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LOS ENIGMAS DE
G. K. CHESTERTON
José Ignacio Gracia Noriega
Más que un escritor, Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) es una literatura amplia y civilizada, con sus novelistas, ensayistas, poetas, biógrafos y
pensadores, e inspirada, tanto en el ensayo, como en el cuento como en la novela, en el placer de narrar. Se cu�nta que Chesterton solía encerrarse en su gabinete, desatendiendo sus muchas obligaciones literarias, relegando el artículo que había de enviar al periódico, arrinconando la corrección de las pruebas que le reclamaba el editor e incluso dejando para otro día la contestación' a una nueva arremetida de George Bernard Shaw, para disfrutar leyendo las obras de otros narradores, como «Los tres mosqueteros» de Dumas, otro escritor grande y caudaloso (aunque Chesterton filtraba sus caudales a través del razonamiento y de la ironía); hasta el punto de que su mujer había de batallar para que escribiera en alguna habitación en la que no hubiera libros. Borges y Bioy Casares, en su «Antología de la literatura fantástica», le califican de «polígrafo»; y añaden que: «Su obra es vasta pero continuamente lúcida y fervorosa. Ejerció, y renovó, la novela, la �rítica, la �í�ica, la biografía, la polémica y las ficciones policiales».
Como autor de cuentos policiales, Borges le declara «el mejor heredero de Poe», pero matiza más adelante: «Chesterton dijo que no se habían escrito cuentos policiales superiores a los de Poe, pero Chesterton -me parece a mí- es superior a Poe. Poe escribió cuentos puramente fantásticos. Digamos 'La máscara de la muerte roja' , digamos 'El tonel �e amontillado' . .A..demás cuentos de razonamiento, como esos cmco cue�tos policiales. Pero Chesterton hizo algo distinto escribió cuentos que son a la vez cuentos fantásticos y que finalmente tienen una solución policial». Mucho antes de expresar esta opinión, Borges había �scrito en el e1?-say� �<�obre Chesterton», inclmdo en «Otras mqmsiciones»: «Cada una de las piezas de la Saga del P. Brown presenta un misterio, propone explicaciones de tipo demoníaco o mágico y las reemplaza, al fin, con otras que son de este mundo.La maestría no agota la virtud de esas breves ficciones· en ellas creo percibir una cifra de la historia de Chesterton, un símbolo o espejo deChesterton».
En efecto al contrario que otros autores de cuentos poli'ciales, que parten de una situación cotidiana -en el cuento policial, el descubrí
. miento de un asesinato es algo perfectamente 66
cotidiano- para llegar a soluciones enrevesadas y fantástic�s, sin duda porque pierden �1 control de su historia en Chesterton se da siempre el proceso a la i�versa: de una situación prácticamente inexplicable, y, por lo tanto, sobrenatural (pues el «misterio» tiene su importancia en las novelas policíacas, pero también en la religión, y muy especialmente en la católica), se alcanza un desenlace perfectamente normal, como en «La carta robada» de Poe, donde nadie veía la carta, precisamente' porque estaba a la vista. En uno de sus cuentos, el Padre Brown declara con convencimiento y tranquilidad: «Todas las cosas provienen de Dios; y muy especialmente la razón y la imaginación, que son los grandes dones hechos al alma. Son buenos en sí mismos, y no debemos olvidar su origen, aun cuando se haga mal uso de ellos». La razón de Chesterton frenaba a menudo su imaginación; como escribió Borges en el ensayo citado: «Chesterton se defendió de ser Edgar Allan Poe o Franz Kafka, pero algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego, y central». El P!3-VOroso misterio que encierra cada una de las historias del P. Brown, y, en general, todos sus relatos policiales, cuyo planteamiento �o par�ce de este mundo, se explica con tanto mgemo que apenas disimula su banalidad: un hombre, en «El hombre invisible», ha desaparecido de su casa, sin que haya explicación para ello: no se ha visto entrar ni salir a nadie: pero el caso es que le ha asesinado el cartero, que quemó sus cartas en la chimenea e introdujo el cadáver en su valija vacía. Ver entrar y salir a un cartero en un edificio es tan cotidiano que nadie repara en él: el recurso es el mismo que el de «La carta robada». En «El puñal alado», el cadáver se oculta colgándolo de un perchero, con un abrigo negro por encima. La víctima, que aparentemente llegaba desde fuera, no había dejado huellas sobre la nieve: las únicas huellas venían de la casa y eran las del supuesto Arnald Aylmer y las del P. Brown. En realidad el asesinato se había cometido en el interior de la casa y el asesino había sacado la víctima al jardín.
Con estos planteamientos no era raro que Chesterton se afanara en resolver el enigma del asesinato en el cuarto cerrado, en cuentos como «La torre de la traición», donde, en un escenario onírico se produce una situación poco menos que in�erosímil; pero, como escribe aquí, es conveniente matizar: «No es imposible, pero sí altamente improbable». El enigma propuesto no debe ser de solución imposible, naturalmente, porque en ese caso exigiría una solución fantástica; pero tampoco se debe recurrir para descifrar el enigma de la habitación cerrada a pájaros adiestrados bien para llevar mensajes, como las palomas, o para robar, como _ _las urra�as. Barry Perowne, en esta línea, ofrecio u�a brillante solución a este caso en el cuento titulado «Punto muerto» incluido en la antología de Borges, Bioy Ca�ares y Silvina Ocampo. Pero la explica-
ción (aunque en los cuentos del P. Brown las páginas finales se dediquen a dar explicaciones, como si se tratara de Sherlock Holmes dirigiéndose al dr. Watson), no ha de ser demasiado pormenorizada ni demasiado evidente, habida cuenta el punto de partida: como comenta el P. Brown en «El espectro de Gideon Wise»:«Demasiado convincente para convencer». Estamos, pues, de nuevo, ante la carta robada, perotambién ante un procedimiento literario y mental que salta siempre a propósito de Chesterton:la paradoja. En el cuento «Los tres jinetes delApocalipsis», donde relata Mr. Pond, el de lasparadojas, éste afirma: «Sea lo que fuere, esteregimiento de caballería prusiana usaba su propio uniforme; y como verán ustedes, ése fueotro elemento del fiasco; pero no sólo eran losuniformes, era la uniformidad. Todo fracasóporque había demasiada disciplina. Los soldadosde Grock le obedecían demasiado, de modo queno podía hacer lo que quería». Lo que provocala protesta de Watson, su interlocutor: «Eso debe ser una paradoja. Será muy ingenioso y todolo que quieran, pero realmente es un desatino.Ya sé que la gente suele decir que hay demasiada disciplina en el ejército alemán. Pero en unejército no puede haber demasiada disciplina».Sin embargo, Chesterton y Mr. Pond demuestran con su cuento, y sin lugar a dudas, que laexcesiva disciplina prusiana desbarata los planesdel terrible mariscal Von Grock y le salva la viday devuelve la libertad a Pablo Petrovski, el poetade Cracovia.
«Los tres jinetes del Apocalipsis» o «La torre de la traición», son cuentos policiales en los que no aparece el P. Brown; sin embargo, este sacerdote católico, de aspecto insignificante, muy observador y menos candoroso de lo que parece, es el detective, por así decirlo, chestertoniano' por excelencia. Sus relatos llenan varios volúmenes, casi siempre según un esquema semejante. Alguien propone al P. Brown la solución de un caso complicado; según va avanzando la investigación, el caso se complica aún más, incluso con la aparición de elementos mágicos o sobrenaturales. Finalmente, el P. Brown resuelve el enigma y dedica la parte final del relato (páginas o líneas), a explicar cómo llegó a dar con esa solución: esto es, a ordenar el caos, a sacar la luz de las sombras.
La metafísica roza siempre las ficciones policiales de Chesterton; pero una metafísica humorística, como en la novela «El hombre que fue Jueves», donde los miembros de una organización misteriosa y perversa resultaron ser policías que se habían introducido para vigilarse unos a otros. Los casos a los que se enfrenta el P. Brown son tremendos; por ejemplo, en unode sus cuentos se produce el siguiente diálogo:
«-¿Quiere usted decir que las tragedias que han tenido lugar en su desgraciada familia no han sido muertes naturales?
«-Quiero decir más; que ni los asesinos fue-
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ron normales -dijo el otro-. El hombre que nos está acorralando hacia la muerte es un lebrel infernal y su poder emana de Satanás».
Sin embargo, en estas historias el desarrollo es apacible y hay más conversación (como corresponde a investigaciones en las que en ocasiones se está dilucidando un problema teológico) que violencia. Por supuesto, siempre o casi siempre hay uno o varios muertos; pero son im-
prescindibles porque son el punto de partida del enigma. Como observa Borges: «El P. Brown lo ve, charla, oye su confesión y lo absuelve, porque en los cuentos de Chesterton no hay arrestos ni violencia». Y hace poco, Bioy Casares, en unas declaraciones en las que se refería a la consabida violencia de las novelas del género «negro» norteamericano (aunque también las novelas francesas, como las de Albert Simonin o José
Giovanni abundan en asesinatos y violencias), con sus escenarios urbanos y nocturnos, sus cabarets y grandes cantidades de whisky -canadiense en las historias de Lemmy Caution-, sus automóviles que lanzan ráfagas de metralleta, cadáveres que aparecen en el río, puñetazos y sexo, y algún policía gruñón y desaliñado, eterno enemigo del detective, cuya investigación hace lo que está en sus manos por interrumpir,
decía: «Yo prefiero la aldea británica, la tranquila aldea donde transcurren muchos de los relatos de Chesterton, en los que todo se resuelve por deducción, como debe ser, y no ese clima duro, impregnado de sangre y sexo, en el que se desarrollan la mayoría de las novelas y cuentos policiales de nuestro tiempo».
No obstante, la aldea inglesa de Chesterton tampoco es apacible, aunque Chesterton sea un
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optimista. El pesimismo de Flaubert, por ejemplo, se manifiesta en sus paisajes: en esos ríos lentos de invierno, en esos árboles desolados, quemados por el invierno, negros y sin hojas. El entorno propuesto por Chesterton para sus cuentos no es más cálido; por ejemplo:
«Frondosidades verde oscuro adquirían ahora un tono gris por efecto del leve polvo de la escalera, largos hierbajos contorneaban los arriates cual dos flequillos, y la casa permanecía inmutable en la cima de un bosque enano de hierbajos y matas. La mayor parte de la vegetación consistía en plantas de hoja perenne o muy resistentes, y aún siendo tan oscura y abundante era de un tipo demasiado nórdico para convenirle el epíteto de exuberante. Se podía describir como una selva ártica. Algo análogo sucedía con la casa misma que, con su columnata y clásica fachada, podía haber mirado sobre el Mediterráneo, aunque en realidad pareciera marchitarse ahora bajo el viento del mar del Norte. Adornos clásicos dispersos acá y allá acentuaban el contraste; cariátides y máscaras de la comedia o tragedia vigilaban desde los ángulos del edificio sobre la gris confusión de los senderos, pero incluso sus caras parecían haberse helado. Y era también posible que las volutas de los capiteles se hubieran retorcido por efecto del frío».
O bien cuando se imagina los vastos. territorios de una Europa central, que, para él, era territorio tan misterioso como el Golfo Pérsico o las praderas norteamericanas:
«Las águilas seguían planeando sobre aquellos bosques sin fin, donde las fronteras de Hungría penetran en los Balcanes». O bien: «Hablaban de una parte del mundo que ambos conocían y que en Europa Occidental se conoce muy poco: las vastas llanuras anegadizas que se deshacen en pantanos y ciénagas en los confines de Pomerania y de Polonia y de Rusia, y que se dilatan acaso hasta los desiertos siberianos. Y Mr. Pond recordó que en una región de profundas ciénagas, cortadas por lagunas y lentos ríos, hay un solo camino en un estrecho terraplén empinado: una senda no peligrosa para el peatón, pero escasa para que dos jinetes pasen a un tiempo».
Estos son los escenarios de cuentos policiales, más inquietantes que la ciudad con luces de neón y automóviles a todo correr, y ese marco urbano que tal vez permita que por obra y gracia de pintorescas adaptaciones de algo que tal vez tiene poco que ver con el cuento policial, cierto puerto aspire a parecerse a todos los puertos. Por el contrario, los territorios de G. K. Chesterton le son propios porque «los Trolls y el Fundidor de 'Peeer Gynt' eran de la madera de sus sueños, 'the stuff his dreams were made off», como escribió Borges.
Mas en el paraíso, la tierra de la leche �y de la miel, también, aunque fuera in- �vierno, manaban ríos de whisky, ron y cerveza.