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“LA VIOLENCIA COMO PARTERA DE LA HISTORIA: Nociones de Violencia y constitución de la
persona en las Tierras Bajas.”
Antonio González Biedma
Abstract
El presente artículo toca la problemática de las relaciones de poder al interior de las sociedades de
las tierras bajas y el cómo esta tienen como efecto la construcción de las personas, encarnando en
ellas roles y disposiciones especificas. Para lo anterior se nos presenta la problemática de la
violencia como conjuntos de relaciones diferenciales que entablan las sociedades como eje de
desarrollo del espacio político amazónico. Veremos entonces la relación entre individuo y
sociedad como una tensión que se establece a partir de los usos que se le otorga a la violencia. Se
plantea entonces que la violencia es una práctica de subjetivación fundamental bajo la cual entra a
operar bajo la figura del Otro todo el marco semiótico que subyace las ontologías indígenas
actualizando los contenidos de dicha red de significación y asegurando la cohesión identitaria del
grupo.
Conceptos Clave: Tierras Bajas, Violencia, Poder, Cuerpo, Dispositivo, Mitología, Individuo y
Sociedad.
Introducción: De Foucault a las Tierras Bajas
Occidente, cuyo proyecto societal se rige por el tutelaje institucional y la religiosidad científica
busca quizás desesperadamente al interior de su propio proyecto óntico el desciframiento de la
vida como estadio previo al humanismo. La naturaleza, por ende se separa irremediablemente de
la sociedad en cuanto adquiere un carácter cósico, es decir, reifica a través de su domesticación.
Dichas pautas culturales se hacen presentes en la noción cartesiana de una trascendencia del
logos que antecede al sujeto, la cual funda todo el proyecto positivista como maquinaria para
abstraer conocimiento de las más diversas fuentes. Podemos considerar que es en la articulación
entre ambas esferas , ciencia y poder, mediante dispositivos orientadas a fines específicos sobre
las cuales emerge un individuo sujeto a dicha red de relaciones; es la constitución del cuerpo en
persona, la individualización del cuerpo mediante la inscripción en él de determinadas
características que, reunidas, adquieren el carácter de normas antropológicas.
Dicha manera de analizar la relación poder-sujeto es planteada por Foucault (genealogía), la cual
opera en términos básicos como la desnaturalización de aquello que parece como imperecedero
o como fuente de legitimidad dentro de los discursos históricos. Esto viene relevar una serie de
críticas al carácter diacrónico de las moralidades, el cuestionamiento a la noción de soberanía
como eje analítico del poder pero, quizás, para el caso que vamos a tratar en el presente ensayo,
lo que adquiere mayor relevancia es el cuestionamiento a la objetividad científica, ya que dicha
forma de operar supone ciertamente una omniabarcabilidad del sujeto por sobre el objeto de
estudio. Foucault propondrá que el énfasis del estudio del poder tiene que estar centrado en la
relación misma entre sujeto-sujeto “pensar al Otro en el tiempo de nuestro pensamiento”
(arqueo), sin renunciar a la necesidad de establecer criterios metodológicos sino que establecer
una mirada más que en la necesidad de explicar el origen de un objeto que nos es ajeno sino
comprender que estamos estudiando redes relacionales y que el énfasis debe estar puesto
entonces en ver como el sujeto que está al frente es, al igual que el investigador, efecto de una red
de relaciones de poder.
Puede ser que el paralelismo hacia el caso de las relaciones de poder en las sociedades de las
Tierras Bajas pueda sonar un poco forzado a esta altura; Foucault estudió la emergencia de
dispositivos de poder y de las condiciones de su producción en la Europa Moderna por lo que un
chamán arawak o un jefe nambwikara no tienen, a priori, ningún vínculo. No podemos ver las
dimensiones de poder como una mecánica dada de una vez sino que se trata de comprender las
sociedades amazónicas dentro de marcos relacionales complejos, los cuales formulan el poder
desde perspectivas ontológicas distintas a las occidentales (lo que se refleja claramente en su
estructura social) lo que no quita que establezcan dentro de sí campos de interacción entre
individuos que encarnan roles determinados por la sujeción a distintas prácticas de poder.
Es por todos sabido que en los orígenes de la conquista de América, el enfrentamiento del mundo
occidental con el mundo amerindio generó efectos simétricamente opuestos en ambas
cosmologías: por un lado el europeo se debatía si los Salvajes eran humanos o animales y los
Salvajes por otro lado se preguntaban si estos invasores eran la venida de deidades mitológicas.
Los prejuicios occidentales, si bien han mutado desde sus orígenes, han conllevado siempre una
gama de valores que se han naturalizado en los distintos discursos construidos en torno a la figura
de lo Salvaje. De esta manera buscamos enraizar el análisis en una malla analítica que sea flexible
y que no guarde dichos esquematismos racistas –reminiscencias del evolucionismo “vulgar”- que
aún pueden captarse en los estudios etnográficos.
Este ensayo tiene por finalidad vincular las nociones analíticas del Poder propuestas por Foucault
con las relaciones de poder que se producen en las sociedades de las Tierras Bajas, es decir, ver el
Poder como dimensión inseparable de la Sociedad y a su vez como constituyente de los individuos.
Para ello trataremos la temática de la violencia como ejercicio que define las relaciones de poder,
en cuanto a su forma y contenido en las sociedades Shavante, Piaora (Overing, 2015) y Arawak
(Santos Granero, 2003) para dar cuenta de la sujeción y corporización de los distintos conjuntos
identitarios. En este mismo sentido no podríamos obviar a Pierre Clastres como el gran teórico de
las relaciones de poder en las Tierras Bajas, haciendo una revisión de su tesis de la sociedad contra
el Estado para pasar a una concepción menos reduccionista que pensamos puede ser la crítica
planteada por Clastres en torno al tópico del Uno como instancia mítica disgregadora del cuerpo
social. Así la guerra como procedimiento de administración de la violencia adquiere centralidad
analítica para analizar la díada Sociedad/Individuo en Amazonas, posicionando tanto a individuos
como grupos en una serie principios segmentarios que determinan las funciones que adquieren
Santos Graneros y la noción de enemigo interno (2003).
Las comunidades arawak que habitan la Selva Central Peruana son conocidas por castigar a niños
brujos, a los cuales se les acusa de causar males a miembros de la comunidad inducidos por
espíritus malignos que les guían en dichas prácticas de brujerías. Usualmente la denuncia la realiza
el chamán de la aldea cuando se no logra curar algún malestar de un miembro del grupo, tras lo
cual empieza una suerte de proceso inquisitorio en el cual se busca a este brujo infantil que
produce las afecciones. De esta forma la sociedad se pliega en dicho proceso en contra del niño
sindicado como brujo a quien se somete a una serie de castigos físicos que van desde la golpiza
hasta la tortura con humo; el despliegue de procedimientos no es casual dado que remite a la
misma red simbólica que establece la figura del hechicero infantil como un no-humano, alguien
contra el cual la sociedad se vuelca como un ejercicio de retrotraimiento ritual.
Para el autor las acusaciones de hechicería infantil no tienen evidencias de haberse realizado antes
de la llegada de los españoles y durante el siglo XX reapareció en coyunturas de presión social, en
las cuales los marcos de referencia se estrechaban al enfrentarse con situaciones que no
controlaban. Así el contacto con agentes “modernos” generaba repercusiones en la red de
relaciones de poder que operaba en las comunidades. Dichos agentes iban de las misiones
religiosas, los movimientos guerrilleros, el narcotráfico, entre otros que cada uno generaba de
alguna manera contacto con las comunidades atrayendo a ciertos miembros de estas hacia dichos
vehículos de modernización. Los niños que eran acusados de hechicería solían ser aquellos que se
habían acercado a la cultura occidental o daban señal de aceptación de esta.
Podemos decir que el poder de la comunidad en este caso era investido en el chamán quien era el
encargado de buscar y castigar con la muerte al hechicero, volviendo la violencia hacia el interior
del grupo local encontrando en la figura de este niño no humano el cuerpo hacia el cual conducir
la violencia colectiva. Es decir, como podríamos hacer el paralelo, existe un espectáculo del castigo
corporal parecido a la manera en que en Europa se mataba en nombre de la soberanía de los
reyes. En este caso la legitimidad está dada porque matando al niño, se elimina lo que se significa
como aquello que enferma el conjunto de la sociedad que es en definitiva la fuente de dicha
legitimidad. El hecho de que el chamán cumpla una función netamente política, lo que en otras
palabras podría tratarse de
“En definitiva, uno de los atributos más comunes del chamanismo amerindio es sin duda esta
función de control simbólico ejercido sobre determinados recursos materiales o ideales de los que
depende la existencia colectiva. Este estatus abre sobre sí un derecho a la poligamia tan frecuente
como el de sus congéneres, los jefes impotentes; pero contrariamente a él , que despliega sus
talentos oratorios ante un público indiferente, el chamán se asegura un auditorio atento.”
(Descola, 2008, pág. 20)
El chamán como institución asegura entonces en ciertos contextos a través de la dominación la
unidad de los marcos referenciales del grupo, reactualizándolo como dijimos anteriormente en
cuanto respuesta a circunstancias que no se encontraban registradas en él previamente. El niño
hechicero vendría entonces a expiar el mal de la sociedad entera y podríamos decir, extremando
el argumento en esa línea que se erige como el chivo expiatorio para que el conjunto simbólico
controlado por el chamán no sólo mantenga su coherencia interna. Vimos que desde el
perspectivismo debemos asumir la presencia de agencias que no son humanas pero que operan en
el mismo nivel que estos.
Personas no humanas que remiten en a otras estructuras significantes, sirviéndonos de la reflexión
de Lévis-Strauss en donde el mito sólo opera en cuanto remite a un conjunto mítico más amplio,
dentro del cual entabla cierto nivel de comunicación. Así mediante el sacrificio del ente maligno no
es sólo liberada la sociedad del mal si no que el chamán mismo adquiere un recubrimiento a su
autoridad, su presencia y capacidad de manejar dicho conjunto simbólico, reconfigurándolo cada
vez que opera con estas materias ya elaboradas mantener “la clasificación, aunque heteróclita y
arbitraria, permite salvaguardar la riqueza y la diversidad del inventario(…) los mitos y los ritos
ofrecen como su valor principal preservar hasta nuestra época en forma residual modos de
observación y de reflexión que estuvieron adaptados a descubrimientos de un cierto tipo: los que
autorizaba la naturaleza, a partir de la explotación reflexiva del mundo sensible, en cuanto
sensible” (Lévi-Strauss, 2008: 34-35).
Al introducir los elementos modernos y superar la tensión que estos generan en los sistemas
semióticos mediante el sacrificio del chivo expiatorio, que a su vez es móvil de las agencias
malignas de dicho marco referencial, no sólo como afirma el autor se mantiene la cohesión del
grupo (Santos-Granero, 2003). Creo que con dicho sacrificio el área que se remarca es además el
límite con lo Otro-Moderno en cuanto exogeno, en cuanto tensionador de las relaciones. Es
entonces una forma de asegurar una cierta correlación de fuerzas con dicha Alteridad en el plano
de lo simbólico que permita por un lado la identidad pero por otro entable con claridad los límites
con lo moderno. Es un ejercicio de resistencia.
Si nosotros nos sentimos aberrados por la imagen de un asesinato de niños es claramente porque
no se adecua a nuestros esquemas perceptivos y formas de pensar; sin embargo ello no nos puede
llevar a pensar que en nosotros está la legitimidad de criticar dicha práctica. Sólo pensemos todos
los aspectos rituales occidentales como la mercantilización que generan como “externalidad” la
devastación de las Selvas Amazónicas, lugares que para las comunidades indigenas tiene muchas
veces un carácter de persona, o donde habitan personas como el jaguar, el tucán etc . Las
prácticas occidentales son igual de “perversas” en ese sentido y generan simétricamente tensiones
en los nativos de las tierras bajas –en este caso los arawak- que equivalen en sus efectos morales y
éticos lo que para nosotros constituye matar un niño.
Joanna Overing (1989) estructuras de género y apertura a la violencia como dinámica social.
Overing plantea el contraste existente en dos etnias amazónicasen las se entrecruzan la
construcción de género y el grado en que estas están abiertas hacia la violencia. Por un lado
están los Piaora, habitantes del Orinoco en Venezuela. Toda su estructura social se encuentra
orientada a la construcción de una persona medida y equilibrada, lo que si bien tiene rasgos
diferenciales para hombres y mujeres, estos se orientan por la necesidad de tranquilidad que es la
que dicta el buen carácter y la capacidad de controlar el comportamiento, sobre todo en cuanto a
las actitudes agresivas, siendo el chamán el único que la práctica pero orientada a subjetividades
exteriores . Así la violencia pertenece a las “políticas exteriores” (Overing, 1989) y se orienta hacia
los extranjeros, ya que su código moral les impide matar a gente de su pueblo; toda muerte de los
piaora queda entonces en manos de extranjeros, cuya definición es tan amplia como aquel que es
un completo extraños, y vienen a legitimar el uso de la violencia de parte de los Piaora. Basan su
organización social en dualidades simétricas orietnadas por el mismo ideal de tranquilidad y
autogobierno de las emociones (pescado o carne) y la otra mitad de las mujeres (mandioca,
granos, etc)
Por otro lado, de manera opuesta están los Shavante, quienes tienden a valorar la beligerancia y la
violencia tanto al interior de la sus grupos como también hacia el exterior y aparejado a esto, la
división sexual entre lo masculino y lo femenino juega un rol muy importante para ellos. Esto les
permite reforzar los valores guerreros y belicosos como lo masculino y los roles secundarios en lo
femenino. Así privilegian excesivamente la caza como actividad que adquiere mayo importancia
en términos de status, que viene a ser imprescindible para la formación de los jóvenes.
En ambos casos, se puede ver que existe una interrelación entre la construcción de los valores de
género y la apertura hacia el uso de la violencia: no se trata sólo de que existan factores externos,
como veíamos en el caso anterior, sino de cómo la estructura de la sociedad lleva los roles
asociados a los géneros. Así si en una sociedad el poder se ejerce desde los atributos masculinos,
superponiendose hegemonicamente a la esfera de lo femenino el las cadenas equivalenciales,
existirá a su vez una construcción en donde aquello que es masculino será valorado como un
atributo positivo a inculcar en las personas. Es por ello que para el caso de los Shavante la
preponderancia hacia la violencia al ser identificada culturalmente en el polo masculino, su puesta
en práctica opera como mecanismo de estatus, tanto en la caza como para resolver problemas
domésticos, y para generar identidad entre los varones a la hora de enfrentarse contra enemigos
masculinos. Pero no sólo en cuanto práctica sino también opera como principio diferencial entre
los propios varones ya que el jefe es aquel que alcanza mayor prestigio y que encarna mejor la
imagen de un macho arrogante, valiente y guerrero.
Así por otro lado, vemos que en la sociedad Piaora, como nos señala la autora estas actitudes son
despreciadas, ya que su lógica cultural es equivalencial entre las estructuras femeninas y
masculinas. Los ideales que se sostienen mencionabamos anteriormente se traducen en lógicas
culturales que se materializan en dispositivos de poder que difieren de los Shavante pero no por
que sea una sociedad balanceada no existen relaciones de poder. Al contrario, como nos señala la
autora, surge una división de la sociedad en la cual en una mano está el jefe y su esposa y por el
otro , el resto. Se ve entonces que al diferir los contenidos que segmentan la sociedad en un caso
u otro, ese mismo hecho da cuenta de lo arbitrario de dichas construcciones que recubren sus
efectos de poder dentro de la sociedad.
Entendiendo entonces que las personas se construyen en esos haces de relaciones de poder
donde se distribuyen en un campo de fuerzas, existe una tensión, velada o no, que nos permite
plantearnos que una mirada esencialista que se ha mantenido en la antropología clásica es ver a
los grupos étnicos como conjuntos unitarios donde la intervención del individuo estaba subsumida
por estructuras anquilosadas en el tiempo mítico del salvajismo. Así las agencias quedaban
subsumidas sin capacidad de situarse dentro de su propio grupo, de abstraer ciertos principios y
hacer uso de ellos al interior de su grupo en cuanto campo de fuerzas que se disputa la asignación
de los roles y todo un conjunto de ideales a ser incorporados por el sujeto.
Se me ocurre entonces que la constitución de un grupo local como un campo de fuerzas está
ligado a la noción planteada por la autora según la cual la persona se construye mediante un
conjunto de contenidos culturales que sirven de pautas dispuestas para la acción en una red de
relaciones donde podemos ver que se relacionan entre estrato y estrato: edad, género, estatus, se
articulan y se incorporan en los individuos , siendo este hecho en sí mismo acontecimental.
Conclusiones
Esto tiene que ver con una crítica que, por lo revisado, creo surge desde Clastres cuando centra la
discusión de la centralidad de la violencia para entender las sociedades amazónicas (Clastres,
1987); salvando los esencialismos que lo llevaban a ver en el amazonas un montón de
comunidades autárquicas que no necesitarían nada más que la guerra para generar interrelaciones
entre sí. La guerra ciertamente no es la medida de todo lo que podamos entender como violencia
en las sociedades de las Tierras Bajas como lo propone Clastres, si existe un principio de
constitución del mundo amazónico es en general a rechazar lo Uno, expuesta por Clastres en su
exposición de los profetismos guaraníes y sus mitos (Clastres, 2008).
Para los Guaraníes la existencia en esta tierra es imperfecta ya que en ella se cumple
perfectamente el principio de identidad: toda las cosas son una. Y como tal existe un
ordenamiento que tiende a la univocalidad, es decir al cierre del conjunto de experiencias,
cortandolas en su coseidad, su corruptibilidad. De ahí que los distintos profetas guaraníes
siguieran el camino que se les prometía en la mitología según la cual el paraíso sería la tierra de lo
no-Uno donde las cosas no terminan nunca, las relaciones entre las cosas se dan entre sí dando
pie a nuevas cosas y así. Tierra sin principio de unidad: “Destino los Últimos Hombres ya no acoge
a los hombres ni los dioses, sino tan sólo a iguales: dioses-hombres hombres-dioses de tal modo
que ninguno se expresa según el Uno” (Ibid: 149).
Si la constitución de un poder soberano en la cual el sujeto se transforma en súbdito, obediente a
un poder ejercido por fuera del conjunto los sujetos puede ser entendida según la idea de un
Estado. Las luchas de los amazónicos son justamente para no quedar subsumidos por categorías
que los reifiquen por fuera de lo social de manera que permanentemente deben hacer uso de la
violencia para ejercer el rechazo a lo Uno constituyendo el principio de segementariedad que va
diluyendo dicha cristalización. En este sentido la violencia tiene la característica, si la miramos
desde Clastres y sus tesis sobre la centralidad de la guerra y la incapacidad de formación del
Estado, de servir de principio de mantención de lo no-Uno: no sumisión al jefe, pero tampoco
sumisión a otros grupos. No sumisión ante la modernidad pero luchar de alguna manera contra
ella, desde el sincretismo de la lucha política o la puesta en práctica de ritualidades.
Creo que la violencia como principio segmentario tiene que ver además con la forma en que se
unen las cosas, por ejemplo una palabra con un significante, una personalidad con un objeto, un
rito con respecto a su mito, el devorador con su presa, el color con su olor, y aso. Creo que se
pueden observar allí un contrapunteo que se desdobla en cada momento de inflección generando
segmentariedades de distinto tipo, que mezclan niveles y tipos de cosas distintos bajo una premisa
de la multiplicidad. La arbitrariedad es la principal característica del bricolaje, es la capacidad de
tomar contenidos que vienen dados de antes, desglosarlos y ponerlos en marcha para nuevos o
viejos propósitos. De ahí también que la construcción de persona en las tierras Bajas asume otros
cuerpos que el humano, teniendo igual peso agencial en las cadenas significantes que aquellas
humanas, el cáracter fragmentario de los cuerpos y sus disposiciones (animales humanos,
personas no humanas, humanos que no son personas) en la vida social que sencillamente hace
imposible la cristalización de un Estado que no encontraría un discurso de legitimidad que le
constituyera como poder soberano.
s
Clastres, P. (1987). Arqueología de la Violencia. En Investigaciones en antropología política (págs.
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