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LOS MARAVILLOSOS VIAJES POR MAR Y POR TIERRADEL BARÓN DE MÜNCHHAUSENLOS MARAVILLOSOS VIAJES POR MAR Y POR TIERRADEL BARÓN DE MÜNCHHAUSENLOS MARAVILLOSOS VIAJES POR MAR Y POR TIERRADEL BARÓN DE MÜNCHHAUSENLOS MARAVILLOSOS VIAJES POR MAR Y POR TIERRADEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN
Gottfried August Bürger
Prólogo
Partiendo río arriba desde la antigua ciudad de Hamelin, se encuentra en el hermoso valle del Weser, la pequeña ciudad de Bodenwerder, donde el 11 de mayo de 1720 naciera Karl Friedrich Hieronymus de Münchhausen y donde el 22 de febrero de 1797 también allí falleciera. El Barón de Münchhausen no fue un personaje creado por la imaginación literaria, sino una figura histórica, real, que vivió en el siglo XVIII. Este singular y célebre personaje acostumbraba narrar en ronda de amigos, antiguas leyendas y asombrosos cuentos, con tanta veracidad y chispa, que no sólo fueron ganando el beneplácito de sus oyentes más cercanos, sino que trascendieron más allá de los límites de esa pequeña ciudad de Hamelin. Un precursor lejano de nuestro Barón, lo vamos a encontrar ya en el siglo XVI en Christian Reuter, quién escribió un libro de aventuras titulado “Descripciones auténticas y curiosas de los peligrosos viajes de Schelmuffsky por tierra y por mar”. En el siglo XVIII, pocos años antes de que se publicaran las aventuras del Barón de Münchhausen, circuló el “Vademecum de los alegres compañeros” escrito por August Mylius (Vademecum für lustige Leute,1781-1783) Años después, Rudolf Erich Raspe, nacido en Hannover en el año 1737, escribano de la biblioteca de Gotinga, profesor y bibliotecario en Basilea y socio de la Sociedad Real de Londres, tradujo esas historias, ambientándolas y agregándole otras nuevas. Más tarde tomó contacto con un editor de Oxford y en el año 1785 salía a la luz en Inglaterra, un opúsculo anónimo titulado “Narración de los maravillosos viajes y de las campañas en Rusia del Barón de Münchhausen” (Barón Münchhausen Narrative of his Marvellous Travels and Campaigns in Russia) que fue todo un éxito. Una segunda edición, ampliada con las “Aventuras marinas”, apareció en 1786 con el subtítulo “Gulliver revived”. Gottfried August Bürger (1747-1794), excelente poeta alemán, profesor de estilo y famoso por su balada “Leonore”, vio por primera vez la obra de Raspe en forma casual, la que nuevamente tradujo al idioma alemán, ampliándola en más de un tercio (muchas de las mejores historias, como la cabalgata sobre la bala de cañón, la caza de patos con tocino, la coleta salvadora, el brazo golpeador, etc., son escritos suyos). En 1786, apareció en Gotinga, una traducción “anónima libre”, elaborada sobre la quinta edición inglesa bajo el título “ Maravillosos Viajes por Tierra y por Mar, guerras y divertidas aventuras del Barón de Münchhausen” (Wunderbaren Reisen zu Wasser und zu Lande. Feldzüge und lüstige Abenteuer des Freiherrn von Münchhausen).Y en abril del año 1788 salió una segunda edición, reelaborada y muy ampliada. Estas maravillosas aventuras del Baron de Münchausen, de una imaginación admirable, muy entretenidas pero no menos instructivas (así las define el propio Barón), nos ponen en presencia de una gran imaginación creativa y del sentido de humor alemán. Y si bien lo característico de sus historias es el absurdo y la fantasía, el lector podrá descubrir en ellas una significativa enseñanza.
“Los Maravillosos Viajes por Mar y por Tierra del Barón de Münchhausen” es una obra literaria comparable por su
trascendencia universal a otras, tales como: "Viajes de Gulliver", de Jonatan Swift, a "Viaje a la Luna - Historia Cómica de los Estados e Imperios del Sol", de Cyrano de Bergerac, o a "Los Viajes de Simbad el Marino".
Esta edición, sin apartarse del texto original, ha sido traducida en un lenguaje sencillo y actual, comprensible para todas las edades.
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LOS MARAVILLOSOS VIAJES POR MAR Y POR TIERRALOS MARAVILLOSOS VIAJES POR MAR Y POR TIERRALOS MARAVILLOSOS VIAJES POR MAR Y POR TIERRALOS MARAVILLOSOS VIAJES POR MAR Y POR TIERRA
DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSENDEL BARÓN DE MÜNCHHAUSENDEL BARÓN DE MÜNCHHAUSENDEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN
Gottfried August Bürger
Título del original en idioma Alemán: “Wunderbare Reisen zu Wasser und zu Lande”
Traducción: Eduardo Cicari Neumann
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Capítulo I
Viaje a Rusia y a San Petersburgo
Partiendo desde mi hogar emprendí viaje a Rusia en pleno invierno, pues consideré,
muy acertadamente, que el hielo y la nieve deberían mejorar los caminos que atraviesan
las regiones septentrionales de Alemania, Polonia, Curlandia y Livonia, ya que estos
caminos, de acuerdo a las descripciones de todos los viajeros, eran más miserables que el
que conduce al templo de la virtud, por no contar con apoyos económicos especiales de
muy generosos e ilustres gobiernos.
Realicé el viaje a caballo, porque, para aquel que prefiere cabalgadura y jinete, resulta ser
ésta la forma más cómoda de viajar y así uno se evita tanto tener una cuestión de honor
con algún amable encargado de postas alemán como verse arrastrado ante cada taberna, a
causa de un sediento conductor de coches.
Vestía ropa liviana, lo que comprobé con molestia a medida que iba avanzando hacia el
noreste. Pero imagínense ustedes mi desagrado, cuando al ver en Polonia, en medio de un
clima tan crudo, a un pobre anciano, que abandonado y temblando de frío, se encontraba
al borde del camino, sin tener con qué cubrir su desnudez, mientras el viento del noreste
soplaba implacablemente sobre él.
El pobre diablo me conmovió hasta el fondo de mi alma, de modo tal que fue a mí a quien
se le congeló el corazón. Así que le arrojé mi capa de viaje y lo cubrí con ella.
Repentinamente resonó una voz desde lo alto del cielo, la cual enalteció en forma
excepcional esa buena acción y me dijo:
“Que el diablo me lleve, hijo mío, si esto queda sin tu recompensa”.
Dejando eso atrás, seguí cabalgando hasta que se hizo de noche y la oscuridad me
sorprendió. No se veía ni se oía una aldea por ninguna parte. Todo el país estaba cubierto
de nieve y yo ya no sabía que camino o sendero seguir.
Finalmente, cansado de cabalgar, desmonté y até mi caballo a una especie de punta de
árbol que sobresalía de la nieve. Como medida de precaución, coloqué mis pistolas bajo el
brazo, me acosté en la nieve cerca de allí y tuve un sueñito tan reconfortante, que mis ojos
recién se abrieron cuando ya fue plena luz de día.
Pero mi asombro fue enorme, al ver que me encontraba sobre el patio de la iglesia en
medio de una aldea. Al principio no encontraba mi caballo por ningún lado, pero luego oí
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su relincho desde no sé dónde por encima de mí. Al levantar la vista, comprobé que se
encontraba atado a la veleta de la torre de la iglesia y colgaba de allí arriba. Al instante
entendí lo que había sucedido. Durante la noche, el pueblo había quedado totalmente
cubierto de nieve y mientras yo dormía, la temperatura subió, la nieve se fue derritiendo
poco a poco y así fui suavemente transportado hasta el suelo, y lo que en la oscuridad creí
que era un pedazo de árbol, al cual até mi caballo, resultó ser la cruz o la veleta de la torre
de la iglesia,
Sin pensarlo demasiado, tomé una de mis pistolas, disparé a las bridas, recuperando así a
mi caballo y continué viaje.
De ahí en más, todo resultó bien hasta llegar a Rusia, en donde no estaba de moda viajar a
caballo durante el invierno. Tal como son siempre mis principios, de orientarme según las
costumbres del lugar, conseguí un pequeño trineo de un solo caballo y así cómodamente
partí hacia San Petersburgo. No recuerdo muy bien si fue en Estonia o en Ingermanland,
pero sí me acuerdo perfectamente que fue en medio de un aterrador bosque, cuando vi a
un horrible lobo correr detrás de mí a toda velocidad aguijoneado por el hambre invernal.
Pronto me alcanzó, y comprobé que era prácticamente imposible lograr evitarlo.
Automáticamente me aplasté contra piso del trineo y dejé que mi caballo, en beneficio de
ambos, actuara por sí sólo. Lo que presumí, pero no me animaba a creer o a esperar
sucedió a continuación. El lobo, despreocupándose totalmente de mi insignificancia, saltó
por encima de mí y cayó furioso sobre el caballo; le arrancó y devoró de una sola vez la
parte trasera del pobre animal, que a causa del miedo y del dolor siguió corriendo aún más
ligero.
Sin darme cuenta, había salido felizmente airoso de esa situación, pero cuando levanté
cautelosamente la cabeza, vi espantado como el lobo se había casi devorado al caballo
introduciéndose más y más en él hasta ocupar su lugar. Apenas el lobo quedó tan bien
encajado dentro del caballo, aproveché la ocasión y golpeé fuertemente con el rebenque
sobre su pellejo. Aquel ataque tan inesperado no le ocasionó el menor temor, sino que se
lanzó con todas sus fuerzas hacia adelante, y mientras el cadáver del caballo caía al suelo,
mi lobo se introducía en el arnés.
Sin dejar de fustigarle, arribamos a todo galope, sanos y salvos a San Petersburgo, a pesar
de nuestras mutuas expectativas y ante el gran asombro de los curiosos.
No quiero aburrirlos a ustedes con charlatanerías acerca del estado de las Artes, las
Ciencias y otras particularidades de esta espléndida capital de Rusia y menos aún
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entretenerlos con intrigas y graciosas aventuras de la alta sociedad de Bonton, donde la
dueña de casa recibe siempre al visitante con una copa de aguardiente y un beso. Me
inclino más bien a dirigir la atención de ustedes hacia objetos más grandes y nobles;
ciertamente caballos y perros, de los que siempre he sido su amigo; como también de
zorros, lobos y osos, de los cuales Rusia posee en abundancia, más que cualquier otro país
del mundo. Entonces, lo mejor será hablarles de excursiones, de ejercicios de equitación y
acciones loables que sientan mejor a un distinguido caballero, que un vetusto griego o un
latín o todos los frasquitos de perfume del ingenio francés o del malabarismo de los
peluqueros.
Como iba a demorarse algún tiempo entrar en el ejército, tenía por delante un par de
meses de completo ocio y libertad, así que me propuse disipar mi tiempo y mi dinero de la
forma más noble del mundo.
Algunas noches las pasé jugando y muchas otras haciendo sonar las copas llenas. El frío
del país y las costumbres de la nación le han asignado a la botella un alto rango entre los
entretenimientos sociales de Rusia, mucho más elevado que en nuestra abstemia
Alemania, y a causa de ello, conocí gran cantidad de personas, que en el noble arte de la
bebida, podrían pasar por verdaderos virtuosos. Pero frente a un cobrizo general de barbas
grises, que comía junto a nosotros en la mesa pública, todos ellos resultaron ser unos
torpes aprendices.
Al anciano, que había perdido una batalla frente los turcos, le faltaba la parte superior del
cráneo, por eso, no bien se presentaba un extraño en sociedad, se disculpaba sincera y
candorosamente por tener que conservar en la mesa el sombrero puesto. Siempre
acostumbraba a vaciarse algunas botellas de alcohol durante las comidas, para luego
finalizar con una botella de aguardiente de arroz, y en ocasiones, volvía a repetir todo de
nuevo, pero jamás se le pudo notar el menor síntoma de embriaguez.
El asunto sobrepasaba mi entendimiento y seguramente el de ustedes también, por eso los
disculpo.
Durante un largo rato, no supe cómo explicármelo, hasta que casi por casualidad encontré
la clave.
El general solía, descuidadamente y cada tanto, levantarse un poco el sombrero. Esto se lo
vi hacer varias veces sin comprender el motivo. Era natural que sintiese calor en la parte
alta de la frente y por ello seguramente se aireaba la cabeza. Pero finalmente comprobé,
que al mismo tiempo que el sombrero, se levantaba también una plancha de plata atada al
mismo y que le servía de tapadera al cerebro, de modo tal que hacía elevar en una suave
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nube los vapores de las bebidas alcohólicas que había ingerido. De una vez por todas, el
enigma quedó resuelto. Esto se lo comenté a un par de buenos amigos y me ofrecí, ya que
era de noche cuando hice el comentario, a demostrar la veracidad del hecho probándolo
con un experimento. Me ubiqué con mi pipa detrás del general y en el momento en que
volvía a colocarse el sombrero, encendí con un trozo de papel el vapor que se elevaba y
entonces pudimos ver un espectáculo nuevo y maravilloso. En un instante, transformé la
columna de nubes sobre la cabeza de nuestro héroe en una columna de fuego, y aquellas
partes del vapor que permanecían entre los pelos del sombrero se configuraron en una
hermosa y azulina aureola igual a la que brilla alrededor de las cabezas de los grandes
santos. Mi experimento no pudo permanecer oculto al general, quien no obstante, no se
mostró para nada descontento, sino todo lo contrario, ya que nos permitió repetirlo porque
le otorgaba un aspecto bien sublime.
Capítulo II
Historias de cazas
Voy a pasar por alto algunos acontecimientos divertidos y dejarlos para otra ocasión
semejante a esta, porque tengo pensado contarles unas historias de caza, que me
resultaron tan asombrosas como bien entretenidas. Ustedes se podrán fácilmente imaginar,
qué predilecta opinión puedo tener yo de aquellos valientes compañeros que saben valorar
las zonas de bosques sin fronteras que los cerquen. La posibilidad de intercambio que me
da el tiempo libre, como también la extraordinaria suerte de salir siempre airoso frente a
tanta dificultad, me incita a evocar los más agradables recuerdos.
Una mañana, observé desde la ventana de mi dormitorio, que un gran lago, que se
encontraba cerca de allí, estaba como quién dice, totalmente cubierto de patos salvajes. Al
vuelo tomé mi arma del rincón, me precipité a los saltos escaleras abajo y corrí en forma
tan atropellada, que me golpeé la cara contra el marco de la puerta. Fuego y chispas
saltaron de mis ojos, pero no me detuvieron ni un solo instante.
Estaba apuntando y a punto de disparar, cuando fastidiado comprobé que a causa del
golpe anterior, se me había desprendido la piedra encendedor de la pólvora de mi
escopeta. Qué hacer, ya que aquí no se podía perder más tiempo. Por fortuna, vino a mi
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memoria lo que le había sucedido recientemente a mis ojos. Entonces, levanté el gatillo de
mi arma, apunté hacia la bandada salvaje y me golpeé con el puño, con firmeza, uno de
mis ojos. A causa del golpe, volaron otra vez suficientes chispas, partió el tiro y acerté a
cinco pares de patos, cuatro cuellos colorados y un par de gallinetas de agua.
En presencia del espíritu, las acciones del alma son heroicas. Igual a cuando soldados y
marineros salen frecuentemente ilesos de un peligro, el buen cazador debe frecuentemente
agradecer a su buena suerte.
Cierta vez, durante una excursión de caza, llegué navegando hasta una laguna, en la que
nadaban una docena de patos salvajes pero demasiado separados entre sí, como para que
yo tuviera la suerte de poder acertar a más de uno de un solo disparo, ya que
desgraciadamente, me quedaba un último cartucho en la escopeta. Sin embargo, me
habría gustado tenerlos a todos, porque en unos pocos días más, iba a agasajar a una gran
cantidad de buenos amigos y conocidos. Entonces recordé que aún conservaba en mi
mochila de caza un trozo de grasa de cerdo, que había quedado como resto de las
provisiones traídas. Lo tomé y até fuertemente a una correa para perros bastante larga que
desenredé y alargué por lo menos unas cuatro veces más. Luego, me oculté entre unos
arbustos a orillas del lago, arrojé al agua mi pedazo de grasa, y tuve el placer de ver como
el pato más cercano acudía apresurado y se lo tragaba. Detrás del primero le siguieron
enseguida todos los demás, porque el resbaladizo trozo atado a la cuerda les salía
rápidamente y sin digerir por la parte trasera, de manera tal, que era tragado por el
siguiente y así siguiendo, hasta que finalmente el trozo hizo su viaje a través de todos los
patos sin ser arrancado de su cuerda. De este modo, todos quedaron ensartados igual que
perlas atadas a un collar. Con mucha suavidad, los atraje hacia la orilla, me enrollé la soga
una media docena de veces alrededor de mis hombros y emprendí el regreso a casa.
Como me encontraba a una distancia bastante considerable de ella, y la carga de tal
cantidad de patos me estaba resultando demasiado pesada, comencé a lamentar él haber
cazado a tantos juntos. Entonces, me sucedió un extraño acontecimiento que en un
principio logró confundirme bastante. Los patos por cierto, aún estaban vivos y apenas se
recuperaron del primer aturdimiento, comenzaron a aletear fuertemente con el propósito
de levantar vuelo y arrastrarme con ellos por los aires. Si alguien hubiese recibido un
consejo en una situación semejante, lo habría sabido apreciar mucho. Yo, simplemente
aproveché esa situación lo mejor que pude para mi propio beneficio, y agarrándome de los
faldones de mi capa fui timoneando el vuelo en dirección hacia la región donde se
encontraba mi hogar.
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Justo cuando me encontraba volando por sobre mi casa y llegado el momento de tener que
dejarme caer sin lastimarme, le fui hundiendo la cabeza a un pato tras otro; así, fui
descendiendo suavemente y de a poco, directamente por la chimenea de mi casa sobre el
horno de la cocina que por suerte todavía no estaba encendido, provocando en mi cocinero
un susto y un asombro enormes.
Una vez me sucedió algo parecido con una bandada de perdices. Había salido a probar una
nueva escopeta y mi pequeña provisión de perdigones se me había agotado totalmente,
cuando de repente y sin sospecharlo, levantó vuelo justo delante de mí una bandada de
perdices. El deseo de ver esa misma noche algunas de ellas en mi mesa, hizo que tuviera
una ocurrencia de la que ustedes podrían hacer buen uso en una situación de necesidad
similar a esa.
Apenas vi donde se posaron las perdices, cargué prontamente mi escopeta y en lugar de
perdigones, coloqué en su lugar la baqueta que uso para limpiarla, a la que, a toda prisa, le
afilé lo mejor que pude la parte de la punta que sobresalía del extremo de mi arma.
Entonces, me dirigí hacia las perdices y en el instante en que levantaban vuelo, gatillé y,
tuve el placer de ver como mi baqueta caía a poca distancia de allí, ensartada a siete
piezas, las cuales estaban muy asombradas de haber quedado tan rápidamente preparadas
para el asador.
Como dice el refrán; hay que saber valerse por sí mismo en este mundo.
Otra vez, en un importante bosque en Rusia, tropecé con un hermoso zorro negro. Hubiese
sido una lástima agujerear su preciosa piel con un disparo de bala o de perdigones. El
señor raposo, se encontraba muy cerca de un árbol. Inmediatamente saqué mi bala del
cargador y cargué en su lugar un fuerte clavo para madera, disparé y acerté tan
artísticamente que su rabo quedó firmemente clavado al árbol. Entonces fui tranquilamente
hacia él, tomé mi cuchillo de cazador y le hice un corte en la cara en forma de cruz, luego
le azurré con mi látigo con tal destreza que le hice salir fuera de su hermosa piel, de modo
tal que ver esto fue un verdadero placer y un auténtico milagro.
La casualidad y la buena suerte corrigen a menudo ciertos errores. De ello quisiera a
continuación recordar un buen ejemplo. Sucedió en medio de lo más profundo de un
bosque, cuando vi correr a un cachorro de jabalí salvaje y a una jabalina, uno detrás del
otro. Mi bala falló. Pero en el mismo instante en que el jabato seguía corriendo, la jabalina
se detuvo y se quedó tan quieta como si estuviese clavada al suelo. Cuando me acerqué
para estudiar el hecho, me di cuenta de que la jabalina era ciega y mordía entre sus fauces
el rabo de su jabato. Mi bala, al pasar en medio de ambos, había roto esa rienda
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conductora, parte de la cual la vieja jabalina aun masticaba, y fue por eso, que al dejar de
tirar hacia adelante su guía, se había detenido. Así que tomé el trozo sobrante del rabo y
conduje sin esfuerzo y sin resistencia al viejo y desamparado y animal hasta mi casa.
Así como estas salvajes jabalinas son frecuentemente temibles, los machos son mucho más
feroces y peligrosos aún. Una vez me encontré con uno de ellos en un bosque, cuando
lamentablemente yo no estaba preparado ni para el ataque ni para la defensa. A duras
penas me pude deslizar detrás de un árbol, al tiempo que la furiosa bestia me tiraba un
golpe de costado con todas sus fuerzas. A causa de ello, sus colmillos quedaron incrustados
en el árbol en situación de no poder arrancarlos para así volver a repetir una nueva
embestida. Ja, ja, pensé, ahora te vamos a agarrar enseguida.
Rápidamente tomé una piedra y martillé con ella sus colmillos doblándoselos de tal modo
que no pudo volverse a zafar. Por cierto, el animal tuvo que esperarme pacientemente,
hasta que yo me traje desde el pueblo más cercano un carro y sogas para llevármelo a mi
casa vivo y en buen estado, todo lo cual aconteció de un modo admirable.
Seguramente ustedes se habrán sentido cautivados por San Huberto, el santo patrono de
los cazadores, como también habrán oído hablar del majestuoso ciervo que cierta vez fue
encontrado en un bosque portando la santa cruz entre su cornamenta. A este santo le he
rendido todos los años y en grata compañía mi homenaje y también he visto al ciervo
pintado miles de veces tanto en iglesias como bordado en las insignias de sus caballeros,
pero bajo palabra de honor y apelando a la conciencia de un valeroso cazador, no sabría
decir en verdad, si en un tiempo pasado esos ciervos existieron o si actualmente existen
aún.
Pero mejor déjenme contarles lo que sí pude ver con mis propios ojos. Una vez, luego de
haber disparatado todo mi plomo, apareció en forma sorpresiva delante de mí, el ciervo
más majestuoso del mundo. No me miraba directamente a los ojos, como si supiese de
memoria que mi bolsa de municiones estaba vacía. Inmediatamente cargué mi escopeta
con pólvora y le agregué un puñado de carozos de cerezas, a las que les quité la pulpa todo
lo rápido que pude. Así le acerté la carga completa sobre su frente en el medio de la
cornamenta. El disparo por cierto lo aturdió, se tambaleó, pero luego, puso los pies en
polvorosa y escapó. Uno o dos años más tarde, estando de caza por el mismo bosque, vi
caminar hacia mí un majestuoso ciervo con un árbol de cerezas como de diez pies de alto
en medio de su cornamenta. Ahí mismo recordando mi aventura anterior, observé al ciervo
como si fuese parte de mi legítima propiedad tiempo atrás adquirida y lo derribé de un solo
disparo con lo cual obtuve al mismo tiempo un asado y una salsa de cerezas. Del árbol
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colgaba abundante fruta, tan exquisita que nunca en mi vida había saboreado nada
semejante. ¿Quién podría afirmar que un apasionado y santo cazador, un abate u obispo
amante de la caza no fueron quienes plantaron de un solo tiro la santa cruz entre la
cornamenta del ciervo de San Huberto de un modo semejante al mío? Estos señores fueron
famosos por sembrar cruces y cuernos y muchos lo siguen haciendo hasta el día de hoy.
Frente a las frecuentes situaciones de peligro, en las que un valiente cazador podría
encontrarse, siempre es preferible tomar la iniciativa, vaya uno a saber porqué, y tratar de
hacer todo lo posible con tal de no dejar escapar esa propicia oportunidad. Yo mismo me
encontré miles de veces ante situaciones semejantes.
¿Qué podrían decir ustedes como ejemplo del siguiente caso? Una vez, en medio de un
bosque polaco se me habían terminado la luz de día y la pólvora. Cuando regresaba a mi
casa, me salió al encuentro un espantoso oso con sus fauces abiertas pronto a devorarme.
Inútilmente busqué en el apuro por todos mis bolsillos pólvora y plomo, y lo único que
encontré fueron dos piedras para el encendido de mi escopeta, que acostumbro llevar
conmigo en caso de urgencia. Una de ellas la arrojé con toda mis fuerzas en las abiertas
fauces del monstruo y cayó bien adentro de su garganta. Mi oso pareció restarle
importancia al hecho, y enfiló hacia la izquierda de modo tal que le pude arrojar la otra por
la puerta trasera. Todo aconteció de un modo fantástico y hermoso. La piedra no sólo
entró, sino que chocó con la otra de tal modo que se produjeron chispas y luego una
violenta explosión que hizo volar al oso en mil pedazos
Se dice, que cuando una piedra bien aplicada con posterioridad se encuentra con otra
piedra aplicada con anterioridad, puede hacer saltar por los aires a más de un
malhumorado sabio y filósofo.
Aunque por esa vez había salido ileso, no querría volver a estar en semejante situación de
tener que enfrentar a un oso, indefenso y sin medios.
Se podría decir que, hasta cierto punto, era mi destino ser siempre atacado por las más
salvajes y peligrosas bestias, en el instante mismo en que no me encontraba precisamente
en condiciones de enfrentarlas, como si sus instintos percibiesen mi indefensión.
Así ocurrió que cierta vez, cuando había terminado de destornillar la piedra encendedor de
mi escopeta para afilarla un poco, comenzó de repente a gruñirme un monstruoso y
horrible oso. Lo único que atiné fue escaparme a toda prisa y subirme a un árbol para así
armar mejor los preparativos de mi defensa. Lamentablemente mientras trepaba, se me
cayó el cuchillo que estaba utilizando y entonces no me quedó nada con qué ajustar el
tornillo de la piedra encendedor, que de por sí era muy duro. Abajo, junto al árbol, estaba
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el oso, y yo me decía, en cualquier momento vendrá a buscarme. Intentar sacarme chispas
de los ojos, como muchas otras veces había hecho, no quería volver a intentarlo, porque
además de ocasionarme otros inconvenientes, cada experimento de esos terminaba
provocándome un fuerte dolor de ojos que todavía no me había desaparecido del todo.
Ansiosamente yo miraba mi cuchillo que estaba ahí abajo, clavado en la nieve, pero mi
anhelante mirada no mejoraba la cosa ni un ápice. De repente tuve una idea, tan singular
como feliz. Dirigí el chorro de esa agua, que siempre se le acumula a uno en situaciones de
miedo, en dirección tal que pegó en la empuñadura de mi cuchillo. El terrible frío que hacía,
hizo que el agua se congelase y en unos pocos segundos se formó una prolongación de
hielo sobre mi cuchillo que se extendió hasta la rama más baja del árbol. Entonces, tomé
rápidamente el crecido mango y tire de él hacía arriba sin esfuerzo pero con el mayor
cuidado y así pude recuperar mi cuchillo. Apenas terminé de atornillar fuertemente la
piedra encendedor cuando el señor oso comenzó a trepar. Verdaderamente pensé, uno
tiene que ser tan sabio como un oso como para saber esperar el momento oportuno y
recibir al maestro pardo con una descarga de regalo tal que le hizo olvidar para siempre
trepar a los árboles.
Otra vez, de un modo parecido, se me lanzó encima un terrible lobo. Estaba tan cerca de
mi cuerpo que no tuve otra posibilidad que golpearlo instintivamente con mi puño en sus
fauces abiertas. Luego, por mi propia seguridad, continué golpeando y golpeando y así fui
hundiendo mi brazo hasta los hombros. ¿Pero qué podía hacer después? Nadie diría que
esa situación de desamparo no fuese sorprendente. ¿Se puede razonar estando frente a
frente con un lobo? Por cierto nos echábamos miradas para nada cariñosas. Si yo hubiese
retirado mi brazo, la bestia me habría atacado con más ferocidad que nunca. Esto, lo podía
leer claramente y con todas las letras en sus llameantes ojos. Resumiendo, lo agarré de los
intestinos y di vuelta su exterior hacia su interior como a un guante, luego lo arrojé al
suelo y lo dejé allí tirado.
Este recurso no quise volver a repetirlo con un perro rabioso que me atacó en una estrecha
calleja de San Petersburgo. Corre lo más que puedas — pensé. Y para escapar lo más
rápido posible me quité el abrigo, lo arrojé al suelo y me salvé buscando rápidamente
refugio en mi casa.
Poco después, dejé que mi criado trajera de vuelta mi abrigo y que lo colgará en el
guardarropa junto a las demás prendas. Algunos días más tarde, el grito de mi Juan:
me produjo un susto mayúsculo — Mi Dios, señor Barón, su abrigo está rabioso.
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De un salto corrí apresurado escaleras arriba y encontré todas mis prendas revueltas, y
tiradas por todas partes hechas pedazos. El hombre había dicho la pura verdad: el abrigo
estaba rabioso. Yo mismo lo vi en ese instante en que él se abalanzaba sobre mi nuevo y
hermoso traje de gala desgarrándolo y desmenuzándolo despiadadamente.
Capitulo III
Acerca de los perros y caballos del Barón de Münchhausen
Sabrán ustedes, que en todos aquellos acontecimientos donde siempre salí
felizmente airoso, aunque a duras penas, el azar me ha sido de ayuda, al cual con
intrepidez y presencia de ánimo encausé en mi propio beneficio. Cualquiera sabe, que todo
ello reunido, distingue a un afortunado cazador, marino y soldado. Pero sería un muy
descuidado y defectuoso cazador, almirante o general, aquél que en toda ocasión
solamente confiase en el azar y en su buena estrella, despreocupándose proveerse de
procedimientos importantes y necesarios, tales como aquellos instrumentos que le
aseguren el buen éxito. Tal reprobación de ningún modo me afecta en lo más mínimo.
Siempre he sido reconocido tanto por la excelencia de mis caballos, perros y escopetas
como también por el modo especial de poner todo ello en práctica, de manera que puedo
sentirme orgulloso ya que el recuerdo de mi nombre quedará largamente en la memoria,
tanto en la nieve, en la pradera o en los campos.
No quisiera por cierto comenzar a hablar sobre particularidades de mis caballerizas,
perreras o de mi sala de armas, como acostumbran hacer los jóvenes caballerizos, perreros
y cazadores. Pero dos de mis perros que estuvieron a mi servicio, se han distinguido tanto
que no puedo olvidarlos y en esta oportunidad no serán pocas las veces que voy a
mencionarlos.
El uno fue un perro perdiguero tan incansable, tan atento, tan cauteloso que todos los que
lo veían me lo envidiaban. Día y noche podía utilizarlo. Si era de noche, le colgaba un farol
en la cola y así cazaba tan bien con él como en pleno día. Una vez (fue poco después de mi
casamiento) mi mujer manifestó deseos de ir de caza. Me adelanté cabalgando en busca de
algo y no tardó mucho en aparecer. Allí estaba mi perro parado frente a una bandada de
varios cientos de perdices. Yo esperaba y esperaba a mi mujer, que venía cabalgando
detrás de mí junto a mi alférez y mi mozo de caballerías, pero no se veía a nadie ni
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tampoco se oía nada. Finalmente, me puse inquieto y regresé. Más o menos a mitad del
camino oí unos fuertes sollozos. Me pareció que venían desde muy cerca, pero no se veía
ni un alma viviente a lo largo y a lo ancho. Desmonté, apoyé mi oreja contra el suelo y ahí
sí, no sólo escuché que los lamentos provenían desde abajo de la tierra, sino también
reconocí claramente la voz de mi mujer, la de mi alférez y la de mi mozo de caballerías. Al
mismo tiempo no lejos de allí, vi un foso perteneciente a una mina de carbón, y
lamentablemente ya no tuve más dudas; mi pobre esposa y sus acompañantes se habían
caído ahí adentro.
Me apresuré a toda carrera hasta el pueblo más cercano a fin de buscar a los mineros,
quienes finalmente y después de un largo y muy esforzado trabajo lograron rescatar a los
infelices de un profundo pozo de aproximadamente noventa pies. Primero sacaron al mozo
de caballería, luego a su caballo, luego al alférez, luego a su caballo, luego a mi mujer y
por último a su jaca turca. Lo más extraordinario de todo el asunto, fue que hombres y
caballos a pesar de la terrible caída no estaban casi nada lastimados, sólo habían recibido
unos pocos magullones, aunque si habían padecido un miedo indescriptible.
Como se podrán fácilmente imaginar, no quisieron saber más nada en ir de caza.
Yo sospecho que a lo largo de esta narración, seguramente ustedes se olvidaron de mi
perro, por lo que no me lo van a tomar a mal que les confiese que yo tampoco pensé más
en él. Mis obligaciones requirieron que a la mañana siguiente tuviese que emprender un
viaje del cual recién regresé catorce días después. Apenas habían pasado unas pocas horas
desde mi vuelta a casa, cuando comencé a extrañar a mi Diana. Nadie se había ocupado de
ella; toda mi gente creyó que había viajado conmigo y ahora me lamentaba con mucha
tristeza no encontrarla por ninguna parte. Finalmente me surgió una idea. ¿No estaría el
perro todavía con las perdices? La esperanza y el temor me llevaron rápidamente en esa
dirección y al llegar comprobé, con indescriptible alegría, que mi perro se encontraba en el
mismo lugar donde lo había dejado catorce días atrás. —Ahora —grité, y apenas él saltó
hacia atrás, de un solo disparo obtuve veinticinco perdices. El pobre animal apenas pudo
arrastrarse hacia mí, tan hambriento y fatigado como estaba. Para poder traérmelo de
vuelta a casa tuve que subirlo a mi caballo y ustedes se podrán imaginar que acepté esa
incomodidad con total alegría.
Luego de algunos días de buenos cuidados, mi perro estaba otra vez como nuevo y unas
semanas más tarde me ayudó a resolver un enigma, que de no ser por él, seguramente
habría quedado para siempre sin solución.
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Lo cierto es que durante dos días completos estuve detrás de una liebre. Mi perro corriendo
siempre alrededor de ella me la acercaba, pero nunca lograba tenerla a tiro. No soy de
creer en brujas, para eso viví demasiadas cosas fuera de lo común, pero aquí mis cinco
sentidos estaban bien confundidos. Finalmente la liebre se me acercó lo suficiente y pude
alcanzarla con mi escopeta. Ella cayó ¿y qué se imaginan ustedes que encontré?, cuatro
patas tenía mi liebre bajo el cuerpo y cuatro patas sobre la espalda. Cuando los dos pares
de abajo se cansaban, la liebre se arrojaba dándose vuelta, igual que un nadador diestro
que sabe nadar pecho y espalda, y con las nuevas patas seguía corriendo con renovada
velocidad. Nunca más encontré un tipo de liebre igual a esa y jamás la habría atrapado si
mi perro no hubiese tenido tan prodigiosas cualidades.
Ese perro superaba tanto a toda su raza, que le hubiera otorgado sin duda el apodo de “el
único” si no hubiese sido por un galgo que tuve, el cual, con toda seguridad le habría
podido disputar tal honor.
El animalillo era asombroso, tanto como por su aspecto físico como por su extraordinaria
velocidad. Si ustedes lo hubiesen visto, se habrían seguramente admirado y no se hubieran
asombrado que yo le tuviese tanto cariño y tan frecuentemente saliera de caza con él.
Estando a mi servicio, corría tan rápido, tan a menudo y durante tanto tiempo que las
patas le quedaban bien pegadas bajo el cuerpo. En la última etapa de su vida lo seguí
utilizando, pero como perro zorrero, y de esa forma, me sirvió algunos hermosos años
más.
Estando de cacería, el galgo —que de paso les comento, era una perra— una vez se fue
tras una liebre, la que me pareció anormalmente gorda. Mi pobre perra me daba lástima,
porque estaba esperando cría y a pesar de ello quería correr tan rápido como siempre. Yo
la seguí a caballo a bastante distancia. En un momento dado, escuché un ronroneo como
de una gran juntada de perros, tan débil y tan tierno que no entendía qué podía ser. Pero
cuando me fui acercando, vi a mi celestial milagro. La liebre mientras corría dio a luz, y mi
perra al mismo tiempo también parió y por cierto cada una de ellas la misma cantidad de
lebratos como de cachorros. Instintivamente los lebratos emprendieron la fuga, y los
cachorros no sólo comenzaron a perseguirlos sino que los cazaron. Por ello al finalizar la
caza, obtuve seis liebres y seis perros de una sola vez, a pesar de haber comenzado con
uno solo.
Yo recuerdo a esa extraordinaria perra con el mismo placer que a un magnífico caballo
lituano, de tan incalculable valor que todo el dinero del mundo no lo podría comprar. Lo
obtuve a causa del azar, el cual me dio la oportunidad de mostrar mis conocimientos en el
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arte de la equitación y así acrecentar mi ya reconocida fama. Cierta vez, estando en la
hermosa residencia de campo del Conde Przobovsky en Lituania, y mientras los señores
bajaron al patio para conocer a un potrillo de pura sangre recién llegado de la caballeriza,
decidí quedarme en el salón de gala a tomar el té con las damas. Repentinamente oímos
un grito de auxilio. Bajé rápidamente las escaleras y encontré al caballo tan salvaje e
indomable, que nadie se atrevía a acercársele o a montarlo. Ahí estaban los decididos
jinetes bien sorprendidos y desconcertados. Pero el miedo y la preocupación se dibujaron
en sus rostros, cuando de un solo salto me monté sobre el lomo del sorprendido animal,
quien no sólo se detuvo asustado, sino que tras la aplicación de mis mejores técnicas en el
arte de montar, se tranquilizó, obedeciéndome.
Para poder mostrarles a las damas mejor todo eso y evitarles así preocupaciones
innecesarias, obligué al caballo a entrar conmigo a la sala de té por una de las ventanas
abiertas. Allí, cabalgué de diferentes maneras, ora al paso, ora al trote, ora al galope y
finalmente encima de la mesa de té, donde a modo de enseñanza repetí galantemente todo
una vez más, por lo que las damas se mostraron maravillosamente encantadas. Mi corcel
realizó todo con tal admirable destreza que no rompió ni la tetera ni las tasas. Ello me
colocó frente a las damas y al Conde tan alto en su estima, que me pidió con su
acostumbrada amabilidad, que aceptase como un regalo de él, al joven caballo para que
saliera a cabalgar con él en la cruzada contra los turcos hacia la victoria y la conquista que
pronto iba a comenzar bajo las ordenes del Conde Münnich.
Capítulo IV
Aventuras del Barón de Münchhausen en la guerra contra los turcos
Un regalo tan grato no se me habría podido haber hecho, principalmente porque
aprendí mucho de lo bueno de una batalla, en la cual aprobé mi primer examen como
soldado. Un caballo tan rápido, tan lleno de valentía y tan fogoso, —manso y salvaje al
mismo tiempo—, me hacía acordar en todo momento a los deberes de un bravo soldado, y
a las asombrosas acciones que emprendiera el joven Alejandro en el campo de batalla.
Al parecer, nosotros incursionamos en la guerra, entre otros motivos, con el propósito de
restablecer en el campo de batalla, el honor de las armas rusas, que habían sufrido un
poco durante la campaña del Zar Pedro en Pruth. Bajo el mando del gran general que
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anteriormente mencioné, tal propósito lo logramos en su totalidad, luego de diversas y
dificultosas —aunque por cierto gloriosas— campañas.
La humildad no permite a los subalternos atribuirse grandes acciones y victorias, ya que tal
honor comúnmente se le concede a los generales, sin tener en cuenta sus actitudes
cotidianas; incluso hasta reyes y reinas han sido valorados indebidamente, a pesar de que
nunca olieron más que la pólvora de fogueo, ni tampoco se asomaron más allá de sus
lugares de esparcimiento a conocer un campo de batalla, y que aparte de los desfiles de su
guardia, jamás vieron un ejército en posición de combate.
No pretendo reclamar honores en mérito a nuestras grandes acciones contra el enemigo.
Nosotros cumplimos en conjunto con nuestra obligación, la cual en el idioma de los
patriotas, de los soldados y en síntesis, de los hombres valerosos, es un concepto mucho
más amplio, una expresión que contiene un muy importante significado, a pesar de que el
gran montón de ociosos politiqueros lo valora como un concepto pobre e insignificante.
Ya que en ese entonces, tenía bajo mi mando a un cuerpo de húsares, emprendí diversas
expediciones que dependieron de la aplicación de mi propia inteligencia y valentía. El éxito
de ello, pienso ahora con certeza, habría que atribuírselo con todo derecho; a mí mismo y a
aquellos bravos compañeros que guié a la victoria y a la conquista.
Cierta vez, cuando en Oczakow hicimos retroceder a los turcos y la lucha en la vanguardia
se hizo encarnizada, mi fogoso lituano casi me puso en serios aprietos. Yo me encontraba
en un puesto de avanzada bastante alejado y pude divisar cuando el enemigo se iba
acercando en forma de nube de polvo, lo que despertó en mí grandes dudas acerca de su
verdadero número y propósito. Disfrazarme de una nube de polvo parecida, con la
intención de acercarme, no hubiese sido más que una estratagema poco inteligente y ese
no era el objetivo por el cual había sido enviado al frente. Por ello, dejé que mis
flanqueadores se distribuyesen a ambos costados, a la izquierda y a la derecha y que
produjesen tanta polvareda como fuese posible. Pero yo mismo avancé directo hacia el
enemigo como para tenerlo más de cerca. Y lo conseguí. Este se detuvo y combatió un
tiempo hasta que el miedo a mis flanqueadores le hizo retroceder en total desorden.
Entonces fue el momento de caer valientemente sobre él. Nosotros lo dispersamos
totalmente, ocasionándole una enorme derrota. Y no sólo lo empujamos hasta las mismas
puertas de su fortaleza, sino más y más aun, superando todas nuestras expectativas
sedientas de sangre.
A causa de la extraordinaria rapidez de mi lituano, fui el primero en salir a perseguirlos, y
al comprobar que el enemigo huía graciosamente por la puerta de atrás, consideré
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apropiado detenerme en la plaza central y ordenar a las trompetas que anunciasen que ese
sería nuestro lugar de encuentro. Pero imagínense ustedes mi asombro, cuando no vi a mí
alrededor a mis húsares, ni trompetas ni alma viviente alguna.
¿Habrían cargado quizá contra el enemigo por otras calles? ¿O, —pensé —, qué habría sido
de ellos? De acuerdo a mi opinión, era imposible que estuviesen lejos y que pronto iban a
llegar. Durante la espera, cabalgué a mi extenuado lituano hasta una fuente en el centro
de la plaza y dejé que bebiera de ella. Él tragaba el agua descontroladamente con una sed
tan ardiente que no había modo de apagarla. Todo acontecía de un modo natural. Pero
cuando miré hacia atrás para ver si llegaban mis hombres, ¿qué creen ustedes que vi?
Toda la parte trasera del pobre animal, anca y patas traseras no estaban, como si la
hubiesen cortado de un solo tajo. Así, el agua salía otra vez por detrás a medida que
entraba por adelante, sin que al corcel le hiciese provecho o le refrescase. Cómo fue que
aconteció esto, era para mí un total misterio, hasta que finalmente llegó mi mozo corriendo
a toda velocidad desde un bien alejado lugar, y bajo un torrente de emocionadas
expresiones de fidelidad y felicidad, mezcladas con fuertes insultos, me dio a conocer…lo
siguiente:
Mientras yo me introducía entre el enemigo en fuga, éste habría dejado caer
repentinamente la reja de seguridad, y en consecuencia, la parte de atrás de mi caballo
habría sido limpiamente separada. Por lo tanto; primero: que la mencionada parte trasera,
al quedar ante el enemigo, que ciego y sordo se apretujaba contra la reja, le habría
ocasionado mediante ininterrumpidas coces terribles estragos, y segundo: que el vencedor
se habría ido de paseo hacia unos pastizales cercanos, donde yo seguramente lo volvería a
encontrar. Ahí mismo pegué la vuelta, y con un indescriptible y veloz galope cabalgué con
la otra mitad que me quedaba de mi caballo hasta el prado. Y allí encontré, para mi
enorme alegría, a la otra parte viva. Pero mi admiración fue aún mayor, cuando vi que la
misma se entretenía con una ocupación tan bien elegida para un sujeto sin cabeza que
hasta el día de hoy, ningún maestro en placeres, con todos sus sentidos a punto, estaría en
condiciones de superar. En pocas palabras, la parte trasera de mi maravilloso caballo,
había establecido, en un abrir y cerrar de ojos, relaciones de mucha confianza con las
yeguas que pacían por el prado, y al parecer, bajo los placeres de su harén, había olvidado
totalmente el infortunio ocurrido. Aquí por cierto se debe tener muy poco en consideración
la cabeza, si bien los potrillos, que tendrían que agradecer a ese divertimento su
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existencia, resultaron ser unas criaturas inutilizables, porque a todos ellos les faltaba
aquello que su padre no tuvo en el momento en que los engendró.
Como ya poseía pruebas irrefutables de que en ambas partes de mi corcel había vida, hice
llamar rápidamente a nuestro herrero. Este, sin pensarlo demasiado las unió con pimpollos
de laurel que en ese momento tenía a mano. La herida felizmente cicatrizó. Pero aconteció
algo que sólo a un caballo tan glorioso le podía ocurrir. Lo cierto es que las semillas
echaron raíces dentro de su cuerpo, crecieron hacia lo alto y se abovedaron en forma de
glorieta de tal modo que pude realizar algunas magníficas cabalgatas a la sombra de mi
corcel como de mis laureles.
Querría mencionarles como al pasar, una pequeña contrariedad surgida a consecuencia de
aquel hecho. Yo cargué contra el enemigo con tanta vehemencia, durante tanto tiempo y
tan incansablemente, que a mi brazo le quedó un involuntario movimiento de golpear,
aunque el enemigo hacía ya mucho tiempo que había desaparecido. Para evitar que
pudiese golpearme sin ningún motivo o a aquellos de los míos que se me acercasen
demasiado, vi como necesario llevar mi brazo bien atado con una venda durante ocho
largos días, igual que si me lo hubiese en parte cortado.
El hombre que se atreva a montar a un caballo igual a mi lituano, puede ser capaz de
realizar cualquier hazaña de equitación, aunque esto les pueda resultar quizá algo
exagerado.
Nosotros teníamos sitiada no recuerdo bien qué ciudad, y para el Mariscal de Campo, era
de suma importancia tener información precisa de cómo estaba la situación dentro de la
fortaleza. Parecía bien difícil, diría casi imposible lograr pasar a través todos aquellos
puestos de avanzada, guardias y fortificaciones. Tampoco había alguien en quien confiar y
que fuese lo suficientemente capaz en lograrlo con éxito.
Lleno de valor y celo al servicio, aunque un poco demasiado apresurado, me ubiqué junto a
uno de los grandes cañones, y en el instante en que era disparado contra la fortaleza, salté
en un tris sobre la bala con la intención de dejarme transportar hasta dentro de la
fortaleza. Pero cuando me encontraba en el aire a medio camino, surgieron en mi cabeza
toda clase de objeciones. ¡Hum!, —pensé—, entrar no es problema, lo vas a lograr, pero
luego, ¿cómo vas a salir? ¿Y qué te va a suceder en la fortaleza? Enseguida te van a
reconocer como un espía y te van a colgar de la horca más cercana. Ciertamente, yo no me
podía permitir un lecho de honor como ese. Tras esas y otras reflexiones, me decidí sin
demora y aproveché la feliz oportunidad, cuando una bala de cañón disparada desde la
fortaleza pasó volando muy cerca de mí hacia nuestro campamento; salté desde la mía
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sobre ella y así pude regresar ileso, con los queridos nuestros, aunque por cierto con las
manos vacías.
Así como yo era ágil y decidido para el salto, también lo era mi caballo. Y jamás me han
impedido avanzar pozos ni cercas y sobre todo cuando cabalgaba por el camino más
directo.
Una vez perseguí a una liebre, que corría a campo traviesa por la ruta militar. En ese
mismo instante, una carroza con dos hermosas damas cruzaba por el camino entre la liebre
y yo. Mi corcel pasó tan rápido y sin vacilar a través del coche, cuyas ventanas estaban
abiertas, que apenas tuve tiempo de quitarme el sombrero y pedir humildemente disculpas
a las damas por ese atrevimiento.
Otra vez, quise saltar por encima de un pantano, que al principio me pareció que no era
tan ancho, pero en medio del salto comprobé que sí lo era. Suspendido en el aire, di media
vuelta y regresé al lugar desde donde había saltado, para tomar mucho más impulso. A
continuación, salté por segunda vez, pero el salto también resultó demasiado corto y caí no
lejos de la orilla opuesta, hundiéndome en el pantano hasta el cuello. Aquí
indefectiblemente debería haber muerto, si la fuerza de mi propio brazo, no hubiera tirado
hacia arriba de mis propias trenzas, junto con el caballo, al que tenía fuertemente agarrado
entre mis piernas.
Capítulo V
Las aventuras del Barón de Münchhausen durante su cautiverio por los turcos.
El regresa a su hogar.
A pesar de toda mi valentía e inteligencia, a pesar de mí mismo y de la agilidad y
fuerza de mi caballo, no siempre resultaron las cosas durante la guerra contra los turcos de
acuerdo a mis deseos. Además, tuve la mala suerte de ser vencido por la turba y hecho
prisionero. Sí, lo peor de todo, fue ser vendido como esclavo, aunque entre los turcos eso
es algo muy común. En ese estado de humillación, mi jornada de trabajo no era tan dura y
amarga aunque sí extraña y complicada. Lo cierto es que tenía que conducir todas las
mañanas a las abejas del sultán a los prados, cuidarlas durante todo el día y al anochecer
regresarlas a su colmena. Una noche, se extravió una abeja, pero enseguida supe que dos
osos la habían atacado y querían destrozarla a causa de su miel. Como no tenía a mano
algo parecido a un arma, más que el hacha de plata, la cual es el signo distintivo del
jardinero y del labrador, se la arrojé a los dos ladrones con el propósito de ahuyentarlos. A
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causa de ello, la pobre abeja quedó en libertad, pero por un lamentable y demasiado
impulsivo movimiento de mi brazo, el hacha voló hacia lo alto y no dejó de elevarse hasta
que cayó en la luna. ¿Cómo podía volver a recuperarla? ¿Con qué escalera en todo el
mundo podría bajarla? De pronto, me acordé que los frijoles turcos crecen bien rápido y
hasta una altura asombrosa. En un abrir y cerrar de ojos sembré uno de esos frijoles, el
que efectivamente creció bien alto, aferrándose por sí mismo a uno de los cuernos de la
luna. Entonces, con toda confianza trepé hacia la luna, a donde felizmente llegué. Fue un
trabajito bastante difícil encontrar nuevamente a mi hacha de plata en un lugar donde
todos los objetos brillaban igual que la plata. Pero finalmente la encontré sobre una parva
de granos de paja. Ahora sólo quería regresar pero lamentablemente el calor del sol había
entretanto desecado mis frijoles de modo que era verdaderamente imposible bajar otra vez
por allí. ¿Qué era lo que habría que hacer? Tejí una soga con la paja todo lo largo que
pude. Esta, la até a uno de los cuernos de la luna y comencé a bajar por ella. Con la mano
derecha me sostenía fuertemente y con la izquierda portaba mi hacha. Apenas me
deslizaba un trecho hacia abajo, cortaba la parte de arriba sobrante de la soga y luego la
ataba por debajo otra vez, así pude descender bastante. Ese continuo cortar y atar no
mejoraba la calidad de la soga con la que pretendía llegar finalmente hasta las tierras del
Sultán. Me encontraría todavía entre las nubes a un par de millas de distancia de la tierra,
cuando de repente mi soga se cortó y me precipité con tal violencia hacia las tierras de
Dios, que a causa de ello quedé totalmente aturdido. A consecuencia de la caída desde
tales alturas, el peso de mi cuerpo abrió en la tierra un agujero de por lo menos nueve
brazas de profundidad. Finalmente volví a recuperarme de nuevo, pero no sabía cómo iba a
poder salir de allí. ¿Qué no le obliga a uno la necesidad? Cavé con mis uñas crecidas desde
hacía cuarenta años, una suerte de escalera y por ella me transporté alegremente hacia la
luz.
Y ya que esta trabajosa experiencia me había hecho más inteligente, rápidamente traté de
implementar la mejor manera de quitarme de encima a los osos, a quienes les gustaba
tanto treparse en busca de mis abejas y de la colmena. Siendo de noche, unté con miel el
timón de una carreta y me escondí al acecho no lejos de allí. Y sucedió lo que sospechaba.
Un enorme oso atraído por el olor comenzó a lamer la miel por la punta de la vara con
tanta avidez, que al ir tragándose la miel, la vara le fue atravesando al mismo tiempo el
estómago y la panza hasta que le salió por la parte de atrás. Entonces, mientras él seguía
juiciosamente lamiendo la vara, me acerqué e introduje en el agujero de la parte delantera
del timón una larga estaca, impidiéndole al goloso la retirada. Así lo dejé ahí plantado
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hasta la mañana siguiente. A causa de esta obrita, el gran Sultán que paseaba en esos
instantes por ahí, casi se muere de risa.
Poco tiempo después, los rusos sellaron la paz con los turcos y yo fui enviado de regreso a
San Petersburgo junto con otros prisioneros de guerra. Entonces, le dije adiós y abandoné
Rusia en la época de la gran revolución, hace más o menos cuarenta años. Fue cuando el
emperador —en su más tierna infancia—, junto con su madre y su padre, el duque de
Braunschweig, el mariscal de campo von Münnich y muchos otros fueron enviados a
Siberia. En aquel entonces imperaba sobre toda Europa un invierno inusualmente crudo,
que el sol debió de haber sufrido una suerte de daño, a causa de las heladas por lo que
desde aquella época hasta el día de hoy tiene tal aspecto.
Así es que, durante el viaje de regreso a mi patria natal, me encontré por todas partes con
enormes infortunios, más de los que había observado durante mi viaje de ida a Rusia.
Tuve que viajar con la diligencia, ya que mi lituano quedó en Turquía. El destino quiso que
llegáramos hasta un angosto y profundo camino, rodeado de altas y espinosas plantas. Le
hice recordar al conductor de dar una señal con su corneta, a fin de evitar que nos
quedáramos encallados en ese angosto pasaje, en caso de que algún otro carruaje viniese
en sentido contrario. Mi mozo sopló del cuerno con todas las fuerzas, pero todos sus
esfuerzos fueron en vano, ni siquiera salió un sólo sonido, lo que nos pareció inexplicable.
Así es que en los hechos, eso resultó ser una verdadera desgracia, porque de repente, otro
carruaje que venía en sentido opuesto nos chocó, e hizo bien dificultoso él poder seguir
adelante. No obstante, yo salté fuera de mi carruaje y en primer lugar desenganché a los
caballos. A continuación me cargue encima de los hombros al carruaje con las cuatro
ruedas y todo el embalaje, y salté hacia el lado del campo por sobre las espinas y el borde
del camino más o menos unos tres metros de alto, lo que en consideración al peso del
coche no fue poca cosa. Luego, con otro salto hacia atrás y por encima del coche
desconocido regresé otra vez al camino. Rápidamente me apresuré regresando hasta
donde estaban nuestros caballos, tomé a cada uno de ellos bajo mis brazos y los trasladé
del mismo modo anterior, es decir, a través de un segundo salto hacia acá y hacia allá, y
una vez que todos estuvimos del otro lado, dejé que los engancharan de nuevo y así
arribamos felices al final de nuestro trayecto, a la posada.
No quisiera dejar de mencionar que uno de los caballos, que no tendría más de cuatro años
de edad, era muy animoso e intentó provocar algunos inconvenientes. Cuando emprendí mi
segundo salto por encima de las espinas, el animal, a causa de ese enérgico movimiento se
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molestó, y quiso expresar su disgusto mediante resoplidos y pataleos; se lo impedí
rápidamente, introduciendo sus patas traseras en el bolsillo de mi capa.
Luego de nuestra aventura, recobramos en la posada nuevamente las fuerzas. El conductor
de carruaje colgó su corneta en un clavo al lado del fogón de la cocina y yo me senté
enfrente. Ahora escuchen ustedes lo que pasó. De repente sucedió: Tereng, tereng, teng,
teng. Nuestros ojos se abrieron del asombro y comprendimos de repente la causa por la
cual el conductor no había podido hacer sonar su cuerno. Los sonidos se habían congelado
dentro de la corneta y ahora estaban saliendo uno a uno límpidos y claros a medida que se
iban descongelando, honrando no poco al conductor. Entonces, el honesto hombre nos
entretuvo un tiempo bastante largo con esas hermosas modulaciones, sin llevarse el
cuerno a la boca. Así escuchamos la marcha prusiana, “Sin amor y sin vino”, “Cuando
quedé pálido”, “Anoche estuvo el primo Miguel” junto a muchas otras piezas, como también
la canción nocturna “Ahora todos los bosques duermen”. Con esto último, finalizó esta
diversión y también las historias de mi viaje a Rusia.
Algunos viajeros, se atribuyen a veces bastante más de lo que realmente pudo haber
llegado a ser verdad. Por ello, no es de extrañar cuando lectores u oyentes tienden a ser
algo proclives al descreimiento. No obstante, si alguno de ustedes dudase de mi veracidad,
entonces debo con todo mi corazón compadecerlo a causa de su escepticismo y pedirle que
mejor se aleje, antes de que comience con mis aventuras en barco, las cuales son más
extraordinarias aún, pero no por ello menos auténticas.
Capítulo VI
Primera aventura por mar
El primer viaje que realicé en mi vida, anterior al de los rusos, sobre quiénes recién
conté algunas curiosidades, fue un viaje por mar.
Mi tío, el coronel de los húsares que tenía la barba más negra que vi en mi vida,
acostumbraba a atormentarme diciéndome que todavía me encontraba en la edad del pavo
y consideraba que aún no estaba definido si el blanco vello de mi pera llegaría a ser un
brote de barba o cualquier otra cosa, cuando los viajes eran mis únicos anhelos e ilusiones.
Ya mi padre, que durante una buena parte de sus años jóvenes la pasó viajando, nos
relataba en algunas las noches de invierno, en forma breve, honesta y sin adornos, parte
de sus aventuras, sobre las que quizá más adelante diré algo de lo mejor de ellas; así que,
se podría asegurar con muy buenos argumentos que aquella tendencia la llevo en la sangre
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y no como algo impuesto. Suficiente; yo aproveché cada oportunidad que se le presentó o
no se le presentó a mi irrefrenable deseo de conocer el mundo. Pero mendigar o amenazar
satisfacción fue en vano. Si por una vez lograba producir en mi padre una pequeña fisura,
mi madre y mi tía oponían una resistencia mayor aún y en unos pocos segundos, perdía
otra vez todo lo que había ganado a través de los más reflexivos intentos. Finalmente, la
suerte quiso que nos visitara uno de los parientes por parte de mi madre. Pronto fui su
preferido, él me lo decía con frecuencia; que yo era un joven bello y despierto y él querría
hacer todo lo posible para ayudarme a satisfacer mis entrañables deseos.
Su elocuencia fue más efectiva que la mía y luego de muchas opiniones y contra opiniones,
objeciones y refutaciones, fue finalmente acordado, para mi indescriptible alegría, que yo lo
acompañaría en un viaje a Ceylan, donde su tío había sido gobernador durante muchos
años.
Partimos desde Amsterdam con importantes encargos del gobierno de Holanda. Durante
nuestro viaje, descontando una tempestad fuera de lo común, no aconteció nada en
particular. Pero esa tempestad y sus increíbles consecuencias, bien se merece que la
recuerde en unas pocas palabras. Ella se desató justo cuando habíamos echado anclas
frente a una isla para abastecernos de leña y agua y sopló con tanta fuerza, que arrancó de
cuajo un montón de árboles enormemente gruesos y altos, junto con sus raíces y los lanzó
por los aires. A pesar de que algunos de esos árboles tenían cientos de kilos de peso,
parecían en la enorme altura —ya que se encontraban por lo menos a cinco millas sobre la
tierra— no más grandes que pequeñas plumas de pájaros que a ratos flotaban de aquí para
allá. Pero fue así que cuando el huracán amainó, cada árbol cayó verticalmente en su lugar
y rápidamente echó raíces nuevamente, de modo tal que apenas quedó rastro de la
devastación. Sólo el más grande de entre ellos, fue aquí una excepción. Cuando éste fue
arrancado de la tierra por la repentina violencia de la tempestad, se encontraban en ese
momento entre sus ramas, un hombre con su mujer recogiendo pepinos, ya que en esa
parte de la tierra, esa hermosa fruta crece en los árboles. Esa honesta pareja realizó
pacientemente el viaje por los aires, igual que Blachards Hammel, pero así como por sus
pesos provocaron el desvío del árbol en una dirección opuesta a su lugar de origen,
también lo hizo descender en una posición horizontal. Ahora bien, igual que la mayoría de
los habitantes de esa isla, también su benignísimo cacique había abandonado durante la
tempestad su vivienda por temor a quedar enterrado bajo sus escombros y en el momento
en que regresaba por el jardín, fue cuando ese árbol cayó estruendosamente y felizmente
lo aplastó.
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¿Felizmente?
Sí, felizmente. Ya que el cacique, si ustedes me lo permiten les informo: era el tirano más
repugnante, y los habitantes de la isla, sin exceptuar a su querida y favorita, las más
miserables criaturas bajo la luna. En su despensa se pudrían los alimentos, mientras sus
súbditos que eran oprimidos se morían de hambre. Su isla no tenía nada que temer por
ningún enemigo de afuera, pero a pesar de ello, él se apoderaba de cada joven, lo
golpeaba con sus propios puños y cada tanto lo vendía como héroe de su colección a los
más bestiales monarcas vecinos, para así acrecentar nuevos millones de moluscos a los
millones que había heredado de su padre. Nos contaron, que había traído esos inaceptables
principios de un viaje que hizo al norte, una afirmación que nosotros refutamos y pese a
todo nuestro patriotismo, no nos dejamos involucrar, porque para esos isleños un viaje al
norte igual como un viaje a las islas Canarias significaba lo mismo que hacer un viaje de
paseo a Groenlandia. Es así que no quisimos exigir una explicación más detallada del
asunto.
Como agradecimiento por el gran servicio que la pareja recolectora de pepinos había
prestado a sus conciudadanos, aunque de un modo casual, fue llevada por ellos al trono
vacante. Por cierto, esta buena gentecilla, en su viaje por el aire, se acercó tanto a la
enorme luz del mundo que no sólo le añadieron la luz de sus ojos, sino que además una
pequeña porción de su luz interna. A pesar de ello, gobernaron muy loablemente. Tiempo
después supe, que nadie en la isla comía pepinos sin antes decir: ¡Dios guarde al cacique!
Una vez que nuestro barco quedó reparado, ya que la tempestad lo había dañado bastante,
nos despedimos del nuevo monarca y su esposa, zarpamos con buenos vientos y luego de
seis semanas arribamos felizmente a Ceilán.
Habrían pasado aproximadamente catorce días desde nuestra llegada, cuando el hijo
mayor del Gobernador me propuso ir de caza con él, lo cual acepté con agradecimiento. Mi
amigo era un hombre alto y fuerte, acostumbrado al calor de ese clima; yo en cambio, al
poco tiempo y luego de unos pocos movimientos bien moderados, quedé tan fatigado, que
mientras él ya había alcanzando el bosque, yo había quedado muy rezagando
Yo sólo quería era sentarme a descansar un poco a orillas de un caudaloso río, que ya
antes había acaparado mi atención, cuando de repente escuché un ruido proveniente del
camino por el que había venido. Miré hacia atrás y casi me quedé petrificado al ver a un
enorme león venir hacia mí, dándome claramente a entender, que él se dignaba
piadosamente hacer de mi pobre cuerpo su desayuno, y por supuesto sin requerir de mi
consentimiento.
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Mi escopeta estaba sólo cargada con perdigones para liebres. Ni el tiempo ni mi confusión
me permitían hacer largas reflexiones. Pero me decidí a dispararle a la bestia con la
esperanza de asustarla o quizás de herirla. Pero el miedo no me hizo ni siquiera esperar a
que el león estuviese a tiro, lo cual lo puse más furioso aún y entonces se me abalanzó con
toda su furia. Más por instinto que por razonables pensamientos, intenté una imposibilidad
para escaparme. Me di vuelta y, — cada vez que lo recuerdo, un sudor frío me corre por
todo el cuerpo — a pocos pasos delante de mí se encontraba un espantoso cocodrilo, que
abría horriblemente sus fauces prontas a devorarme.
Imagínense ustedes lo terrible de mi situación. Detrás de mí el león, delante de mí el
cocodrilo, a mi izquierda el caudaloso río, a mi derecha un precipicio que, después supe,
era frecuentado por las más venenosas serpientes.
Atontado, — y esto, en una situación semejante ni un Hércules lo hubiese tomado a mal —
me arrojé al suelo.
Todo sentimiento que aún atinaba a expresar mi alma se redujo a la horrible espera de
sentir ya mismo los dientes y garras del enfurecido felino o de ser traspasado por las
fauces del cocodrilo. Lo cierto es que a los pocos segundos escuché un ruido fuertísimo
pero completamente extraño. Cuando finalmente me atreví a levantar la cabeza y mirar
alrededor, ¿Que se imaginan ustedes?, vi para mi indescriptible alegría que el león, en su
fogosidad al abalanzarse sobre mí, en el mismo instante en que me arrojaba al suelo, había
saltado por encima de mí directo en las fauces del cocodrilo. La cabeza de uno estaba
metida dentro de la garganta del otro y ambos intentaban con todas sus fuerzas
infructuosamente de separarse. A un tiempo, me puse de pie, saqué mi cuchillo de caza y
de un corte separé la cabeza del cuerpo del león, en tanto éste caía convulsivamente a mis
pies. A continuación, empujé con la culata de mi escopeta la cabeza aun más adentro de
las fauces del cocodrilo, el cual debió lastimosamente asfixiarse.
Apenas había terminado de salir airoso de vencer totalmente a esos dos horribles
enemigos, llegó mi amigo para conocer el motivo de mi retraso.
Luego de felicitarnos mutuamente, medimos al cocodrilo y comprobamos que tenía
exactamente cuarenta pies parisienses y siete pulgadas de largo.
Una vez que finalizamos de contarle esa extraordinaria aventura al gobernador, éste envió
un carro con algunas personas e hizo traer ambos animales a su casa. De la piel del león,
un talabartero del lugar tuvo que confeccionarme bolsas tabaqueras, y así, con parte de
ellas honré a algunos de mis conocidos de Ceilán. Las restantes, las obsequié a nuestro
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regreso a Holanda al alcalde, quien a cambio me quiso ofrecer un regalo de mil ducados,
que rechacé luego de muchos esfuerzos.
La piel del cocodrilo fue desecada del modo acostumbrado y exhibida como una de las más
grandes curiosidades en el Museo de Amsterdam, donde el encargado del museo, le narra a
todo aquel que guiaba, toda la historia pero siempre le agregaba algunos comentarios, que
ultrajaban enormemente las múltiples verdades y verosimilitudes. Así por ejemplo,
acostumbraba a decir: que el león había saltado atravesando al cocodrilo y que cuando
intentó escapar por la puerta trasera, el Monseñor, el Barón mundialmente famoso, como
él prefería llamarme, apenas había asomado la cabeza, se la habría cortado junto con tres
pies de cola del cocodrilo. Al animal, — continuaba diciendo el sujeto —, no le fue
indiferente la pérdida de su cola, se dio vuelta y le arrancó de la mano del Monseñor el
cuchillo de caza, pero con tal vehemencia que éste se clavó en el medio del corazón del
monstruo que instantáneamente perdió la vida.
No necesito decirles a ustedes lo desagradable que fue para mí la insolencia de ese
difamador, ya que a consecuencia de aquellas evidentes mentiras, la gente que no me
conoce, y más en esta época tan proclive al escepticismo, pudo haber sido fácilmente
inducida a desconfiar de la veracidad de mis auténticas acciones, lo cual molesta y ofende
enormemente a un caballero de honor.
Capítulo VII
Segunda aventura por mar
En el año 1766 me embarqué desde Portsmouth hacia Norteamérica, en un buque de
guerra inglés de primera categoría, con cien cañones y una tripulación de ciento cuarenta
hombres.
Ciertamente, yo podría contar aquí toda clase de acontecimientos que me sucedieron en
Inglaterra, pero me los reservo para otra ocasión. Uno, sí me pareció de lo más simpático,
y como al pasar quisiera mencionarlo. Tuve el placer de ver pasar al Rey, con gran pompa
en su carroza real hacia el Parlamento. Un cochero, con una increíble y respetable barba,
en la cual estaba recortado con mucha precisión un blasón inglés, estaba sentado con aire
solemne sobre el pescante y blandía su látigo produciendo un sonido tan claro como
artificioso como un “George Rex”.
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A lo largo de nuestro viaje por mar, no encontramos nada digno de mención hasta que
llegamos a una distancia de más o menos unas trescientas millas del río San Lorenzo. Allí,
el barco chocó contra algo, con tan inusitada violencia, que nos pareció ser un escollo. Sin
embargo, luego de arrojar la plomada no pudimos tocar fondo a las quinientas brazas. Pero
lo que hizo a este incidente más extraordinario aún y casi incomprensible fue que perdimos
el timón, se partió el bauprés en dos y todos nuestros mástiles se hicieron pedazos, en
tanto que dos de los tripulantes desaparecieron de a bordo. Un pobre diablo, que en ese
instante capeaba la vela mayor, fue arrojado a lo lejos por lo menos a tres millas del barco
antes de caer al agua. Pero pudo salvar felizmente su vida, ya que mientras volaba por el
aire se agarró de la cola de un ganso de cuello rojo, que no sólo suavizó su caída en el
agua, sino que también le dio la oportunidad de volver nadando sobre su lomo, o mejor
dicho entre cuello y ala, todo el trayecto necesario hasta finalmente regresar a bordo. Otra
demostración de la violencia del choque fue esta: toda la tripulación fue lanzada hacia
arriba golpeándose los sesos contra la cubierta. Mi cabeza quedó por ello hundida dentro el
estómago y tardó algunos meses, antes de que volviera a su posición natural. Todos nos
encontrábamos todavía en un estado tal de asombro y de indescriptible confusión, cuando
de repente el hecho se aclaró con la aparición de una enorme ballena, la cual, asoleándose
sobre la superficie del agua, se había quedado dormida. Ese monstruo estaba tan furioso
con la molestia que le había causado nuestro barco, que no sólo rompió con un golpe de su
cola la galería y una parte del puente superior, sino que al mismo tiempo tomó entre sus
dientes el tanque cisterna, que como es costumbre estaba atado al timón, y salió
disparado, arrastrándonos a una velocidad de seis millas por hora, unas sesenta millas de
distancia como mínimo.
Sólo Dios sabe, hasta dónde íbamos a ser arrastrados, si no se hubiese cortado el cable del
ancla, con el que la ballena arrastró nuestro barco, si bien perdimos al mismo tiempo
nuestra ancla. Seis meses más tarde, cuando navegábamos de regreso a Europa, nos
encontramos con la misma ballena, pero flotando muerta a unas pocas millas de distancia
del mismo lugar y, sin exagerar, ella mediría como mínimo una media milla de largo. Ya
que era imposible subir a bordo a un animal tan monstruoso, lanzamos al agua nuestros
botes, le cortamos la cabeza con gran esfuerzo y para nuestra enorme alegría no sólo
encontramos nuestra ancla sino también más de cuarenta brazas de amarra, que estaban
del lado izquierdo de las fauces, dentro de un diente hueco. Este fue el único y singular
inconveniente que aconteció en este viaje.
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¡Pero alto! Casi me olvidaba de una fatalidad. Cuando la primera vez, la ballena se alejaba
arrastrando el barco, éste se averió y comenzó a hacer agua, la que entraba con tanta
fuerza que todas nuestras bombas no hubieran podido impedir el hundimiento del barco en
no más de media hora. Pero con muy buena suerte, fui yo el primero en encontrar el daño.
Era un agujero muy grande de más o menos un pie de diámetro. Traté de taparlo con toda
clase de medios, pero todo fue en vano. Finalmente, salvé al hermoso barco y a toda su
numerosa tripulación gracias a la más afortunada ocurrencia del mundo. A pesar de que el
agujero era bastante grande, lo tapé con mi parte más valiosa y querida, sin tener que
quitarme mis pantalones y también lo habría logrado si el orificio hubiese sido mucho
mayor aún.
Ustedes no deberían asombrarse que yo les diga que provengo de antepasados holandeses
o al menos westfalianos por ambas partes. Mi situación, mientras estuve sentado en el
retrete, fue por cierto un poco fría, pero no tardé en ser rescatado por el arte del
carpintero.
Capítulo VIII
Tercera aventura por mar
Una vez corrí un gran peligro de morir en el Mar Mediterráneo. Un atardecer de
verano no lejos de Marsella, me estaba bañando en el agradable mar, cuando vi venir hacia
mí a toda velocidad y con las fauces bien abiertas a un enorme pez. Lamentablemente aquí
no había tiempo que perder, ya que era prácticamente imposible escaparse de él.
Inmediatamente me encogí lo más pequeño que pude, mientras colocaba mis pies hacia
arriba y apretaba mis brazos bien pegados al cuerpo. En esta posición, me introduje
directamente a través de sus mandíbulas hasta descender en el estómago del pez.
Allí, como fácilmente se podrá suponer, permanecí algún tiempo en una total oscuridad
aunque también en un no desagradable calor. Cada tanto trataba de provocarle dolores de
estómago, para así obligarlo a desprenderse de mí. Como espacio no me faltaba, jugué con
él a la patada y al pisotón dando saltos y haciendo todo tipo de cabriolas. Pero nada
parecía intranquilizarlo más que los rápidos movimientos de mis pies, cuando intenté bailar
el trinar de los pájaros escoceses. Totalmente espantado, el pez dio un chillido y elevó casi
verticalmente su medio cuerpo por encima del agua.
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Así, fue descubierto por la tripulación de un barco mercantil italiano que navegaba por el
lugar y en unos pocos minutos fue atrapado con arpones. Apenas traído a bordo, escuché
como la tripulación deliberaba sobre el modo de cortarlo para extraer de él la mayor
cantidad de aceite. Como yo entendía el italiano, me invadió un miedo espantoso, ya que
por ser yo el acompañante, también a mí me iban a cortar con sus cuchillos. Entonces, me
ubiqué lo mejor posible en el medio del estómago, donde había suficiente lugar como para
más de una docena de hombres, porque me imaginaba que ellos iban a comenzar a cortar
por las extremidades. Pero mi temor rápidamente se disipó cuando comenzaron por la
apertura del bajo vientre. Apenas vislumbré un haz de luz, les grité a todo pulmón que me
sería agradable conocer a los señores y ser liberado por ellos de una situación, en la que
casi habría podido morir asfixiado.
Es imposible describir con suficiente realismo la expresión de asombro en todos sus rostros
cuando escucharon una voz humana que salía de un pescado. Esto, naturalmente creció
mucho más aún, cuando vieron salir caminado de allí, a un hombre entero, completamente
desnudo. Rápidamente les conté en pocas palabras todo lo ocurrido, tal como se los cuento
a ustedes ahora, y todos ellos, casi se mueren del asombro.
Luego de beberme algunos refrescos, me arrojé nuevamente al mar para lavarme y luego
nadé hacia donde estaban mis ropas, las que encontré en la orilla, donde las había dejado.
Según mis cálculos, habré estado más o menos encarcelado en el estómago de esa bestia
tres horas y media.
Capítulo IX
Cuarta aventura por mar
Cuando aun me encontraba al servicio de los turcos, frecuentemente me entretenía
navegando en barca por el Mar de Marmora, desde donde se podía abarcar con la mirada el
más estupendo panorama de toda Constantinopla, incluyendo el serrallo del gran Sultán.
Una mañana, mientras observaba la belleza y serenidad del cielo, divisé un objeto redondo,
más o menos grande como una bola de billar, del cual colgaba una otra cosa.
Rápidamente eché mano a mi mejor y más larga escopeta para pájaros, sin la cual, si de
mí dependiera, nunca saldría de casa o me iría de viaje. La cargué con una bala y le
disparé al objeto redondo del aire, pero fue en vano. Repetí el disparo con dos balas mas,
pero tampoco conseguí nada. Recién al tercero, con cuatro o cinco balas, le hice un agujero
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al costado del objeto haciéndolo caer. Imagínense ustedes mi asombro, cuando a más o
menos dos brazas de mi barca, cayó una bonita barquilla dorada colgada a un enorme
globo más grande en tamaño que la más enorme cúpula. En la barquilla se encontraba un
hombre y la mitad de una oveja, la cual parecía estar asada. Apenas se aquietó mi primer
asombro, junto con mis hombres formamos un círculo alrededor de ese extraño conjunto.
Al hombre, que tenía aspecto de francés y que luego resulto serlo, le colgaban de cada
bolsillo un par de hermosas cadenas de relojes con dijes, sobre los cuales, como me
pareció, estaban pintadas las figuras de grandes señores y damas. De cada ojal le colgaba
una medalla de oro de un valor de cien ducados por lo menos, y en cada uno de sus dedos
portaba un valioso anillo con diamantes. Los bolsillos de su capa estaban repletos de bolsas
con oro que casi le obligaban a inclinarse hacia el suelo.
Mi Dios, pensé, el hombre debe de haber prestado importantes y extraordinarios servicios
al género humano y al parecer, los grandes señores y damas le habían cargado con
semejantes regalos, contrariamente a la naturaleza mezquina que hoy en día por lo general
prevalece.
Con todo, a causa de la caída, él se encontraba en ese momento tan aturdido que apenas
estaba en condiciones de proferir una palabra. Al poco tiempo, se fue recuperando y
comenzó con el siguiente relato: “Por cierto yo no poseo ni el cerebro ni tengo suficientes
conocimientos como para inventar por mí mismo este vehículo aéreo, sin embargo quise
estar por encima de los mediocres saltimbanquis y los audaces equilibristas, y así algunas
veces viaje por el aire. Hace más o menos siete u ocho días, —ya he perdido la cuenta—
me elevé con esto desde el cabo de Cornwall en Inglaterra llevando conmigo una oveja,
para realizar desde la altura y para los muchos miles de curiosos, trucos de
prestidigitación. Desgraciadamente a los diez minutos de mi ascenso, el viento cambió de
dirección y en lugar de empujarme hacia Exeter, donde pensaba descender, me arrastró a
lo lejos en dirección del mar, sobre el que seguramente volé a una enorme altura todo este
tiempo hasta llegar aquí.”
“Fue una suerte que yo no pudiese comenzar mis trucos de prestidigitación con la oveja. Ya
que al tercer día de mi viaje, tuve un hambre tan grande, que me vi obligado a carnearla.
En tanto el globo volaba infinitamente bien alto por sobre la luna y luego de un otro
ascenso de unas dieciséis horas, llegué finalmente tan cerca del sol que mis cejas se
chamuscaron. Entonces coloqué la oveja muerta, luego de haberla desollado, en aquel
lugar de la barquilla donde el sol daba con más fuerza, en otras palabras, donde el globo
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no arrojaba sombra alguna, de modo tal que ella en más o menos tres cuartos de hora se
cocinó completamente. De ese asado viví todo el tiempo hasta ahora.”
Aquí mi hombre se detuvo y pareció observar con más detenimiento los objetos que le
rodeaban. Cuando le informé que el edificio delante de nosotros era el serrallo del Sultán
de Constantinopla, pareció que se sentía enormemente abrumado ya que creyó
encontrarse en cualquier otro lugar. “La causa de mi viaje tan largo, —prosiguió
finalmente—, fue porque se me cortó el cordón que va unido a la válvula que deja salir el
aire inflamable.” Si no se le hubiese disparado al globo y como consecuencia esto no se
hubiese agujereado, él hubiera seguido flotando como Mahoma entre el cielo y la tierra
hasta el día del juicio final.
La barquilla se la obsequió generosamente a mi contramaestre, quien tenía a cargo el
timón de nuestra barca. El carnero asado lo arrojó al mar. En cuanto al globo, a causa del
daño que le ocasioné, quedó al caer, destrozado en mil pedazos.
Capítulo X
Quinta aventura por mar
Ya que todavía tenemos tiempo, quisiera contarles un otro extraño suceso, con el
que tropecé pocos meses antes de mi último regreso a Europa. El Gran Señor, al que yo
había sido presentado por los cónsules romano-ruso-imperial como también por el francés,
solicitó mis servicios para llevar a cabo una misión de gran importancia en el Cairo, la cual
por ser de tal naturaleza, debía quedar para siempre como un secreto.
Partí por tierra con grandes pompas acompañado de un séquito numeroso. Durante el viaje
tuve la oportunidad de acrecentar mi servidumbre con algunos sujetos muy útiles. Apenas
me encontraría a algunas millas de distancia de Constantinopla cuando observé pasar
corriendo a gran velocidad, a campo traviesa, a un pequeño y delgado hombrecillo que al
mismo tiempo cargaba en cada una de sus piernas un peso de plomo de unas cincuenta
libras. Maravillado por ese espectáculo lo llamé y le pregunté:
— ¿Adónde, adónde vas tan rápido, mi amigo? ¿Y porqué dificultas tu carrera con
semejante carga? —
Vengo corriendo de Viena, —respondió el corredor—, desde hace una media hora, donde
estuve al servicio de un respetable señorío, pero hoy fui despedido. Pensaba ir a
Constantinopla, para ofrecerme de lo mismo en aquel lugar. Mediante los pesos en mis
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piernas quise aminorar un poco mi velocidad ya que por ahora no me es tan necesaria.
Como solía decir cada tanto mi preceptor, todo con moderación”.
Este personaje no me desagradó para nada, así que le pregunté si querría entrar a mi
servicio y él se mostró dispuesto.
Continuamos viaje atravesando diversas ciudades y diversos países. No lejos del camino,
sobre una hermosa gramilla, había un hombre bien quietecito, como si estuviese
durmiendo. Por cierto que no lo estaba. El tenía la oreja atentamente apoyada en la tierra
como si tratase de escuchar a los habitantes del abismo más profundo.
— ¿Qué estás escuchando ahí, mi amigo?
— Sólo para pasar el tiempo estoy escuchando cómo crece la hierba.
— ¿Y puedes hacerlo?
— Eso es una insignificancia.
—Entonces entra a mi servicio, mi amigo. Quién sabe si alguna vez no será necesario
escuchar algo.
Mi hombre se puso de pie y me siguió. No lejos de allí, sobre una colina se encontraba un
cazador con una escopeta cargada disparando al vacío cielo azul.
— Suerte, que tengas suerte señor cazador, pero ¿a qué le disparas? Yo no veo más que el
aire celeste y vacío.
— ¡Oh!, yo sólo estoy probando esta nueva escopeta de Kuchenreuter. Allá en la parte más
alta de la iglesia de Strassburgo, había un gorrión al que recién derribé de un disparo.
El que conoce mi pasión por el noble arte de la caza, no se va a extrañar que al instante le
diese un abrazo a ese admirable disparador. Y también se entiende por si mismo, que hice
todo lo imposible para que entrase a mi servicio.
Luego continuamos viajando a través de diversas ciudades, a través de diversos países y
finalmente bordamos las montañas del Líbano. Allí mismo, delante de un enorme bosque
de cedros se encontraba un vigoroso y musculoso hombre tirando de una soga, la cual
estaba atada alrededor de todo el bosque.
—¿De qué tiras ahí, mi amigo?, —pregunté al individuo.
— ¡Oh!, debo buscar leña pero olvidé mi hacha en casa. Entonces me ayudo de la manera
que me sea más agradable.
Y con estas palabras, ante mis ojos, derribó de un tirón todo el bosque de una milla
cuadrada como si fuese un bosquecillo de cañas.
Lo que hice, se puede adivinar. No podía dejar ir a un individuo así, aunque me hubiese
costado todo mi salario de embajador.
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Continuando el camino, llegamos finalmente a tierras egipcias, cuando se levantó un
ventarrón tan impresionante que casi temí ser derribado y lanzado por los aires junto con
todos mis carruajes, caballos y séquito. Del lado izquierdo del camino, había siete molinos
alineados uno detrás del otro, cuyas astas giraban tan velozmente sobre sus ejes como el
huso de la más veloz hilandera. No lejos de allí, a la derecha, un hombre con la corpulencia
de Sir John Falstaffs se apretaba el orificio derecho de su nariz con el dedo índice. Apenas
el hombre vio el peligro que corríamos y nuestra preocupación de quedar girando por los
aires, se dio media vuelta, se paró frente nuestro y se quitó respetuosamente el sombrero,
igual que un mosquetero ante su superior. En ese instante, todo vientecillo se aplacó y las
astas de los siete molinos se detuvieron súbitamente. Sorprendido por ese hecho que
presencié, que parecía ser poco natural, le grité al coloso:
—Hombre, ¿qué es eso? ¿Tienes el diablo metido en el cuerpo o tu mismo eres el diablo?
— Mil perdones, su excelencia —me respondió el hombre—, yo sólo estoy haciendo un
poco de viento para los molinos de mi señor, el molinero. Y para no derribarlos tuve que
taparme un orificio de mi nariz.
¡Eh!, —pensé para mí mismo—, un sujeto admirable. El hombre podría ser de utilidad,
cuando tú regreses algún día a casa y te falte el aliento para contar todas las maravillosas
cosas que te ocurrieron en tus viajes por tierra y por mar. Rápidamente cerramos un trato.
El hacedor de vientos abandonó sus molinos y me siguió.
Muy poco tiempo después llegábamos al gran Cairo. Apenas terminé de cumplir
satisfactoriamente con la misión encomendada, decidí despedir a todo mi inútil séquito
menos a mis recién llegados y útiles sujetos y regresar con ellos como un simple particular.
Como el tiempo era tan hermoso y corriente del Nilo era, por sobre todo comentario, tan
atrayente, me vinieron ganas de alquilar una embarcación y navegar por sus aguas hasta
Alejandría. Todo resultó perfecto hasta el tercer día. Sospecho que ustedes muchas veces
habrán oído hablar de las crecidas anuales del Nilo. Al tercer día, como les decía, comenzó
a crecer el Nilo en forma tan desenfrenada, que al día siguiente, todo el territorio a
izquierda y derecha a muchas millas a la redonda estaba totalmente anegado. Al quinto
día, a la puesta del sol, mi barca quedó de repente enganchada con algo que pensé que
eran pámpanos y arbustos. Pero a la mañana siguiente, apenas aclaró, me vi rodeado por
todos lados de almendros, los cuales estaban perfectamente maduros y de un sabor
exquisito. Recién cuando arrojamos la plomada, comprobamos que navegábamos a por lo
menos sesenta pies sobre el suelo y para colmo de males no podíamos ni avanzar ni
retroceder. Más o menos a las ocho o nueve horas, de acuerdo a lo que pude calcular por
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la altura del sol, se levantó repentinamente un viento de forma tal, que volcó nuestra barca
completamente hacia un lado. A causa de ello, hizo agua y se hundió, y yo, durante un
buen rato, no oí ni vi más nada.
Felizmente, nos salvamos todos juntos, que por cierto éramos ocho hombres y dos niños,
en tanto que nos aferramos a los árboles cuyas ramas fueron para nosotros muy
apropiadas, pero no para el peso de nuestra barca. En esta situación, permanecimos tres
semanas y tres días y sobrevivimos solamente de almendras. En cuanto a la bebida, se
entiende por sí mismo que no nos faltó nada. Al vigésimo segundo día de nuestra
desgracia, descendió el agua tan rápidamente como había subido y al vigésimo sexto día
pudimos nuevamente pisar tierra firme.
Nuestra barca fue el primer objeto agradable que divisamos. Se encontraba más o menos a
doscientas brazas del lugar donde nos hundimos. Una vez que dejamos secar al sol todo lo
que nos era útil, nos proveímos con lo más necesario de nuestras provisiones del barco y
partimos para alcanzar nuevamente nuestro camino perdido. De acuerdo a cálculos
precisos, se comprobó que fuimos arrastrados unas ciento cincuenta millas a lo lejos por
sobre cercos y toda clase de parques.
En siete días llegamos al río, el cual discurría nuevamente por su cauce y le narramos
nuestras aventuras a un Bey. Solidariamente él nos ayudó a solucionar todas nuestras
necesidades y así pudimos proseguir viaje en una de sus barcas. A los seis días más o
menos, arribamos a Alejandría desde donde nos embarcamos hacia Constantinopla. Yo fui
recibido con la mayor benevolencia por el Gran Señor y tuve el honor de conocer su harén,
donde su Eminencia misma me introdujo y se dignó a ofrecerme muchas damas, sin
exceptuar sus mujeres, cuando siempre había sido yo mismo quien elegía para mi propio
placer.
Nunca acostumbro a jactarme de mis aventuras amorosas, por eso les deseo a todos
ustedes que tengan ahora un agradable descanso.
Capítulo XI
Sexta aventura por mar
Finalizada la historia del viaje a Egipto, el Barón no quiso retirarse a descansar, sin
antes dar a conocer los mejores pasajes referidos a sus sorprendentes criados y continuó
con la narración:
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Luego de mi viaje a Egipto, todo me fue permitido en lo del Gran Sultán. Su
eminencia no podía vivir sin mí y me rogaba compartir cada mediodía y cada noche con él
su mesa. Debo reconocer, que de entre todos los potentados de la tierra, el Emperador
turco era el mejor en cuanto a servir las mesas más sabrosas. Sin embargo, eso se
entiende sólo de las comidas, pero no de las bebidas, ya que como ustedes saben, la Ley
de Mahoma prohíbe beber vino a sus seguidores. Así que para obtener un buen vaso de
vino hay que renunciar a las mesas públicas turcas. Sin embargo, lo que no sucede en
público, ciertamente sucede y con frecuencia en privado; y no respetar lo prohibido lo
saben tan bien ciertos turcos como los mejores prelados alemanes en cuanto a saborear un
buen vaso de vino. Este también era el caso de su alteza turca. En las mesas públicas,
donde acostumbraba comer el superintendente general turco, el Mufti, se solía rezar ante
la vista de todos, antes y después de cada comida, dando las gracias, sin mencionar ni una
sola sílaba acerca del vino. Pero una vez levantada la mesa, le esperaba a su Alteza
secretamente en su gabinete, una buena botellita. Cierta vez, el gran Sultán me hizo un
furtivo y amistoso guiño para que lo siguiera hasta su gabinete. Una vez allí, nos
encerramos; él sacó de un armarito una botella y dijo:
—Münchhausen, yo sé que ustedes los cristianos entienden lo que es un buen vaso de
vino. Aquí tengo todavía una única botellita de Tokai. Algo tan delicado que seguramente
usted no bebió nada igual en toda su vida.
Y a continuación, su alteza me sirvió una copa, otra para él y brindamos.
—Y ahora, ¿qué tiene que decir? ¿No es acaso algo bien exquisito?
—El vinito es bueno, su Alteza —le contesté—, pero con su benevolencia debo decirle que
en Viena, en lo del augusto Emperador Carlos VI, bebí uno mucho mejor. ¡Rayos!, su
Majestad debería probarlo alguna vez.
—Amigo Münchhausen, respeto sus palabras, pero es imposible que otro Tokai pueda ser
mejor que éste, porque esta única botella la recibí de un caballero húngaro, quién dudó en
extremo en obsequiármela por ser tan especial.
—Una broma, su Alteza, Tokai y Tokai es una diferencia enorme. Los señores húngaros
ciertamente no se han destacado por ser generosos. Qué apostamos si yo le consigo en el
lapso de una hora directamente y sin intermediarios una botella de Tokai de la bodega del
Emperador, de una calidad tan superior que no lo va a poder creer.
—Münchhausen, yo creo que usted delira.
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—Yo no deliro. Directamente de la bodega del Emperador en Viena le consigo en una hora
una botella de Tokai de una calidad bien distinta a este vinillo.
—Münchhausen, Münchhausen, usted quiere burlarse de mí y eso no me lo puedo permitir.
Por cierto yo le conozco más que nada como un hombre veraz, pero ahora casi me
atrevería a pensar que usted fanfarronea.
—Muy bien su Alteza, entonces tendremos que hacer la prueba. Si yo no cumplo con mi
palabra, ya que soy un declarado enemigo de toda fanfarronería, puede su Alteza mandar
cortarme la cabeza. Pero, como mi cabeza no es poca cosa, ¿qué apuesta usted a cambio?
—De acuerdo, le tomo la palabra. Si al sonar las cuatro en punto no está aquí la botella de
Tokai, le costará sin piedad la cabeza, porque yo no me dejo tomar el pelo ni aún por mis
mejores amigos. Pero si usted cumple con lo prometido, puede entonces disponer de mi
tesoro en oro, plata, perlas y piedras preciosas tanto como el hombre más fuerte pueda
cargar.
—Aceptado —respondí. Enseguida solicité pluma y tinta y le escribí a la reina emperatriz
María Teresa la siguiente carta:
“Su Majestad es sin duda la heredera universal y en consecuencia también heredera de la
bodega de su ilustre señor padre. Podría solicitarle, mediante la presentación de ésta, una
botella de Tokai, como frecuentemente yo la bebía con su señor padre. Sólo del mejor, ya
que se trata de una apuesta. Quedo gratamente a su servicio donde me encuentre, por lo
demás, etc.”
Al momento le entregué esta carta sin cerrar a mi corredor, siendo las tres horas y cinco
minutos. Este se desprendió de sus pesos y sin perder ni un instante tuvo que ponerse en
camino hacia Viena. Luego, el gran Sultán y yo terminamos de beber el resto de su botella
esperando la otra mejor. Sonaron las y cuarto, sonaron las y media, sonaron las tres
cuartos y no se oía ni se veía nada del corredor. Debo confesar que comencé a sentirme un
poco angustiado, ya que me parecía que su Alteza miraba de continuo en dirección al
cordón de la campanilla con la intención de llamar al verdugo. Solicité y se me concedió
permiso para dar un paseo por el jardín a respirar aire fresco, pero ya me seguían un par
de espectrales servidores que no me perdían de vista. En ese angustioso estado, y cuando
el minutero ya marcaba los cincuenta y cinco minutos, hice llamar rápidamente a mi
escuchador y a mi tirador. Ellos llegaron de inmediato y el primero tuvo que acostarse bien
pegado al suelo para escuchar si finalmente vendría o no mi corredor. Y para mi espanto,
me informó que el haragán se encontraba en algún lugar bien lejos de ahí, profundamente
dormido, roncando con todas sus fuerzas. Apenas escuchó eso mi excelente tirador, ya
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estaba corriendo hacia una terraza alta y luego de pararse en puntas de pie para elevarse
más aún, exclamó presuroso:
—Por mi pobre alma, ahí está ese holgazán bajo un roble en Belgrado y con la botella al
lado. Espera que yo voy a hacerte cosquillas.
Y ahí nomás sin demoras se acercó a la cara su escopeta de Kuchenreuter y disparó toda la
carga a la copa del árbol. Una lluvia de bellotas, ramas y hojas cayó sobre el dormilón, que
despertó y como temió haberse quedado dormido, se puso a correr tan deprisa que él con
su botella y una carta escrita de puño y letra por María Teresa llegaron a los cincuenta y
nueve minutos y medio. Eso sí que fue toda una alegría.
¡Huy!, de qué manera lo saboreó el soberano paladar.
—Münchhausen —dijo— no lo tome a mal si me guardo esta botella para mí solo. Usted
está mejor considerado que yo en Viena y sabrá cómo hacerse de otras.
Diciendo esto, guardó la botella en su armarito bajo llave y ésta se la metió en el bolsillo
del pantalón. Luego llamó al tesorero. ¡Oh! Que agradable y límpido sonido para mis oídos.
—Entonces debo pagarle la apuesta. Y cuando el tesorero entró a la habitación le dijo: —
deja que mi amigo Münchhausen tome de mi tesoro tanto como el más fuerte hombre
pueda llevarse cargado.
El tesorero se inclinó ante su amo hasta tocar el suelo con la nariz, pero a mí el gran Sultán
me estrechó afectuosamente la mano y nos dejó ir a ambos.
Como ustedes se imaginarán, no perdí ni un segundo en hacer efectiva la orden e hice
traer a mi fortachón con su larga cuerda de cáñamo a que me siguiera hasta la cámara del
tesoro.
Lo que él dejó de sobra después de atar su paquete, difícilmente ustedes querrían buscarlo.
Yo me apresuré con el botín dirigiéndome directamente hacia el puerto donde me apropié
del barco de carga más grande que pude conseguir. Y una vez bien cargado, junto con toda
mi servidumbre nos hicimos a la mar poniendo así a buen recaudo mi botín, antes que algo
adverso pudiese ocurrir. Pero lo que temía sucedió. El tesorero dejó abiertas las puertas de
la cámara del tesoro —ciertamente ya no fue más necesario cerrarlas—, corrió
precipitadamente a lo del Sultán y le informó de la manera en que yo había hecho uso en
forma total de su orden. No fueron pocas las cosas que le pasaron por la cabeza al gran
Sultán. El arrepentimiento por su precipitación no tardó en llegar. Y allí mismo, le ordenó al
Almirante Mayor que se apresurase a alcanzarme con toda la flota para darme a entender
que así no habíamos acordado. Y fue cuando yo me encontraría en el mar, a no más de dos
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millas de distancia, que vi venir hacia mí a toda vela a la flota turca. Debo reconocer que
mi cabeza, que otra vez estaba firme en su lugar, comenzó nuevamente a tambalear.
Pero tenía a mano a mi hacedor de vientos.
—No se deje asustar, su excelencia —me dijo. Y al instante subió a la popa del barco y con
un orificio de su nariz apuntó hacia la flota turca y con el otro hacia nuestra vela y sopló la
necesaria cantidad de viento no sólo para ocasionarle a la flota daños en los mástiles, velas
y cordajes y así obligarla a retroceder nuevamente hasta el puerto, sino que también
impulsó felizmente mi barco durante algunas pocas horas hasta llegar a Italia.
De mi tesoro, por cierto, obtuve muy poco provecho, ya que en Italia y a pesar de la
apología del señor bibliotecario Jagermann de Weimar, la pobreza y la mendicidad son
enormes y la policía bien ineficaz, ya que lo primero que hice, quizá por tener un alma
demasiado bondadosa, fue repartí la mayor parte del tesoro entre los mendigos callejeros.
En cuanto al resto, me fue quitado durante mi viaje a Roma, en el sagrado territorio de
Loreto por una banda de ladrones de caminos. La conciencia de esos señores no se habrá
inquietado mucho, ya que el botín siguió siendo tan considerable, que con una milésima
parte del mismo, toda esa honorable sociedad, hubieran podido comprar en Roma, de
buena y primera mano, el perdón total de sus pecados pasados y futuros, tanto para sí
mismos como para sus herederos y los hijos de sus herederos.
Pero ahora realmente llegó mi hora de ir a dormir. Que descansen bien.
Capítulo XII
Séptima aventura por mar
Finalizada la aventura anterior, el Barón no se dejó demorar más y partió con el
mejor humor, sin antes prometer, que a la primera y mejor oportunidad que se presentara,
iba a contar las aventuras de su padre, junto a algunas otras sorprendentes anécdotas. Fue
entonces cuando un compañero de batalla, que acompañó al Barón en su viaje a Turquía,
continuó con la narración:
A poca distancia de Constantinopla había un cañón increíblemente enorme, el cual es
mencionado por el Barón Tott de un modo muy especial en sus memorias recientemente
publicadas. Lo que yo puedo recordar de lo que él nos cuenta, es lo siguiente: “No lejos de
la ciudad, a orillas del famoso río Simois, los turcos habían instalado en la fortaleza un
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enorme cañón en posición de tiro. El mismo, había sido fundido en cobre y disparaba una
bala de mármol de por lo menos mil cien libras de peso. Yo tenía muchas ganas de
dispararlo, —decía Tott — para recién entonces tener una opinión precisa de su alcance.
Toda la muchedumbre a mí alrededor temblaba y se estremecía porque se decía que el
disparo iba a derrumbar el castillo y la ciudad entera. Cuando finalmente el temor se
aquietó un poco, recibí el permiso de disparar el cañón. Para ello, fueron requeridas no
menos de trescientas treinta libras de pólvora y como dije antes, la bala pesaba ciento diez
libras. Cuando el cañonero llegó con la mecha, la muchedumbre que me rodeaba, se alejó
del lugar lo más que pudo. Con mucha dificultad convencí al Bajá, quién se había acercado
preocupado, de que no habría peligro alguno. Hasta al mismo cañonero, que esperaba mi
señal para efectuar el disparo, le golpeaba fuertemente el corazón de miedo. Yo me ubiqué
en una trinchera detrás del cañón, di la señal y sentí un sacudón igual al de un terremoto.
A una distancia de trescientas brazas la bala se partió en tres pedazos, estos volaron sobre
el estrecho y frente a las montañas del lado opuesto, golpearon contra la superficie del
agua, elevándola de tal modo que el canal se transformó en toda su anchura en una
espuma”.
Eso es todo lo que recuerdo del informe del Barón Tott sobre el más grande cañón en todo
el mundo conocido.
Cuando el señor de Münchhausen y yo visitamos ese lugar, y nos enteramos del disparo de
ese enorme cañón efectuado por el Barón Tott, reconocido como un hecho ejemplar de
extraordinario valor.
Mi bienhechor, que de ninguna manera podía consentir que un francés lo hubiese podido
superar en algo, cargó él mismo el cañón sobre sus hombros y después de haberlo
balanceado bien, saltó directamente al mar y nadó con él hacia la costa de enfrente. Desde
allí trató desgraciadamente de arrojar el cañón a su posición anterior. Digo
desgraciadamente, ya que justo cuando lo tenía levantado para lanzarlo, se le deslizó
demasiado pronto de las manos. Sucedió entonces que el cañón cayó en medio del canal,
donde aún se encuentra y probablemente permanezca allí hasta el día del juicio final.
Seguramente esto fue el motivo por el cual, el señor Barón haya caído totalmente en
desgracia ante el Gran Sultán. La historia del tesoro, que anteriormente había sido motivo
de indignación, había quedado hacía tiempo olvidada, ya que el Gran Sultán por cierto,
tenía aún bastante para recaudar y muy pronto pudo volver a llenar su cámara del tesoro.
Todo aconteció durante la última vez que el señor Barón estuvo en Turquía, respondiendo a
una invitación personal del Gran Sultán, y quizá habría permanecido aún allí, si la pérdida
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de ese considerable cañón, no hubiese enojado tanto a los terribles turcos, que el Gran
Sultán ordenó, y con carácter irrevocable, hacerle cortar la cabeza al Barón. Pero una
cierta Sultana, de la cual el Barón había sido su gran preferido, no sólo le informó al
instante de ese sangriento propósito, sino que además lo ocultó en su propia alcoba
durante todo el tiempo que los oficiales encargados de la ejecución y sus ayudantes lo
estuvieron buscando. A la noche siguiente, escapamos a bordo de un barco, que en ese
momento estaba a punto de zarpar con destino a Venecia, y así felizmente pudimos
salvarnos.
Al Barón no le agrada mencionar esta anécdota, porque además de fracasar en su intento,
estuvo a punto de perder la vida. Y aunque ello no dañó en nada su buen honor, algunas
veces, prefiero contarla a escondidas de él. Ahora ustedes conocen bien a fondo al señor
Barón de Münchhausen y seguramente en lo sucesivo no tendrán más dudas de su
veracidad.
Capítulo XIII
El Barón continúa con su relato
Como ustedes se podrán imaginar, en toda ocasión se le suplicaba al Barón
continuar con sus aventuras tan instructivas como entretenidas, haciéndole recordar lo
prometido en sus relatos anteriores. Durante un buen tiempo todo fue en vano. El Barón
tenía la muy loable costumbre de no emprender nada en contra de su estado de ánimo y lo
más loable aún era; no dejarse apartar por nada de ese principio. Pero finalmente, la larga
y ansiada noche llegó, cuando el Barón, con una cálida sonrisa, con la que siempre
prestaba atención a los requerimientos de sus amigos, dio a entender que su genio estaba
otra vez presente en él y que las expectativas iban a ser colmadas. Como diría Virgilio,
“Todos callan y escuchan con miradas expectantes”. Münchhausen, desde un buen mullido
sofá, comenzó diciendo:
Durante el último asedio a Gibraltar, yo navegaba en un buque con provisiones, bajo
el mando de Lord Rodney rumbo a la fortaleza, con el propósito de visitar a mi viejo amigo
el general Elliot, quién por haber defendido tan magníficamente ese lugar se había ganado
unos laureles que nunca podrán marchitarse. Apenas la enorme alegría que siempre
acompaña el reencuentro con viejos amigos se aquietó un poco, hice una recorrida por
toda la fortaleza, acompañado del general para conocer el estado de la tropa y los aprestos
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del enemigo. Yo traía conmigo de Londres un magnífico telescopio que había comprado en
Dollond. Con la ayuda del mismo, descubrí que el enemigo estaba a punto de disparar una
carga de treinta y seis libras hacía el mismísimo lugar donde nos encontrábamos. Al
instante le informé de esto al general, quién comprobó a través del catalejo que mis
observaciones eran correctas.
Teniendo su aprobación, hice traer rápidamente de la batería más cercana, una pieza de
cuarenta y ocho libras y apunté —ya que en lo que se refiere a Artillería, sin vanagloriarme,
todavía no encontré mi maestro— con tal precisión, que estaba totalmente seguro de
alcanzar mi objetivo.
Mientras tanto, yo seguía observando al enemigo hasta el más mínimo detalle, hasta que vi
cuando ellos arrimaron la estopa encendida a la mecha de su pieza. En ese mismo instante,
di la señal para que también fuera disparado nuestro cañón. Aproximadamente a mitad del
trayecto, las dos balas chocaron con una violencia impresionante y el efecto que provocó
fue asombroso. La bala enemiga rebotó con tal fuerza que no sólo le arrancó limpiamente
la cabeza al hombre que la disparó, sino que también separó de sus troncos a otras
dieciséis cabezas, que se habían interpuesto en su vuelo hacia la costa africana. Pero antes
de llegar a Berberia, viajó a través de los mástiles mayores de tres barcos, que en ese
momento se encontraban anclados en el puerto, alineados uno detrás del otro, y por último
la bala siguió volando todavía casi doscientas millas inglesas tierra adentro, donde traspasó
el techo de una choza, le rompió los pocos dientes que le quedaban a una viejecita que
estaba durmiendo de espaldas y con la boca abierta y quedó atascada en la garganta de la
pobre mujer. Su marido, que al poco tiempo llegó a su casa, trató de extraer la bala, pero
como le fue imposible, decidió sin demora, empujarla con un palo hacia el estómago, desde
donde salió más tarde por la vía más natural, por debajo.
Nuestra bala nos brindó un excelente servicio. No sólo repelió la otra de la forma
anteriormente descrita, sino que de acuerdo a mi intención, siguió su camino, levantó de
sus cuñas al mismísimo cañón que había sido utilizado contra nosotros y lo arrojó con tal
vehemencia contra la quilla de un barco traspasando el piso del mismo. El barco hizo agua
y se hundió junto con mil marineros españoles y una considerable cantidad de soldados
que se encontraban a bordo del mismo. Esa fue ciertamente una proeza extraordinaria. Yo,
de ningún modo pretendí que me atribuyeran todo el mérito. A mi inteligencia quizá le
podría corresponder el honor de la primera invención, pero el azar le dio un buen apoyo.
Mas tarde pude corroborar que a nuestra bala de cuarenta y ocho libras le habían cargado
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por equivocación una doble porción de pólvora, de tal modo que resultó comprensible el
efecto inesperado y admirable que provocó, cuando pretendí devolver la bala enemiga.
El general Elliot me ofreció por ese excepcional servicio un cargo de oficial, que yo rechacé
y me di por satisfecho con su agradecimiento, cuando esa misma noche, en la mesa y ante
la presencia de todos los oficiales, me lo expresó de la manera más honrosa.
Ya que los sajones me resultaban simpáticos, porque indiscutiblemente era un pueblo
valiente, me impuse a mí mismo el deber de no abandonar la fortaleza sin antes haberles
prestado un otro servicio. Y más o menos a las tres semanas se me presentó una buena
oportunidad. Luego de disfrazarme como un sacerdote católico, me deslicé a la una de la
mañana fuera de la fortaleza. Atravesé sin inconvenientes las líneas enemigas y llegué
hasta el centro de su campamento. Desde allí me dirigí hasta la tienda, donde el Conde von
Artois junto a sus primeros comandantes y otros varios oficiales proyectaban atacar a la
mañana siguiente la fortaleza. Mi disfraz era mi protección. Nadie me apartó de allí y así
pude, sin inconvenientes, escuchar todo lo que iba a suceder. Finalmente todos se fueron a
dormir y todo el campamento, incluso los centinelas, quedó sumergido en el más profundo
de los sueños.
Rápidamente comencé con mi trabajo; levanté todos los cañones de sus cuñas que eran
más de trescientas piezas, desde cuarenta y ocho hasta veinticuatro libras y los arrojé al
mar tres millas a lo lejos. Como no tuve ningún tipo de ayuda, esa fue la parte del trabajo
más dura que alguna vez emprendí, —con excepción de uno, que como me han
comentado, les fue narrado hace poco, durante mi ausencia por uno de mis conocidos, y
que por cierto resultó ser bien difícil cuando con el enorme cañón turco descrito por el
Barón von Tott, nadé hasta la costa de enfrente del mar
Una vez que terminé de arrojar los cañones, arrastré todas las cuñas y carros al centro del
campamento y para que el rechinar de las ruedas no produjese ningún ruido, cargué las
carretas de a dos bajo mis brazos. Esa sí que fue una soberbia pila, por lo menos tan alta
como el Peñón de Gibraltar. Entonces golpeé con la parte rota de una pieza de hierro de
cuarenta y ocho libras contra un pedernal que estaba enterrado veinte pies bajo tierra
incrustado en una muralla que había sido construida por los árabes. El fuego encendió una
mecha y prendió en llamas a todo el montón. Me olvidaba decirles que encima de la pila
había arrojado todos los carros con provisiones de guerra.
Lo que era más inflamable lo había colocado inteligentemente abajo y así en un santiamén
todo se convirtió en una enorme y resplandeciente llama. Para evitar toda sospecha, fui
uno de los primeros en dar la alarma. Todo el campamento como se pueden imaginar
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quedó tremendamente sorprendido y la conclusión generalizada fue que los centinelas
habían sido sobornados y que para acometer esa espantosa tarea se habrían necesitado
siete u ocho regimientos de artillería de la fortaleza.
El señor Drinkwater menciona en su historia ese famoso asedio como una gran pérdida que
sufrió el enemigo a causa de un incendio producido en el campamento, pero no supo
explicar en lo más mínimo el origen del mismo. Y eso no pudo saberlo, porque yo no se lo
conté a nadie, ni siquiera al General Elliot (a pesar de que gracias a ese trabajo, yo solo
salvé esa noche a Gibraltar).
El conde von Artois huyó de allí espantado junto con todos sus hombres, y corrieron
aproximadamente catorce días seguidos y sin detenerse ni una sola vez hasta llegar a
París. El miedo que se apoderó de ellos a causa de ese terrible incendio fue tal que durante
tres meses no estuvieron en condiciones de saborear ni el más mínimo refresco, sino que
como los camaleones, sólo vivieron del aire.
Casi dos meses después del servicio que les había prestado a los asediados, me encontraba
una mañana desayunando con el general Elliot, cuando de pronto voló por la habitación
una bomba (no había tenido tiempo de arrojar al mar los morteros de los cañones) y cayó
sobre la mesa. El general, como cualquiera habría hecho, abandonó la habitación en un
abrir y cerrar de ojos, pero yo tomé la bomba antes de que explotara y la llevé hasta la
cima del peñón. Desde ahí divisé una gran cantidad de personas sobre una duna a orillas
del mar no lejos del campamento enemigo. A simple vista no podía precisar qué era lo que
se proponían. Entonces, con la ayuda del telescopio comprobé que dos de nuestros
oficiales, un general y un coronel, con quienes yo había estado reunido la noche anterior, y
que se habían infiltrado a la medianoche como espías en el campamento español, habían
caído en manos del enemigo y en ese instante iban a ser colgados. La distancia era
demasiado grande para que yo pudiese arrojarles la bomba con la mano. Por suerte, me
acordé de utilizar la honda que tenía en mi bolsillo, la misma que David había utilizado tan
beneficiosamente mucho tiempo atrás, contra el gigante Goliat. Coloqué mi bomba en ella
y rápidamente la arrojé en medio del círculo. Apenas ésta cayó, explotó y murieron todos
los que estaban parados menos los dos oficiales ingleses, porque estos, para su suerte se
encontraban en ese instante colgando de las alturas. Un pedazo de la bomba chocó contra
la base de la horca que al instante se desplomó. Cuando nuestros dos amigos sintieron
tierra firme, tratando de entender la causa de esa inesperada catástrofe, descubrieron que
guardias, verdugo y todos los demás habían tenido la ocurrencia de morirse, así fue que se
liberaron mutuamente de sus molestas sogas, corrieron hacia el puerto, saltaron a un bote
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español y obligaron a los dos ocupantes que se encontraban en él, a remar hacia uno de
nuestros barcos. Unos pocos minutos después, cuando yo le estaba informando de lo
ocurrido al general Elliot, llegaron felizmente nuestros amigos y luego de las mutuas
explicaciones y felicitaciones, festejamos ese asombroso día de la forma más alegre del
mundo.
Seguramente a ustedes les gustaría saber cómo obtuve ese preciado tesoro; la mencionada
honda. Bueno, la cosa está relacionada así: Yo desciendo, deberían ustedes saber, de una
mujer de Urias, a la que David conoció y con la que vivió una muy estrecha relación. Pero
con el tiempo —como a veces sucede— su majestad se enfrió sensiblemente para con su
esposa, nombrada condesa durante el primer trimestre luego de la muerte de su marido.
Cierta vez discutieron sobre un punto de suma importancia: el lugar donde se construyó y
dónde se detuvo después del diluvio el arca de Noé. Mi antepasado quería ser reconocido
como un gran perito en antigüedades y la condesa era presidente de una escuela de
historia. También él, tenía la debilidad de muchos grandes señores y de casi todas las
pequeñas personas, no podía soportar que le contradigan y ella tenía el defecto de su sexo,
quería tener la razón en todo, en consecuencia: se separaron. Ella, con frecuencia, le había
oído hablar al rey de cierta honda como un gran tesoro y le pareció bien llevársela quizá
como recuerdo. Pero antes de que ella pudiese abandonar los territorios de él, se descubrió
que la honda había desaparecido, y no fueron menos de seis los hombres de la guardia del
Rey que salieron a perseguirla. Y fue entonces que ella se sirvió tan bien del instrumento
que se había llevado consigo, que a uno de sus perseguidores, que quizás impulsado por su
celo al servicio, se había adelantado algo a los demás, lo alcanzó justo en el sitio donde
Goliat había recibido su mortal magulladura. Cuando sus compañeros le vieron caer al
suelo muerto, consideraron apropiado regresar a su lugar de origen e informar
debidamente de ese repentino inconveniente, y la condesa, teniendo ahora un caballo a su
disposición, consideró como lo mas apropiado, continuar su viaje a Egipto, donde contaba
con amigos influyentes en la corte. Anteriormente debería haberles contado, que ella
procreó con su majestad varios hijos, y que al marcharse, se llevó consigo a uno de ellos,
su preferido. Pero si bien el prolífico Egipto le dio a éste todavía algunas hermanas, su
madre, mediante una mención especial en su testamento, le hizo heredero de la famosa
honda la que a través de él y en su mayor parte por línea directa llegó finalmente hasta mí.
Uno de sus poseedores, mi tatarabuelo, que vivió aproximadamente hace unos doscientos
cincuenta años, durante una visita que hizo a Inglaterra, conoció a un poeta, que no era
para nada un plagiador pero sí un gran cazador furtivo llamado Shakespeare. Este poeta,
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cuenta en sus escritos, que quizá como represalia a ingleses y alemanes, se convirtió en
un detestable cazador furtivo y algunas veces se hizo prestar esa honda con la que mató
tantos venados de Sir Tomas Lucy, que a duras penas pudo escapar al destino que habrían
corrido mis dos amigos en Gibraltar. El pobre hombre fue arrojado en prisión y mi
antepasado consiguió su libertad de un modo muy especial. La reina Isabel, que en aquel
entonces regía, durante sus últimos años, como ustedes saben, estaba hastiada de sí
misma; vestirse, desvestirse, comer, beber y algunas otras cosas que no necesito
mencionarlas, hicieron de su vida una carga insoportable. Mi antepasado, la puso en
condiciones, con su consentimiento, de hacer todo eso o no hacerlo, pero por intermedio de
un representante. ¿Y cuál piensan ustedes que fue la incomparable obra maestra que él
logró por ese mágico arte? La liberación de Shakespeare. La reina no pudo conseguir que
mi antepasado aceptara otra cosa en recompensa. El formal hombre le tenía tanto cariño a
ese gran poeta, que hubiese dado de buen grado algunos de sus días, con tal de prolongar
la vida de su amigo.
Como dicho de paso, les puedo asegurar que el método de la reina Isabel de vivir sin
alimentos, tan original como fue, encontró poca aceptación entre sus súbditos, y menos
aún entre los comedores de carne vacuna, como hoy en día todavía se los conoce. Ella
junto a su nueva costumbre, no sobrevivió más de ocho años y medio.
Mi padre, de quién heredé esta honda poco antes de mi viaje a Gibraltar, me contó la
siguiente asombrosa historia, que sus amigos muchas veces se la habían escuchado narrar,
y ninguno de los que conocieron al honesto anciano jamás hubiera dudado de su veracidad.
“Durante mis viajes —decía el— permanecía algún tiempo en Inglaterra. Una vez, fui a
pasear por la orilla del mar cerca de Harwich. De repente, vino hacia mí un enfurecido
caballo marino queriéndome atacar. Yo no llevaba conmigo más que la honda, con la que le
arrojé dos guijarros a la cabeza del animal, con tanta certeza que le hice saltar ambos ojos.
Luego me trepé sobre su lomo y lo conduje hacia el mar, porque en el mismo instante en
que perdió la vista, también perdió su ferocidad y se volvió tan dócil como era posible
serlo.
Coloqué mi honda en la boca del animal a modo de brida y entonces cabalgué con total
facilidad océano adentro. En poco menos de tres horas llegamos a la costa de enfrente, que
se encontraba a una distancia de más o menos treinta millas marinas. En Helvoetsluys le
vendí el caballo de mar, al dueño de Las Tres Copas, por setecientos ducados que lo
exhibió como un animal sumamente extraño y con el que ganó bastante dinero.
Actualmente, existe en Buffou una pintura del mismo.
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Así como fue tan singular mi forma de viajar —continuó mi padre— tanto más
extraordinarias fueron las observaciones y descubrimientos que hice. El animal sobre cuyo
lomo estuve montado, no nadaba, sino corría con una increíble velocidad por el fondo del
mar asustando a miles de peces, muchos de los cuales eran bien diferentes a los
conocidos. Algunos tenían la cabeza en medio del cuerpo, otros, en la punta de la cola.
Algunos formaban un enorme círculo y cantaban en un indescriptible y hermoso coro; otros
construían sólo de agua, los más magníficos y transparentes edificios, rodeados de
inmensas columnas, en las cuales había un material que me pareció no ser otra cosa que
fuego puro, donde circulaban los más vivos y agradables colores en agradables formas y
movimientos ondulantes. Diversas habitaciones de esos edificios estaban decoradas en
forma muy ingeniosa y cómoda, destinadas al apareamiento de los peces; en otras, el
tierno desove era cuidado y guardado. En cuanto a las salas más espaciosas, eran
utilizadas para la educación de los jóvenes peces.
Lo más externo del sistema que aquí pude observar, —ya que lo interno del mismo
naturalmente se podía entender tan poco como el canto de los pájaros o el diálogo de las
langostas— tenía una llamativa similitud con lo que en mi época se conocían como
instituciones filantrópicas u otras de ese estilo, por lo que estoy bien convencido, que uno
de sus presuntos iniciadores, tuvo que haber realizado un viaje semejante al mío y sus
ideas habrán sido más bien recogidas del agua que extraídas del aire.
De lo poco que les narré, algunas cosas son inutilizables, y con otras está de más hacer
especulaciones. Pero continúo con mi relato.
Llegué, entre otros lugares, hasta una enorme cadena de montañas, por lo menos tan alta
como los Alpes. Sus laderas estaban cubiertas por innumerables y enormes árboles de todo
tipo de variedades. En estos crecían langostas de mar, cangrejos, ostras, almejas,
moluscos, caracoles de mar, etc., y uno solo de ellos, por su enorme peso, no hubiese
podido ser trasladado ni siquiera por un transporte de carga, y se hubiese necesitado la
ayuda de sogas para arrastrar al más pequeño. Todas aquellas especies que son arrojadas
a las costas y que se venden en nuestros mercados son un producto indigerible, que el
agua desprende de las ramas, parecida a la pequeña fruta aún verde, que el viento hace
caer de los árboles. Los árboles de langostas parecían ser los más llenos, pero los de
cangrejos y de ostras eran los más grandes. Los pequeños de caracoles de mar crecían en
forma de arbustos al pie de los árboles de ostras, casi igual a la hiedra que se enrosca y
trepa alrededor del roble. También observé un enorme y sorprendente efecto provocado
por un barco hundido. Este se encontraba, según me pareció, cerca de la cima de un
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peñasco, a sólo tres brazas bajo la superficie del agua. Al chocar el barco se habría hundido
dándose vuelta y precipitándose contra un enorme árbol de langostas, arrancando algunas
de ellas que cayeron sobre un árbol de cangrejos que se encontraba algo más abajo. Como
esto quizá sucedió a principios de año y las langostas eran todavía muy jóvenes, se unieron
con los cangrejos y engendraron un nuevo fruto que tenía un parecido a ambos. Yo traté
de llevarme un ejemplar a causa de su rareza, pero por una parte me resultó muy
dificultoso y por la otra, a mi Pegaso no le gustaba quedarse quieto. Además, ya había
recorrido más de la mitad del camino y en ese momento me encontraba en un valle por lo
menos a 500 brazas bajo la superficie del mar, y ya comenzaba a sentirme algo molesto
por la falta de aire. Mi situación, considerando otros aspectos, no era tampoco la más
cómoda. De tanto en tanto me topaba con grandes peces, que a juzgar por sus fauces
abiertas, parecían estar tentados a tragarnos. Como mi pobre rocinante era ciego y
dependía solamente de mi acertada conducción, decidí escaparme de las amistosas
intenciones de esos hambrientos señores hacia los humanos. Galopé entonces lo más
rápido posible tratando de alcanzar nuevamente tierra firme.
Cuando ya me encontraría bastante cerca de la costa holandesa y el agua sobre mi cabeza
no debería tener más de veinte brazas de altura, me pareció divisar delante de mí una
figura humana con ropas femeninas que yacía sobre la arena del fondo. Creí observar en
ella algunos signos de vida y cuando estuve más cerca, comprobé efectivamente que movía
su mano. Se la tomé y lleve a la persona conmigo hasta la costa, como si fuese un
presunto cadáver. Si en la antigüedad, el arte de despertar muertos no se había
desarrollado lo suficiente, en la actualidad, en cada taberna de pueblo, se puede encontrar
un instructivo de cómo resucitar borrachos del reino de las sombras; así, luego de los
incansables y sabios esfuerzos de un boticario del lugar, se consiguió reavivar nuevamente
la pequeña chispa de vida que aún se encontraba en esa mujer.
Ella resultó ser la media naranja de un hombre que hacía poco había zarpado rumbo a
Helvoetsluys, capitaneando un barco de su propiedad. Desgraciadamente, en el apuro, él
se habría llevado a otra persona en lugar de su mujer. Esto le fue a ella instantáneamente
informado, por una atenta diosa protectora de la paz en los hogares, y como la mujer
estaba plenamente convencida de que los deberes del lecho nupcial eran tan válidos tanto
por mar como en la tierra, furiosa de celos, subió a un bote y fue tras su esposo. Apenas
alcanzó a subir a la cubierta del barco, y luego de una corta e irreproducible alocución,
quiso demostrar sus derechos de un modo tan contundente, que su amado fiel consideró
como conveniente retroceder unos pasos. La consecuencia trágica de ello fue, que la
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huesuda derecha, que había pensado dejar estampada su huella en la oreja de su marido,
lo hizo con las olas y como estas resultaron ser más permisivas que él, recién encontró la
oposición que buscaba en el fondo del mar. Y hasta aquí me trajo mi mala estrella junto a
ella, para restablecer otra pareja feliz sobre la tierra.
Me puedo fácilmente imaginar qué clase de bendiciones me habrá enviado el señor esposo,
cuando a su regreso encontró esperándolo otra vez a su tierna mujercita, salvada por mí. Y
a pesar de lo grave que habrá resultado la mala jugada que le jugué al pobre diablo, mi
corazón estaba libre de culpa. El motivo de mí accionar fue puramente humano, aunque
por cierto no me atrevería a desmentir, que las consecuencias de ello habrán sido para el
esposo desgraciadas”.
Y hasta aquí llegaron los relatos de mi padre, que me llevaron a recordar a causa de la
famosa honda, la que lamentablemente, luego de que permaneciera tanto tiempo en mi
familia y que prestara tantos e importantes servicios, habría recibido al parecer el golpe
mortal en las fauces del caballo de mar. Pero al menos pude, tal como les conté, hacer un
último uso de ella, que fue cuando envié de regreso y sin abrir una de sus bombas a los
españoles, rescatando así a mis dos amigos de la horca. Durante ese loable uso, mi honda,
que ya estaba algo deteriorada, fue totalmente sacrificada. La parte más grande voló junto
con la bomba y el pedazo restante, que me quedó en la mano, se encuentra actualmente
en nuestro archivo familiar, donde junto a muchas e importantes antigüedades será
conservado como un eterno recuerdo.
Al poco tiempo dejé Gibraltar y regresé nuevamente a Inglaterra. Allí me sucedió uno de
los más sorprendentes incidentes en toda mi vida. Tuve que viajar hasta Wapping para
controlar el embarque de diversos objetos que quería enviar a algunos de mis amigos en
Hamburgo. Cuando todo estuvo listo, emprendí el regreso por el Tower Wharf. Era
mediodía, yo estaba terriblemente cansado y el sol me molestaba tanto, que me introduje
en uno de los cañones para descansar un poco. Apenas estuve allí dentro, caí al instante en
el más profundo sueño. Ese día, era el cuatro de junio, el cumpleaños del Rey, y a la una
de la tarde todos los cañones iban a ser disparados en homenaje a ese día. Los cañones
habían sido cargados a la mañana y como nadie hubiera podido sospechar que yo estuviera
allí dentro, así que fui disparado por sobre las casas del otro lado del río, al patio de un
comerciante, entre Bermondsey y Deptford. Caí sobre una enorme parva de heno, — y a
causa del gran aturdimiento, como es fácilmente comprensible— quedé ahí tirado,
inconsciente. Transcurridos aproximadamente unos tres meses, el precio del heno subió
considerablemente, y el comerciante pensó obtener una buena tajada si vendía en ese
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momento sus provisiones. La parva sobre la cual me encontraba, era la más grande del
patio y contenía por lo menos quinientas carretadas. Entonces se comenzó por ella a
cargar. Por los ruidos que producían la gente al colocar sus escaleras para trepar a la
parva, me desperté, pero estando todavía medio dormido y sin darme cuenta en lo más
mínimo dónde me encontraba, intenté salir corriendo y me precipité cayendo encima del
dueño del heno. Yo mismo, a causa de esa caída no sufrí el más pequeño daño, pero sí el
comerciante, y uno bien grande; quedó muerto debajo de mí, porque sin quererlo le había
quebrado el cuello. Poco después supe, para mi gran tranquilidad, que el sujeto resultó ser
un despreciable especulador, que siempre retenía durante mucho tiempo los frutos
cosechados, esperando a que subiesen los precios para recién entonces venderlos, y
obtener así una excesiva ganancia. De tal modo que su violenta muerte resultó ser para él
un justo castigo y para la gente un verdadero acto benéfico.
Yo quedé muy asombrado una vez que volví completamente en mí, y tras una larga
búsqueda en mi memoria pude relacionar mis pensamientos presentes con aquellos de
hacía tres meses atrás cuando me había quedado dormido. Pero más enorme aún fue el
asombro de mis amigos en Londres, cuando, luego de las muchas e infructuosas búsquedas
realizadas, de repente me vieron aparecer. Eso ustedes se lo podrían fácilmente imaginar.
Y ahora hagamos una pequeña pausa, porque a continuación les voy a contar un par de
mis aventuras por mar.
Capítulo XIV
Octava aventura por mar
Seguramente ustedes habrán oído hablar del último descubrimiento del Capitán
Phipps en su viaje al norte —actualmente Lord Mulgrave—. Yo acompañé al capitán, no
como oficial, sino como amigo. Al llegar hasta un grado bien alto de latitud norte, tomé mi
telescopio, el mismo que en mi historia anterior les hice conocer, y observé los objetos que
me rodeaban. Porque, dicho sea de paso, siempre considero como muy importante y
preferentemente durante los viajes, mirar de tanto en tanto alrededor de uno.
Aproximadamente a una media milla delante de nosotros, flotaba un témpano de hielo,
mucho más alto que nuestro mástil, y sobre el mismo, vi dos osos blancos, que según me
pareció, luchaban acaloradamente cuerpo a cuerpo. Rápidamente me colgué la escopeta al
hombro y me dirigí hacia el iceberg, pero luego de alcanzar la cima del mismo, me topé
con un camino increíblemente dificultoso y lleno de peligros. Varias veces tuve que saltar
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por encima de espantosos abismos, y en otros parajes, la superficie era tan resbaladiza
como un espejo, de modo tal que mis movimientos resultaron ser un continuo caerse y
levantarse. Finalmente, llegué hasta un lugar desde donde podía alcanzar a los osos, si
bien comprobé al mismo tiempo que no se estaban peleando entre sí, sino que sólo
jugueteaban. Ya estaba calculando el valor de sus pieles —porque cada uno de ellos era
por lo menos tan grande como un buey bien cebado—, cuando en el instante en que
apuntaba con mi escopeta, resbalé con el pie derecho, caí hacia atrás y a causa del golpe
tan fuerte que me di, perdí el conocimiento durante una corta media hora.
Imagínense ustedes mi sorpresa, cuando al despertarme, me encontré que uno de los
recién mencionados monstruos, luego de haber dado una vuelta a mí alrededor y pasado
por encima de mi rostro, me estaba agarrando del cinturón de mi nuevo pantalón de
cuero. La parte superior de mi cuerpo estaba metida bajo de su panza y mis piernas
colgaban hacia afuera. Dios sabe, hasta dónde me hubiese arrastrado la bestia; pero yo
saqué mi navaja del bolsillo, —la misma que ustedes ya conocen—, y le corté los tres
dedos de su pata trasera. Al instante el oso me dejó caer y comenzó a gruñir
espantosamente. Tomé mi escopeta y le disparé cuando se escapaba, desplomándose
instantáneamente.
Por cierto que mi disparo hizo dormir por la eternidad a uno de esos sangrientos animales,
pero despertó a muchos otros miles que a una media milla a la redonda se encontraban
sobre el hielo durmiendo. Todos juntos se aproximaron a toda prisa. No había tiempo que
perder. Si una rápida ocurrencia no venía a salvarme, estaba perdido. Ella vino. En la mitad
del tiempo que un experimentado cazador precisa para desollar la piel de un conejo, le
quité el uniforme al oso muerto, me envolví en él e introduje mi cabeza justo debajo de la
suya. Apenas terminé, cuando ya toda la manada estaba reunida a mí alrededor. Debajo de
mi piel sentía calor y frío. Mientras tanto, mi artimaña funcionaba espléndidamente. Los
osos fueron llegando uno tras otro, me olieron y aparentemente me tomaron por un
hermano oso. No me faltaba nada más que el tamaño para parecerme totalmente a ellos, y
algunos oseznos entre ellos no eran mucho más grandes que yo. Después de olerme y oler
al cadáver de su propio compañero, quedamos al parecer en buenas relaciones sociales.
Además, yo podía imitar todos sus movimientos de un modo bastante parecido, sólo en
gruñir y en resoplar, ellos eran mis maestros. Pero por mucho que yo me pareciese a un
oso, seguía siendo todavía un ser humano. Así que comencé a reflexionar como podría
utilizar la confianza que se había generado entre esos animales y yo de la manera más
beneficiosa.
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Un tiempo atrás, le había escuchado decir a un viejo cirujano de guerra, que una herida en
la columna vertebral sería instantáneamente mortal. Fue entonces que decidí hacer un
intento. Tomé nuevamente mi cuchillo y se lo clavé en la nuca cerca de los hombros al oso
más grande. Indudablemente, fue una acción muy arriesgada y no podría decirse que no
tuve algo de miedo. Todo estaba definido; si sobrevivía la bestia al golpe, yo sería
destrozado en pedazos. Pero mi intento resultó feliz, el oso cayó muerto a mis pies, sin
proferir ni un sonido. Entonces decidí darles a todos los demás el mismo golpe mortal. Y
eso no fue difícil para mí, porque si bien ellos veían caer a sus hermanos hacia la derecha y
hacia la izquierda, por cierto no sospecharon de nada. No pensaron ni en la causa ni en la
consecuencia de esas caídas. Y eso fue una suerte para ellos como para mí. Una vez que vi
a todos caídos delante de mí, me sentí igual a Sansón luego de dar muerte a miles.
Resumiendo: regresé al barco y solicité la tercera parte de la tripulación para ayudarme a
desollar las pieles y subir los jamones a bordo. En pocas horas habíamos terminado y el
barco quedó completamente cargado. Lo que sobró, lo arrojamos al agua, aunque yo no
dudaba que salado convenientemente, hubiera tenido tan buen sabor como los muslos.
Apenas regresamos, envié algunos jamones en nombre del capitán a los Lores de
Almirantazgo, otros a los Lores de la Cámara del Tesoro, algunos al Lord Mayor y al
Consejo de la ciudad de Londres, unos pocos a las empresas comerciales y el resto a mis
amigos más especiales. De todos los lugares me testimoniaron el más cálido
agradecimiento, pero fue la ciudad quién respondió a mi regalo del modo más significativo,
invitándome a comer anualmente en el ayuntamiento, el día de elecciones del Lord Mayor.
Las pieles de oso se las envié a la emperatriz de Rusia como tapados de piel para su
majestad y su corte. Ella me lo agradeció a través de una carta escrita de su puño y letra,
la que me fue entregada por un enviado extraordinario, en la cual me solicitaba compartir
con ella el honor de su cama y su corona. Pero como a mí nunca me gustó la dignidad real,
rechacé la gracia de su majestad con expresiones de máxima delicadeza.
El mismísimo enviado que me trajo la carta imperial, tenía también la misión de esperar y
de llevar personalmente de regreso mi respuesta. Una segunda carta que recibí de la
emperatriz, poco tiempo después, me convenció de la fuerza de su pasión y de su grandeza
de espíritu. Su última enfermedad —a la tierna alma— como se dignó a explicarle durante
una conversación al Príncipe Dolgorucki, la tuvo sólo a causa de mi crueldad. Yo no
entiendo que ven en mí las mujeres, aunque la emperatriz no fue la única de su sexo que
me ofreció su mano desde el trono.
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Algunas personas han difundido el difamatorio rumor que el capitán Phipps no habría
llegado tan lejos en su viaje, tal como él podría haberlo hecho. Y aquí es mi obligación
defenderlo. Nuestro barco estaba por el buen camino, hasta que lo cargué con semejante
cantidad de pieles de oso y de jamones, que hubiese sido una locura haber intentado
seguir adelante, ya que así, apenas estábamos en condiciones de navegar frente a una
suave brisa, ni que hablar de enfrentar a aquellas montañas de hielo que se encuentran
por las altas latitudes.
Desde entonces, el capitán declara frecuentemente estar muy disconforme, porque no tuvo
ese día ninguna participación en la gloria, al que llaman con énfasis el día de la batalla del
oso. Además me envidiaba no poco el honor de esa victoria, por lo que trató por todos los
medios de menoscabarla. Nosotros hemos disputado con frecuencia acerca de ello, y en la
actualidad nuestras relaciones son tirantes. Entre otras cosas, él pretende que yo no
tendría que haberme atribuido el mérito de haber engañado a los osos, ya que me cubrí
con una de sus pieles; él, en cambio, habría caminado entre los osos sin disfraz, y lo
hubieran tomado por uno de ellos.
Ciertamente ese es un punto al que yo considero muy ríspido y demasiado delicado como
para que alguien que se precie de tener buenos modales, se vea obligado a discutirlo con
cualquier persona, y mucho menos con un noble inglés.
Capítulo XV
Novena aventura por mar
Realicé otro viaje por mar desde Inglaterra con el capitán Hamilton. Nos dirigimos
hacia las indias orientales. Yo llevaba conmigo un perro perdiguero, del cual, hablando con
toda propiedad, podría aseverar que valía su peso en oro, porque jamás me decepcionó.
Un día, de acuerdo a las mejores observaciones que pudimos haber hecho, comprobamos
que todavía nos encontrábamos por los menos a trescientas millas distantes de tierra,
cuando mi perro señaló la proximidad de caza. Yo lo observé con asombro durante casi una
hora completa y luego le informé al capitán y a cada oficial a bordo del hecho, afirmando
que deberíamos estar cerca de tierra, mientras el animal seguía olfateando enloquecido.
Esto produjo una carcajada general, que por cierto no logró modificar en nada la buena
opinión que yo tenía de mi perro.
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Luego de varias discusiones a favor y en contra del asunto, le expliqué al capitán con
firmeza, que yo tenía más confianza en la nariz de mi perro que en todos los ojos de los
marineros a bordo, y decididamente le propuse hacer una apuesta de 100 guineas —la
suma que se había acordado por el viaje—, de que nosotros, en la primera media hora
siguiente, íbamos a encontrar caza.
El capitán, —un hombre de buen corazón—, comenzó a reírse nuevamente y le solicitó al
señor Crawford, nuestro médico cirujano, que me tomara el pulso. Este así lo hizo e
informó al capitán que yo estaba totalmente sano. A continuación se produjo un cuchicheo
entre ambos, del cual pude entender con suficiente claridad la mayor parte.
No está en sus cabales —decía el capitán— Por mi honor no puedo aceptar la apuesta.
Yo soy de una opinión totalmente contraria —respondió el cirujano—, a él no le falta lo más
mínimo. Sólo que confía más en el olfato de su perro que en la opinión de los oficiales a
bordo. De todos modos va a perder la apuesta, y bien se lo merece.
¡Esta si que es una apuesta! —continuó diciendo el capitán—, y aceptarla no sería honesto
de mi parte. Pero si la aceptase, lo más honroso sería devolverle después el dinero.
Durante esa conversación, mi perro permanecía siempre en la misma posición, lo que
reafirmaba aun más mi opinión. Por segunda vez hice la apuesta y esta fue aceptada.
Apenas ambas partes se dijeron; venga esa mano. Algunos marineros, que estaban
pescando en un largo bote amarrado a la popa del barco, atraparon un tiburón
extraordinariamente enorme, al que inmediatamente subieron a bordo y comenzaron a
abrir el pescado. Y vean ustedes, qué encontramos en el estómago del animal, no menos
de seis pares de perdices vivas.
Esas pobres criaturas estuvieron tanto tiempo en esa situación, que una de las hembras
estuvo empollando cinco huevos, de uno de los cuales, apenas el tiburón fue abierto, nació
una perdiz.
A ese joven pájaro lo criamos junto con una camada de gatitos que pocos minutos antes
había venido al mundo. La vieja gata le tenía tanto cariño como si fuera uno de sus
cuadrúpedos hijos, y se asombraba siempre no sin cierto disgusto, cuando la perdiz volaba
algo lejos y no quería regresar tan pronto.
Entre las perdices restantes, había cuatro hembras y siempre alguna o varias de ellas
estaban empollando, de modo tal que durante todo el viaje, tuvimos continuamente
abundantes presas de caza en la mesa del capitán. Y como agradecimiento a mi pobre
perro, por las cien guineas que me había hecho ganar, dejé que le dieran todos los días los
huesos y cada tanto, también un pájaro entero.
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Capítulo XVI
Décima aventura por mar
Un segundo viaje a la Luna
Varias veces les he contado a ustedes de un pequeño viaje que hice a la Luna, para
traerme de vuelta mi hacha de plata. Pasado un tiempo, regresé otra vez, pero de una
manera mucho más agradable y permanecí allí todo lo necesario, como para interiorizarme
sobre diversos objetos, que ahora quiero describirles con toda precisión, si la memoria no
me falla.
A un pariente lejano mío, se le había metido en la cabeza la idea de que debía
necesariamente existir un pueblo igual en tamaño al que Gulliver habría visitado en el reino
de Brobdignag. Con el propósito de encontrarlo, partió en un viaje de exploración y me
pidió que lo acompañara. Por mi parte, nunca consideré dicha historia como verdadera,
todo lo más un buen cuento, ya que creía tan poco en un Brobdignag como en un El
Dorado. Entretanto, el hombre me había nombrado su heredero, y así nuevamente quedé
deudor de sus favores.
Llegamos felizmente hasta el Mar del Sur, sin que tropezáramos con algo que merezca ser
mencionado, salvo algunos hombres y mujeres voladores, que bailaban minué en el aire o
practicaban el arte de los saltos y otras insignificancias.
Al dieciochoavo día, después de pasar por delante de la isla Otahiti, un huracán arreció
contra nuestro barco y lo remontó por los aires a una altura de por lo menos mil millas
sobre la superficie del mar, donde quedó flotando durante un largo tiempo. Finalmente una
suave brisa infló nuestras velas y entonces pudimos continuar nuestra marcha a increíble
velocidad. Durante seis semanas viajamos por sobre las nubes, hasta que descubrimos un
enorme territorio redondo y luminoso igual a una brillante isla. Luego de atracar en un
cómodo puerto, descendimos a tierra y encontramos el lugar habitado. Debajo de nosotros
se veía otro mundo con ciudades, árboles, montañas, ríos, mares, etc., y tal como nosotros
sospechamos, era la Tierra que habíamos dejado atrás.
En la Luna —que era la brillante isla adonde habíamos llegado— vimos enormes figuras
cabalgando sobre buitres con tres cabezas. Para darles a ustedes una idea del tamaño de
esos pájaros, tengo que decirles, que la distancia desde el extremo de una de sus alas
hasta el otro, eran seis veces tan larga como la cuerda más larga de nuestro barco. En
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lugar de cabalgar sobre caballos como nosotros, los habitantes de la Luna volaban por
todas partes montados en esos pájaros.
El Rey, estaba en ese momento en guerra con el Sol. Me ofreció un puesto de oficial, pero
no me permití aceptar ese honor que su majestad me concedió.
Todo en ese mundo es extraordinariamente grande, una mosca común por ejemplo, no es
más pequeña que una de nuestras ovejas. Las armas más admirables, de las que se sirven
en la guerra los habitantes de la Luna, son rábanos, que se utilizan como dardos, y el que
resulta herido por uno de ellos, fallece instantáneamente. Sus escudos están hechos de
hongos y cuando finaliza la época de los rábanos, ocupan su lugar los tallos de espárragos.
También encontré aquí algunos nativos de la Constelación del Can, que debido a su espíritu
combativo, se habían sentido atraídos por esas luchas. Tienen una cara igual a enormes
mastines. Sus ojos están ubicados a ambos lados del hocico o mucho mejor, debajo de la
punta de sus hocicos. No tienen párpados, sino que cubren sus ojos con sus lenguas
cuando se van a dormir. Normalmente tienen una altura de veinte pies, pero entre los
habitantes de la Luna, nadie mide menos de treinta y seis pies de altura. El nombre de
estos últimos es bastante singular. No se llaman hombres, sino criaturas hirvientes, porque
ellos, igual que nosotros, preparan sus alimentos con fuego. Por otra parte, comer no les
lleva mucho tiempo, ya que simplemente se abren el costado izquierdo del estómago y
empujan adentro la porción completa y de una sola vez, luego lo cierran y transcurrido un
mes, repiten lo mismo. Por consiguiente, durante todo el año, no tienen más que doce
almuerzos, una costumbre que aquellos que no son glotones o sibaritas, preferirían mucho
más que la nuestra.
Los placeres del amor en la Luna son totalmente desconocidos, ya que las criaturas
hirvientes como todos los demás animales, tienen un único sexo. Todo crece en los árboles,
pero estos se diferencian unos de otros por sus diversos frutos, como también por el
tamaño de sus hojas. Aquellos sobre los que crecen las criaturas hirvientes, son mucho
más hermosos que los demás, tienen ramas enormes y rectas, hojas de color carne y sus
frutos se componen de nueces de una cáscara muy dura de por lo menos seis pies de
largo. Cuando estas nueces están maduras, lo que se puede comprobar por el cambio de
color, son recolectadas con sumo cuidado y puestas a resguardo todo el tiempo necesario.
Si se quiere obtener la semilla viva de esas nueces, entonces se las arroja en una gran olla
con agua hirviendo y en unas pocas horas, sus cáscaras se abren y la criatura salta hacia
afuera.
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Su espíritu, antes de venir al mundo, es siempre determinado por la naturaleza para un
propósito preciso. De una cáscara sale un soldado, de otra un filósofo, de una tercera un
teólogo, de una cuarta un jurista, de una quinta un comerciante, de una sexta un
agricultor, y así siguiendo, y cada uno comienza enseguida con la práctica y el
perfeccionamiento de aquello que ya antes sólo sabía en teoría. Es muy difícil determinar
con certeza qué hay dentro de cada cáscara, pero un teólogo lunar en ese tiempo, provocó
un enorme revuelo, al afirmar estar en posesión de ese misterio. Pero se lo tuvo muy poco
en cuenta y en general se lo consideró como un enfermo.
Cuando la gente de la Luna envejece, no muere, sino que se disuelve en el aire y se
desvanece como humo.
Tampoco necesitan beber, porque en ellos no se encuentra ningún desaguador, salvo por
medio de la exhalación. En cada mano tienen un solo dedo, con el cual pueden hacer todo
lo más bien o quizá mucho mejor que nosotros, que además del pulgar tenemos otros
cuatro.
Llevan sus cabezas debajo del brazo derecho y cuando viajan o van a trabajar, donde
deben moverla con intensidad, la dejan por lo general en la casa, ya que para pedirle
consejos lo pueden hacer, aunque se encuentren bien lejos de ella.
Entre los habitantes de la Luna, la aristocracia también se cuida de no mezclarse con la
gente común, y cuando desean saber qué acontece en el pueblo, sin tener que desplazarse,
se quedan en sus casas, es decir, el cuerpo se queda en la casa y envían sólo la cabeza
que puede estar presente de incógnito, y luego, a gusto de su amo, regresarla con la
información obtenida.
Los granos de uva en la Luna son muy parecidos a nuestro granizo, y yo estoy totalmente
convencido de que cuando una tempestad en la Luna, hace caer las uvas de sus soportes,
son esos mismos granos de uva los que caen sobre nuestra tierra en forma de granizo.
También creo que esta observación mía debe ser ya conocida desde hace tiempo por
ciertos vendedores de vino. Por lo menos, yo he bebido frecuentemente un vino que me
pareció haber sido hecho de granizo, ya que tenía el mismo sabor que el vino de la Luna.
Casi me olvidaba de un detalle curioso. El estómago le brinda a la gente de la Luna el
mismo servicio que a nosotros una mochila, donde se mete adentro todo lo que se
necesita. Ellos abren y cierran sus estómagos a gusto, porque carecen de intestinos,
hígado, corazón y otras vísceras, como también de ropa, ya que no poseen en todo el
cuerpo ningún miembro que por pudor se vean obligados a cubrir.
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También se pueden quitar y volver a colocar los ojos a gusto y ver tan bien con ellos tanto
cuando los tienen en sus cabezas como en sus manos. Y si por casualidad perdiesen o
dañasen un ojo, se pueden hacer prestar o comprar otro y hacer uso del mismo tan bien
como del suyo propio. Por ello, en la Luna se encuentra por doquier, gente que comercia
con ojos, ya que ese es el único y más grande capricho que tienen todos sus habitantes, de
pronto la moda es ojos verdes, de pronto amarillos.
Confieso que estas cosas suenan algo extrañas, así que le propongo a todo aquel que tenga
la menor duda, que viaje con total libertad a la Luna y se convenza por sí mismo, de que
yo permanecí fiel a la verdad, como quizá muy pocos viajeros lo hayan hecho.
Capítulo XVII
Viaje alrededor del mundo, junto con otras asombrosas aventuras
Antes de que se vayan a descansar, quisiera contarles otros singulares
acontecimientos de mi vida. La amabilidad de ustedes me es demasiado grata como para
finalizar con mis narraciones, tal como me lo había propuesto con mi viaje a la Luna.
Entonces, escuchen, si así lo desean, una historia más, la cual se asemeja en autenticidad
a la anterior, pero la supera ampliamente por lo maravillosa y sorprendente.
Los viajes de Brydon a Sicilia que leí con tan profundo placer, despertaron en mí el deseo
de conocer el monte Etna. Durante mi viaje hasta allí, no me sucedió nada en particular. Yo
me decía, que lo que para mí eran insignificancias cotidianas, para otros resultaban ser
descubrimientos muy importantes, y que seguramente, para recuperar sus gastos de viaje,
los habrán dado a conocer al público con extensísimas descripciones. Por mi parte, no
deseo agotar la paciencia de una persona honesta con ese tipo de comentarios.
Una mañana bien temprano, partí desde una cabaña situada al pie de la montaña,
plenamente decidido— incluso arriesgando mi vida de ser necesario—a estudiar y conocer
la conformación interna de esa famosa caldera de fuego. Luego de un fatigoso recorrido de
tres horas, alcancé la cima del volcán, el que hacía ya tres semanas que había entrado en
actividad y en ese momento estaba a punto de erupcionar. El aspecto que ofrece un volcán
en esas circunstancias ya fue narrado innumerables veces, como para que yo aporte
nuevos detalles, que de todas maneras no servirían de mucho. Entonces, por experiencia,
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creo que lo mejor es no perder el tiempo en el intento de una imposibilidad y no hacerles
perder a ustedes el buen humor.
Caminé tres veces alrededor del cráter —al cual se lo pueden imaginar como un inmenso
embudo— pero luego llegué a la conclusión que así, poco o nada iba a adelantar, tomé
rápidamente entonces la decisión de saltar adentro. Apenas lo hice, me encontré en una
desconcertante estufa caliente, mientras mi pobre cuerpo, era lastimosamente aplastado y
quemado en sus partes nobles e innobles por carbones al rojo que, continuamente eran
expelidos hacia lo alto. A pesar de la violencia con que eran lanzados esos carbones, el
peso de mi cuerpo, a causa de la caída, era considerablemente mayor, y así al poco tiempo
llegué felizmente al fondo.
Lo primero que percibí, fue un espantoso barullo. Ruidos, gritos y maldiciones parecían
provenir a mí alrededor. Abrí los ojos y ¡hola!, me encontré en compañía de Vulcano y sus
Cíclopes. Esos señores —a los que mis mejores pensamientos, habían relegado hacía ya
mucho tiempo al reino de la mentira—, estaban discutiendo desde hacía ya tres semanas
acerca de orden y subordinación, y por ese motivo, el conflicto había llegado hasta la
superficie de la tierra. Mi aparición produjo al instante paz y armonía entre todo el
conjunto. Enseguida Vulcano cojeó hasta su armario y trajo vendas y ungüentos, que me
aplicó con su propia mano y en unos pocos segundos mis heridas quedaron curadas.
También me sirvió algunos refrescos, una botella de néctar y otros sabrosos vinos, que sólo
dioses y diosas saborean. Apenas me repuse un poco, me presentó a su esposa, Venus, y
le ordenó que me proporcionara toda la comodidad que mi situación requería. La belleza de
la habitación donde ella me condujo, la voluptuosidad del sofá, donde me hizo sentar, el
divino encanto de todo su ser, la dulzura de su tierno corazón, estaban por encima de todo
lenguaje, y de sólo pensar en ello, me produce mareos.
Vulcano me dio una descripción bien precisa del monte Etna. Me dijo que éste no era una
acumulación de cenizas que su fragua arrojaba hacia el exterior, sino que a él, Vulcano,
frecuentemente le era necesario castigar a sus hombres. Entonces, en su cólera, les
arrojaba carbones candentes. Pero sus hombres, muchas veces y con gran destreza,
detenían esos carbones con sus cuerpos y para que él no tuviera más proyectiles a mano,
los lanzaban a la superficie de la Tierra.
Nuestros desacuerdos —continuó diciendo—, duran algunas veces varios meses y los
fenómenos que producen en el mundo, son los que ustedes, mortales, como yo lo
entiendo, llaman erupciones. También el monte Vesubio es uno de mis talleres, al cual me
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conduce un camino, que se extiende por lo menos trescientas cincuenta millas por debajo
del mar. Parecidos desacuerdos producen también allí parecidas erupciones.
La enseñanza del dios me agradó, pero mucho más me agradó la compañía de su esposa, y
quizá jamás hubiese abandonado ese palacio subterráneo, si algunos solícitos y maliciosos
charlatanes no le hubiesen metido a Vulcano la sospecha en la cabeza, encendiendo un
ardiente fuego de celos en su bondadoso corazón.
Sin darme ni siquiera la más mínima advertencia, una mañana Vulcano me atrapó en el
preciso instante en que quería visitar a la diosa en su tocador, me llevó a una habitación
que nunca había visto antes, me sostuvo sobre un profundo pozo, así me pareció, y me
dijo: —desgraciado mortal, regresa al mundo de dónde has venido. Con estas palabras y
sin concederme un segundo de tiempo para defenderme, me dejó caer en medio del
abismo.
Yo caí y caí cada vez a mayor velocidad, hasta que finalmente el temor de mi alma me hizo
perder el conocimiento. Pero de repente fui despertado de mi desmayo, al sumergirme en
un enorme mar de agua, iluminado por los rayos del sol. Desde mi juventud, yo sabía
nadar muy bien y hacer todo tipo de piruetas acuáticas, en consecuencia, me sentía como
en casa, y en comparación con la horrible situación anterior, de la que recién me había
liberado, la actual me resultó como un paraíso.
Miré hacia todos lados, pero lamentablemente no vi por ninguna parte más que agua.
También el clima era aquí diferente del tan desagradable de la fragua del maestro Vulcano.
Pero por suerte descubrí, a una cierta distancia, algo parecido a una asombrosa y enorme
roca que daba la impresión de acercarse hacia mí. Se trataba de uno de esos icebergs
flotantes.
Tras una extensa búsqueda, encontré finalmente un lugar por donde subir y trepar hasta
su parte más alta. Pero para mí enorme tristeza, tampoco me fue posible descubrir tierra
desde allí.
Fue un poco antes del anochecer, cuando divisé un barco que se aproximaba. Apenas
estuvo lo suficientemente cerca, grité, y me respondieron en holandés- Salté al agua, nadé
hasta el barco y fui izado a bordo. Al preguntar dónde estábamos, obtuve la respuesta: en
los Mares del Sur. Este descubrimiento resolvió de una vez por todo el acertijo. Estaba
comprobado, que había caído desde el monte Etna a través del centro de la tierra en los
Mares del Sur, un camino que es mucho más corto que dar la vuelta al mundo. Todavía
nadie lo había intentado más que yo, y si lo hiciese otra vez, podría ciertamente hacer
observaciones mucho más precisas.
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Dejé que me sirvieran algunos refrescos y me fui a descansar. Qué gente burda son estos
holandeses. Les narré mi aventura a los oficiales con tanta franqueza y simplicidad como a
ustedes, y algunos de ellos, especialmente el capitán, hicieron gestos, como dudando de mi
veracidad. Pero como ellos me habían aceptado amistosamente en su barco, tenía que
estarles agradecido; por lo tanto, para bien o para mal, tuve que guardarme la protesta en
el bolsillo.
Entonces pregunté hacia dónde nos dirigíamos. Me contestaron que habían zarpado con el
propósito de hacer nuevos descubrimientos y si mi historia fuese cierta, entonces su
objetivo estaba logrado. En ese instante seguíamos la misma ruta que había emprendido el
capitán Cook. A la mañana siguiente llegamos a Botany-Bay, un lugar al cual el gobierno
inglés no debería realmente enviar bribones para castigarlos, sino hombres de mérito para
recompensarlos, ya que la naturaleza había esparcido allí abundantemente sus mejores
presentes por doquier.
Permanecimos sólo tres días; al cuarto, luego de nuestra partida, se desató una
impresionante tormenta que en pocas horas destrozó todas nuestras velas, hizo añicos
nuestro bauprés y volteó el enorme palo mayor, que cayó sobre el recipiente donde se
guardaba nuestra brújula y rompió la cajita y la brújula. Todo aquel que ha estado en el
mar, sabe qué consecuencias trágicas trae una pérdida semejante. Finalmente, la tormenta
amainó, y le sucedió un viento moderado y constante. Viajamos durante tres meses y
habremos recorrido un enorme trayecto, cuando de pronto, percibimos una asombrosa
transformación a nuestro alrededor. Nos sentíamos livianos y alegres, nuestras narices se
llenaron con los más agradables olores, también el mar había cambiado su color, ya no era
más verde, sino blanco.
Poco después de esa maravillosa transformación, divisamos tierra y no lejos, un puerto.
Nos dirigimos hacia él y lo encontramos profundo, espacioso y admirablemente lleno de
sabrosa leche en lugar de agua.
Tras desembarcar, comprobamos que toda la isla estaba compuesta de un enorme queso.
Esto, quizá no lo hubiéramos descubierto jamás, si una singular circunstancia no nos
hubiese puesto sobre la pista. Lo cierto es, que había un marinero en nuestro barco, que
tenía una natural aversión por el queso y apenas pisó tierra, cayó desmayado. Cuando
volvió en si, pidió que le quitaran el queso bajo sus pies, y al observar allí, comprobamos
que tenía razón, toda la isla, tal como se dijo, no era nada más que un enorme queso. Los
habitantes de la isla vivían en su mayor parte de él, y tanto como se consumía durante el
día, crecía otra vez durante la noche. Vimos grandes cantidades de viñedos con hermosas y
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enormes uvas, que al prensarlas no daban más que leche. Los habitantes eran bellas
criaturas de andar erguido, de por lo menos nueve pies de altura, tenían tres piernas y un
brazo y cuando adultos un cuerno sobre la frente que utilizaban con gran destreza.
Acostumbraban hacer carreras y paseos sobre la superficie de la leche y se desplazaban
por ella con tanta gracia y sin hundirse, como nosotros sobre el prado. También crecían
sobre esa isla o ese queso, grandes cantidades de granos con espigas, casi iguales a setas,
las que contenían panes totalmente cocidos y listos para comer. En nuestras recorridas por
ese queso, descubrimos siete ríos de leche y dos de vino.
Luego de un trayecto de dieciséis días, llegamos a la orilla opuesta a la que habíamos
desembarcado. Ahí nos encontramos con una larga extensión de ese queso azul, al cual los
verdaderos comequesos acostumbran darle tanta importancia. En lugar de gusanos,
crecían allí magníficos árboles frutales, tales como durazneros, albaricoqueros y otras miles
de especies que no conocíamos.
Esos árboles eran asombrosamente grandes, con muchísimos nidos de pájaros. Uno, de
Martín Pescador nos llamó la atención, cuyo diámetro era cinco veces tan grande como el
techo de la iglesia de San Pablo en Londres. Había sido entretejido artísticamente con
anchas ramas y se encontraban en él por lo menos —esperen, que a mí me gusta precisar
todo con exactitud— quinientos huevos, cada uno tan grande como una boyeriza. No sólo
podíamos ver los pichones sino también oírlos cantar. Con gran esfuerzo logramos abrir
uno de los huevos, del que salió un pichón de pájaro sin plumas, bastante más grande que
veinte buitres adultos. Apenas pusimos en libertad al joven animal, bajó el viejo Martín
Pescador, atrapó entre sus garras a nuestro capitán, voló con él una milla hacia lo alto, lo
golpeó fuertemente con sus alas y luego le dejó caer al mar.
Los holandeses nadan como las ratas, así que pronto el capitán estuvo otra vez entre
nosotros y emprendimos el regreso a nuestro barco.
Como no regresamos por el camino anterior, nos encontramos con muchas otras cosas
totalmente nuevas y sorprendentes. Entre ellas, les disparamos a dos bueyes salvajes de
un solo cuerno, que les crecía entre los ojos. Más tarde, nos dio lástima haberlos cazado,
ya que supimos que los habitantes los domesticaban, igual que nosotros a los caballos, y
los utilizaban para montar. Su carne, como se nos dijo, tendría un sabor exquisito, pero
para un pueblo que vive sólo de leche y queso, le era totalmente prescindible.
Cuando todavía nos encontrábamos a dos días de marcha de nuestro barco, vimos a tres
seres colgados de las piernas en lo más alto de unos árboles. Yo pregunté qué habrían
perpetrado como para merecer un castigo tan duro y escuché: - ellos habrían estado en el
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extranjero y a su regreso, les habrían mentido a sus amigos, describiéndoles lugares que
nunca habían visto y contado historias que nunca habían acontecido -. Yo consideré justo el
castigo, porque todo viajero tiene la obligación de atenerse estrictamente a la verdad.
Apenas arribamos a nuestro barco, levamos anclas y zarpamos de ese extraordinario país.
Todos los árboles de la costa, entre los cuales había algunos enormes y muy altos, se
inclinaron dos veces ante nosotros a un mismo tiempo y luego volvieron a tomar su
posición anterior.
Después de navegar de acá para allá durante tres días, el cielo sabe dónde —todavía
estábamos sin brújula—, llegamos hasta un mar, que parecía bien negro. Probamos la
supuesta agua negra y vean ustedes, ella era del vino más excelente. Ahora, teníamos
bastante trabajo con evitar que todos los marineros se emborracharan. Pero la alegría no
duró mucho. Horas después, estábamos rodeados de ballenas y otros inmensos animales,
entre los cuales había uno, cuyo tamaño, ni con la ayuda de nuestros catalejos, logramos
abarcarlo en su totalidad. Lamentablemente no pudimos evitarlo a tiempo, y cuando nos
encontrábamos bastante cerca de él, atrapó con sus fauces a nuestro barco con todos sus
mástiles en posición vertical y las velas desplegadas. El mástil del barco de guerra más
grande al lado del monstruo parecía un pequeño palillo. Estuvimos un tiempo así, luego el
animal abrió las fauces bien grandes, tragó una enorme cantidad de agua y nuestro barco
—que como ustedes bien saben, no era ningún pequeño bocado—, flotó hacia adentro del
estómago. Y ahí estábamos bien tranquilos como si hubiésemos echado anclas en una
calma chicha. El aire, y esto no se puede desmentir, era algo cálido y desagradable.
Encontramos anclas, sogas, botes, barcas y una considerable cantidad de barcos, en parte
con carga, en parte sin ella, que esa criatura se había tragado.
Allí todo tuvo que ser realizado con antorchas. Para nosotros no existía ningún Sol, ninguna
Luna, ni ningún planeta más. Normalmente, dos veces al día teníamos marea alta y dos
veces al día tocábamos fondo. Cuando el animal bebía, entonces subía la marea y cuando
evacuaba su agua, estábamos en el fondo. De acuerdo a un cálculo aproximado, él bebía
más agua que la que contiene el lago de Ginebra, que tiene un volumen de treinta millas.
Al segundo día de nuestro cautiverio en ese reino de la noche, aprovechando la marea
baja, tal como nosotros llamábamos al tiempo, cuando el barco se encontraba posado
sobre el fondo, me atreví junto al capitán y otros oficiales, a realizar una pequeña
expedición. Naturalmente nos proveímos de antorchas y entonces nos encontramos frente
a diez mil personas de todas las naciones. En ese instante, iban a deliberar sobre el modo
de obtener una vez más su libertad. Algunos estaban desde hacía ya muchos años en el
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estómago del animal. Y precisamente cuando el presidente nos iba a informar del asunto,
nuestro maldito pez tuvo sed y comenzó a beber, el agua afluyó ahí adentro con tal fuerza
que todos tuvimos que retirarnos a nuestros barcos en un abrir y cerrar de ojos, de lo
contrario corríamos el riesgo de ahogarnos. Varios de nosotros se salvaron nadando,
aunque a duras penas.
Algunas horas después, íbamos a ser muy felices. Apenas el monstruo se hubo vaciado,
nos reunimos de nuevo. Fui elegido presidente y propuse ensamblar los dos mástiles más
grandes, e incrustarlos en las fauces del monstruo cuando éste las abriera, de modo tal de
impedirle volver a cerrarlas. Esta propuesta fue aceptada por la mayoría y cien hombres
fuertes fueron seleccionados para su ejecución. Apenas habíamos terminado los
preparativos, se nos presentó la oportunidad. El monstruo bostezó e inmediatamente le
incrustamos nuestros bien unidos mástiles. Un extremo le atravesó la lengua y quedó
apoyado en la parte inferior de la boca, y el otro en la parte superior, y así logramos
nuestro propósito, a pesar de que nuestros mástiles eran bastante frágiles.
Cuando todo quedó flotando dentro del estómago del animal, tripulamos algunos barcos, y
remamos hacia el mundo. La luz del día nos hizo indescriptiblemente bien, luego de un
cautiverio de catorce días, según los cálculos que habíamos hecho. Una vez que nos
retiramos conjuntamente de ese espacioso vientre del pez, conformábamos una flota de
quinientos barcos de todas las naciones. A nuestro mástil lo dejamos incrustado en las
fauces del monstruo, a fin de evitarles a otros esa desventura de quedar encerrados en ese
espantoso abismo de tinieblas y excrementos.
Nuestro primer deseo fue saber en qué lugar del mundo nos encontrábamos pero al
principio no lográbamos precisar nada. Finalmente, y gracias a anteriores observaciones,
descubrí que estábamos en el mar Caspio. Pero como ese mar está rodeado totalmente por
tierra y sin conexiones con otras aguas, nos era totalmente incomprensible entender como
habíamos llegado hasta allí. Uno de los habitantes de la isla de queso, que traje conmigo,
nos dio una razonable explicación. De acuerdo a su opinión, el monstruo, en cuyo
estómago estuvimos encerrados tanto tiempo, nos habría traído hasta aquí a través de
algún pasaje subterráneo. Suficiente, nosotros habíamos regresado y nos alegrábamos de
estar ahí y tratamos tan pronto como nos fue posible de llegar hasta la orilla. Fui el primero
en desembarcar.
Apenas puse un pie en tierra, vino saltando hacia mí un oso gordo. ¡Ah pensé, tú me
vienes de maravillas. Le tomé con cada mano una de sus patas delanteras y primero se las
estreché, dándole cordialmente la bienvenida. Él comenzó a gruñir espantosamente, pero
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yo no dejé que me tocara, y me mantuve tanto tiempo en esa posición hasta que el oso
desfalleció de hambre. A causa de ello, logré el respeto de todos los demás osos y ninguno
se atrevió a contrariarme otra vez.
De allí viajé a Petersburgo, donde recibí un regalo de un viejo amigo, que fue para mí
enormemente valioso, ciertamente un perro de caza, descendiente de la famosa perra,
acerca de la cual una vez les conté, cuando parió cachorros mientras perseguía una liebre.
Lamentablemente, al poco tiempo, el animal me fue abatido por un torpe cazador, que en
lugar de dispararle a una bandada de perdices, lo hizo con mi perro, que se encontraba
cerca. De la piel del animal dejé que me confeccionaran este chaleco como recuerdo, y
durante la época de caza, cuando voy al bosque, él siempre me lleva instintivamente a allí
donde puedo encontrar una presa. Y cuando estoy lo suficientemente cerca de ella como
para disparar, entonces, me salta un botón de mi chaleco que cae exactamente en el
mismo lugar, donde se encuentra el animal y como en todo momento tengo el gatillo
siempre listo y la pólvora preparada, nada se me escapa.
Aún me quedan tres botones, pero apenas salga nuevamente de caza, mi chaleco va a
estar otra vez adornado con dos nuevas hileras.
Visítenme entonces, que por cierto no les faltará entretenimiento. Por lo demás, me
despido de ustedes deseándoles un agradable descanso.