Qué fue lo que pasó en Longjumeau

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Trabajo presentado para los premios Emisión 2012 en la categoría Relato de ficción.

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QUÉ FUE LO QUE PASÓ EN LONGJUMEAU

Nunca quise disimularte que el andar en suertes poéticas

es una temeridad y un peligro.

Alfonso Reyes

Extenuado por la ardua labor de organizar la biblioteca, Merlot decidió servirse una taza de

té y preparar con mucha cautela el itinerario del día siguiente. No podía permitir que la

encuadernación y la revisión cronológica de las obras escolásticas siguieran copando todo

el tiempo que para entonces había decidido emplear en un estudio sobre la mística

germánica de Silesius. Pronto trazó con su estilógrafo el orden de los volúmenes a

encuadernar, y que debían estar en los anaqueles antes de que llegaran los estudiantes a

la mañana siguiente.

Terminada la tarea se levantó de su silla y observó a través del cristal que ya la nieve había

cesado, y que sólo a la orilla del sendero, si bien a grandes rasgos, la capa blanca parecía

dar los destellos de la fuerte ventisca que había azotado los alrededores del edificio.

Procuró bajar los volúmenes restantes y, con cierta parsimonia, colocó al lado de cada uno

las láminas de cuero con sus respectivos nombres lacrados en letras doradas.

Desde el primer movimiento creyó que de nuevo la ventisca comenzaba a arreciar; con

descuido abandonó las láminas sobre la mesa y se aproximó a la ventana, contempló el

cielo diáfano, surcado por pequeñas nubes doradas que se enlazaban en el horizonte como

crecientes eslabones de oro; luego corrió uno de los cristales y, sacando su mano al viento,

comprobó que no caía un solo copo de nieve. Debo descansar un poco – pensó. Y en el

momento justo que cerró el cristal para dar la vuelta, volvió a sentir el mismo

movimiento, pero esta vez provenía de la puerta que daba a la calle. Intrigado tomó la

linterna y se dirigió a la salida. Ahora no eran sólo sus oídos los que estaban atentos. El

miedo configuraba en sus sentidos una percepción ominosa; en ese momento cualquier

sombra de una hoja le habría parecido una mano oscilante tras el vaho de las mamparas

laterales.

Merlot logró domeñar por un momento la exaltación, pero su escasa tranquilidad volvió a

verse perturbada cuando la sombra definida de unos pies comenzó a pasearse, de un lado

para otro, por debajo de la puerta que conducía al salón posterior. Era imposible que

cualquier otra persona estuviera allí; desde las seis el recinto se cerraba y él mismo se había

percatado de que todos los profesores y demás visitantes hubiesen abandonado todos los

salones. A propósito, y dominado por un rapto de valor, se encaminó hacia la puerta y

giró la perilla. No había nadie en la habitación. Volvió a cerrarla y regresó cerca de los

armarios. La sangre de los perros y la puerta incrustada de huesos – pensó

inconexamente. Trató de olvidar lo ocurrido e intentó dormirse. Había decidido quedarse

esa noche en la biblioteca.

En vano intentó acomodar su cabeza sobre los pesados tomos de San Anselmo. A cada

minuto un vibrante bordoneo lo sobresaltaba, obligándolo a levantarse para revisar con la

linterna los oscuros rincones del salón central. Luego tomaba un poco de agua e intentaba

conciliar el sueño, cuando de nuevo el sonido lo despertaba. Al fin, desistió de dormir y

prefirió quedarse apoyado sobre el marco de la ventana, viendo el lento dispersar de la

niebla e intentando atizar ociosamente el fuego de la chimenea. Las horas pasaron raudas.

Cuando quiso darse cuenta, ya el sol había despuntado por completo, y de nuevo pudo

observar a la gente vagar por la avenida.

A eso de las ocho los estudiantes y varios profesores fueron llegando paulatinamente, y

entre éstos últimos uno de los más asiduos: el profesor Cadwell, quien, al ver el estado del

bibliotecario, no pudo evitar hacerle una observación.

- Qué te ocurre – preguntó –. ¿Acaso tuviste una mala noche?

- Sí, eso parece – le contestó el otro.

- Por lo que veo has dejado a un lado tus lecturas – exclamó el profesor, al tiempo

que señalaba algunos libros en desorden sobre la mesa.

- Ya falta poco para retomarlas – replicó Merlot –. Sólo es cuestión de terminar de

organizar y encuadernar unos tomos que hacen falta.

El profesor Cadwell se sirvió una taza de té y ofreció otra a su compañero.

- Toma, se ve que la necesitas – le dijo –. Por tu aspecto parece que has vuelto a pasar

la noche aquí. Ten cuidado Merlot, tanto trabajo no es bueno.

- Sí…lo sé – contestó el bibliotecario, y de inmediato agregó –. ¿Quieres saber algo

extraño? Anoche habría podido jurar que aquí había alguien más distinto a mí.

- De pronto es tu Groussac – dijo el profesor en tono divertido.

Merlot asintió con la cabeza, y después de aducir otras razones concernientes al exceso de

trabajo, levantó la mirada y notó que la sala estaba casi llena. Excusándose con Cadwell se

internó en el baño, se lavó el rostro y regresó rápidamente. El profesor tomó varios libros

de la obra de Swedenborg y se acomodó en una de las mesas de fondo.

En el transcurso de la tarde no fueron muchos los estudiantes que se aproximaron a la

biblioteca. Aprovechando esta eventualidad, el bibliotecario pudo concluir el trabajo que

tenía pendiente. Antes de las cuatro ya había despachado a todos y, sin más intromisiones,

pudo por fin entregarse al estudio postergado de la obra de Angelus.

Por medio de las ventanas podían observarse los muros enjalbegados de las oficinas

adyacentes, y las ramas de los tilos, doblegadas por el peso de la nieve, se movían de forma

pausada, rasgando con sus hojas cordiformes el vahído pululante de los cristales. Merlot

notó que, sin haberlo planeado, se había quedado de nuevo a dormir en la biblioteca. Al

poco tiempo sintió caer un poco de nieve, entonces se levantó, buscó un abrigo, cerró las

mamparas y regresó a su tarea.

Durante el resto de la noche no pasó nada que pudiera preocuparle. A lo lejos escuchaba el

zumbido de algunas motocicletas, nada fuera de lo común; sin embargo, quizá una o dos

horas después de las doce, volvió a percibir, sin recordarla muy bien, la agobiante presencia

de la madrugada anterior.

Al principio no le prestó atención; sorteó lo sucedido tomándolo como una eventualidad

inquietante pero deleznable. Sin saber claramente por qué, recordó los átomos coaligados

de Bloy. La ocurrencia de su pensamiento le causó gracia. ¡Ja! – se burló de sí mismo,

buscando a tientas los lentes –, ¿acaso no ocurrió lo mismo en Longjumeau?

Levantándose de la silla fijó su atención en el lento y tierno crepitar de la nieve, las luces

que se dilataban a lo lejos fueron apagándose poco a poco. Merlot, ahora ubicado en uno de

los muebles cercanos a las ventanas, respiraba tranquilo. El sonido de la ventisca le causaba

un sosiego estimulante. El letargo provocado por la nieve fue doblegando lentamente su

atención, cuando de súbito, como un relámpago en la oscuridad, un fuerte golpe dimanante

de la habitación contigua lo sacó de sus cavilaciones. Fue tan claro que hubiese sido

ridículo atribuirlo a una traición sensorial. Alterado por la repetición del sonido, y por su

inmediata relación con lo experimentado no hacía menos de veinticuatro horas, encendió el

resto de las linternas, tomó la lámpara de mano y se armó con un estilete. Sus pasos lo

dirigieron hacia la puerta de la habitación señalada; esta vez no estuvo tan presto como la

primera, cautelosamente hizo girar la perilla e ingresó a paso quedo mientras descubría con

su atenta mirada todos los rincones del cuarto. No había nada. Volvió a cerrarla, y preciso

en el mismo instante que esperaba la caída del pestillo, la puerta que daba a la calle se

abrió con furia.

Merlot estuvo absorto por un momento, apretando el estilete contra su pecho. ¿Qué rayos

era lo que ocurría? Decidido agilizó la marcha, cerró con cólera la puerta, y por poco queda

mudo cuando, a través del nebuloso vidrio de los ventanales, sus lívidos ojos se posaron

sobre unas huellas trazadas en la nieve. Con el trayecto regular de unos pasos el hielo

mostraba las marcas de unos pies simiescos, y aunque no era perceptible ninguna forma

física, las huellas continuaban sin ningún apremio, dando giros, encaminándose hacia la

puerta y regresando cerca de los tilos al sentirse acosadas por la presencia del bibliotecario.

Merlot resguardó sus ojos con la palma de sus manos yertas, cubriéndoselos hasta llegar al

sofá; poco después se desplomó sobre él y comenzó a meditar. Era algo extraño. Se sentía

como uno de los tantos personajes que por mucho tiempo se había extasiado en leer. ¿Me

habrá pasado lo que a Melanchton? – exclamó en tono alto, como para sentirse

acompañado. Siempre soslayaba las situaciones con su buen humor. ¡Ridículo, eso no

puede ser! – volvió a exclamar, pero a media voz.

Hasta el momento, y como era lo habitual, había degustado la esencia de la ficción con el

culmen del placer propio de un sibarita, pero no podía jactarse de admitirla más allá de una

elaborada trasposición estética, producto del influjo de una naturaleza compleja y

maravillosa. Los hechos fantásticos se le presentaban como la implementación metódica de

una loca lucidez, como el precioso eslabón psíquico de dos realidades aparentemente

inconciliables, como el prístino y peligroso canal conector entre los dos mundos. En tales

disquisiciones se hallaba cuando el aletear acezante del viento, y la modorra subsiguiente a

la excitación, lo condujeron a un sueño profundo.

A la mañana siguiente, después de la terrible noche, Merlot despertó desasosegado. Un

sabor amargo en el paladar lo obligó a salir a la calle y escupir; en el intervalo de la

descarga recordó lo ocurrido durante la madrugada, con algo de estupor direccionó su vista

a la orilla de los tilos y al trayecto que conducía hasta la puerta. Las huellas habían

desaparecido. El bibliotecario optó por no cavilar en el asunto, y decidió, ya no tan seguro,

achacarlo de nuevo a la extensa jornada que llevaba a cabo por esos días. Merlot no cayó en

cuenta de que los libros de Silesius continuaban intactos.

Minutos después, luego de afeitarse y acicalarse en el lavabo, el bibliotecario abrió las

puertas del local y los salones no tardaron en atestarse de profesores y alumnos. Aquella

mañana parecía corresponder a otra jornada como muchas tantas: el continuo ajetreo de

los pasos yendo y viniendo entre los estantes, la eterna cola del registro, y las mesas

circulares atiborrándose cada vez más de los tomos de anatomía, química y física, que eran

los más solicitados. Por un momento Merlot se sintió a gusto. El bullicio de los estudiantes

siempre le ofrecía una tregua con el diario vivir. Las constantes elucubraciones que por

largo rato le angustiaban en la soledad, ahora parecían desaparecer, o verse relegadas a la

contracara rutinaria de algo que quizá era más real de lo que él pretendía.

Ensimismado en esta observación se hallaba cuando descubrió que había algo que, aunque

no le molestaba del todo, sí perturbaba el común discurrir de las cosas. Merlot se dio cuenta

de que los estudiantes ingresaban a los anaqueles de fondo sin ninguna deferencia, o si en

caso la aplicaban, era para dirigirse a los catedráticos que dilataban sus elucidaciones en

fastuosas controversias sobre las últimas y discutidas proezas de la literatura oriental. Sin

embargo, y dejándose llevar por el abotagamiento, abandonó cualquier sospecha e intentó

ingresar a la discusión de sus colegas. Se había convencido a sí mismo, sin ninguna

justificación, de que los estudiantes hacían aquello como una muestra de aprecio, ya que

muchos de los allí presentes eran testigos de su incansable labor.

Tomando una de las poltronas desocupadas se aproximó a la discusión en curso.

Cadwell pareció ser el único en percatarse de su presencia.

- ¡Caramba, Merlot! – exclamó en tono de fingida preocupación –, ¡tiene más color

una sombra!

El bibliotecario, un tanto sobresaltado, reparó en su indumentaria: se vio igual que todos los

días. Luego, extendiendo las manos para observar el tono de su piel, cayó en la cuenta de

un detalle que hasta entonces había pasado inadvertido: ¡Su mano! ¡Qué diablos le había

ocurrido a su mano! Por más que intentaba detallarle la forma, le era imposible siquiera ver

su contorno, y aunque sentía la movilidad, no lograba sostener las cosas con el pulso de

siempre, le era del todo imposible sentir u observar a cabalidad su presencia material:

sencillamente era invisible.

En medio de la turbación logró contenerse, si de algo estaba seguro era de que nadie se

había percatado de ello; los demás profesores se habían limitado a saludarlo con un gesto y

habían proseguido con su discusión. En tanto, Merlot, sin perder un segundo, se retiró de la

conversación, fue al baño, y al momento salió con el rostro contraído y macilento. Se

sentó tras su escritorio y, aprovechando que ese día las cosas parecían marchar por sí solas,

no se movió de allí hasta que todos se marcharon.

Ya a solas se quitó el abrigo, lo colocó sobre el respaldo de la silla, y detenidamente fue

descubriendo que (recordó a Schwob cuando declaraba que dos de los momentos más

hórridos de la literatura, eran el asombro de Róbinson al descubrir la huella de un pie

desconocido sobre la arena de su isla, y el estupor del Dr. Jekyll al despertar y descubrir

que su propia mano se había convertido en la hirsuta mano de Mr. Hyde) no sólo era su

mano la que había entrado en una suerte de vacío insondable, sino también todo su brazo y

gran parte del torso.

Apresuróse el bibliotecario a cerrar todas las puertas, su mente no atinaba a otra cosa que a

un desparpajo infructuoso. Luego se acomodó como mejor pudo sobre una silla, agarró uno

de los tomos de Silesius con la mano sobrante e intentó leer. El paliativo circunstancial de

la lectura no fue satisfactorio. Por más que avanzaba en los renglones éstos parecían ser

todos el primero; exasperado alejaba la vista y comprobaba que el texto poseía la estructura

de siempre, pero como lo acercara para reanudar el ejercicio, más tardaba en acomodarse

los espejuelos que el texto en maniatar y proliferar el primer renglón. Intentó con otras

páginas, con otros libros: el resultado siempre fue el mismo. En esos momentos sentía la

presión casi material de una fuerza tanática; el vertiginoso discurrir de un portal

serpenteante que le rondaba los pies. Merlot sintió como si algo se hubiese roto en su

mente… en la prefiguración obsecuente que la vida misma le había impuesto sin

preguntarle. En un instante tuvo la fascinación mística de que del otro mundo lo llamaban,

que lo estaban seduciendo con la piedra angular que su acérrimo misticismo se desgastaba

en hallar, con una búsqueda infructuosa, desde que por vez primera el gusano de la

incertidumbre le había inoculado el afán de tragarse el mundo.

Pasadas varias horas, Merlot, como poseído por un delirio que lo mantenía obnubilado, fijó

sus pasos hacia la puerta. Hubiera querido marcharse, pero la recia ventisca que inició

apenas dejaba entrever los faroles distantes de los otros edificios. Pronto desistió de esta

idea y prefirió dejar la mente en blanco, extasiado en el murmullo de la nieve, y llamando

el sueño como quien llama a la muerte.

Después de un leve esfuerzo, logró tranquilizarse un poco; no obstante, alrededor de la

media noche, volvió a sufrir un sobresalto al sentirse acosado por el mismo ente espectral

que ya comenzaba a parecer rutinario. Como familiarizado con él se aproximó a la ventana,

sus ojos taciturnos buscaron las figuras sobre la nieve. Y allí estaban. Sólo que esta vez

algo había cambiando en su modo de andar: ya no permanecían en círculos, esta vez

marcaban trazos diagonales, oblicuos, y, además, proyectaban una sombra amorfa. Merlot

contempló, con menos asombro que comprobación, que la parte faltante en su estructura

física se bamboleaba torpemente entre los gélidos rafagazos de los copos sesgados. Cerró la

ventana con un gesto demencial, y la dejó, a la figura, vagar a su albedrío, tocando de vez

en vez la puerta con su mano solitaria; y así, aunque al principio le hubiera parecido

inaceptable, logró recuperar el sueño.

Lo que ocurrió a la mañana ulterior no era algo de lo que con el poco de cordura que le

quedaba se hubiera permitido cuestionar. Contrario a su fiel costumbre despertó mucho

después de las ocho; a diferencia de lo que habría esperado fueron muchos, demasiados

diría él, los alumnos que se aproximaron esa mañana a la biblioteca. Hasta el momento

había pasado por alto ciertos detalles que antes le hubiesen parecido inadmisibles.

Vagó por largo tiempo entre las mesas y los anaqueles sin ser advertido, detallando

minuciosamente cualquier reacción, hasta que se detuvo y comprobó la certeza de que en el

escritorio que había ocupado por muchos años estaba alguien distinto a él. Se sintió

inquieto, pero al instante recordó todo y no quiso conjeturar nada. Su amigo Cadwell le

pasó por el lado y no lo determinó, Merlot tampoco intentó ningún contacto, sabía de

antemano la complejidad que esto hubiese requerido.

Luego, paladeando con algo de terror su nueva condición, fue a sentarse en una silla a

esperar que transcurriera el día, y apoyado tras uno de los anaqueles de fondo, comenzó a

respirar trémulo toda la envergadura de su tragedia, contando las horas sin ninguna

premura, preparando con inútil meticulosidad todo lo que tenía que hacer durante la noche,

e intentando afianzar con mucha furia el estilete inasible contra su pecho, no fuera cosa de

que para la hora en la que el espectro estuviera completo y decidiera, al fin, venir por su

alma, lo hallara temblando de miedo, deseando con premura la muerte, y con el

desconcierto de no tener a la mano siquiera algo con lo que defenderse.