Post on 09-Jul-2015
La Señora Garnacha es menuda y llenita.
Tiene la piel fina, tersa y morena como la de una
muchacha en verano.
Junto a sus hermanas de racimo parece un joyero de
perlas negras.
En esta mañana septembrina, de sol rojo, ha
despertado perezosa entre el rocío del amanecer, oyendo el
balido unánime de un rebaño que pasta y rumia tiempos.
La Señora Garnacha ha nacido en Cenicero. O tal vez
en Fuenmayor.
También ha podido nacer en Casalarreina, San
Vicente, Alcanadre, Abalos, Autol…
La Señora Garnacha ha nacido en La Rioja, pero tiene
familia en todo el mundo.
Hermanas de cepa cubren toda España: desde Galicia
a Cataluña por el norte, hasta las rubias, alegres, llenas de
cante y sol de Andalucía, saltando luego el mar hasta las Islas
Canarias y Baleares…
Pero Garnacha ha nacido entre jotas. Es una uva
riojana.
A la sombra de hojas y pámpanos verdes aguanta el
sol, oyendo el galope del otoño que se acerca.
Y con él… La Vendimia. Días de
plenitud, transformación y futuro.
Pero vamos por partes. Cuando Garnacha nació era
un mínima bolita de aljófar verdoso, perdida entre pampanitos
y apretada junto a sus hermanas.
Para entonces el labrador, ¡cuánto había trabajado en la
viña, cuidando su cepa madre!
Un día de invierno podó los sarmientos viejos, como
aquel que lleva a su niña a la peluquería para verla más guapa.
Solamente le dejó pequeños tocones, alguno más
largo, de donde un día de primavera saldría una nueva y
hermosa cabellera de hojas color verde lechuga.
La verdad es que entonces Garnacha no se veía muy
agraciada, pelona como una oveja recién esquilada.
Pero toda la viña se veía igual.
Un mar de cabezuelas
grises, marrones, arrugadas, como muñones que surgieran de
la tierra en perfecta formación, unas al tresbolillo, otras al
cuadrado…
Garnachita había tenido su depresión y había pasado
mucho miedo, oyendo a las viejas cepas contar cómo lo habían
pasado de mal antiguamente, con terribles enfermedades que
si no se atajaban a tiempo, acababan con sus vidas o las
dejaban malparadas.
Igual que los niños enferman de viruela o
sarampión, Garnachita tenía el peligro de coger enfermedades
como la filoxera, el oidium, el mildiu… etc., unas más graves
que otras, que, atacando sus raíces, hojas y tronco, las llena
de pecas o produce anemias mortales.
Pero un día, el labrador, que siempre estaba pendiente
de ella, llegó con su aparato de sulfatar.
La neblina de botica plaguicida jugaba al arcoiris
cayendo entre las hojas como una loción
protectora, salpicando de azul el racimo de Garnacha.
¡Y cómo reían bajo aquella ducha saludable!
Los tordos salían volando sorprendidos y las
picarazas, al borde de la viña, balanceando las negras levitas
de sus colas, miraban extrañadas aquella llovizna artificial.
Y llegó el mes de julio, con el sol que caía como plomo
derretido entre las cepas.
Y después agosto, alternando el azul de su cielo con
tormentas repentinas.
Varios chaparrones lavaron el polvo que la sequía había
puesto sobre la piel de Garnachita que ya era una moza
brillante, turgente y llena de vida.
Una tarde después del mediodía, sopló el viento con
más fuerza que otras veces, mientras el racimo se balanceaba
alegremente como un chiquilla en su columpio.
¡Pero aquel viento ya se estaba más que pasando!
Sobre el horizonte de un azul intenso apareció una nube
de grafito y el miedo aleteó sobre el viñedo.
Las viejas cepas se estremecieron, pues sabían lo que
venía.
Un fusilazo bajo la nube y un trueno largo, como de
piedras rodando en el Iregua.
El terror se cuajó entre las hojas con un tembloroso
rumor: ¡¡El granizo… el pedrisco…!!
Durante unos minutos que parecieron horas, una
extraña sombra pareció ametrallar el suelo con ráfagas
heladas, que pronto cubrieron de blanco la tierra del entorno
hasta unos pocos metros de las cepas.
Cesó el viento. Paró el pedrisco. El cielo volvió a quedar
azul.
Garnachina y el viñedo se habían salvado de milagro.
Como siempre, después de la tragedia vinieron los
comentarios agitando sarmientos y racimos. Pero al día
siguiente todo se había olvidado.
El agua y el sol que calentó después hicieron que
Garnacha se llenara de azúcar y el racimo morado destilara
lágrimas de miel, que atraía abejorros, avispas y golosos
pajarillos.
Garnacha había dejado de ser una uva-niña, había
madurado y llegaba a un nuevo y definitivo ciclo de la su vida.
Al amanecer de aquel día sonaron los tractores y los
pasos de las bestias, el crujir de los ejes de los carros y las
voces de la gente.
Comenzaba la Vendimia.
Llegó el labrador con su familia, sus amigos, los
breceros afilando los corquetes…y poco a poco los melosos
racimos fueron pasando a los cestos de rogo, que luego
colocados en los remolques del tractor, partían traqueteando
hacia la bodega.
En uno de aquellos cestos, envuelta en jugos, un poco
aturdida y mareada, entró Garnacha.
Como en un sopor sentía los vaivenes del remolque
sobre las piedras del camino, las voces de los hombres, las
risas de los niños y al cabo de un rato, la parada y el volquete.
Miles de Garnachas cayeron en una catarata de color
violeta, llenando a rebosar los lagos de cemento.
En la viña solamente quedaron sus hermanas más
pequeñas, algunas enfermizas, otras olvidadas, esperando la
mano cariñosa que iniciara la racima.
En el lago, Garnacha, al calor de la apretura y
mezcolanza comenzó a sentir una sensación extraña.
Un suave hormigueo la invadía y su jugo se espesaba
rompiendo los granos, y junto con el de sus hermanas caía
hacia el fondo del lago.
Y así pasaron las horas. Y algunos días.
Una mañana llegó la gente de la bodega y pisando y
apretando, exprimieron aquella esponjosa masa azucarada.
Abrieron la canilla del lago y fluyó un chorro de líquido espeso
y ambarino donde ya Garnacha estaba incorporada.
¡El primer mosto de primera lágrima!
Garnacha tuvo la suerte de salir en él.
En aquel mosto especial para el mejor vino Garnacha
pasó a los tinos, donde tras unas manipulaciones con raras
vasijas la metieron en una vieja cuba de roble.
En aquella cálida y oscura cuna de madera, en el
silencio de claustro del calao, Garnacha comenzó un largo
sueño de transformación definitiva.
La oruja de sus hermanas bajó hacia las prensas que la
estrujaron a conciencia, hasta que, el líquido, parecido al que
salió con Garnacha, pasó a otras barricas a dormir, puestas en
filas unas sobre otras, trabadas como tréboles gigantes a
esperar su despertar en las distintas trasiegas.
Con los raspones, vueltos a exprimir, salió otro mosto
más sucio y espeso, un hermano segundo de
Garnacha, áspero por los palos de los racimos, pero que un
día sería un gran tipo, de carácter fuerte y agresivo: el orujo o
aguardiente.
Se hizo el silencio durante casi un año.
Un silencio, que a los pocos días en la soledad del
calao, sonaba a hervores y murmullos como de ronroneo
gatuno, mientras el tufo salía por las lumbreras.
Garnacha estaba fermentando; su azúcar se hacía
alcohol, que mezclado con otras sustancias le harían
definitivamente adulta, transformada en vino de Rioja.
Al cabo de un tiempo Garnacha ya era vino del año.
Pasó a las botellas de cristal verde oscuro, y fue
taponada en otra fiesta en la bodega.
¡Pero qué maja era!
Aún tenía aguja, ese pequeño burbujeo que alegra la
lengua y las encías.
Pero que se va a hacer. La historia de Garnacha llega a
su fin.
Aunque podrían contarse otras muchas cosas de su
vida.
Cómo algunos la preparan con tratamientos
delicados, igual que se maquilla una moza o una artista, para
transformarla en un vino especial, con marca y etiqueta, título
de nobleza y certificación de origen.
Cómo muchas viajan por todo el mundo, como sus
hermanas que llegaron a los palacios, a los restaurantes y
mejores hoteles.
Otras, en grandes pellejos y botas se fueron a las
aldeas, bares y tabernas.
¡Pero Garnacha prefirió quedarse en la calle Laurel!
En la próxima primavera volverá a nacer entre
pampanitos una pequeña bolita de aljófar verde y Garnachita
seguirá viviendo en La Rioja.