Post on 10-Dec-2015
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Un facha de siete años
Arturo Pérez Reverte – El Semanal – 6 / 7 / 2.008.
Me interpela un lector algo -o muy- dolido porque de vez en cuando aludo a
España como este país de mierda. El citado lector, que sin duda tiene un
sentimiento patriótico susceptible y no mucha agudeza leyendo entre líneas,
pero está en su derecho, considera que me paso varios pueblos y una
gasolinera. Le extraña, por otra parte, y me lo comunica con acidez, que
alguien que, como el arriba firmante, ha escrito algunas novelas con trasfondo
histórico, y que además parece complacerse en recuperar episodios olvidados
de nuestra Historia en esta misma página, sea tan brutal a la hora de referirse a
la tierra y a los individuos que de una u otra forma, le gusten o no, son su patria
y sus compatriotas.
La verdad es que podría, perfectamente, escaquearme diciendo que cada cual
tiene perfecto derecho a hablar con dureza de aquello que ama, precisamente
porque lo ama. Y que cuando abro un libro de Historia y observo ciertos atroces
paralelismos con la España de hoy, o con la de siempre, y comprendo mejor lo
que fuimos y lo que somos, me duelen las asaduras. Aunque, la verdad, ya ni
siquiera duelen. Al menos no como antes, cuando creía que la estupidez, la
incultura, la insolidaridad, la ancestral mala baba que nos gastamos aquí,
tenían arreglo. La edad y las canas ponen las cosas en su sitio: ahora sé que
esto no lo arregla nadie. España es uno de los países más afortunados del
mundo, y al mismo tiempo el más estúpido. Aquí vivimos como en ningún otro
lugar de Europa, y la prueba es que los guiris saben dónde calentarse los
huesos. Lo tenemos todo, pero nos gusta reventarlo. Hablo de ustedes y de mí.
Nuestra envilecida y analfabeta clase política, nuestros caciques territoriales,
nuestros obispos siniestros, nuestra infame educación, nuestras ministras
idiotas del miembro y de la miembra, son reflejo de la sociedad que los elige,
los aplaude, los disfruta y los soporta. Y parece mentira. Con la de gente que
hemos fusilado aquí a lo largo de nuestra historia, y siempre fue a la gente
equivocada. A los infelices pillados en medio. Quizá porque quienes fusilan, da
igual en qué bando estén, siempre son los mismos.
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Pero me estoy metiendo en jardines complejos, oigan. El que quiera tener su
opinión sobre todo eso, acertada o no, pero suya y no de otros, que lea y mire.
Y si no, que se conforme con Operación Triunfo, con Corazón Rosa o con
Operación Top Model, o como se llamen, y le vayan dando. Cada cual tiene lo
que, en fin, etcétera. Ya saben. Por mi parte, como todavía me permiten y
pagan este folio y medio de terapia personal cada semana -es higiénico poder
morir matando-, me reafirmo un día más en lo de país de mierda. Y lo voy a
justificar hoy, miren por donde, con una bonita anésdota anesdótica. Una de
tantas.
Verán. Un niño de siete años, sobrino de un amigo mío, observando hace poco
que varios de sus amigos llevaban camisetas de manga corta con banderas de
varios países, la norteamericana y la de Brasil entre ellas -algo que por lo visto
está de moda-, le pidió al tío de regalo una camiseta con la bandera española.
«Van a flipar mis amigos, tito», dijo el infeliz del crío. Según cuenta mi amigo, el
sobrinete bajó al parque como una flecha, orgulloso de su prenda, con la ilusión
que en esas cosas sólo puede poner una criatura. A los diez minutos subió
descompuesto, avergonzado, a cambiarse de ropa. El tío fue a verlo a su
habitación, y allí estaba el chiquillo, al filo de las lágrimas y con la camiseta
arrugada en un rincón. «Me han dicho que si soy facha o qué», fue el
comentario.
Siete años, señoras y caballeros. La criatura. Y no en el País Vasco ni en
Cataluña, ni en Galicia. En la Manga del Mar Menor, provincia de Murcia.
Casualmente, y sólo una semana después de que me contaran esa edificante
historia infantil, otro amigo, Carlos, gerente de un importante club náutico de la
zona, me confiaba que ya no encarga polos deportivos para sus regatistas con
el tradicional filetillo de la bandera española en las mangas y en el cuello. «En
las competiciones con clubs de otras autonomías -explicó- están mal vistos.»
Dirán algunos que, tal y como anda el asunto, podríamos mandar a tomar por
saco ese viejo trapo y hacer uno distinto. Al fin y al cabo sólo existe desde hace
dos siglos y medio. Podríamos encargarle una bandera nueva, más actual, a
Mariscal, a Alberto Corazón, a Victorio o a Lucchino. O a todos juntos. Pero es
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que iba a dar igual. Tendríamos las mismas aunque pusiéramos una de color
rosa con un mechero Bic, un arpa y la niña de los Simpson en el centro; y en
las carreteras, el borreguito de Norit en vez del toro de Osborne. El problema
no es la bandera, ni el toro, sino la puta que nos parió. A todos nosotros. A los
ciudadanos de este país de mierda.
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