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LOS LETRADOS Y LA NACIÓN DOMINICANA
Por: Miguel Ángel Fornerín
El de la nación es un relato construido
por los letrados. Aunque se puede
materializar en el territorio, distinguir en
la lengua, o en la religión y en el origen
ético, la nación no tiene una verdadera
concreción. Lo que tenemos de ella son
los discursos, las fuerzas y los operativos
del Estado. El discurso de la nación es
múltiple, ni ella tiene esencia ni la
unidad la determina.
La Historia como metrarrelato
legitimador es un medio del que se vale
la construcción nacionalista para
reafirmarse, para legitimarse. La nación
es una identidad que apela a la unidad, y
muchas veces reniega la diversidad que
la funda. El nacionalismo, por otra parte,
es un discurso sobre la nación y es un
accionar de clase, de ideologías y de
poder. El nacionalista busca imponer el
discurso de la unidad nacional por
encima de los valores, de las clases, de
los sujetos: el poder del nacionalismo es
su propia operación y su deseo de dominio.
Es por estas razones que el discurso nacionalista es diverso, variopinto y, muchas
veces, misántropo. El nacionalismo y la política se encuentran como forma de dominación,
de control del Estado, y también de intervención en toda producción simbólica. De ahí que
sean la literatura y la Historia dominios letrados donde se despliega la ideología y las
operaciones nacionalistas.
En el caso de la República Dominicana, los discursos sobre la nación son cada vez
más dignos de ser estudiados. Mirarlos es viajar en la Historia. El nacionalismo duartista
que funda la República en 1844, como separación de Haití, es un proyecto hacia fuera y
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hacia adentro: hacia afuera para separarse económicamente y políticamente de sus vecinos
del Este. Las clases hacendadas y comerciales del lado oriental aceptaron como un hecho a
cumplir la invasión haitiana de 1822, que fue un hecho de fuerza de otra comunidad
soñada.
La acción hacia adentro la realizaba de la pequeña burguesía comercial contra el
conservadurismo hatero. Se enfrentaron la modernidad política liberal y el tradicionalismo
que no creía en que la media isla se podía mantener independiente sin la protección de
una potencia extranjera. A esos era a quienes Duarte llamaba los enemigos de la patria.
Fue también el Padre de la patria, el demócrata más radical. No realizó acciones contra
Haití por razones de raza, lengua o religión, sino por el convencimiento de que Haití era
una nación y la República que el fundara era otra. No veía posibilidad de fusión entre
ambas.
Por eso entendemos que Duarte es el fundador del nacionalismo dominicano. El
primer nacionalismo, que no tenía como esencia ni la lengua ni la raza, sí la religión
católica. Pues esta ya estaba en el juramento de los trinitarios. Todo nacionalismo
antiimperialista y separatista con Haití es duartiano y fundacional.
Luego de la independencia se fue acumulando otro nacionalismo dominicano que
funda la idea de la República en contraposición de Haití y, a mi manera de ver, con un
componente de diferencia racial y lingüística. Quien mejor perfila estas ideas es José
Gabriel García. El llamado padre de la Historia recoge el culturalismo de su época para
agregar al nacionalismo dominicano unas esencias problemáticas: la lengua y la raza.
García fue de los que apoyaron la anexión y a Pedro Santana, como una forma de
conservación por parte de la clase hatera del poder del Estadio, mediatizado por la
presencia española. Fue el intento de conservar un poder desde una posición servil. García
atacó a los héroes que se levantaron en el Cercado contra el dominio de España y los acusó
de agentes haitianos. El nacionalismo que se destila en la historia de García, se instaura
como un nacionalismo defensivo, racialista, hispanista y católico. La lengua, la raza, y el
origen hispánico comienzan a funcionar como esencia de la nación dominicana.
El problema es que esas construcciones invisibilizan la diversidad cultural, étnica,
racial y religiosa en que se desarrolla, en su carácter de comunidad mestiza, la
dominicanidad como relato diverso. Declara falsamente un país blanco y los eufemismos
parecen llenar el vacío de la realidad: somos una comunidad mulata, pero nos llamamos
blancos, “indios” o trigueños. El racialismo nos lleva al prejuicio de creernos lo que no
somos, al bovarismo.
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El nacionalismo de Américo Lugo en la coyuntura de 1916, como reacción a la
intervención estadounidense, era un nacionalismo como el de Duarte. De esta suerte era
del de García Godoy, pero ya en este último el racialismo que propaló García había
adquirido el biologicismo positivista de H. Spencer, de que el negro era una raza inferior
y poco había aportado a la construcción de la nación. Para Américo Lugo, los dominicanos
eran parte de una nación de tradición hispánica y retoma el arielismo que antepone las
fuerzas de Ariel a la de Calibán, como una lucha entre los anglosajones y los latinos.
Ese discurso es débil, ayudaba a plantear una diferenciación entre los invasores y
los dominicanos. Y es problemático porque las clases dominantes tomarían el hispánico
como una forma de separación de las élites con el pueblo negro y mulato. Y convertirá a
Haití como el otro “negro” y hará invisible a los negros, a la negritud y a las tradiciones
dominicanas de origen africano.
Al final de su vida, Manuel Arturo Peña Batlle le da un vuelco al nacionalismo
dominicano, él había tomado el nacionalismo fundacional de Duarte en la coyuntura de
1916-1924 como lo hizo Lugo y más tarde pasó a convertirse en un experto en temas de la
frontera y estudia el origen de Haití en La isla de La Tortuga. También intenta estudiar el
Estado haitiano en un libro inconcluso. Peña Batlle es parte del despliegue nacionalista
que busca aminorar la presión contra Trujillo por “el exabrupto” de la masacre de 1937.
Como defensor del trujillismo, toma todo el referente cultural para construir otro
nacionalismo defensivo, esta vez, no contra las invasiones militares haitianas, sino contra
la penetración pacífica de braceros.
La carta a Mañach y la visita de Trujillo a España potencializan y describe esta
deriva nacionalista que une territorio, lengua, raza y pasado hispánico como esencia de la
nación y designa al haitiano individual y al Estado haitiano como enemigos de la patria.
De ese discurso, que se construye con Peña Batlle como figura revisora más importante,
viene el de Balaguer (La Isla al revés) y el de Luis Julián Pérez, así como otras revisiones
más actuales.
La nación necesita de intelectuales que sirvan como pitonisas, voces agoreras, filtros
ideológicos, reformulaciones de despliegues políticos en los que las clases dominantes
manejen sus intereses frente al Estado haitiano. Las apelaciones al pasado, a la raza, a la
religión y a la lengua son discursos de oposición, formas de dominio en que las élites
políticas buscan reforzar su poder. El problema de ese discurso es que se quiere vender
como unitario, verdadero, como parte de la construcción de una comunidad soñada que
es, en verdad, muy diversa.
Frente a un Estado que hace de su desorden la manera más conveniente para su
operación, es el intelectual quien llena con su discurso el vacío del nacionalismo de Estado.