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Índice
LA DEL ONCE “JOTA” ............................................................. 3 Elsa Bornemann
LAS GALLINAS ...................................................................... 10 Marcos Romero
LA GALLINA DEGOLLADA ..................................................... 13 Horacio Quiroga
EL FABRICANTE DE ATAÚDES .............................................. 26 Alexandre Pushkin
EL DESENTIERRO DE LA ANGELITA ...................................... 39 Mariana Henriquez
EL GATO NEGRO .................................................................. 49 Edgar Allan Poe
SREDNI VASHTAR................................................................. 65 Saki
Comentarios y sugerencias: profmartinalzueta@gmail.com
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LA DEL ONCE “JOTA”
Elsa Bornemann
Cuesta creer que una abuela no ame a sus nietos pero
existió la viuda de R., mujer perversa, bruja siglo veinte que
sólo se alegraba cuando hacía daño. La viuda de R. nunca
había querido a ninguno de los tres hijos de su única hija. Y
mucho menos los quiso cuando a los pobrecitos les tocó en
desgracia ir a vivir con ella, después del accidente que los
dejó huérfanos y sin ningún otro pariente en océanos a la
redonda. Durante los años que vivieron con ella, la viuda de
R. trató a los chicos como si no lo hubieran sido. ¡Ah... si los
había mortificado! Castigos y humillaciones a granel. Sobre
todo, a Lilibeth –la más pequeña de los hermanos– acaso
porque era tan dulce y bonita, idéntica a la mamá muerta, a
quien la viuda de R. tampoco había querido –por supuesto–
porque por algo era perversa, ¿no? Luis y Leandro no lo
habían pasado mejor con su abuela pero –al menos– sus
caritas los habían salvado de padecer una que otra crueldad:
no se parecían a la de Lilibeth y –por lo tanto– a la vieja no
se le habían transformado en odiados retratos de carne y
huesos. El caso fue que tanto sufrimiento soportaron los tres
hermanos por culpa de la abuela que –no bien crecieron y
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pudieron trabajar– alquilaron un departamento chiquito y
allí se fueron a vivir juntos.
Pasaron algunos años más. Luis y Leandro se casaron y así
fue como Lilibeth se quedó sólita en aquel 11 "J",
contrafrente, dos ambientes, teléfono, cocina y baño
completos, más balconcito a pulmón de manzana. Lili era
vendedora en una tienda y –a partir del atardecer– estudiaba
en una escuela nocturna. Un viernes a la medianoche –no
bien acababa de caer rendida en su cama– se despertó
sobresaltada. Una pesadilla que no lograba recordar, acaso.
Lo cierto fue que la muchacha empezó a sentir que algo le
aspiraba las fuerzas, el aire, la vida. Esa sensación le duró
alrededor de cinco minutos inacabables. Cuando concluyó,
Lilibeth oyó –fugazmente– la voz de la abuela. Y la voz
aullaba desde lejos: –Liiilibeeeth... Pronto nos veremos...
Liiilibeeeth... Liiiiiii... Liiiii... Ag. La jovencita encendió el
velador, la radio y abandonó el lecho; indudablemente, una
ducha tibia y un tazón de leche iban a hacerle muy bien,
después de esos momentos de angustia. Y así fue. Pero a la
mañana siguiente, lo que ella había supuesto una pesadilla
más comenzó a prolongarse, aunque ni la misma Lili pudiera
sospecharlo todavía. Las voces de Luis y Leandro –a través
del teléfono– le anunciaron: –Esta madrugada falleció la
abuela... Nos avisó el encargado de su edificio... sí... te
entendemos... Nosotros tampoco, Lili... pero... claro...
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alguien tiene que hacerse cargo de... Quedáte tranquila,
nena... Después te vamos a ver...
Sí... Bien... Besos, querida. Luis y Leandro visitaron el 11
"J" la noche del domingo. Lilibeth los aguardaba ansiosa. Si
bien ninguno de los tres podía sentir dolor por la muerte de
la malvada abuela, una emoción rara –mezcla de pena e
inquietud a la par– unía a los hermanos con la misma
potencia del amor que se profesaban. –Si estás de acuerdo,
nena, Leandro y yo nos vamos a ocupar de vender los
muebles y las demás cosas, ¿eh? Ah, pensamos que no te
vendrían mal algunos artefactos. Esta semana te los vamos a
traer. La abuela se había comprado tv-color, licuadora,
heladera, lustradora y lavarropas ultra modernos, ¿qué te
parece? Lilibeth los escuchaba como atontada. Y como
atontada recibió –el sábado siguiente– los cinco aparatos
domésticos que habían pertenecido a la viuda de R., que en
paz descanse. Su herencia visible y tangible. (La otra, Lili
acababa de recibirla también, aunque... ¿cómo podía darse
cuenta?... ¿quién hubiera sido capaz de darse cuenta?)
Más de dos meses transcurrieron en los almanaques
hasta que la jovencita se decidió a usar esos artefactos que
se promocionaban en múltiples propagandas, tan novedosos
y sofisticados eran. Un día, superó la desagradable impresión
que le causaban al recordarle a la desamorada abuela y –
finalmente– empezó con la licuadora. Aquella mañana de
domingo, tanto Lilibeth como su gato se hartaron de bananas
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con leche. A partir de entonces comenzó a usar –también– la
lustradora... enchufó la lujosa heladera con freezer... hizo
instalar el televisor con control remoto y puso en marcha el
enorme lavarropas. Este aparato era verdaderamente
enorme: la chica tuvo que acumular varios kilos de ropa sucia
para poder utilizarlo. ¿Para qué habría comprado la abuela
semejante armatoste, solitaria como habitaba su casa? A lo
largo de algunos días, Lilibeth se fue acostumbrando a
manejar todos los electrodomésticos heredados, tal como si
hubieran sido suyos desde siempre. El que más le atraía era
el televisor color, claro. Apenas regresaba al departamento –
después de su jornada de trabajo y estudio– lo encendía y
miraba programas de trasnoche. Habitualmente, se quedaba
dormida sin ver los finales. Era entonces el molesto zumbido
de las horas sin transmisión el que hacía las veces de
despertador a destiempo. En más de una ocasión, Lili se des-
pertaba antes del amanecer a causa del "schschsch" que
emitía el televisor, encendido al divino botón. Una de esas
veces –cerca de la madrugada de un sábado como otros– la
jovencita tanteó el cubrecama –medio dormida– tratando de
ubicar la cajita del control remoto que le permitía apagar la
televisión sin tener que levantarse. Al no encontrarlo, se
despabiló a medias. La luz platinosa que proyectaba el
aparato más su chirriante sonido terminaron por despertarla
totalmente. Entonces la vio y un estremecimiento le recorrió
el cuerpo: la imagen del rostro de la abuela le sonreía –sin
sus dientes– desde la pantalla. Aparecía y desaparecía en una
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serie de flashes que se apagaron de pronto, tal como el
televisor, sin que Lilibeth hubiera siquiera rozado el control
remoto. A partir de aquel sábado, el espanto se instaló en el
11 "J" como un huésped favorito. La pobre chica no se
animaba a contarle a nadie lo que le estaba ocurriendo. –
¿Me estaré volviendo loca? –se preguntaba, aterrorizada. Le
costaba convencerse de que todos y cada uno de los sucesos
que le tocaba padecer estaban formando parte de su
realidad cotidiana. Para aliviar un poquito su callado pánico,
Lilibeth decidió anotar en un cuaderno esos hechos que
solamente ella conocía, tal como se habían desarrollado
desde un principio. Y anotó –entonces– entre muchas otras
cosas que... "La lustradora no me obedece; es inútil que
intente guiarla sobre los pisos en la dirección que deseo... (...)
El aparato pone en acción "sus propios planes", moviéndose
hacia donde se le antoja... (...) Antes de ayer, la licuadora se
puso en marcha "por su cuenta", mientras que yo colocaba
en el vaso unos trozos de zanahoria. Resultado: dos dedos
heridos. (...) La heladera me depara horrendas sorpresas (...)
Encuentro largos pelos canosos enrollados en los alimentos,
aunque lo peor fue abrir el freezer y hallar una dentadura
postiza. La arrojé por el incinerador... (...) La desdentada
imagen de la abuela continúa apareciendo y desapareciendo
–de pronto– en la pantalla del televisor durante las funciones
de trasnoche... (...) Mi gato Zambri parece percibir todo (...)
se desplaza por el departamento casi siempre erizado (...)
Fija su mirada redondita aquí y allá, como si lograra ver algo
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que yo no. (...) El único artefacto que funciona normalmente
es el lavarropas... (...) Voy a deshacerme de todos los demás
malditos aparatos, a venderlos, a regalarlos mañana
mismo... (...) Durante esta siesta dominguera, mientras me
dispongo a lavar una montaña de ropa..." (AQUÍ CONCLUYEN
LAS ANOTACIONES DE LILIBETH. ABRUPTAMENTE, Y UN
TRAZO DE BOLÍGRAFO AZUL SALE COMO UNA SERPENTINA
DESDE EL FINAL DE ESA "A" HASTA LLEGAR AL EXTREMO
INFERIOR DE LA HOJA.)
Tras un día y medio sin noticias de Lili, los hermanos se
preocuparon mucho y se dirigieron a su departamento. Era
el mediodía del martes siguiente a esa "siesta dominguera".
Apenas arribados, Luis y Leandro se sobresaltaron: algunas
vecinas cuchicheaban en el corredor general, otra golpeaba
a la puerta del 11 "J", mientras que el portero pasaba el trapo
de piso una y otra vez. –No sabemos qué está pasando
adentro. La señorita no atiende el teléfono, no responde al
timbre ni a los gritos de llamado... Desde ayer que... Agua
jabonosa seguía fluyendo por debajo de la puerta hacia el
corredor general, como un río casero. Dieron parte a la
policía. Forzaron la puerta, que estaba bien cerrada desde
adentro y con su correspondiente traba. Luis y Leandro
llamaron a Lili con desesperación. La buscaron con
desesperación. Y –con desesperación– comprobaron que la
muchacha no estaba allí. El televisor en funcionamiento –
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pero extrañamente sin transmisión a pesar de la hora–
enervaba con su zumbido.
En la cocina, "la montaña" de ropa sucia junto al
lavarropas, en marcha y con la tapa levantada. Medio
enroscado a la paleta del tambor giratorio y medio colgando
hacia afuera, un camisón de Lilibeth; única prenda que
encontraron allí, además de una pantufla casi deshecha en el
fondo del tambor. El agua jabonosa seguía derramándose y
empapando los pisos.
Más tarde, Luis ubicó a Zambri, detrás de un cajón de soda
y semioculto por una pila de diarios viejos. El animal estaba
como petrificado y con la mirada fija en un invisible punto de
horror del que nadie logró despegarlo todavía. (Se lo llevó
Leandro.) El gato, único testigo. Pero los gatos no hablan. Y a
la policía, las anotaciones del cuaderno de Lilibeth le
parecieron las memorias de una loca que "vaya a saberse
cómo se las ingenió para desaparecer sin dejar rastros"...
"una loca suelta más"... "La loca del 11 Jota"... como la
apodaron sus vecinos, cuando la revista para la que yo
trabajo me envió a hacer esta nota.
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LAS GALLINAS
Marcos Romero
Este fue un verano caluroso, como todos los veranos.
Decidí pasar las vacaciones en la chacra de mis tíos,
preparando las materias que debo. Anduvo haciendo un
calor bochornoso, y como de día apenas se podía respirar yo
arrastraba todas las noches una silla a la galería y
aprovechaba para tomar el fresco.
Un día aparecieron muertas unas gallinas. Mi tío se quedó
mirándolas y dijo, secamente: “Acá anda una comadreja”.
Me llamó la atención porque no sonaba convencido. Esa
misma noche, cuando después de cenar me fui a la galería,
mi tío me dijo que lleve la escopeta, por si veía a la comadreja
que tanto daño estaba haciendo en el gallinero. Venía
tormenta. Las nubes espesas fueron ganando el horizonte y
volvieron la noche oscura. De pronto sentí un ruido seco en
el gallinero. Me puse alerta; sólo se escuchaba el viento y
algunas hojas que se movían en la parte alta de los
eucaliptos. Pensé que el viento habría volteado alguna chapa
en el gallinero y las gallinas se habían asustado. Dejé la
escopeta a un lado y pude ver, en el horizonte, los primeros
relámpagos.
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Algo que me gusta de ir a la casa de mis tíos es que puedo
fumar y no me dicen nada. Fumé un cigarrillo y los minutos
pasaron lentos. Veía venir la tormenta, cada vez más cerca.
Volví a escuchar ruidos en el gallinero. Esta vez fue un grito
agudo y desesperado, cargado de agonía, aunque breve. La
tormenta ya estaba encima. Empuñé la escopeta, aunque no
veía nada. El silencio y la oscuridad se me volvieron
insoportables. De repente un relámpago iluminó todo,
revelando una escena que me quedará para siempre.
El mundo iluminado por una luz blanca; el alero de la
galería, los corrales, la hilera de los eucaliptos y el gallinero,
todo se apareció en plena noche bañado de una luz fría e
intensa. Durante un instante, y para siempre, su imagen se
me clavó entre los ojos y quedé helado, sin poder moverme
ni reaccionar. Vi a esa criatura infernal parada sobre sus
patas traseras, mirándome desde el gallinero. Mostraba sus
dientes filosos y chorreantes de la sangre que había bebido
del cuello de una gallina que ahora, como una bolsa vacía,
colgaba de una de sus manos. No recuerdo el color de su
pelaje, si tenía cola, si sus piernas terminaban en pies o en
pezuñas, y no es que me esté olvidando de su horrorosa
imagen, sino que la rapidez del relámpago sólo me permitió
retener solamente estos y no otros detalles diabólicos. Pero
fue suficiente para dejarme helado. Si hubiera querido
dispararle, no hubiese podido: el índice se me habría vuelto
rígido, como el acero; el gatillo pesado, inamovible. Mis ojos
siguieron clavados en dirección al gallinero, aunque ahora no
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se viera nada. A esta oscuridad la siguió un segundo
relámpago. No vi nada. Es decir, no vi ya a aquel monstruo
sino solamente el resto de la gallina desangrada, ahí en el
piso, y a las demás gallinas y pollos revoloteando,
manifestando su frágil temor de aves con movimientos
descontrolados y sus ruidos espantosos. No pude dormir
hasta que amaneció.
Al día siguiente mi tía me levantó de la cama. Me dijo
indignada que habían aparecido más gallinas muertas... Yo
sentí un escalofrío y el impulso de contarle lo que había
pasado la noche anterior. Me contuve. ¿Cómo me iban a
creer? ¿Cómo les iba a contar algo que ni siquiera yo podía
asegurar que fue real? A lo mejor lo había soñado; por ahí el
calor de los días había calentado mi cabeza de tal modo que
estaba un poco abochornado, confundido...
Ese mismo día busqué una excusa y volví a la ciudad. Me
costó poder volver a dormir, y todavía me despierto
sobresaltado, repitiendo mentalmente aquella imagen
monstruosa. No puedo dejar de pensar e mis errores. Debí
haber disparado. Debí haberles contado. Hace varios días
dejé la chacra y estoy preocupado: quedaban pocas gallinas
y hace rato que no tengo noticias de mis tíos.
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LA GALLINA DEGOLLADA
Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los
cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la
lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza
con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de
ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí
se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como
el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio,
poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin
estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad
ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera
comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas
enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes
sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,
mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero
casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de
idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con
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las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa
saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su
aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un
poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el
encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini
y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y
mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo.
¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada
consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un
mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a
los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su
felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo
año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una
noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no
conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa
atención profesional que está visiblemente buscando las
causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados
recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun
el instinto, se habían ido del todo; había quedado
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profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para
siempre sobre las rodillas de su madre.
–¡Hijo, mi hijo querido! –sollozaba ésta, sobre aquella
espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
–A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido.
Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su
idiotismo, pero no más allá.
–¡Sí!... ¡Sí! –asentía Mazzini–. Pero dígame: ¿Usted cree
que es herencia, que...?
–En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía
cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón
que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un
poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini
redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los
excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener
sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel
fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la
esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de
risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los
dieciocho meses las convulsiones del primogénito se
repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
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Esta vez los padres cayeron en honda desesperación.
¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre
todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada
ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no
pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito;
¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del
dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para
siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y
punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a
Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo
que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya
sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir,
cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a
caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de
los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse
de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando
veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces,
echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí
bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no
se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora
descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo
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ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo
transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo
que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se
agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre
sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero
la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que
habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad
de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los
corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y
como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se
cargaba.
–Me parece –díjole una noche Mazzini, que acababa de
entrar y se lavaba las manos–que podrías tener más limpios
a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
–Es la primera vez –repuso al rato– que te veo inquietarte
por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa
forzada:
–De nuestros hijos, ¿me parece?
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–Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? –alzó ella los
ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
–¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
–¡Ah, no! –se sonrió Berta, muy pálida– ¡pero yo
tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... –murmuró.
–¿Qué no faltaba más?
–¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien!
Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de
insultarla.
–¡Dejemos! –articuló, secándose por fin las manos.
–Como quieras; pero si quieres decir...
–¡Berta!
–¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en
las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble
arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor
de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin
embargo, y los padres pusieron en ella toda su
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complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos
límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de
sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros.
Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la
hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor
grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a
sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora
afuera, con el terror de perderla, los rencores de su
descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado
tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor
contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto
emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a
que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es,
cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona.
Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,
sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro
habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos
mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de
comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban
casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita
cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas
que era a los padres absolutamente imposible negarle, la
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criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla
morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como
casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
–¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas
veces...?
–Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a
propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: –¡No, no te creo tanto!
–Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
–¡Qué! ¿Qué dijiste?...
–¡Nada!
–¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que
prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has
tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
–¡Al fin! –murmuró con los dientes apretados–. ¡Al fin,
víbora, has dicho lo que querías!
–¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?,
¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera
tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos
tuyos, los cuatro tuyos!
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Mazzini explotó a su vez.
–¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero
decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la
mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu
pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un
gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una
de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y
como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes
que se han amado intensamente una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran
los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se
levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche
pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo
abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin
que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como
apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara
una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco.
De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al
animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había
aprendido de su madre este buen modo de conservar la
frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras
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ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros
pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación...
Rojo... rojo...
–¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en
esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada,
podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente,
cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e
hija, más irritado era su humor con los monstruos.
–¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente
empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a
Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al
bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento
a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día
de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba
a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más
inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su
hermana, cansada de cinco horas paternales, quería
observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba
pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin
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decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba.
Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su
hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y
cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta
del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos
lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una
misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban
los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula
bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente
avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado
calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro
lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de
ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
–¡Soltáme! ¡Déjame! –gritó sacudiendo la pierna. Pero
fue atraída.
–¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! –lloró
imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero
sintióse arrancada y cayó.
–Mamá, ¡ay! Ma. . . –No pudo gritar más. Uno de ellos le
apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas,
y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina,
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donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
–Me parece que te llama–le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo,
un momento después se despidieron, y mientras Berta iba
dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
–¡Bertita!
Nadie respondió.
–¡Bertita! –alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre
aterrado, que la espalda se le heló de horrible
presentimiento.
–¡Mi hija, mi hija! –corrió ya desesperado hacia el fondo.
Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de
sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó
un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el
angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con
otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la
muerte, se interpuso, conteniéndola:
–¡No entres! ¡No entres!
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Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo
echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él
con un ronco suspiro.
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EL FABRICANTE DE ATAÚDES
Alexader Pushkin
Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián
Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de
rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la
Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con
todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un
letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o
arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de
la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su
imaginación y que por fin había comprado por una
respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no
había alegría en su corazón.
Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto que
reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja
casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había
regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus
dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se
puso a ayudarlas.
Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las imágenes
con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la
cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la
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habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los
artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y
tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y
antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio
que representaba a un corpulento Eros con una antorcha
invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y
se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se
reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita.
Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y
mandó que prepararan el samovar.
El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como
Walter Scott han mostrado a sus sepultureros como
personas alegres y dadas a la broma, para así, con el
contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro
caso, por respeto a la verdad, no podemos seguir su ejemplo
y nos vemos obligados a reconocer que el carácter de
nuestro fabricante de ataúdes casaba por entero con su
lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire
sombrío y pensativo. Sólo rompía su silencio para regañar a
sus hijas cuando las encontraba de brazos cruzados mirando
a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma
exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la
suerte, a veces) de necesitarlas.
De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y
tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumido como de
costumbre en sus tristes reflexiones. Pensaba en el aguacero
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que una semana atrás había sorprendido justo a las puertas
de la ciudad al entierro de un brigadier retirado. Por culpa de
la lluvia muchos mantos se habían encogido, y torcido
muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues
las viejas reservas de prendas funerarias se le estaban
quedando en un estado lamentable. Confiaba en resarcirse
de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba
al borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero
Triújina se estaba muriendo en Razguliái, y Prójorov temía
que sus herederos, a pesar de su promesa, se ahorraran el
esfuerzo de mandar a buscarlo tan lejos y se las arreglaran
con la funeraria más cercana.
Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas
por tres golpes francmasones en la puerta.
–¿Quién hay? –preguntó Adrián.
La puerta se abrió y un hombre en quien a primera vista
se podía reconocer a un alemán artesano entró en la
habitación y con aspecto alegre se acercó al fabricante de
ataúdes.
–Excúseme, amable vecino –dijo aquel con un acento que
hasta hoy no podemos oír sin echarnos a reír–, perdone que
le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me
llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casa
que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas
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de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi
casa como buenos amigos.
La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño de
la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una
taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, al
poco se pusieron a charlar amistosamente.
–¿Cómo le va el negocio a su merced? –preguntó Adrián.
–He–he–he –contestó Schultz–, ni mal ni bien. No puedo
quejarme. Aunque, claro está, mi mercancía no es como la
suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no
puede vivir sin su ataúd.
–Tan cierto como hay Dios –observó Adrián–. Y, sin
embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas,
mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un
difunto pordiosero, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.
Así prosiguió cierto rato la charla entre ambos; al fin el
zapatero se levantó y antes de despedirse del fabricante de
ataúdes, le renovó su invitación.
Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes
y sus hijas salieron de su casa recién comprada y se dirigieron
a la de su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de
Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y Daria,
apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los
novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo
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señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos
amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en ocasiones
solemnes.
La estrecha vivienda del zapatero estaba repleta de
invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas
y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un
guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde
grado, había sabido ganarse la especial benevolencia del
dueño.
Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante
veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio
del año doce que destruyó la primera capital de Rusia,
devoró también la garita amarilla del guardia. Pero tan
pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la
garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas
columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto
a ella con «su seguro y su coraza de arpillera». Lo conocían
casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta
Nikitínskie, y algunos de ellos incluso habían pasado en la
garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.
Adrián en seguida trabó relación con él, pues era persona
a la que tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los
convidados se dirigieron a la mesa, se sentaron juntos.
El señor y la señora Schultz y su hija Lotchen, una
muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales,
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atendían juntos a los invitados y ayudaban a servir a la
cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro:
Adrián no se quedaba atrás; sus hijas hacían remilgos; la
conversación en alemán se hacía por momentos más
ruidosa. De pronto, el dueño reclamó la atención de los
presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció
en voz alta en ruso:
–¡A la salud de mi buena Luise!
Brotó la espuma del vino achampañado. El anfitrión besó
tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y
los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena
Luise.
–¡A la salud de mis amables invitados! –proclamó el
anfitrión descorchando la segunda botella.
Y los convidados se lo agradecieron vaciando de nuevo
sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la
salud de cada uno de los invitados por separado, bebieron a
la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades
alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en general
y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los
maestros y de los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se
animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis
ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo
panadero, levantó la copa y exclamó:
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–¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos, unserer
Kundleute!
La propuesta, como todas, fue recibida con alegría y de
manera unánime. Los convidados comenzaron a hacerse
reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el
zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero,
etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas,
gritó dirigiéndose a su vecino:
–¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!
Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes se
sintió ofendido y frunció el ceño. Nadie lo había notado, los
convidados siguieron bebiendo, y ya tocaban a vísperas
cuando empezaron a levantarse de la mesa.
Los convidados se marcharon tarde y la mayoría
achispados. El gordo panadero y el encuadernador, cuya cara
parecía envuelta en encarnado codobán, llevaron del brazo
a Yurko a su garita, observando en esta ocasión el proverbio
ruso: «Hoy por ti, mañana por mí.» El fabricante de ataúdes
llegó a casa borracho y de mal humor.
–Porque, vamos a ver –reflexionaba en voz alta–; ¿en qué
es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que
fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos
herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de
invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un banquete
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por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a
llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.
–¿Qué dices, hombre? –preguntó la sirvienta que en
aquel momento lo estaba descalzando–. ¡Qué tonterías
dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le
ocurre?
–¡Como hay Dios que lo hago! –prosiguió Adrián–. Y
mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana
por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de
agasajarles con lo mejor que tenga...
Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se dirigió a la
cama y no tardó en ponerse a roncar.
En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a
despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella
misma noche y un mensajero de su administrador había
llegado a caballo para darle la noticia. El fabricante de
ataúdes le dio por ello una moneda de diez kopeks para
vodka, se vistió de prisa, tomó un coche y se dirigió a
Razguliái.
Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la
policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta,
deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la
mesa, amarilla como la cera, pero aún no deformada por la
descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes,
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vecinos y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las
velas ardían, los sacerdotes rezaban.
Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven mercader
con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas,
el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante
y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias,
le dijo que no iba a regatearle el precio y que se
encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante,
como de costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo
y, tras intercambiar una mirada significativa con el
administrador, fue a disponerlo todo.
Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta
Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo listo todo y,
dejando libre a su cochero, se marchó andando para su casa.
Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó
felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la
Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que, al
reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El
fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de
pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y
desaparecía tras ella.
“¿Qué significará esto? –pensó Adrián–. ¿Quién más me
necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O
es algún amante que viene a ver a las bobas de mis hijas? ¡Lo
que faltaba!”
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Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en su
ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la
valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que
corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero
de tres picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara,
pero con las prisas no tuvo tiempo de observarlo como es
debido.
–¿Viene usted a mi casa? –dijo jadeante Adrián–, pase,
tenga la bondad.
–¡Nada de cumplidos, hombre! –contestó el otro con voz
sorda–. ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!
Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con
cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió
hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las
habitaciones andaba gente.
“¡¿Qué diablos pasa?!”, pensó.
Se dio prisa en entrar... y entonces se le doblaron las
rodillas. La sala estaba llena de difuntos. La luna a través de
la ventana iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las
bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas
narices... Horrorizado, Adrián reconoció en ellos a las
personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped
que había llegado con él, al brigadier enterrado durante
aquel aguacero.
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Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de
ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un
pordiosero al que había dado sepultura de balde hacía poco.
El difunto, cohibido y avergonzado de sus harapos, no se
acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos
los demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus
cofias y lazos, los funcionarios fallecidos, con levita, aunque
con la barba sin afeitar, y los mercaderes con caftanes de día
de fiesta.
–Ya lo ves, Prójorov –dijo el brigadier en nombre de toda
la respetable compañía–, todos nos hemos levantado en
respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los
que no podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del
todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo los
huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir,
tantas ganas tenía de venir a verte.
En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso
entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo
sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de
paño verde claro y rojo y de lienzo apolillado colgaban sobre
él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de los pies
repicaban en unas grandes botas como las manos en los
morteros.
–No me has reconocido, Prójorov –dijo el esqueleto–.
¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich
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Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer
ataúd, y además de pino en lugar del de roble?
Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de
hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un
grito y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó
y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor
de indignación: todos salieron en defensa del honor de su
compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y
amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi
aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los
huesos del sargento retirado, se desmayó.
El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que estaba
acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos
y vio frente a él a la criada que atizaba el fuego del samovar.
Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior.
Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron
confusos en su mente. Adrián esperaba en silencio que la
criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias
del episodio nocturno.
–Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich –dijo
Aksinia acercándole la bata–. Te ha venido a ver tu vecino el
sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el
santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir
durmiendo y no hemos querido despertarte.
–¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?
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–¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?
–¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a
preparar su entierro?
–¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún
no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te
pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste
borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la
hora que es, que ya han tocado a misa.
–¡No me digas! –exclamó con alegría el fabricante de
ataúdes.
–Como lo oyes –contestó la sirvienta.
–Pues si es así, trae enseguida el té y ve a llamar a mis
hijas.
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EL DESENTIERRO DE LA ANGELITA
Mariana Henriquez
A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran
las primeras gotas, cuando el cielo se oscurecía, salía al patio
del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad, todo el
pico bajo tierra. Yo la seguía y le preguntaba abuela por qué
no te gusta la lluvia por qué no te gusta. Pero ella, nada,
evasiva, con la palita en la mano, frunciendo la nariz para oler
la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o
tormenta, cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del
televisor hasta tapar el ruido de las gotas y el viento –el techo
de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su
serie favorita, Combate, no había quien pudiera sacarle una
palabra porque estaba perdidamente enamorada de Vic
Morrow.
Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y
permitía que se desatara mi manía excavatoria. ¡Qué de
pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del
tamaño que usaría un niño para jugar en la playa, pero de
metal y madera, no de plástico. La tierra del fondo albergaba
pedacitos de botellas de vidrio color verde, con los bordes
tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían
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cantos rodados o pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían
en el fondo de mi casa? Alguien debía haberlas sepultado.
Una vez encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de
una cucaracha pero sin patas ni antenas. De un lado era lisa,
del otro unas muescas formaban los claros rasgos de una
cara sonriente. Se la mostré a mi papá, enloquecida porque
creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las
marcas formaban un rostro de casualidad. Mi papá nunca se
entusiasmaba. También encontré dados negros, con los
puntos blancos ya casi invisibles. Encontré restos de vidrios
esmerilados verde manzana y turquesa. Mi abuela se acordó
de que habían sido parte de una puerta vieja. También
jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien
chiquitos. No me divertía ver el cuerpo dividido
retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me
parecía que si picaba bien a la lombriz, como a una cebolla,
sin dejar contacto alguno entre los anillos, no iba a poder
reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
Encontré los huesos después de una tormenta que
convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una piscina de
barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los
tesoros hasta la pileta del patio, donde los lavaba. Se los
mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo mejor
de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían
haber enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo
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de los pollos porque antes, en el fondo, cuando él era chico,
mi abuela tenía un gallinero.
Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se
enteró de los huesitos y empezó a arrancarse los pelos y a
gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró
mucho bajo la mirada de papá: él admitía las
“supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y
cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de
desaprobación y se tranquilizó a la fuerza. Me pidió los
huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a la
habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no
entendía la causa de la penitencia.
Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó
todo. Era la hermana número diez u once, mi abuela no
estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les
prestaba tanta atención a los chicos. Se había muerto a los
pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era
angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con flores,
envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le
hicieron alitas de cartón para que subiera al cielo más rápido,
y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a la
mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre.
Hubo baile y canto toda la noche, y hasta hubo que echar a
un tío borracho y reanimar a mi bisabuela, que se desmayó
por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios, y
lo único que les cobró fue unas empanadas.
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–¿Eso fue acá, abuela?
–No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor!
–Entonces no son los huesos de la nena, si se murió allá.
–Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No
la quise dejar porque lloraba todas las noches, pobrecita. Si
lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar
sola, abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos
nomás, la puse en una bolsa y la enterré acá en los fondos.
Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es que nomás yo la
escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el
tonto.
–¿Y acá llora la nena?
–Cuando llueve, nomás.
Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena
angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya estaba muy
grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo
mejor le resultaba incómoda la conversación. Después la
abuela se murió, la casa se vendió, yo me fui a vivir sola sin
marido ni hijos; mi papá se quedó con un departamento de
Balvanera, y me olvidé de la angelita.
Hasta que apareció al lado de la cama, en mi
departamento, diez años después, llorando, una noche de
tormenta.
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La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida
ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y no habla. La
primera vez que apareció creí que soñaba y traté de
despertarme de la pesadilla; cuando no pude y empecé a
entender que era real grité y lloré y me tapé con las sábanas,
los ojos cerrados fuerte y las manos tapando los oídos para
no escucharla –porque en ese momento no sabía que era
muda–. Pero cuando salí de ahí abajo, unas cuantas horas
después, la angelita seguía ahí con los restos de una manta
vieja puesta sobre los hombros como un poncho. Señalaba
con el dedo hacia afuera, hacia la ventana y la calle, y así me
di cuenta de que era de día. Es raro ver un muerto de día. Le
pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando
como en una película de terror.
Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los
guantes que usaba para lavar los platos. La angelita me
siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad
demandante. No me amedrentó. Con los guantes puestos la
agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar
ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y
ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos,
nada más yo quedé con restos de carne en descomposición
entre los dedos enguantados y a ella le quedó la tráquea a la
vista.
Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita,
la hermana de mi abuela. Seguía cerrando los ojos bien
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fuerte a ver si ella desaparecía o yo me despertaba. Como no
funcionaba le caminé alrededor y vi, en la espalda, colgando
de los restos amarillentos de lo que ahora sé era la mortaja
rosa, dos rudimentarias alitas de cartón con plumas de
gallina pegoteadas. En tantos años tendrían que haber
desaparecido, pensé y después me reí un poco histérica y me
dije que tenía un bebé muerto en la cocina, que era mi tía
abuela y que caminaba, aunque por el tamaño debía haber
vivido apenas unos tres meses. Tenía que dejar
definitivamente de pensar en términos de qué era posible y
qué no.
Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían
hecho tiempo de anotarla con un nombre legal, eran otros
tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así
descubrí que no hablaba pero contestaba moviendo la
cabeza. Entonces mi abuela decía la verdad, pensé, no eran
del gallinero, eran los huesitos de su hermana los que
desenterré cuando era chica.
Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que
mover la cabeza afirmativa o negativamente no hacía. Pero
algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía
señalando, sino que no me dejaba en paz. Me seguía por
toda la casa. Me esperaba atrás de la cortina del baño
cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet cuando yo
hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando
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lavaba los platos y se sentaba al lado de la silla cuando yo
trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera
semana. Creía que a lo mejor se trataba de un pico de estrés
con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el trabajo,
tomé pastillas para dormir. La angelita seguía ahí, esperando
al lado de la cama a que me despertara. Algunos amigos me
visitaron. Al principio no quise atender los mensajes ni
abrirles la puerta pero, para no preocuparlos más, accedí a
verlos aduciendo agotamiento mental. Ellos comprendieron,
estuviste trabajando como una negra, me decían. Ninguno
vio a la angelita. La primera vez que me visitó mi amiga
Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y
disgusto, se escapó y se sentó en el brazo del sillón, con esa
fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo
ese señor que la miró de pasada y después se dio vuelta y la
volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe haber
bajado la presión; o la señora que directamente salió
corriendo y casi la atropella el 45 en la calle Chacabuco.
Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba,
seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento,
cuando salíamos juntas –mejor dicho, cuando ella me seguía
y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía
con una especie de mochila para cargarla (es feo verla
caminar, es tan chiquita, es antinatural). También le compré
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una venda tipo máscara para la cara, de las que se usan para
tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve
siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé
muy enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé muerto.
Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de
que iba a morirse sin nietos (y se murió sin nietos, yo lo
decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré
juguetes para que se entretuviera, muñecas y dados de
plástico y chupetes para que mordiera, pero nada parecía
gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo apuntando
para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur–
mañana, tarde y noche. Yo le hablaba y le preguntaba, pero
ella no se podía comunicar bien.
Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi
casa de la infancia, la casa donde yo había encontrado sus
huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde
guardo las fotografías: un asco, dejó todas las otras
manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y
pringosas. Ahora señalaba la casa con el dedo, bien
insistente. Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le
expliqué que la casa ya no era nuestra, que la habíamos
vendido, y me dijo que sí otra vez.
La cargué en la mochila con su máscara puesta y nos
tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por la ventana
en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con
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nada, le da a lo exterior la misma importancia que a los
juguetes. La llevé sentada a upa para que estuviera cómoda,
aunque no sé si es posible que esté incómoda o si eso
significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente
sé que no es mala, y que le tuve miedo al principio, pero hace
rato que no.
Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la
tarde. Como siempre en verano, había un olor pesado a
Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos
de basura; en las esquinas, helados caídos de cucuruchos que
dejaban el suelo pegoteado. Hay muchas heladerías sobre la
avenida y mucha gente torpe. Cruzamos la plaza caminando,
después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi
abuela, y finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás
estaba mi casa vieja, a dos cuadras de distancia del estadio.
Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a
los dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué
pretexto? Ni lo había pensado. Claramente me estaba
afectando la mente andar para todos lados con una niña
muerta.
Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía
falta entrar. Era posible asomarse al fondo por la medianera,
eso era lo único que ella quería, ver el fondo. Espiamos las
dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja,
debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado
de tierra, había una pileta de natación de plástico azul,
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empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían
levantado toda la tierra para hacer el hoyo, y con esa acción
habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde,
los habían revoleado, se habían perdido. Me dio lástima,
pobrecita, y le dije que lo sentía mucho, que no podía
solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no haberlos
desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para
sepultarlos en algún lugar pacífico, o cerca de la familia si a
ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría haberlos
puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa!
Estuve mal con ella y le pedí disculpas. Angelita dijo que sí.
Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba
tranquila y se iba a ir, si me iba a dejar sola. Me dijo que no.
Bueno, contesté, y como la respuesta no me cayó muy bien,
salí caminando rápido hasta la parada del 15 y la obligué a
corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan
podridos, estaban dejando asomar los huesitos blancos.
49
EL GATO NEGRO
Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque
simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo
esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi
propósito inmediato consiste en poner de manifiesto,
simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de
episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios
me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han
destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido
horribles, para otros resultarán menos espantosos que
barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya
inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una
inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable
que la mía, capaz de ver en las circunstancias que
temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y
efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad
de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan
grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para
50
mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales,
y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba
a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más
feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este
rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la
virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño
hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en
explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un
animal que llega directamente al corazón de aquel que con
frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa
compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los
animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme
los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces
de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y
hermosura, completamente negro y de una sagacidad
asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el
fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la
antigua creencia popular de que todos los gatos negros son
brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera
seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de
recordarla.
51
Plutón –tal era el nombre del gato– se había convertido
en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él
me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho
impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los
cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi
carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico,
irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué,
incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé
por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está,
sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los
descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón,
sin embargo, conservé suficiente consideración como para
abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos,
el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos
por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad,
empero, se agravaba –pues, ¿qué enfermedad es
comparable al alcohol?–, y finalmente el mismo Plutón, que
ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir
las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente
embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad,
me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en
brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió
ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia
52
demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de
mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más
que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada
fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el
pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan
condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube
disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí
que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el
crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo,
no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en
los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la
órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto,
pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de
costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía
aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi
antigua manera de ser para sentirme agraviado por la
evidente antipatía de un animal que alguna vez me había
querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso
a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable,
se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene
en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de
53
que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los
impulsos primordiales del corazón humano, una de las
facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos
que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que
cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de
que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia
permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido,
una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el
solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se
presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable
anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar
su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me
incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que
había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a
sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en
la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas
manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me
había querido y porque estaba seguro de que no me había
dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al
hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que
comprometería mi alma hasta llevarla –si ello fuera posible–
más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más
misericordioso y más terrible.
54
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel
acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de
mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.
Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi
mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes
terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que
resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de
causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero
estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar
ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio
acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían
desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio
de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el
cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido
había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí
a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase
reunido frente a la pared y varias personas parecían
examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las
palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi
curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie,
grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un
gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del
pescuezo del animal.
55
Al descubrir esta aparición –ya que no podía considerarla
otra cosa– me sentí dominado por el asombro y el terror.
Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había
ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al
producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido
inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y
tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin
duda, habían tratado de despertarme en esa forma.
Probablemente la caída de las paredes comprimió a la
víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado,
cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del
cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que
no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido
impresionó profundamente mi imaginación. Durante
muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en
todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe
que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto
de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros
que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma
especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una
taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro
posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos
minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió
56
no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en
lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato
negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente
igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta
aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el
pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente,
ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció
encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar
el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato,
propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el
animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía
nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a
volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme.
Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para
inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se
acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran
favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia
aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había
anticipado, pero –sin que pueda decir cómo ni por qué– su
marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció
57
hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme
con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi
crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante
algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima
de cualquier violencia; pero gradualmente –muy
gradualmente– llegué a mirarlo con inexpresable odio y a
huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una
emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue
descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa,
que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta
circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi
mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos
sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi
rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más
puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo
grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia
que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que
me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis
rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a
caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme
caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas,
para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos,
aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre
58
todo –quiero confesarlo ahora mismo– por un espantoso
temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico
y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera.
Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta
celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer
que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era
intensificado por una de las más insensatas quimeras que
sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había
llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la
cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre
el extraño animal y el que yo había matado. El lector
recordará que esta mancha, aunque grande, me había
parecido al principio de forma indefinida; pero
gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón
luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica,
la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y
por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba,
digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del
patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del
crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias
humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo
destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir
59
tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y
semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar
de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me
dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora
de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento
de la cosa en mi rostro y su terrible peso –pesadilla
encarnada de la que no me era posible desprenderme–
apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí
lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos
pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más
tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía
habitual de mi humor creció hasta convertirse en
aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera
humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó
a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y
frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me
acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza
nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo,
lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y
olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta
entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que
hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo
alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria.
60
Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que
demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la
cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al
punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver.
Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como
de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me
observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un
momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los
pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del
sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al
pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de
una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para
que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció
el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el
sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media
emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros
eran de material poco resistente y estaban recién revocados
con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera
no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes
se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido
rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa
parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de
61
manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo
sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los
ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar
cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo
mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la
mampostería en su forma original. Después de procurarme
argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se
distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo
enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo
estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber
sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de
material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí,
por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante
de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla.
Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su
destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto
animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de
cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi
humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el
maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura
trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por
primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda
y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen
sobre mi alma.
62
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no
volvía. Una vez más respiré como un hombre libre.
¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre!
¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema
felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy
poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me
costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la
casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi
tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se
presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa
inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me
pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron
hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo
músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel
que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del
sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La
alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla.
Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como
prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
–Caballeros –dije, por fin, cuando el grupo subía la
escalera–, me alegro mucho de haber disipado sus
63
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía.
Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien
construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con
naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito
que es una casa de excelente construcción. Estas paredes...
¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran
solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé
fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la
pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de
la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del
archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes
cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un
quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al
sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal,
como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación,
mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber
brotado en el infierno de la garganta de los condenados en
su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura.
Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta.
Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó
paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos
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brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver,
ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada,
apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su
cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego,
estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había
inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al
verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
65
SREDNI VASHTAR
Saki
Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional
del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico
afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su
opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien
debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de
Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres
quintos del mundo que son necesarios, desagradables y
reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con
aquéllos, estaban representados por él mismo y su
imaginación. Conradín pensaba que no estaba lejos el día en
que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas
necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados
excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación,
estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor
franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín,
aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al
contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era
particularmente penoso. Conradín la odiaba con
desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección.
Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la
66
perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida
del reino de su imaginación por ser un objeto sucio,
inadecuado.
En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a
abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o
recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín
hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le
estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros
ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin
embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara
diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón,
casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas
abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo
que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de
juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas
familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su
imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos
huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina
del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un
cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la
penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos,
uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro.
Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un
amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando,
con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que
guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo
67
de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin
embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla
era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía
ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar
a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia
un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de
los pantanos fue para Conradín un dios y una religión.
La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana,
en una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradín a que
la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el
niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los
jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla, Conradín
oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera,
santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar
flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando
era invierno, pues era un dios interesado especialmente en
el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la
religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradín,
manifestaba la tendencia contraria.
En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez
moscada, pero era condición importante del rito que las
nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por
finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión
de un agudo dolor de muelas que padeció por tres días la
68
señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante
todo ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni
Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el
malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se
habría agotado.
La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni
Vashtar. Conradín había dado por sentado que era
anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo
que era ser anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de
que fuera algo audaz y no muy respetable. La señora De Ropp
encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la
respetabilidad.
Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradín en la
casilla despertaron la atención de su tutora.
–No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es
el tiempo –decidió repentinamente, y una mañana, a la hora
del desayuno, anunció que había vendido la gallina del
Houdán la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a
Conradín, esperando que manifestara odio y tristeza, que
estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla de
excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradín no
dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa cara impávida
y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la
hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía
con el pretexto de que haría daño a Conradín, y también
69
porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer
de la clase media.
–Creí que te gustaban las tostadas –exclamó con aire
ofendido al ver que no las había tocado.
–A veces –dijo Conradín.
Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios
cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que
cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
–Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.
No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un
dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba
una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro
mundo que detestaba.
Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su
dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla,
se elevó la amarga letanía de Conradín:
–Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.
La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no
habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más
completa.
–¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? –le
preguntó–. Supongo que son conejitos de la India. Haré que
se los lleven a todos.
70
Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su
dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la
casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría
y Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la
casa. Desde la última ventana del comedor se divisaba entre
los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló
Conradín. Vio entrar a la mujer, y la imaginó después
abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus
ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá
tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradín
articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero sabía al
rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a
otro con esa sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y
dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios
prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color
pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como
siempre por triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su
sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que
a él ya nada le importara, y la opinión del médico se vería
confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz
el himno de su ídolo amenazado:
Sredni Vashtar avanzó:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes
eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.
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Sredni Vashtar el hermoso.
De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana.
La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos
pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los
estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una
y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de
expresión agria entró para preparar la mesa para el té.
Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza
gradualmente se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a
brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo
habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con
una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y
devastación. Sus ojos fueron recompensados: por la puerta
salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos
deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas
mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín
se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió
al arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó
un puentecito de madera y se perdió entre los arbustos. Ese
fue el tránsito de Sredni Vashtar.
–Está servido el té –anunció la criada de expresión agria–
. ¿Dónde está la señora?
–Fue hace un rato a la casilla –dijo Conradín.
Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín
sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se
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puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo
untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento
placer de comérselo, Conradín estuvo atento a los ruidos y
silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá
de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el
coro de interrogantes clamores de los integrantes de la
cocina que la acompañaba, los escurridizos pasos y las
apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego,
después de una pausa, los asustados sollozos y los pasos
arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.
–¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! –
exclamó una voz chillona.
Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradín se
preparó otra tostada.