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“El resto”
–un relato de Gustavo Gall
Episodio 4
Pasaron varios días desde la despedida de Lucy y no
supieron más de ella porque no encendía el walkie a la hora
acordada. Cada vez que ocurría algo así, Enzo, se
preocupaba muchísimo por su hermana, a pesar de que ya
había sucedido en otras ocasiones. Igualmente se había
hecho a la idea de que ella, algún día, ya no volvería a
encender su walkie talkie nunca más. En un mundo de
pérdidas fatales constantes no quedaba más remedio que
acostumbrarse a la cruda realidad.
Una mañana, Telli y Enzo, salieron a dar un rodeo por el
pueblo. No necesitaban alimentos ni nada en especial porque
estaban bien surtidos de todo, pero daban esas vueltas
porque era lo único interesarte que hacer durante las
mezquinas tres horas de luz antes de que empezaran a caer
las cenizas del cielo.
Por alguna razón entraron al viejo correo que quedaba
justo en la calle diagonal, la principal, frente a una de las
esquinas de la plaza. Ya habían estado allí muchas veces pero
nunca llegaron a revisarlo por completo porque siempre
surgían otras prioridades, como limpiar las calles de
cadáveres o encontrar comida y combustible. Lo más
importante era el agua potable pero habían conseguido
acumular una buena reserva de agua mineral envasada, jugos,
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gaseosas, cervezas y todo tipo de bebidas, en dos de las
habitaciones de la casa de los padres de Enzo. Otra parte de
la reserva la tenían escondida en el altillo del galpón de una
casa apartada del pueblo, que era un buen escondite contra
los saqueadores.
El sótano del viejo correo era un sitio muy interesante
para husmear. Quedaban allí dentro encomiendas sin abrir,
y, sin grandes esperanzas de encontrar algo útil entre esos
paquetes, les atraía la curiosidad.
Al llegar a la esquina de la plaza, frente a la salita de
primeros auxilios, Telli se detuvo y afiló el oído para
escuchar...
-¿Qué pasa?- preguntó el otro.
-¡Shhh! Escuchá...
Se mantuvieron silenciosos. Había extraños rumores
lejanos que provenían desde alguna parte y no resultaba fácil
determinar desde donde. No parecía un ruido de un
vehículo, ni de perros.
-¡Mierda!- exclamó Enzo señalando en dirección a la
comisaría de policía. Allí a lo lejos, por debajo de los
esqueléticos árboles de la plaza, se veían las piernas de
hombres avanzando como autómatas, sin dirección fija.
-¡Hordas! ¿De donde salieron esos?
-Ni idea, pero no me gusta nada- respondió Enzo y
continuaron camino, sigilosos, en dirección al correo, que
era el sitio inmediato donde refugiarse. Ya no había
posibilidades de desandar el camino para volver a la
Madriguera sin ser vistos por los zombies.
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La colosal vieja puerta del correo emitió un chirrido al
abrirla que, entre tanto silencio reinante, tronó en un eco
luctuoso por toda la calle. Al escuchar el ruido, los zombies
se volvieron locos y echaron a correr hacia este extremo de
la plaza. Allí empezaron los gritos, los gruñidos, las elegías
de hombres animalizados.
Telli intentó trabar la puerta desde dentro, pero Enzo lo
arrastró consigo:
-¡No hay tiempo! ¡Hay que bajar al sótano!- dijo.
Desenfundaron sus machetes. La oscuridad reinaba allí
dentro, salvo por los mezquinos reflejos de luz del día que
se filtraban a través de los avejentados vidrios de los
ventilúz. Encendieron sus linternas. Detrás del gran
mostrador, en el suelo, había una tapa que se levantaba
originalmente con una manija de madera. La tapa estaba
abierta. Alguien ya había estado por ahí antes que ellos. El
hueco conducía a la escalera por la cual se descendía al
sótano. Parte del suelo, que a su vez hacía de techo del
sótano, era enrejado, y desde allí abajo se podía observar
claramente los movimientos de los autómatas, si lograban
entrar al correo. Refugiarse en un sótano cerrado podía no
ser la mejor idea, pero los zombies no eran astutos ni
diestros como para encontrar esa portezuela escondida
detrás del mostrador. Más bien eran como animales idiotas,
totalmente enfurecidos y violentos, tanto que se golpeaban
entre ellos mismos todo el tiempo, chocaban contra todo y
se autolastimaban por la frenética ansiedad de morder.
¿Porqué morder?
Los apodaron “zombies” porque eran lo más parecido a
lo que se conocía vulgarmente de las películas, libros,
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historias futuristas, pero en realidad no tenían nada que ver
con los zombies de Hollywood. No eran muertos vivientes
y sus mordidas no zoombizaban a sus víctimas como sucedía
en la ciencia ficción de la gran pantalla. Tal vez esto era peor.
Se movían en grupos a los que llamaban “Las Hordas” y
eran humanos infectados por el virus propagado, una
zoonosis aguda similar a la rabia. El virus se disemina al
sistema nervioso central sin previa replicación viral, a través
de los axones, hasta el encéfalo, con replicación
exclusivamente en el tejido neuronal. Sus mordidas
infectaban y mataban. Transmitían la enfermedad a través de
las mucosas y los fluidos. No había otros mamíferos que
propagaran la enfermedad, al menos no había poblaciones
de animales potencialmente peligrosos.
Los zombies se aniquilaban entre ellos mismos. No
quedaban muchos y cada tanto aparecía una Horda aislada
que duraba poco. Sus primeras víctimas fueron los perros y
los niños, que eran los más fáciles de atrapar. Los adultos
podían defenderse porque no era difícil luchar cuerpo a
cuerpo con uno o varios de ellos y derrotarlos. El problema
era que cualquier lastimadura, o mordida que causara una
herida, era una posible puerta abierta de contagio.
Sacudieron un poco la puerta del viejo correo y
consiguieron abrirla lo suficiente como para ingresar.
Algunos de ellos entraron a lo que era la recepción del
correo y deambularon locamente como trompos,
gimoteando y dando tumbos como borrachos. Pero al no
encontrar nada interesante volvían a salir para proseguir la
peregrinación de la Horda calle abajo.
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Enzo y Telli sujetaban fuertemente sus machetes
empuñados, y se mantuvieron silenciosos hasta asegurarse de
que no corrían peligro para salir.
Subieron las escaleras y levantaron lentamente la tapa con
cuidado para no hacer ningún ruido que los delatara. Desde
la calle se escuchaba como la Horda se alejaba en busca de
algo vivo para atacar.
-¡Vamos! Se están yendo hacia la estación- dijo Enzo, y
ayudó a su amigo a subir los últimos escalones, cuando, de
repente... Una mano escuálida y aquilina se prendió
fuertemente a su muslo, desde atrás, haciéndole un tajo en el
pantalón.
-¡Mierda!- exclamó gritando, y se dejó caer hacia un lado.
El zombie volvió a prenderse con sus dedos de pinza a la
pierna de Enzo, y Telli, que estaba con la mitad del cuerpo
por encima del nivel del suelo, lanzó un instintivo y seco
batacazo con su machete, hacia la oscuridad, acertando con
el brazo del atacante. La afiladísima hoja del machete cortó
de cuajo el brazo del zombie, justo por debajo del codo. El
animal-humano se quedó como petrificado por unos
instantes, y Enzo le lanzó una brutal patada en medio del
pecho, haciéndolo caer hacia atrás.
Telli aprovechó para salir del hueco de la escalera y
enfocaron con las linternas al zombie que se retorcía de
dolor en el suelo. Entre los dos, como si se hubiesen puesto
de acuerdo, arrastraron de las piernas al zombie hasta el
hueco de la escalera haciéndolo caer al sótano. Se escuchó el
estruendo de la caída, unos quejidos y ruidos de huesos
partidos. Rápidamente cerraron la tapa y corrieron los dos
cerrojos. Enseguida volvió el silencio.
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-¿Te lastimó?
-No se. Creo que sí. No veo un carajo- dijo Enzo
mientras intentaba adivinar su herida iluminándose con la
linterna.
-¡Vamonos de acá! Van a volver- dijo Telli. Rodearon el
mostrador y salieron al hall. Telli se agachó para ver dentro
del agujero del pantalón de su compañero. Las uñas filosas y
ganchudas del zombie habían provocado un rasguño
profundo.
-¡Hay sangre, Enzo! ¡Te lastimó!
-¡Hijo de puta! ¡No, no, no!- gritó zapateando sobre el
suelo de madera. Era peligroso... el ruido iba a volver a atraer
a la Horda. Tenían que huir de allí rápidamente.
-Hay que limpiar la herida urgente- dijo Telli,
esperanzado.
-Estoy jodido, Telli... si me lastimó estoy jodido...
Telli empujó a su compañero hacia la vereda.
-¡Esperá!- se resistió Enzo y volvió a entrar para rodear el
mostrador.
-¡Vamos Boludo! ¿Qué hacés?
Enzo enfocó con la linterna buscando algo en el suelo.
-Quiero el brazo- dijo.
-¿Para qué?
-Yo no me pienso morir por culpa de este hijo de puta,
así nomás. Tengo que llevarme el brazo para fabricar un
antídoto- decía y barría el suelo a tientas con las manos para
encontrar la extremidad amputada.
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-¿Un antídoto? ¿Y como carajo vas a fabricar un
antídoto? No somos bioquímicos ni nada de eso.
-¡No sé, Telli! Siento que tengo que llevarme el puto
brazo conmigo. Tengo que intentar algo si quiero salvarme.
-No te vas a morir. Vamos a limpiar la herida- intentó
consolarlo el otro.
Enzo abandonó la búsqueda del brazo y obedeció a su
compañero. Ya no les quedaba mucho tiempo.
Al salir a la calle se encontraron con que los zombies
estaban más cerca de lo que imaginaban, pero estaban
ocupados en otros asuntos más interesantes que acudir a los
ruidos del correo... Del otro lado de la calle, frente al local de
la que había sido la Perfumería de la Señora Amanda,
estaban descuartizando a tirones y mordiscos a tres
personas. Las vísceras y extremidades de esas víctimas
estaban desparramadas por toda la vereda opuesta a la que
estaban ellos dos. Era un buen momento para huir mientras
estuvieran entretenidos, y lo hicieron.
-¿Quiénes eran esos?- preguntó Telli, refiriéndose a las
víctimas.
Evidentemente había más supervivientes escondidos en
otras partes del pueblo y ellos no lo sabían. No debían haber
estado refugiados muy lejos de allí.
Corrieron sigilosos pero con prisas contorneando la
plaza, por la vereda de la iglesia, y se perdieron calle abajo en
dirección a la Madriguera.
Al llegar se desnudaron y se desinfectaron copiosamente
bajo la ducha del Matapulgas. Luego se dispusieron a limpiar
profundamente la herida.
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-Estoy cagado... esto no es bueno...
-No te hizo casi nada. No mariconees- dijo, Telli, con
intenciones de levantarle el ánimo.
En la mirada del Gordo se dibujaron el miedo y la
impotencia. Esa noche no pudo pegar ojo.
Fin del Episodio 4