Post on 30-Mar-2016
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Este relato participó en el TDL VII, organizado en sedice.com. Es un claro ejemplo de
NEMA (acrónimo que significa “Nadie Entiende Mi Arte”, para aquellos que no hayáis
pisado nunca la web elmultiverso.com): no es que sea El Mejor Relato, pero fue uno de
los incomprendidos de la edición. Eso sí, consiguió entrar en la antología, lo cual ya es
un honor :) . Su hermano gemelo, “En la oscuridad” —que narra el inicio de lo que
finaliza aquí—, fue seleccionado para la Antología Visiones 2009.
LUZ DEL MUNDO
—Shhh —musitó Aurora—. No hables. No la despiertes.
—Puede oírnos aunque hablemos en susurros —respondió él. El miedo había
convertido su voz alegre en un gruñido seco—. Podría oírnos aunque no hablásemos.
Puede oírnos respirar, puede oír cómo laten nuestros corazones. Puede oír cómo se
mueven nuestras sombras.
—Cállate —suplicó Aurora, retorciéndose las manos en el regazo—. No digas
esa palabra. No la llames. No la despiertes.
—Escucha todo lo que decimos, aunque esté dormida —murmuró Fulgor—.
Sueña, y nosotros estamos en sus sueños. Puede soñarnos...
Gimió de angustia y buscó en la penumbra la mano de Aurora. Los dedos
rosados de ella envolvieron los suyos, y el calor que desprendía su piel ascendió por su
palma extendida. El contraste con la frialdad del suelo de piedra bajo sus piernas y sus
caderas desnudas le hizo temblar y desear, por primera vez, cubrir su piel con algo de
tela; pero no podía, no cuando el único escudo que había entre la Sombra y ellos era la
luz de su piel. Una débil luminiscencia brotó de sus dedos, entrelazados con los de
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Aurora, y se extendió hasta sus antebrazos. Fulgor levantó la mirada desorbitada y la
clavó en el rostro tallado en sombras de ella, en los ojos claros, cuyas pupilas estaban
tan dilatadas en la oscuridad que se habían convertido en dos pozos completamente
negros.
—Pero todavía está dormida —dijo ella, implorante—. Está dormida...
¿Verdad...?
Fulgor asintió, sombrío. Levantó el otro brazo y le tendió la mano. Aurora la
tomó; la tenue luminosidad se intensificó de forma casi imperceptible, la luz que nacía
del contacto entre dos Guardianes. "Somos la Luz del Mundo", pensó, y, por primera
vez en todos sus siglos de vida, el pensamiento no le reconfortó en absoluto.
—¿No deberíamos avisar a Sol? —preguntó, inseguro, apretando las manos de
Aurora, aferrándose a ella como un náufrago al último tablón de un barco.
—Ya lo sabe. Todos lo saben. —Aurora cerró los ojos y suspiró—. No hay nada
que podamos hacer para despertarla, nada que podamos hacer para no hacerlo. Inútil,
tan inútil... Tantos siglos guardándola, vigilando que siguiera dormida. Inútil —repitió,
desalentada. Cuando volvió a abrir los ojos, Fulgor contuvo un respingo; en la pupila
engrandecida, en los iris claros como el hielo, pudo ver cómo la sombra se agitaba, tan
sutil que apenas era perceptible: la sombra de la Sombra, el reflejo de la consciencia
inmensamente poderosa que se desperezaba al amparo de la oscuridad, y cuyo poder
reptaba hacia ellos y rozaba con sus dedos helados la piel desnuda de sus cuerpos. Sus
manos temblaron cuando sintió, tan claramente como si la Madre se lo estuviera
diciendo, el inmenso peso de la Sombra en la mirada de Aurora, la negrura que la
atacaba, enfriando su cuerpo, congelando su alma, alimentándose de su terror. La luz
que emanaba de las manos de Aurora, unidas a las de Fulgor, vaciló.
Él se irguió hasta quedar de rodillas en el suelo de piedra y se inclinó sobre ella,
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apretando los dedos para impedir que Aurora rompiera el contacto.
—No te sueltes —susurró—. No te rindas. Todavía no está despierta. Todavía
nos queda luz.
"¿Y qué ocurrirá cuando despierte?", parecieron preguntar los ojos de Aurora.
Ella tragó saliva y asintió, apoyándose también sobre las rodillas para enderezarse y
alzar el rostro hasta que quedó a la misma altura que el de Fulgor. A su alrededor la
oscuridad se arremolinaba, densa y palpable como la bruma, más negra que una noche
sin estrellas, más lóbrega que cualquier otra noche que hubieran visto los siglos desde la
Oscuridad. Desde que la Madre se echó a dormir, agotada por la interminable lucha
contra aquéllos que eran la Luz del Mundo. Lo que los rodeaba no era la ausencia de
luz: era la Oscuridad que devoraba la luz, la Oscuridad que existía antes de que la luz
naciese para ahuyentarla. Era la Oscuridad que emanaba de la Madre, que por fin,
después de milenios de sueño, luchaba por despertar.
—La Madre de las Sombras —murmuró Aurora—. Sol dijo que esto ocurriría,
tarde o temprano... Que despertaría. Que se alzaría de su lecho de piedra y engulliría
toda la luz. Que traería consigo de nuevo la Oscuridad, que sumergiría el mundo en
sombras. Sombras... —repitió, y sus ojos brillaron, vidriosos, en la penumbra. La
sombra volvió a agitarse en sus pupilas.
—Aurora —gimió Fulgor—. Aurora, no. No te rindas.
—Ella es el depredador que aguarda entre las sombras, las sombras que son ella
misma —continuó Aurora. Su mirada enloquecida no parecía capaz de verlo; miraba
más allá del círculo de luz, a la oscuridad cambiante que los cercaba—. El depredador al
que no puedes ver, pero sí sentir. Notas su presencia, te acecha, y tú estás ciego,
esperando a que salte sobre ti y te desgarre con sus zarpas, con sus colmillos, con su
esencia. Porque ella es la Sombra, y los hombres, sin luz, sólo pueden parpadear, ciegos
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e indefensos, y esperar.
—¡Aurora! —susurró Fulgor, asustado, notando cómo la luz se iba
desvaneciendo entre sus manos. Desesperado, se inclinó sobre ella y se apoyó contra su
pecho desnudo, rodeándola con los brazos. El contacto de su piel creó un halo luminoso
inmaculadamente blanco que los rodeó, alejando la oscuridad.
Aurora titubeó antes de abrazarlo, y la luz se intensificó.
—¿No lo entiendes? —murmuró, apoyando los labios sobre su frente—. Está
ahí, casi despierta, esperando a que algo, un movimiento, un olor, un sonido, la saque de
su sueño. Pero a nosotros ya nos oye. Ya nos oye. Nos sueña... Nos ve.
—Sol vendrá —dijo Fulgor, enterrando el rostro en la calidez luminosa de su
cuello—. Lo ha sentido, igual que nosotros. Vendrá —repitió—. Y también vendrá
Alba, y Luna, y Brillo. Y Lucero, Candela y Estrella. Vendrán —insistió, clavando los
dedos en la carne de sus brazos. Su roce, y el resplandor que irradiaba su piel al tocar la
de Aurora, eran lo único real en un mundo de tinieblas—. Sólo tenemos que esperar.
Aguanta —suplicó—. No te rindas.
Aurora se apretó contra su cuerpo. Fulgor podía notar el temblor que sacudía sus
miembros, que el calor de la luz que creaban al tocarse parecía incapaz de mitigar.
—La luz diluye las sombras. Pero ¿acaso no es la luz la que las crea...?
Estúpidos —balbució Aurora, temblando violentamente entre sus brazos—. Hemos sido
unos estúpidos.
—Sin luz, no hay sombras —asintió Fulgor, ausente, mirando sin ver la
oscuridad que se agitaba más allá del círculo titubeante de su luz—. Pero nosotros
nacimos para luchar contra ella; nosotros no la creamos. Somos la Luz del Mundo. No
te rindas —repitió una vez más. Se separó apenas de ella y levantó el rostro para
mirarla. Aurora tenía los labios apretados, la mirada llena de terror—. No, Aurora, no...
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Por favor —susurró. Ella parpadeó y lo miró.
—Somos la Luz del Mundo. La luz que proyecta las sombras. Y ella... ella es la
Madre de las Sombras —musitó.
Fulgor no respondió. Levantó la mirada hacia ella, alzó los brazos y encerró su
rostro entre las manos.
—No te rindas. —El aliento de Aurora rozó sus labios un instante antes de que
la boca de Fulgor se posase sobre la suya.
Un destello de luz brotó de sus labios unidos. Las sombras se arrastraron por el
suelo, alejándose de sus cuerpos abrazados, y Fulgor rodeó su cuello con los brazos y
siguió besándolo hasta que Aurora suspiró y se dejó caer hacia atrás, sobre el suelo de
piedra, arrastrando a Fulgor consigo, permitiendo que la piel de él vistiese su cuerpo
como si fuese su propia piel. Las manos de Aurora se perdieron en su espalda,
acariciando el cuerpo que reaccionaba bajo sus dedos brillando como su nombre.
—No te rindas —repitió Fulgor con la voz entrecortada. Aurora le abrazó con
fuerza y se agitó, con el cuerpo entrelazado al de él, reluciendo con cada caricia.
—La Sombra... No somos más que un sueño de la Sombra —jadeó Aurora. Su
piel resplandeció cuando rodeó su cintura con las piernas, su cuello con los brazos. Su
luz rosada se reflejó en la luz blanca de él; el cuerpo de Fulgor, el cuerpo de Aurora,
parecieron por un instante hechos de agua, el agua en calma de un lago negro en cuya
superficie jugase la luz plateada de la luna, lanzando destellos deslumbrantes a la noche.
—Sol vendrá —musitó Fulgor en su oído. Aurora gimió suavemente cuando él
entró en ella. Un súbito fogonazo disolvió la negrura aterciopelada; la luminosidad bañó
sus cuerpos, se expandió hasta rozar las paredes, el techo, el lecho de piedra sobre el
que descansaba la figura envuelta en sombras impenetrables. Fulgor y Aurora se
unieron, ahuyentando la oscuridad, manteniendo a raya a la Sombra, y esperaron.