Post on 06-Aug-2015
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PROCESOS INTERCULTURALES
Texturas y Complejidad de lo Simbólico
Por Javier Protzel
RESUMEN
La decoloración del mito del mestizaje y la formación de tipos de diferencia
cultural, pese al mantenimiento pertinaz de la desigualdad material que les
sirve de base, han puesto sobre el tapete los temas de interculturalidad y la
diversidad. Son útiles por ubicar la reflexión más alla de la mezcla simple de los
legados hispánicos e indígenas andinos que daría lugar a una síntesis mestiza
peruana genérica y homogénea con predominio criollo y capitalino, que
además de estar desmentida por la historia de un país que sigue siendo racista
y jerárquico, impide percibir a las culturas en sus dinámicas permanentes de
préstamo, apropiación, declive y creación a partir de la multiplicidad de
referentes simbólicos que se le ofrecen. Así mismo omite la supervivencia de
acervos locales, cuya existencia se debe a la relación entre hombre y
naturaleza que propicia el medio ambiente tan diverso del país, como sucede
en la Amazonía y en los arenales de la costa.
Interculturalidad y diversidad permiten comprender mejor las grandes
transformaciones culturales contemporáneas provocadas por el crecimiento del
transporte, de las tecnologías de comunicación y de los mercados de consumo.
Por otro lado, los procesos son continuos y contradictorios que fracturan a los
antiguos sujetos colectivos, a la vez que multiplican los sentimientos de
pertenencia del sujeto que negocia sus gustos y su lugar en la modernidad.
En el libro el autor se propuso analizar las grandes líneas de los procesos
interculturales del Perú contemporáneo, teniendo en cuenta que todo proviene
de siglos atrás. Sin embargo, la diversidad aun pervive en el país pese a
efectos homogeneizador de la urbanización y las industrias culturales. Además
el libro considera a los bienes simbólicos en su gran variedad actual desde
aquellos que los medios de comunicación ofrecen hasta la narrativa literaria.
INTERCULTURALIDAD, MULTICULTURALIDAD E HISTORIA
La tarea de dar cuenta de las dinámicas culturales en el Perú de hoy no es solo
el propósito de comprendernos, saber valorarnos y vivir mejor entre nosotros.
Es un intento de pensar por nuestra propia cuenta para no ser pensados y
construidos desde afuera. Por eso es preciso revisar los conceptos de cultura y
civilización. De esta manera rescataremos la idea de interculturalidad como
diálogo y mezcla permanente sin fronteras, al confrontarse con la
multiculturalidad, en boga en los países industrializados del norte.
Hoy podemos decir que el descubrimiento de América fue fundacional, ya que
sirvió para señalar que el contacto con el otro, es decir, el indígena, para que
occidente se reconozca así mismo, como diferente, pero civlizado.
En occidente para entonces no existía una definición por “civilización”, ni existía
una “cultura” con la que podían diferenciarse, porque en Europa todos eran
iguales. Por ello, el siglo XVIII y XIX, con el pensamiento de la ilustración y el
Romanticismo, le dio mayor amplitud a estos conceptos de civilización y
cultura.
De esta manera, la cultura llega a ser la organización social del sentido como
experiencia vivida en cada sujeto. Esta requiere tener cierta estabilidad en el
tiempo y ser la practica común de una colectividad. En esta perspectiva, la
hibridación cultural es lo más característico de esta época. Existe hibridación
mediante los diálogos interculturales de distintos alcances y duración. Estos
diálogos se desarrollan basados en las posiciones de hegemonía o
subalternidad ocupadas por lo sujetos. Es fácil percibir la hibridez donde no la
hay. Además el fácil a las industrias culturales lleva asociar automáticamente al
consumo de un determinado bien simbólico con la cultura que este forma parte.
Esta inferencia reifica a la cultura como un todo monolítico. Así podemos ver
que los jóvenes aficionados al rock se americanizan, un quechuhablante que se
comió un helado se modernizó. Todos tenemos una cultura común, porque nos
gusta el futbol.
La concepción de las relaciones interculturales en Latinoamérica se ha
caracterizado por una tradición de apropiaciones, ya que se trata de razones
histórico-cultural insoslayable.
En la ilustración de la cosmovisión histórica andina, en la música, la fiesta, el
folklore, constatamos que la imagen ingenua del diálogo intercultural como
unión de dos mitades simétricas, no resiste al análisis.
Además, la colonización fue despótica y fanática. Teniendo en cuenta que en
XVII la población africana era la esclavizada en las colonias del nuevo mundo.
Por ello, la mentalidad de los españoles tendría que reproducirse en América,
ante esto el racismo engendrado acá encontró terreno para nuevas versiones
de alucinantes taxonomías de tipo biológico.
Por otro lado, el modelo de la multiculturalidad repite la separación en
compartimientos mencionados. La indiscutible necesidad de medidas de
discriminación positiva que se desprende de este modelo trae inconvenientes
que llevan a críticas de fondo. Por lo general, las experiencias de
discriminación positiva tienen resultados benéficos, pero tienden a cronificarse
como una forma de asistencialismo, a promover la compasión al mismo tiempo
que a reforzar la estigmatización de un Otro que es identificado y expuesto
como tal. Pero la crítica más importante al multiculturalismo es la limitación de
la posibilidad de optar. No pueden evi¬tarse las prácticas subliminales de
imposición cultural desde fuera, según opina Tubino, como tampoco el
encapsulamiento en "lo propio" del repliegue al pasado'". Es cierto que
Kymlicka formula una relación entre cultura "societal" moderna y común a toda
una nación, y las culturas particulares de las minorías. Quizá se deba a que los
estudios de multiculturalidad le atribuyen al sujeto una pasividad que no tiene
en la realidad de los transcursos intergeneracionales. Eventual error
diagnóstico, pues se le encasilla dentro del universo categorial de unas
"culturas; que son unidades discontinuas y monolíticas, soslayando la
equivocidad y porosidad de sus relaciones.
En cambio, más allá del multiculturalismo, está la dinámica intercultural, el
inevitable encuentro dialógico (u opresivo) que supone la participación activa
del sujeto que se afirma o se defiende mediante estrategias que administran
poderes que no necesariamente se basan en la política convencional, sino que,
para bien o para mal, lo esquivan. Tal como la vemos y vivimos en América
Latina, esta "supone la mezcla".
El modelo teórico de la interculturalidad va más allá de la multiculturalidad por
dos razones. En primer lugar, por la fluidez de una dinámica que no esencializa
los símbolos de los que se vale; en segundo lugar, por la auto reflexividad, vale
decir, por el rol que el sujeto mismo asume para construir su identidad como
continuidad en el tiempo y para darle sentido a su relación con los otros. Lo
cual supone políticas de diálogo y toma de iniciativas hacia el exterior, a
diferencia del ecologismo cultural de la política multiculturalista, en que estas
son tratadas como especies en extinción.
Estas ideas no significan que la interculturalidad y la multiculturalidad sean
marcos antagónicos. La primera supone, remitiéndolas al texto de Fidel Tubino,
la multiculturalidad como escalón previo, pues si no se ayuda e identifica un
problema de desigualdad cultural, este empeora. Desde el punto de vista
teórico, es indudable que, cuando la teoría multicultural trata a las culturas
como conjuntos cerrados, repite la óptica del antropólogo que visita una
comunidad selvática muy aislada, con la salvedad de que esa repetición ocurre
en una investigación en Manhattan. Sin embargo, la especificidad de ese
contexto de inferiorización étnica y diversidad simbólica de las grandes
ciudades del norte, se presta a ese tipo de razonamiento. En lugares tan
cosmopolitas, las culturas pueden tocarse poco y cohabitar tolerándose
incómodamente y tomando solo lo superficial una de otra. En cambio, en
América Latina, en países como el Perú, Brasil, México o Colombia, lo que ha
venido ocurriendo desde tiempos de la Conquista es el contacto intercultural,
seguramente bajo una severa opresión, pero también bajo formas creativas de
apropiación y resistencia. El Perú en particular "no es un país multicultural, es
predominantemente intercultural", por los complejos procesos de hibridación
que hemos descrito y probado en la intensa miscigenación de sus habitantes,
la cual, fuera del aspecto biológico, ha comportado por siglos el contacto
simbólico de la intimidad, que es el de la lengua y las costumbres, de los
recónditos ritos de la corporeidad en que se elabora el autoestima.
Pero somos aun un país racista y jerárquico, en el cual aún permanecen vivos
elementos de la ética española de la ociosidad y del mercantilismo que medra
las arcas del estado conviviendo con la ética andina de la laboriosidad.
Simplificando, la multiculturalidad se basa en la “exterioridad” del otro, mientras
en la interculturalidad andina se trata de una relación “interiorizada” entre el
mismo y el otro, más o menos generalizada, pero con distintos tipos de
respuesta según el sector social.
El Perú moderno es, además, un país sumamente aislado, provinciano, "pueblo
chico" sumido en los conflictos de su interculturalidad, lo contra-rio de la
multiculturalidad cosmopolita de las grandes metrópolis. Hace casi veinte años
que la balanza migratoria internacional es negativa, y unos sesenta desde que
llegó una oleada extranjera significativa. No somos cosmopolitas, aunque la
retórica de los medios lo afirme. En cambio, a medida que bajamos en la
escala socioeconómica, la competencia comunicativa intercultural aumenta. El
mayor componente indígena se ubica en los sectores socioeconómicos bajos,
de muy variada miscigenación. Pero este hecho, que ha sido naturalizado hace
décadas, viene acompañado de los otros marcadores simbólicos de cada
proveniencia particular, incorporados a la "negociación" del estatuto étnico del
sujeto, construido en sus relaciones sociales cotidianas cuyo referente es una
taxonomía implícita, pero más o menos definida en el imaginario social. Si
hiciésemos una analogía con la idea de los "juegos de lenguaje" de
Wittgenstein, en la vida cotidiana popular habría más "juegos" de comunicación
intercultural permanentes e intuitivos que en los dominantes, más propensos a
la compartimentación. Y aunque estos escenarios son modernos, siempre
tienen por telón de fondo a la antigua sociedad estamental. Corolario de ello
serían los mayores niveles de tolerancia cultural en sectores bajos; y mayores,
los de racismo y exclusión en los más altos y menos mezclados. Sin embargo,
este es un proceso muy rápido que posiblemente lleve a una mayor atenuación
de los perfiles de exclusión racial a mediano plazo, a diferencia del
mantenimiento de compartimientos relativamente estancos en los escenarios
rnulticulturales. No obstante, para Gonzalo Portocarrero, este continuum de
relaciones interculturales peruanas que mitiga el racismo directo cede el paso a
otro tipo de exclusión del subalterno, específicamente cultural, que clasifica a la
gente según su mayor proximidad al estereotipo criollo de lo "occidental"
contemporáneo.
Acerca de la cultura nacional y la erosión de Estado-nación, Basadre intuyó
como principio integrador de la nación.
Por ello se pretendió establecer selectivamente líneas de continuidad entre el
pasado republicano y el presente, en particular de los avatares de las
mentalidades, de la problemática étnico-cultural, y la evolución y acceso a los
bienes simbólicos modernos, mostrando hasta qué punto ese proceso resulta
frustrante e incompleto. Efectivamente, el déficit gubernativo del último medio
siglo y la subsistente, aunque mitigada jerarquización económica y étnica, son
señales de una modernidad incompleta por más que el país se inserte en las
redes de la sociedad de información. La modernización del país ha consistido
sobre todo en una serie de caminos alternativos, emprendidos desde abajo,
cuyo componente integrador lo aportan menos las élites y el Estado que tres
generaciones de migración y urbanización. El vacío dirigencial que de ello se
deriva ubica en un lugar particular a las industrias cul¬turales y al mercado
como mediaciones de distintos diálogos interculturales que trascienden la
dualidad criollo/andino, pues estos se convierten en eficaces generadores de
sentido común y difusores de nuevos referentes simbólicos.
Las innumerables mezclas ocurridas desde la Conquista no le confieren por sí
una "originalidad" primordial o un carácter "único" al Perú. Suele olvidarse que
prácticamente todo el planeta es territorio de mezclas. Sin embargo, ¿por qué
no tiene la reflexión intercultural el mismo significado, por ejemplo, para los
italianos con su multiplicidad de ancestros étnicos o para el melting pot cultural
de Estados Unidos que para los peruanos? La dinámica entre matrices
culturales es hoy particularmente pertinente, porque los conflictos étnico-
culturales subsisten actualmente menos entre categorías sociales, aparte las
unas de las otras, que dentro del individuo, como condicionante de procesos de
subjetivación teñidos de una baja autoestima que se proyecta al resto de los
campos de la cultura.
La etnicidad no es algo fenotípico, sino simbólico que asegura la continuidad
del sujeto, su “mismidad” frente al Otro para dialogar, o luchar contra él.
Por ello, las grandes movilizaciones campesinas opuestas desde la izquierda a
la política agraria de Velasco -como las de Andahuaylas en 1974, se valieron
de discursos claramente clasistas, aunque ¿hasta qué punto lo que pesó no fue
más bien el combate contra el autoritarismo y la arraigada tradición
corporativista de las fuerzas armadas "tutelares"? ¿Qué peso tenían las buenas
intenciones, y, en ciertos casos, medidas de fomento y rescate cultural frente al
control de los medios de comunicación, al encuadramiento de la movilización
social a través del SINAMOS y al silenciamiento sistemático de las
oposiciones?
El reforzamiento de la etnicidad en los años cuarenta o su reducción a inicios
de los setenta tienen por común denominador ser inducidos desde afuera,
como si el sujeto tradicional no contase con recursos para elaborar su propia
identidad. Se trataría, entonces, de una función reservada a las élites, del
privilegio de estas. Sin embargo, el mismo movimiento que cuestiona la visión
de una cultura nacional, con dominante criolla y señorial, aparecida en la
Generación del Centenario, se va a renovar varias décadas después con el
desarrollo de las ciencias sociales. Entre muchas otras contribuciones que
estas han hecho para una mejor comprensión de los nudos culturales del país,
merece mención especial el hallazgo de una visión cultural "desde abajo".
En 1967, José María Arguedas publicó un texto sobre mitos quechuas post-
hispánicos. Estos relatos orales en quechua contaban los orígenes y destino
del hombre desde una visión indígena, mezclando creencias vernáculas y
cristianas. Mitos vivos, vigentes y en permanente variación, que narraban una
edad de esplendor y justicia, y otra de caída y desgracia, prometiendo el
advenimiento de una tercera edad de reconstitución y retorno a la primera. Los
elementos mesiánicos de estos mitos fueron la base de hipótesis sobre la
continuidad histórico-cultural de un mundo andino que, para los etno-
historiadores, parecía ser menos loca1ista de lo que se hubo creído. Así, el
tiempo cíclico ataba cabos entre el pasado y un futuro que se tornaba en
expectativa. Consecuentemente, la "utopía andina" apareció en los años
setenta como visión alternativa de lo nacional y proyecto revolucionario". No
era precisamente un programa político, sino la metáfora a través de la cual se
expresaba una respuesta radical de un sector del pensamiento de izquierda
con respecto a la cultura nacional, pues, según la interpretación de Flores
Galindo,
De esta manera, socialismo no sería necesariamente sinónimo de
occidentalización. Una vía propia, acorde con un país de antigua historia, con
una importante población campesina y en cuyo pasado (comunidades,
tecnología andina) podrán encontrarse nuevos derroteros para construir el
socialismo en un país pobre y atrasado".
La utopía andina correspondería a una "comunidad imaginada" nacional
inspirada en orígenes étnico-culturales muy distintos, que remiten a la cultura y
a la etnia, no establecidos por una élite dominante, sino por su amplia difusión
"desde abajo".
Además, la nación y la cultura determinan una personalidad, un "carácter"
típico, un lazo, en suma, "esencial" con la colectividad a la que se pertenece,
mientras en el primero la nacionalidad es algo que se construye mediante una
relación permanente con el entorno territorial y por las reglas que rigen la
convivencia en sociedad, es decir, la ciudadanía. Y ciudadanía remite
necesariamente a dos elementos substantivos de la modernidad: la democracia
y el pluralismo. Por ello, y al margen de la vigencia que puedan tener mitos
como los referidos más arriba, la utopía andina es útil como referencia
metafórica originaria de la memoria popular de un país más justo y
reconciliado, aunque es ajena al proceso de construcción de una cultura
nacional moderna, que supone una memoria nacional.
Por otro lado, el incumplimiento de los ideales de la Ilustración en el Perú no
impide que también haya sido o sea un problema que venía implícito en
muchos proyectos de modernidad nacional. No afirmo un "mal de muchos
consuelo de tontos"; simplemente constato que un rasgo importante del
Estado-nación moderno es su heterogeneidad constitutiva, su edificación sobre
una serie de particularidades culturales y/o geográficas que lo torna en un
proyecto abierto y conflictual. Un costo alto del Estado-nación moderno (para
algunos una ventaja) es el borrado de algunas particularidades regionales
tendiente a la homogeneización. El sociólogo Anthony Giddens sostiene la
teoría del "desanclaje" de las sociedades locales respecto a los referentes
simbólicos que secularmente las habían caracterizado como principio
articulador de la modernidad con los procesos de construcción nacional, dada
la ampliación y diferenciación del horizonte de experiencia. Los clásicos
ejemplos decimonónicos del transporte por energía de vapor, que permitían
surcar océanos y continentes en tiempos hasta entonces imaginados y con
carga de gran tonelaje, muestran cambios de costumbres y gustos, pero sobre
todo una expansión del lazo social por la migración, la interacción con gente
que no está en la proximidad física y la llegada de bienes económicos y
simbólicos de lugares remotos, hechos todos que contribuyen a cierto
acercamiento económico y cultural que favorece los rasgos del fuerte y borra
los del débil, La relación entre nación, modernidad y mercado es clara, pero las
hibridaciones de una "comunidad imaginada" son complejas, irreductibles a una
sola imagen y están siempre sujetas a confrontación.
Lo que ocurrió después de la Independencia del Perú, fue que las clases
medias educadas revaloraron la lengua campesina y las enarbolaron. Al
margen del sustento simbólico de un nacionalismo (lengua, religión, etnicidad,
territorio, acontecimientos históricos, etcétera), hay siempre por medio sectores
sociales que articulan un discurso de la pertenencia nacional y lo transmiten al
resto de la colectividad bajo determinadas condiciones económicas dadas. Del
mismo modo que en lo económico, la modernización "temprana" de los países
del norte supuso una industrialización que integraba áreas geo-económicas
previamente poco conectadas y engrosaba las ciudades, las distancias se
acortaban y las particularidades perdían nitidez, homogeneizando y
"nacionalizando" los repertorios simbólicos que se hacían accesibles a una
mayor cantidad de usuarios'". La cultura y la memoria nacionales se
establecían inventando tradiciones y "sellándolas" a través de la educación, los
medios de comunicación y diversos rituales colectivos. En tal sentido, el
incremento del gasto público en los países más desarrollados hasta la segunda
mitad del siglo XX siguió una línea ascendente que no se explica solo por
razones de redistribución económica, subsidio o defensa'". También se ha
tratado de consolidar símbolos valiéndose de dispositivos modernos, de lo que
pueden ser ejemplos la consolidación de la lengua italiana, originada en el
toscano, en todo el territorio de la península con la extensión de la
escolarización y posteriormente con la televisión; y de la francesa que, después
de la Segunda Guerra Mundial, ha hecho retroceder a lenguas regionales como
el occitano y el bretón.
En el Perú, las clases dominantes casi no se han comportado como élite
nacional ni en los tiempos de esplendor de la República Aristocrática, y algunas
de sus antiguas deficiencias se lastran hasta la actualidad, sin insistir acerca de
su escasa capacidad de ahorro, gerencia y espíritu de riesgo, y debe
subrayarse su miopía frente a los discursos críticos, así como la negligencia de
los sucesivos sistemas políticos para redescubrir los conflictos interculturales y
proponer un estado con designios de largo plazo.
Ahora, hasta qué punto podemos hablar de élites en el Perú. Una élite no es
necesariamente un grupo de poder económico o político; pueden también ser
intelectuales, empresariales u otras, como señala Fernando Eguren, con quien
debe coincidirse en que efectivamente no había élites dirigentes al terminar el
siglo XX. ¿Las hubo en el pasado? Durante y después de la República
Aristocrática hubo pensadores brillantes, defensores como detractores de un
orden hispanista. Los hubo muy conscientes de la fragmentación del país y,
aunque algunos plantearon tesis inaceptables (Riva Agüero, Deustua), no
dejaron de ejercer críticas acerbas a la ausencia de una verdadera dirigencia
nacional. No basta con la calidad del pensamiento; la élite es un grupo
minoritario influyente y no aislado, con ideas que se traducen en acción
transformadora, lo cual sí ocurrió en la ribera opuesta de la Generación del
Centenario, que incluía a Basadre, Mariátegui, Haya de la Torre, Sánchez,
Va1cárcel, Ciro Alegría, Vallejo, entre otros. Elaboraron diversas visiones del
país bajo forma de relatos integradores, críticos y propositivos. Integradores en
el doble sentido de abordar la fragmentación étnico-cultural y de situar al Perú
en el tiempo, proyectándolo al futuro y explicando el pasado a partir del
presente.
Quizá el gobierno de Velasco haya sido el que más decididamente abordó la
problemática cultural del país, aunque la autonomía relativa de la que entonces
gozó lo político fuera conseguida a costa de transgredir el Estado de Derecho y
de su comportamiento dictatorial. Sin embargo, los años setenta fueron
capitales para este tema, pues la caída del poder económico agroexportador e
intermediario significó también la emergencia de otro empresariado, protegido
por los kepis: el industrial. Además, el "descubrimiento" del mundo popular
como sujeto de consumo permitió desarrollar un mercado interno sobre la base
del cual emergió el universo de la economía informal, aunque ni el Estado ni los
grandes grupos empresariales privados pudieran responder al reto de un
crecimiento sostenido y una efectiva generación de empleo moderno. En otros
términos, no hubo élites políticas ni económicas capaces de emprender un
proyecto de Estado-nación que estuviese a la altura de las circunstancias de
mutación que experimenta la economía mundial desde la década de los
ochenta. Esto hace que las visiones del país sean enfocadas más hacia lo
inmediatamente urgente y a soslayar los conflictos interculturales que
precisamente aparecen en esta época.
En medio de este vacío de liderazgo, las ciencias sociales y humanidades
peruanas han pasado, sin embargo, por un periodo de eclosión. Pese a la
calidad, difusión e incluso efecto de muchos trabajos, sería quizá impropio
hablar de una élite intelectual nacional, en la medida en que su vocación crítica
las vincula escasamente con los ámbitos de toma de decisión, y los intereses
de estos, a su vez, no los hacen receptivos; salvo excepción. Por otro lado, la
naturaleza misma de una sociedad moderna, masiva y secularizada marca por
sí impedimentos para el funcionamiento de las élites como tales. Al respecto,
María Isabel Remy ha formulado críticas a las ciencias sociales, planteando
que los resultados de las investigaciones a menudo no corresponden a la
imagen del país existente en el sentido común, como si hubiese una gran
brecha entre intelectuales y sociedad, una distancia que separa la
autodefinición del sujeto y la "verdadera" identidad que se le atribuye, desfase
acaso atribuible a un sociologismo hipertaxonómico y confrontacional, o bien,
por otro lado a cierta desactualización de los programas educativos y al
reduccionismo del lugar común. No es este el lugar para comprobar la certeza
de esta afirmación, pero sí de señalar que la autodefinición del sujeto moderno
no pasa solo por su ubicación estadística u ocupacional, sino por una
negociación en lo simbólico' de lo que toma y deja de sí y de lo nuevo que le
conviene adquirir o rechazar. Un marco en que las ofertas culturales del
mercado y la socialización en localidades urbanas nuevas es lo predominante
resulta, además, muy diferente e aquel en que mediante la acción del Estado
se reproducen y difunden cultura y una memoria nacionales.
El ablandamiento de la jerarquización étnica y la emergencia de nuevas formas
culturales, yuxtapuestas, pero ajenas a las precedentes, es señal de un avance
efectivo en materia de integración, gracias a tres generaciones de migración, al
mercado y, en parte, a la acción política. Hay dos rasgos de esas formas
culturales que merecen ser mencionados. Por un lado, so hibridaciones cuyos
componentes provienen menos de matrices tradicionales. La falta de
referencias suficientes de modernidad provistas por un proyecto nacional
generó un vacío que llenan selectivamente los bienes simbólicos modernos
ofrecidos por el mercado. De modo muy general, ahí e donde no ha habido
condiciones para la reproducción, prima la apropiación. No es una lógica
nueva, sino una constante del cambio cultural, combatida por el indigenismo,
pero cuya aceleración en décadas de urbanización y de oferta cultural
transnacional le dio más visibilidad. Hay apropiación cuando la gramática de
lectura de los bienes simbólicos no se logra reproducir entre dos grupos
culturalmente diversos y asimétricos. En tal situación, los préstamos, las
lecturas aberrantes o de doble código dejan de ser excepción, y el diálogo
intercultural se va haciendo una realidad. Pero la reciprocidad hace de las
apropiaciones un juego de espejos. Jorge Thieroldt ha señalado acertadamente
que el auge musical de Chabuca Granda fue una apropiación aristocrática del
vals criollo -que hace medio siglo no era muy admitido en los salones de la
buena sociedad-, como la "tecnocumbia" de Rossy War, versión sofisticada de
la "chicha" lo fue de los sectores alto-medios de los años noventa. Al mismo
tiempo, debería añadirse que previamente hubo otro movimiento de vector
opuesto, de apropiación desde lo subalterno. El vals antiguo (de "la guardia
vieja") fue originalmente una apropiación popular de los valses europeos
bailados en las clases altas, del mismo modo que los orígenes de la "chicha"
están en géneros bailables caribeños.
Ambas, el criollismo y la "chicha", afirma, son creaciones populares que
habrían generado un "nosotros" nacional en sus respectivos momentos. La
diferencia entre las dos épocas reside en la masificación de la industria cultural
y en la corta vida de estos bienes, sujetos a las vicisitudes de la moda. Estas
hibridaciones se generalizan a escala de todo el territorio, pero con tres
aspectos que deben mencionarse.
Primero, la centralización y la relativa homogeneización de diferencias
interregionales, que pudo acompañar a la consolidación del Estado-nación en
los países centrales, se ve acompañada aquí de un proceso casi simultáneo de
diferenciación del consumo simbólico moderno, que genera a escala del país
una serie de segmentos desterritorializados, matizando la visión de conjunto.
Segundo, los cambios económicos a partir de la década de los ochenta
confluyen con el auge de los medios masivos. Entre 1979 y el 2000, el número
de televisores pasó de aproximadamente 47 por ciento de los hogares del país
a 79,2 por ciento, y la tenencia de receptores de radio de 80,6 por ciento a 91,7
por ciento, ubicando al Perú en los estándares altos del Tercer Mundo. Periodo
de ingreso a los avatares del subempleo, de la inestabilidad laboral y la
recesión, en el que declinan con pérdida de protagonismo grandes actores
colectivos modernos como el movimiento obrero y el gran empresaria do
nacional. En medio de mapas sociales borrosos y efímeros, el sujeto social se
define menos por su ubicación en las relaciones de producción que por sus
identificaciones en el consumo. No hay que caracterizar a este deslizamiento
solo por los problemas de exclusión laboral que acompañan al Estado
neoliberal. Es acaso más importante buscar en los modelos de vida que genera
la cultura de masas tras la apertura de las importaciones. Así, los escenarios
de supervivencia y la ética popular de trabajo y ahorro familiar conviven con los
proyectos de vida que el márketing llama "aspiracionales", cuyos referentes son
las vitrinas de los malls y los medios audiovisuales.
Por otro lado, con referencia a las industrias culturales e imágenes en
movimiento, es preciso reflexionar entorno a estas industrias y a ciertos
géneros que se han ubicado en el contexto histórico peruano, y por ende, en
Latinoamérica.
En primer lugar, el desarrollo del cine latinoamericano y de otras industrias
culturales es de inmensa importancia por ser un punto de contacto concreto y
masivo entre países con volúmenes y calidades de producción desiguales. Al
margen del cosmopolitismo de privilegiados y viajeros, las mayorías hasta
entonces habían permanecido relativamente compartimentadas, cada una con
sus particularidades étnico-culturales. Si los esfuerzos de integración material
en el nivel interregional constituían por sí retos a menudo insalvables, la
consolidación de una cultura nacional conciliando simbólicos diversas u
opuestas era una tarea aun mayor. La aparición del cine generó un imaginario
"latino' común, un horizonte semejante para grupos aun más distantes
geográfica mente, compatible con los bienes simbólicos propios del país, de
manera equivalente o, inclusive, más lograda que esfuerzos interos de cada
Estado para consolidar una cultura nacional basada en los acervos oficiales
consagrados. Dicho en otros términos, la circulación de estos elementos de
una moderna cultura subcontinental hispanoamericana acercaba
definitivamente entre sí a las clases medias del continente e, incluso, a una
parte de las populares, pero dejando excluidos a otros sectores, los rurales y
no hispanohablantes.
Pero en estas primeras etapas de las industrias culturales latinoamericanas,
también se jerarquizaron los países. Los que lograron una mayor y mejor
producción pudieron difundirla hasta convertirla en emblema continental.
Por otro lado, los espectáculos cinematográficos extranjeros estaban
estratificados por clases sociales. El sistema de salas de estreno y cines de
barrio de una época en que, como en otras ciudades latinoamericanas, la
actividad cultural de las capas altas tenía lugar en el centro antiguo, relegaba la
programación mexicana (más que la argentina) a localidades de gente
modesta. Cohabitación de dos tipos de cine y de ticas sociales distintas. La
primera remitía al antiguo espacio público aristocrático en que asistir al
espectáculo era ir a ver y a ser visto vi adecuadamente y guardando modales
circunspectos, mientras segundo pertenecía más bien al espectáculo de feria
popular, en que el sainete, lo burlesco y el sentimiento intenso autorizaban un
despliegue libre de la emoción, de la risa y el chiste, una comunión en el
reconocerse a sí mismo ajena al espíritu ilustrado. Por cierto, está separado de
compartimientos estancos, pues el cine mexicano llegó al centro de Lima y las
películas americanas pasaban, aunque con retraso y copia deterioradas, a las
salas de barrio. Pero sí era una clara demostración la inexistencia de un cine
peruano, merced a la debilidad de la nacional, era suplida de ese modo.
Cabe, por lo tanto, de construir la noción misma de "cine nacional”. Enfocada
desde la teoría de la intertextualidad, la(s) cinematografía conjuntos de textos
fílmicos que se remiten (se citan, se copian se "miran") unos a otros
estabilizando sus modos de hacer sentido en minados lenguajes y géneros
cuya interrelación tiene a menudo específico mayor que el de relación entre
dichos textos y los otros culturales del mismo país. Según Andrew Higson, esta
constatación reduciría considerablemente la extensión de lo nacional como
integran experiencia cultural en una época de transnacionalización audiovisual.
Por otro lado, los "cines nacionales" no resisten el análisis del esencialismo
cultural, dado el caudal de préstamos, citas y copias que se impone por encima
de la originalidad nacional con que se reelabora la tipicidad acervos
presentados a solicitud del gusto del momento. Respondiendo desde América
Latina, efectivamente debe constatarse que el cosmopolitismo del cine siempre
requirió de referentes externos.
Por otro lado, la televisión también jugó un papel importante, en 1993, la
confluencia de terrorismo, hiperinflación y sucesivos toques de queda
culminaron un incontenible proceso de dos décadas de deterioro de la
exhibición cinematográfica. Lima, con más de seis millones de habitantes,
contaba entonces con unas 43.000 butacas aproximadamente contra 127.000
en 197046.
La televisión creo nuevos roles sociales. Esto se afirma por el número de
hogares equipados con televisor en 1980 duplicó en 1993, pese al brutal
descenso del poder adquisitivo de 1984 a 1992 y desde entonces ha
aumentado más del 60 por ciento. El 79 por ciento de los hogares peruanos
contaba en el 2000 con televisor (casi la totalidad de los urbanos), frente a 30
por ciento en 1981 y 18 por ciento en 197247. Cifras que seguramente no
dejarán de crecer, mostrando que el lugar de mayor consumo audiovisual es la
pequeña pantalla. Queda claro que en esta dinámica de modernización se
articulan dos líneas de fuerza: la innovación tecnológica y las prácticas
culturales de apropiación para usarlas. El aumento del consumo televisivo y
radial son dos pilares de la consolidación de unas culturas populares modernas
que completan el proceso de secularización mencionado más arriba. Pero
conviene aquí marcar diferencias entre cine y televisión antes bien que señalar
semejanzas y continuidades.
La consolidación de un parque nacional de receptores de televisión puede
ubicarse estadísticamente en los años ochenta, sobre todo por la incorporación
de localidades de la sierra y de la Amazonía, gracias a la instalación de
estaciones repetidoras, interconectadas a la red nacional de microondas.
Mientras en 1976 los puntos de emisión llegaban solo a 73, en 1984 eran 107,
para 1990 aumentaban a 223 y en 1999 llegaban a 59848. Datos importantes
también por lo cualitativo, al ilustrar cómo los vectores de expansión dejaron de
seguir la trayectoria de las décadas iniciales de las clases altas y medias de la
capital hacia las populares.
Los géneros propiamente televisivos (no los largometrajes transmitidos por
televisión) son ajenos al criterio exigente de "calidad" proveniente de las bellas
artes y las bellas letras. Las telenovelas y los reality shows son ejemplos útiles
para mostrar una función de mutua remisión entre actividad cotidiana y texto.
La simplicidad y repetitividad de las tramas de las telenovelas, la polaridad de
los personajes (bueno/malo, rico/pobre, bello/feo), la sobre abundancia y
reiteración de diálogos no se deben a la incapacidad de los productores.
Constituyen estrategias narrativas sistemáticas, adecuadas a una relación
estudiada entre la franja de público al que están dirigidas con la pantalla y con
el medio en que habita. Obtener la quintaesencia de la identificación y
proyección obliga a esquematizar, tanto para dejar un vacío semántico
adecuado a una lectura apropiatoria, como para facilitar el tratamiento de las
subtramas en que se subdivide cada telenovela, características desde hace
más de una década. Milly Buonanno ha estudiado estas funciones
distinguiendo tres distintas: una de necesaria "fabulación", de realizar deseos
insatisfechos a través del relato, pues toda ficción popular provee de mitos para
la ensoñación del usuario; otra de "familiarización" con el mundo social,
consistente en el aprendizaje de roles sociales y la fijación de niveles de
aspiración personales, vale decir, de comportamientos que sirvan de modelos
imitables o en todo caso negociables" según la posición social del sujeto, lo
cual además es muy importante en el marco de cambio cultural provocado por
la llegada al mundo moderno de la ciudad; y una tercera de "mantenimiento de
la comunidad" que, más allá del ámbito familiar y local, afirma una experiencia
que es común a una vasta audiencia, para que la ficción aparezca una como
intérprete de la comunidad, lugar del regreso, expresión, y reafirmación de los
significados compartidos.
De estas tres funciones, debe destacarse sobre todo la segunda. La narración
audiovisual popular, más allá de los caminos recorridos históricamente por los
géneros dramáticos, tiende crecientemente a escenificar lo actual y, en la
medida de la algidez de los cambios sociales, va marcándoles el paso con
unos guiones cuya audacia puede estribar en la adecuada combinación de
tipificación sociológica y dramatismo, contribuyendo a hacer intangible la vida
cotidiana y a crearle un sentido común.
Una culminación final modestamente a ser la crónica de una tajada de tiempos
suspendidos. Mil Oficios, en 2002, lograron una sintonía excepcional en el Perú
-más de 3- en Lima-, marca altísima para una miniserie que competía en un
mercado de siete señales de señal abierta y decenas de telenovelas. Sus
personajes fueron construidos para tipificar tipos humanos que sintetizan el
problema común del empleo y la supervivencia. Si en el melodrama televisado
antiguo los personajes eran prisioneros de su pasado, en Mil oficios han
quedado estancados en las figuras banalizadas de un presente que, en todo
caso, tiene algunas deudas con los géneros televisivos cómicos de los ochenta
e incluso con la sitcom americana. Las peripecias del inmigrante que
abandonaba su tierra y los agravios con que la ciudad lo recibía perdieron
importancia, a medida que los momentos fuertes de la oleada migratoria
disminuyeron y el presente los ponía frente al horizonte más o menos común
de la estrechez económica y de las contingencias del empleo inestable. La
mayoría de los personajes tiene un perfil "acriollado", "de barrio", habitantes de
un microcosmos vecinal eslabonado por chis-mes en una Lima con ciertos
acentos costumbristas, pero de mentalidad moderna y arribista. Entre ellos hay
cierta nivelación lingüística, pues todos los personajes comparten un sociolecto
semejante y la jerga juvenil de moda es usada como signo de distinción: se es
como se habla, y mientras más se emplee el léxico y el acento que el
televidente escucha en las calles, mejor. Por otro lado, así como los
marcadores simbólicos de la desigualdad en Simplemente María podían ser
exacerbados, en Mil oficios, las diferencias étnicas y de clase han sido
atenuadas mediante la mezcla. Esta homogeneidad relativa modifica los
términos del ascenso social, quinta esencia del melodrama. La mayor parte de
los personajes principales ha sido pensada según un casting televisivo poco
convencional, pero sin que haya inconsistencia entre ubicación social y fenotipo
biológico. Aunque esto no sea real, la verosimilitud es conseguida en la ficción.
Todo es verosímil, pues la rápida movilidad social ha sacado a los de arriba y a
los de abajo de las posiciones fijas que habían ocupado. Por sí, l<!-
organización coral de la trama de Mil oficios expresa esa función de
mantenimiento de la comunidad analizada por Milly Buonanno, con detrimento
de la fabulación (hay poca fantasía) y de la familiarización (el sujeto ya se hizo
ciudadano, trabajador y consumidor), explicable en una época de aflojamiento
del lazo familiar y social que lleva a idealizar a la comunidad de vecinos y
amigos empobrecidos.
Hacer una etnografía exhaustiva de la interculturalidad en el Perú no es ni
podría ser nuestro propósito. La inmensa diversidad de hibridaciones culturales
de una población tan vasta hacen de semejante empresa algo poco menos que
inalcanzable y, además, evanescente por su veloz variabilidad. Pero, sobre
todo, los estudios culturales en la ciudad moderna enfrentan dificultades
epistemológicas insalvables con respecto a las normas clásicas de descripción
e interpretación etnográfica. Estas provienen de una antropología con unas
pretensiones de neutralidad que no fueron muy distintas del método de las
ciencias naturales. El afán del pensamiento de la Ilustración por lo exótico, del
que nació la antropología, estaba nutrido por una obsesión taxonómica. Tal
como en la botánica o en la entomología, conocer era describir, ordenar,
clasificar: darle su lugar a cada realidad en una estantería imaginaria.
Pero "darle su lugar" a algo también designa la implícita superioridad que el
observador asume sobre lo observado para nombrarlo y valorarlo, vale decir, la
dificultad para la mirada distante y neutral en las ciencias sociales. Mientras
que el conocimiento del Otro consistió para el observador occidental "clásico"
en el develamiento de realidades previamente exóticas, desconocidas, insólitas
hasta lo chocante, la sociología de la cultura al contrario explora lo próximo, lo
propio, lo obvio, comprometiendo al observador de otra manera. El predominio
de la crítica a la desigualdad, la ideología desarrollista y el énfasis en
diferenciar los modos de producción favorecieron, desde la izquierda o la
derecha, la pertinencia económica, la cual efectivamente hacía visible un
"dualismo estructural", detrás de cuyos simplificados rasgos quedaba
desapercibida la extensa gama de prácticas y bienes simbólicos que no
encajaban bien ni en uno ni en otro lado.