Post on 17-Apr-2021
RELIGIÓN
3º ESO:
a). Lectura del texto.
b). Busca información sobre el judaísmo en la actualidad, y redacta en un breve
esquema lo más importante de su vida religiosa.
Sesiones: 4-6 semanas
Los orígenes del monoteísmo
En la historia de las religiones aparecen ocasionalmente tendencias hacia el
monoteísmo.
Entre los estudiosos de las formas religiosas más antiguas, a veces se ha
afirmado la existencia de una especie de “monoteísmo primitivo”, que después
se habría ido perdiendo, al ser sustituida la divinidad principal por otras
divinidades más cercanas a los problemas humanos específicos, que la
relegarían a la categoría de un deus otiosus.
Por otra parte, en el antiguo Irán, Zaratustra o Zoroastro habría sido el
impulsor de una reforma religiosa, destinada a proclamar a Ahura Mazda
como único dios. Sin embargo, la religión irania evolucionó en dirección hacia
un dualismo.
En el Egipto del siglo XIV a. C., el faraón Amenofis IV, el esposo de Nefertiti,
llevó a cabo una reforma religiosa destinada a instaurar el culto exclusivo de Atón, la divinidad del disco solar.
En esta reforma, el faraón se convertía en el único mediador de Atón,
desplazando de este modo todo el sistema sacerdotal egipcio. En cualquier caso,
la reforma religiosa fue anulada tras la muerte del faraón.
En la historia de la filosofía griega, no faltaron pensadores que, de alguna manera, tendieron también a posiciones cercanas al monoteísmo, aunque sin
llegar por eso a romper completamente con la religión politeísta de su ambiente.
En cualquier caso, el único monoteísmo que ha tenido un amplio desarrollo
histórico es el monoteísmo de Israel, con sus continuaciones en el judaísmo,
en el cristianismo y en el islam.
En este sentido, se puede decir que el monoteísmo es casi una especie de excepción en la historia de las religiones, por más que para muchos
occidentales el monoteísmo sea la principal referencia cuando se habla de
“religión”.
La historia concreta del único monoteísmo con un amplio desarrollo histórico
y documental: el monoteísmo de Israel, continuado después en el cristianismo
y el islam.
1. El pequeño credo histórico
Tal vez una manera de aproximarnos a los orígenes del monoteísmo sea
comenzar con un texto a veces llamado el “pequeño credo histórico”, y que
se encuentra en el libro del Deuteronomio, esto es, en el último de los cinco
libros que componen lo que los cristianos suelen llamar el “Pentateuco” y los judíos la “Torah”.
En el pasado, algunos eruditos lo consideraron como un texto primitivo de la
religión de Israel, pero en la actualidad se suele pensar que se trata de un texto
más bien tardío, en el que de algún modo se resume la experiencia religiosa de
Israel.
En este sentido, como compendio de una historia religiosa, lo podemos tomar
aquí.
El texto dice lo siguiente:
“Un arameo errante fue mi padre. Él descendió a Egipto y vivió allí con unos pocos
hombres, y allí llegó a ser una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos
maltrataron, nos afligieron e impusieron sobre nosotros dura esclavitud. Pero clamamos a
YHWH, Dios de nuestros padres, y YHWH escuchó nuestra voz. Vio nuestra aflicción,
nuestro trabajo forzado y nuestra opresión, y YHWH nos sacó de Egipto con mano
poderosa y brazo extendido, con gran terror, con señales y prodigios. Nos trajo a este lugar
y nos dio esta tierra: una tierra que fluye leche y miel” (Dt 26:5-10).
Es interesante observar que este pasaje bíblico, a pesar de ser llamado un
“credo”, no pone su énfasis sobre dogmas o doctrinas, sino sobre una
experiencia histórica.
Al comienzo, el pasaje alude inicialmente a la época patriarcal (“un arameo
errante”), pero en seguida se centra en la historia del Éxodo, es decir, en la
liberación de la esclavitud en Egipto que, como veremos, desempeña un papel
central en la fe de Israel.
Y, junto con la historia del Éxodo, se alude a la toma de la tierra. De hecho, este
“pequeño credo histórico” representa la oración que el israelita había de
pronunciar al dar gracias a Dios por los primeros frutos de la tierra.
Ciertamente, la historicidad de los relatos bíblicos sobre el Éxodo es muy
problemática, porque apenas hay referencias extrabíblicas y arqueológicas, aunque haya algunos datos dignos de mención.
Así, por ejemplo, el nombre de “Moisés”, central en esos relatos, es egipcio, y
no hebreo.
Aunque no es pensable que ningún faraón fuera a grabar en los muros de sus palacios el recuerdo de una huida masiva de esclavos, en las cartas del Tell-
Amarna se encuentran referencias a los hapiru, un término que podría estar
relacionado con la palabra “hebreo”.
Los hapiru, más que un grupo étnico, son aquellos nómadas semiindependientes
que habitan en los confines del imperio egipcio, y que a veces aparecen como
rebeldes, y otras veces como comerciantes, como mercenarios, como
trabajadores inmigrantes, o simplemente como esclavos.
Respecto a la “toma de la tierra”, la arqueología no muestra una destrucción
masiva de las ciudades cananeas en los tiempos de Josué.
Sin embargo, lo que sí se encuentran son los indicios arqueológicos de un
importante cambio social, sucedido en el siglo XIII antes de nuestra era.
Aunque algunas ciudades cananeas, dotadas de almacenes, templo y palacio, sí fueron destruidas (incluso varias veces), lo más relevante es que junto a ellas
apareció una nueva forma de población: villas sin almacenes, templos o
palacios.
Con esto se indica, si no la literalidad de la “conquista” de Josué, al menos la
aparición de una nueva forma de organización social, más equitativa, y carente
de estado.
Por supuesto, lo que nos interesa en este momento no es reconstruir la historia de lo que “realmente” pasó, sino más bien entender el modo en que esa
historia de siglos fue recordada, asumida y reflexionada por un pueblo, para
convertirse así en el centro de su experiencia religiosa. Y en el centro de esta
experiencia aparece un Dios que el texto al que nos referimos denomina
“YHWH”.
Se trata de las cuatro letras (el tetragrámaton), que suele ser traducido como
“Yahvé” (en las biblias católicas) y “Jehová” (en las biblias protestantes).
Esa pronunciación originaria no nos es conocida con exactitud, porque con el
tiempo el nombre divino se convirtió en impronunciable, de modo que, cuando
los judíos actuales encuentran esas cuatro letras en la Biblia hebrea, unas
indicaciones, provenientes de la puntuación masorética, señalan que
simplemente se debe decir “Adonai”, que significa “mi Señor”.
De hecho, muchas traducciones modernas optan por substituir el nombre divino por “Señor”.
Ahora bien, desde el punto de vista religioso nos encontramos con algo muy
interesante. Por una parte, este Dios tiene nombre, es decir, se le reconoce
como una divinidad personal. Pero, por otra parte, este nombre es
impronunciable. Con ello se subraya su transcendencia completa.
Ahora bien, ¿cómo se llegó a esta idea de una transcendencia completa de
Dios?
El texto que hemos reproducido nos da unas indicaciones.
Y es que la afirmación de la transcendencia del Dios hebreo no proviene
primeramente de una especulación metafísica sobre la naturaleza y la sobre-naturaleza.
Se trata de un pensamiento histórico.
Lo que Israel afirma haber experimentado es a un Dios que ha liberado a su
pueblo de la esclavitud en Egipto.
Y esto significa que el Dios de los hebreos no aparece primeramente con un
Dios ligado a los poderes de este mundo, tal como sucedía en las grandes religiones imperiales. Tampoco es el dios local, presente mediante su estatua en
el templo de una ciudad cananea.
La experiencia de Israel alude a un Dios que no se asocia, como los dioses de
Egipto, con los ciclos de la naturaleza, con la familia del faraón, o con el
sistema sacerdotal de un determinado templo. Es un Dios desligado de todos
los poderes que rigen la vida humana. No tiene ni una estatua ni un templo,
sino que más bien parece encontrarse en el desierto. Dicho en otros términos:
el Dios de Israel es percibido como un Dios ajeno a los sistemas de poder de
este mundo, y a su anclaje en los ciclos naturales.
En este sentido, podemos decir que la llamada “transcendencia” del Dios de
Israel comienza siendo su libertad respecto a los poderes de este mundo.
El Dios que libera a los hebreos de Egipto no se entiende primeramente como el
dios nacional de otro imperio, sino como un Dios libre de todo imperio.
Precisamente como Dios libre, puede llamar a su pueblo a la libertad respecto
a sistema social, político, económico y religioso del faraón.
De hecho, la experiencia constante de la historia de Israel, hasta el siglo II de
nuestra era, es la de una nación amenazada por los imperios circundantes (Asiria, Babilonia, Persia, los imperios helenistas, Roma, etc.), respecto a los
que se mantiene en una actitud crítica.
Para Israel, los imperios encarnan una de las mayores cúspides del orgullo
humano, como sistemas en los que se muestra con mayor claridad lo que
significa una creación que ha rechazado todo vínculo con su Creador.
De ahí que los imperios, para Israel sean prácticamente sinónimos de la idolatría.
Una idolatría que Israel tratará de evitar, pero por la que también será
tentado, pues los dioses imperiales encarnan precisamente un poder que, en
la medida en que es representado, y vinculado a los palacios y templos,
fácilmente se percibe como más real y efectivo que el poder del Dios
trascendente.
2.El Dios del pacto
Frente a los poderes imperiales, en Israel se fue abriendo camino una
perspectiva alternativa, que hablaba de un reinado de Dios.
Muy probablemente esta idea es relativamente tardía en la historia de Israel.
Sin embargo, en la redacción actual de la Torah (o Pentateuco), la
consideración de Dios como rey se nos presenta en un momento decisivo.
Cuando el ejército del Faraón se ha hundido en el “Mar de los Juncos” (o “Mar
Rojo”), Moisés y su hermana María entonan sendos cantos triunfales. Al final
del canto de Moisés, éste proclama: “Yahweh reinará por siempre jamás” (Ex 15:18).
Dios es proclamado rey cuando el pueblo ya no está situado bajo la soberanía
del faraón, sino que queda bajo la soberanía directa de su Dios.
El relato del Éxodo puede ser visto como la descripción de un cambio de
soberanía. El pueblo, rescatado del dominio del faraón, queda ahora bajo el dominio de Dios. De hecho, Dios puede ser proclamado “rey” precisamente
cuando comienza a gobernar sobre un pueblo.
Lo contrario sería una mistificación extraña a la religión de Israel. Dios no es
rey en abstracto; Dios es rey precisamente porque tiene un pueblo, rescatado de
la esclavitud en la que se encontraba bajo el poder del faraón.
La comprensión del Éxodo como una liberación subraya la iniciativa de Dios
y no la del ser humano.
La opresión es más bien presentada como una responsabilidad de los opresores;
en este caso, los egipcios. Ellos son los que han decidido comenzar a explotar a
los israelitas. Por mucho que se ponga en duda la historicidad o la exactitud de
los relatos, es importante darse cuenta que son todo menos relatos ingenuos.
En forma narrativa, se nos expone un análisis de la opresión de unos seres
humanos por otros que en ningún momento cae en la tentación, tan
frecuente, de presentar a los oprimidos como responsables de su propia
situación.
El “análisis narrativo” también es sutil al presentarnos su reflexión sobre las
distintas vías de salida respecto a una situación de opresión.
En forma de relato, se nos van contando los distintos intentos que no tienen
éxito.
En primer lugar, tenemos lo que podemos llamar la “resistencia pasiva” de las
comadronas israelitas, que simplemente ignoran las órdenes del faraón, sin
oponerse frontalmente a ellas (Ex 1:15-17).
Tampoco funciona la “caridad individual” de la hija del faraón, que salva la
vida de Moisés (Ex 2:5-10). Ciertamente, esta caridad resulta providencial para
la formación de un personaje multicultural, como Moisés.
Pero la situación del pueblo en su conjunto no cambia. Tampoco tiene éxito el
recurso a la violencia. El relato no es nada ingenuo a este respecto. Por una parte, nos presenta la
violencia del sistema como anterior a la “contra-violencia” de Moisés: son los
egipcios los que aparecen golpeando a un esclavo israelita.
Por otra parte, el relato también sabe que la “contra-violencia” de Moisés
inexorablemente producirá más violencia de parte del sistema, hasta el punto
de que Moisés se tiene que exiliar (Ex 2:11-22).
Nada cambia en el sistema. Después de la presentación de estas presuntas
alternativas a la opresión, todo parece seguir igual (Ex 2:23).
Más adelante, cuando Moisés regresa de su exilio con la misión divina de
liderar la liberación de su pueblo, se inicia un período de negociaciones.
Lo que Moisés, su hermano, y los capataces de los israelitas piden no es mucho: simplemente parecen aspirar a una reducción de la jornada laboral (Ex 5:1).
Pero esto tampoco funciona.
Las negociaciones tampoco han funcionado.
Lo que tenemos a continuación son las plagas, que nos presentan un imperio
que ha llegado al extremo de una crisis medioambiental que hace la vida
intolerable incluso para los opresores.
Sin embargo, no es esto lo que sucede. La alternativa divina no parece haber
sido la “reforma” del sistema opresor, sino la constitución, en los márgenes
del imperio, de un pueblo distinto, en el que no se han de repetir las
injusticias experimentadas en Egipto. Esta alternativa es presentada, en el relato bíblico, como una iniciativa divina.
Poéticamente se nos dice que Dios llevó al pueblo como sobre las alas de un
águila (Ex 19:4). Y un detalle más subraya la iniciativa de Dios: el pueblo no
tiene que disparar una sola flecha para lograr su liberación.
Esta no-violencia originaria está fundada, no en una reflexión general sobre
la sacralidad de la vida humana, sino en la confianza concreta en un Dios
que promete pelear las batallas del propio pueblo.
En primer lugar, la liberación es entendida en términos verdaderamente
universales, por más que en la historia se trate siempre de una universalidad
“concreta”.
En primer lugar, los que huyen de Egipto hacia la libertad no son un grupo étnicamente cerrado. Con los descendientes de Jacob (que da nombre a Israel),
huye también una abigarrada muchedumbre de personas de distinta procedencia
étnica, que pasan a formar parte del pueblo que ahora se constituye (Ex 12:38).
En segundo lugar, ese pueblo está destinado a ser una alternativa para todos
los demás pueblos, tanto en el sentido de ser una realidad distinta y admirable
(Dt 4:6-8), como en el sentido de ser una realidad atractiva para todas las
demás naciones. Es la imagen, que aparece en los profetas bíblicos, de una
peregrinación final de las naciones a Israel, para incorporarse al pueblo que
no está regido por los poderes de este mundo.
Entonces finalmente la paz y la justicia se derramarán sobre la tierra entera (Is
2:1-5; Miq 4:1-5; Sof 3-4).
En esta perspectiva de gracia universal es como Israel entiende su propia historia. El pueblo de Israel sería una nueva realidad en la historia, una realidad
tan nueva, que no se puede entender más que como creación de Dios.
El verbo barah (“crear”), en la Biblia hebrea solamente tiene a Dios como
sujeto.
Pero el objeto no es sólo la creación en general: también Israel es entendido
como una creación (Is 43:1.15).
Gráfica y narrativamente es lo que expresa el relato del paso de las aguas del
mar Rojo.
La idea de un dios dividiendo las aguas tenía connotaciones muy claras en
las religiones semíticas: era justamente una imagen de la creación.
Así, por ejemplo, el dios babilonio Marduk daba origen al mundo separando en
dos partes a Tiamat, la diosa mostruosa, para dar lugar a las aguas del cielo y a
las aguas de la tierra.
En el relato bíblico del Génesis, esta imagen ha sido altamente desmitologizada.
Sin embargo, la imagen aparece de nuevo para hablarnos de la “creación” de
Israel como el resultado de la división de las aguas.
Ahora bien, en los relatos bíblicos, el monstruo originario, al que se alude
ocasionalmente, ya no es Tiamat, sino Egipto mismo, al que se denomina
“Rahab”.
Los relatos dan paso a la formulación, en el Sinaí, de un pacto o alianza
entre Dios y su pueblo. Este pacto es el tema fundamental de la Torah, y tiene
una estructura semejante a los pactos de soberanía que en el Antiguo Oriente
se establecían entre un determinado monarca y sus vasallos.
El pacto tiene como fin el establecimiento de una nueva forma de vida, que
caracterizará al pueblo sobre el que Dios gobierna. El término torah, más que
“ley”, significa “instrucción”. Se trata de las instrucciones que, en el
contexto de un pacto entre el soberano y su pueblo, definen una nueva forma
de vida, que es algo así como la nueva creación de Dios en la historia.
Es el don que Dios ha hecho a su pueblo, al sacarlo de la esclavitud, para
permitirle vivir en justicia. Y el término hebreo que normalmente se traduce por justicia (sédeq) no tiene el
sentido de “dar a cada uno su merecido”, como sucede con el concepto griego
de justicia (δίκη).
La justicia, en sentido hebreo, consiste en fidelidad a las promesas y, en
nuestro caso, en fidelidad al pacto.
La justicia que define la ley tiene dos dimensiones esenciales, que serán
decisivas para la auto-comprensión religiosa de Israel.
Por una parte, se afirma el compromiso exclusivo con el Dios de Israel. La
justicia es fidelidad a este Dios.
En los estadios iniciales, posiblemente los israelitas se movían en una especie
de henoteísmo que no negaba necesariamente la existencia de otros dioses, pero
se vinculaba exclusivamente con uno de ellos: con el Dios que había liberado a
su pueblo de la esclavitud.
Hubiera o no otros dioses, el Dios de Israel pediría a su pueblo una vinculación exclusiva con él.
La Torah es una instrucción para vivir de una forma distinta, después de
haber salido de la esclavitud.
Y la justicia, en esta perspectiva, consiste en conducirse de acuerdo con la
forma de vida estipulada en el pacto.
Entre las regulaciones de la Torah destacan las medidas de índole social.
Así, por ejemplo, la esclavitud queda fuertemente restringida. En el mundo
antiguo, las deudas y la pérdida de las tierras frecuentemente precipitaban a las
familias a la esclavitud.
En Israel los esclavos deberán ser tratados como jornaleros, y deberán ser liberados periódicamente, facilitándoles los medios para poder establecerse por
sí mismos (Lev 25:39-55; Dt 15:12-14).
Además, en el libro del Deuteronomio se terminó incluyendo un impuesto
destinado a ayudar a los huérfanos y las viudas, que eran las personas más
débiles socialmente (Dt 26:12-13).
Se trata del primer impuesto conocido en la historia que no estuvo destinado
a sostener a la corte y al ejército de los distintos reyezuelos o emperadores,
sino que tenía como finalidad socorrer a los más débiles socialmente.
Otras medidas, como la celebración del sábado, aseguraban una limitación de
los períodos de trabajo en una forma desconocida en otras civilizaciones.
Estas dos dimensiones, la del monoteísmo y la de la justicia social, no están en
modo alguno yuxtapuestas.
Se trata, en realidad, de dos aspectos de un mismo fenómeno.
Para entender esto podemos recordar la estructura básica de todos los mitos, y
es que en ellos nos encontramos con paradigmas divinos que, de alguna manera,
se reflejan en la tierra.
Esto tiene usualmente el propósito de explicar y legitimar determinadas
realidades terrenales, en la medida en que son reflejo del paradigma divino. Así,
por ejemplo, el comportamiento de las diosas puede explicar y fundamentar el
papel de las mujeres en la sociedad.
Lo usual es que la existencia de las distintas estructuras sociales esté explicada
por sus correspondientes mitos.
Así, como vimos, en las grandes religiones imperiales de Mesopotamia y de
Egipto la corte regia en la tierra era considerada como un reflejo, o incluso
como una prolongación, del panteón celestial.
Lo que afirma la fe monoteísta de Israel es que, precisamente porque Yahweh
es rey, no hay mucho lugar para otros reyes.
Del mismo modo, la limitación de la esclavitud se hace en función del recuerdo
que el único amo de su pueblo es el Dios que lo liberó de la esclavitud (Lev
25:55).
De este modo se entiende la unidad entre el monoteísmo de Israel y la justicia
social.
El monoteísmo originario se vincula originariamente a la idea de una
igualdad básica del pueblo regido por Dios.
Desde otra perspectiva, podemos decir que esto significa la puesta en cuestión
de los personajes mediadores.
Y esto significa, en definitiva, la afirmación de la posibilidad de una relación
directa del ser humano con su Dios.
Y, con ello, las estructuras sacerdotales, que indudablemente también
existieron en Israel, estuvieron siempre sujetas a la crítica de aquellos
profetas que insistieron en recordar los orígenes de Israel, su “noviazgo” con
Dios en el desierto (Os 2:14-15).
Es decir, el orden universal de los reinos y de los imperios, fundado y
garantizado por sus mitologías divinas, es puesto en tela de juicio por el Dios
que hace justicia a los pobres.
Los demás dioses tienen sus días contados, pues van a caer, del mismo modo
que caen los gobernantes de este mundo.
Dicho en otros términos: los dioses que se identifican con los poderes de este
mundo, han unido su destino a esos poderes, y caerán cuando caigan los
respectivos gobernantes a los que legitiman.
3. El Dios creador
Si en las mitologías de su contexto, el ser humano era creado para servir a los
dioses, ahora son los antiguos dioses, convertidos en meras señales luminosas, los que sirven al ser humano.
El ser humano (eso significa el hebreo 'adam) no ha sido creado para ser
esclavo de los dioses, ni tampoco para ser esclavo de los imperios o de los
sistemas de poder con los que esos dioses se asociaban.
Así como Dios es libre respecto de su creación, el ser humano ha sido creado
para la libertad.
En el lenguaje bíblico, esto significa que el ser humano es “imagen y
semejanza” de Dios (Gn 1:26).
El Dios que es libre de su creación ha creado al ser humano para que sea libre
de las cosas creadas, y no esclavo de ellas.
Y esto significa entonces que el ser humano, por más que no necesite de seres intermedios para relacionarse con Dios, él mismo sí funciona, respecto a Dios,
como el administrador de su creación (Gn 1:28).
Es importante señalar que, según el texto bíblico, la semejanza del ser humano
('adam) con Dios le compete precisamente en cuanto varón y mujer (ish e
isha), es decir, en cuanto seres capaces de establecer relaciones libres entre sí
(Gn 1:26).
El ser humano, a diferencia de los primates superiores, puede alcanzar una
comunidad de acto con sus semejantes, realizando acciones con una intencionalidad compartida.
La libertad humana “acontece” en los actos compartidos, en los que los seres
humanos no se utilizan mutuamente como cosas, sino que interaccionan
libremente como personas.
El ser humano puede diferenciar radicalmente entre actos y cosas, y
precisamente por ello puede retrasar o inhibir las respuestas instintivas, atendiendo a los procedimientos, y no sólo a los resultados, para así
institucionalizar el comportamiento, desarrollando cadenas de aprendizaje.
Desde el punto de vista bíblico, la libertad humana es primeramente una
libertad respecto a los resultados de sus acciones.
Esto es precisamente el sentido de la famosa prohibición de comer de los
frutos del árbol del bien y del mal (Gn 2:16-17).
Por supuesto, las acciones humanas tienen resultados, buenos y malos. Pero
el ser humano no debe alimentarse, es decir, no debe fundar su vida, sobre los
resultados de sus acciones.
Dicho en otros términos: el ser humano empañaría su libertad respecto a las
cosas, que es precisamente el punto esencial de su carácter de imagen y
semejanza de Dios.