender
sobre el occidente. Aquella noche, no dormiste. Observaste el reflejo de la luna en un remanso del río hasta el
amanecer. Te parecía una injusticia del Cielo que a Pouruchista le hubiese sido arrebatada la vida. Cuando
sentiste pesada la cabeza de reflexionar, pensaste que tenías vida por delante. Consideraste las palabras de
Urvashi: “La vida es para vivirla y la felicidad es la esencia de la sabiduría.”
El Viejo Filósofo
Al día siguiente, unos mercaderes griegos pasaron por Bactriana. Llevaban muy pocos paños de seda
del norte de la India: la gente de piel oscura ya no criaba los gusanos ni tejía el hilo de las crisálidas porque el
174
país estaba plagado de bandidos. Fuiste a conocer a los comerciantes. Tenían planes de traficar con piedras
preciosas por Persia y luego volver a Grecia. Te enganchaste en la caravana que partiría en pocos días.
Uno de los negociantes era muy viejo. Por las noches, calentaba sus estropeados huesos junto a la
hoguera. Decidió amistarte porque sabías escuchar y podías entender. A grandes rasgos, te refirió sus aventuras
por la India.
— Fui muy al Sur —te dijo—, donde las piedras despiden humo cuando llueve. Al principio,
comerciábamos con seda y zafiros... y al final con armas. Dormíamos entre los parias, como les llaman a los
nativos negros de esas tierras.
—Yo anduve por el Valle del Indo, comerciando con hilos de seda —le contaste. Saqué, más que
nada, experiencias.
— Yo, mientras más conozco la multiplicidad de creencias, más me intereso por las sustancias
universalmente conocidas: el fuego, la tierra, el agua, el aire y los demás cuerpos simples. De haberme quedado
en Grecia, habría llegado a la misma conclusión.
— No lo dudo.
— Estimo que todas las sustancias tienen una materia y que la materia y la forma son la misma cosa: la
materia es el ser en potencia y la forma es el mismo ser.
— ¿Como qué?
— Considera, por ejemplo, una persona cualquiera: por el hecho de la muerte, su materia en potencia
es el cadáver.
— La gente no te entiende porque tus palabras llevan muy singular significado. Ayer vi un cadáver, o
materia con potencial, sin posibilidad de volver a ser la bella mujer que había sido.
— Todo cuanto puede ser supone el acto en sí, Extranjero. Jamás le atribuimos movimiento a las
cosas que no existen, ¿no es cierto?
— Espero que no.
— Todo cuanto no existe es inteligible, pero no se mueve. Solamente existen los objetos que pueden
existir en potencia; o, si prefieres: entre las cosas que no existen, algunas existen en potencia, aunque realmente
no existen por no existir en acto. Y a esto, Extranjero, le llamamos entelequia. Le llamamos visible, por
175
La Fuga
ejemplo, tanto a lo que vemos realmente como a cuanto puede ser visto. La división, sin embargo, se prolonga
hasta el infinito: existe en potencia, puede existir. El tránsito de lo que puede existir a lo que realmente existe es
la realización de la voluntad sin trabas.
— ¿Como el hombre que se le sube a la mujer a hacer un hijo?
— Así mismo es. El hombre, por ejemplo, es anterior al niño y a la esperma porque ya tiene la forma.
La materia es una potencia porque puede recibir forma. El ser propiamente dicho es lo verdadero; el no-ser,
lo falso. Por consiguiente, está en la verdad quien cree que lo blanco es blanco y que lo negro es negro; pero
se equivoca quien piense lo contrario. El ser es la existencia determinada y el no-ser la existencia indeterminada.
— Yo ya sabía la diferencia entre lo que es y lo que no es.
— No obstante, Extranjero, la verdad es siempre el concepto que se tiene de los seres: no puede
haber, pues, falsedad ni error, sino ignorancia.
— Eso lo entiendo mejor.
El Mar Interior
Los especuladores eligieron la ruta de terrenos salinos donde el aire de la estepa es denso. Iban
animados por fábulas de caudalosos filones de piedras preciosas en supuestos yacimientos cercanos a un mar
interior. Saludaste por última vez a las muchachas que estregan la ropa entre los junquillos del río y les sonríen
a los hombres que llegan en las caravanas. Desde una elevación del camino, te llevaste el recuerdo de la ciudad
encubierta por frondosidades en ambas riberas del río, que parecía una mancha en el horizonte.
Por los senderos que llevan al mar interior, hallaron tribus nómadas. Erraban estas razas con sus
animales por los estanques cenagosos y las malezas grisáceas, naciendo y muriendo lejos de los hombres de
las ciudades que usan fajas en la cintura y pantalones amplios y deciden por asesinato quién les habrá de
imponer tributos a labriegos y buhoneros. Aquellos nómadas conocían de oídas al rey del mundo infernal de
Persia: para ellos, Arimán era el progenitor de las serpientes, las plagas, el invierno y la oscuridad. Recorriendo
mesetas frías en invierno y sofocantes en verano, comerciabas con los clanes que iban apareciendo.
Los perros se habituaron muy pronto a comer asados de culebras, lagartos y volatería. Encaminaban
los hombres a la caza y los prevenían de los grandes gatos amarillentos del desierto que caen rugiendo sobre
176
las bestias y los hombres en la noche. Cuando alguna perra estaba en celo, le cubrían el sexo con una correa
de cuero. Frustraban así las galanterías de los perros de las aldeas que intentaban montarlas. Los pretendientes
caninos terminaban por retirarse adoloridos.
El viejo filósofo andaba de día sobre los lomos de una mula. Por las noches, se sentaba silenciosamente
a la orilla del mar, contemplando el reflejo de la luna en el agua. Inesperadamente, te preguntó una vez:
— ¿Crees que las charcas se hinchen con la luna como hace el mar?
— A decir verdad, jamás he considerado tal cosa —le respondiste, extrañado.
— La filosofía es una ciencia de principios porque es una ciencia de esencias. La ciencia del filósofo es
la ciencia del ser. Hay un principio en los seres respecto al cual no se puede incurrir en error: no es posible que
una cosa sea y no sea al mismo tiempo. Por lo tanto, es imposible que el agua se hinche y no se hinche a la vez
con la luna, ya sea en el mar o en una charca.
— Dices bien —lo animaste a dialogar.
— Hay quienes afirman que el hombre es la medida de todas las cosas, lo cual significa que las cosas
son tales como a cada uno le parecen. Pero de ser las cosas como le parecen a cualquiera resulta que una
misma cosa es y no es a la vez. Si a mí me parece que la charca crece con la luna y a ti no, el agua de la charca
—de ser el hombre la medida de todas las cosas— se hincharía y no se hincharía al mismo tiempo.
— Indiscutiblemente.
— Buscamos los principios y las causas de las esencias. Los objetos que no pueden tener una existencia
separada de la esencia, tales como lo no-blanco o lo no-recto, no son seres, sino cualidades y movimientos.
Los seres que pueden existir por sí mismos son las causas de todas las cosas.
— Muy bien.
— Por tal, las esencias son los primeros seres y, si todos ellos son perecederos, todos los seres son
perecederos. Pero el Tiempo es eterno, o no habría antes y después.
— ¿Qué es el Tiempo, pues?
— Tal vez el tiempo sea un modo del movimiento... pero me estoy elevando a la especulación al
decirlo... El movimiento también es eterno... Es fácil comprender que algunas cosas mueven y otras resultan
movidas, ¿no es cierto?
177
La Fuga
— Eso sí.
— Por lo tanto, el ser que mueve sin ser movido por otro ser es la Esencia Pura. Lo deseable y lo
inteligible, que son idénticos, mueven sin ser movidos. Dios es el acto mismo de la inteligencia.
— ¿Me estás hablando de Dios, griego?
— Me refiero a una Esencia Eterna, inmóvil y distinta de los objetos sensibles, que no tiene extensión
porque no tiene partes y que es indivisible. Esta Esencia no admite alteraciones ni modificaciones porque
todos los movimientos le son posteriores.
— ¿Puede existir tal Esencia?
— Así me parece.
Después de mucho andar por planicies y terrenos yermos de la orilla del mar interior, la caravana llegó
a los confines de Persia. Los cabecillas griegos proclamaron que acamparían allí hasta enriquecer.
Los habitantes del fin del mundo eran apocados y muy pobres. Sin embargo, los griegos obtuvieron de
ellos monedas y piedras preciosas por medio del trueque. Tal como a los mercaderes persas que se había
tragado el Indo, los movía una voluptuosidad incontrolable de riquezas. Por mucho oro y plata que obtuviesen,
se lamentaban continuamente de los días sin lucro. Más que nada en la vida, valoran los intercambios provechosos
para sí, jurándoles a quienes comercian con ellos que les hacían un gran beneficio ejerciendo el tráfico. Por
costumbre, elevaban el precio de los artículos que portaban al extremo que la necesidad ajena pudiera costear.
Eran despiadados con el desconocedor, al que le llaman bratar antes de estafarlo. Aunque se hallasen exánimes
al final de una ardua jornada, la esperanza de utilidad los impulsaba al regateo hasta lograr alguna ventaja.
Los mercaderes no podían soportar las pláticas del filósofo. El razonamiento abstracto, entendido
como una aberración de la inteligencia por todos ellos, los ponía de muy mal humor. Despreciaban también la
religión y los preceptos morales de los arios; repudiaban, muy en particular, la adherencia a la verdad, porque,
al decir suyo, es un vicio fatal para el comercio y la prosperidad del mundo.
Tú recolectabas anécdotas de Yema y Yemi, el primer hombre y la primera mujer. Por las orillas
septentrionales del mar interior, oíste hablar de Yima. Según la tradición, Ahura-Mazda en persona (o espíritu)
había prevenido a Yima contra un invierno que devastaría la tierra; le había dado instrucciones celestiales para
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que construyese una estancia donde salvaguardar semillas, animales y los antecesores de los hombres que
habrían de colonizar el mundo después de la catástrofe.
Agotada finalmente la fuente de piedras preciosas, albergando expectativas de enormes ganancias en
Grecia, los mercaderes quisieron regresar rápidamente. Y así, al año de haber partido de Bactriana, la caravana
comercial puso rumbo al sol poniente por penosos pasos entre las mesetas negras cubiertas por pantanos de
limo viscoso donde las tierras, húmedas en invierno, se cubren de una capa cristalina de sal al romper el
verano.
Una noche, poco después de haber dejado atrás el mar interior, los perros se mostraron muy inquietos.
Sin motivo aparente, se pasaron toda la noche ladrando. Los mercaderes decían que los perros habían
enloquecido. Sin embargo, al amanecer, la tierra empezó a zarandearse y enloquecieron los griegos. De los
picos de las sierras se desprendían grandes y pequeños pedruscos que rodaban por las laderas de las montañas
hasta la planicie. Murieron aplastados varios camellos y tres griegos. Por un buen rato, el suelo no cesó de
menearse. Desesperados, los mercaderes invocaron dioses, hicieron promesas, lloraron y temblaron mucho.
Finalmente, consultaron al viejo filósofo, quien afirmó que era la naturaleza.
Sosegada la naturaleza, pasó el peligro. Los mercaderes lloraron, mucho más que a sus compañeros,
la pérdida de los camellos y la carga. Tú recogiste del desastre lapislázuli, joyas y paños de seda canjeados en
el borde del mundo. Como andabas tan incómodo con la imprevista carga, en una aldea envuelta por grandes
frondosidades, canjeaste un collar de oro y un cuchillo por un pollino y una bellísima virgen. Habías aprendido
que es mejor tener mujer en casa que revolcarse con las mujeres codiciosas de oro en las cámaras de los
templos persas y de vecinos.
Pasaron otras dos estaciones. Marchabas con tu asno y tu mancebita tras un sol que moría en ascuas
cada tarde para luego resurgir por tus espaldas. Un día, divisaste el Eufrates en la distancia. Le dijiste al viejo
filósofo:
— Ya entiendo el desorden de la mente, Filósofo.
— Luego el viaje te ha hecho bien —observó el viejo.
179
La Fuga
— Hace ocho años, cuando tenía diecisiete, partí de la casa de mis padres con un desmedido afán de
ver el mundo. Dondequiera que he estado, he descubierto imágenes de dioses con historias pavorosas, he
observado furiosos ritos inflamados con fe y mentiras, y he oído interminables disputas sobre deidades mudas
en boca de hombres muy ignorantes. Aprendí que los dioses permanecen impávidos en las estatuas, en las
tallas, en las estelas, en las esculturas y en los monumentos mientras los hombres enloquecen inventando la
verdad.
— Entonces has obtenido grandes beneficios de la experiencia —proclamó.
— Los creyentes me habían hablado de diosas vírgenes que conciben y dan a la luz hijos sin padre, de
pastores guiados por las estrellas a la cuna de los dioses, de pueblos escogidos sobre los demás por un dios
verdadero, de profetas que oyen la voz de Dios, de seres excepcionales que han escapado de la ilusión de la
vida hacia la esencia... Después de haberlos escuchado, me siento en la increencia. Estoy persuadido de que
la gente está dispuesta a creer cualquier cosa a fin de obviar su miedo en el caos que llamamos alma.
— La poesía es agradable de por sí —otorgó el viejo.
— Me parece que, en su corazón, todo hombre siente horror de que la vida se disuelva en el tiempo.
— También a mí me lo parece, Extranjero.
— No tengo más que opiniones, Filósofo, tal como antes de salir de casa.
— Ni yo. Pero no desatiendas la especulación y la lógica porque ambas son mejores que la sabiduría
de los más listos y la de los más torpes.
— Algunas veces, me dan deseos de ponerme a predicar que soy de raza celestial.
— Cuidado con lo que dices, Extranjero. Para los hombres, no hay nada como la Semilla Celestial.
¡No los hagas inventar otra quimera!
Como la maja se empezaba a hinchar con tu simiente, te adelantaste a la caravana por el camino de la
casa de tus padres. Jamás fuiste un buen negociante, a pesar de los ejemplos de los mercaderes persas y
griegos. La fortuna, sin embargo, te sonrió porque quiso.
180
Fatum
Cuando los cierres de mis ojos se desplegaron en la claridad, mi madre ya no estaba. Tal vez se
hubiese ido a apuntar mi nombre en la rueda de los retornos mientras yo tomaba una nueva conciencia de
existir. Antes de partir, me había recordado la convocatoria final del reclutador enviado por la fábrica de
armamentos. También había prometido volver pronto.
La retahíla de apariciones durante la noche, si bien fue agradable, me pareció lenta, interminable. Ni
Pouruchista, ni Urvashi, ni la doncellita del bosque me parecieron gente conocida. ¡No, no pintaban a ninguna
pasión en la rueda de los retornos! ¡Se retiene tan poco! En el chorro de la ducha, logré desprenderme tanto
de la carga pesada de pensamientos como de las imágenes de los canónigos estrambóticos y los dioses
muertos que habían estado asomando en la crónica toda la noche.
“¡Qué imprudencia sería contarle esto a nadie!” emití dentro de mí mismo. Los manicomios están
repletos de gente que sostiene esta suerte de cosas. De saberlo, por ejemplo, el representante barbudo de la
fábrica de armamentos, no me colocaría.
Me puse la camisa blanca. Al pasar la corbata escarlata que me había regalado Maya por el cuello,
sentí cierta extrañeza: no estaba habituado a aquella elegancia. Pese a mis dudas, la anudé en corazón, como
Isidoro me había enseñado en la Antilia. Reflexioné sobre la manera que me había adaptado a la vulgaridad de
mi estancia: la pintura de las paredes estaba muy desvaída y no había ni un cuadro. Maduré que no había
tenido tiempo de sentir repugnancia porque me pasaba los días estudiando en la biblioteca y los fines de
semana en Mimi. Durante tres años, aquel tabuco había sido un mero tumbadero, una ducha y un retrete.
¡Puá! ¿Me estaría volviendo exigente?
Una vez vestido, descorrí el cerrojo, empujé furtivamente la puerta —los goznes chirriaban— y bajé
sin hacer ruido. ¡Guarda! No anduve fuera de camino al suponer que la gordita estaría en son de holgarse.
Arrebatada por un rejo peculiar, se había sentado en los maderos del portal a fumar; esperaba, lista a entrar en
bureo con alguien. El ocio es la madre de todos los vicios. Su tedio me causó cierta inquietud. Errando
discitur. Le era menester una escoba a aquella muchacha. La saludé cortésmente: por la rapidez del gesto,
comprendió que tenía prisa.
181
La Fuga
Me fui directamente al salón donde el patrón en potencia nos hablaría a los interesados sobre el
quehacer de su empresa. Nos recibió una mujer de mediana edad, excepcionalmente bella —a pesar del
escobillón platinado que su profesión le sugería ponerse en la cabeza. Sus rasgos eran dulcísimos y hasta las
pequeñas patas de gallina en los esquineros de los brillantísimos ojos azules y grandes la adornaban bien. El
porte airoso y las mociones decididas de la bella avisaban que era una persona importante en la sección de
reclutamiento. Dextra data, nos brindó café y unas rosquillas dulces, demasiado empalagosas para mi sabor.
Estatura, piernas, senos, brazos, cara, labios, nariz... todo era a mi gusto. Imposible saber tan pronto con
quién estaría ella enganchada. Nos puso en las manos un folleto con imágenes a colores de proyectiles guiados,
colimadores y transmisores. Nadie puede olvidar los deseos violentos: de ahí mi amor a los cuchillos.
Al rato, apareció el míster que me había entrevistado ya durante cinco minutos un par de semanas
atrás. Era un experimentado ingeniero cuya barba, como torrente de azogue, le caía en el pecho. Nos pasó
sensores y otros semiconductores capaces de cambiar de resistencia y capacidad con variaciones de temperatura,
luz y presión. Miramos circuitos estabilizadores y carapachos de lanzadores de todo tipo de proyectiles. Al
mediodía, nos llevaron a todos a comer a un restaurante cercano. Ya sentados, trasluciendo un atisbo elocuente
a la vez que marcaba un grácil pliegue en su primorosa frente, la hermosa mujer desató la lengua: nos explicó,
sin ambages, que la empresa funcionaba en obediencia al dinero que gastaba el gobierno. Yo me sentí
animadísimo ante la posibilidad de trabajar en el complejo industrial que gana guerras. Nemo solus satis
sapit.
Al final del día, me despedí de aquellos señores, llevándome una oferta de trabajo. Dada mi procedencia,
tendría que someterme a una inspección de mi pasado por los servicios de inteligencia de Disney. La bella se
encargaría de hacer las gestiones. Le había dado todos mis datos, aunque no la verdad —Jacques, filium
monachi et Veneris, illustris formosus adulescentulus, domo profugum, in Disneyem pervenit. Consideré
muy remota la posibilidad de que pudiesen asociarme a algún esqueleto, ya fuese en el fondo del mar, en el
islote o en el cementerio —Primo, in insulas Caribbeas patrem et filium in magno periculo fuerunt. ¡Bah,
quizás no les importase tampoco! En unos días, podría comenzar de asistente en el laboratorio de energía.
Bastaba con que me presentara en la planta. No sabía qué hacían exactamente en el laboratorio de energía,
pero les dije que estaba encantado.
182
Ibi egressi, anduve lentamente hasta la casa de dos plantas donde vivía. Al llegar, noté un grupo de
vecinos ad colloquium frente a los peldaños del portal. En tres años, jamás había visto a nadie converger
frente a ninguna casa del vecindario. Algunos de ellos estaban agitados. Una señora se desprendió del grupo
diciendo que había que llamar a los bomberos. La raza que poblaba Disney entonces era inteligente y equilibrada.
Llamaron a los socorristas y se apartaron para darles paso.
Noté el humo que salía por debajo de la entrada. “¡Ah, coño!” prorrumpí. Detrás del humo, se dejaba
ver alguna llama por el quicio de la jamba. Resultaba ya arriesgado acercarse al umbral de la entrada —a
veces, el aire súper-caldeado hace saltar las puertas o dispara los vidrios. Predije que no iba a pasar la noche
debajo de aquel techo ni mi abrigo gris, obsequio del Padre Catarella, taparía más frío, ni la maleta trabajada
por Isidoro viajaría otra vez. ¡Menos mal que la bolsa con el dinero, los documentos y la libreta de apuntes
estaban en el banco!
Ambas salidas de la casa ardían. La puerta del pasillo del segundo piso se abrió con un trallazo.
Apareció un hombre desnudo en el balcón, seguido por un voluminoso y desembanastado cuerpo femenil.
“He’s toasted!” gritó alguien desde la acera. Pero se equivocaba, no estaba quemado: ¡era negro! El tipo se
lanzó a la rama de un árbol cercano con gran naturalidad, poniéndose a salvo. Amistosamente, animaba a la
obesa propietaria a que lo siguiera. La gorda se quedó junto a la barandilla de la terraza, chillando en traje de
Eva, con la cara desencajada de miedo.
En pocos minutos, llegaron los bomberos. Tres de ellos armaron rápidamente una cama elástica dentro
de un aro. Se posicionaron debajo del balcón e instaron a la gorda a saltar. Postquam hoc audivi, me
parecieron superlativamente dedicados y valientes aquellos héroes. Ella no se atrevió a lanzarse hasta que las
llamas comenzaron a lamerle las grosuras. Cuando lo hizo, se llevó a tierra a los tres bomberos, quienes no
pudieron resistir el momento de gravitación.
Para entonces, las llamas subían al cielo desde el techo y algunos maderos calcinados se empezaban
a desprender de la armazón del inmueble. Con brasas en los ojos, la gorda acusó al amante de haber prendido
el cigarrillo fatal de marihuana. Él adujo —con los ojos vidriosos y cierta temeridad— que, en su lujuria, ella lo
había retenido muy aplastado, sin permitirle salir a extinguir el incendio.
La policía nos mandó a alejarnos a todos. Las vecinas habían estado examinando al negro discretamente,
con un curiosísimo escrúpulo; algunas afectaban un cierto ademán de espanto. A la gorda no la miraba nadie
183
La Fuga
más que para asustarse o compadecerse. Los bomberos rociaban con agua las casas adyacentes para contener
el fuego. Yo me había quedado sin ropa.
El banco no abriría hasta el día siguiente. Estaba sin techo, ropa ni dinero. Volví sobre mis pasos.
Esperé el aviso de cierre en la biblioteca del edificio donde había cursado mis estudios. Poco antes de
la media noche, ordenaron la evacuación por los portavoces. Permanecí oculto, tras unos anaqueles cargados
de libros, hasta que se extinguieron las luces. Aguardé los últimos movimientos de cerrojos para que mi
pernoctar no fuese comentado. La suerte produce percances existenciales que duran siempre.
Entre una oscuridad de mazmorra y un silencio de monasterio cartujo, tanteé el camino hasta la butaca
del encargado y me acomodé en ella. En el salón donde me hallaba en aquel momento, tenía jurisdicción el no-
ser. Pensé que lo mejor era dormitar.
Antes de eclipsar la mirada, la estampa translúcida de mi madre se dibujó frente a mis ojos. Ni por
pensamiento la esperaba tan pronto.
— Salve, Mater!
— ¿Cómo van las cosas, Jacques?
— Tengo empleo y se me quemó la ropa.
— Lo sé. Dies diei discipulus.
— Tum, bene res se habet?
— Sí, todo va en acuerdo a tu destino.
— Tengo hambre. ¿Me puedes traer un poco de ambrosia del Cielo?
— Nullo modo. Pero si abres el cajón del buró, hallarás el bocadillo que olvidó el encargado. Bene
comede!
— Gracias, Madre. Dos preguntas: ¿Por qué hablamos en Latín? ¿Es esa la lengua del Olimpo?
— ¡Claro que no! No hay idioma oficial en el Cielo. Esas son majaderías tuyas y de Isidoro.
— ¡Ahora caigo de la burra abajo!
— Quien no sabe de verdades y de mentiras conoce bien la ignorancia.
— ¿Has venido a hacerme compañía, Madre?
— No. He venido a presentarte las dos alternativas que esta vida te ofrece.
184
— ¿Dos nada más?
— Dos. Y deberás decidir mañana cuando sacudas la pereza de los miembros.
— ¿Lo puedo echar a suerte?
— ¡No! Debe de ser un acto de volición: se trata de tu existencia. Cualquier camino que elijas, te
llevará al mismo fin: serás un viejo cascarrabias. Así escojas cual prefieras, en algunos momentos de tu vida,
sentirás nostalgia por el que sorteaste.
— O sea que nunca estaré totalmente satisfecho de mi vida.
— Ése es el destino de todos los mortales.
— Me lo había imaginado.
— Tampoco los semidioses están exentos de la vejez y de la muerte, pero siempre estaré de tu lado
con buenos consejos.
— ¿Me recomendarás uno de esos dos caminos, Madre?
— No. Cuando llegues a la estación de autobuses, encontrarás solamente dos coches. Irás hasta la
última parada del que desees abordar. El destino de uno de ellos es una ciudad muy lejana cuyo nombre
empieza con una “D”, que para ti significa “Dextra”. El otro también recorrerá un enorme trayecto hasta otra
ciudad cuyo nombre empieza con una “S”, que para ti significa “Sinistra”.
— Entiendo.
— He aquí el primer camino al resto de tu existencia, Jacques:
185
La Fuga
Via Dextra
Al bajarte del autobús, hallarás una casa de huéspedes. Alójate en ella porque, en ese preciso lugar,
conocerás un día a una chica excepcional.
Busca empleo pero no te comprometas más que con tu trabajo. Evita a las cazadoras de hombre que
hormiguean por los negocios: son utilitarias y mentirosas. Es tan falsa su apariencia como su carácter. Le darás
gracias al Cielo por evitártelas. Observarás que los malos hombres buscan a las malas mujeres como las
abejas a las flores, porque son propensos y bien merecidos los unos de los otros.
En aquel tiempo, tus relaciones con mujeres disimuladoras serán casi inocentes y muy aburridas. Las
más apasionadas serán las más sinceras —en el momento. “¡Mejor el ímpetu de las ardientes solapadas!”
precisarás, pensando en le cocuage. Pero te apartarás prudentemente de todas porque esperas algo mejor.
No hagas amigos entre tus colegas porque son aprovechados, borrachos y traicioneros. Cómprate la
guitarra que mejor te suene y aprende a tocarla: en su compañía, habrás de pasar muy buenos ratos.
El espíritu no vive del alimento, como el cuerpo, ni lo excreta. El soplo de Dios se llena de ideas y
produce reflexiones. Algunas veces, tal como le ocurre al físico, el espíritu necesita descansar: dormita cuando
te sea menester.
Tu chica llegará. En cuanto la veas sabrás quién es. Sin ser instruida, es inteligente; sin ser seductora,
es atractiva; sin ser gazmoña, es buena; sin ser despampanante, es naturalmente garrida y encantadora. Cupido
lanzará sus sagitas y ambos caerán heridos. No le faltarán a la bella pretendientes paralelos, pero te preferirá
a ti porque ese es el destino que la favorece. Las cosas más simples la harán feliz: una caminata a la orilla del
lago, una conversación bajo la luna llena, unos besos a ocultas, una excursión a una ciudad vecina, unos
momentos en el mirador de una montaña, unas pisadas a la orilla del mar... La buscarás en cada momento y
descubrirás que el tiempo con ella es el mejor.
Te casarás con tu virgen, Lavinia, de pelo azabache y ojos celestes... y ella contigo. Soplarás las alas
de su dicha... y ellas las de la tuya. Comprobarás que el amor vale el doble en plena posesión de la amada. Un
avión os llevará a Mickey y a sus playas erizadas de cocoteros. Con tu patrimonio, comprarás una acogedora
casa en un barrio seguro y placentero; en tu morada, habrás de compartir con tu compañera los goces del
186
espíritu y del cuerpo. La cama tendida, el amor bien hecho, la casa limpia, la cena servida, los adorados niños
bien cuidados. No sufrirás golpes de la vida porque la felicidad te lo impedirá.
No tratarás a los envidiosos, que siempre se sienten burlados, o a las aves de rapiña, siempre
escarnecidas: el destino de ambos es conocer sólo de oídas a la felicidad, como si fuera un sueño, y sentirse
marchitar entre las sombras. No preguntes por qué porque ese entendimiento es privativo de los dioses. Jamás
te apiadarás del homúnculo porque la piedad no es característica de tu naturaleza... ¡y basta!
Como es de esperarse, el paraíso estará plagado de gente inferior, fanfarrona, egoísta, ladrona,
defraudadora y muy creyente. Componen mentiras y, a veces, se las encajan en el magín unos a otros. Te
resignarás a sufrir sus existencias tanto como puedas. Si te conviene abonar su estupidez en favor de la paz,
hazlo. El discutir con alienados es locura. Cuando te parezca, los mandarás al diablo con todas sus inconmovibles
razones porque los semidioses sois poco tolerantes.
El paraíso no estará exento de problemas. Una vez establecidos los mejores en él, crearán riquezas
que ambicionarán las razas del color del fango y del petróleo. La turba sudorosa mugirá, gesticulará, producirá
varios estilos de muecas y gritará en los lugares públicos. El dinero público se hará objeto de robo en boca de
acusadores y sinvergüenzas. Los sectores viles de las ciudades se llenarán de vagos pedigüeños.
Las leyes del poderoso Disney, escritas para gente sana, sufrirán absurdas variaciones a favor de la
gentuza. Se destruirán con mentiras las inconvenientes verdades de la ciencia. Poco a poco, la antigua raza se
convertirá en una enfermiza y desvergonzada plebe, firme creyente en las vaciedades que le roban el sentido.
Hasta de la Antilia enemiga llegarán limosneros y descarados llorando su miseria. La cristiana enseñanza
llamará a Disney a la ruina. Un mayúsculo ingenio de disparates lo trasnombrará todo: a la pereza se le llamará
contingible necesidad, el descaro será un derecho, la justicia una vil errata. Los términos razonables no gobernarán
ya el juicio de nadie. La fértil nonada será la madre de enclenques intelectos y cuerpos postrados. El hipócrita
será el nuevo justo.
Tú vivirás en paz con todos. Tus días serán discípulos de los anteriores. Serás feliz contigo mismo y
con tu Lavinia. De entrambos nacerán retoños que enseñarás a ser individuos. Visitarás a Isidoro, a Dido y a
los gemelos en la Isla de Pozos y ellos a ti en Mickey. Conservarás la amistad de Maya, Joe y Helga. Tus
maestros silentes serán los libros.
187
La Fuga
Una vez, cometerás un noble acto de violencia. Como aparentas ser pacífico, todos pensarán que lo
eres —más que nadie, tu Lavinia. Por justicia, te vendrá en pensamiento ser fiscal, juez y ejecutor de tres
asesinos. No lo harás por amor al riesgo ni por satisfacer las ideas grises que acosan algunas veces a los
mortales. Consumado el acto, continuarás siendo limpio de pensamiento, sin reincidir jamás en el auto desagravio.
Tres hermanos, criminales que figuraron entre los homicidas de tus abuelos y sirvieron de falsos
testigos en el juicio de tu tío Héctor, aparecerán en Mickey cuando la acuciante necesidad en la malograda
Antilia se les vuelva insoportable. ¡Bazofia humana despreciada de Marte! No habrás olvidado sus caras
simiescas porque los viste de peones en la finca de tu abuelo cuando eras niño. Los criminales no te reconocerán
porque habrás cambiado. Tú recordarás sus palabras jactanciosas a raíz de los asesinatos, tal como las
reportara Creusa en sus cartas. Optarás por la justicia: les quitarás la codiciada dulce vida. Se puede confundir
fácilmente una ejecución por mano desconocida con un crimen sin motivo u otras mil posibilidades.
Tu pistola semiautomática es legal. Será locura utilizarla porque echa afuera los casquillos de las balas
con su marca impresa en el fulminante; también el plomo lleva las marcas internas del cañón, que son identificables.
Por tal, adquirirás un revólver de desconocida ascendencia y una caja de balas en una de esas exhibiciones de
armas, tan apreciadas en la cultura disneya. El revólver guarda los casquillos en la masa. Eres meticuloso. Una
vez usado, antes de echarlo al mar, rectificarás con una lima redonda el interior del cañón para estorbar
cualquier atentado de identificación por plomo disparado. Con tu industria, fabricarás un silenciador en el
garaje de tu casa; cuando enrosque a perfección y a gusto, te irás a los pantanos a probarlo.
Seguirás a la estirpe infame hasta el decaído inmueble donde vive. Por el nombre en el buzón, sabrás
el número del apartamento que ocupan. Una noche de lluvia, con capa de agua y caperuza, entrarás al
desvencijado edificio. Aflojarás la bombilla del estrecho pasillo la cual, si bien no se robará toda la claridad del
corredor, lo dejará al débil lustre del farol de la calle. Sobrevendrá una santa oscuridad. Será tiempo de
cuaresma y los vientos de toda clase harán danzar en la pared del pasillo claros y oscuros al vaivén de ramas
y hojas.
Extraerás el revólver de la bolsa de plástico en que lo transportas para que no recoja fibras de tu ropa
o de los asientos y la alfombra del auto. Tus manos estarán cubiertas con guantes de goma. Echando atrás el
martillo del revólver, tocarás a la puerta con la mano libre. Sabes que hay cuatro adentro y que, a pesar de la
188
sorpresa, no debes derrochar los segundos. ¡No, no habrán de levantar el vuelo estas palomas cuando se les
eche encima el gavilán que les trae la muerte!
Abrirá uno de ellos. Con la puerta a medio camino, le partirás el corazón en forma real con un plomo
hueco, de los que se esparcen al golpear el hueso y la carne. Caerá sin exhalar suspiro, como el arbusto que
la ventisca arranca y empuja por el suelo. Su alma volará despavorida al carajo y al infierno, arrastrando el
fardo canallesco de haber muerto a los mejores con sus muchas calumnias.
El campo estará libre. Te ampara la deidad del amor vuelta justiciera. Entrarás al tugurio en plena
posesión de tu persona. Escudriñarás el pequeño apartamento: dos asesinos están sentados a la mesa. Le
romperás el cráneo a uno de un balazo, casi a quemarropa. El bocón de estropeada fama bajará al abismo
antes de caer sobre la tabla, con un pequeño hueco rojo en la frente y uno grande en la mollera. Junto al alma
sucia, se fugarán por la desgarrada herida los sesos sanguinolentos, ya sin pensamientos.
El más feo de todos, semejante a algún galeote de Mons Chacha, abrirá desmesuradamente los ojos
al verte, deformando las negras cejas y alzando la pelambre encrespada de su mala testa. Estará vencido por
la cobardía, no dispuesto a vender cara su vida... como tu abuelo. ¡Falso testigo! Le cruzarás un plomo de la
boca a la nuca sin que articule un grito. Quedará enganchado en su silla, anegando el piso de sangre roja y
espesa.
La mujer sale del baño. El ruido suscitado por las caídas de los cuerpos le ha picado la curiosidad.
¡Fisgoneo fatal! Empalidecerá al verte con el revólver humeante en la diestra. Te mirará espantada. Le dirás
despacio los nombres de tus abuelos y tu tío antes de alojarle una bala en el corazón.
Antes de marchar, advertirás por la mudanza de colores en los cuerpos inermes que la espantosa
sombra de la muerte cobija ya a los ajusticiados. Sigue lloviendo. Meterás el arma en la bolsa plástica de
nuevo. Cerrarás la puerta tras de ti con la mano zurda para evitar dejar alguna presunta mancha de pólvora. Ya
las moscas, libadoras de sangre, se han posado en los cadáveres. Enroscarás la bombilla del corredor. Saldrás
silenciosamente. Tu auto está lejos. Andarás lentamente bajo el aguacero, dejando que los goterones arrastren
cualquier vestigio de pólvora o crúor de la capa de agua y de tus guantes. Antes de entrar al automóvil, te
quitarás la aguadera, invirtiéndola; enrollarás en ella la bolsa con el arma, los guantes y la caperuza, y lo
pondrás todo en la boca de otra bolsa grande de plástico que dejaste en el maletero con todas las herramientas
empleadas en la fabricación del silenciador.
189
La Fuga
A la mañana siguiente, los recogedores de basura se llevarán al incinerador una bolsa oscura con la
capa y la caperuza adentro. Ya tú habrás incinerado los guantes, portadores tal vez de tu sudor, pelos y rastros
de la específica pólvora de tus balas. Limarás el cañón del revólver y del silenciador. A la mañana siguiente,
tres días antes de que se reporte la ejecución, lo llevarás todo, incluyendo la munición sobrante, a aguas
profundas en tu bote de pesca y lo librarás al mar, como ocurrió en Yunkanoo antaño.
Jamás se sabrá lo que pasó. A ti, por supuesto, nadie te asociará al caso. En las barriadas violentas de
Mickey, tales muertes ocurren a diario. La policía interrogará a varios sospechosos pero nunca al hijo de
Venus, l’insoupçonné.
Para guardar un secreto, basta que sólo lo sepa uno.
Vivirás en paz y tranquilidad muchos años, sin corregirte ni enmendarte inútilmente. Tus hijos se irán a
hacer sus vidas lejos de ti, donde los llamen las circunstancias. Los visitarás frecuentemente, igual que a Helga,
a Romulus y a Remus. Los espíritus de Isidoro, Dido, Joe, Maya, Creusa y Gómez levantarán el vuelo al
infinito para carenar en otros cuerpos y otros tiempos. ¡Que no sea en otra Edad de Piedra! Tu adorable
Lavinia morirá muy vieja, pero demasiado pronto para ti. ¡Ah, si os pudierais reunir de nuevo!
Tendrás en gran felicidad la misantropía. No errarás en ello porque tu serena virtud no estará consumida.
Por un no sé qué, tal vez un élan solidario con los mortales, escribirás tu historia. El tiempo, gran analista de
todas las cosas, te habrá de dar la razón.
Desearás una muerte imprevista, repentina. ¡Ah, si os pudierais reunir de nuevo!
Venus no quiso decir más, ni era necesario. El mortal, así sea un semidiós, no tiene nada más alto a qué
aspirar.
— Creo que me gustará la vida que has descrito, Madre.
— Y yo.
— ¿Y adónde irá mi espíritu después... y el de mi Lavinia?
— Eso no lo sabemos los dioses. Tu propia concepción lo prueba.
— Mi primera existencia, de peregrino, fue asaz feliz; la segunda, de refugiado pensador, triste; la
tercera, de sinvergüenza, vacía; la cuarta, de semidiós enojado, inconclusa.
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— La rueda del destino corre con el ímpetu de la fortuna, Jacques.
— No protesto.
— Sería inútil.
— Si me pudiera llevar conmigo lo poco que sé...
— Llevarás la afición a aprenderlo de nuevo.
— ¿Se detendrá alguna vez la rueda del destino?
— El retorno será eterno mientras haya mundo.
— ¿Es éste el único mundo?
— No lo es.
— ¿Y estos cuerpos humanos?
— No lo son.
— ¿Qué es verdaderamente la felicidad?
— Una adaptación.
— ¿A la vida?
— Y al mundo.
— Gracias, Madre.
— Ahora escucha la disyuntiva:
191
La Fuga
Via Sinistra
El autobús “S” te conducirá al puesto que te ofrece el hombre de la barba cana. Soñarás durante todo
el viaje con la hechicera platinada que no lleva anillos en los dedos. Un beau cauchemar!
Irás al despacho de la hermosa Marie-Antoinette para entrar en funciones. A pesar de tu recato, sabe
que la deseas desde la mañana que la conociste... y le agrada. Su parcialidad te agrada a ti. Como todo está
en orden, departen largamente porque ella se aburre sola en su gabinete alfombrado, adornado con desnudos
de Renoir en las paredes. Le cuentas la aventura del incendio y tu noche en la biblioteca —omitiendo,
naturalmente, la charla conmigo. En voz queda, porque no faltan oídos industriosos que lo ausculten todo, le
preguntas dónde vive. Te dice que en un edificio de apartamentos junto al mar. Tu abuelo solía decir: “Se le
pide a todas porque si alguna no lo da lo agradece”.
Arrendarás una vivienda en la edificación donde reside Marie-Antoinette. Adquirirás un auto de segunda
mano y, a la mañana siguiente, apenas despabilar los ojos, te personarás en tu empleo.
Tu jefe, Mr. H. P. Grand, es un zafio. Nadie quiere trabajar con él porque se le altera fácilmente la
cólera. Tú, sin embargo, no vas a despreciar la oportunidad de adquirir experiencia: ¡el áspero catedrático es
genial! En una ocasión, le pedirás que te dé instrucciones claras y que siga gritándose a sí mismo mientras las
ejecutas; según te dirán, fue la única vez en su vida que sonrió. Siempre te dará altas calificaciones en el
desempeño de tu trabajo porque las merecerás.
En verdad, el discurso de H. P. Grand es razonable. El profesor se propone radiar, en forma dirigida,
grandes cantidades de energía fuera de un tanque de capacidad e inducción. La energía que recibe el tanque,
proveniente de una potentísima fuente externa, debe pasar por los componentes sin destruirlos. Los voltajes y
las corrientes deben de correr desfasados los unos de los otros en el tanque, a altísimas frecuencias, sin
generar calor por fricción; al final, deben de unirse en un tentáculo y salir al aire.
Los subordinados no entienden al profesor. ¡Faltan luces para los desalumbrados! Los colegas
abandonan a Grand poco a poco por juzgar imposible lo que quiere componer. Todo quisque pide transferencia
o renuncia porque el huraño erudito es muy exigente. Sin embargo, tú estudias todos los planes y ejecutas
todas las instrucciones al dedillo.
192
Pasarán tres años antes que el gobierno de Disney retire los fondos para las investigaciones de Grand.
Por esos días, con la cólera desbordada, el maestro morirá de un ataque al corazón. Il n’avait pas l’air
heureux. ¡Qué inteligencia perdida!
A ti te tocará documentar y archivar todo el trabajo realizado. Desempeñarás tu obligación con sumo
cuidado, recreando los experimentos más excepcionales. En tu trajín, un error fortuito revelará una malla
electromagnética en el aire. La red es invisible y consume micro-corrientes de la fuente; sin embargo, cuando
un cuerpo, especialmente un conductor, la atraviesa, sorbe suficiente energía de la fuente para fundirlo o
deformarlo. Aprenderás pronto a trasladar la malla de una parte a otra en el espacio.
Como la red no es parte de la investigación, no la reportas. Tal vez los propietarios y accionistas del
consorcio se hubiesen sentido engañados de haberlo sabido. Por suerte, faltarán los ojos ociosos que ven
todo y tú serás el padre putativo de la malla electromagnética. Más tarde, cuando agotado el presupuesto te
echen a la calle, la construirás para ti mismo.
Mientras ocurren todas esas lindezas en el laboratorio, trabarás una bellísima amistad con Marie-
Antoinette. También a ella le gusta ejercitar su hermoso cuerpo por las tardes en el parquecillo contiguo al
edificio donde vive o en la piscina.
Muy pronto, le echarás los brazos por detrás y le acariciarás los pechos. Le musitarás palabras
placenteras, mordiéndole suavemente el lóbulo de la oreja. Su expresión de gozo será intensa porque nada la
complace más que un amante bien joven. Detendrás el ascensor de la casa entre los pisos y le harás el amor
con el deseo demencial que ella agradece. Querrás más y ella también. A horcajadas en su cama, danzará
aullando las efusivas notas de un concierto grandioso... tú contento con la hermosa carga.
Continuará aquel magnífico romance todos los días, salvo los jueves. Hay una impropiedad: Marie-
Antoinette es la amante del presidente del consorcio, el hombre casado con otra que ha llenado sus esqueros.
Los jueves, día de reuniones tardías en la empresa, le toca al presidente ejercer sus derechos afectuosos.
¡Santos cielos: otra mujer compartida!
Es mucho el gusto del día y el de la noche. Andarán tres años de servida gloria. Hay un niño por nacer.
El presidente de la empresa quiere casarse con la invaginada Marie-Antoinette. La esposa es un costosísimo
193
La Fuga
estorbo. Desesperada, la rubia te pide que asesines a la mujer, ya sea por bala o puñal buido. Te niegas
porque, realmente, no eres un asesino. La gallarda y embaidora Marie-Antoinette te ha sacado de una gran
duda. ¡Qué mañas hay en el mundo! El presidente no sabe de ti... ni falta que le hace. Finalmente, por
complacer a tu acongojada amante, te brindas a ayudar... o a hacer de sacabuches.
La esposa del presidente es asidua de un club de tenis. La conoces: es una mujer alta, de pocas carnes
y algo narizona. La amistas más que de costumbre. Ella se deja seducir pronto porque, en el fondo, le halaga
el adulterio —tal como educan por la tele. En tu apartamento, la grabas celadamente con una cámara del
laboratorio: la excitas licenciosamente y se relame; la invitas a bailar desnuda y se retuerce; la animas a gritar
su lascivia con impúdicas groserías y se excede. ¡Ay, si hubiese infierno, Jacques, te jodías! Pero, gracias a
aquellas películas, el divorcio con el presidente tornará amistoso, equitativo, sin escándalos, de mutua satisfacción.
Por esos días, concluye aquel ciclo de tu vida. Marie-Antoinette te da las gracias, un desenfreno de
apasionamiento y mucho dinero. Cualquiera es amigo de su interés. Partes rumbo a Mickey. Vas dispuesto a
buscar gente de tu calibre para tomar la Antilia.
En un par de meses, habrás fabricado y probado en los pantanos la malla electromagnética. No sólo
puedes verificar por instrumentos la confección de la invisible telaraña, sino lanzarla lejos como tarraya aérea.
Cuando pulverizas un tractor lejano con su campo aledaño, comprendes que la malla recoge su energía
destructiva del propio campo magnético de la tierra y de las ondas electromagnéticas del sol. El día de la
prueba, momentáneamente, muchas docenas de aviones y de barcos pierden la lectura de los instrumentos en
cien kilómetros a la redonda —responsabilizan al sol, y llevan razón en parte.
Por medio de un contacto de Isidoro, hallas una docena de hombres sedientos de justicia. Se entrenan
en los campos y los pantanos, sin saber nada del arma secreta. Por seguridad, le asignas un número a cada uno
de ellos. Para probarlos, les pones una grabadora en la línea del teléfono en la casa donde se reúnen y los
dejas solos. Uno de ellos, el doce, es traidor. ¡A ti con eso! Delante de los demás, le sesgas la gola de un tajazo
en el cuello con un machete.
Número Cero 0000 serás tú. Caerá en tus manos una Antilia sumida en ruinas. Será preciso dejar que
la reacción natural de los seres humanos se desempeñe sin estorbos. Tendrás que agenciártelas para volver a
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un sistema justo de propiedad individual y medios de producción privados, sin impuestos restrictivos. Realmente,
no sabes cómo hacerlo. El primer embrollo llegará con la comunalización de los monopolios estatales. Por otra
parte, como los gobernantes anteriores estarán muertos, no habrá dificultad en abolir las ganancias obtenidas
sin trabajo y sin esfuerzo. Así y todo, no resultará fácil levantar de las cenizas el Estado Nuevo.
Número Uno 0001 será Gottfried, un descendiente del gran Feder. Es un hombre de tus años, ingeniero
también, como su famoso antecesor, economista por vocación. Como es apasionado por la causa justa, lo
nombrarás Ministro de Economía. Sus postulados te darán dónde sentar pie:
“Adaptaremos las circunstancias a nuestro programa, sometiéndolas. No consentiremos la servidumbre
a la deuda extranjera: nuestro pueblo no se agotará por jornales de hambre.
No toleraremos a los especuladores, ya sean del interior o de fuera, que codician tierras de escamoteo.
La expropiación y distribución de las tierras adquiridas ilegalmente o mal administradas la delinearé yo; se las
habré de entregar al ciudadano nacionalantiliano. Crearé las circunstancias que hagan germinar un campesinado
numeroso, con capacidad adquisitiva, que enriquezca nuestra industria; el productor del campo es la fuente de
salud hereditaria, la renovación del pueblo y el fundamento de la fuerza militar.”
Como lo tuyo es realmente la destrucción, dejarás en manos de Gottfried la creación de la riqueza
nacional. Él integrará las sociedades a la comunidad de producción, creará empresas claves de propiedad
comunitaria, transformará las acciones en obligaciones, transferirá la plusvalía al Estado, fijará el interés al 3%,
responsabilizará al jefe de cada empresa, prohibirá la usura bajo pena de muerte, convertirá la moneda en
simple intercambiador de bienes y servicios, fijará el valor del dinero en la economía nacional, facilitará los
medios para la explotación, restañará políticas impositivas a la producción, limitará la ilícita ganancia del
comercio mayorista con los productos agrarios y desterrará a las altas finanzas.
¡Menos mal porque, en tu ignorancia, te hubieras tenido que dejar asesorar por gente sin visión!
Los sistemas democráticos tienden a aniquilar las fuerzas ciudadanas. La creación del Estado
Comunitario Antiliano no puede ser democrático ni débil. Una vez más, Gottfried propondrá una serie de
medidas antisépticas: el derecho a la propiedad es privativo del ciudadano; el propietario utilizará forzosamente
su predio en bien de todos; la tierra, que deberá explotar su dueño, no será objeto de especulación ni habrá de
servir para renta sin trabajo; el campesino recibirá créditos de explotación y una sola alcabala de acuerdo a la
195
La Fuga
calidad y volumen del patrimonio; quedará prohibido hipotecar tierras a prestamistas privados; las fincas
pequeñas tendrán el mercado garantizado por tarifas aduaneras; no habrá parcelamientos antieconómicos; se
expropiarán, con indemnización, las tierras solicitadas para fines estatales y los latifundios no administrados
por los propietarios mismos; se elevará el nivel económico y cultural del campesino; se promoverán las
organizaciones cooperativistas; las relaciones de trabajo serán socialmente justas —participación en las ganancias
de las empresas.
Número Dos 0010 será Juan Carlos Castillo. Lo designarás Ministro de Propaganda. Descubrirás
que los protectores de la libertad de pensamiento son enemigos de la filosofía de Gottfried y no toleran la
apostasía. Son enemigos poderosos. Solamente el temor a la destrucción de la que sois capaces les aplacará
la prepotencia y la codicia. Número Dos los acusará a ellos de ser los verdaderos explotadores de la humanidad;
además, les señalará que vuestro sistema, ya probado por Der Zorn Gottes, es el sentido común y el mañana
del mundo.
Número Tres 0011 será Tony Roque. Lo nombrarás Ministro del Interior, de la Educación y de la
Policía por su habilidad para poner en práctica la nueva concepción del mundo. Es el hombre apropiado para
actuar vigorosamente contra el espíritu antisocial, parasitario y desarraigado. Él evitará que unos luchen contra
los otros. Te gusta la firmeza de sus convicciones, algo que a ti parece faltarte, y su amor por el varapalo.
Tony aplicará planes de estudios adaptados a la vida práctica, purgará de todos los medios a los no-
ciudadanos, destruirá influencias corrosivas, hará prevalecer las leyes que anteponen el provecho común al
particular, romperá definitivamente la servidumbre del interés, eliminará presuntos asaltantes bancarios; también
impedirá el saqueo legal, el robo, la especulación y el fraude que atentan contra el trabajo. Como la misión de
la economía es cubrir la demanda, el interés, el dividendo y la renta desaparecerán; el dinero no será amo del
trabajo honrado ni la riqueza nacional quedará en manos de unos pocos.
Número Cuatro 0100 es un hábil banquero de marras, Tano Caridi. Dirigirá el Banco Comunitario de
la Construcción y de la Industria. Él se encargará de llevar la contabilidad de los billetes emitidos para obras a
realizarse, y a la destrucción de dichos billetes una vez terminada la obra.
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Tano supervisará la financiación de las Obras Públicas por emisión de bonos. El Estado no contraerá
deudas. No habrá emisión irresponsable de papel moneda sin la creación de nuevos valores; es decir, que no
habrá inflación —crimen contra el ahorrista.
Número Cinco 0101 será Constantino Romano. Lo nombrarás Ministro de Inmigración y Extranjería.
Es el hombre conveniente para higienizar la sociedad y preservarla en el futuro. No permitirá que emigren a la
Antilia gentes enfermas, indeseables ni razas inclinadas a las luchas religiosas. Desterrará la religión del Estado
y establecerá centros de discusión filosófica en los centros de población.
Número Seis 0110 será Dioclesiano Iglesias. Dividirá las regiones de acuerdo a sus intereses geográficos
y económicos. Sentará las bases para el establecimiento de gremios, cooperativas y sindicatos. Implantará un
código de conducta y una carta de derechos y deberes del ciudadano por los que se regirán todas las
agrupaciones.
Número Siete 0111 será Joaquín Delgado. Le asignarás el proyecto de democratización natural.
Gobernará las urnas. El voto contará de acuerdo a la calidad de quien lo emita: el ciudadano o ciudadana sano,
mayor de edad, tendrá un voto; si ha servido a su patria en las fuerzas armadas o los servicios sociales, tendrá
otro; si se ha diplomado con un oficio o una profesión, otro; si le ha hecho un gran servicio a la sociedad, otro;
si ha producido un nuevo invento o se ha destacado en cualquier campo del saber humano, otro.
Número Ocho 1000, el Dr. Raúl Pasteur, será Ministro de Salubridad. Decretará medidas sépticas,
transformará hospitales y centros de salud, robustecerá la profesión médica eliminando a los peores y exigiéndoles
a los mejores. Su labor será tan extensa en la desgraciada Antilia que necesitará un grandísimo presupuesto.
Con la mayor brevedad posible, les impondrá controles de natalidad a quienes no deben multiplicarse.
Números Nueve 1001, Diez 1010 y Once 1011 prepararán una Constitución para someterla a la
aprobación del pueblo cuando éste esté listo. La Nueva Constitución declarará la soberanía territorial, militar,
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La Fuga
financiera, administrativa y judicial de la Antilia. Asentará principios de higiene social, rechazo a la corrupción
y control de las fronteras. Velará por los derechos de la ciudadanía.
Número Doce 1100, Judas el Traidor, estará muerto.
Partiréis en un bote doblemente motorizado a un cayo de Yunkanoo, cercano a la Antilia. Allá se les
unirán tres jefes con doscientos hombres más, reclutados y entrenados en Disney. Los tres cabecillas quieren
ser Presidente de la nueva república. Las ideas que les van del pensamiento a la boca tienen poco sentido o
resuenan a rata. Para ellos, el orden es el desorden en que se desenvuelven.
Solamente tus once compañeros conocen el busilis del arma electromagnética. Los demás servirán
para alguna hazaña tal vez, si se deciden.
No dormirás aquella noche. Contemplarás los brillantes astros en el cielo despejado y los reflejos
plateados de la luna en las copas de las uvas caletas, considerando los pormenores de la campaña que habrá
de fulminar a una de las partes. ¡No puede ser de otra manera! Recordarás el bosque de cedros, majaguas y
sabicúes en la finca de tu abuelo, pasadas las planicies donde apuntaban los cañaverales y crecía la yerba en
los potreros... y también la poza cristalina del jarico y la jicotea, entornada por la espesa flora donde conocí a
tu padre.
La luna le resta pesantez al agua y la lanza sobre los arrecifes y la costa. La marea sube bajo la
sombra. Es hora de partir.
Se alistan los once héroes —al que prevalece se le suele dar ese nombre. Marchan en la madrugada
de una gran victoria. La penumbra se acurruca en todos los rincones con la aurora. La cucuba se agazapa en
su guarida arbórea. C’est l’essor du Grand Jour. Aparece el guacamayo azul y amarillo que todo el mundo
creía extinto. “¡Que el diablo y el socialismo se vayan al infierno y al carajo!” rezarás interiormente.
Subes con tus compañeros al bote. Zarparéis animados por la venganza. De los de Mickey, te siguen
unos cincuenta hombres dispuestos a aventurar la vida por la libertad. “Tengan confianza que contamos con
armas superiores” los animas en el mar, tendiendo una red de protección en torno a los barcos de los invasores.
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Sonríen satisfechos. No entiendes de dónde sacan la fe los valientes. Los demás discuten aún sobre la temeridad,
emboscados en el cayo. No huye el que se retira. A poco, la vetusta aviación del Caballo los mata. ¡Troya!
El sol de la Antilia sube lentamente hacia las copas de sus árboles. Bajo el cielo azul, planean lentamente
las auras tiñosas. Ya los rayos de luz pintan la costa. Por el ahondado mar, merodean unos tiburones grandes,
con guaicanes pegados en los cueros.
En la vasta lumbrada, descubres que la recóndita playa de desembarco es conocida por el enemigo.
Será un día digno de vivirse. La costa está plagada de defensores. ¡Algo les habrá comunicado Judas 1100!
Jamás sabremos si estaban dispuestos a combatir con el ardor de la llama: se les presentará la Parca a todos
y volará su armamento con una sola malla. También caerán a tierra todos los aviones y los radios enmudecerán.
En la explanada cercana habrá quedado en reserva tal cantidad de hombres que no se podrá ver
verde en todo el horizonte. Derrotados, corren aturdidos; por precaución, les circundas las cabezas con la
aura red y sucumben por la voluntad de los dioses. Algunos dicen haber visto un hilo de aljófar sobre el campo
enemigo durante la destrucción. El resplandor de las explosiones sube muy alto. ¡Aquella concentración de
recursos se debió a los informes de Judas 1100!
Mandas a llamar a los habitantes de los pueblos y ciudades cercanas. Les permites despojar a los
caídos de afeados rostros a condición de, antes, añascar los cuerpos y el combustible en sitios de amontonamiento
para quemarlos. Los empobrecidos vecinos llegan alegres en autos, carretas, mulas y bicicletas. Muy pronto,
son más los participantes del despojo que los yacentes. Aparte de los uniformes y las prendas de los muertos,
se llevan lo que pueden salvar de los vehículos que no están totalmente fundidos y todos los abastecimientos
del ejército. Pronto no queda meaja de valor en el campo. Hay suficiente petróleo en los carros enemigos
tronchados y suficiente pólvora en los obuses recobrados para incinerar a todos los cadáveres. En la noche, se
prenden las piras: la primera batalla producirá un millón de muertos.
Las negras nubes que envuelven la noche no son de pesar. Muchos piden autorización para seguirte a
la próxima batalla. Saben que está cercano el final de aquellos cuyo funesto influjo les causó tantas desgracias.
Les aclaras que ya el enemigo está muy diezmado, que las contiendas venideras no serán productivas. Los
envías a sus hogares como gente libre. Los animas a montar sus pequeñas empresas con los despojos del
campo de batalla y a estar atentos a los inminentes repartimientos de tierras de cultivo por el recién nacido
ministro Gottfried.
199
La Fuga
Los hombres de los pueblos buscan maderos secos y atizan las hogueras. Se les paga con un billete
bajo de Disney que le representa un mes de sueldo a su miseria. ¡Qué buen uso le darás al dinero de Marie-
Antoinette! Preguntan sobre el futuro. Gottfried los anima a buscar su propio provecho dentro del sentido
común y las leyes naturales hasta que se anuncien leyes nuevas que ordenarán lo mismo.
Las mujeres se desbuchan halagando a sus liberadores. Se les insinúan y se les brindan a los invasores
en mitad del campo, a la luz de las piras funerales. ¡Fueron muchos los muertos! Los tuyos, como buenos,
apresan eróticamente a los ardorosos cuerpos y luego les regalan algún billete de Disney. ¡Ha llegado el
caudalismo!
Sobreviene la oscuridad bajo una luna que mengua mordida por la sombra de la tierra. Te atrapa el
cansancio. Un profundo letargo cierra tus ojos en la noche que cae también dentro de ti mismo. ¡Por fin logras
descansar en paz, bajo un Universo que se borra abandonado al Ser que existe por Sí mismo! Hasta que
llegue el nuevo sol, no tendrás idea de tiempo.
Un gallo afina a lo lejos y los pájaros recobran el trino en la mañana. Cerca de donde yaces, un arriero
modula fábulas con su canto. Despiertas junto a la playa azul y cristalina.
Por los campos sin veredas, los vecinos de la campiña se acercan con los puercos y las gallinas que
has mandado a comprar. Muchos de ellos calzan botas de vaqueta y andan enfundados en ropa burda de
faena.
Chillan los cerdos protestando la punta del afilado cuchillo que les raja el corazón. Las ondas vaporosas
que salen de la tierra hacen oscilar las imágenes lejanas de los hombres que escaldan los el cuerpos inertes de
los lechones con agua humeante y les rasuran el pelo con cuchillos de hoja reverberante, afilados continuamente
a la piedra lija. Los hombres abren a los animales en canal y separan las vísceras y las tripas de lo demás.
Te alzas del fondo nebuloso de tu sueño. Los borborigmos de las comidas saltadas durante los últimos
días solicitan sosiego. Traes hambre vieja. Se doran los lechones lentamente encima de palos de guayabo
entrecruzados sobre hornos cavados en la tierra. La moneda de Disney atrae limonadas avivadas al aguardiente.
Mientras discutes la estrategia a seguir con los tuyos, degustáis las vísceras fritas y los chicharrones —o
torreznos, como les llama 0010— rociados con ajo, sal y limón que van saliendo de las cocinas. Te asemejas
al zunzún cernido al aire que liba el néctar de una flor.
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Una mano de los cincuenta hombres que te han seguido pide tu consentimiento para reformar los
vestigios de la vieja guarnición y apaciguar algunas ciudades ganadas, en las que comienzan a aflorar revoltosos.
Como tus consejeros están de acuerdo, se lo otorgas. Los demás reclutan y entrenan voluntarios para la
incipiente armada. 0010 les hace un llamado a los Antilianos de Disney para que envíen ayudas.
La Fama corre veloz. El enemigo llena las cárceles y los campos de concentración con los presuntos
simpatizantes ¡que son tantos! Los verdugos se atrincheran, minan las vías y preparan las voladuras de los
puentes que llevan a la capital. De acuerdo al mapa, el camino directo a la capital y a la victoria final es una
senda pensada entre la cordillera de hierbas silvestres y pedregales, junto a la margen de un río que fluye
silencioso al mar.
Ese mismo día, levantarás el campamento al borde del recién inaugurado cementerio. Pernoctarás en
la falda de la cordillera, cerca del remanso de un riachuelo sobre el que se arremolinan las mariposas. Queda
decidido que, después de un día más de entrenamiento a la tropa, partiréis todos.
Es grande la calma en la falda de la montaña. Te acicalas en la corriente del riachuelo sin asustar a las
palomas perdices que se zurean en la orilla. Maceras tu ropa sudada, la tiendes sobre la hierba y te echas entre
unas piedras escalonadas a sentir la corriente sobre el pecho.
Alors, l’épouvante. Oyes un grito detrás de unos cohombros. La bijirita de ala inquieta que liba las
flores de la orilla huye espantada. Te acercas al murmullo quejumbroso. ¡Cuál no será la sorpresa de encontrar
a una joven espigada, de cintura estrecha, caderas suavemente delineadas, piernas largas y elegantes, pelo
azabache y piel bronceada... tan linda como cualquier diosa! Une fille ravissante!
Se duele la bella de un pie sangrante. La muchacha ha perdido pie con su carga de guagüíes y yerenes
por eludir a un mancaperro. De una pedrada, aplastas a la oruga de tósigo abrasivo. Con gran cuidado, tomas
en tus brazos a la sorprendida niña y la llevas al herbazal alto y escondido que entapiza la ribera: le haces una
yacija entre las hierbas que se inclinan con la corriente; le lavas los copos de tierra roja adheridos a sus piernas
y rodillas y le aplicas la resina amarilla del manajú en la pequeña herida.
Entonces, un aleteo de brumas llena tu entorno. ¡Guajira de belleza pasmosa! ¡Boca fresca y encarnada!
De puro instinto, le abrazas las caderas a la muchacha y le besas los muslos húmedos. Estremecida, ella estruja
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La Fuga
en su mano el cáliz de una flor roja que exhala un perfume muy suave. Los chillidos de un tocororo que canta
su nombre ahogan vuestro coloquio, casi jadeado. Estáis mordidos por inevitables temblores y tú preso de una
magia eréctil. Vencida la telilla, os aparearéis amorosamente sobre el tapiz de hierbas salpicadas por las
carolinas que se desprenden del cuyá. La dulce incontinencia no entiende de consumación: quiere más porque
hay hechizo.
— ¿Qué edad tienes, hermosa? —le preguntarás, acariciándola en el burbujeo brillante del riachuelo.
— Quince —te responde, con muy poca voz, sin mirarte. Ahora somos novios, ¿verdad?
— ¡Claro que sí! Toma esta sortija —la invitas, poniéndole tu anillo de graduado en el dedo.
— ¿Cómo te llamas? —te pregunta, ya con la mirada en el sueño.
— Jacques, ¿y tú?
— Briseida —precisa, contemplando el anillo. ¿Eres soldado?
— Por ahora.
— ¿Te olvidarás de mí? —sondea, cerrando juguetonamente con el pie una hoja de morivirí
— ¡Nunca! —le prometes, acariciando sus hermosísimos pezones.
Os conocéis a la hora que el sol foguea el campo con mayor brío. Sus padres duermen la siesta en el
bohío. Os quedáis junto al río hasta que se debilita el día. Desnuda, con la larga cabellera deslazada, Briseida
es aún más bella.
El tiempo vuela. El sol baja, inflamando las nubes de rojo y de violeta. Las bandadas de pájaros se
abren en el aire y se meten debajo del horizonte. El viento rumora melodías en las pencas de las palmas y el
campo exhala perfumes de hierbas y flores. Tus compañeros te buscan. Te vistes apresuradamente y les
voceas que volverás muy pronto al campamento. Briseida debe cubrirse también porque la esperan en casa.
Tomas de nuevo a la niña en brazos. Ella te manda a recoger los frutos que ha esparcido al caer. “Son
para hacer atol” te dice, sonriente. El bohío de sus padres está muy cerca, entre surcos colorados, pasada una
floración del narcótico cardo santo.
“¡Es Briseida!” sonará una voz cercana. El dueño de la palabra es un hombre enjuto de unos cuarenta
años, con barba de tres días y sombrero de paja. A su lado está una mujer de sus años, algo meditabunda. Él
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se aparta y te da paso.“Es mi hija señorita” precisa el hombre, dibujando un zuño en sus arrugas. “Ya cumplió
los quince” completa la mujer.
— Su hija y yo somos novios, por eso lleva mi anillo —les dices.
— Eso me parece, ya que usté vuelve con ella cargá —adelanta el padre.
— Yo ando en guerra ahora —les aclaras.
— Lo sabemos —apunta el hombre. Ella se queda aquí hasta que usted quiera llevársela.
— Me quiero casar con ella, así tenga que inventar la ley.
— No se ocupe, compay, usté es de-ley: después se casa.
Entras al piso de tierra cubierto de cenizas. Depositas a la niña en su cama y te despides. Ella traza un
“sí” con la cabeza y baja los ojos. Enrojece, pero a sus labios acude una sonrisa que no puede reprimir. Sacas
tres billetes de a cien, de los de Disney, y se los entregas al guajiro.
— Tenga. Compre comida para que Briseida no pase hambre.
— Yo no la estoy vendiendo, mi amigo.
— Ni yo la estoy comprando. Si va a ser mía, la quiero viva y bien alimentada.
— Entonces está bien.
Dejarás el sitio donde acampaste de madrugada y comenzarás a escalar las montañas de hierbas que
se acuestan bajo los rayos de la luna. Es un paraje salvaje e inexplorado. Con mochas, los nuevos reclutas
abrirán caminos hacia lo alto, por la caña brava, siguiendo la corriente del riachuelo. Cuando el sol dispara sus
rayos de nube en nube, la cumbrera del bohío, el campo recién arado y el árbol de carolinas que sombrea la
corriente donde conociste a la niña parecen tenues rayas y menudas manchas. Traspones los dominios altos
del gavilán, el remanso del pato huyuyo y el rincón del tocoro bajo frondosidades a las cuales el viento les
impide calmarse. Por el camino, recogéis piñas silvestres y un panal de miel que la abeja de la tierra ha colgado
al alcance de la mano, sobre un corrillo de flores. Descansáis cuando el sonrosado atardecer diseña el poniente.
Te dormirás profundamente, escuchando los coletazos de las chopas en el rumor de un remanso y los picotazos
del guincho que pesca biajaibas.
Pasan los días. Encontráis manantiales de ríos subterráneos que borbotan entre las piedras altas,
cuyos hilillos claros se empozan en lagunas que, como espejos, flotan reflejos del entorno. Hay abundancia de
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La Fuga
carne: aparecen las yaguasas, aves negras que viven en los vergeles de las orillas de las albercas; se muestran
las jutías, roedores que alimentan al enorme majá, la serpiente más grande de la Antilia; hasta un cerdo salvaje,
de larguísimos colmillos, emergerá de la arboleda. Tampoco faltan los frutos silvestres: la pulpa blanca del
caimito y la guanábana, la masa rosada de la papaya, la carne roja y dulce del jobo.
Comienza el descenso de la formidable cordillera tajada por corrientes pobladas de arnillos, que
nadan desembarazados, y biajacas de carnes blancas y sabrosas. Por los bosques, los rayos de luz que
traspasan las copas de los árboles pintan guiños de sol en el suelo. Una brisa incesante mece las hojas de todos
los árboles, haciéndolas centellear como lentejuelas.
Surgirás de las montañas con tu gente al declinar del décimo día, bajo un cielo de espuma enrojecida.
Arrastraréis vuestras sombras largas por el suelo fértil que se bebe los aguaceros, donde los aluviones han
depositado la arcilla de la sierra. El sol tiñe la tarde con sus últimos fuegos y se parte en trozos de sombra por
los pedruscos y los cedros. Las armas están listas.
Por la noche, atraviesas una sabana golpeada por los chillidos de los grillos. Sigues los raíles del
ferrocarril, avanzando ligero sobre las traviesas de jocuma toda la noche. El clareo de la mañana te alcanza
cruzando el puente que salva un hondón del camino, a la retaguardia de tus enemigos. Te sube a los ojos un
gran ánimo guerrero.
Ya tu gente va cubierta por el manto blanco de sol que se tiende sobre las hierbas, reclamando el
rocío. Se pinta una mañana nítida y asciende un sol de fuego, propicio a un gran destrozo. ¡Se aproxima el
minuto final!
La travesía de la cordillera ha demorado doce días —hace dos semanas del desembarco. Cuando el
enemigo canta ya victoria en sus trincheras, aparecen tus hombres a sus espaldas y los aniquilan. Muere otro
millón de hombres y mujeres. Por amor a la costumbre o tal vez creyendo en la existencia de un tácito acuerdo,
los habitantes de las ciudades cercanas despojan al ejército de cuanto tiene y queman los cadáveres
ordenadamente.
Entras a la capital mientras el pueblo, indignado como Dios, procede a matar gente pobremente
enjuiciada; con supernumeraria violencia, borran del recuerdo los monumentos de la fracasada revolución
equina. Antes de que tu gente consolide el poder, habrá otro millón de sucumbidos: unos son muertos por
venganzas populares y otros por capricho de la gente que te pidió permiso para imponer orden. ¡Van a hablar
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mal de ti! Siguiendo el consejo de tus ministros, te desasocias totalmente de los que mataron en nombre tuyo
y los dejas en manos de los agraviados para que los hagan trizas. ¡Te has vuelto algo político!
Finalmente, al mes de haber tomado el poder, tus ministros y asesores se desenvuelven libremente. De
Disney les llegan ayudas imprescindibles al principio. Más tarde, cuando los capitalistas comprenden el deseo
imperante de implantar un sistema justo, dejan de ayudar. Pero muchos antilianos regresan con tecnología
disneya a levantar el país, haciendo también su propia fortuna.
Dejarás el buen gobierno en manos de quienes pueden realizarlo. Insistirás en retirar a tu país de las
Naciones Unidas, de los Estados Alilneados y No-Alineados y de la Organización de Estados Americanos.
Prohibirás las alianzas y tratados que conducen a la guerra. En verdad, no eres un asesino.
Descubrirás que, con minúsculas mallas electromagnéticas, puedes hacer girar turbinas. En poco tiempo,
generarás miles de millones de kilovatios de electricidad.
Una mañana, poco después de asegurar el gobierno, regresarás al bohío de los padres de Briseida.
Les llevarás la propiedad de la nueva tierra arable que Gottfried les ha adjudicado.
Entre acentos de gallos, la niña te acompañará a la orilla del riachuelo. El sol despierta los colores y
hace relucir las hojas goteantes de rocío. Aquello te parece bueno, mucho mejor que cualquier conflagración.
El resto de tu vida será sosegado. Llegarás a viejo porque yo lo quiero.
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La Fuga
Eligere
Mi madre se había fugado como el humo con el viento. Isidoro me había advertido que las diosas son
caprichosas —serían insoportables si menstruaran.
El traquetear de puertas en la biblioteca me despertó temprano. Abandoné la silla del encargado. Cogí
un libro al azar y me replegué con él a una mesa en un rincón. Lo abrí en cualquier página y comencé a leer. La
primera línea indagaba: “¿Qué te hará más feliz en esta vida?” Cerré el libro y lo pensé dos horas. Tal vez haya
delirado en el amodorramiento que me sobrevino. No es fácil deslindar la locura de la cordura... pero tan feliz
te puede hacer la una como la otra. Con dicho pensamiento, tomé el camino de la salida.
El encargado estaba buscando algo por los cajones de su buró, posiblemente el bocadillo que había
olvidado. ¡Mal argado! Tal vez le hubiere yo robado el desayuno al amigo y éste se hallare herido por el
hambre... aunque no mortalmente. Tome usted mi consejo y beba agua fresca.
La biblioteca estaba completamente vacía. La bibliotecaria se sorprendió al verme salir porque no me
había visto entrar. Era una medio-tiempo bien guapa. Le sonreí y seguí de largo. Me propuse decirle la verdad
—y de darle un comunicado de apoyo a su hermosura— si me llamaba. No lo hizo.
El día era indulgente con quienes andábamos a la descubierta. El banco estaba abierto. Tanteé mis
bolsillos y comprobé que tenía la llave de mi caja de seguridad. Bon! Fui el primero en entrar. Recogí el dinero,
los documentos y la libreta de apuntes. Cuadré con los del banco desenvueltamente: les entregué lo suyo y me
llevé lo mío. El primer negocio del día quedó despachado en pocos minutos.
Venus ni se asomaba por allá. Salí al parquecillo de la villa sin tahonas —todos comían pan de molde.
No había protestas ese día, ni desafectos sueltos por el jardín. Los estudiantes habían marchado a sus casas o
se apresuraban a matricular el próximo período de verano. Permanecí un rato sentado en un banco, con la
vista perdida de los ojos: consideraba intensamente mi elección. Para llegar a viejo cascarrabias, cualquier
preferencia de vía es algo temeraria.
Sin prisa, tomé el camino largo a la estación de autobuses por la fracción de parque donde las malas
hierbas crecen más jayanas. Saber lo que será mañana no es tan bueno como se piensa. A veces, la ignorancia
nos trae la paz y la aventura de los desvaríos.
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Ya Venus me había anunciado que los mortales somos inconformes y liados. Pensé en echar una
moneda al aire para decidir mi estrella, pero no llevaba suelto. Mi suerte no sería decretada por azar sino por
albedrío. ¡Sea!
Llegando a la estación, eché un vistazo resuelto por los andenes. Descubrí un autobús con la “D” y
otro con la “S”. Los motores de los coches a la via dextra y a la via sinistra estaban en marcha. Volteé a la
taquilla y compré mi billete.
De Don Quijote se dijo que vivió loco y murió cuerdo.
Fin de La Fuga