Post on 29-Sep-2018
Martha Robles
Romance del Moro
¡Si hubieras visto con quégracia movía las piernas!
¡Qué gran equilibro el suyocon la capa y la muletal
Federico Garoia Lorca
De la noche a la mañana le crecieron los pechos a Verónica. Concluyó su infancia en cosa de horas, sin que el
cuerpo se adaptara poco a poco y sin que tuviera vestidosadecuados. Al nercatarse de que un par de bultos se movíanbajo sus prendas corrió al espejo para mirar cómo se transformaba. Juró escuchar el ruido de su piel, el estiramiento detejidos y hasta un crujir de huesos que convertían su desnudezinforme en paisaje de dunas y caminos curvilíneos. Tanta erasu sorpresa que hasta el gesto le cambió. Modificó su guardarropa, abandonó la camiseta y conoció el secreto placer deacudir a una lencería.
Dejó sus hábitos de niña con semejante rapidez y tambiénfue pronta al desatarse la cola de caballo. El día que tiró suscalcetines, Verónica bailó por vez primera. Entonces descubrió un oleaje impronunciable que iba y venía de la piel alvient re y de éste a la zona interna de sus muslos en dondefinalmente se tornaba rayo y luego cosquilleo. Pronto averiguó que no era el baile en sí lo que le causaba ese aturdimiento que dejaba en ascuas sus sentidos, sino la proximidadde un adolescente que olía a corteza de laurel y, como e1laurel, la incitaba al arrumaco, arepasar su superficie, a mirar yoler a un tiempo; después, tocar sus nervaduras, el caminosinuoso de su tronco, los brotes, la firmeza de sus ramas o esoshermosos recovecos en los que cabe por completo el día.
De ser curiosa ya lo era, por eso nadie se extrañó de suspreguntas sobre si éste o aquel estiramiento de la piel era natural y si todos conocían el ir y venir del rayo al cosquilleo queahora se expandía bajo el brassiere como si fuese red finísima.Los cambios de su cuerpo, tan llenos como estaban de explosiones sensoriales, la obligaban a aplicarse a dialogar con ellos:reconstruía a la Verónica que llevaba en la memoria y luego laenfrentaba al reflejo de esa joven que encontraba en el espejo.Registraba con minucia desde el pronunciamiento de unacurva en la cintura o en el hombro hasta la textura mutante de
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sus cejas. Quizá era cosa de no saber mirarse, pero asegurabaque el frente iba más aprisa en eso de adquirir volúmenes quela parte trasera de su cuerpo.
Lentamente, y no sin incurrir en inofensivas confusiones,aprendió a distinguir cuanto ocurría bajo su piel conforme a lazona o a la intensidad de un hormigueo que sonrojaba susmejillas, le ponía en tensión los músculos del pubis, temblorosas las rodillas o erectos como lanzas los pezones. Bien a bienno acababa de entender las condiciones de esa misteriosa relación entre un zumbido súbito que la arrancaba de su sueño yel recuerdo del joven erguido como árbol a quien olía mientras bailaba, aquél cuyo cuerpo se expandía según ella se acercara y el primero en advertir ese torbellino que en vano pretendía encubrir con los pliegues de su blusa. Era seguro, sinembargo, que dejaba de dormir cuando ocurrían tormentascomo éstas porque era mejor quedarse allí nomás imaginandoque perderse en el oscuro hueco de otra noche sin memoria.
Si breve, requirió también de cierto aprendizaje para entenderse con su cuerpo. Caminaba con sus libros contra el pechoporque en los ojos de los hombres miraba reflejados sus pezones. Descubrió que a veces se deslizaba por sus muslos unasuerte de hilo de humedad, hebra poderosa hecha de gotasdiminutas que provenían de algún corredor inexplorado . Lapercibía primero en lo alto de los muslos y a poco le erizaba elcuero cabelludo o le iba estremeciendo el cuello, la espalda ylas partes anteriores de brazos y rodillas. Por eso juntaba laspiernas al sentarse, porque así creía controlar esa espiral quese alojaba en un posible recoveco al frente , pasada la cintura,aunque quizá comunicada con el pubis.
Así como otros recuerdan con imágenes, Verónica lo hacíacon sensaciones. Llegó a creer que su aptitud era común ypropio de su género el sentir y luego transformarse. Se hizoaficionada a las corridas desde una vez que pecho y ruedo sefundieron mientras el torero dominaba al toro. De obsidianapura era su estampa y amarilla su divisa. Con traje color deloro , bordado con hilos rojos, iba el matador por la arenacomo si embistiera a Verónica. Bufaba el toro y jadeaba ella.Acometía con las astas al bravío y a ella se le estiraban lospitones. ¡Ole! se oía en la plaza y el matador avivaba la faena.Alejado del burladero, ondeaba la capa sobre la cabeza deltoro en una tarde de mayo que ardía como los muslos de la
muchacha. Él capoteaba con arte en medio del vocerío; ella
trasmutaba la capa en luna encendida. Abundaban lances y
quiebres. Llovían las gaoneras y galleaba deveras con equili
brio perfecto. Vinieron el quite y las chicuelinas. Fuera del
tirón primero que empitonó al vestido, no sintió Verónica
incomodidad ninguna. Más bien supuso que el placer venía
del ruedo y que en la piel le iban quedando los registros de los
lances, algún pase por aquí, la mano en la cintura, un quie
bre armonioso o la mirada del matador puesta en los ojos de
su toro.
Le ljarnaban "el Moro" por sus ojos olivados , por sus cabe
llos oscuros y una piel como de cobre. A ella le gustaron sus
piernas largas, la cabeza ojivada bajo la montera y esa figurasuya tan de torero en traje de fuego. Cuando el Moro alis
taba la muleta, Verónica sintió deveras que la tela se rasgaba.
Agitaba su abanico para ventilar sus mejillas, pero la brisa ca
liente se le metía en la camisa. Atenta al oleaje de la capa, al
paseíllo rítmico del matador en pleno ruedo y a la suerte
echada entre estoque y cornamenta, descuidó el cosquilleo de
sus pezones y el abultado espesor de sus lunas como manzanas.
El Sol se agarraba a la tarde como si quisiera encender la
arena. Iluminaba el rostro del Moro mientras él esperaba
al centro con una pierna doblada y la espada dispuesta. Obser
vaba el toro la escena en ese juego de muerte: o lo quitaba él
o lo mataba el Moro. Ya se sentían los pañuelos en el tendido
y desde un palco gritaba olés Verónica, ¡anda, torero!
El matador se perfilaba con su arma de plata . Brillaba en el
rostro el filo y el sol se reflejaba en la hoja. En Verónica ascen
día el fuego como si estuviera en el ruedo. No miraba la plaza
ni escuchaba al gentío; ojos y cornamenta se orientaban al
Moro, mientras que un hilo húmedo le bañaba los muslos. Pe
saba el silencio en esa hora de desafíos entre le espada y el
toro herido. Allí nada se movía; quietos el toro al acecho yel matador en alerta, tenían a Verónica con el alma en un hiJo.
Echado palante el Moro quiso atraer al toro. Éste bufó con
fuerza y se arrojó a embestirlo con todo. Allí estaban la espada
en punta; allí la muerte segura y una mancha de sangre sobrela arena.
Albeaba la plaza por el ajetreo de pañuelos y la afición vito
reaba al triunfador de la tarde. Paseaba el Moro con orejas y
rabo cuando le acometió el galardón de Verónica: punta en
asta y redondez perfecta, mostraba desnuda, sin darse cuenta,
su extraordinaria cornamenta. Poco quedaba de su camisa de
hilo, a no ser que los jirones taparan; el abanic o brillaba en
cambio nomás de acercarse a la tersura de la muchacha. Cla
vado el Moro en el burladero sintió el rayo en su vient re y una
tormenta en los muslos . Como no le ocurriera ante el toro , allí
perdió firmeza y arrojo. Le sudaban las manos, sent ía alas en
tre las piernas y sueltas las zapatillas. Se miraron los dos corno
se miran la luna y la noche y de ahí salió Verónica para encon
trarse con las llamas.
Estaba el Moro de pie , con su traje bordado con hilos ro jos
y la montera en la mano. Llevaba un mant ón Verónica, todo
él seda y claveles, que le caía por los hombros corno seúal lu
minosa. Ondulaba el cosquilleo por su cuerpo y la pasión la
abrasaba desde la punta de sus pezones. Matador en el ruedo
y hombre donde se debe, sus ojos estaban prend ados de jos
pitones. Él se echaba palante y ella embestía con roces . A másse la acercaba el Moro más le crecían sus astas. Dura Sil piel
como el bronce y afianzada por el deseo, le susurraba Veró
niea palabras ardientes a su torero.Sin capote ni chaquetilla iba saliendo el hombre de Sil 1raje
color del oro. En camisa de olanes y corbatilla delgad¡¡ era
pequeña la tela para el ensanchamiento de sus tributos. Con
prisa desabrochaba su pantalón ajustado; daba tiron es aquí,
acomodos allá y no faltaban los empujones al solta rse las alas
o al intentar liberarse de la prisión de sus prendas. Ve rón ica se
acercaba o retrocedía, según mirara al torero enredado en sus
pantalones. De haber faena sí que la había, pero el matador
divagaba entre la soltura del pájaro y la inminencia de una
cogida. Jadeaba, gemía el Moro , ¡cómo gemía!, mient ras Ver ónica recordaba otras tormentas del pubis, algún cosquilleo de
pezones y el aroma a laurel que se le prendió a la memoria.
Ya no se miraba al del paseíllo gallardo, nobl e torero de
cepa. En vez de quiebres torcía la seda y a cambi o de dorso
erguido se le notaban dos flores marchitas. Con el estoque era
diestro, ni quien lo dudara: conocía la disposición del morrillo
yel punto exacto donde clavar su espada. Todo ignoraba . en
cambio, de los muslos de brasa o de ese cabello negro exten
dido como la parra.Seguía Verónica empitonada aunque poco encendida. por
que ese torero desnudo le resultaba de pocos antojos. Pesaba
la sombra en el encierro de los postigos. Pesaban tambi én un
extraño temblor de sangre y tantos ruidos que llegaban de
fuera. Ella continuaba en el manto como si fuese la capa. Sin
tarde de luces ni luna en el pecho, lloraba, ¡cómo lloraba! O
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