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SAGAS Y SERIES
L ynn K urland
****** EEElll VVViiiaaajjjeeerrrooo
(The Traveller) —2001
Una moderna mujer de Manhattan se encuentra en los brazos de un caballero
medieval, empeñado en reconquistar su castillo robado. Pero pronto cambia de idea y
ambos descubren todo lo que están dispuestos a abandonar por amor...
Traducción: Begoña Corrección: Maria Paz
SAGAS Y SERIES
Erase una vez un caballero que había hecho un juramento, un solemne
juramento con todo su corazón y su alma de proteger…
Capítulo 1
Cerca de una desierta capilla próxima a la frontera escocesa, 1299.
El aire en el interior de la capilla estaba lleno de presagios, augurios, y una
buena cantidad de polvo. Esto último era debido a que al sacerdote residente le costaba
doblarse por lo que le molestaba bastante ocuparse de estos trabajos. Se enderezó
finalmente rechinando, y tosió una o dos veces para poner a prueba su delicado
cuerpo. Viendo que no había mucha diferencia, respiró profundamente y continuó.
—Ah, dejadme pensar un momento —dijo rascando la incipiente barba de su
mejilla, —um … un juramento… ah, un solemne juramento de proteger …
—Sí, sí —dijo impaciente el caballero que estaba delante de él, quitando una o
dos liendres de su tabardo1 y fijándose en sus raídos remiendos. Maldijo a las
costureras.
—Y defender a damas de cualquier posición social…
El caballero asintió gruñendo con rencor. A todas salvo las costureras quizás.
—Y defender a los niños …
El caballero lanzó una siniestra mirada al chico que podía ver próximo a él (su
escudero, nada menos) el cual estaba en ese momento revolviéndolo todo detrás del
altar. El viejo sacerdote estaba tan concentrado recordando lo que trataba de decir que
al parecer no se daba cuenta de la travesura que el chico estaba llevando a cabo. El
escudero apareció inesperadamente por detrás de unas rocas con una sonrisa
triunfante, llevaba una barra de pan en una mano y un jarro en la otra.
1 Tabardo: Prenda de abrigo ancha y larga, de paño tosco.
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—Disculpadme un momento, Padre —dijo educadamente el caballero. Dio unas
zancadas aliviando al muchacho de su carga para después propinarle un fuerte
puntapié en el trasero. El chico se escabulló soltando un taco, aunque no tan gordo
como otras veces, pensó su dueño. Y como el muchacho no se hacía ilusiones de recibir
su parte del botín, huyó detrás de la destartalada capilla y se acomodó cerca de las
pertenencias de su señor. El caballero puso el pan debajo de un brazo y la botella en el
otro y se acercó de nuevo al fraile.
—Ahora —dijo despacio —centrémonos en este lamentable asunto. Tengo que
preparar un asalto y necesito sus bendiciones.
El sacerdote masticó con su desdentada boca.
—Veamos, mi señor—dijo, manoseando nerviosamente su toga y
aparentemente pensando futuras promesas que tendría que cumplir el desventurado
hombre que se encontraba frente a él. —Um … damas … um …niños … em …
—Ambos incordios —murmuró el caballero.
—Levantad vuestra espada y todo eso —dijo el sacerdote mirando hacia arriba
en busca de un poco de inspiración.
—Sí, sí —dijo el hombre preguntándose si levantar su espada contra un muñeco
de trapo, atravesándosela acto seguido contaría como una infracción del juramento que
estaba haciendo. De cualquier forma se contuvo. Necesitaba cualquier ayuda que
pudiera obtener. Su herencia estaba en juego.
—¡Ah! —dijo de repente el sacerdote, como si volviera a la vida después de
haberse atravesado con la sagrada espada de St. George. —Sí, es necesaria una última
cosa.
El caballero sintió un escalofrío al percibir el repentino fuego que resplandecía
en los ojos del cura. Apenas se atrevió a imaginar lo que el sacerdote había reservado
para él. Sin embargo no era un cobarde, así que se decidió.
—¿Y eso sería …? —Preguntó el caballero preparándose para lo peor.
El sacerdote vomitó con gran ímpetu las siguientes palabras.
—Lo más importante de todo, algo sin lo que ningún caballero osaría en ir a
luchar, sí, el mayor juramento que un hombre de honor, de naturaleza caballerosa
llevaría a cabo…
El caballero se acobardó. ¡Qué todos los santos lo protegieran!
—Un juramento de proteger…
Ni una palabra agradable.
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—Defender…
Cada vez peor.
—Y rescatar…
El caballero cerró sus ojos y comenzó a rezar.
—A todas y cada una de las doncellas en peligro, pero preferiblemente una
doncella en un gran peligro…
Y entonces Sir William de Piaget, el rebelde, hijo del inútil que—nunca—hizo—
un—juramento—de—honor Hubert de Artane, nieto del ilustre Phillip de Artane y
bisnieto del legendario Robin de Artane, se dio cuenta de su profunda desgracia, ya
que ningún Artane (salvo su padre, por supuesto) hizo ninguna promesa que no
pudiera cumplir. Sería tan imposible para William romper su voto como suicidarse.
Pero pensando en las posibles doncellas en peligro, sumadas a sus otros
problemas, era casi suficiente para inclinarse a considerar ambas.
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Erase una vez un caballero que había hecho un juramento, un
solemne juramento con todo su corazón y su alma de proteger a damas de cualquier
posición social, defender a niños, proteger y rescatar a todas y cada una de las doncellas
en peligro, pero preferiblemente a una doncella en gran peligro…
Capítulo 2
Una desierta tienda de comida vegetariana en Manhattan, Junio del 2001.
Julianna Nelson fijó una triste mirada a los artículos del mostrador que estaba
frente a ella. Deseaba un DoveBar2 con crema de chocolate helada recubierta de una
capa de crujiente chocolate negro que le diera energías hasta las 2 A.M. Pero en su
continua y eterna lucha de perder diez libras de sus muslos decidió que los placeres del
chocolate no serían para ella en mucho tiempo.
De todos modos maldijo.
—Tomaré pasas recubiertas de algarroba 3 — Dijo suspirando.
—Excelente elección —respondió la dependienta. —Añadiré unas rodajas
zanahorias recubiertas de algarroba también. Están muy frías —añadió con una
deslumbrante sonrisa. –Las adorarás.
Julianna pensaba muchas cosas de ellas, pero desde luego adorarlas no era una
de ellas.
—¿Algo de beber?
Buscó con ilusión una máquina de coca—cola pero no vio ninguna, al no ser
una licuadora que se parecía extraordinariamente a un cortador de césped con un bol
2 DoverBar: Bombón helado.
3 Algarroba: es un sustituto del cacao. Son parecidas a unas pasas recubiertas de chocolate pero con
menos calorías.
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cerca de ella, y negó con la cabeza. Rápidamente. Pero no antes de que la chica
decidiera darle un puré de alguna hierba parecida a un brebaje.
Julianna cogió sus compras, puso su bolso en el hombro, y con pesimismo se
arrastró a una mesa vacía cerca de la ventana. A esa hora todas las mesas estaban
vacías pero esperaba que por lo menos los rayos del sol la animaran un poco. Se sentó,
probó una zanahoria, trató de no atragantarse y buscó algo alrededor en que
entretenerse para olvidarse lo que estaba comiendo.
Ah, su correo. Lo había cogido cuando salió por la mañana para otro asqueroso
día en la búsqueda de un trabajo. Había hecho dos entrevistas antes de parar a reponer
fuerzas. Lamentablemente, en estos días no había mucha demanda para su
especialidad en Nueva York. Sus perspectivas eran deprimentes, y el estado de su
cuenta de ahorros incluso peor. Tenía que hacer algo, y pronto, si quería volver a
comer. Estuvo tentada de darse el lujo de un deseo imposible, que un caballero de
brillante armadura viniera a rescatarla de su situación. Realmente era más agradable
que sus alternativas.
Ir a casa no era una solución. Tendría que escuchar a su padre sobre la idiotez
de escoger dos licenciaturas avanzadas en lenguas antiguas mientras se especializaba
en caricaturas y diseño de gemas. Tendría que explicar de nuevo su fascinación por las
antigüedades, por lo que la hacía reír, y por las cosas brillantes que iban alrededor de
las muñecas y que colgaban de las orejas; y no tenía deseos de explicar nada de lo
anteriormente dicho.
Su madre la miraría con tono acusador y le preguntaría cuando pensaba sentar
cabeza y darle algún nieto. Entonces vendría la inevitable comparación entre ella y sus
hermanas. No, su casa no era el mejor sitio para estar ahora.
¿Hermanas? Bueno, la mayor de sus hermanas siempre le dejaría un sofá, pero
luego vendría con deja—que—te—solucione—tu—vida y Julianna no quería que nadie
se la solucionara. Si no podía conseguir un trabajo decente, ¿cómo se suponía que iba a
conseguir un tío decente, incluso si estuviera citada con él? No, mucho mejor organizar
su vida primero, y buscar un hombre después.
Sólo esperaba que cuando consiguiera lo primero, no fuese tan vieja como para
intentar lo segundo.
Suspiró, tomó las pasas recubiertas de algarroba, y sacó su correo. Facturas,
facturas, y catálogos de los que nunca podría permitirse hacer un pedido. Lo cogió
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todo para tirarlo a la basura, cuando se le cayó algo sobre la mesa con un fuerte plop.
Miró el remitente y parpadeó con sorpresa.
Bueno, no completamente sorprendida. La carta era de una compañera de
cuarto de la facultad que no había visto en años, pero eso no era, después de todo, algo
tan insólito. Julianna había escrito a su antigua compañera de cuarto interesándose por
su publicación, pero esperaba una respuesta sólo a medias. El haber vuelto a
encontrarse con Elizabeth otra vez, era una especie de milagro.
Había tenido la intención de rascarse el bolsillo para adquirir un preciado libro
de culto de poesía antigua cuando se había fijado en un libro que estaba sobre una silla
de su librería favorita. Lo cogió y casi lo devolvió otra vez a su sitio. El romance no era
para ella, pero le dio la vuelta para ver la foto del autor, sólo por saber que clase de
patán lo había escrito. Se quedó completamente sorprendida cuando la cara de
Elizabeth Smith la miró fijamente.
La biografía de Elizabeth mencionaba que estaba casada y vivía en Escocia.
Julianna no solía mantener contacto con los viejos amigos, pero decidió hacer borrón y
cuenta nueva. Así que se decidió y la escribió. Parecía una buena idea en ese momento,
pero en realidad no esperaba ningún resultado.
Mientras leía la carta de su antigua amiga, se dio cuenta de que ese pequeño
esfuerzo por su parte había sido una de las mejores decisiones que había hecho jamás.
Le comentaba las cosas corrientes a cerca de su hogar y familia (marido, un hijo
y otro en camino), y algunos razonamientos sobre su aparente exitosa carrera. Pero fue
al final de la carta cuando pegó un respingo en su silla.
Me cuentas que has estado buscando trabajo. Si dispones
de tiempo libre, ¿por qué no vienes a Escocia?. Tenemos muchas
habitaciones libres, y te asombrarías de cómo la tierra de Jamie cura
toda clase de heridas. Puedes estar todo el tiempo que quieras.
¿Quién sabe?, incluso podrías no querer marcharte.
Pero tengo que advertirte algo, tienes que tener cuidado de
por donde vas. Sé que te costará creer esto, yo nunca creí que lo
escribiría, pero hay varios sitios cerca de nuestra casa por los que
hay que tener cuidado al pasear.
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Julianna frunció el ceño. ¿Qué se suponía que quería decir?, ¿Qué iría a la cárcel
por pisotear un grupo de brezos o por molestar a las delicadas y consabidas ovejas?
Tienes que tener cuidado en Inglaterra, y así, más o menos
nos encontraremos. Te envío un mapa. Si vienes directamente y no
te separas del camino marcado, estarás bien. En caso de que te
pierdas, recuerda, ten cuidado. Como yo digo, nunca sabes que
clase de sorprendente viaje puedes hacer debido a un inocente
prado.
Julianna dio la vuelta a la última hoja y miró el mapa que Elizabeth había
dibujado. Reconoció la forma de Inglaterra. Había varias X dibujadas aquí y allí. Lo
estudió más detalladamente y vio que al lado de cada una había una pequeña
anotación hecha con la clara letra de Elizabeth.
La Inglaterra de Chaucer4.
La Francia revolucionaria.
Visita a los Pictos.
Julianna sonrió. No podía evitarlo. O Elizabeth estaba tratando de animarla con
una pequeña fantasía, o había perdido la cabeza por inhalar demasiado aire puro.
Sospechaba que fuese lo primero. Elizabeth siempre había sido capaz de hacerla reír,
siempre había pensado que la incursión de Julianna en el mundo del diseño era
brillante y había usado cada pieza de joyería que Julianna le había hecho; incluso
cuando el metal había sido de una calidad bastante dudosa.
Y ahora una invitación para visitarla. Miró fuera de la ventana y sintió florecer
una extraña esperanza en su corazón. Escocia en primavera. Podía ser un lugar
hermoso para intentarlo de nuevo o ¿se equivocaba su corazón?. Mentalmente contó el
magro contenido de su cuenta corriente. Si encontraba una tarifa barata, no comía
mucho durante el viaje (ni después), y gorroneaba a Elizabeth mientras estaba allí,
podía conseguirlo. Mientras, ¿quién sabe que clase de contactos podía hacer?. A lo
mejor se tropezaba con alguien que necesitara una pequeña traducción del inglés
antiguo, o ayudar con su anglosajón, o tomar algunas inscripciones romanas que
estaba terminando de aprender a leer. Tenía preparación. Sólo que lo estaba intentando
en el lugar equivocado.
4 Chaucer: Célebre escritor inglés del siglo XIV autor de “Los cuentos de Canterbury” entre otros.
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Dobló la carta e iba a ponerla en su bolso cuando vio una pequeña posdata.
Por cierto, ten cuidado con Gramercy Park también. Ese
sitio es un terreno peligroso. Quédate dormida en un banco y
terminarás prácticamente en otro planeta. Besos, E.
Julianna consideró su anterior opinión sobre el estado mental de su amiga. Era
obvio que había perdido la cabeza y estaba mezclando la fantasía con la realidad. El
libro que Elizabeth escribió había sido un viaje en el tiempo donde la heroína se había
quedado dormida sobre el banco de un parque y despertó en la Escocia medieval, pero
había sido pura ficción por lo que Julianna había entendido. Evidentemente, Elizabeth
había empezado a tomarse su trabajo demasiado en serio.
Bueno, lo menos que podía hacer era darse prisa y devolverle a su amiga el
sentido común. Seguramente podía gastar el resto de sus escasos fondos en una
compasiva misión y no sentirse culpable por ello.
Julianna metió sus delicias de zanahorias dentro de su enorme bolso negro, se
lo puso al hombro y salió de la tienda. Mala suerte, no era posible el transporte a
Gramercy park. Tenía que ahorrar para el billete de avión.
Se detuvo en el exterior de Rockefeller Center y meditó sobre sus dos próximas
citas con las agencias de trabajo.
¿Un trabajo sin porvenir o un viaje a Gramercy Park?.
¿Una desagradable tarde intentando justificar su capacidad, o una tarde en un
soleado banco del parque, imaginándose a si misma al otro lado del océano?.
Le llevó dos minutos enteros decidirse a dar la vuelta y cruzar la calle como un
peatón imprudente (los conductores le comunicaron su enfado en el lenguaje
multilingüe de gestos que todo verdadero neoyorquino conoce por instinto) entonces
paró en Godiva y encargó una caja muy cara de surtido variado de trufas. Satisfecha
esta necesidad, se dirigió hacia el metro y se apeó cerca de Gramercy Park. ¡Qué
diablos! Si iba a perder la cabeza, sus ahorros y todas las posibilidades de ganar dinero
y comida en una tarde, también podía estar gorda, feliz, y relajada al mismo tiempo.
Una vez llegó al parque, se concentró en buscar un banco agradable. Todo
estaba ocupado por una diversidad de personas a las que no sentía ningún deseo de
conocer.
Y entonces vio El Banco.
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Lo miró y sintió una extraña sensación descender por su columna. Podía ser por
una voluminosa cagada de pájaro, pero también podía ser por cualquier otra cosa.
Deslizó su vista por su traje bueno, uno negro de Donna Karan que le había costado
una sustanciosa cantidad de dinero pero que generalmente garantizaba que la tomaran
en serio en las entrevistas de trabajo. Se preguntó cuanto le costaría mandarlo a la
tintorería para quitar esa mancha de excremento de pájaro de su espalda.
Demasiado caro, decidió. No tenía sentido añadir unos gastos innecesarios a su
aventura. Buscó alrededor algo que le sirviera para limpiar la mancha. Cogió unas
hojas del árbol que sobresalían por encima del banco, y se limpió ella misma como
pudo, luego se dio la vuelta para tomar asiento en el banco. Oyó un sonido parecido al
estallido de una escopeta por encima de su cabeza y se sentó sorprendida. Su sorpresa
fue doble cuando sintió algo extraordinariamente pringoso. Antes de que se
preguntara que había sido eso, volvió a sonar la misma explosión sobre su cabeza. Se
dio cuenta que el mismo pájaro había defecado una segunda vez con gran optimismo
sobre su hombro.
Y ya no tuvo necesidad de preguntarse sobre que se había sentado.
El pájaro trinó una vez y se alejó volando, sintiéndose aparentemente mucho
mejor.
De repente se sintió muy agradecida por ese caluroso día, pues tenía la certeza
de que no iría a ningún sitio hasta después de anochecer. Probablemente podría
haberse cubierto con el chal que había metido por la mañana en su bolso, pero eso
conllevaría más tintorería y sospechaba que ahora mismo ya le suponía una fortuna.
Así que decidió pensar en cosas más interesantes, es decir que había dentro de sus
cinco libras de surtido de Godiva que acababa de comprar. Olió, seleccionó, mordió,
entonces se concentró en como conseguiría aterrizar en Escocia sin recursos para comer
fuera el precio del billete. Saboreó el chocolate y fantaseó sobre campos de brezos y
apuestos escoceses con sus kilts.
Pasó el tiempo.
Se imaginó yendo a por una bebida, pero podía perder su sitio en El Banco, y
eso no lo podía consentir.
La tarde menguó.
Un baño estaba empezando a sonar maravilloso, pero eso suponía mostrarse a
la gente y ella todavía tenía su orgullo. Sólo podía imaginarse el aspecto que tendría la
cagada de paloma en su traje de seda.
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Empezó a anochecer.
Empezaba a tener frío. El parque donde se encontraba, estaba de repente
completamente vacío. Subió sus pies sobre el banco y abrazó sus rodillas. Una extraña
neblina subía desde el suelo y la rodeaba. Ahora si sólo hubiera sido una solitaria
neblina, ella habría pensado que una repentina nube de cannabis había llegado por el
aire de detrás del arbusto hacia ella, pero era algo más que eso. Mucho más. Sentía un
escalofrío y una sensación muy fuerte de que Algo Estaba Sucediendo.
Agarró su bolso y comenzó a preguntarse si el libro de Elizabeth había sido más
autobiográfico de lo que admitía. Además ¿no le había avisado Elizabeth sobre el
parque?
—Oh, señor —susurró, cerrando sus ojos apretadamente esperando que su
repentina sensación de vértigo se debiera al gran sabor y calidad de las cuatro trufas.
—Señor, oh, señor.
De repente una densa bruma la envolvió. Abrió sus ojos y vio un chico frente a
ella, posiblemente el más sucio, y escuálido adolescente que ella jamás había visto.
Abrió sus ojos y dando un grito salió corriendo antes de que ella pudiera hacer lo
mismo.
Y entonces se dio cuenta de algo más.
Ya no estaba sentada en el banco del parque.
Comenzó a hipar.
Tendría que haber prestado más atención a la posdata de Elizabeth. Había sido
una engreída. La había cagado. La habían avisado, pero no había hecho caso. Tal vez se
merecía lo que le estaba pasando.
Y ahora allí estaba ella sentada en un lugar desconocido, escuchando algo que
se parecía bastante a una maldición, una maldición en francés normando antiguo,
mezclado con numerosos juramentos en inglés medieval que ya nadie usaba.
Cerró sus ojos fuertemente, estrujó el bolso contra su pecho y trató de controlar
su hipo. Quizás si cantaba una alegre canción podría volver a la realidad. Sí, eso era lo
mejor. Se concentró en la primera cosa que le pasó por la mente.
—Es la historia … de una hermosa mujer …
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Capítulo 3
—Es la historia más lamentable que jamás he oído —gruñó William a su
escudero. —¿Una mujer decís?
—Sentada sola —dijo el niño asintiendo con la cabeza y abriendo sus enormes
ojos —Meciéndose y cantando como si estuviera loca.
—¿Sentada dónde? — preguntó William.
—Donde vuestra merced intentó escalar la pared, mi señor, sino no os habría
molestado.
William gruñó. Al menos Peter era un chico disciplinado. Miró al cielo,
maldiciendo, y movió la cabeza. La cruenta aventura estaba condenada desde el
principio. Y ahora una criatura demente la echaba a perder incluso antes de haber
comenzado. Seguramente, ya habría alertado a todos los habitantes de sus intenciones.
El sitio no estaba saliendo como había planeado. Aparentemente su padre (el
idiota que se había ido con la guardia de William) había despegado los labios de la
larga espita de cerveza el tiempo suficiente para crear una defensa. Doce hombres tan
sólo, alguno no apto, pero todavía eran una docena contra uno. Uno y algo, contando a
Peter, aunque no sabía de que le iba a servir aquel bastardo que había rescatado de las
calles, contra hombres entrenados.
Para empezar debería estar lamentándose por no haber formado una guardia
hace años. Sí, y debería haber guardado más del oro que había ganado en sus
incursiones en el circuito de torneos franceses. Lamentablemente, nunca había pensado
que querría una casa o un hogar, así que, ¿para qué quería bolsas de oro o necesitaba
contratar mercenarios? Había preferido viajar ligero, vivir desenfrenadamente, y
olvidarse de bandas de ladrones y herederas desesperadas. No tener hombres a los que
alimentar le había parecido una buena idea, pero ahora se empezaba a preguntarse si
debería haber conservado con él algún guerrero que le ayudara en sus empresas.
No es que sospechara emprender alguna acción, no a corto plazo. Siendo el
segundo hijo de un segundo hijo completamente inútil, equivalía a tener poco o nada
en la vida. Su abuelo había sido lo suficientemente generoso como para darle un
escudero. Phillip había provisto a William con una brillante espada nueva, y un buen
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caballo de guerra antes de haberse ganado sus espuelas. Sólo por eso William le estaba
realmente agradecido. Por supuesto no esperaba nada más.
Le había cogido completamente por sorpresa encontrar un mensaje para él en
Francia diciéndole que tenía una herencia (aunque no una muy buena) en Inglaterra y
que tal vez le gustaría volver para reclamarla. Sabía lo que había sucedido con su
abuelo, pero no había sido capaz de volver para su entierro. Las noticias sobre su
premio en Inglaterra le habían llegado a través de su tío. Estaba asombrado por su
regalo, pero estaba más impresionado aún porque la propiedad no fuera primero para
su padre o su hermano.
Además, su padre y su hermano eran tontos, y tanto su abuelo como su tío lo
sabían muy bien. Apreciando el buen juicio de su tío, había estado más que feliz por
conocer un poco sus asuntos antes de tomar posesión de su residencia.
En su camino hacia el norte se había imaginado que encontraba un fuego
caliente y un vino decente esperándole. Lo que no imaginaba era encontrar a su padre
en posesión de su herencia.
¡Maldito tonto inútil!
Así que ahora se enfrentaba al inevitable deber de tratar de arrebatar su hogar
a su padre antes de que él agotase el pobre sustento que todavía permaneciese en las
despensas y fecundase al menor número de muchachas que se encontraran dentro.
—La mujer, mi señor, —recordó Peter.
Y como si no tuviera bastante, ¿ahora tenía que preocuparse por una mujer
loca?
—Sí, si, —se quejó William. —Mostradme el camino, chico. Hasta podría
levantar una espada. Podríamos utilizarla.
Pero maldecía continuamente mientras daba pisotones detrás de su escudero.
La niebla era muy espesa y hasta que no se dio un buen golpe contra el muro donde
habían dejado sus enseres, no se percató de donde estaban.
Bien, era una mujer, de eso estaba seguro. Estúpida como un pato, nada menos.
Estaba meciéndose y cantando justo como Peter le había advertido, con los ojos
fuertemente cerrados y alguna clase de saco agarrado firmemente contra su pecho. La
letra de la canción era ininteligible para William y la melodía francamente irritante.
—¿Podríais parar? —le susurró bruscamente. —¿Queréis atraer a los bárbaros
del norte sobre nosotros con ese horrible ruido?
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La mujer abrió los ojos y entonces volvió rápidamente a cerrarlos otra vez. Sus
dientes comenzaron a castañear, lo cual no hacía nada por mejorar la ejecución de su
tonada.
William miró hacia arriba y vio un centelleo que estaba directamente encima de
la cabeza de la mujer. Empujó a Peter hasta hacerlo retroceder, entonces saltó hacia
delante y tiró a la mujer a sus pies.
Y luego, como si hubiera intentado maltratarla en vez de salvarla, la muy
desagradecida lo empujó y empezó a golpearlo con el saco que había estado agarrando.
William trastabillando hacia atrás y protegiendo su maltrecha cabeza intentaba
recobrar el sentido después de que ella lo hubiera golpeado. Parpadeó un par de veces
y miró el pesado saco negro con desaprobación.
Un movimiento sobre él le aseguró que encima había algo todavía peor que a
sus pies. Dio un tirón a la mujer para apartarla de un peligro inminente sólo para
encontrarse con que ella se estaba preparando para golpearlo de nuevo. Retrocedió
instintivamente, cuando con horror vio que desde arriba se derramaba el contenido
de una gran olla sobre la infeliz muchacha, medio esperando oírla chillar cuando la
empapara el aceite hirviendo.
La sonora carcajada sobre ellos hizo que sus sospechas giraran en otra
dirección. Así como el cese repentino de todo movimiento y el sonido de la loca mujer
que tenía enfrente.
William se inclinó y olió. Luego tapó su nariz con la mano para protegerse y
miró el contenido de la inmundicia que ahora adornaba a la mujer que estaba de pie
frente a él. Aparentemente no todo estaba bueno en la cena de Redesburn. Sacudió su
cabeza con simpatía.
Y mientras lo hacía, le asaltó un inoportuno recuerdo.
… juramento de proteger, defender, y rescatar a todas y cada una de las doncellas en
peligro…
Las palabras que con tanto júbilo pronunciara el sacerdote resonaron en la
mente del pobre William, preguntándose en que demonios estaría pensando cuando
visitó al sacerdote en primer lugar. ¿Y dar su palabra? ¡Por todos los santos! Había sido
tan tonto como la criatura que tenía delante.
La miró fijamente. Seguramente ésta no podía calificarse como una a la que
rescatar. Estuvo sólo un momento rumiándolo cuando fue asaltado por otro enojoso
pensamiento.
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La caballerosidad nunca es conveniente.
Frunció los labios. Ese había sido el dicho favorito de su abuelo. Y como su
abuelo le había dado tanto (su equipamiento, sus valores, el manejo de la espada y
bastante de la verdadera sangre de los Artane) supuso que se encontraba ante una
pequeña elección, pero tendría en cuenta esas palabras y salvaría a la maldita mujer.
Ojalá lloviera y la librara algo de ese hedor.
Con un fuerte juramento, agarró a la mujer por la mano que sujetaba el saco
para impedir que lo golpeara, y la arrastró detrás de él. Al menos había cesado de
cantar. William agradeció ese pequeño detalle.
Volvió pisando fuerte a su campamento, maldiciendo todo el camino. ¿Qué iba
a hacer con esa muchacha ahora que la había rescatado? Necesitaba concentrarse en la
tarea que tenía entre manos, y no inquietarse por los suaves contornos de una mujer.
Una ráfaga de aire arrastró hacia él otra vez el olor que había dejado la inmundicia, y
decidió que lo primero que haría, sería librarla de él. Incluso que cantase era mejor que
ese hedor.
William se detuvo a pensar en su improvisado campamento. No era un lugar
que planeara habitar durante mucho tiempo, no tanto como para hacerlo confortable
para una mujer. No podían hacer fuego, para no delatar su posición, y no había nada
pudiera usar como abrigo. Suspiró y puso los ojos en blanco. ¿Por qué no podían ser
las cosas más sencillas?
Retirada.
Qué palabra tan desagradable.
Aparentemente no tenía elección. Miró a Peter.
—Recoged nuestros enseres. Volvemos a la capilla.
A Peter aparentemente le encantó la idea, porque sin pérdida de tiempo realizó
la tarea encomendada. William se preguntó si habría algo más detrás del altar de lo
que él sabía. Ensilló su montura, luego miró a la mujer que había dejado unos pasos
detrás de él. Lo estaba observando con una mirada que sólo se podía definir como
horror.
—¿Qué? —preguntó —¿Nunca antes habíais reparado en un caballero pobre?
Sus ojos se abrieron con asombro, mientras movía lentamente la cabeza.
Al menos no era completamente estúpida. Por eso ella podía tener una pobre
opinión de él, su tabardo deshilachado además de su capa remendada lo afligían. Se
irguió.
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—Soy el señor de ese feudo. —dijo apuntando hacia el castillo que habían
abandonado. —Estaba intentando recuperarlo cuando vuestra merced me distrajo de
mi propósito.
Ella lo miró sin impresionarse. Lo cierto es que parecía que iba a romper a
cantar otra vez. Intentó sujetar su bolso para que ella montara en el caballo.
Inmediatamente ella lo puso fuera de su alcance, mientras sus ojos despedían una luz
febril.
—¿Qué tenéis ahí? —preguntó con fastidio —¿Reliquias sagradas?
—¿Q—qué?
Al menos era capaz de dar una respuesta, aunque una inútil. La miró con
nuevos ojos. Tal vez no era tan tonta como parecía. Y luego la miró de verdad
preguntándose por qué había estado tan distraído con las desgracias a su alrededor
que no había prestado atención a lo que tenía delante. Ignoró la porquería que cubría
su pelo y su ropa, y notó, en primer lugar, lo extraño de su atuendo.
Toda de negro, como si hubiera sido un demonio enviado directamente del
infierno. Sus faldas, si podían denominarse así, llegaban justo hasta las rodillas como
las de los escoceses. Más abajo, sus piernas estaban tan negras como su falda, pero con
grandes remiendos blancos. William se inclinó y observó que sus piernas estaban
cubiertas por unas calzas, pero de un tejido fino, que nunca antes había visto.
Y luego su calzado. Habían sido blancos en algún momento anterior, y quizás lo
fuesen otra vez después de limpiarlos. Estaban atados con alguna especie de cordel
colorado y adornados con brillantes cuentas. Los abalorios que estaban sobre los dedos
de los pies eran amarillos con unas marcas que se parecían mucho a una cara sonriente.
Simplemente un milagro. William se enderezó y miró a la mujer otra vez. A lo
mejor era una santa resucitada, o un ángel que acudía en su ayuda. Todo lo que sabía
era, que ayudándola podía ser que le devolviera la ayuda.
De repente se encontró de espaldas debido a un gran golpe en su cabeza.
Sacudió su cabeza intentando aclarar la visión. Movió sus pies balanceándose una o
dos veces.
—Se fue por allí. —dijo Peter prudentemente apuntando hacia el sur.
William puso a Peter de paquete sobre su caballo, y se subió de un salto a su
montura. Le llevó sólo unos minutos alcanzar a la mujer, y en ese tiempo, claramente
su temperamento lo venció.
—Deteneos, muchacha del demonio. —Bramó.
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La mujer se volvió a mirarlo sin parar de huir, y ese fue su error. Tropezó y se
despatarró por el suelo. William hizo una mueca de dolor por el inconfundible sonido
que producía el cráneo el chocar contra algo duro. Se levantó en su montura y saltó.
Maldición, sólo le faltaba esto en su miserable vida. Cogió a la muchacha en sus
brazos, la cruzó sobre su caballo y montó. Ahora no tenía más elección que ir a la
iglesia otra vez. A lo mejor, podía dejarla allí y retomar sus asuntos de nuevo. Sí, esto
contaría como un rescate, ¿verdad?
Premeditadamente ignoró el hecho de que encomendándosela a un poco
dispuesto sacerdote podía no estar cumpliendo con la parte del juramento de defender
y proteger.
Juramentos, pensó con disgusto.
Él había sabido a donde le conducirían.
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Capítulo 4
Julianna volvió en sí con un tremendo dolor de cabeza. No quería arriesgarse
a abrir los ojos, por temor a que el dolor se intensificase. ¡Demonios! ¿Qué le pasaba?.
¿La habían asaltado unos ladrones?. ¿Robado?. ¿Atracada mientras saboreaba
chocolate en el banco de un parque?
Arrugó la nariz cuando percibió el olor que parecía rodearla. A lo mejor, había
empezado a coger ese perfume al estar sentada tanto tiempo sobre la cagada de una
paloma, no sabía que podía pasar eso. Bueno, no tenía sentido aplazarlo por más
tiempo. Iba a abrir sus ojos, levantarse y volver a casa. Quizás ya era de noche y sólo
tendría que abrirse camino entre los noctámbulos del metro. Podía haber sido peor.
Abrió los ojos.
¡Oh! Era peor.
Había, a no más de metro y medio un hombre, un hombre al que
desafortunadamente conocía muy bien. Maldición, pensaba que había sido un sueño.
Pero ahí estaba, con su escuálido ayudante, comenzando a hurgar en su bolso.
—¡Oye! —graznó —Deja eso.
El hombre la miró tranquilamente, como si no sintiera ninguna culpabilidad
por robar sus cosas. Sujetaba su chocolate en una larga mano. Julianna miró con horror
como se preparaba para tirar su caja de trufas por encima de su hombro.
—Son Godivas, idiota —jadeó tambaleándose hacia él.
Lanzó una brusca palabra. Rauda, Julianna buscó mentalmente un sinónimo
de New Jersey y se quedó en blanco. Buceando en una porción olvidada de su
sobreeducado cerebro, dio con una oscura palabra que sonó extraordinariamente igual
a lo que el hombre le había ladrado a ella.
Veneno.
—Cielos, no —dijo ella —Chocolate. —Se sujetó la cabeza entre las manos y se
fue gateando sobre sus rodillas. Mantuvo una mano sujetando su cabeza para que no
se cayera de sus hombros y buscó a tientas entre sus cosas. Metió dentro de su bolso
algunas cosas que él había estado examinando y le arrebató el preciado tesoro de sus
manos. —Podía ser el último que me pueda permitir —regresó lentamente al muro
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contra el que había estado aparentemente durmiendo y estrechó su bolso contra el
pecho. No tenía sentido volver a perderlo de vista.
Le llevó un momento despejar su cabeza, y cuando lo hizo, deseó no haberlo
hecho. Quizás tenía una conmoción. Quizás su dolor de cabeza le estaba causando
alucinaciones. Quizás estaba volviéndose loca.
Bueno, en todo este asunto, la única cosa segura era que ya no estaba en
Gramercy Park.
Sospechaba que incluso no era Manhattan.
Tal vez había más en el mapa de Elizabeth de lo que sus ojos vieron.
Miró alrededor. Estaba en una vieja y destartalada iglesia de piedra. Todavía
conservaba el tejado y las paredes, pero había plantas creciendo donde no debían y
gran número de algo muy parecido a nidos diseminados por todo alrededor, que
estaba completamente segura, estaban habitados por animales de dudoso origen. Miró
a su derecha y vio un altar adornado con lo que sólo podía suponer era un sacerdote
inconsciente. Le preocupaba que estuviera muerto hasta que dio un gran bufido y se
puso a roncar.
De acuerdo, podía haber visto algo parecido en Jersey.
Pero no pasaba lo mismo con el tío que la encaraba, el cual seguía
preguntando
—¿Quién sois? —y —¿De dónde venís? —en una lengua notablemente
parecida el inglés medieval. Cuando esas inteligibles palabras se parecieron a un
espantoso grado de francés normando y una letanía de maldiciones que apenas podía
entender, comenzó a pensar que incluso en Jersey no podía ocurrir algo tan extraño.
Luego consideró la cota de malla. Un estudiante de lengua medieval no
conocía las palabras sin aprender muchísimo de historia. Sus ropas parecían del final
del siglo XIII. Puede que de principios del XIV si había sido pobre y eran de segunda
mano. Pero su espada era muy brillante e indudablemente muy afilada. Miró a su
izquierda y se encontró con dos voluminosos caballos de pie justo delante de la puerta
de la iglesia.
¿El plató de una película de Holliwood?
Tenía sus dudas.
Por cierto, ten cuidado con Gramercy Park también. Ese sitio es terreno peligroso.
Quédate dormida en un banco y terminarás prácticamente en otro planeta.
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Las palabras de Elizabeth volvieron a su cabeza con irritante claridad. Otro
planeta era justo la expresión, ¿no es cierto? No había aterrizado sobre alguna clase de
mundo Star Trek donde la vida estaba eternamente enclavada en la Edad Media,
¿verdad?
—…Y para estar seguro, solamente hice un juramento para garantizar mi
éxito. —Estaba contando el hombre mientras la observaba con inconfundible
desaprobación.
Julianna había estado observando como se movían sus labios, sólo entonces se
dio cuenta que él los había estado usando para formar palabras.
—A fe mía que necesitaré todo lo que pueda conseguir —continuó quejándose
—será una tarea difícil quitar su lamentable culo de mi propiedad incluso si apenas
puede levantar su espada para salvar el cuello.
Julianna se sintió como si de repente hubiera sido descargada en un país
extranjero donde el murmullo que crecía alrededor de ella había repentinamente
comenzado a parecerse al idioma que ella había estudiado diligentemente. Sólo,
comenzaba a preguntarse si el breve semestre de intercambio en Cambridge había sido
suficiente para obtener el acento de un profesor universitario americano. Luego se dio
cuenta de que estaba oyendo al hombre quejarse en francés normando y maldiciendo
al adolescente que estaba sentado a su lado en un inglés medieval, y fue entonces
cuando empezó a convencerse firmemente de que se estaba volviendo loca.
—Él dice que el lamentable culo de su padre, —añadió el adolescente
alegremente —Robó su …
El chico esquivó un amistoso, aunque malintencionado, manotazo en su oreja
y guardó silencio. Julianna miró al hombre y se fijó en la única palabra que podía
repetir sin ponerse a gritar.
—¿Un juramento? —preguntó con voz ronca.
—Si, pardiez. —respondió el hombre bruscamente.
Ella pestañeó.
Maldijo.
—De rescatar y defender a todas y cada una de las doncellas en peligro…
—Proteger. —añadió el sacerdote con voz débil, luego empezando a toser, se
deslizó fuera del altar precipitadamente. Aterrizó con otra tos y un bufido. Cambió de
sitio, poniéndose más cómodo, y comenzó inmediatamente a roncar de nuevo.
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El hombre lanzó al hombre un tejido mugriento de aspecto oscuro, luego le
dirigió a ella una mirada hostil.
—Ahora, por última vez, ¿cómo os llamáis?, ¿De dónde venís?
Julianna respiró profundamente. Era todo demasiado irreal. No podía creer lo
que estaba oyendo. No quería creer lo que estaba oliendo. Cada gramo de su sentido
común no quería llegar a la conclusión más obvia.
Un viaje en el tiempo.
Era imposible.
¿Podía suceder?
Miró el hombre y sonrió ligeramente. ¡Qué demonios! Le diría la verdad y
vería cómo reaccionaba. Quizás agotaría su repertorio de francés normando, y dejaría
de jugar y admitiría que había sido una elaborada broma. Le mostraría las duchas,
mendigaría su perdón por agarrar fuertemente su pierna, y le ofrecería un trabajo en su
reconstituida sociedad.
O a lo mejor, no pasaba nada de eso. Puede que no le creyera, que pensara que
era una bruja, y tratara de quemarla en la hoguera. Porque no importaba lo que dijera
su sentido común, ella estaba segura de que no se encontraba ya en Manhattan.
Aunque sus visitas a la parte sur de la ciudad habían sido escasas, el menos estaba
segura que incluso en Jersey no había escenarios como este. De lo único que estaba
segura es que el hombre al que tenía que pedir ayuda no encabezaba el grupo de
bienvenida.
—Vuestro nombre —repitió.
—Nombre —asintió con un graznido. —Julianna Nelson. Soy de Nueva York.
—Estaba segura de que su acento distaba mucho de ser perfecto, pero supuso que se
las estaba arreglando para situar las palabras en el orden correspondiente para hacerse
entender. —Manhattan. —aclaró.
—¿Manhattan? —repitió. Movió la cabeza frunciendo el ceño. —Es
desconocido para mí.
—No es ni siquiera la mitad de eso, amigo —dijo después de suspirar.
Entonces respiró profundamente, y deseó no haberlo hecho. Volvieron a
inundarla los recuerdos, como la fuerte sospecha de que habían descargado el
contenido de un Porta Potti sobre ella. Comenzó a hipar de nuevo. Siempre le sucedía
cuando se encontraba realmente nerviosa. Era desagradable en las entrevistas de
trabajo; ahora era francamente molesto, probablemente porque cada vez que tragaba
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aire involuntariamente, no estaba muy segura que otros aromas procedentes de sus
ropas estaba sorbiendo.
—¿Agua? —preguntó —hip hip.
—¿Hip hip? —la miró como si estuviera loca, pero un nuevo ataque de
violentos hipos le aclaró el misterio. Frunció el ceño. —Hay un riachuelo.
—Si —asintió con la cabeza. —¿Dónde?
Se puso de pie, mirando una vez más su bolso, pero su olor era suficiente
como para mantenerlo a raya. Con gran alivio mantuvo las distancias mientras la
conducía a una pequeña distancia de la capilla. Se cruzó de brazos y esperó.
Julianna tomó un gran sorbo, rogando para que el agua no estuviera tan
contaminada como para matarla. No cesó el hipo, pero si aminoró lo suficiente como
para poder pensar en otras cosas, principalmente en un baño. No importaba que no
hubiese suficiente agua como para un buen baño, y con un buen baño le habría dado
probablemente una neumonía. Quería quitarse las ropas, lavarse el pelo y quería
hacerlo en paz. Miró a su poco dispuesto anfitrión.
—Vete. —Le dijo directamente. No quería enturbiar la conversación con
palabras innecesarias.
—No.
—Intimidad. —Intentó, con otro hipo.
La miró sin comprender.
—Quiero estar sola. —dijo, con su mejor imitación de la Garbo.
Sólo sirvió para que levantara sus cejas bajo una explosión de rabia. Puso su
mano sobre su espada.
—Mi juramento —dijo, como si esas palabras le dejaran un sabor amargo en la
boca. —Debo protegeros. Es mi deber de caballero.
—Podrías “hip” darte la vuelta.
—Podría no ver a un asaltante.
Magnífico, un libertino con escrúpulos. Julianna consideró la alternativa, oler
como una alcantarilla durante un tiempo, luego le dio la espalda a su paciente
protector y cogió sus cosas. Colocó su bolso a parte, luego se quitó sus zapatos e
intentó quitarse discretamente sus medias. Estaban completamente destrozados, pero
pensó que era mejor que tuvieran agujeros que tener las piernas desnudas, así que los
puso un el montón para lavar. Se desvistió su chaqueta preguntándose si un buen
remojo en el frío riachuelo estaría en contra de limpiar—en—seco que rezaba la
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etiqueta. No tenía más elección. La siguió su falda, adornada con la cagada de pájaro y
con otras sustancias innombrables. Su blusa sólo tenía daños menores, así que comenzó
primero por esta, ignorando el hecho de que estaba arrodillada sobre el lodo, de
espaldas a un hombre, vistiendo sólo sus bragas.
Tenía días mejores.
También había podido desear tener unos muslos más firmes mientras se
inclinaba para mojar la cabeza. El agua helada del arroyo hizo que su dolor de cabeza
entrara totalmente en otra dimensión, y se sintió débil. Antes de que se pudiera
impulsar, sintió unas fuertes manos sobre sus brazos, salvándola de una completa
caída en el lecho del río. Una brusca mano lavó la cabeza por ella, luego le escurrió el
agua con una o dos vuelta expertas del pelo. Julianna de pronto se encontró de pie,
bizqueando hacia un hombre sustancialmente más ancho y alto que ella, el cual
aparentemente no estaba molesto por la ligera lluvia. Se secó los ojos, puso el mejor
aspecto que su aporreada cabeza le permitía, y se dio cuenta, por primera vez, que
aunque su salvador podía haber sido malhumorado, era extraordinariamente bien
parecido.
Su pelo era oscuro como el pecado, y mientras ese pensamiento corría
velozmente por su cabeza, se dio cuenta de que quizás había leído demasiadas novelas
de Elizabeth. Sólo había leído uno, pero incluso eso podía ser demasiado. No escribía
tan mal. El hombre que estaba frente a ella sería un buen material para un héroe. Tenía
un asombroso par de brillantes ojos grises, una mandíbula cincelada y unos pómulos
esculpidos. Si señor, definitivamente le hablaría a Elizabeth de él en la primera ocasión
que tuviera.
También sospechaba que esos hombros y brazos que parecían tan fuertes
incluso con la cota de mallas, no provenían de un trabajo de oficina. La hacían sentirse
frágil. Le pareció, milagrosamente, que las diez libras extra de sus muslos se estaban
volviendo insignificantes.
—¿Podéis teneros en pie? —preguntó.
—Um hmm, —dijo, incapaz de detener el comienzo de una sonrisa. Notó, de
pronto, que su hipo se había ido al igual que su sentido común. Bien, si había sido
arrojada dentro de una realidad alternativa, o a una tierra rústica perdida en el tiempo,
eso era justo lo que había que hacer. —Gracias.
—¡Condenado juramento! —gruñó.
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Pero sus gruñidos no le impidieron meter sus ropas dentro del riachuelo y
azotarlas en una particular moda varonil, rápida y no muy cuidadosa. Julianna habría
protestado por un tratamiento tan poco galante a su ropa de dos—meses—de—trabajo,
pero de nuevo, no tener que lavarla y ver a su salvador hacer de lavandero le estaba
arrancando una sonrisa de algún lugar muy tierno dentro de ella.
Tenía todas sus chorreantes cosas en una gran manaza, y entonces giró adrede
hacia su bolso.
Y su sonrisa se marchito bruscamente.
Saltó de cabeza a por ello, y por segunda vez sintió como si se hubiese
arrojado de cabeza contra una roca. Se enderezó, frotándose la cabeza mientras él hacía
lo mismo. Le puso mala cara y él la imitó, entonces se encontró a sí misma
balanceándose. Realmente tenía que dejar de abusar de su cráneo o tendría serios
problemas. Miró como el suelo comenzaba a acercarse y cerró los ojos en defensa
propia. ¡Maravilloso!, toda limpia y ahora volvería a estar todo cubierta de lodo otra
vez.
Sin embargo, de pronto se encontró no en el suelo, sino de pie sujeta por un
par de fuertes manos.
Con su bolso firmemente agarrado contra su pecho, por supuesto. Incluso un
potencial desmayo no era suficiente para dejarse ir cuando Godiva estaba en juego.
—Yo lo llevaré. —Anunció él, mirando resueltamente la bolsa.
¿No podía pensar él en otra cosa?
—Tú no. —declaró ella con igual firmeza.
—No os destrozaré vuestras reliquias sagradas.
Lo miró escépticamente. Le había visto registrar su bolso con la metódica
imparcialidad de un veterano del NYPD5. Su aparente falta de respeto por el bienestar
de su comida era suficiente para prohibirle futuros accesos. ¿Quién sabía que otras
cosas podía desechar?
Suspiró elevando sus ojos el cielo, y antes de que ella pudiera gritar una
respuesta, la cogió en sus brazos y dando zancadas volvió a la destartalada iglesia,
agarrando en una mano sus ropas y zapatos.
—¡Caramba! —dijo poniendo la mano en la cabeza en un bello gesto sureño
que nunca en su vida había usado.
Las grandes calamidades sacan lo mejor de la mujer, aparentemente.
5 New York Police Department: Departamento de Policía de Nueva York
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Él se quejó de algo, y le llevó a Julianna uno o dos minutos darse cuenta.
Cuando lo hizo comenzó a reír.
La caballerosidad nunca es conveniente.
La miró, aparentemente asustado, luego frunció el ceño y siguió caminando.
Julianna se encontró depositada donde se había despertado. Sus ropas tiradas en el
suelo cerca de ella. Se puso de pie, temblando, y observo como él buscaba una manta
en sus enseres. Se dirigió hacia ella con un paso fácil y le envolvió alrededor de los
hombros en una manta.
—¡Oh! —dijo perpleja —Gracias.
Gruñó, luego se dio la vuelta y golpeó a su dormido compañero con el pie.
—¡Levántaos Peter! Haced la guardia. Sin fuego, ¿entendido?
—Pero, mi señor, ¿dónde vais…?
—A dormir muchacho. Os las arreglareis por una hora o dos.
El chico llamado Peter tragó saliva, luego se puso de pie de un salto. Aceptó la
espada del hombre con sus escuálidos y temblorosos brazos y un gran escalofrío.
Julianna observó como el caballero, y difícilmente podía llamarle otra cosa después de
verle sacar la espada medieval con una enorme piedra preciosa roja brillante como la
sangre en la empuñadura, dándoles la espalda a ambos y dirigiéndose el otro extremo
de la capilla. Se enroscó en su capa y se quedó inmóvil enseguida. Si él dormía o no,
ella no podía asegurarlo.
Pero algo estaba claro: No iba a responder a ninguna de sus preguntas. Y tenía
muchas. Como ¿dónde estaba realmente?, ¿por qué todos hablaban fluidamente una
lengua de hace ochocientos años?, ¿por qué había caballos defecando no más lejos de
seis metros y a nadie le parecía extraño?…
Lo que no la encaminaba a resolver el problema de dónde estaba ahora y
cómo volver a donde estaba antes. Miró a la espalda de William y decidió que no le iba
a resultar de utilidad por ahora para resolver estos problemas.
Miró a su derecha. El sacerdote había apoyado su espalda contra el altar y
estaba babeando mientras soñaba.
A la izquierda estaba enfrente de ella el escuálido muchacho, el cual la miraba
como si acabara de ser liberada de un manicomio. ¡Magnífico! Era bastante malo que
pensara que estaba loca, pero lo peor era que todavía sostenía la espada.
Lo único bueno era que aún parecía hambriento. Quizás fuese el momento
para una incursión en las profundidades de su bolso. Probablemente habría algo con lo
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que tentar a un adolescente. Podía poner comida en su mano y usarla para sonsacarle
información.
Se sentó tan elegante y modestamente como pudo entornando sus ojos con
una mirada inquietante hacia el portador de la espada. Se preguntaba que
posibilidades había de tentar al chico. Por supuesto contaba con sus Godiva, pero tenía
la sensación de que sería un despilfarro gastarlos en él. Si su jefe pensaba que era
veneno, él probablemente también lo pensaría.
¡De acuerdo, el chocolate descartado! Contempló el contenido de su bolso.
Bufanda, novela de misterio de Dick Francis, una copia muy manoseada de Los cuentos
de Canterbury para sus largos trayectos en metro, una botella de gaseosa para una
horrorosa—horrorosa—emergencia que nunca tocaba. Todo lo que sabía, era que algún
día le salvaría la vida. Tenía su agenda electrónica con una selección de juegos para las
entrevistas aburridas, y un par de Cole Haan6 que nunca tocaba algo más áspero que
una alfombra árabe. Tenía su libro de dibujos y una especie de lápiz de todos los
colores. ¡Oh!, y su adquisición en la tienda dietética. Sospechó que las zanahorias
recubiertas de algarroba no le llevarían al corazón del mozalbete, pero era lo mejor que
tenía, así que se decidió.
Las sacó de su arrugado bolso, las sujetó en su mano y miró a los ojos de Peter.
—Bien, Peter, —dijo con su voz de me—importa—una—mierda que reservaba
para los funcionarios y el casero de su edificio —tengo varias preguntas para ti…
6 Marca de accesorios como zapatos, carteras, etc.
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Capítulo 5
Dos días después, William se encontraba en el borde del bosque, mirando
fijamente la niebla que se arremolinaba alrededor de su castillo y echando pestes sobre
su apurada situación actual. Debería estar dentro de su torreón con un fuego caliente a
sus pies y una botella de algo potable en su mano. Y lo hubiera tenido, hace dos días, si
los acontecimientos no luchasen tan duramente en su contra. Ahora miradle, fuera en
la lluvia, de pie estúpidamente ante su presa y sin un plan elaborado.
Suspiró reclinándose contra un árbol. Su esperanza de sorprenderlos se había
ido. Incluso aunque se situara a las sombras de ese pequeño bosque, sospechaba que
estaba descubierto. No dudaba de que los hombres de Hubert estuviesen bien
informados en gran medida, y con enorme regocijo acerca de los hechos ocurridos
junto al muro de hace dos noches.
Supuso que su padre se estaría riendo largo y tendido. Lo último que le
faltaba era encontrar a su padre riéndose de él. Incluso aunque Hubert era un borracho
y un idiota, no podía ser tan tonto como para creer que unos pocos desperdicios
podían impedirle volver a reclamar lo que era legítimamente suyo.
Naturalmente, eso era antes de encontrarse tristemente con una mujer que era
incapaz de cuidarse a sí misma en un salón seguro con una despensa llena a rebosar y
veinte de los mejores mercenarios como guardia.
Maldijo enérgicamente, porque le proporcionaba un poco de satisfacción. Por
primera vez en su vida, no sólo se encontraba forzado a cuidar de otros, sino de su
querido cuello también, y ese era de hecho el lamentable estado de su aventura. Su
valor como guerrero siempre venía de la total indiferencia por su propia seguridad. Él
se había atrevido donde otros se habían encogido de miedo. Había seguido adelante
donde otros habían vacilado. Se había lanzado el fragor de la batalla donde otros
habían considerado las consecuencias. Incluso se había ganado una fiera reputación y
suficiente oro como para satisfacerse con buena comida, bebida y mujeres donde
quiera que fuera.
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Si alguna de las víctimas de su anterior crueldad, fuesen testigos de su actual
situación, se morirían de la risa. William de Artane, cruel ejecutor de la guerra,
vacilando a causa de una mujer.
Conmovedor.
Se separó del árbol y se dio una buena sacudida. ¿Cómo cuidar de una mujer
sin oficio, la cual vagaba sin propósito alguno (¿Y dónde estaba exactamente
Manhattan, en cualquier caso?) y que se merecía todo lo que le pasase? Él era un
guerrero, por la vil espada de St. George, y su empresa estaba delante de él
aguardándole, no detrás en una capilla.
Examinó el torreón mencionado con ojo crítico. El muro estaba desmoronado
en algunos sitios, pero era todavía lo suficiente fuerte como para mantener fuera a los
asaltantes. Se sentiría complacido de este hecho cuando observara esos muros desde
una posición ventajosa. El salón en sí mismo era pequeño, pero perfectamente
adecuado para un noble de segundo orden como él, al menos podía contar que era
capaz de ver la parte positiva. Supuso que la encontraría defendible cuando acabara la
inspección.
¿Pero como recuperar su herencia? Acarició su barbilla pensativamente. Tal
vez se plantaría simplemente delante de la puerta y retaría a los hombres de su padre a
encontrarse con él de uno en uno. Podía despachar a una docena de hombres, si
ninguno de ellos lo despachaba primero a él, claro.
Pero ¿y si esos hombres sólo tenían la obligación de defender la torre y no a su
señor?, estaría matando a su propia guardia futura.
Lo rumió durante un rato, y luego contempló otra idea. Podía quitarse sus
calzas, la túnica y el justillo de piel y simplemente deslizarse por el lugar donde el
muro era más vulnerable. Se introduciría a hurtadillas en el torreón y amenazaría a su
padre con la espada antes de que nadie se diera cuenta. Lo habría hecho antes con gran
éxito.
Sin embargo era una idea peligrosa.
—¡Maldita mujer! —murmuró mientras se volvía y desaparecía
silenciosamente entre los árboles. ¡Maldito lo que me importa lo que le suceda a la
muchacha! El sacerdote debería pudrirse por proponerle ese juramento. ¿Cómo podía
atenerse a él, especialmente a la luz de la clase de criatura con la que se tropezó?
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Volvió rápidamente a la capilla, aunque le llevó un buen rato llegar. Estaba
calado hasta los huesos cuando llegó a la desmoronada ermita, preguntándose que se
había apoderado de él para volver siempre a la capilla en primer lugar.
Nunca descartes la ayuda Superior.
Deseó que su abuelo estuviese allí con él, para que le sugiriera alguna idea.
¿Cómo podría ninguna moza ser considerada como una ayuda enviada por el cielo? Sí,
era una pena que Phillip ya no estuviera vivo. Hubiera reconquistado su fortaleza, más
tarde volvería a Artane y dejaría a la muchacha de dudoso origen con su abuelo, sólo
para comprobar como lo volvía loco.
Respiró profundamente para sofocar lo que no dudaba hubiera sido un
suspiro de proporciones épicas, luego se deslizó por la puerta de la ermita. Le dio una
palmada a su caballo, y miró alrededor para ver que clase de locura estaba tramando
Julianna.
Hubiera maldecido, pero estaba muy ocupado perdiendo el aliento. Maldita
mujer. ¿No tenía bastante con estropear sus planes? ¿Tenía incluso que volverle
estúpido y débil de entendimiento también? Si siquiera hubiera tenido idea de lo que
había debajo de una bacinilla de desperdicios, nunca la hubiera rescatado.
Se preguntó distraídamente si sería capaz de mantener verdaderamente su
juramento si la doncella en cuestión era la clase de muchacha que podía distraer
completamente a un hombre de sus obligaciones. Quizás debería preguntar al
sacerdote más detalladamente sobre ello, pero más tarde. Por el momento era mucho
más satisfactorio observar a la muchacha en cuestión y rendirse ante unas pocas quejas
silenciosas y bien ganadas.
Ella estaba en el suelo jugando, (¡ah!, ni siquiera podía recordar cuando fue la
última vez que tuvo tiempo para jugar), a algo llamado juego de damas con su
escudero mientras el sacerdote observaba. El juego lo había sacado de su saco de
reliquias sagradas. William estaba interesado en registrar meticulosamente el
contenido del saco, pero aparentemente había sido muy descuidado con sus
pertenencias la primera noche para ofrecerle otra oportunidad. Peter, no obstante,
parecía no ser víctima de esta prohibición, pues le estaba permitido manosear
libremente los bártulos de Julianna. Eso fue lo primero que le hizo rechinar los dientes.
Lo segundo fue que la mujer, después de lavarse un poco, se había vuelto
sorprendentemente más bonita, (¡y él deseaba que alguien le hubiese golpeado en la
cabeza antes de rescatarla!). No había prestado mucha atención mientras se lavaba
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aquella primera tarde, a parte de volver a salvarla otra vez de caer de bruces dentro del
arroyo. Realmente no había pensado en ella ya que se había tomado un buen merecido
descanso. Desdichadamente había despertado poco después para encontrar a la
llamativa mujer hipando furiosamente mientras intentaba descifrar los balbuceos de su
escudero. A pesar de sus mejores intenciones, no había sido capaz de quitarle los ojos
de encima.
Ella había estado ofreciendo a Peter algo en la palma de su mano como si se
tratara de hacer confiar otra vez a un cachorro apaleado. Y el maldito muchacho no
había tardado en sucumbir completamente. Incluso el sacerdote había parado de hacer
señales para defenderse del diablo el tiempo suficiente para probar algún veneno de la
caja dorada de Julianna. Godiva. ¡Ja! ¿Qué clase de comestible era ese?
La tercera cosa que más le llamaba la atención de lo que le distraía era su
origen. ¿Manhattan? Nunca había oído ese nombre, y eso que había conocido una
buena cantidad de ciudades en sus viajes. No sólo eso, ¿cómo se había encontrado a sí
misma sin parientes ni criados, sentada contra su muro vistiendo ropas que nunca
antes había visto?
Quizás debería resolver esos misterios antes de hacer polvo sus dientes.
Y quizás entonces encontraría la paz que necesitaba para planear un asalto.
Salió de las sombras y cruzó rápidamente el agrietado suelo de piedra. Tal vez
cuando fuese un lord con su propio torreón, restauraría también la capilla. A pesar de
la distancia, podía ser útil. Estaba seguro que necesitaría todas las plegarias que
pudiera conseguir.
Se paró a unos cuantos pasos de la inestable muchacha y la miró. Bueno, al
final del día no había señales de hipidos, ni aquellas absurdas canciones que ella
parecía recitar sin avisar.
No hubo ningún reconocimiento de su presencia. Comenzó a abrir la boca
para castigar esa falta de respeto, cuando se distrajo por la gran cantidad de rizado
pelo que le llegaba un poco más abajo de los hombros. Estaba adorablemente
enredado, y se encontró a sí mismo tentado de dejar a parte sus inquietudes por un
momento y ordenar los rizos con sus dedos.
No podía decir de donde había salido ese maldito y loco impulso pero estaba
poderosamente tentado de poner su mano en la frente para ver si ardía de fiebre
repentina.
Quizás la locura de Julianna era contagiosa.
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Entonces ella levantó su cara y le miró. Y supo que no sólo estaba febril, sino
que estaba perdiendo el poco juicio que le quedaba.
Sorprendente.
Sí, eso era. Sus ojos eran de un azul tan dolorosamente intenso, que apenas
podía mirar en ellos. Su piel fina y delicada, y su rostro tenía una forma tan agradable,
que no podía hacer otra cosa que rodearlo con sus manos y besar una boca que con
seguridad parecía haberse creado a tal fin. ¿Pero hermosa? No, no se podía decir eso de
ella.
Sospechaba que tendría que trabajar duramente para olvidar esa visión.
Ella volvió su atención al juego, y William pudo aclarar su cabeza. Miró
ferozmente el sacerdote y carraspeó. El prior se puso inmediatamente en pie y
comenzó a saludar respetuosamente.
William le hizo un gesto y concentró sus energías en los dos que permanecían
todavía sentados. Peter sintió compulsivamente el ardor de la mirada de su señor,
porque levantó la vista con una pequeña vacilación.
—¿Mi señor? —Dijo.
—En pie, desagradecido tunante —Gruñó.
Peter lanzó una última y larga mirada el juego antes de arrastrar sus pies y
dejar libre su sitio. William se sentó con un gruñido y miró a Julianna.
—¿Me enseñaríais vuestras reliquias sagradas?. —Dijo sin preámbulos.
Julianna Torció la boca un par de veces y le sobrevino otro furioso ataque de
hipo. Luego pareció reponerse.
Entonces negó con la cabeza.
William frunció el entrecejo. No estaba acostumbrado a que lo contradijeran.
—Lo haréis.
—Primero quiero saber la fecha, —le interrumpió firmemente —El año.
—¿El año? —repitió con sorpresa. Por todos los santos, quizás ella estaba más
loca que él furioso.
—El año, —dijo, poniendo el bolso en su regazo. —Peter no lo sabe, y tu cura
está convencido de que es 1250.
¿Mil doscientos cincuenta?. Negó con la cabeza. ¡Dios me valga!
William frunció el ceño. Se suponía que ella tenía que sacar las cosas, no
meterlas. ¡Ah!, bien, parecía que no le dejaría echar una mirada antes de ver su
demente curiosidad satisfecha..
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—Es el año de Nuestro Señor, 1299. —dijo con un suspiro. —El año del fin del
mundo, aunque yo no creo en esos despropósitos. —la observó a ver si estaba
complacida.
Le estaba mirando como si él fuera el imbécil.
—El año de Gracia de Nuestro Señor, 1299. —repitió firmemente. —Lo mismo
que ayer y anteayer. Y lo mismo que mañana.
Un horrible y desgarrado sonido hizo eco en la capilla. Se puso de pie, alerta
con la espada en la mano antes de saber lo que hacía.
Miró a su alrededor, pero no vio nada. Su escudero y el sacerdote se tiraron el
suelo detrás del altar. Julianna estaba de mirándole como si se hubieran confirmado
sus peores temores. Luego sostuvo lentamente su bolso.
—Cremallera. —dijo.
Bajó su espada lentamente.
—¿Cremallera?
Tiró de algo y se oyó el ruido otra vez, sólo que más débilmente esta en esta
ocasión. William dobló sus rodillas, abriendo el saco. Por todos los santos, llevaba
encima más reliquias sagradas de las que él sospechaba.
Luego se le ocurrió otro pensamiento. Tal vez las reliquias que transportaba
era una carga tan pesada que alteraba sus nervios. Ella era, después de todo,
simplemente una mujer y posiblemente no tenía la resistencia requerida para ese tipo
de cosas. ¿La había conducido la obligación por sus reliquias a la locura?
Esa era la mejor forma de pensar en cómo ella había llegado a su estado actual
de locura por sí misma.
—Quiero ir a casa. —Susurró.
Eso era otra cosa que lo dejaba perplejo. Su lenguaje se entendía bastante bien,
aunque se expresaba de forma rara. Pero su manera de hilar las palabras era
francamente desconcertante.
—Queréis ir a casa, —dijo, decidiendo inmediatamente que no tenía tiempo
para realizar un viaje. Él tenía una fortaleza que recobrar, y después de haberla
recobrado, pasaría gustosamente todo su tiempo manteniéndola a salvo. Además, su
juramento sólo lo obligaba a rescatar y defender. No lo obligaba a proporcionarle una
escolta para volver a donde quisiera que viniera.
—No estoy muy segura de cómo llegué aquí, si es que aquí es realmente algún
lugar y no alguna absurda reconstrucción de un campamento militar medieval.
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Se paró y lo consideró. ¿Cómo había llegado a sentarse contra su muro con
nada más que las reliquias que guardaba? ¿Era una monja? ¿Una santa?
—… no estaba preparada para esto, —estaba diciendo, comenzando a hipar
otra vez. —No me hip gusta acampar, odio vestir medias de nailon hip—hip y creo que
soy alérgica a tu maldito caballo hip.
William sospechaba firmemente que los santos no juraban. Y tenía la certeza
de que no hipaban de esa feroz manera.
—¡Ni siquiera las canciones de las comedias de situación me están
funcionando! —exclamó, mirándolo ferozmente como si todo lo malo en su vida fuese
directamente atribuible a él.
Una demente, decidió finalmente. Pero una en posesión de reliquias sagradas
que estaba seguro le podían ayudar en su cometido.
Tenía la certeza de que no podían herir.
—Sólo quiero irme a casa, —dijo, cerrando los ojos como si incluso el pensarlo
la hiciese sufrir.
—Os ayudaré, —mintió William, decidiendo que diría todo lo que hiciera falta
para poder echar una mirada en su saco.
Abrió sus ojos y le miró como si la hubiese salvado de caer en un ardiente
horno.
—¿De verdad? —susurró.
Su conciencia le aguijoneó ferozmente, y tuvo que esforzarse mucho en
ignorarla. La mujer era idiota. Ciertamente esto hacía que su juramento no tuviera
efecto.
¿Verdad?
Apretó los dientes.
—A fe mía, lo haré, —dijo, sin intención de hacerlo.
Su mirada de gratitud fue su ruina. Pero endureció su corazón, recordándose
que era idiota y que no era responsable de ella; luego se fortaleció para examinar sus
pertenencias de las que no dudaba apropiarse con sus mejores deseos.
No importaba que ella fuese impresionante. O que le otorgara una confianza
de la que seguramente no era digno. Era una demente y él no era responsable de su
destino. O eso se dijo.
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Capítulo 6
¿Agreste? ¿Rural? Julianna llegó rápidamente a la conclusión de que no existía
ninguna palabra lo suficientemente rústica en ninguna de las lenguas que dominaba
que describiera las deplorables condiciones de la banda que tenía enfrente.
¿Se podía hacer algo con la fecha actual?
Mil—doscientos—noventa—y—nueve. Finalmente se resignó a esta verdad.
¿Cómo negarlo, dadas las circunstancias? Sus reacciones, por ejemplo, con la muestra y
recuento del contenido del bolso. Los tacones de aguja dejaron al caballero, al
adolescente y al cura sumidos en el horror. La agenda con lápices los dejó
boquiabiertos. El dispensador de las pastillas Pez de Mickey Mouse hizo que el cura se
santiguara, William rascara su cabeza, y Peter tendiera su mano hacia el dulce.
Supuso que los jóvenes actúan como jóvenes sin importar la época.
Volvió a la literatura para observar sus reacciones. Echó una mirada por encima
del libro para ver tres patanes riéndose—groseramente. Sin ofender el Gremio de
Actores de Cine, pero ella dudaba que hubiera muchos de sus miembros que pudieran
leer Los cuentos de Canterbury en su lengua original, y mucho menos echarse unas
carcajadas con el contenido.
William definitivamente se había desentumecido mucho mientras ella leía.
Ahora intentaba contener la risa durante el tiempo suficiente para sentarse, secarse las
lágrimas de sus ojos y toser un par de veces.
—Por todos los santos, Julianna —dijo —sois una gran trovadora. ¿Podéis
inventar otra?
—Yo no las invento. —aseguró, dándole vuelta al libro para que lo pudiera ver.
—Sólo leo lo que está escrito aquí.
—¡Bah! —exclamó, haciendo un ademán con la mano. —Las mujeres no pueden
leer. Pero vos no deberíais tener miedo de que os menospreciemos porque vuestras
historias sean inventadas.
—Puedo leer perfectamente —contestó con acritud. —Y lo que estoy leyendo,
está escrito en esta página. Aquí. Míralo tú mismo.
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Miró su rostro inexpresivo ante el libro que le mostró, y supo al instante que no
podía descifrar lo que allí estaba escrito. Cogió el libro en su regazo sin vacilación, sin
saber porqué quería evitar su azoramiento al admitir su analfabetismo. No es que él
hubiese hecho mucho por ella.
Excepto lavarle el pelo, claro.
—¿Dónde aprendisteis a leer? — preguntó William, como si esa posibilidad
fuese algo ridículo a tener en cuenta.
—Aprendí en la escuela. Luego en la universidad. —Respondió —Cambridge
aquí en Gran Bretaña, y en la universidad de Indiana en casa.
—Cambridge —repitió escépticamente. —¿Permiten a las mujeres estudiar allí?
Julianna deseó de repente volver a estar sentada en El Banco de Gramercy Park
cubierta con una cagada de paloma. Deseó estar en una asquerosa entrevista tratando
de justificar el hecho de hablar con fluidez latín, francés normando, y varias formas de
inglés en lugar de escuchando una alegre combinación de las tres arrojadas hacia ella
desde tres direcciones en una destartalada capilla en mitad de la Edad Media.
Se preguntó si esta clase de situaciones podrían ser consideradas una horrible,
horrible emergencia. Cuando su respiración comenzó a acelerarse e intuyó que otro
ataque de hipo estaba en camino, decidió rápidamente que lo era. Cogió en su bolso,
removió en sus profundidades y sacó su gaseosa de no—beber—hasta—que—sea—
absolutamente—necesario. Sin pausa, desenroscó un poco el tapón de la botella de
plástico, olió rápidamente para apreciar el fino bouquet de los gases que no quiso
identificar, luego terminó de desenroscarlo, llevo la boca de la botella a los labios y
tomó un enorme sorbo de nirvana.
¡Cómo podía haber olvidado esos gases que quemaban como el whisky!
Tosió, sus ojos lagrimearon furiosamente, y de pronto se sintió como si media
docena de bates de béisbol le golpearan en la espalda.
Su bebida fue arrancada de las manos, y el rostro de William entró en su campo
de visión a pocos centímetros.
—¿Qué hacéis? —le gritó —¿De verdad pensáis envenenaros ahora?
Julianna levantó su mano para detenerlo y tratar de introducir oxígeno en sus
pulmones, tosió un par de veces, y pidió con voz entrecortada su más apremiante
necesidad.
—Devuélvemela. —jadeó —Es la última.
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—No tan pronto, os digo, —dijo William, mirando la botella con desaprobación.
—¿De dónde llegó este vil brebaje?
—Vino conmigo.
Continuó en su sitio, manteniendo el último vestigio gaseado de civilización
firmemente sujeto entre sus manos, y levantando una ceja mientras la miraba.
—¿Llegó con vos de dónde? —inquirió.
Bueno, no había mejor momento que el presente para explicar el futuro.
—Vino, —contestó ella sin vacilación —del año 2001.
William parpadeó, la boca de Peter se abrió, y el cura comenzó a persignares
otra vez.
No fueron buenas señales.
Después, como si alguien lo hubiera orquestado, los tres de repente se relajaron
y sonrieron indulgentemente. Se miraron unos a otros.
—Debilidad femenina. —explicó el religioso.
—Idiota como un pato. —añadió Peter sabiamente.
—Demasiados estudios, —concluyó William. —y enferma a consecuencia de su
infortunio en el exterior de la muralla —Se volvió y la miró —¿Creéis que la basura se
filtró dentro de vuestra cabeza y ensució vuestros pensamientos?
—No, yo …
—Una pena, no tenemos curandero, —aseguró repentinamente ceñudo. —
Podría mirar vuestra cabeza y ver si hay alguna brecha rezumando.
—¡No tengo agujeros en mi cabeza! —levantó su agenda electrónica. —¿Y esto?
¿Y mis zapatos? ¿Demonios, y yo? ¿Cómo llegué aquí en medio de ninguna parte como
llovida del cielo?
—Sí, ¿cómo hicisteis? —dijo Peter inesperadamente. Miró el ceño de William y
bajó la cabeza. —Esta es la cuestión principal, mi señor.
—No es ese el asunto, —corrigió el sacerdote, frotando sus nudosos dedos. —Es
una hermosa doncella en necesidad de auxilio. Es su deber velar por ella.
—No tiene tiempo, —protestó Peter, devolviéndole una malhumorada mirada
el cura. —Está enturbiando sus planes. No os ofendáis, mi señora, —añadió,
enviándole una mirada de disculpa. —Pero lo hacéis. Mi señor estaba cerca de
recuperar su fortaleza cuando os encontró cerca del muro, ¿y qué fue lo que hizo?
—No puede abandonarla, —declaró el clérigo, sacudiendo la cabeza. —Junto a
su juramento.
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Peter bufó
—¿Para qué le sirve su juramento, abuelo?
—¿Qué sabréis vos de eso, joven cachorro? —contraatacó el cura, chascando sus
desdentadas encías enérgicamente.
—Sé lo suficiente, —replicó con vehemencia Peter. —Más que vos, diría yo.
—No sabéis nada. –contestó el religioso.
La discusión sólo podía intensificarse. Julianna miró a William, curiosa por ver
cuando intentaba detenerla sólo para encontrarlo observando pensativamente las
páginas de su diario. Manoseaba la argolla de metal, golpeando ociosamente la tapa de
plástico, luego contempló de cerca la bolsa llena de lápices y bolígrafos. Después la
miró de repente, y ella vio las inconfundibles señales de alguien llegando a una
conclusión.
Se puso de pie silenciosamente, se acercó a ella, luego recogió rápidamente su
bolso. Sin preguntar su opinión, la asió de la mano y la guió por la capilla. Julianna
trotó para seguir su paso ya que él se adentraba a grandes zancadas en el bosque.
Estuvieron caminando alrededor de un cuarto de hora antes de detenerse en un
pequeño claro, dejando caer su mano y volviéndose a mirarla. Pero no dijo nada.
Julianna comenzó a incomodarse. Había bastante luz diurna a pesar de las
nubes, y podía observar sin problemas las expresiones que pasaban sobre el hermoso
rostro de su salvador. Curiosidad, perplejidad, pero en su mayoría escepticismo.
—¿Sois un demonio? —preguntó de repente.
Parpadeó.
—¿Yo? Por supuesto que no.
—¡Hmmm!, —dijo pensativamente. —Supongo que podríais no serlo. Vuestro
semblante es muy grato para eso.
—Bueno, —profirió, comenzando a sonrojarse como generalmente hacía
cuando en la acera se tropezaba de frente con los obreros de la construcción. —
Gracias.
—¿Un ángel entonces?
Aparentemente no estaba interesado en seguir con los cumplidos. Julianna
sonrió débilmente. —¿Parezco un ángel?
Sabía que estaba coqueteando, pero no podía evitarlo. Pero entonces, se halló
perdida en aquellos ojos gris claro, se dio cuenta de que ese hombre no estaba a su
alcance. Sólo pretendía sacar otro cumplido de él. No pretendía hacer un franco
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examen que la dejaba deseando otra cosa que no fuera un lodoso suelo sobre el que
sentarse. A pesar de lo que se podía decir sobre ese hombre, tenía que admitir que
podía ciertamente dejar a una chica como si no tuviera ningún secreto que revelar.
—Vos, señora —dijo lentamente —no os parecéis a ningún ángel que haya visto
antes.
—¿Has visto muchos? —aventuró, preguntándose por qué su respiración se
alteraba. Bueno, por lo menos no se debilitó con otra ronda de hipidos.
—He tenido mi cuota.
Seguro que sí, quiso decir, pero al cabo de unos segundos él levantó la mano que
no sujetaba el diario, y la alargó hasta tocar su pelo. Si antes no quería sentarse, ahora
tenía que sobreponerse al deseo. No estaba segura de que sus rodillas la sostuvieran
mucho tiempo más.
—¿Un pelo en tan confuso desorden? —musitó, llevando un bucle suelto detrás
de la oreja.
Julianna tomó nota mental de cancelar su cita con su peluquero.
Repentinamente, todos esos frustrantes años luchando contra su pelo se desvanecieron.
¡Demonios!, era un buen pelo.
—¿Ojos tan puros que penetran mi alma? —continuó, mirándola seriamente.
El bolso verde era una buena idea. Los ojos azules también eran una buena
cosa.
—No, Señora, —dijo tranquilamente —Vos no sois un ángel. Lo que sois lo
ignoro. Pero sé ahora que os he visto, que jamás podré olvidaros.
Julianna sabía que su boca estaba colgando de manera poco atractiva, ¿pero qué
podía hacer? Uno de los hombres más atractivos que ella jamás había visto estaba
diciéndole los piropos de su vida (no importa que llevase una espada, llevase puesto su
bolso, ni sujetase su diario como si pretendiera hacerle daño con él) y la miraba como si
fuese a besarla de un momento a otro. No estaba babeando y no hipaba. La vida era
buena.
William deslizó la mano por su pelo, y a Julianna la recorrió un escalofrío. Vio
como él bajaba su cabeza y supo que el momento de la verdad había llegado. Iba a
besarla, y esperaba que fuese el beso de su vida. Sus labios estaban a escasos
milímetros de los de ella. Cerró los ojos y deseó no ponerse en evidencia derritiéndose
a sus pies.
Luego permaneció inmóvil.
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—¿Sois una santa? —inquirió.
Julianna abrió los ojos (fue un esfuerzo supremo) y parpadeó
—¿Huh?
—¿Una santa? —preguntó con urgencia. —¡Maldición, lo que estoy pensando!
Lo agarró antes de que se alejase de ella.
—No soy una santa, —aseguró. —En serio. Ahora, ¿dónde estábamos?
—No puedo besar a una santa. —declaró, mirándola vagamente horrorizado.
—Te lo he dicho, no soy una santa. De verdad.
Pero él estaba retirando la mano de su pelo. Aunque la posó en su hombro, lo
cual, a su manera de ver, era algo positivo.
—Supongo que no, —le dijo lentamente. —Después de todo, las santas no
juran.
—Maldito idiota.
—O tiene problemas con su respiración.
Si pudiera hipar correctamente entonces, lo habría hecho. Se imaginó que la
única vez que los deseaba, no le vendrían.
—Estás en lo cierto, —dijo con tono alentador.
—Hay, no obstante, que considerar vuestro saco de reliquias.
—Son sólo cosas. No te preocupes por ellas.
—¿Y esto, como lo llamasteis? — dijo mostrando el libro.
—Diario, —informó, buscando desesperadamente algo que le devolviese el
tema. —Pero mira mi pelo. ¿Has conocido alguna santa con un pelo así?
Lo miró, pero lamentablemente, no lo convenció.
—No —admitió lentamente.
—¿Los ojos? —añadió, abriéndolos cuanto pudo. —¿Con un azul como este?
Negó con la cabeza despacio, mientras una leve sonrisa cruzaba su cara.
—No, mi señora, jamás lo vi.
—¡Ahí lo tienes!. No soy un demonio, ni un ángel, ni una santa. Y ahora, donde
estabamos…—fue bajando la voz significativamente.
Movió los dedos de su hombro y sujetó con un pulgar su mandíbula. Tenía una
media sonrisa.
—Pero, si no sois ninguna de esas cosas, entonces ¿qué sois?
—Sólo soy Julianna, — dijo simplemente. Ahora bésame, hombretón, y veremos si
esto me da un nuevo propósito en la vida.
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—¿Vos sabéis —preguntó con tono familiar, como si trazar perezosos círculos
en su mejilla y mandíbula no fuese la más increíble distracción que un hombre podía
hacerle a una mujer cuando estaba tan cerca de besarla, —que lo único que puedo
presumir es que sois una santa que acudís en ayuda de mi empresa?
—¿Lo haces ahora? —jadeó.
—Y supongo que el contenido de vuestro saco sería justo lo que necesitaba para
librar mi fortaleza de la vil sujeción de mi padre.
—Lo siento, —se disculpó. —A menos que quieras aporrearlos con mis Cole
Haans… los zapatos con mis tacones de aguja. —aclaró.
Continuó acariciando.
—No puedo imaginar a ningún otro ser que no sea una santa aparezca como
llovida del cielo, sin parientes o marido. No lleváis ningún pertrecho tampoco.
—Es una larga historia.
La miró en silencio un momento.
Luego comenzó a fruncir el ceño. Julianna pudo ver reflejada la duda en su
rostro, y no tenía ni idea de cómo evitarla.
—No creo, — dijo finalmente, —que el Futuro pueda sacudirse a alguien y
lanzarlo a mi torreón. A pesar de lo que pueda llevar en su saco.
Julianna tragó con mayor dificultad de la que le gustaría. Podía estar todavía
acariciando su rostro, pero de algún modo la expresión de escepticismo lo había vuelto
muy inflexible. Se preguntaba si esa era la expresión con la que sus víctimas eran
tratadas antes de que les clavara la espada.
—Puedes, — dijo con la mayor sinceridad que pudo —creer lo que quieras,
pero eso no cambiará la verdad.
—No tiene sentido.
—Lo sé.
Frunció los labios.
—Es el juramento más condenado que jamás he hecho. Creo que os conjuré por
ese motivo. Yo jamás debería haber permitido que un loco sacerdote me obligara a
ningún rescate.
—Bueno, —dijo, sintiéndose de repente un poco deprimida, —no tienes porqué
cumplirlo.
Se echó bruscamente hacia atrás como si ella lo hubiera abofeteado.
—¿No cumplir un juramento? ¡Mi honor está en juego!
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—¡Oh! —exclamó —bueno, claro. Pero a todo esto ¿porqué lo hiciste?
—Es una larga historia, —contestó, dando un paso hacia ella y manoseando
torpemente el bolso. Se las arregló para abrir la cremallera, meter el diario y cerrarla
con solo un pequeño escalofrío. La miró negando con la cabeza. —Vos no sois un
demonio, mi señora, pero vuestros bártulos son bastante extraños.
—Son…
—Pertrechos del Futuro, —terminó por ella. —Sí, si, lo sé.
—Háblame de tu castillo, dijo, intentando distraerlo. De acuerdo, se había
perdido el beso de su vida. Nunca tendría otra posibilidad si él seguía mirándola como
si acabara de salir del Infierno para visitarlo.
—Estuve en Francia, —comenzó, —llevando una vida placentera, una
existencia sin ningún propósito, cuando recibí noticias de mi tío, Henry de Artane.
¿Habéis oído hablar de él?
Ella negó con la cabeza.
—Ah, bien, quizás Manhattan es más primitiva de lo que me imaginaba.
Julianna vio como le cogía una mano con la suya y daba la vuelta hacia la
capilla. Era una cosa normal, cogerse de la mano de un hombre. A pesar de todo, de
alguna manera, sentía su calor, una cálida mano sujetando las suyas era posiblemente
la cosa más asombrosa que ella jamás había sentido.
—Él me ordenó volver a Inglaterra para reclamar la herencia que mi abuelo me
había dejado, —continuó —Debería haber sido de mi padre primero, por supuesto,
pero él es un ser derrochador, no había posibilidad de que lo retuviera. Sólo los santos
saben donde está mi hermano mayor, pero sospecho que actualmente está
holgazaneando debajo de una rezumante espita de cerveza. Eso sólo me deja a mí.
Supongo que cuando mi padre comprendió las intenciones de mi tío, se puso furioso.
Julianna lo miraba mientras hablaba y se preguntaba con gran asombro como
era que estaba caminando por el bosque, cogida de la mano de un hombre que hablaba
francés normando de forma tan fluida como si fuese su primera lengua, (lo cual era
cierto). Y cuando aparentemente ella no estaba segura de haber entendido alguna cosa,
él podía repetirla en inglés medieval, como si fuera la cosa más sencilla.
De repente estaba muy agradecida de todas las horas que pasó estudiándolo.
¿Quién habría pensado que fuera necesario para su supervivencia?
—Por supuesto, no prometían que la fortaleza estuviera en perfectas
condiciones. Apostaría, pensé, que era lo mejor que en conciencia podía haber hecho
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mi abuelo por mí. Tenía seis hijos, ya veis, y muchos nietos, así como niñas, aunque
había mucha tierra a la que ir a dar una vuelta, nunca me importó su riqueza. Me
siento afortunado de que me ofreciera algo después de todo.
Feudos, campesinos, espadas y herencias. Julianna escuchó, negó con la cabeza
y se preguntó como demonios se suponía que iba a encajar en todo esto. ¿O podía?
¿Debería intentar volver a casa?
—Sospecho que mi abuelo creía que si tenía alguna propiedad, yo debería
pensar en otras cosas, principalmente conseguir una esposa, un herede…
Eso la sacó de su ensueño.
—¿Estás comprometido? —inquirió —¿Prometido en matrimonio?
—¿Prometido? Cielos, no. —Entonces la miró intensamente. —¿Y vos?
—No —dijo. Quiso creer que su mirada se había tranquilizado. Pero, ¿porqué se
preocupaba? Ella quería un buen trabajo, viajar y tener una vida regalada. ¿Qué
posibilidades había de tener un hogar y familia con ese atractivo hombre?
¿Y qué pasaba con todo lo demás?
Lo meditó. Si tuviera un hogar y una familia junto a este hombre, podía usar
sus habilidades lingüísticas. Probablemente incluso podía utilizar su técnica con los
metales. Seguramente no veía a un herrero holgazanear como parte del séquito de
William. Había hecho joyas antes. No podía convertir eso en una pequeña herrería.
Ahora, las caricaturas estaban descartadas, pero podía vivir sin ellas, ¿o no?
Además podía fundar su propio periódico con bromas sobre el monarca actual que
restaran espacio en primera página a noticias más serias. Mofarse del monarca podía
conducir a que asaran a uno, así que volvió a descartar el ser caricaturista.
—…Por supuesto, me sorprendí al encontrar mi propia puerta cerrada, y no
dudo de que mi padre esté posando su lamentable trasero en mi silla. E hice mi
juramento (hacer juramentos es algo muy importante en mi familia, como vos ya
sabéis) y me estaba preparando para escalar la muralla cuando tropecé con vos.
—No tenía mi mejor aspecto.
—Sí, mi señora, vos estábais bastante irritante —suspiró. —Ahora conocéis mi
lamentable historia y veis por qué pienso que vuestra merced ha venido a ayudarme.
—Desearía hacerlo — dijo.
Sonrió ligeramente.
—No importa. Ya veré.
—¿Qué vas a hacer?
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—Bueno, había pensado escalar la muralla por la noche y asesinar a mi padre
antes de que se diera cuenta, luego haría salir a sus hombres antes de que todos se
levantaran y erigieran armas contra mí.
—Suena peligroso, — jadeó.
Se encogió de hombros.
—Lo he hecho antes con gran éxito.
Aquello fue suficiente para empujarla el borde. Pensar que había hecho algo tan
arriesgado y comentarlo de manera tan despreocupada era asombroso. Entonces
respondió de la única forma que podía.
—Hip, — dijo —hip—hip.
—¡Ah por todos los santos!, —exclamó medio sonriendo. —Ya veo como os
sentís por ello.
—Lo siento hip—hip.
—Eso fue antes, Julianna. —Suspiró y le acarició el pelo con su mano libre. —
Diablos, pero no puedo pensar en eso ahora. Es una pena, sin embargo, eso me hacía
un buen guerrero.
—¿Saltar sobre hip murallas?
Negó con la cabeza.
—No, mi señora. No tener a nadie de quien preocuparse excepto de mí mismo.
—¿Qué ha cambiado? —preguntó. —¿encontraste a alguien recientemente?
Y entonces tapó la boca con la mano para parecer que intentaba para los
hipidos. En realidad, era la única forma que conocía para parar las palabras que
vomitaba su boca sin permiso.
William se paró y se volvió a mirarla.
Se encontró, de repente, conque las palabras habían cesado de fluir tan rápido
como habían comenzado. Incluso sus hipidos desaparecieron. Un silencio cayó y todo
lo que pudo oír era el canto ocasional de los pájaros y un poco de la ligera brisa que
soplaba entre los árboles. Pero no podía ver de dónde soplaba el viento o cómo los
pájaros continuaban con sus esporádicas conversaciones. Todo lo que podía hacer era
mirar al hombre que tenía frente a ella: un señor medieval con espada a un lado y su
bolso sobre el hombro el cual, la estaba observando con tanta intensidad que la dejaba
débil.
—Sí, — dijo lentamente. —Lo he hecho.
—¿En serio?, —demandó —¿A quién? ¿A Peter?
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Movió negativamente la cabeza.
—¿El cura?
Volvió a negar otra vez, y maldita sea si no alargó la mano, la deslizó bajo su
pelo otra vez y la agarró. Julianna tragó con un glup. Quería una respuesta definitiva
de él, pero comenzó a distraerse cuando su mano jugueteó dulcemente con su pelo. Era
un sentimiento cautivador y se encontró consumida por él (y era completamente
asombroso que hubiera encontrado ahora a alguien soltero, atractivo y galante). No
importaba que estuviera en el siglo totalmente equivocado.
Le sonrió, y ella pensó que esa sonrisa de alto voltaje podía provocar una
desafortunada reacción otra vez. Pero antes de que pudiera coger aliento y hacer algún
ruido parecido al hipo, se inclinó y la besó.
Pardiez, ¿quién necesitaba respirar?
—Quizás, —dijo lentamente, cuando separó su boca de la de ella, —nuestro
buen sacerdote tiene más sentido del que sospechaba al redactar sus juramentos.
—¿Estabas pensando en rescatar a doncellas en gran peligro? —interrogó,
preguntándose si él se daría cuenta de que comenzaba a abanicarse. ¿Quién diría que
un beso bajo la lluvia podía producir tanto calor interno?
—Sí.
—¿Y rescatarla de dragones? —añadió, preguntándose si por añadidura él
podía sentir sus rodillas debilitándose.
—No había nada acerca de dragones. Creo que la única cosa horrible que he
rescatado de vos han sido los comestibles y bebidas de vuestro saco. —le sonrió —
Dejadme recuperar mi salón, entonces sabréis lo que es una comida decente.
De acuerdo, no era una proposición. Era una invitación a comer, y ¿quién sabía
a donde podía conducir? Además, Julianna estaba comenzando a plantearse la
conveniencia de vivir con botellas de agua y frutos y vegetales recubiertos de
algarroba. En cuanto antes se pusiera William con su proyecto, tanto mejor por lo que a
ella concernía.
—Tengo un aturdidor que puedes usar, —ofreció.
—¿Qué debería hacer con él?
—Los atizas con él y los dejas sin sentido y babeando.
—Así lo hace mi espada. — dijo —Volvamos. Me las arreglaré bastante bien yo
solo.
Quizás eso fuera lo mejor. Por todo lo que sabía, William podía apuntar el sitio
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equivocado y quedarse sin sentido y babeando, y luego sólo quedarían Peter y ella
para tratar de coger la espada y hacer daño con ella.
—Así que, — dijo ella mientras volvían paseando a la ermita, —¿qué es lo
siguiente?
—Me atrevería a decir que haré un pequeño cambio, pero escalaré la muralla y
lo mataré en su cama.
Ella se detuvo.
—Habías dicho que no …
Él inclinó su cabeza y rápidamente la besó otra vez, ella no lo vio venir. Y
cuando paró simplemente la miró, y ella se dio cuenta de que no podía decir nada
después de todo.
—Volveré, —prometió.
—Pero…
—Volveré Julianna. Lo juro por mi vida.
¡Genial! Había pescado a un señor medieval inclinado al asesinato y la
mutilación. Su madre se hubiera desmayado de sólo pensarlo.
Se preguntó de pasada como reaccionaría Elizabeth con las nuevas noticias: Oh
a propósito, de camino a tu castillo, paré en la Edad Media y me encontré siendo rescatada por
un caballero. Es muy atractivo, atento, muy caballeroso…
Tenía serias sospechas de que Elizabeth no se sorprendería. Pero se preguntaba
que habría hecho con el consejo de Elizabeth. ¿Permanecer en el pasado o tratar de
volver a casa? Hmmm, ¿Buscar atención si ella se enamoraba, o volver a casa y buscar
un inexistente trabajo?
Julianna se preguntó distraídamente si podía vivir el resto de su vida sin la
cisterna del WC.
O con un hombre al que poco le importaba arriesgar su vida en formas
aparentemente peligrosísimas. Bueno, Si ella fuera buena en algo en esta época, podría
buscar un favor y confiar en él. Respiró profundamente.
—De acuerdo, —dijo, levantando su barbilla. —Haz lo que tengas que hacer.
—¿Estaréis aquí cuando regrese?
Tenía en la punta de la lengua decir ¿A qué otro sitio podría ir?, pero se detuvo
justo a tiempo.
Volvió a respirar. El estanque era profundo y no tenía ni idea de lo que había en
el fondo, pero no tenía sentido no saltar con ambos pies.
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—Estaré aquí. —hizo una pausa. —Y ésta es mi elección.
Él volvió a sonreír, y ella se preguntó por qué en el mundo no había una fila de
una milla de largo de chicas esperando por una mirada así. Quizás no se la mostrara a
mucha gente.
—¿Has tenido alguna vez una novia? — preguntó.
—¿Mujeres? —La miró mudo de asombro. —Docenas.
—¿Por qué no te casaste con ninguna de ellas?
Sonrió sacudiendo negativamente la cabeza.
—Por todos los santos, señora, no tendréis miedo de mí, ¿no es cierto? Esa no es
una pregunta que muchos se atrevieran a hacer.
Ella simplemente esperó. Si tenía algún defecto, era mejor que lo conociese
ahora.
—No soy precisamente acaudalado, —dijo, mirándola con diversión. —Tengo
muchas cicatrices de batallas. O quizás es que estaba esperando a que el futuro os
arrojara a mí. ¿Eso os satisface?
Antes de que pudiera encontrar una buena respuesta a eso, él la besó de nuevo
y luego la condujo de vuelta a la capilla, moviendo todavía su cabeza y sonriendo.
¿Qué otra cosa podía hacer sino eso?
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Capítulo 7
William estaba de pie entre las sombras de los árboles observando el torreón.
Sonrió irónicamente cuando se dio cuenta de que estaba en el mismo sitio que el día
anterior, mirando fijamente hacia el mismo lugar, pero con pensamientos bien
diferentes. Quería su torreón pero, para ser sinceros, sus pensamientos estaban
dirigidos al bienestar de un cálido fuego, a una guarnición bien habitada, y a lizas para
su entretenimiento.
Era extraño como en el paso de sus días de soltero podían cambiar sus
sentimientos.
Todavía quería el torreón, por supuesto, y las lizas para él y su guarnición, pero
también estaba pensando en un hogar para su esposa y niños, (una esposa en
particular, claro.)
Se introdujo con facilidad en el bosque y silenciosamente recorrió el perímetro
del castillo, tomando nota mental para eliminar más árboles cuando el torreón fuese
finalmente suyo. Era muy fácil para el enemigo ocultarse en esa vegetación exuberante,
incluso si se veía obligado alguna vez a avanzar a rastras sobre su estómago para
aprovechar la protección de los pequeños arbustos.
Se deslizó de vuelta al torreón y esperó un buen rato para asegurarse que no
había ningún centinela rezagado rondando por la muralla. No observó ningún
movimiento, pero esto no le convenció. Tenía una razón de peso para mantenerse a
salvo, y sospechaba que esa razón podía ponerse furiosa si la dejaba sola con Peter y el
sacerdote. Apretó la correa que aseguraba la espada a su espalda y comenzó a sonreír
con despecho ante la gravedad de su situación. Por todos los santos, la mujer era
fascinante. No sólo era que lo mirara de la forma más hermosa lo que hacía que su
corazón latiera, sino que podía entenderlo.
Quizás lo había aprendido en el Futuro también.
Por todos los santos, apenas podía imaginar algo como un cuerpo viajando en el
tiempo. Pero si podía imaginarla en su cama, a su lado en la cena y dándole una
docena de críos con el pelo alborotado y unos ojos tan azules que podían herir a un
hombre con la mirada.
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Y si podía desear lo último, a lo mejor podía creer en lo primero.
Todo esto le llevaba a la presente situación, (se preparaba para escalar sus
propias murallas y liberar su torreón de los desagradables y no invitados huéspedes
para poder continuar con el resto de su vida.)
Suspiró profundamente y se fortaleció para lo que iba a venir. Hubiera sido más
fácil con una escala, o con ropa adecuada, pero esas cosas podían costarle el ser
descubierto, y no estaba dispuesto a pagar ese precio.
Tenía que encontrar los salientes que hubiera para sus manos y pies, y rezar
para que sus ojos no le engañaran con los resquicios que veía en la muralla. Tenía unas
manos excepcionalmente fuertes, lo cual era bueno, y botas desgastadas por la puntera,
lo cual también estaba bien por el momento. Y había escalado paredes menos
hospitalarias que éstas sin más que su pobre cuerpo como su única ayuda.
Entonces, tomando ventaja de la menguante oscuridad anterior al alba, se
deslizó de sombra en sombra y se aproximó a la muralla.
Fue más fácil de lo que esperaba, lo cual le llevó a maldecir silenciosamente por
el lamentable estado de la defensa exterior del torreón. Tendría que visitarlas en la
siguiente oportunidad. Hasta que tuviera suficientes hombres para proteger esas
murallas, necesitaban tener una defensa inexpugnable.
Trepó sobre la muralla, rodó y se acurrucó contra el parapeto. Su corazón se
aceleró con la visión del centinela que había evitado golpear por poco. El hombre se
dio la vuelta y murió antes de que pudiera dar la voz de alarma. William no lo mató
con satisfacción, sospechaba firmemente que si le dieran a elegir entre él y su padre,
este hombre lo hubiera elegido a él. Pero no podía permitirse ser descubierto, no
cuando la principal dificultad era vencer rápidamente.
Empujó el cuerpo contra la muralla, para que nadie notara nada extraño,
después inspeccionó por dentro la muralla exterior. Por lo que podía ver, su tío no le
hizo justicia a su lamentable estado. Las construcciones estaban viniéndose abajo y el
patio interior cubierto con pilas de lo que finalmente estaba seguro resultarían ser
desperdicios y basura. Se estremeció el pensar con lo que se encontraría en el interior
del torreón.
Pero, estas pilas de piedras, eran suyas, y las tendría (con gran satisfacción)
Miró al cielo y se sorprendió el ver que la noche estaba tocando a su fin.
Obviamente había pasado más tiempo del que debería ponderando la situación. Bien,
no había nada que hacer sino proceder rápidamente y arriesgarse antes del amanecer.
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Teniendo en cuenta lo que había visto hacía un par de días, no había muchas almas
levantándose y trabajando, a pesar de que el gallo cantara tanto si lo quería su amo
como si no. Lo mejor era comenzar con su empresa mientras todavía podía contar con
la protección de la noche.
Dejó inconsciente a otro hombre mientras se dirigía por la muralla hacía las
escaleras que llevaban el patio interior, sin encontrarse con nadie ni oír ningún grito de
alarma.
En general, había algo extrañamente perturbador en todo aquello.
Miró el camino que se introducía el torreón, pero no vio nada excepto la puerta
del salón. Esto le dejaba una pequeña elección, pero entró acto seguido. Echó una
última mirada a la muralla exterior, sin detectar ningún movimiento ni siquiera de los
escasos cobertizos dispersos aquí y allí, entonces comenzó el asalto. No se apartó del
borde del salón y avanzó con cuidado.
Nadie lo detuvo.
Las puertas del salón estaban abiertas, y entró como si tuviera todo el derecho
de estar allí. Únicamente el olor lo dejó casi sin sentido en el suelo. Una vez que los ojos
dejaron de escocerle por el humo del interior y recobró un poco de juicio, notó que
había algo más extraño.
No había hombres durmiendo en el suelo.
Si antes no se había acobardado, lo hizo ahora.
Sabía que no tenía elección pero tenía que explorar el torreón y no había mejor
lugar para comenzar que la cocina. Se dirigió hacia allí cuidadosamente. El hedor de
ese lugar era peor, si es que eso era posible, que el del salón. Allí sólo había un par de
escuálidos muchachos, durmiendo en el suelo, aparentemente rendidos de cansancio.
William se retiró en silencio.
Volvió al gran salón, encontró el hueco de la escalera y subió al piso superior
del torreón. Caminó por el pasillo y miró a ver que había dentro de un largo aposento y
un pequeño estancia. Ambos estaban desprovistos de todo excepto unos toscos y rudos
muebles. A parte de un único caballero borracho arrellanado en el pasillo, William no
vio a nadie más.
Entonces se le ocurrió el pensamiento más perturbador.
¿Se le habían anticipado?
Y después se le ocurrió un pensamiento todavía más perturbador.
¿Y si su padre estaba rodeando con sus hombres la ermita?
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Bajó ruidosamente las escaleras, corrió a través del gran salón vacío, se lanzó a
través de las puertas abiertas y cruzó el patio interior vacío. No paró, no vio a ningún
alma, y esto se sumó a su temor. Por todos los santos, si había dejado a Julianna detrás
en peligro cuando pensaba que este estaba delante de él…
Y sólo se paró derrapando cuando alcanzó las puertas. Se quedó boquiabierto
con la visión que tenía delante dándose cuenta de la gravedad del error de cálculo con
un padre tan taimado. Estaba francamente pasmado de que el hombre que había
estado tanto tiempo parado debajo de su cerveza concibiera un plan tan sucio. La
punta de su espada cayó el suelo antes de que lo parara la suciedad que había a sus
pies.
Ah, por todos los santos, no tenía un plan para esto.
—Mirad con lo que me he topado fuera de mis murallas, —dijo lenta y
pesadamente Hubert. —Tres pequeños rufianes de tendencias criminales.
William miró a Julianna que estaba al lado de su padre con su glorioso pelo
sujeto firmemente por sus manos bastardas. Lo miró, entonces cerró los ojos e hizo una
mueca de dolor cuando Hubert apretó el puño.
Peter y el sacerdote estaban sujetos por otros de los hombres de su padre.
Incluso sus caballos habían sido apresados.
—Vinimos a ayudaros mi señor, —chilló Peter, luego lo abofetearon para que
callara.
—Necesita todo lo que le podamos dar, —comentó despectivamente Hubert. —
¿Porqué Artane pensó que podías tener estas tierras que están detrás de mí?
William miró a su padre y escasamente podía creer que hubiera sido
engendrado por un tonto. Le dio la espalda. Su carácter había sido moldeado por su
abuelo y sus tíos y ellos eran los hombres más admirables. Era su sangre la que corría
por sus venas. No por primera vez, se sentía muy satisfecho de que su padre se hubiera
ido de Artane antes de su nacimiento y lo hubiera dejado allí el cuidado de su abuelo.
Hubert hizo un gesto descuidado a uno de sus hombres. —Matadle –Le ordenó.
William vio como levantaba una ballesta y maldijo. Lo sabía. La única cosa
contra la que no tenía la posibilidad de defenderse y eso era con lo que se enfrentaba.
Consideró fugazmente la posibilidad de huir como un rayo. ¿Por otra parte qué sería
de Julianna? El hombre apuntó.
Un movimiento alarmó a William. Observó a Julianna que había dado un
codazo en la nariz de su padre. El hombre la soltó con un aullido y se sujetó la cara.
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Después empujó al arquero con algo que sostenía en su mano. Él chilló y luego cayó el
suelo, sin sentido y babeando.
—Aturdidor, — dijo ella orgullosamente.
Entonces Hubert la abofeteó en plena la cara y la dejó tirada en el suelo.
William rugió. Derribó a cinco de los guardias de su padre antes de que se
dieran cuenta de lo que pasaba. Los cinco restantes tiraron sus armas y retrocedieron
lejos. Hubiera estado complacido consigo mismo, y con la liberación de su escudero y
del sacerdote, si no hubiese vuelto la atención a su padre y hubiese tenido una visión
clara de su dama, la cual estaba ahora de pie.
Con el cuchillo de su padre en la garganta.
—Al parecer, — dijo su padre tirantemente, —tengo algo que deseáis.
William espetó su espada en la suciedad a sus pies y puso ambas manos en la
empuñadura.
—No podéis ganar, Padre, — dijo, su pecho agitado. —Soltadla.
—Elegid, —respondió Hubert. —La muchacha o el torreón.
William no hubiese estado más sorprendido si su padre hubiese alargado la
mano y dado un puñetazo en la nariz.
—Pero…
—¡Elegid! —gritó —¡La muchacha o el torreón! ¡No me quedaré sin nada,
después de tanta molestia!
William ponderó el hecho de matar a su padre, antes que éste matase a
Julianna, pero supo casi al instante que esa era la última opción. Podía hacer buen uso
de su cuchillo y enterrarlo hasta la empuñadura en un parpadeo. Podía recuperar su
espada y arrojarla a su padre, cierto, pero dependería de la suerte si su padre usaba a
Julianna como escudo.
Julianna se movió con el aturdidor en su mano, y William instintivamente
avanzó un paso.
—No, — dijo, moviendo la cabeza.
—No lo hagáis, —ordenó su padre, presionando la hoja más firmemente contra
su cuello. Un pequeño hilo rojo se deslizó por su garganta. Julianna bajó su arma, cerró
los ojos, y tragó convulsivamente.
William cerró sus ojos fieramente y vio en su mente la lastimosa pila de piedras
que tenía detrás. Era su derecho de nacimiento, una herencia que dejar a sus hijos, el
gesto final de amor de un hombre al que había amado con todo su corazón. Significaba
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seguridad, firmeza, un lugar propio (todas las cosas que nunca tendría en toda su vida
adulta.)
Luego abrió los ojos y miró a la mujer cautiva en brazos de su sucio padre. Ella
había abierto los ojos y ahora estaba observándolo sin ninguna expresión en su rostro.
Sólo eso le dijo que ella estaba firmemente intentando no forzar su decisión.
Después comenzó a hipar.
Esto acabaría cortando la garganta por ella.
—Maldita muchacha, —murmuró su padre, moviendo la hoja en su mano.
William sonrió con despecho de sí mismo y, mientras lo hizo, se dio cuenta de
la verdad. Su hogar estaba delante de él. En verdad, si quería un montón de piedras de
su propiedad, ¿no las había encontrado ya? Aparentemente estaba destinado a viajar
sin ataduras.
Excepto por la intención que tenía con la mujer que estaba de pie enfrente de él
hipando.
No, había poco que pensar. Si la elección estaba entre Julianna o las ruinas
desmoronadas detrás de él, no había elección.
—Quedáoslo, —dijo Willian, sacudiendo su cabeza hacia las murallas. —
Quitad la hoja del cuello de mi dama y buscad vuestra comodidad dentro. Pero quitad
el acero con cuidado, Padre. De otra forma no os gustaría vuestra muerte.
Hubert apenas lo miró.
—¿Vuestra palabra de que el salón es mío?
—Si, — dijo simplemente William.
—Juradlo.
—Oh, por todos los santos, —se disgustó. —Quedaos con vuestra puñetera pila
de piedras. No os preocupéis más por eso. Dejádsela a vuestro otro hijo. Si podéis
encontrarle encajádselo después de que terminéis con él.
—Rolfe es un buen…
—Borracho e idiota, —terminó William por él. —Sí, su vida es un legado a
juego como la vuestra. Estoy seguro que estará muy contento al ver lo que habéis
hecho por él.
—Nunca os lo dejaré, —gruñó Hubert.
William se encogió de hombros. Su hermano mayor estaba sin duda en un
desierto rincón de alguna aldea, apestando a vino y a cualquier otra cosa bebible que
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hubiera encontrado. Lo único que le sorprendería es que encontrasen a su hermano
sano y con vida. No, Hubert no lo encontraría para obsequiarle con nada.
—Juradlo, —repitió Hubert tercamente. —Jurad que me dejaréis en paz y que
nunca regresaréis.
William inclinó su cabeza. —Juro que os dejaré en paz y que nunca regresaré.
Ahora, devolvedme a mi dama.
Hubert parecía estar considerando algo vil. William lo miró
desapasionadamente y negó con la cabeza.
—No lo haré.
Su padre se movió (el primer signo de nerviosismo que había visto en él.)
—¿Pensáis que sólo puedo mataros con mi espada? — preguntó
tranquilamente. —Os aseguro, Padre, que el tiempo pasado con honorables
mercenarios no fue desaprovechado. Puedo deciros una docena de formas de acabar
con vuestra vida (muy dolorosas, debo añadir), sin poner la mano en la espada.
—Me disteis vuestra palabra de que me dejaríais, — Dijo Hubert con voz
trémula.
—Sí, si mi dama viene ilesa a mis brazos, —dijo con calma, como si tuviera una
cantidad ilimitada de tiempo para discutir sobre la materia (y como si su corazón no
estuviera latiendo en su garganta con la fuerza de una docena de duros puños.) Por
todos los santos, todo lo que tenía que hacer era presionar levemente y cortaría su
garganta. Sus puñeteros hipidos estaban casi consiguiéndolo ellos mismos. Su sangre
vital podía derramarse y no habría venganza lo suficiente infame para remediarlo.
Hubert lo meditó. Después levantó el cuchillo. Antes de que William pudiera
moverse, empujó a Julianna hacia William. Tropezó y cayó boca abajo en la porquería a
los pies de William.
Pero por fin estaba libre. William la alzó en sus brazos. No podía verla. Negoció
su herencia por ella y maldijo ya que no quería ver repulsión en su cara. Miró a Peter.
—Hay otro caballo dentro de las puertas. Traedlo.
—Pero… —Protestó Hubert.
—En pago por vuestro poco caballeroso trato por vuestra futura hija, — Dijo
con intención. —A no ser que queráis discutirlo mejor.
—¡Dijisteis que me dejaríais en paz!
—Lo hice. Y me llevaré vuestro mejor rocín antes de dejaros. Consideraos
afortunado. Podía llevarme mucho más.
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—Despreciable hijo de puta, —escupió Hubert.
Eso dolió, pero William lo dejó pasar.
—Mi juramento era dejarte en paz. Apostaría que no estáis cualificado para
juzgar como hago honor a eso.
Peter volvió con un caballo que William sospechaba no duraría una semana,
pero el menos podía llevar al sacerdote. Lanzó a Peter sobre el caballo de carga, montó
al sacerdote sobre el débil rocín, luego condujo a su temblorosa dama a su propia
montura y la ayudó a subir a la silla. Miró una vez más el salón que no estaba lejos de
él, después a su padre.
Y luego miró a la mujer con el pelo alborotado y afligidos ojos azules y se
encontró riendo con despecho de su enfado sofocado.
—¿Bien? — preguntó.
—Negocio del demonio, —dijo ella con voz ronca.
William rió y se subió detrás de ella. Miró a su padre y señaló el torreón.
—Es vuestro, Padre. Que tengáis una larga vida para disfrutarlo.
Hubert lo miró ferozmente, pero caminó ruidosa y pesadamente hacia las
puertas al mismo tiempo. Los cinco guardias que quedaban lo siguieron con no—
mucha—ansia. Bueno, el hombre al que dejó sin sentido sobre el suelo podría ponerse
en pie bastante pronto, así como el borracho del pasillo, y quizás aclamarían a sus
compañeros. William sintió que se le quitaba un peso de encima y silbó alegremente
mientras dirigía a su caballo hacia el sur. Quizás atarse a un salón no estaba hecho
verdaderamente para él.
—¿A dónde nos dirigimos, mi señor? —Preguntó Peter.
—No tengo ni idea, —respondió tranquilamente William.
Tenía varios destinos en mente, pero no alcanzaría ninguno de ellos ese día, así
que ¿qué iba a ganar preocupándose? Cabalgaron por un tiempo, luego se preguntó
donde debería llevar a su dama.
—Lo hip siento, —susurró ella.
—No, —le contestó moviendo la cabeza negativamente. —No lo hagáis. Fue un
trato justo.
Respiró varias veces y, milagro de milagros, su respiración volvió a ser normal.
Se relajó en sus brazos.
—Probablemente debería haberme quedado en la ermita, —ofreció ella.
—Sí, bueno, quizás tengáis razón.
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—Pensé que podías necesitar ayuda.
Sospechó que no era el momento de aclarar que él era un guerrero entrenado y
ella no. Estaba temblando en sus brazos, y supuso que o se sentía mal por su pérdida o
se daba cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Escasamente podía
reprenderla por su acción, cuando lo había hecho por ayudarle.
—Fue un gesto generoso, —comentó.
—Nunca pretendí que perdieses tu torreón.
—Gané a mi dama en su lugar. —Hizo una pausa. —¿Dónde está vuestro
sagrado saco de reliquias?
—Sujeto con una correa a tu caballo.
—¿Veis?, —dijo. —Vuestra merced tiene una dote que ofrecerme, la traéis vos
misma. ¿Qué más podría pedir?
Se volvió para mirarlo.
—¿Me quieres?
Sonrió secamente.
—He negociado mi derecho de nacimiento por vos. ¿Qué os indica eso?
—¿Es una proposición de matrimonio?
Rió suavemente.
—Te haré una proposición cuando haya decidido donde iremos.
—¡Oh!, — dijo, —Amablemente te agradezco que hayas regateado con tu padre
mientras tenía su cuchillo en mi garganta. De verdad. ¿Qué más podría pedir una chica
cuando tiene un romance?
La envolvió con sus brazos agarrándola bien, asombrándose de lo reconfortante
que era hacer eso. Había hecho la elección correcta. ¿Qué era un montón de piedras
cuando se comparaban con la mujer a la que creía podía aprender a amar con el
tiempo?
Torció hacia el este y se dio cuenta que se estaba encaminando hacia Artane. Era
suficiente hogar por el momento. Podía casarse allí apropiadamente, luego quizás
podrían decidir que hacer.
Sonrió, porque simplemente no podía evitarlo.
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Capítulo 8
Julianna había aprendido, después de tres días de aburrido viaje, como era
dormir en varoniles brazos a lomos de un caballo. Montar a caballo no era una de las
destrezas que ella había planeado poseer, pero aparentemente iba a tener que
incorporarla a su repertorio. Allí donde fueres haz lo que vieres. Cuando en Roma ...
mejor dicho en la Inglaterra medieval…
Se habían levantado y puesto en marcha en mitad de la noche anterior. No
estaba muy ilusionada con la idea, pero cuando William le prometió una cama blanda
en lugar del incómodo suelo si se daban prisa, rápidamente se había ilusionado con la
idea. Casi tan rápido como se había quedado dormida en la silla de montar, apoyada
contra el pecho de William.
La luz del día la despertó… eso y un saludable empujón de su casi prometido.
Abrió los ojos.
Y combatió una saludable ronda de hipidos.
Era un castillo, y qué castillo. Parecía horriblemente medieval, en perfecto
estado y, angustiosamente… habitado. Durante su estancia en Inglaterra como
estudiante había visto algunos castillos habitados, pero estaban modernizados con
cosas como la electricidad, estufas AGA, y fontanería interior. Normalmente había
coches aparcados enfrente y alguna clase de alojamiento para visitas turísticas. Los
pueblos tenían pintorescas casas de ladrillo, agradables calles pavimentadas y
hospitalarios B&Bs7.
Sin letrinas abiertas, cabañas hechas de paja ni habitantes que parecían que
nunca en su vida se hubieran bañado.
El muy funcional puente levadizo estaba bajado, y un trasiego continuo de
personas lo cruzaba bien a pie o bien a caballo. Julianna sentía que llamaba demasiado
la atención con sus keds y su traje de Donna Karan. Wiliam se quitó su capa de los
hombros y la cubrió por delante con ella. No tapó, de todas formas, los zapatos.
—¿Mejor? —le preguntó.
—Oh, Claro, —estuvo de acuerdo. —Me protegerá del frío antes de que me
claven en una estaca para quemarme. 7 B&B: Bed and breakfast: cama y desayuno.
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Soltó una pequeña risa y expertamente eludió pisar a uno o dos chicos
campesinos que estaban peleándose cerca de la torre del vigía.
Desmontaron en el patio interior. Julianna se encontró con que no podía hacer
nada pero agarró la mano de William y miró boquiabierta los alrededores. Se encontró
con que su bolso estaba firmemente seguro sobre los hombros de William, y ella se
encaminaba a las escaleras detrás de las cuales sólo podía suponer que se encontraba el
gran salón. Tal vez no fuera un buen juez en dicha materia, pero daba la impresión de
que quienquiera que poseyera ese lugar era increíblemente rico.
—¿Naciste aquí? —le preguntó mientras William le abría la puerta.
La observó con una sonrisa divertida.
—Sí. ¿Os sorprende?
—Tu familia debe tener carros de dinero.
—Y mi abuelo tenía varios hijos y un par de hijas. El oro no alcanza con tantos
niños a los que mantener.
Se detuvo entes de que entrasen y miró al hombre que no sólo había salvado su
vida, sino que prácticamente también se le había declarado. Se preguntó si se
ofendería por la riqueza, desde luego él no poseía mucha. Y ahora incluso menos,
gracias a ella.
—Siento lo del castillo, — se disculpó.
Él rechazó sus palabras con un ademán de la mano.
—Ya os dije… ¿cuántas veces?… que me alegré de desembarazarme de ese
lugar. Fue un generoso gesto por parte de mi abuelo, y apostaría que él sabía que le
estaría agradecido. Pero hay más cosas en la vida que un montón de piedras.
—Pero…
—Hubiera requerido una gran cantidad de trabajo hacerlo habitable, Julianna.
—Cierto, las reparaciones son un infierno, —estuvo de acuerdo.
La besó brevemente.
—Descansaremos aquí algunos días, luego veremos que nos apetece hacer. —
Sonrió en tono alentador. —Encontraremos un lugar en el que acomodarnos. Y no os
moriréis de hambre. No os he alimentado muy bien hasta ahora, pero os prometo que
lo haré mejor. Por ahora, mi tío nos proporcionará una mesa elegante y podremos
comer hasta saciarnos.
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Y daba la impresión de que eso era todo lo que diría sobre el asunto. No es que
tuviese mucha más ocasión de hablar porque Julianna fue arrastrada por una actividad
que le incomodaba por su intensidad después de los días pasados en el campo.
Pensar que alguna vez había disfrutado del bullicio de Nueva York.
El tío de William descendió sonriendo y los abrazó efusivamente,
estrechamente seguido por su esposa, alguno de los primos de William y demás
familia mientras Julianna intentaba memorizar sus nombres. Lo que entendió fue la
sugerencia de limpiar sus ropas. Se preocupó, cuando las mujeres se preparaban para
llevarla a sitios desconocidos, ya que no podía dar lo suficientemente rápido con una
explicación sobre sus orígenes, pero William lo resolvió por ella. Puso un brazo sobre
ella y otro sobre su tía y habló en voz baja.
—Julianna es de Manhattan, —comenzó.
—¿De dónde? — preguntó su tía.
—Un pequeño lugar que parece muy extraño para nosotros. Tienen diferentes
vestidos y cosas por el estilo, y es muy sensible acerca de ello. ¿No es cierto que
cuidaréis de ella y no heriréis sus sentimientos? —terminó, mirando a su tía con una
sonrisa devastadora.
Al menos ella estaba devastada por esa sonrisa. Aparentemente su tía tampoco
era inmune a su hechizo.
—Por supuesto, querido, — dijo rápidamente.
Julianna le miró pasmada, pero él sólo le guiñó un ojo y paseó tranquilamente.
—¡Qué zapatos tan hermosos!, —comentó su tía bondadosamente.
Julianna tragó saliva y farfulló una respuesta que sinceramente esperó que
pasara por un gracias.
Poco después se encontró en una habitación donde la bañaron, la peinaron y
perfumaron un puñado de mujeres que jamás había visto antes. Luego la vistieron con
ropas hechas al vuelo por un puñado de costureras veloces. Sus zapatos fueron
examinados de cerca, después expertamente limpiados. Los abalorios fueron
abrillantados amorosamente y a fondo. Julianna se probó su traje nuevo, miró a sus
pies y luego estalló de risa.
Si pudieran verla alguno de sus profesores, vestida con la elegancia medieval y
calzando sus keds, se habrían desmayado.
Sin embargo, nadie más parecía extrañarse, así que volvió su atención a otras
cosas… principalmente una pequeña siesta. Había comido con ganas durante su sesión
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de belleza, así que cuando le ofrecieron una cama, se quitó su traje sin pensárselo, se
arrastró bajo las sábanas con su camisola e inmediatamente se durmió.
Cuando se despertó era por la mañana otra vez, y se encontró rodeada de
mujeres que la levantaron para algún tipo de festejo.
—¿Qué pasa? — preguntó somnolienta mientras la sacaban de la cama.
Las primas de William rieron.
—Vuestra boda, por supuesto, —dijeron todas a la vez.
La vistieron, tejieron su pelo con alguna suerte de tocado medieval, y la
urgieron a ir a la capilla casi antes de que estuviera lo suficientemente despierta para
darse cuenta de ello.
El lugar estaba atestado.
Lo que quería era sentarse y evaluar la situación.
Pasó el resto del día esperando para sentarse y evaluar la situación.
Pero cuando realmente logró conseguir asimilar los acontecimientos del día,
era tarde, y estaba en una estancia de la torre de Artane afrontando a su marido que
parecía mucho menos desconcertado que ella. Miró hacia abajo, el solitario anillo de
oro que él aparentemente le había dado en algún momento de la ceremonia.
Contempló a William.
—¿Ya te declaraste? — preguntó, rascándose la cabeza.
—Creo, mi señora, — dijo gravemente, —que es demasiado tarde para eso.
Temo que ya nos hemos casado.
—Y dije que sí.
—Esa fue la palabra que farfullasteis cuando os pellizqué, sí, —comentó con los
ojos risueños.
—Bien, — dijo frunciendo el ceño, —no me acuerdo de mucho.
—Entonces dejadme recordárselo. Nos encontramos ante nuestro bien amado
sacerdote el cual pidió volver a recordar todo lo que aportábamos a esta unión. Vos
ofrecíais…
—Mi sagrado saco de reliquias.
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—Sí, y mi familia estaba muy impresionada por el puro peso de eso. Yo me
aportaba a mí mismo…
Le miró intensamente.
—Y algo más si la memoria no me falla. —lo apuntó con un dedo. —Me dijiste
que eras pobre.
—Bueno, soy menos pobre esta tarde de lo que era esta mañana, — dijo con un
bufido. —Mi tío fue excesiva, y tercamente, generoso.
—Por supuesto tampoco tenía mucho oro escondido en su castillo. —añadió
con mordacidad.
Se encogió de hombros.
—No estaba completamente despreocupado por el futuro. Supongo que pude
haber guardado algo más, pero nunca pensé necesitarlo. Mi escondite no era suficiente
para hacerme rico. Pero el regalo de mi tío: una docena de caballeros a mis órdenes…
—Eso fue muy amable por su parte.
—Sí, y probablemente nos asesinarán en un lado del camino, — dijo con una
mueca de disgusto.
—¡Anímate!, — dijo. —Podría haber sido peor.
La miró silenciosamente un rato, luego sonrió.
—Sí. Pude haber pasado del regalo de mi abuelo y nunca volver a Inglaterra.
Podría no haber vuelto a Redesburn. Y mirad lo que habría perdido.
Sonrió débilmente.
—Y yo todavía estaría sentada contra la muralla cubierta con varias capas de,
bueno…
—Sí, —concordó. —Eso.
Se levantó y lo miró. Él le devolvió fijamente una mirada firme. Julianna se
limpió las manos en el vestido. No era como si no hubiera pensado en ello, bueno, eso
antes. Lo había hecho. Mucho. Sólo que nunca había sido con el tipo correcto, en el
momento correcto y en el lugar apropiado.
Echó los hombros hacia atrás. Todo había cambiado. Ahora estaba casada con
un hombre atractivo al que aparentemente le gustaba lo suficiente como para entregar
su herencia por ella. Sus planes de futuro parecían supuestamente incluirla a gran
escala.
Él estaba esperando.
Julianna sostuvo en alto su bolso.
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—¿Qué quieres primero, a mí o a mi dote?
—Vuestra dote.
Su sonrisa vaciló.
—¡Oh!, —exclamó. Le tendió el bolso. —Tómala, entonces.
Lo cogió y lo puso detrás de él.
—Está hecho, entonces. Ahora os tendré.
—¡Oh!, —exclamó, sintiéndose mucho mejor.
Levantó las manos y ella puso la suyas encima. La acercó un poco más, y le
sonrió. Julianna observó la luz de la vela titilando en su rostro y se preguntó porque
no había utilizado velas cuando había tenido ocasión. Era una luz muy suave, ligera.
Sospechaba que iba a aprender a apreciarla muchísimo.
—¿Os puedo decir algo? — preguntó William. —¿En serio?
Oh, magnífico. ¿Le iba a contar algo como que esa cantidad pequeña de oro que
él había enviado para ser custodiada, ocultaba también un par de amantes?
—¿Sí? — preguntó con tono agudo.
Estrechó las manos a la espalda y la miró solemnemente.
—Supongo, —comenzó lentamente, —Supongo que con el tiempo vos, si acaso,
os encariñaréis conmigo. —Respiró profundamente. —No, no es lo que quiero decir.
Supongo que con el tiempo, llegaréis a amarme.
Después cerró la boca y la miró en silencio.
—¿Eso es todo? — preguntó incrédulamente.
—Sí, — dijo rígidamente. —A menos que penséis…
—¡Pensaba que me ibas a decir que tenías una amante!
La miró con una expresión de completo desconcierto.
—Me acabo de casar con vos. ¿Porqué iba a mantener a una amante?
—Me lo dijiste.
—Os dije que tengo sentimientos hacia vos, —explicó, sonando como si esos
sentimientos fueran a salir corriendo por la puerta. —Sentimientos que estoy bastante
seguro que irán creciendo con el tiempo. Y supongo, —añadió con semblante ceñudo,
—que vos podríais sentir lo mismo.
Julianna sintió muchas cosas, pero la más abrumadora era la sorpresa de
encontrarse de pie en una estancia de la torre del castillo, casada con un hombre al que
había conocido apenas hacía una semana, y tan feliz como nunca lo había sido en su
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vida… incluso cuando afrontaba sus menguantes reservas de comida basura y sin
posibilidad de fontanería interior en un futuro próximo.
Dio un paso hacia delante, abrazó a su caballero medieval y se acurrucó contra
su pecho. Él la rodeó inmediatamente en un abrazo protector. Julianna suspiró feliz.
—¿Bien? Su voz retumbó profundamente en su pecho.
—Sí, — dijo. —Creo que es más que posible. —Se echó hacia atrás lo suficiente
para mirarlo. —Pienso que es inevitable.
Él bajó su cabeza y la besó suavemente. —Entonces dejadme extraer la verdad.
Con algo de suerte, me haré querer y avanzaremos por el camino correcto.
—¿No quieres mirar primero en mi bolso?
Movió la cabeza negativamente sonriendo. —Después. El verdadero premio lo
tengo en mis brazos y no deseo renunciar a él. El otro puede esperar.
¿Cómo podía discutir aquello?
Y ella descubrió que además de ser un espadachín excepcional, su marido era
un amante excepcional.
Estaba muy agradecida por haber descansado bien la noche anterior.
Julianna abrió los ojos y se dio cuenta de que ya era por la mañana. Se percató
luego de que era el frío el que la había despertado. Era extraño como uno se
acostumbraba al calor de su marido en tan corto periodo.
Más extraño todavía era como se acostumbraba a otras cosas también en un
corto periodo de tiempo.
El pensamiento la hizo sonrojarse y agradeció que la vela que ardía en la mesa
probablemente no la iluminara. ¿Quién podía imaginarlo? Si supiera lo que se había
perdido, podía habérselo permitido un poco antes.
No obstante, quizá todo lo que había pasado se debía al hombre con que se
había casado.
Volvió a pensarlo un poco más (llegando fácilmente a la conclusión de que
William y un anillo en su dedo marcaban toda la diferencia) Luego intentó levantarse.
Apretó los dientes para no gemir cuando protestaron sus lastimados músculos.
—¿Estáis indispuesta?
La profunda voz la sobresaltó y se incorporó con un chillido.
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—Sólo soy yo, Julianna, — dijo William, sonando divertido. Estaba sentado a la
mesa, pero se volvió a mirarla. —¿Quién más?
—Quien más claro, —masculló mientras cautelosamente cogía una manta de la
cama. Se envolvió en ella y la rodeó para situarse junto a su marido. Él sujetaba su
copia de Los cuentos de Canterbury y la acariciaba con algo que ella sólo podía
denominar como reverencia. —¿Ves algo interesante? — preguntó, notando que el
contenido de su bolso esparcido en la mesa.
Tembló.
—Interesante, no. Inquietante, sí.
—Te dije la verdad.
La contempló, luego puso su brazo en su cintura y la abrazó.
—Sí, y yo soy muy tonto por no haberos creído antes.
—Es duro de aceptar.
Dejó caer su brazo y agachó la cabeza.
—Sí, lo es.
Comenzaba a tener la sensación del desastre inminente ya que quizás él
empezaba a tener remordimientos serios. Contempló la idea de volver a la cama y
tratar de volver a despertarse después de que William se hubiera ocupado del asunto,
pero eso era de cobardes y ella no era ninguna cobarde. O no mucho, en todo caso.
No, no lo era y no tenía importancia si había decidido que una chica medieval
debería tener sentido medieval del coraje. William era, literalmente, todo lo que ella
tenía en el mundo y ella no iba a dejar que algo tan estúpido como su incomodidad se
interpusiera entre ellos.
—De acuerdo, —dijo, arrodillándose a su lado, —habla. No puedo adivinar lo
que piensas y tampoco lo voy a intentar. Si tienes remordimientos, mejor me los
cuentas.
—¿Yo? —dijo, mirándola con expresión de sorpresa. —Más bien creo que los
deberíais tener vos.
—¿Yo? — preguntó en el mismo tono. —¿Porqué debería tener
remordimientos?
Él sostuvo el catálogo de ropa deportiva.
—Mirad esto, —exigió. —Mirad lo que habéis traído para mí.
—¿Eso? — preguntó con media sonrisa. —William, hay más cosas en la vida
que la ropa.
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Parpadeó, silenciosamente. Luego sonrió un poco arrepentido.
—Supongo que lo hay. Pero Julianna, estas maravillas…
—No significan nada si para tenerlos tengo que cambiarlos por ti, —concluyó.
Le sonrió. —Me he encariñado contigo, lo sabes. Tú eres más valioso que mi derecho
de nacimiento.
La besó y estaba segura de que había eliminado su tensión.
—Temí, —susurró sobre su boca, —que os despertaríais y que lamentaseis
haberos entregado. Especialmente cuando entendí a lo que renunciasteis.
No quiso decirle que no había entendido ni la mitad, así que simplemente
asintió y dejó que la besara y casi se le habrían caído las medias. Si tuviera medias
puestas, claro. Pero tan solo estaba envuelta en una manta, y estaba casi segura que no
iba a caminar demasiado, en breve.
—¿Vos leeríais para mí? —preguntó mucho después mientras se acurrucaba
felizmente en la cama el lado de ella con el libro en las manos. —Estas historias son
divertidas.
Le sonrió y acarició su mejilla.
—Podría enseñarte a leerlas.
—No tiene sentido. El sacerdote aquí en Artane intentó enseñarme, pero sin
éxito. Mi padre, en una de sus raras visitas para saber si vivía todavía, dijo que yo era
demasiado tonto para realizar esa hazaña.
—Tu padre es un asno.
Sonrió brevemente.
—Sí, lo supongo.
—¿Cuál es el problema?
—No podía juntar las letras, —explicó. —Se movían de un lado a otro y se
intercambiaban hasta que lloraba de frustración. Así es que cedí en la batalla y volví
mis energías hacia otras cosas.
—Probablemente es dislexia, —aventuró, esperando que tuviese razón. —Me
pasa lo mismo con los números. La mitad de las veces no están en el mismo lugar que
los dejé cuando vuelvo a leerlos otra vez. Es muy confuso.
Apoyó un codo y la miró con asombro.
—No, —respiró. —¿Para vos también?
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Aspiró profundamente. No quería prometer algo que no podía cumplir, pero
con suficiente tiempo, podía ayudarlo. Y después de todo, tenía todo el tiempo del
mundo y pocas distracciones.
—Creo que podrías aprender a leer, — dijo lentamente. —Pero no será fácil.
La miró como si hubiera bajado del cielo para entregarle el deseo de su corazón.
La terrible esperanza reflejada en su cara casi la hizo llorar.
—¿Lo creéis? —susurró.
—Todo es posible, — dijo quedamente.
Levantó una ceja mientras la miraba, luego sonrió.
—Supongo, señora, que vos sois prueba suficiente. Pero por ahora, leedme uno
o dos cuentos y estaré contento.
Cogió el libro y lo abrió pero algo se desprendió de entre las páginas. Lo
desdobló.
Era el mapa de Elizabeth.
—¿Qué es esto? — preguntó él.
—Es lo que me metió en problemas en primer lugar, — dijo secamente. —Mi
amiga me dibujó un mapa de Inglaterra. Según ella, esos lugares son sitios por donde,
puedes viajar a través del tiempo.
—¿Y vos estuvisteis en alguno de ellos? — preguntó trazando el contorno de la
isla.
—¡No! Me senté en un banco del parque. Sin embargo la idea es la misma.
—Contadme lo que dice, —la urgió.
—Bueno, especulo que son diferentes para según que siglos. Los Pictos…
fueron los antecesores de los escoceses del norte. Vikingos…
—Sí, lo sé, — dijo con un estremecimiento. —El lote desagradable.
—Piratas en el siglo diecisiete, Justas en la edad media…
—Un buen destino, —hizo notar.
—Y este… aquí… —entrecerró los ojos para descifrar las palabras… y cuando
pensó que tenía una vaga idea de lo que decía, se sentó rígidamente. Gateó por la cama
y prácticamente se lanzó a la mesa.
William rápidamente fue hacia allí, envolvió una manta alrededor de ella, y
miró con atención sobre su hombro.
—¿Qué dice?
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Acercó la vela hacia ella y sujetó el papel para poder leer claramente las
palabras.
—Dice, —comenzó, entrecerrando los ojos para descifrar la diminuta letra de
Elizabeth, —Volver de Escocia al futuro. Y hay una nota abajo que dice “Válido para
cualquier siglo”.
—Por todos los santos, —respiró. —¿Pensáis que puede ser cierto?
Apenas podía respirar. Pensar que era posible volver a casa. Pensar que esa
posibilidad existía y que ella había tenido la solución todo el tiempo en su bolso. Giró
la cabeza para mirarlo.
—No puedo imaginar porque mentiría Elizabeth.
—Julianna —exclamó repentinamente.
Volvió a mirar el mapa y chilló.
El papel estaba ardiendo.
William apartó bruscamente el mapa, lo lanzó sobre la mesa y apagó las llamas.
—Mierda, mierda, mierda, — dijo brincando de arriba abajo. —¿La fastidié?
La miró con una sonrisa pesarosa.
—Estuvisteis cerca, diría. Decidme lo que perdimos.
Tomó el mapa y advirtió que el viaje a los Pictos no era más que un rizo negro,
así como cualquier referencia a los vikingos.
—En cualquier caso no estábamos interesados en ello, — dijo sujetando el mapa
bien apartado de la llama y entrecerrando fijamente los ojos. —Está bien, dijo con
alivio. Hay un pequeño círculo, aquí a la derecha. Ahora, si tuviéramos alguna idea de
donde se encuentra.
Y luego se dio cuenta de lo que estaba diciendo.
Se había casado con un caballero medieval y se había comprometido con él de
por vida. Incluso contemplar la idea de volver a casa era algo que no se podía permitir.
A menos que él quisiera venir.
Lo miró para encontrarlo observándola con una expresión prudente.
—¿Qué? — preguntó.
Él sonrió débilmente.
—Me preguntaba si estábamos contemplando esta loca idea.
—¿Una pequeña excursión al futuro?
Asintió con la cabeza, luego la movió negativamente.
—No me puedo creer que incluso lo esté considerando. Parece imposible.
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Suspiró.
—Es probable que realmente sea una idea absurda en cualquier caso…
—Pero una idea a considerar, —terminó. —¿Qué pensáis de dar un paseo por la
costa? Siempre he tenido mis mejores ideas allí.
—¿Es posible desayunar primero?
—Creo, mi señora, que tantos días subsistiendo con vuestra comida del futuro
os ha enseñado lo que supone el trabajo duro. Sí, tendremos que comer algo antes de
irnos.
Cogió el mapa, lo plegó con cuidado y lo colocó de nuevo entre las páginas del
libro.
—Llevaremos esto con nosotros siempre. No tiene sentido perderlo antes de
tener la oportunidad de intentarlo.
—William, no tenemos que…
—¿No deseáis volver a casa?
Se había convertido en conjunto en una experiencia bastante posible. No se
podía mover. Hubo un sólo pensamiento que parecía aclara un remolino lleno de
posibilidades. Miró a William y sonrió.
—Mi casa está contigo.
—¿Lo veis? —dijo satisfecho. —Os dije que con el tiempo os encariñaríais
conmigo.
Puso los brazos alrededor de él y lo abrazó.
—¡Qué razón tenías!
—Las ropas, la comida, luego la costa, —dijo, besándola en la cabeza y
desenredándose de ella. —Vamos a aclararnos la cabeza para pensar allí.
Julianna se vistió con su ropa medieval e intentó no dejar que sus pensamientos
se desbocaran. En cierta forma, sin embargo, no podía detenerlos. Una cosa era
quedarse en el pasado y resignarse a ello. Y otra completamente distinta era que quizás
había una forma de volver el futuro.
No obstante, quizás ella había hecho su elección. Se había casado con un
hombre de siglos atrás en el pasado con la intención de permanecer con él. Un pequeño
papel no iba a cambiar eso.
¿Pero y si era cierto?
Apenas podía enfrentarse a eso.
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Capítulo 9
William caminó por el pasillo hasta la estancia de su tío, tratando de no pensar
en la reacción que tendría ese hombre cuando le hiciera esa pregunta. Se detuvo ante la
puerta, agarró firmemente el mapa enrollado en su mano, luego llamó.
—Adelante.
Lanzó una mirada hacia el cielo antes de soltar la respiración y entró en el
aposento de su tío.
Henry alzó la mirada de la mesa en la cual había esparcida una colección
variada de gavillas de papeles. Sonrió.
—¿Habéis abandonado a nuestra sobrina tan pronto, sobrino?
—Ella me suplicó un descanso.
Henry rió con satisfacción.
—Sin duda, muchacho. Bien, como tu labor está obviamente concluida, ¿qué
otra diablura estáis tramando?
William cogió un taburete y se sentó frente a su tío. Se dio cuenta, con un
respingo, que él había hecho lo mismo que tiempo atrás, excepto por el hecho de que
era su abuelo el que se sentaba frente a él. Sorprendentemente sintió que era duro de
enfrentar.
—¿Vos también? —Preguntó tristemente. —Puedo recordar incontables veces
cuando me sentaba en el concilio con mi padre exactamente del mismo modo.
William se aclaró suavemente la voz.
—Quizás es de cobardes añorarle.
—Él fue tanto vuestro padre como el mío. —dijo simplemente Henry.
—Sí, lo fue. —Manoseó un rato en silencio el mapa de Julianna hasta que pensó
que podía hablar sin el engorroso sentimiento de emoción. —Y estoy agradecido por
ello, —declaró finalmente. Él hizo un hombre de mí.
Henry tamborileó con sus dedos la mesa.
—Habría estado de acuerdo con vuestra elección, pienso.
—¿Mi elección?
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—Por cambiar esa propiedad ruinosa por vuestra señora. Aunque me pregunto
que es lo que haréis ahora. Los castillos son, como sabéis, condenadamente costosos de
construir y hacer funcionar.
William bufó.
—Vos me disteis suficiente oro para por lo menos ver las murallas exteriores.
Quizás una tienda sirva de salón.
—Era lo mínimo que podía hacer, —dijo. —Ahora, ¿cómo pensáis proceder?
¿Dejaréis a vuestro padre, o retomaréis vuestro torreón a pesar de vuestra promesa?
Respiró profundamente, luego miró a su tío a los ojos.
—No.
Henry parpadeó.
—¿No?
—Me gustaría que Peter se lo quedase después de que mi padre muriera.
La boca de Henry abrió.
—¿Vuestro escudero? ¿Y a dónde tenéis intención de ir?
—A Manhattan con Julianna.
—¿Y exactamente dónde está Manhattan? — preguntó. —He tratado de
localizarlo en mi cabeza, pero no he podido situarla. ¿En el continente?
—Es una isla pequeña, —dijo, pensando en la lección de geografía que Julianna
le había dado por la mañana en la arena. Manhattan era una isla de hecho, aunque una
que su tío nunca tendría y nunca podría poner sus ojos en ella.
Que los santos se apiadasen de él por ser un tonto que pensaba que en realidad
él sí podía.
Pero esto no le impidió sacar su mapa y desplegarlo frente a su tío.
—Ignorad las palabras. —aconsejó. —Son una broma de alguien que conoce
Julianna. Pero me gustaría saber algo de esta marca de aquí. —señaló un punto rojo. —
Creo que está situado cerca de Falconberg. ¿Qué opináis?
Henry estudió el mapa en silencio durante bastante tiempo. William sospechó
que su tío estaba juzgando mentalmente su sentido común… o la falta de él.
—Regresar a Escocia en el futuro, —filosofó Henry. —Buena para cualquier
época. —Miró a William. —¿Una broma?
—Una mala.
—¿Quién es vuestra mujer William?
—Nadie que necesite ser arrastrada y descuartizada, tío.
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Henry pareció considerarlo, luego sonrió brevemente.
—Como queráis. Ahora, ¿Tenéis la intención de viajar a este pequeño punto
rojo aquí marcado?
—Sí.
—¿Y qué haréis una vez que estéis allí?
—¿Vos qué creéis, tío?
—Creo que es una locura, William.
—Probablemente lo sea.
—No necesitaréis llevar vuestra guarnición, sobrino.
William respiró profundamente.
—Conservad a mi sacerdote, si queréis, y a mi escudero. Si tenéis noticias mías
de que he encontrado un lugar el que llamar mío, enviádmelos. Si no, por favor dejad
que el sacerdote permanezca sus últimos años aquí. Y dadle Redesburn a Peter.
Henry lo miró, luego movió negativamente la cabeza con los labios fruncidos.
—Pienso que viajar tanto te han traído extrañas ideas, muchacho, pero haré lo
que deseáis. Y sí, yo diría que está próximo a Falconberg. ¿Sabéis cómo están las cosas
allí?
—No. ¿Debería?
— Sed consciente que los que lo tienen son de la calaña de Brackwald.
—¿No hubo un incendió una vez?
—Sí, uno inmenso, y mató al último en la línea sucesoria de Falconberg. El
joven Backwald reconstruyó el salón. Se rumoreó que el hermano mayor fue el que
prendió el fuego y pereció después con un cuchillo clavado profundamente en la
espalda. Sólo los santos saben quien lo puso allí. Sospecho, sin embargo, que podéis
disponer de algo decente que llevaros a la boca en la pensión e incluso una cama si lo
preguntáis amablemente.
—Gracias, tío.
—¿Cuándo pensáis dejarnos?
William sonrió y se desperezó.
—En uno o dos días. Tenéis un buen colchón de pluma de ganso en esa cámara
de la torre, mi señor, y me desagrada dejarlo.
—Y dispongo de una buena mesa.
—Sí, eso también. —Se levantó. — Gracias, mi señor. Por todo.
Henry hizo un ademán con su mano cuando dijo,
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—Nada que no hubiera hecho por un hermano.
Si estar sentado en su taburete favorito no le había quebrantado el ánimo, oír
eso ciertamente sí lo hizo. Dejó a su tío antes de que pudiera ver sus lágrimas.
Se marcharon un mes más tarde. William trató de convencerse de que tenían
que marcharse pronto, pero no podía conseguirlo. Pasó horas paseando por caminos
que había recorrido en su juventud, reviviendo momentos pasados con su abuelo,
almacenando en su corazón los paisajes, los olores y los sonidos de su hogar.
A menudo Julianna lo acompañaba en sus excursiones, aunque otras veces se
quedaba atrás. En tales casos, la encontraba sin falta en compañía de su tía,
bombardeando a la mujer con sus preguntas. Su tía las respondía con infinita
paciencia. William escondió su sonrisa detrás de la mano la primera vez que las vio así.
Medio sospechaba que su tía temía que si no le seguía la corriente, Julianna se
precipitaría a la locura. Si ella pensó que había algo raro en su señora, no le dijo nada.
Y la mañana de su despedida, le regaló a Julianna una bolsa llena de cosas femeninas…
desde esquejes de su jardín hasta toda clase de hilos, agujas y telas.
Julianna, aceptó todo con un aturdido y silencioso agradecimiento, que
probablemente alivió a su tía.
Viajaron con relativo lujo, con un caballo cada uno y un caballo de carga con
tanto equipaje como Henry había podido forzarlos a llevar. No estando seguro de a
donde les conduciría su viaje, William había aceptado todo e ignorado su incomodidad
sobre la caridad. Era demasiado viejo para tantos regalos, pero por todo lo que sabía,
eso sería lo que los ayudara por algún tiempo.
Bien, eso y las bolsas de oro que colgaban de su silla de montar y que sonaban
cada vez que daba un paso como si fuera un martillo golpeando un yunque.
Y así había mantenido flojamente en sus manos una ballesta cargada mientras
viajaban, pues seguramente su riqueza era un faro para todos los rufianes de los
alrededores. Sumando a su ansiedad el que Julianna lo detuviese cada poco tiempo,
argumentando que estaba segura que había oído a alguien viajando detrás de ellos.
Sin embargo, William no había oído nada, disimulando su preocupación por los
regalos de su tía, con lo cual ella investigó en cada oportunidad que tuvo.
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Le llevó alrededor de dos semanas alcanzar Falconberg. No habían viajado con
prisa, y William se preguntaba si la desgana de Julianna era un reflejo de la suya.
¿Y si el mapa estaba equivocado?
—¿Es esto, verdad?
La voz de su esposa lo sacó de su ensueño. La miró y sonrió con desgana.
—¿Falconberg? Sí, pero no molestaremos al señor por una cama. Enviará a
alguien para ver quienes somos, no lo dudéis, y le daremos todas las respuestas que
quiera. Pero no me haré ilusiones de encontrarme dentro de las murallas esta víspera.
—descargó la ballesta y la puso en la alforja. —Encontraremos un lugar para acampar y
veré si podemos parecer tan inofensibles como podamos.
Asintió con la cabeza y frenó a su caballo.
Luego se congeló.
—William mira.
Siguió su gesto, y entonces sintió erizarse los pelos de su nuca.
Había, a menos de diez pasos de ellos, un círculo. Lo que algún pueblo llamó
un anillo mágico. El círculo de flores florecía con ansia, como si no quisiera nada más
que invitar a una desventurada alma sin sus límites.
—Por todos los santos, —exclamó con voz sofocada.
—¿Todavía quieres ir?
Tragó con dificultad.
—Sí.
—Entonces lo haremos ahora, — dijo, desmontando. —creo que debemos
darnos prisa.
La urgencia de ella se convirtió en la suya. Desmontó también y condujo a su
caballo y el caballo de carga dentro del círculo. Julianna lo siguió. Apenas colocó su
caballo las cuatro patas dentro del círculo cuando oyó el ruido de una ramita.
Y entonces el sonido de algo lejano más letal.
Se volvió instintivamente hacia el sonido de la cuerda una ballesta al tensarse
en su seguro. Seguramente uno de los exploradores de Falconberg…
Se congeló ante la visión que tenía ante él.
—Buenos días, hijo.
William se preguntó distraídamente si tendría tiempo de sacar la daga de su
cinturón, lanzarlo así que lo agarró por la hoja con la punta de los dedos, entonces la
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arrojó al ojo de su padre antes de que el idiota apretase el gatillo y mandase la cuerda
volando a casa.
Hubert sonrió triunfalmente.
—¿Creíais que simplemente me desvanecería en el olvido?
Un cadáver podía esperar. William miró ferozmente al hombre que lo había
engendrado.
—Tenéis vuestro torreón. ¿No es suficiente?
—Ah, —exclamo Hubert, mirando brevemente a Julianna, luego a William, —
pero no tengo una señora con quien compartirlo.
—Buscad la vuestra propia, — dijo William, deslizando otra daga por el interior
de la manga. —No tendréis la mía.
—¿No? —reflexionó Hubert. —Eso pronto lo veremos…
Y con esto, Hubert soltó el seguro de la ballesta.
Y al mismo tiempo, William lanzó su hoja hacia su padre.
—¡No! — dijo Julianna, y, para horror de William, se lanzó delante de él.
—¡No, Julianna! —grito, tratando de ponerla detrás. La puso aparte, después
miró su pecho, esperando ver una flecha alojada en sus costillas. Se preguntó,
distraídamente, porqué no sentía dolor. Quizás era un regalo para un moribundo…
Luego se dio cuenta de algo asombroso.
No había flecha.
Miró hacia arriba.
Tampoco estaba su padre.
—Oh, madre mía.
William volvió su atención a su mujer, preguntándose si encontraría la flecha
alojada en alguna parte de su precioso cuerpo. Pero ella se mantenía de pie con
aparente facilidad. Sus ojos estaban muy abiertos, esos adorables ojos de un vívido
azul, mientras ella miraba alrededor.
—Los árboles, —susurró. —Mira los árboles.
—Julianna, —comenzó.
—Mira el bosque, —insistió.
William miró con el ceño fruncido. Había varias cosas más importantes que
mirar que el bosque de alrededor, como enterarse dónde se había ocultado su padre y
porqué ninguno de ellos tenía una herida sangrante que amenazara su vida.
Luego entendió sus palabras.
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¿Bosque?
Miró hacia abajo. Todavía estaban en el centro del anillo mágico, pero los
árboles circundantes eran muy diferentes de los que habían visto un momento antes.
Antes eran más bajos, más frondosos. En su lugar, estos eran altos, de hoja perenne,
muy juntos, que arrojaban en el claro una profunda sombra.
William miró boquiabierto a su mujer.
—¿Pensáis que estamos en Escocia…?
—No sé que otra cosa pensar.
William miró en torno de él, registrando las sombras en busca de su padre. Pero
no se veía por ningún lado. Ni el cuchillo que le había lanzado.
Supuso que este no sería un misterio de fácil resolución.
—Montemos, — dijo, dándole las riendas y ayudándola a subir. Se montó en su
caballo. Donde quiera que fueran y quien quiera que les siguiera o les dejase de seguir,
sin duda estarían mejor alejándose del claro. —Deberíamos guardarnos de la vista de
mi padre.
—No creo que pueda seguirnos.
—¿No? — preguntó. —¿ Qué le detendría?
Sonrió débilmente.
—¿Es una persona malvada?
_¿Sólo a las almas puras se las permite saltar siglos como si fuera una danza?
—Cabe esperar
—Cabe esperar que mi hoja se alojara en su pecho. Apostaría, mi amor, que es
la única manera de que no nos siga.
Lo que quería decir que mejor estaría en guardia por un buen tiempo, antes de
sentirse satisfecho.
Pero por el momento, lo que sabía era que él había sido perdonado, por
cualquier razón. No lo cogería otra vez desprevenido.
Se dirigió a un camino que parecía tener un suelo poco natural, pasó de largo
un estanque y entró el patio de un castillo.
Había vagones de apariencia extraña con brillantes ruedas y revestidos con
colores brillantes delante de la puerta del salón.
—Coches, —suspiró Julianna.
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Bueno, se imponía definitivamente una explicación, pero quizás más tarde,
después de descubrir donde estaban realmente y si los habitantes eran amigos o
enemigos.
Julianna se bajó del caballo cerca de la puerta del salón. William se daba prisa
en atar los caballos a un poste y atraparla antes de que subiera los tres lisos peldaños.
Se arregló para coger su mano antes de que llamara. Desenvainó su espada, la puso
detrás de él y le dirigió una afilada mirada. Ella puso los ojos en blanco y suspiró. Pero
se puso un paso detrás de él con bastante buena gana.
Él devolvió su atención a su actual tarea y golpeó ruidosamente la puerta con la
empuñadura de su espada.
Los ocupantes no esperaban visitas, si la tardanza en abrir la puerta era un
indicativo de ello.
Un hombre joven abrió la puerta, bebiendo profundamente de alguna clase de
caja larga y blanca. Terminó, arrastró su manga por la boca y los miró con gran
indiferencia.
—¿Si?
—¿Quién es el señor de este castillo? —exigió William. —Hablaré con él
inmediatamente.
—¿Y tú eres? —preguntó el otro.
William entrecerró los ojos. El muchacho estaba destrozando el inglés rústico,
pero quizá era un criado y no tenía mejor criterio. Sin embargo por la forma
desgarbada en que se apoyaba contra el marco de la puerta como si no tuviera ningún
cargo, temió no haber todavía dado con la identidad del muchacho. Quizá este era el
mayordomo y estaba acostumbrado a que los hombres golpearan ruidosamente la
puerta, exigiendo ver a su amo. William sabía que no había ninguna tacha que dar a su
propia apariencia. Tendría que agradecer a su tío por reemplazar sus prendas de vestir
raídas. Quienquiera que fuese este cachorro, debería estar más impresionado. Enfundó
su espada con una floritura y echó sus hombros hacia atrás.
—Soy William de Artane, — dijo lenta y claramente, como si esa simple
declaración fuese razón suficiente para dar un paso atrás a todo el que lo escuchara. —
Y le exijo saber donde estoy.
—William… —Julianna le tocó la espalda.
—Y en que año, —agregó por añadidura.
—William…
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—Julianna, puedo ocuparme de esto yo mismo.
—¿Julianna?
William volvió la mirada al guardián de la puerta y se sorprendió al ver un
parpadeo de emoción cruzar su cara.
—¿Julianna Nelson? — preguntó el hombre.
—Julianna de Piaget, —corrigió William, pero antes de que pudiera dar más
explicaciones, su esposa salió de detrás de él y se puso a parlotear haciendo la misma
carnicería al inglés rústico que el muchacho.
Se encontró, sin embargo, que si se concentraba mucho, podía entender la
mayor parte de lo que hablaban. Eso, al menos, le dio una pequeña medida de
comodidad. Quizás era cierto que no podía leer. Él, de cualquier manera, tenía oído
para los idiomas. Sospechó que le podía venir muy bien.
El muchacho le tendía la mano.
—Zachary Smith. El hermano de Elizabeth.
Julianna cogió su mano y William quitó rápidamente de un tirón la mano de su
mujer. Lanzó a Zachary Smith una afilada mirada. ¡Cómo se atrevía ese desgraciado a
tomarse esas libertades con su prometida!
—De acuerdo, — dijo el joven, retrocediendo con cuidado para que pudieran
entrar. —Sin problema. Entren.
—¿Dónde está Elizabeth? — preguntó Julianna.
—Ella y Jamie estarán fuera una semana más o menos. Sólo estoy yo. Solo. Otra
vez.
Elizabeth era amiga de Julianna y la autora del mapa mágico. William supuso
que debería alguna vez agradecérselo. Primero tenía que comprobar si el Futuro le
agradaba, pues aunque no tenía una respuesta clara a su pregunta, incluso él tenía el
suficiente sentido para saber que si estaba enfrente del hermano de Elizabeth MacLeod,
había llegado a la verdadera época de Julianna.
Los santos me protejan.
—Este es el trato.
William se puso rígido cuando se encontró con que el joven Zachary Smith le
clavó la mirada con intención.
—No derribar los inodoros con la espada. No llamar por teléfono sin
supervisión. No ponerse delante de la nevera abierta sacando un poco de cada comida.
Y el mando a distancia es mío por las tardes.
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William no tenía idea de lo que idioteces balbuceaba ese muchacho, así que lo
ignoró e inspeccionó alrededor de él.
Había una chimenea apropiada con varias sillas cómodas delante de ella.
Asintió con satisfacción. Eso, al menos, le agradó. Caminó a grandes pasos fuera del
salón y miró alrededor de él. Sin juncos, pero el suelo estaba limpio y tenía buen olor.
Giró hacia la izquierda y entró en lo que creyó que debían ser las cocinas.
Y luego se congeló en el sitio.
Varias enormes cajas hechas de materiales que nunca antes en su vida había
visto le devolvían la mirada fijamente de forma severa e inflexible.
Zachary Smith lo empujó para pasar y caminó hacia una de las cajas. William
no pudo alargar la mano para sujetar el chico.
—Nevera, —dijo Zachary, forcejeando con una de las brillantes bestias y
abriendo su barriga. —No mucha comida, de acuerdo, porque nadie va a ir a comprar.
Pero puedes rascar el molde fuera…
William miró a su mujer y tragó saliva con mucho cuidado. No le sirvió de
mucho, pero esperó que le pareciera un trago viril y no uno de alguien que estaba cerca
de caer de rodillas y llorar.
Y luego bendecir a su dulce señora si ponía sus brazos alrededor de él y lo
tranquilizaba en el muy reconfortante Francés que cultivó hablando hasta su edad
adulta.
—Vamos a echar una siesta, — dijo ella.
Conocía esa palabra. Era una palabra del Futuro, pero una que había cultivado
con gusto el mes anterior.
—Lo pondremos todo en orden después, —añadió.
—¿Vos creéis? —le susurró cerca de su pelo.
—Sí.
William respiró profundamente, dio un paso atrás y enderezó su columna
vertebral.
—Como digáis. Primero, debo ver nuestras monturas y traer nuestro equipaje.
Luego podéis conducirme hacia donde vamos a echar una siesta en paz.
Él, después de todo, había puesto el pie en este camino y había una pequeña
esperanza de volverse atrás. No era de los que se alejaban de la batalla y si el Futuro
quería librar una contra él, no saldría victorioso.
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Solamente esperaba que la nevera fuese la menor de las maravillas que tendría
que aguantar.
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Capítulo 10
Julianna golpeó su lápiz contra la barbilla.
—… hacer todavía otro voto de… amar, honrar y mimar…
Lo tachó y frunció el ceño. Demasiado moderno. Tendría que usar el cerebro de
su marido para lo que había realmente dicho en la ceremonia de su boda. Todo lo que
ella podía recordar de ella era el empujón de él cuando llegó la hora de estar de
acuerdo con ser suya.
Se preguntaba que diría William cuando se enterara de que él era el
protagonista del libro para niños que había decidido escribir.
Escocia era, aparentemente, muy favorable para la creación de ideas sobre
libros.
Miró alrededor e hizo un gesto negativo con la cabeza. ¿Quién hubiera pensado
que el inocente deseo de ir a Escocia acabaría en esto?
Ella misma estaba acurrucada cómodamente en una silla, mientras que Zachary
llamaba a la habitación de pensar de Jamie, con su block de dibujos en el regazo. Su
marido sentado cerca de ella en la silla más grande de la habitación, parecía
increíblemente caballeroso con sus vaqueros prestados y su espada sobre el regazo.
Sonrió y pensó las normas de la casa que había quebrantado ya… y sólo en setenta y
dos horas de visita.
Su espada de hecho se había hundido en el inodoro para probar su temple… el
del inodoro, no el de su espada… y en muchos otros sitios en los que en definitiva no
debería haber ido. Sólo la rapidez de Zachary había salvado a William de
electrocutarse.
Un hombre muy enfadado y somnoliento en Venezuela había sido el receptor
de la primera llamada telefónica a larga distancia que había hecho al azar.
La parte superior de la puerta de la nevera la había dejado abierta aunque
primero William la había vaciado. Por suerte no había mucho que tirar.
Y ahora la batalla por el mando a distancia.
Zachary estaba, obviamente, vencido.
Aparentemente no había traído de Artane normas sobre el manejo de la espada.
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Miró al hermano menor de Elizabeth y admiró su calma para hacerse cargo de
la tormenta de los pasados tres días. Quizás William no fuera el primero que se había
alojado en el moderno castillo de James MacLeod. Zachary parecía no encontrar nada
extraño en los ruidos ahogados de horror, de deleite, y de asombro que su marido
hacía en ese momento mientras veía la televisión. Cuando lanzó un juramento
particularmente horrible sobre las mujeres ligeras de ropa en un anuncio de ropa
interior, Zachary sólo bostezó, se desperezó y se puso en pie.
—¿Alguien quiere cenar? —preguntó.
William se reanimó inmediatamente.
—¿Cenar?
Zachary afirmó con la cabeza.
—Tenemos un congelador. Con cantidad de pizzas congeladas dentro. —
palmeó su estómago cariñosamente. —Combinada. Pepperoni. Con embutido. Muy
sabroso.
Julianna sospechaba que Zachary era un experto en comida precocinada,
teniendo en cuenta lo que había preparado para ellos. Pero desde que había cocinado
para ella misma, no tenía quejas.
—Os ayudaré, — dijo William, poniéndose de pie. Envainó su espada con una
floritura, luego miró a Julianna. —Vos descansad y trabajad en vuestros dibujos.
Vendré a buscaros cuando hayamos puesto la mesa.
Zachary la miró suplicante, pero ella sólo sonrió. William en la cocina era un
panorama de lo más aterrador. Lo examinó para evitar potenciales amenazas para su
vida, pero excepto por su espada, aparentemente todo el metal había sido dejado en el
dormitorio. Era más probable que utilizara un pequeño cuchillo para investigar los
pequeños electrodomésticos que esa hoja enorme, así que supuso que estaba lo
suficientemente seguro. Hizo un ademán con la mano mientras Zachary se arrastraba
fuera de la habitación.
Julianna se reclinó en la silla y suspiró. Apenas podía creer que tan sólo dos
meses antes había sido desdichada en la ciudad, pateando las calles en busca de
trabajo, y esquivando la ayuda de amigos y parientes bienintencionados.
Definitivamente tenía que agradecer a Elizabeth por encargarse de esto último. No era
que su situación laboral hubiera mejorado, pero por lo menos ahora sus habilidades
con el idioma tenían alguna utilidad.
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Zachary le había dicho que se sintiera como en casa, que podían quedarse tanto
como quisieran. Les había suministrado ropas y alimentos. Les había alojado en una
habitación de invitados. Había sido muy paciente con William tomándose su tiempo
para adaptarse. Se preguntaba no sería si ésta la primera vez que había pasado por esta
situación.
Por supuesto, eso no solucionaba sus problemas a largo plazo sobre qué hacer y
a dónde ir… y cómo lograr llegar. Su pasaporte estaba en casa y William carecía de él.
Zachary le había asegurado que su hermano Alex tenía dudosas conexiones que lo
solucionarían todo con el tiempo. Pero incluso si podía y ellos lograban llegar a los
Estados Unidos, ¿qué harían allí? No se imaginaba a William trotando en su
apartamento de cuatrocientos pies cuadrados mientras ella trabajaba en algún
restaurante porque no podía encontrar un trabajo que pudiera aprovechar sus
particulares habilidades.
Miró su block de bosquejos. Sus garabatos formaban un libro muy interesante
para niños, pero sospechaba que no era suficiente para mantenerlos.
William era un caballero excepcional, pero sospechaba que eso tampoco podría
mantenerlos.
Miró atentamente la televisión y parpadeó ante el anuncio de viajes en autobús
a varios castillos y residencias notables. Tal vez podían contratarlos como guías
turísticos. Se preguntaba si Artane todavía existía en alguna forma parecida a lo que
ella había visto una semana atrás, y si el conde actual necesitaría a alguien que
explicase como eran las cosas en la Edad Media.
Ninguno de ellos podían admitir su conocimiento de primera mano, por
supuesto.
Pero la idea era muy tentadora. Quizás William y ella podrían comenzar su
propio grupo de representación. Podían persuadir a los viajeros incautos y
convencerlos con halagos de que habían viajado en el tiempo.
Que idea tan increíble.
Se preguntó, sin embargo, sobre la potencial oposición de William a la idea. Por
la manera en que parecía simpatizar con la dieta de Zachary Smith, nunca podría
apartarlo de la comida precocinada.
Bueno, tendría que abordarlo más tarde. Por el momento, tendría en cuenta su
consejo y descansaría. Le daría bastante tiempo para admirar la comida moderna, el
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milagro del agua corriente caliente, y el deleite de acurrucarse por la noche bajo un
delicioso edredón.
Con el hombre que había encontrado siete siglos atrás en el tiempo.
Y con ese pensamiento se levantó de la silla. Se guió por el olor hasta la cocina.
Se apoyó contra el marco de la puerta y sonrió ante la visión que le dio la bienvenida.
Zachary estaba leyendo la caja de pizza en voz alta a su marido, haciendo una pausa de
vez en cuando para explicar de donde habían venido los ingredientes. Movió la cabeza
ante la velocidad con la que William retenía las palabras de Zachary… y su acento
americano. Su don de lenguas la dejaba impresionada.
Algo dentro de ella se relajó, algo en ella no era consciente de estar ansiosa. Si
William se podía adaptar fácilmente, entonces lo podían conseguir. Antes de ese
momento no se había dado cuenta de con qué desesperación lo quería.
William se volvió, la miró y le dio una sonrisa de bienvenida que la hizo darse
cuenta de que quizás su deseo de que lo amase podía ser cierto antes de lo que él había
esperado.
—¿Qué habéis dibujado? —preguntó.
Se encogió de hombros.
—Sólo garabatos.
—¿Puedo verlos?
Abrió el block de dibujo y se lo dio.
—Un hermoso dragón, mi señora. Y un formidable caballero. ¿Qué son estos
garabatos de aquí?
—La historia.
Le sonrió.
—¿Y cómo termina?
Le devolvió la sonrisa.
—Con un juramento.
—Una idea muy original.
Se rió.
—¿También muy cercana a la realidad?
—Eso depende de lo mucho que vuestros dibujos se parezcan a mi dulce
semblante.
—Lo hice lo mejor que sé.
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—No lo dudo. Ahora, ¿tenéis alguno de esos productos alimenticios? La
combinación de condimentos parece ser una maravilla en la creación de la moderna
pizza.
¿Cómo podía resistirse a ese hombre? Rió mientras cambiaba de dirección y lo
envolvía en un abrazo. Se abrazó apretadamente, luego se apoyó y le susurró tres
palabras al oído.
—¿Sí? — dijo echándose hacia atrás sorprendido.
—Sí. —afirmó, descubriendo repentinamente que una expresión tan simple de
afecto le llenara de lágrimas los ojos.
—¿De verdad? — preguntó quedamente.
—Lo juro.
La alzó en brazos antes de que supiese lo que pretendía. Salvó su block de
dibujo de caer el suelo.
—¿Pizza no? —preguntó Zachary.
—Mi señora acaba de decirme que me ama, — Dijo William, dirigiéndose a la
puerta de la cocina. —La comida puede esperar.
—Jura, —dijo riéndose. —Debo de gustarte.
—Amor, Julianna, — dijo, sin detenerse. —Os amo.
—¿Sí? — preguntó pensativamente.
—Lo juro.
Y con William de Artane, no había mayor garantía. Pensar que había tenido que
viajar a través del tiempo para encontrarlo.
Se preguntó si podría pintar de dorado ese banco en Gramercy Parck sin
provocar incontables porqués.
Entonces se encontró con que su marido requería toda su atención, así que dejó
de lado todas esas preguntas sin importancia y se concentró en la persona que le
importaba.
Y cuando él le pidió que prometiera que siempre le querría, hizo lo único que
pudo.
Ella le pertenecía, después de todo, e hizo el juramento de crear una familia
ahora.