© Del texto y de las ilustraciones: Laura Ruiz Rivas,...

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© Del texto y de las ilustraciones: Laura Ruiz Rivas, 2017

© Diseño de portada: Laura Ruiz Rivas, 2017

Primera edición: agosto, 2017

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la ley y bajo los apercibimientos legislativos previstos, la

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medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico,

el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra

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escrito de los titulares del copyright. Diríjase a la autora

si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la

obra.

ISBN: 9788491128342

ISBN e-book: 9788491129585

Sello: CALIGRAMA editorial

A Roberto, porque juntos inventamos sueños.

A mi familia, compañeros fieles en este camino

incierto de la vida.

A todas las personas con capacidades diferentes

y a sus familias, por su incansable lucha, por sus

lágrimas, por su sonrisa.

A toda la gente que defiende el derecho a la

igualdad pero también, a la diferencia, y a las ayudas y

oportunidades que nos aseguren a todos una vida

digna y de calidad.

El niño perdido llora, pero sigue cazando

mariposas

Ryusui Yoshida

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1. Soy Edy

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Ese es mi nombre. Así, sin apellidos.

No padres: no apellidos.

Y si eres pobre: nombre cortito. Que ya conozco

yo a algún chulito de esos que se llama Jesús Andrés

de No Sé Qué, marqués de No Sé Dónde y media hora

de apellidos. Pero si no tienes donde caerte muerto

porque eres pobre como una rata, ¡nombre corto!

¡Y no te andes con florituras!

En el Hogar Cuna, donde me llevaron al nacer, me

pusieron Edy “Expósito”, que es el apellido que ponían

a los que llegaban sin él.

Pero no me gusta.

No lo uso.

No lo quiero.

Cuando encuentre unos padres que me molen, a

lo mejor me pongo sus apellidos.

Por ahora, solo Edy. Sin apellidos.

Vale: sin apellidos, sin padres y pobre como una

rata. Que no tengo ni una triste peonza que echarme al

bolsillo, ni cromos, ni móvil, ni mp3.

Y llegados a este punto, pensarás que soy un

chaval poco interesante, además de pobre…

Pero nada más lejos de la realidad más real.

¡VAS A ALUCINAR EN COLORES!

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Voy a un colegio de educación especial. Y vivo en

la residencia de ese cole, con un grupo de compañeros

de mi edad, “la Tribu del chicle”, como nos llaman los

profes. Conmigo duermen Dani “el Piraña”, Miguel

“Boca chancla”, Fabián “el Extraterrestre” (“E.T.”, que

es más corto) y Aitor “el Rape”.

Todos tenemos algún mote.

El mío, ya lo conoces: “Gualdrapas”.

Y no puedo olvidarme de los otros chavales…

¡Que si no se ven en esta aventura, me linchan! Pero

mejor, ¡ya los irás conociendo!

Tengo diez años.

Y no presumo de guapo, ¡aunque motivos me

sobran!

Soy un poco bajito y la barriga no me deja ver el

calzón. Los pies sí que me los veo… Pero… ¡Epa!

Tengo que calzarme, que con la cosa de empezar esta

historia, me he “despistao”.

A primera vista, puedo parecer una “albondiguilla

con patas”, como me llama Dani. Pero que no te

engañe mi pinta, porque en realidad soy un superhéroe

“camuflao” que va disfrazado de niño torpe y con gafas,

para despistar. Porque a los superhéroes nos gusta el

anonimato —que no sé lo que es, pero nos gusta, que

lo he visto en la tele.

Y sobre todo, ¡SOY UN TÍO FELIZ!

¡FELIZ! Sí, como lo oyes.

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Y lo primero que hago por las mañanas es sonreír.

Bueno, lo primero, lo primero…, es hacer pis. Que

me levanto como una bala y tengo que apretar los

dientes para llegar al WC —el baño, para que me

entiendas—. Que no sé por qué lo llaman baño si luego

en la puerta pone WC… ¡Son cosas de mayores! Pues

ese WC está al final de una autovía-pasillo de km y pico

tan larga, que cuando llego, ¡llego por los pelos! Y ya

en baño, canto feliz al ritmo alegre del chorrillo saltarín

que alivia mi vejiga.

Y de vuelta al dormitorio…, SONRÍO.

Porque como dice mi seño Paula, «Hay que

sonreír siempre».

Pues eso, pase lo que pase, yo sonrío.

Sí, un tío alegre, como tiene que ser. Aunque me

las den todas, ¡que me las dan! Pero yo voy con mi

sonrisa por delante. Porque me da la gana. ¡Y porque

me da la risa! Y porque dice Paula que hay que poner

siempre buena cara a la vida:

«La sonrisa nos viste de alegría. Si somos

feos, se nos ve guapos. Si estamos tristes, nos

contentamos. Y con nuestra sonrisa, borramos las

penas de los demás.»

Eso dice Paula, que tiene una sonrisa de lo más

bonita: toda llena de dientes blancos y en fila india.

Nunca sé qué va a pasar, porque cada día es una

aventura.

Día nuevo, ¡sorpresa al canto!

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Y hoy es una mañana chuli de esas que estrenas

tú, cuando aún no se ha despertado nadie. Y mola,

porque siento cosquillas en la barriga, como si algo

bueno fuese a pasar…

¡Que vete tú a saber qué pasa!

Porque yo soy uno de esos chavales que no se

conforma con hacer lo que hacen todos…

No.

¡Yo siempre la lío parda!

Y da igual que intente hacer las cosas bien… ¡La

lío parda!

Lo llevo escrito en los genes desde que nací. Y

ese maleficio se despertó el día que me pusieron de

mote “Gualdrapas”. Porque aquí todos tenemos mote,

como te he dicho, y yo no iba a ser menos.

¡Edy “Gualdrapas”, mocos y garrapatas!

Esa era la cantinela con la que me saludaban al

principio… Mucho antes de hacerme respetar, mucho

antes de ganarme un sitio de prestigio dentro de la

tribu.

Pero ahora soy un tío feliz. ¿Ya te lo he dicho?

Me gusta jugar, me gusta el cole, me encantan mi

habitación y mis amigos. Me gusta que me riñan…, o

eso dicen los profes. También me flipan los grillos y los

ratones, y cualquier “avichucho” en general. Me gustan

tanto, que soy una especie de Superman salvador de

bichos. Un defensor del mundo animal.

Ese soy yo: super-Edy.

El gran, el maravilloso, el sobrehumano…

¡EDYMAN!

O solo Edy Gualdrapas, si voy de “incógnito”.

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Toca desayuno.

Vamos corriendo al comedor. Y entramos todos a

la vez por la puerta, que nos mola atascarnos y hacer

fuerza para ver quién pasa primero. Te espachurran un

poquito, te clavas algún codo y te descuajeringas las

costillas. Pero es muy divertido. ¡Sobre todo cuando al

final logras liberarte!

La tribu y yo nos sentamos juntos a la mesa,

dando buena cuenta al “colalletas” (Cola Cao con

galletas). ¡Y siempre es igual! Fabián intenta mojar las

galletas con bolsa y todo, sin abrir el paquete. Silvia,

que nos cuida en las comidas, se lo abre y limpia lo que

ha salpicado… Y entonces Fabi mete las seis galletas

juntas en la taza, y empuja con su cuchara hasta que

se sale el Cola Cao. Da un ruidoso sorbo y se chorrea

la camiseta.

¡Todo un ritual!

Aquí nos gustan esas cosas.

Miguel tiene un aparato asqueroso en los dientes.

Se lo quita para desayunar y lo posa en la mesa. ¡Un

asco! Jugamos a ver quién es más rápido, lo pilla y lo

mete en la taza de otro. Silvia grita un poco más y nos

partimos de la risa.

Ya te he dicho, soy un tío feliz, pero es que me

sobran motivos.

Luego, llegan los autobuses, los coches…, los

compañeros.

¡Somos un montón!

Pero eso sí: todos nos llevamos genial.

En el otro cole, había niños que me insultaban.

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Pero aquí, como dice Paula, «Nadie es mejor que

nadie».

Paula sabe muchas cosas, es buena gente…

Aunque en su momento, lo pasó mal, te lo aseguro.

Hacerse un sitio aquí es difícil. Y a los niños no nos

gusta que nos manden. Así que si eres profe y vienes

con idea de mandar… ¡Vas listo!

Pero cada cosa, con paciencia, como dice Miguel.

Y “sin rencores”, que dijo Paula.

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2. El día que estrenamos

psicóloga

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Paula llegó una mañana de septiembre, al

empezar el curso. Con todo el lío de los chavales

nuevos, profesores “enrabietaos” a la vuelta de

vacaciones. Éramos muchos para poder conocernos,

así de pronto. Porque no sé si te lo he dicho, pero

somos un poco raros, cada cual con sus cosas…

Esto es un centro de educación especial.

O sea, que somos ESPECIALES, ¡y con eso lo

digo todo!

Y nos trajeron psicóloga nueva, que al anterior

psicólogo ya lo habíamos gastado. El Sr. Agustín se

jubiló “con honores” como en la guerra, o eso dijo el

director. Porque en cuarenta años que estuvo aquí,

aguantó sin despeinarse; con su traje marrón, su pelo

cano y su boli en el bolsillo. Era “seriote” a más no

poder. Cuando pasaba cerca, te ponías firme,

aguantabas la respiración y rezabas para que no te

pillase en algún lío, porque era listo como un

detective… Pero se gastó, como su boli.

Y llegó Paula, con su gran sonrisa y sus rizos al

viento. Parecía un Cocker spaniel, con la melena suelta

y el flequillo sobre la cara.

Siempre estaba contenta. Entraba por las

mañanas tarareando alguna canción. Dejaba las cosas

en su despacho y venía a saludar a los niños que

estábamos desayunando:

—¿Qué tal han dormido mis chicos? A ver qué

guapos se han puesto hoy… Miguel, ¿qué tal está

mamá? Fabián, ¿fuiste a casa el fin de semana?... Hola

Edy, ¿qué tal?

Yo no respondía.

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Un chaval tiene que hacerse el duro. Y cuando

llega un profe nuevo, hay que dejar las cosas claras:

aquí mandamos los niños. ¡Y no hay más que hablar!

A mí me daba la risa, pero disimulaba. «A esta

nos la merendamos», pensé.

Ahora que recuerdo esos días…, yo era un poco

“borde”.

Por aquel tiempo, siempre estaba de mal humor.

En cuanto me reñían o me mandaban hacer algo, me

“rayaba”: me enfadaba y salía disparado dando

portazos, rompiendo cosas o empujando al que tuviese

delante.

Pegué a dos profesores. Me cambiaron de

habitación cinco veces. Rompí la puerta, el armario, el

ordenador… ¡Creo que tengo el record de la mala uva!

Y no soy un mal tío, ¡lo juro!

Pero tenía mal carácter.

Y claro, que si vete al despacho del director, que

si al del jefe de estudios, que donde Paula… Que si

estas son las normas, que te las hemos escrito en dos

cartulinas: roja para “normas”; y verde, para “tareas y

responsabilidades”.

Los tenía a todos locos. ¡Los traía de cabeza!

No había manera de enderezarme. Ni cartulinas

de colores, ¡ni collejas!

Paula me acompañaba al médico. Íbamos en su

coche una vez al mes, porque además de “mala uva”,

yo tenía algún otro trastorno que vigilar y pupas cada

dos por tres. En fin, lo tengo todo, ya sabes, “A perro

hambriento, todo son pupas”.

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El primer día, salí corriendo de la consulta, para

verla correr detrás y pedirme que volviera.

¡Pero qué tía!

¡Cómo corría!

Me alcanzó y me agarró por la manga. Yo, con mi

brazo libre, le arreé un revés de campeonato. Rafa

Nadal, el tenista, quiso que le diese el secreto de mi

famoso revés. Pero hay cosas que un niño no cuenta

ni bajo tortura.

Y llegamos al cole sin hablarnos.

Ella, con la cara hinchada. Y yo, convencido de

haber ganado el primer asalto. Muy serio y muy

orgulloso, porque a los compañeros les mola ver que

tienes agallas para torear a un profe.

En la comida, Paula pasó a mi lado.

—Hola Edy, ¿estás bien? —me miró a los ojos y

no la miré.

Si el tortazo se lo llevó ella, ¿qué me está

preguntando?, pensé. No me lo explicaba. Y me dio un

poco de pena, la verdad.

Y entonces, de repente, Hugo empezó a gritar y a

soltar patadas. Tuvo uno de esos ataques que solían

darle, en los que se enfadaba con el mundo y repartía

tortas a diestro y siniestro. De lejos, parecía como si las

aspas de cien helicópteros volasen en todas

direcciones soltando guantazos.

Hugo era alto y tenía los brazos y piernas largos

como culebras, así que sus zarpazos te alcanzaban

aunque te escondieses en la otra parte del mundo.

¡Hasta los profes le tenían miedo! Solo don Carlos, el

dire, y Rafa, el jefe de estudios, podían contenerlo

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cuando se ponía así, porque eran dos forzudos de

campeonato.

Hugo era ciego, o casi ciego. No conocía a Paula

y al oír su voz, se mosqueó. Echó a correr hacia ella,

tropezando con mesas y sillas, hasta alcanzarla. La

agarró de los pelos y la tiró al suelo. Y en aquel

momento no estaban por allí los dos forzudos de que

te he hablado. Así que Paula le esquivó como pudo, le

agarró por las muñecas y quiso tranquilizarle. Pero

Hugo lo tenía muy claro: ¡de tranquilizarse, nada!

Hugo era así. Oía una voz desconocida y salía

como un perro de presa al ataque. No le habían

presentado a la nueva psicóloga. Así que decidió

presentarse él mismo.

Que no era muy hábil con las presentaciones,

pues no. Que le molaba arrastrar de los pelos, pues sí.

¡Y menos mal que apenas veía, que si llega a ver bien,

no quedamos uno vivo, te lo digo yo!

Cuando cunde el pánico, cada cual responde

como puede. Algunos niños se paralizan como figuras

de escayola, creyendo que así pasarán desapercibidos

para el agresor. Otros, siguen comiendo como si nada,

por hambre o porque tardan más tiempo en reaccionar.

Y otros, pues hacen cosas raras, como balancearse o

cantar, o levantarse de la mesa y sentarse varias

veces…, por los nervios, digo yo.

En fin, que el miedo desata las neuronas y salen

de estampida las ideas, sin saber qué hacer,

atropellando el poco juicio que tenemos y que se

atrinchera, cobarde y escondido, entre los pliegues de

un cerebro modelo “koala”: paralizado, dormilón y lento.

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¡Qué se le va a hacer!

¡Te puedes imaginar la escena!

El comedor parecía un campo de batalla… ¡un

circo lleno de malabaristas!

Fabi hablaba solo en su rincón. Ya había comido

y solía arrodillarse en una esquina junto a la ventana,

jugando con un cordón que siempre hacía girar entre

sus dedos. Murmuraba y se mordía la mano, de lo

nervioso que se estaba poniendo.

—¡Peligro, fuego! —decía.

Cuando pasaba algo o estaba asustado, Fabi

decía alguna frase rara. No sabía explicarse mejor.

¡Peligro, fuego! ¡Cuidado con el camión!, esas

eran sus frases de alarma. Estaba asustado y los

demás nos dimos cuenta enseguida, porque sabemos

idiomas.

Algunos niños seguíamos en nuestra mesa,

comiendo. Mirábamos callados y muy atentos, pero sin

perder bocado, que luego nos riñen. Tenemos el

tiempo justo para comer. Y si te despistas un momento,

alguien se puede llevar tu hamburguesa.

Una profesora salió a pedir ayuda.

Otra, gritaba a Hugo sin acercarse mucho, por si

le caía algún guantazo.

Y el lío duró un buen rato.

Cuando terminó, Hugo tenía más rizos en sus

manos que Paula en la cabeza.

Ella se quedó sentada, mirando a Hugo que

parecía agotado. Y luego vio a Fabi, asustado, al fondo

del comedor. Paula se levantó y se dirigió hacia Fabi.

Se agachó despacio frente a él y le sostuvo las manos:

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—Fabián, tranquilo. No pasa nada. Hugo se ha

enfadado, pero ya está bien —le explicó bajito.

—Hugo se ha enfadado… –repitió Fabi.

—Sí, pero ya está tranquilo. Todo va bien –insistió

Paula.

—Todo va bien –repitió Fabi.

Dejó de mirarla y se concentró de nuevo en su

cordón. Un cordón de zapato que solía hacer girar

durante horas, como hipnotizado.

Y se hizo un silencio cortito.

Y volvimos a lo nuestro. A la hamburguesa con

patatas que teníamos en el plato, a las actividades de

fútbol y de teatro después de comer… Algunos echaron

la siesta. Y a las 15:00, otra vez clase.

Subí al primer piso, al de la clase azul (mi clase,

la de diez años). Y por allí estaban Paula y Hugo,

sentados en el suelo de la biblioteca. Ella, con

sonajeros y pelotas, hablando y jugando con él. Y él,

jugando con ella. Vamos: intentando engancharla otra

vez del pelo. A ratos furioso, queriendo pegarle. A ratos

tranquilo, recargando pilas. ¡Un juego raro!

Cuando salí de clase, allí seguían.

Hugo golpeaba una pandereta y reía a

carcajadas. Paula le decía el nombre de las cosas que

tocaba y no podía ver: sonajero, pandereta, vaso…

Estaban muy cerca y parecían amigos.

Paula salió del cole como entró por la mañana,

saludando y sonriendo. Con menos pelo y más color en

la cara.

Me miró y la miré. Esta no vuelve mañana, pensé.

No sé lo que pensaba ella.

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3. Linda, la “arrilla”

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No te lo vas a creer.

¡La que monta la gente por una ardilla! Total: unas

nueces por aquí, una mesa roída por allá… Una

educadora coja, diez puntos menos para Edy…

¡Muchas quejas para tan poca cosa!

Pero tranquilo, que ahora te cuento.

Teníamos una ardilla. Porque Paulino se rayó la

semana pasada y no había forma de callarlo.

Todo empezó cuando fuimos a una exposición de

canarios, pájaros de esos que cantan. Paulino empezó

a dar la lata: «Quiero un canario», «Quiero un canario».

Y con el disco rayado a la seño, a don Carlos y al

guarda de la entrada.

¡Como una hora repitiendo «Quiero un canario»!

Y nos mandaron colorear una hoja con pájaros, y

Paulino seguía con «Quiero un canario».

Es que a Paulino se le dispara una neurona y

hasta la hora de la siesta no calla.

Al bajar las escaleras se resbaló. Se pegó un

planchazo macanudo y cambió de neurona:

—¡Quiero una arrilla! ¡Quiero una arrilla!

Y Paula, que es muy lista, investigó qué era eso

de la “arrilla”:

—¿Qué comen las “arrillas”, Paulino?

—Nueces —así de bien pronunciado.

—¿Quieres una ardilla, Paulino?

—¡Sí “arrilla”!, come nueces, compro nueces pa

comé la arrilla… —gritó entusiasmado y dando saltos.

como una hora antes con el canario, pero ahora con la

“arrilla”.

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Y así, de vuelta al cole.

Y en el autobús.

Y en la comida.

Y hasta la siesta...

Y la psicóloga del cole dijo:

—Pues… qué buena idea: una ardilla para la

clase azul —mi clase, ya sabes.

Y dicho y hecho. Llegó el lunes y nos presentó a

Linda: en su jaula, sobre una rama, corriendo y dando

vueltas como una posesa… ¡Y no me extraña!, porque

estábamos todos allí mirando, con cara de salvajes.

Porque es lo que somos, unos salvajes, ¡qué se

va a hacer!

Y en esas estábamos, conociendo a nuestra

nueva mascota, Linda. Pero Fabián empezó a dar

señales sospechosas. Abandonó su interés por el

cordón de siempre, rumió un poco el pupitre y le quitó

alguna nuez a Linda. Mordió la cuchara de la sopa, el

marco de la ventana…

—Soy Linda, la ardilla —decía Fabi.

—Pues estamos buenos —dijo Paula, la

psicóloga, que siempre es la primera en descubrir esos

chispazos mentales que nos dan a los niños.

Y yo, por ayudarla, que lo veía venir, decidí

liberar a Linda. Y con ello a Fabi, que se estaba

transformando en roedor. Y a Paulino, que tenía que

ampliar sus intereses, digo yo, y conocer más animales

que canarios y ardillas.

Y dicho y hecho: la liberé.

Abrí la jaula, me miró, la guiñé un ojo y se fue a

conocer mundo.

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Aunque no tenía intención de ir muy lejos… No.

El piano empezó a sonar raro –tenemos un piano

en el patio de arriba que nadie sabe tocar, pero decora.

En la cocina faltaban cosas y aparecían sospechosas

bolitas de comida y restos de papel por todas partes.

En la biblioteca había restos de hojas roídas, agujeros

en las sábanas de nuestras camas…

Yo me temía lo peor. ¡Me la iba a cargar! ¡Linda

estaba destrozando el colegio!

¡Tenía que hacer algo!

¡Tenía que dar caza a la fugitiva y borrar las

huellas del delito!

Pero aquello parecía una misión imposible, de

esas que solo Edyman puede resolver.

Así que ¡intenté cazar a Linda!

Y monté toda una “operación ardilla” para

encontrarla. Hice un plano, repartí tareas, busqué los

mejores detectives… Y todo sin que se enterasen los

profes, ¡claro!

Encontramos dos ratones en la cocina; lapiceros,

un tiragomas nuevecito, la pandereta que desapareció

durante el festival del año pasado…

También encontramos una niña escondida en un

armario. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Ni idea. Pero

apareció a tiempo para la merienda. Y con eso vale.

Desarmamos dos cisternas, cortamos la goma del

tambor de las lavadoras (desde entonces sabemos que

se llama así: goma del tambor). Lo de los colchones no

hubo forma de arreglarlo ni con pegamento. En clase

no habíamos estudiado “dónde se esconde una ardilla”,

así que estábamos muy perdidos.

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Y el piano, todo hay que decirlo, tiene demasiadas

piezas. Para mirar dentro sin hacer ruido, hay que

quitar muchas teclas.

En fin, la última reunión del equipo de rescate fue

definitiva.

Ya estábamos hartos de buscar. Y decidimos que

Linda podía vivir en la residencia, en el colegio o donde

quisiera. Como dice Paula, «Todos tenemos derecho

a la educación». Así que una ardilla también tendrá sus

derechos, digo yo. Y decidimos abandonar la misión.

¡Que se quede donde quiera!, acordamos.

Dos años después, Fabi sigue diciendo:

—¿Dónde está Linda? En el piano. ¿Se escapó

Linda? Edy abrió la jaula. —Es como una grabadora.

Repite algunas cosas que ve y no hay manera de que

las olvide.

Así que me la cargué gracias a ese niño loro que

es Fabián. Una semana de servicios a la comunidad:

limpiar el patio y arreglar el piano.

Eran muchas teclas, ganchos y listones de

madera. Y todo eso sin manual de instrucciones. Así

que dije lo mismo que dice “el Ñapas” (el de

mantenimiento) en estos casos:

—Uf. Esto en una semana… ¡no puede ser!

—¡Pues que sean dos! —dijo el director.

Bueno. No fue pena de muerte ni cadena

perpetua. Aquí los castigos son así: te mantienen

entretenido un rato. Pero se olvidan pronto.

Y un niño no puede estar sin hacer nada.

Un culo inquieto es lo que es, ¡tiene personalidad

propia!

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Y no podemos “pedir peras al colmo”.

Soy inquieto, pues eso.

Y en lo que tú pasas página, yo ya me he metido

en otro lío.

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4. Taller de reciclaje y

delincuencia

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Hay cosas que no podemos hacer los chavales.

Son peligrosas.

Los mayores tienen talleres de jardinería,

fontanería, encuadernación… Tienen sierras,

cortacésped, destornillador y un montón de

herramientas que no nos dejan tocar a nosotros, los

“pequeños”.

Los pequeños tenemos “talleres sin riesgo”.

Usamos tijeras que no cortan, pegamento de barra,

cartón, cartulinas, revistas… Bueno: todo sin peligro.

Para que te hagas una idea: en el comedor, los

tenedores no pinchan. Tienes que usar los dedos para

coger la comida sin que te vean los profes, que no les

gusta. Los cuchillos son como cucharas, pero largos.

Te da igual de qué lado los uses, solo cortan croquetas.

El filete lo arrastramos por el plato hasta que se sale, lo

agarramos y pegamos un mordisco rápido, antes de

que llegue el manotazo del profe. La fruta la comemos

sin pelar, que tiene más vitaminas. O porque nadie

puede pelarla.

Pero tenemos talleres de teatro, de radio y un

coro.

Y este año vino Ángela, una profe de prácticas,

para dar un taller nuevo, ¡de RECICLAJE!

Íbamos a aprender a hacer juguetes, disfraces y

maquetas con material que se tira a la basura.

Yo quería un robot. Jairo una rodilla nueva, que

se le salió cogiendo caracoles (ya te contaré). Rocío,

un disfraz de astronauta. Quique, un camión. Paulino

pidió un canario –¡qué plasta de tío!

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Aquello parecía la carta a los Reyes Magos.

Estábamos todos tan emocionados…

¡Podíamos construir nuestros propios juguetes!

¡Toma ya!

Todo era alegría y alboroto.

Andrea daba volteretas y, cuando paraba, se caía

hacia los lados. Es lo que suele hacer cuando se pone

contenta o nerviosa. Y también cuando se enfada.

Vamos, que es lo que hace la mayor parte del tiempo:

girar y girar. La llamamos Andrea, la Peonza.

Miguel se había quitado el aparato dental y lo

agitaba en el aire, mientras cantaba «Tiri titi, tiri titi, tiri

titi. Tiroriiiiiii, tiroriiiiii», que, por si no la has reconocido,

es la banda sonora de Misión imposible.

Fabi cantaba «Hala Madrid, hala Madrid»

Nando, que se ponía nervioso con el ruido, se

arrancaba pelos del flequillo, uno a uno, y los ponía

ordenaditos sobre la mesa. No te preocupes, tiene de

sobra.

Ángela pidió silencio. Pero no la oímos. Entonces

nos cogió uno por uno y nos llevó a nuestro sitio. Y

tardó un buen rato en explicar qué íbamos a hacer:

—Escuchad todos…

No sé qué dijo después.

Y volvió a repetirlo.

Pero como tengo poca memoria, ni me acuerdo.

Así que me uní al grupo que me tocó y ¡listo!: el

equipo 3, que éramos cuatro. Y nos fuimos a otra

residencia cercana, El Jardín, donde vive gente mayor.

Queríamos recoger cosas para reciclar. Y los abuelos

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tienen muchas cosas que no usan. Llevamos una bolsa

grande, un saco de esos de basura, con intención de

llenarlo de “tesoros” para nuestro taller.

Pero no es tan fácil como parece.

Los abuelos no oyen bien, y a los niños nos riñen

si gritamos.

Así que esperamos a que estuviesen en el salón,

merendando, y entramos en sus habitaciones para

coger las cosas. Después nos tocó hacer una lista con

lo que habíamos conseguido.

Empezó a leer el grupo 1, que también eran

cuatro:

cartón

lápices

brik de leche

envases de yogur

tapones de refresco…

Bah, lo de siempre. Estos no ganan, pensé.

Con el segundo grupo, Ángela empezó a cambiar

de color:

grapadora

bocata de chorizo

paraguas

ratón de ordenador

calculadora…

Y nos llegó el turno. Vaciamos la bolsa en la

mesa. Miguel cantaba «tiri-titi-tiri….». Yo empecé a

nombrar:

gorro de lana

rosario

dentadura

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bailarina de escayola

novela del Oeste

dos agujas de punto

mando de tele

almendras garrapiñadas

caja de tiritas

sobres de café

baraja de cartas

dos botones

garbanzos

una caja de laxante… ¿Qué es laxante?

Ángela salió de clase y regresó con Rafa, el jefe

de estudios… Miraron las mesas. Miraron a los niños.

Se miraron. Y se hizo el silencio.

Algo iba mal, muy mal.

La bronca fue educativa, como siempre:

—¡Sois unos delincuentes! ¡No se os puede

mandar nada! Les habéis robado a los pobres

ancianos. Y ahora tendremos problemas nosotros… —

Rafa parecía desencajado.

No lo entiendo.

Habíamos ido a una misión difícil.

Y habíamos regresado todos, sin perder a nadie,

que es raro. Como dijo Cris, «Hemos tra-jado bien, mu-

bien».

Y ¿dónde estaban los juguetes?

¿Dónde estaba mi robot?

Miguel empezó a llorar y Andrea a repartir

pellizcos (que es su otra afición, además del baile de la

peonza). Y Nando, arrancándose pelos. Y yo, callado,

mirando mis pies, la “estrategia del avestruz” que dice

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Rafa, la de esconder la cabeza.

—En fin, mañana más —dijo Ángela—. Dejad las

cosas recogidas en sus bolsas.

Al día siguiente, ya todos amigos.

Profesores y niños volvimos a la rutina de las

clases: “Mates”, “Lengua”, recreo, macarrones con

tomate y taller de reciclaje.

—Vamos a ver qué podemos hacer con lo que

habéis traído y qué devolvemos —anunció Ángela.

Las almendras garrapiñadas y el laxante habían

desaparecido.

Rafa dijo que el culpable aparecería pronto.

¡Es un tío muy listo, el Rafa!

Quedó chulísimo.

Sobre el suelo pusimos cartones, botes de cola,

cartulina y fotos… Ángela nos ayudó. Y también Fabi,

que comió de la barra de pegamento pero nos dejó

suficiente.

Construimos un gran “parque de atracciones” con

la dentadura a la entrada y un cartel que decía: “Gran

parque azul” (como nuestra clase, ya sabes). Las

cartas de la baraja eran coches chocones. Hicimos una

noria con agujas de punto y aros; y con botones de

colores, los asientos. Una gran torre de “leche Pascual”

presidía la entrada a la montaña rusa. Y el pan de un

bocata era un supertobogán blandito.

Hicimos una foto de la obra y del equipo de

“ingenieros”, como nos llamó Ángela.

Y luego, preparamos un cartel que pegamos en la

puerta de la residencia “El Jardín”:

33

Hicimos una fiesta, con música y todo. Y algunos

abuelos vinieron a ver nuestro trabajo.

¡Está bien, lo que bien acaba!

Y yo, contento.

Ya empezaba a relajarme.

En este cole nunca se enfadan mucho. Y a Rafa

le estoy cogiendo cariño. Es un tío majo, aunque un

poco cascarrabias, como Kiro, el perro de terapia, que

es buena persona, como Rafa.

Por eso, y como homenaje, le dije:

—Cuando tenga un perro lo voy a llamar Rafa.

Y me gané una colleja.

Todavía siento el calor en la nuca cuando me

acuerdo.

Me cogió por sorpresa, aunque me habían

advertido: ¡Las collejas de Rafa son míticas!

Si hubiese un deporte olímpico o una competición

de collejas, tendríamos una vitrina llena de trofeos. Y

Rafa, un cinturón de esos con hebilla de oro de

campeón.

Así que me fui a cenar con el recuerdo de Rafa en

el cogote.

“Se han encontrado objetos de los abuelos en el cole.

Pasen a recogerlos por el parque de atracciones”

34

Puré de verduras, filete con patatas y fruta de

temporada.

Y Dani, “el Piraña”, no vino a cenar. «Algo de

diarrea», dijeron.

Parece que había encontrado los laxantes.

35

5. Un día en el zoo

36

Estábamos en clase de “Cono” (conocimiento del

medio). Las paredes estaban decoradas con fotos del

cuerpo humano, paisajes chulos, planetas. En algunas

mesas había jaulas con canarios y periquitos, algún

ratón, conejos de indias, una tortuga, peces y plantas.

Era un lío padre cuando nos tocaba limpiar las

jaulas y darlos de comer.

Pero nos gustaba mucho esa clase.

Y la comida de las mascotas, también.

Hoy tocaba hablar de eso: de animales. Nos

sentaron alrededor de una mesa grande y redonda. La

mesa estaba llena de revistas, cartulinas y lápices de

colores. Ya habíamos aprendido muchas cosas de los

animales, pero se ve que Toño, el profe, lo había

olvidado todo.

—¿Qué animal vive en el río? —preguntó.

—El pez —dije veloz cual rayo fulminante y

cegador.

—Y ¿en el mar? —Toño miró al resto de la clase.

—Bob Esponja —se oyó al fondo.

—No Dani. Eso es de los dibujos animados. No es

real.

—Que sí, que lo he visto yo.

—No me discutas, Dani, que no.

—¡Que sí!

—Miguel, ¿Qué come la vaca? —Toño suspiró y

decidió dejar en paz a Dani, que cuando se pone

“morrongo”, no hay manera.

—Leche

—No, Miguel, la vaca da leche. Pero ¿qué come?

37

—No estoy “inspirao”, profe. —Miguel se tocaba

la frente, como si se hubiese fundido algún plomo en su

azotea y ya le fuese imposible iluminar las ideas.

Toño se sentó.

Parecía cansado y un poco triste.

¡Y no me extraña! ¡Con lo mayor que es y no

saber esas cosas!

Si no fuese por los niños, estos profes no daban

de comer a las mascotas, te lo digo yo. Que no sabrían

alimentarlas porque ya olvidaron lo que aprendieron de

pequeños.

—¿Qué comen el ratón, la ardilla o el conejo? —

preguntó Toño mirándonos a todos.

—Pizza —respondió Ángel

—¡No me lo puedo creer! —Toño cerraba los ojos,

se mordía el labio y miraba al techo.

Yo miraba al techo también, pero no veía nada.

—Que sí, que le dimos pizza a Simón y le gustó

mucho .—Simón es un ratón muy feo que tenemos en

clase. Tiene el pelo de colores y con calvas, desde que

intentamos teñirlo con acuarela y luego lavarlo con

aguarrás.

Simón es feucho, pero muy simpático. Come

pizza, patatas, chorizo, calcetines, cordones de zapato,

goma de borrar. Hemos probado cantidad de

alimentos. Y seguro: come de todo. Y el pobre, no es

rencoroso, que se acerca a nosotros sonriendo y

moviendo sus bigotes, con esos ojillos brillantes que

parecen dos botones negros. Es el bicho que más nos

ha durado. Y creo que podría vivir cien años más si se

lo propone.

38

—Yo tengo una pregunta. —Quique levantó el

dedo, como le gusta a Toño.

—Dime, Quique.

—¿Por qué no le pintan lunares?

—¿A quién?

—A la jirafa –dijo señalando una cebra en el libro.

—Será a la cebra, Quique —aclaró Toño, un poco

contrariado.

—Bueno sí, eso… ¿Por qué no le pintan lunares?

Sería más chula.

—No me lo puedo creer. ¿Qué os pasa hoy a

todos? ¿Dónde tenéis la cabeza? ¿Estáis todos en la

luna? —Toño subía la voz y se tapaba los ojos. Andaba

de un lugar a otro, desorientado y nervioso, como un

tigre encerrado en una jaula. Finalmente, se giró hasta

darnos la espalda, y apoyó su frente sobre el encerado

dejando caer sus brazos a los lados del cuerpo…

Quieto, derrotado, muerto.

Bueno, al menos nos asustó un poquitín.

Guardamos un minuto de silencio, como nos han

enseñado a hacer para mostrar respeto en las

tragedias importantes.

—En la luna… En la luna. ¡Estáis todos en la luna!

—repetía Toño en voz baja.

Parece que la luna es un lugar donde vamos a

menudo los niños.

Hay días que debe estar llenita, porque nos

hemos ido todos, aunque nuestro cuerpo esté aquí, en

clase, sentadito en su silla como si nada. Y se nota:

porque el niño que está en la luna tiene una cara como

de medio estar. Así: tanquilote, “embobao” y como

39

disfrutando del viaje. Y deja su cuerpo tirado sobre la

silla como una morcilla de Burgos de veinte kilos, sin

movimiento y sin alma.

Siempre nos dicen lo mismo: que estamos en la

luna.

¡Pero son los profes los que preguntan!

¡Son ellos los que no recuerdan qué comen los

animales!

Y no puedes ser sincero, porque te la cargas.

Los niños somos sinceros por naturaleza, y aquí

nos quitan esa mala costumbre, que para eso está la

escuela.

Así que miramos al suelo, como arrepentidos, que

eso les gusta a los profes. Y ponemos cara de

culpables, por no saber las cosas…, que a eso

venimos, a aprenderlas.

—¡Es que no hay manera! Que no atendéis en

clase. Que andáis en las musarañas… —Toño resucitó

de repente, y se dio la vuelta enfadado.

—¿Qué son las musarañas? —preguntó Dani.

—Calla, que no está el “horno para rollos”. —Le di

un codazo, para evitar males mayores.

El timbre del recreo vino a salvarnos.

¡Qué alegría más gorda!: chutar el balón y no

pensar en nada. Y si le toca de árbitro a Dylan, que le

tenemos ganas, pues mejor. En cuanto saque tarjeta,

se la carga.

Ser árbitro es duro.

Preparas las tarjetas por la mañana, pero ya lo

llevas pensando desde la noche anterior, que no

duermes.

40

Si usas gafas, las dejas bien guardaditas en el

estuche, en clase. Porque si te las rompen de un

balonazo o de un mamporro por cantar falta, ¡estás

perdido!

Es un ritual centenario: el árbitro pasa la mañana

solo, pensando en sus cosas, despidiéndose del

mundo.

Y cuando llega el recreo, te quitas las gafas,

haces la señal de la cruz, como los jugadores, y bajas

al patio. Como ves peor, las tarjetas las sacas cuando

te parece. Y entonces los demás se enfadan. ¡Siempre

se enfadan! Y te pegan algún balonazo y muchos

berridos. Te amenazan de muerte, pero sales vivo por

el momento, porque hay profes vigilando. Y porque te

encargas de chillar bien fuerte para que te vean, que

entre tanto barullo no siempre se localiza a la víctima a

tiempo de resucitarla.

Pero hoy le toca a Dylan, y eso es mejor que el

propio partido.

Porque te libras de ser árbitro.

Y porque Dylan no se entera de fútbol y es una

risa. Agarra el silbato y se lía a soplar por cualquier

motivo. Y acabamos siempre corriendo detrás de él por

todo el patio, tronchados de la risa.

Y Dylan se desinfla pitando, rojo como un

cangrejo de río recocido…

Por la tarde lo anunciaron: «¡El viernes vamos al

Zoo!»

Y el viernes nos llevaron al Zoo.

Porque así, viendo a los animales de cerca,

aprendemos mejor.

41

Y ese día aprendimos muchas cosas. Por

ejemplo: que a los avestruces no se les puede dar un

chusco de pan, porque lo tragan entero y se ve el bulto

en la garganta, que tarda en bajar por el cuello el

tiempo suficiente para que te pillen:

—¿Qué le habéis dado al avestruz?

—Nada, profe, algo de pan que ha encontrado por

ahí.

—Por ahí… ¿DÓNDE?

Silencio mortal.

Mirada al suelo y de reojo al avestruz, que hacía

ruidos raros, como de estar en las últimas. Y el chusco

de pan en ese cuello largo, bajando poco a poco…, sin

terminar de bajar. Y no mastica, que lo sepas, que lo

traga despacio, muy despacio, con el cuello bien

“estirao” para que lo vea el profe, «maldito traidoooor»

(el bicho, digo; no el profe).

—¿Qué os he dicho? ¿Qué pone el cartel? ¡QUE

NO DEMOS DE COMER A LOS ANIMALEEESSSS!

—Que el avestruz no puede leer el cartel, profe.

—Dani señalaba al animal.

—Y cómo vamos a merendar nosotros y no darles

nada, profe, que eso no es de personas, que hay que

compartir… —añadió Cristina, y todos asentimos con

la cabeza.

Toño sudaba. El avestruz también.

Yo me coloqué la visera, que la tenía en el bolsillo,

y zanjé el asunto:

—Bueno, ¿qué?, ¿nos movemos? Aquí ya está

todo visto —me pareció que la cosa se alargaba mucho

42

y el calor era insoportable.

Y Toño decidió moverse, mientras murmuraba

algo por lo bajo.

Le seguimos.

Luego vimos más cosas, ¡sin accidentes!

Cebras, jirafas, leones, osos… Que como no se

acercan a nosotros, no hay lío.

Y vimos monos, que son nuestros favoritos. Y que

deben de ser parientes, porque nos parecemos, ya

sabes. Pero andaban sueltos y salían a la carretera.

Nosotros bajamos del autobús a saludarlos. Habían

puesto una valla, para que no pasasen las personas,

que está difícil de saltar, te lo prometo.

Pero los monos saltan la valla, porque se

entrenan todos los días, y se acercaron.

La gente les daba patatas fritas, gusanitos…

Uno de los monos vino derechito hacia Dani, que

ahora se estaba zampando mi merienda, y le quitó el

plátano. Y Dani quiso recuperarlo, que Toño lo había

dejado claro: «Nada de dar comida a los animales».

Pero el mono no sabía esa norma y se mosqueó.

Agarró a Dani por los pelos mientras chillaba pidiendo

refuerzos. Y vinieron otros dos monos a pegarle.

Y entonces Miguel y yo fuimos a ayudar a Dani:

yo le aguanté la mochila y Miguel, las gafas.

Y todo acabó cuando quisieron los monos, que se

hartaron de tirar del pelo, pellizcar y gritar… El enemigo

consiguió quitarnos el plátano, las palomitas y las

viseras. Y con el jaleo que se montó, pues nos la

cargamos nosotros.

A los monos nadie les riñó.

43

Y aprendimos mucho ese día, en el Zoo:

Que parientes del mono sí, pero lejanos. Y

no hay buena relación, la verdad.

Que el plátano es indigesto

Y que se comparte todo, menos la merienda.

¡Hay que zampar “a escondidas”!

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6. Un mono “cabezota”

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—Yo siempre me siento ahí – dijo Hadi enfadado.

Había llegado el último, pero no estaba dispuesto

a sentarse en la única silla que quedaba.

El despacho de la psicóloga era un aula pequeña

y cuadrada. Junto a la ventana, en una mesa grande

de despacho, Paula parecía sepultada detrás del

ordenador, bajo montones de papeles. En el centro,

había una mesa redonda de madera alrededor de la

que nos sentábamos para trabajar un día a la semana,

en nuestro taller de habilidades sociales.

Allí aprendíamos a pensar, a controlar nuestra

impulsividad o nuestra rabia. Descubríamos cualidades

y defectos, para fortalecer nuestra autoestima. Y

resolvíamos conflictos cotidianos escuchando,

buscando soluciones y negociando con los

compañeros.

Aprender a vivir y a convivir, como decía Paula,

era una asignatura más en nuestro colegio especial. Y

como no éramos perfectos, teníamos que esforzarnos

muchísimo por entender cada problema y, sobre todo,

por aceptar la forma peculiar de ser de cada uno.

Pero Hadi nos desesperaba de verdad. Era muy

cabezota y solo pensaba en él, nunca en el grupo. Y

cuando decidía algo, se mantenía terco como una mula

repitiendo una y mil veces lo que quería, como un disco

rayado que te vuelve loco.

Y solo quedaba una silla, de esas de madera y

mimbre, sin respaldo, en la que se solía sentar el niño

que se portaba mal y necesitaba pensar un rato. Así

que tenía dos opciones: podía ir a su clase a por otra

silla o sentarse en esa que quedaba libre.

46

Pero eligió una tercera opción: dar la lata y

desmoralizar al personal para ver si alguien se cansaba

y le cedía su silla.

Paula le pidió que se sentase.

—Esa es mi silla. Yo siempre me siento ahí —

señalaba una con respaldo.

—Hadi, has llegado el último, siéntate en esa —

insistía paciente Paula.

—Yo siempre me siento ahí. Esa no me gusta.

—Pero ya han elegido tus compañeros y solo

queda esa.

—Yo siempre me siento ahí, no lo entiendes…

—Sí lo entiendo: siempre te sales con la tuya.

Pero aquí somos un grupo. Unas veces eliges tú y otras

no.

—Yo siempre me siento ahí.

Podíamos pasarnos así las horas, porque a

“cabezorro” no le ganaba nadie.

Por eso, se le ocurrió a Paula que ese era un buen

ejercicio para trabajar. Estábamos en el taller de

habilidades sociales, donde aprovechábamos cada

oportunidad para reflexionar, aprender de los errores y

ser mejores personas. Así, que propuso un tema para

pensar:

—“Un compañero se empeña en elegir siempre

sitio”. Veamos cómo resolverlo.

Y estaba claro: había un problema. Hadi se

estaba comportando como un “cabezota” y eso no era

bueno para llevarse bien con los demás.

Estábamos en un callejón sin salida, porque no

lográbamos convencerlo. Él seguía de pie, con los

47

brazos cruzados y con un morro tan largo que casi

tocaba el suelo.

No era la primera vez que se enfadaba por

tonterías. Sus padres se quejaban a los profes de su

conducta. Y él se jactaba de pegar a su hermana si no

le dejaba el mando de la tele; o a su madre, cuando

esta le reñía. Tenía un hermano mayor al que

respetaba, seguramente porque era más alto y fuerte

que él. Pero le quedaban unos centímetros y pocos

meses para traspasar también esa barrera de respeto

hacia su hermano.

Hadi era árabe.

Llevaba un curso con nosotros y hablaba muy

bien. Pero tenía sus rarezas de niño árabe. Comía raro,

jugaba raro y se enfadaba por cosas raras que no

entendíamos. Además, decía que no obedecía a las

mujeres y eso no gustaba nada a las profesoras, que

se empeñaban en enseñarle algo esencial que ya todos

sabíamos:

“Mujeres y hombres tienen iguales derechos”

Paula ya no quiso insistir.

Hadi podía quedarse de pie y enfadado. Nosotros

íbamos a inventar un cuento para ver si entendía la

situación de manera divertida.

El cuento decía así:

«En lo más profundo de la selva vive un grupo de

chimpancés. Hace sol y el día despierta con los sonidos

del bosque… Pájaros, leones, el viento haciendo bailar

las hojas…

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»En lo más alto de un árbol hay un mono

enfadado. Lo llaman el “mono llorón”. Es un simio

malhumorado, que cuando se enfada tira piedras y

cocos a los demás monos. Y se enfada casi siempre.

Sobre todo, cuando alguien ocupa su rama favorita.

Porque le gusta sentarse en esa rama y dice que es

suya. Hoy Berta, la chimpancé jefa, le ha quitado el

sitio…

—Pero Roberto no puede subir a la rama —

interrumpió Sara. Y tenía razón: Roberto está en silla

de ruedas.

—Pero no estamos hablando de “Berto”, sino de

“Berta”, la chimpancé jefa del cuento. Y me refería a mí,

la psicóloga, que soy la jefa del grupo. Y en el cuento,

me llamo Berta, y le estoy mandando que se siente en

otro sitio…

—¡Y si tenemos que subir a una rama, pues

ayudamos a Berto entre todos!—dijo Andrea

conciliadora—, como cuando vamos de excursión.

Sí. En eso estábamos de acuerdo.

Roberto o “Berto”, como le llamábamos en el cole,

podía hacer cualquier cosa con ayuda de los

compañeros. Sin duda, una silla de ruedas no es

problema cuando estamos juntos.

Roberto sonreía.

—Vamos a imaginar que la jefa se llama Berta,

¿vale? Bueno, pues le ha quitado el sitio al mono llorón,

que se llama Hadi (para que no haya dudas sobre quién

estamos hablando). Y Hadi está muy serio, con el

hocico arrugado, dándose golpes en el pecho, «esa es

mi rama», dice enfadado. Y el cuento sigue así:

49

«El resto de los monos se parten de risa. Son

alegres, siempre están jugando y disfrutan de todo. No

pueden entender que alguien se enfade por una

rama…»

—Pues a mí no me gusta el cuento —protestó

Hadi, el de verdad, el de carne y hueso—. ¡No me hace

gracia!

—Seguimos con el cuento —insistió Paula—: «El

resto de los monos deciden reunirse para poner

solución al problema.»

—Este mono está siempre enfadado, es una lata

—interrumpió Berto.

—Hay que echarle a la calle— propuso Sara.

—Bueno, a lo mejor se nos ocurre otra cosa –dijo

Paula, la psicóloga.

—Hay que ayudarlo —añadió Jandro.

—¡Hay que tirarle cocos! —zanjó Andrea,

partiéndose de risa.

—O podemos atarlo a una rama, llenarlo de miel

y revolver el hormiguero, a ver qué pasa —resolvió

Paula—. Pero dejadme que siga con el cuento:

«Todos los monos aplaudieron la idea. A Hadi no

le dio tiempo a escapar. Ya lo tenían cogido entre varios

y lo subieron a su querida rama, donde lo ataron bien

atado, con unas lianas recién cortadas y unos nudos de

rechupete. De esos que no se sueltan ni con tijeras.

»Hadi chillaba y se retorcía como una culebra. Y

más risa les daba a los otros monos.

»Lo llenaron de miel. Y con una hierbita larga

empezaron a molestar a las hormigas, metiéndola en la

entrada del hormiguero. Rápidamente salió la primera.

50

Miró alrededor y dio la señal de alarma. Salieron

corriendo tropas enteras de hormigas soldado, primero

enfadadas y después hambrientas, atraídas por el olor

de la miel. Y corrieron hacia la rama. Y en un abrir y

cerrar de ojos, Hadi quedó cubierto de miles y miles de

hormigas… ¡Tenía un traje de hormigas!

»Se retorció, chilló aún más, dijo algunas

groserías… y, ¡sorpresa!: se empezó a reír… ¡A

destornillar de la risa!

»—No puede ser —dijo la chimpancé Berta—.

¡Se está riendo!

»Pues sí. Las hormigas le hacían tantas

cosquillas que no paraba de reír. Y daba gusto verlo,

con esas carcajadas grandotas y todos los dientes

asomando por la boca. De sus ojos alegres caían

lagrimones como ríos de la selva. ¡Lloraba de la risa!

»Y cuando las hormigas terminaron con la miel,

regresaron a su hormiguero. Y entonces, los monos

subieron a soltarlo.

»—Amigo, aprende a disfrutar de la vida y no te

enfades tanto. Que lo bonito es ser simpático y tener

amigos con quien sentarse, aunque sea en el suelo…

—lo amonestó un chimpancé joven —. Si no compartes

tu rama, estarás siempre solo.

»—Pues tenéis razón –dijo el monito Hadi. Me he

reído y me siento más feliz.

»Y se fue a buscar algo… Lo vieron revolver entre

las hojas, olió algunas ramas… Por fin, encontró una

tabla y se encaramó con ella a la rama de la discordia.

»Ató la tabla con lianas y volvió al suelo.

»Todos se acercaron a él curiosos.

51

»Una gran tabla de roble colgaba de la rama más

alta de la selva. Tenía escrito con caligrafía muy clara

este mensaje: SONRÍE Y SÉ FELIZ.

»Y ya nadie en el bosque olvidó la primera y más

importante norma de convivencia:

A todos nos gustó el cuento.

¡A todos!, porque Hadi sonreía un poquito, con

disimulo.

Se lo había pasado bien y se había sentado

junto a sus compañeros, sin darse cuenta, en la

pequeña silla de paja que ya y para siempre, sería el

lugar escogido para sentarse cuando alguien

necesitaba unos minutos para tranquilizarse y pensar.

Nuestra silla de pensar.

Esa silla fue elegida por todos, como el trono

especial al que mandar sentarse a quien estuviese

enfadado, se portase mal o no quisiera participar con el

resto del grupo en cualquier actividad.

Y siempre tuvo una magia especial.

Porque quien usaba esa silla podía ver de cerca

y en silencio, cómo sus compañeros trabajaban y

aprendían juntos, mientras disfrutaban del placer de

compartir y ser amigos.

Sonríe y se feliz.

Porque si sonríes, haces feliz a más gente.

Y te entran más ganas de reír.”

52

Esa silla tenía la capacidad de cambiar, en

cuestión de segundos, la cara larga del tío más

enfadado, en una sonrisa. Y desde el rinconcito donde

la colocamos, vigilaba silenciosa, que cada niño

creciese educado, amable y feliz.

—Que tengáis un buen día, nos vemos mañana,

mis monitos alegres —se despidió Paula con voz

cantarina. Quizá un poquito más animada que al

empezar la clase.

Quizá fue la silla, con sus poderes ocultos…

O los cuentos que desde aquél día inventábamos

de vez en cuando.

Pero todos sentimos nacer la impaciencia de

reunirnos, cada semana, en ese taller en el que

aprendíamos a ser persona.

Y “ser persona” nos pareció, de repente, el mejor

oficio del mundo.

Yo quería crecer… y aprender.

Y ser persona.

53

7. Joaquín, el valiente

54

Nos llevaron de campamento tres días. Tiendas

de campaña azules, árboles para trepar, río de aguas

caudalosas, piraguas superchulas, balones… Bueno,

¡el Paraíso!

Y había otro grupo de escolares en las tiendas

naranjas, de un colegio de monjas. Eran niñitas pijas y

esas cosas. Iban a disfrutar de tres días de convivencia

con un grupo de bestiajos, que es lo que somos

nosotros, según Rafa, nuestro jefe de estudios.

—Quiero que os portéis bien —dijo Rafa—.

Quiero que demos ejemplo de buena educación.

—¡Sí, Rafa! —contestamos todos a la vez. Como

en el ejército.

—Somos los mejores, los más educados, los

niños más buenos del mundo…

—¡Sí, Rafa!

—¡Que no tenga que oír ninguna queja! —Rafa se

estaba viniendo arriba.

—¡Sí, Rafa! ¡Sí, Rafa! ¡¡SÍ, RAFAAAAA!!

Bueno, esa lección nos la dieron días antes de

salir. Y para cuando llegamos, ya se nos había

olvidado.

Te lo he dicho: tenemos poca memoria. Y algunos

ni siquiera escuchan, como Joaquín.

Joaquín era flacucho y gangoso, costaba

entenderle cuando hablaba. Cojeaba y tenía un brazo

que doblaba como del revés. Era rápido como un

saltamontes y escurridizo como una babosa. Y

nervioso, muy nervioso… Tan pronto estaba cogiendo

una galleta de tu mochila, como pintando la raya de la

carretera con pasta de dientes.

55

¡Y no había manera de pillarlo!

Te cogía las cosas con la habilidad de un ratero,

con la destreza de un mago…

Un día hizo la colada con nuestra ropa. Usó

Nivea, un bote entero -no debió encontrar jabón.

Nuestra ropa quedó como una albóndiga gigante,

rebozada de tierra y yerbajos.

No había modo humano de aclarar aquella pasta

de tela, grasa y tierra… ¡Ni de separar cada prenda y

saber de quién era cada cosa! Intentamos tenderla al

sol, por ver si se iba el potingue. Pero el sol acartonaba

la colada como si fuese un amasijo de cemento y tela.

¡Ríete!

Pero se nos llenaron también de tierra los

calzoncillos, y eso raspa como una lija.

Otro día, desaparecieron nuestras mochilas.

Cuando le preguntamos por ellas, miró hacia el río. Se

quedó muy serio, señalando el río con ese mástil que

tenía por brazo. Y entendimos que le había sido

imposible recuperarlas.

Pasamos horas buscando, pinchando el rio con

palos, como habíamos visto en la tele, buscando el

rastro de las mochilas.

Él se mantenía a cierta distancia, desconfiando de

los palos, supongo. Y nos observaba “de reojillo”,

paseando a unos metros del grupo, muy serio y

reconcentrado en la búsqueda, como un jefe de

investigación que vigila el trabajo de sus hombres.

Finalmente, alguien gritó a lo lejos.

Había señales que hacían sospechar que no era

ese el lugar del delito…, pues los gritos procedían de

56

otro sitio. Y sí, estaba en lo cierto. Podríamos haber

drenado el río y no hubiésemos encontrado rastro

alguno, ni con pruebas de ADN, ni con detectores láser,

ni con la tecnología más avanzada a nuestro alcance:

los palos.

Las mochilas aparecieron metidas en las tazas del

váter, ¡misterios de la naturaleza! Y los servicios…

terminaron inundados con más agua que el propio río.

¡Curioso!, pensé. Y traté de recordar una teoría que nos

contó Toño: “El agua ni se crea ni se destruye…,

cambia de sitio”, o algo parecido.

Joaquín era muy inquieto, de esos que siempre

necesitan estar haciendo algo… No como Darío, que si

le dejabas sentado en algún rincón, se dormía en la

misma postura que le hubieses dejado, y podía pasar

así años, ¡te lo aseguro!

Joaquín tenía la cabeza chica y el corazón

grande. Lucía un cuerpo de insecto palo y unas orejas

enormes y despegadas que usaba poco, porque no

oía… O eso creíamos, porque, en el colegio, nunca

respondía a su nombre, y parecía no atender a lo que

decíamos.

Tampoco jugaba con nosotros… Vivía en su

mundo, a unos metros del resto de compañeros. Nunca

cerca, ni demasiado lejos. Y siempre, en su mundo

pequeño y remoto.

Joaquín “Dos pelos”, para los amigos, porque

tenía apenas un par de rizos y se le veía el cartón de la

cabeza. O a lo mejor tenía una frente que le llegaba

hasta la trasera del pescuezo, ¡yo qué sé!

57

En la comida del primer día descubrimos que sí

hablaba, y bastante bien. «El aire del campo fortalece

la salud y despierta los sentidos», comentó Rafa

sorprendido.

Nosotros habíamos estado jugando al fútbol. Y él

había aprovechado para lavar ropa a su estilo, ya

sabes, con Nivea, que es una crema para el sol.

Y ya, agotados y hambrientos, esperábamos en

fila para comer, con un rugir de tripas que no deseo a

nadie. En un mostrador, a lo lejos, nos iban entregando

las bandejas con la comida, pero había que esperar

como en esas largas colas que se ven en el

supermercado y que parecen infinitas.

Y Joaquín se acercó a la cola.

Traía una lata de Coca-Cola que no sé de dónde

había sacado, porque no nos dejaban tener chuches ni

cosas que nos «quitasen el apetito».

¡Una lata de cola sin abrir!, y se le veía muy

contento.

—¡Joaquín, mueve la lata, que sabe más rica! —

le dijimos más animados. Él solía hacernos caso en

esas cosas.

Joaquín empezó a agitar su lata con el brazo

tonto, calladito y sonriendo, mientras esperaba su

bandeja de la comida. Y nosotros nos reíamos

pensando qué iba a pasar cuando abriese la Coca-

Cola. Y él se reía también porque le parecía todo muy

divertido.

Pero dos monjas se colaron delante de él, así, sin

pedir permiso. Para atajar, que a las monjas no les

gusta la espera… O qué sé yo, porque tienen enchufe

58

de “arriba” y se pueden colar, por alguna dispensa

papal que desconozco. No sé.

Pero Joaquín no es tonto. Ya sabía qué era una

cola (de las de esperar, no de las de beber) y cómo

comportarse en ella, que nos lo explicaron en clase y

entrenamos todos los días. Nos esforzamos por

aprender a portarnos bien, para que el resto de las

personas vean que no somos niños raros y nos quieran

y respeten.

Pero, a veces, son los demás los que no se portan

bien.

Sobre todo con nosotros…, que se piensan que

somos tontos y que no nos damos cuenta de nada.

O bueno, como dijo Rafa después: «No pensemos

mal, chicos. A lo mejor las señoras iban hablando de

sus cosas y no se dieron cuenta. Las monjas son buena

gente… Cuidan de los demás.»

Rafa nos explicó muchas cosas que no sabíamos

de esa buena gente. Pero eso fue después de

enfadarnos, claro.

Primero metimos la pata, como de costumbre.

Bueno, pues estábamos en la cola, contentos,

esperando.

Y las buenas señoras se colaron.

Yo miré a Joaquín, y le vi cambiar de color al

blanco y después al rojo… Con los ojos como una rana

y las orejas tensas como un galgo. La lata de Coca-

Cola, quieta.

—Cagüentooo… Cagüentooo —voceó. Cada

letra bien clara y la Coca-Cola otra vez en marcha, en

el programa de centrifugado.

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—Cagüeeenntooo… —seguía diciendo, mientras

miraba a las monjas y estiraba los brazos

—Ave María… ¡Qué maleducado! Perdónale

Señor que no sabe…—dijo la más alta, haciendo la

señal de la Cruz.

—¡Que sí sabe, que sí! Ustedes se han colado —

si me callo, reviento—. Y no está bien colarse, y menos

si eres monja, que hay que dar ejemplo. Y no está bien

aprovecharse de Juanjo, que es nuestro colega. Eso

no.

—¡A esperar turno! —dijo Dani sacando pecho.

Ya sé que tienen a Dios de su parte, que me la

jugué y que perdí puntos para una plaza en el cielo.

¡Pero me daba igual!

Un colega es un colega. Joaquín, Dani y yo

estábamos en el mismo equipo y habíamos marcado

gol: Joaquín 1, Monjas 0.

Porque ellas se quedaron sin palabras y sin rezos.

Y se fueron a su sitio, mirando hacia nosotros todo

el rato, como si hubiesen descubierto marcianos.

Pero nosotros comimos muy a gusto. Y

mirábamos de reojo al enemigo, que comía unas

mesas más allá y nos vigilaba con recelo.

Después, les pedimos perdón. Cuando Rafa nos

hizo ver las cosas de otra manera.

¡Y resultaron ser muy majas!

Nos llenaron de besos, y nos dieron unos

caramelos riquísimos. Y ya, el enemigo no nos pareció

tan malote.

Ese día aprendí, que es fácil pensar mal de las

demás personas. Y que, no sé por qué, siempre nos

60

parecen raros aquellos que no conocemos. Si no es

mucho pedir, y me puedo arrepentir, diré en mi favor

que ya me gustan las monjas.

¡Y sus caramelos!

Y si es posible, quiero pedir que me sigan

guardando un sitio en el cielo, porque prometo ser

mejor persona… Aunque solo sea un sitio en el pasillo,

¡también me vale!

Y llegó la primera noche.

Éramos seis en la tienda. Joaquín tenía una

linterna, con la que nos atizaba cuando nos vencía el

sueño. Sí, una de esas con pilas que duran y duran y

duran…

—Joaquín, majo ¿no tienes sueño? —bostecé

cansado.

—¡Mira la luz! ¡Mira los chicos! ¡Mira la luz! —

repetía contento. Como veis, ya hablaba requetebién,

y mucho.

—Ya la veo, ya. Pero hay que dormir, Joaquín…

—y a mí se me cerraban los ojos, hasta que me

despejaba de un castañazo con su linterna.

—Joaquín, no te pases que duele, tío. —Yo me

rascaba, pero el chichón seguía su curso natural, de

gordo a más gordo… ¡Descomunal!

—Mira la luz —me decía. Y asomaba la cabeza

por la cremallera de la tienda para gritar a los otros

niños—. ¡MIRA LA LUZ, MIRA LOS CHICOOOOS…!

—¡Que te duermas, Joaquín! —gritaba Rafa.

—¡QUE NO GRITES, RAFA, QUE DESPIERTAS

A LOS CHICOS! —voceaba don Carlos.

61

Estábamos hartos.

Joaquín gritaba cada vez que intentábamos

quitarle la linterna.

—Vamos a quitársela. Pero que no nos oigan, que

nos la cargamos. ¡Salgamos de la tienda! —dije muy

bajito. Y todos de acuerdo. Todos menos Joaquín,

claro.

Me levanté y debió imaginar la jugada, porque me

miró muy serio.

—Joaquín: nos estás molestando y te vas a

dormir a otro sitio. ¡Coge tu saco!

Lo agarré del brazo y salimos. Nos alejamos de

las tiendas hacia los árboles, donde pensábamos

quitársela sin que se oyesen sus gritos. O si se ponía

muy terco, podíamos dejarle allí, durmiendo.

El siguiente cuarto de hora fue… ¡de miedo!

Los seis a oscuras, andando despacio, porque no

se veía nada… Bueno con lo poco que iluminaba su

linterna, que no paraba de mover y de arrearnos

castañazos con ella. Y no había forma de quitársela,

que parecía pegada a sus manos con Loctite. Así, que

seguimos andando, para alejarnos o por ver si se

gastaban las pilas.

Pero era de noche, estábamos en un lugar

extraño lleno de ruidos raros. Y empezábamos a

flojear.

—¡Ay, qué miedo! ¡Ay, qué oscuro!... ¿Qué es

eso? —Dani temblaba.

—No-gus-ta-ta-ta —dijo Miguel, entre castañeteo

de dientes.

62

—Bueno un poco más y se la quitamos. Ya

estamos lejos del campamento —dije.

No era momento de rendirse. Pero la verdad, a mí

también me subía el canguelo por la barriga. Notaba

picotazos y bichos por todas partes, y me venían a la

cabeza historias de chavales degollados en el bosque

por monstruos terribles.

—Qué miedo y qué frío. Joaquín, o nos das la

linterna o te quedas a dormir aquí, tú solo.

—Tengo miedo, Joaquín, elige un sitio para

dormir… —decía Dani.

—No me dejéis, no me dejéis. —Parecía asustado

de verdad, no había dicho ni "mu" en todo el camino,

hasta ahora.

—No, Joaquín. O nos das la linterna o te quedas

solo. Que te coman las “calandracas” y los “revicuelos”.

—No chicos, solo no… —empezaba a hipar y a

sorber el moco, el pobre.

—IIIIIAAACCCC, IIIAAAACCC —Ese ruido nos

puso los pelos de punta.

—¿Qué ha sido eso? —preguntamos a la vez.

Ahora sí que me temblaba todo.

Nos quedamos de piedra.

Quietos.

Mudos.

Algún castañeteo de dientes rompiendo el silencio

oscuro de la noche mortal…

—IIIIIAAACCCC, IIIAAAACCC —Ahora más

cerca, podía sentir el aliento del animal en la cara. Y su

silueta, recortada por la luz de la luna, tenía el tamaño

de una montaña.

63

Joaquín me empujó y se puso entre el monstruo y

mi cuerpo vacilante:

—¡Yo os salvo, chicos, yo os salvo! —dijo con su

voz gangosa, sacando pecho y temblando como un

pajarillo.

¡Un héroe!

¡Nuestro héroe!

El más valiente de todos… ¡Hay que ver!

Todos muertos de miedo, y Joaquín interpuesto

entre la bestia y los niños, con sus bracitos de palo

extendidos, queriendo proteger con su cuerpo de

insecto retorcido y flaco, a una panda de insensibles y

brutos compañeros, amilanados y encogidos de miedo.

Era un burro. ¡Solo un burro! –el bicho que

rebuznaba. Y en vez de atacarnos con furia desmedida,

nos pegó un pringoso lametazo de aúpa –el burro, no

Joaquín.

Ya sabes: las presentaciones de rigor. Un beso,

un lametazo, un apretón de manos… Cada cual tiene

su señal de cortesía. Y es de buena educación

responder como se espera. Así que, en señal de

amistad y de buenas intenciones, intercambiamos más

lametones que abrazos ¡Y no solo hacia el burro!,

porque la oscuridad y el entusiasmo que siguen al

miedo, turban los sentidos y terminas lamiendo a Dani,

a Miguel, al árbol de al lado… Si das rienda suelta a la

efusividad, ¡no tienes freno!

Luego, ya todos tranquilos y hermanados,

decidimos volver.

Y volvimos al campamento, los seis y el burro.

Nos abrazamos de dos en dos, de tres en tres,

64

abrazo de grupo, el burro por medio… Le dimos un par

de besazos a super-Joaquín, que se portó como un

valiente. Y otros tantos al burro… Que no supe muy

bien cómo, pero esa noche durmió a “pata suelta” y

revuelto con nosotros, en el interior de la tienda de

campaña.

Ya de madrugada, descubrimos encantados, que

no había sido un sueño. Que aunque el burro se había

ido, dejó en la tienda muestras de haber estado: seis

zurrapas (¿una para cada uno?), redondas y olorosas

que nos dimos prisa en ocultar. Y con un rotulador

negro y gordo decidimos pintar en la tienda nuestros

nombres y la fecha, para no olvidar jamás el día grande

en que nos convertimos en panda. El día en que

Joaquín dejó de ir a su bola, para ser nuestro colega.

El día en que se unió para no separarse nunca del

grupo.

Porque ya y para siempre, estaríamos juntos.

Desde ese día, Joaquín permaneció unido a

nosotros, porque adonde íbamos, venía. A veces

detrás, a unos metros. Otras, por delante, apenas sin

hablar. Pero siempre cerca, mirando de reojillo para no

alejarse. Y si se despistaba, que lo hacía, le cogíamos

por el hombro y le atraíamos hacia nosotros.

«Amigo» decía cuando yo le cogía para que no se

perdiera. «Sí, Joaquín, amigos».

¡Y qué grande me pareció aquella palabra,

“amigo”.

Y más grande, cuando la decía un chaval que

apenas hablaba con nadie.

65

Pero la felicidad duró poco. ¡Misterios del planeta!

Rafa nos llamó, a los seis. Con nombres y

apellidos. —Eso no era bueno.

—Habéis pintado con rotulador una tienda de

campaña. Vais a fregarla con esparto hasta que se os

arruguen las manos como una uva pasa. ¡Brutos, que

sois unos brutos!

—¡Ha sido el burro! —acusó Miguel.

—No tío, no metas al burro en esto —me pareció

que le debíamos lealtad, como a un amigo más.

Además, el burro no había sido, ¿o sí? No me acordaba

bien y, en momentos de tensión me bloqueo bastante,

la verdad. No pienso con claridad.

Bueno, no pienso.

—¿Qué burro? —preguntó Rafa. Y me sorprendí,

porque ya se me había ido la cabeza a la luna.

—Nada, cosas nuestras… —dijo “el Chino”.

Hablaba tan poco, que la mayoría de las veces nos

olvidábamos de él. No era chino ni nada, no sé por qué

le pusimos ese apodo. A lo mejor por sus ojos

rasgados, por lo blanquito que era…

—¿Qué burro? —insistió Rafa. Y los dos miramos

a Miguel.

—Uno que vino esta noche y pintó algo con

rotulador —respondió con naturalidad Miguel “Boca

chancla”.

—Los burros no saben escribir, Miguel.

—¿Y Platero, qué? Escribió un libro. ¡Que lo

vimos en clase! —Ahí estuve fino filipino. Me gusta

llevar la contraria a los profes, y eso me pierde.

—Sí y hablaba con las flores y con el dueño —

66

añadió Dani.

—Y era de algodón y blandito – apuntó Miguel,

que parece que no se entera de las clases, pero sí.

—Pues ese… ese vino esta noche, y pintó la

tienda —zanjó Miguel.

—¡Síiiii! —Nos miramos todos, todos a una,

convencidos de nuestra inocencia.

Rafa estaba serio. Pensando.

—¿Platero? —susurró Rafa. Como pensando en

voz alta.

—¡¡ESE!! —gritamos todos.

Por fin le estábamos convenciendo. ¿Funcionaría

nuestra coartada?

Faltó poco para que se lo tragara. Pero no.

Por la tarde quedó claro que no.

No nos creyó, para nada. Y nos hizo limpiar el

rotulador de la tienda, como había prometido. Porque

nuestro jefe de estudios es un “hombre de palabra”.

No lo entiendo.

¡Qué inteligencia!

¡Qué poder de adivinación!

¡Qué rapidez para cazar a los culpables!

Por algo le han hecho jefe de estudios. ¡Porque

no se le escapa ni una!

¿Quién le dijo nuestros nombres? ¿Cómo supo

quiénes pintaron la tienda?

Seguro que buscó al burro y lo interrogó, hasta

hacerle confesar.

No me cabe duda.

Y le echaría la bronca por juntarse con nosotros.

O se lo dijo a sus padres, que es peor… Por eso, no lo

67

volvimos a ver.

O porque quisimos arreglarlo poniendo su

nombre, Platero, debajo de los nuestros, en la tienda

que habíamos limpiado. Y a lo mejor se enfadó por

falsificar su firma.

Platero, amigo: si algún día lees esto, sabrás que

no te olvidamos.

Y perdona por lo del rotulador.

Somos unos niños cobardes y acusicas, que

siempre echamos la culpa al que no está cerca para

defenderse.

Ya lo entenderás... cuando vayas a la escuela.

68

8. El cuerpo de policía

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Aquella semana la dedicamos a la policía. A ese

“cuerpo de seguridad al servicio del ciudadano”, como

dijo Maya. Aunque cuerpo, lo que se dice cuerpo…

Yo esperaba ver a “Suasenager”, ¡al cachas ese

de las pelis de acción!

Pero no. Cachas, no.

Eso sí, eran muy majos.

Nos contaron lo que hacían: poner multas, ayudar

a señoras y coger ladrones. Yo los había visto en la

tele: altos, guapos, corriendo como balas para detener

a los malos. Pero estos que nos visitaron, bueno…

Tenían barriga y les apretaba el traje. No tenían

pinta de correr mucho, no.

Aun así, ese martes fue una chulada.

Vinieron con otros polis: los “perros policía”.

Querían hacer una demostración de su trabajo.

Y salimos al patio.

Todo a nuestro alrededor parecía el decorado de

una peli de acción, de las mejores que se puedan ver

en la tele. Había coches patrulla, señales de colores,

un montón de perros y de polis, y de niños nerviosos, y

de profes corriendo entre los niños.

Al fin, después de algunos gritos de rutina,

lograron tranquilizar al personal, y se hizo el silencio…

En el centro del patio habían dispuesto un circuito

con aros, rampas y un túnel. Un tío con silbato dio la

orden y ¡Guau! El primer perro salió disparado, tratando

de representar su mejor papel. Se agachó y arrastró,

pasó por el túnel, subió la rampa y de un salto llegó a

la meta. El segundo perro, más animado por nuestros

aplausos, hizo el mismo recorrido. Cuando iba a

70

empezar el tercero, se adelantó Manu.

Manu es un peque de la clase de infantil. Es bajito

y lleva chupete.

Sonó el silbato y salió a la pista, agarró de la cola

al perro y le siguió por el túnel. Rebeca, su profe, salió

detrás, pero le costaba entrar. Pataleaba un poco, creo

que por ser la última, que le daba rabia. En el túnel

hubo atasco y desaparecieron los tres. Nos quedamos

todos esperando, en silencio. Y por fin salieron Manu,

el perro y Rebeca, por ese orden. Gritos y aplausos:

¡Ole, ole y ole!

Se perdieron, seguro. Si no es por Manu, no

encuentran la salida.

Nos contaron cómo entrenaban a los perros. Pero

no dijeron cómo entrenaban a los polis. Nos contaron

lo que comían los perros. De los polis, nada. Los perros

eran famosos, habían recibido premios, salían en el

periódico… Los polis, no.

Nos dejaron subir al coche patrulla y pusimos la

sirena.

Nos hicieron fotos.

Después, escondieron droga en el coche y

soltaron a un perro para que la encontrase. El perro nos

olisqueó a todos, para buscar el rastro: pantalones,

bolsillos… Daba un poco de miedo sentir el hocico del

perro tan cerca, con esa boca llena de dientes. Y, por

fin, encontró la droga en el coche, debajo del asiento.

Y todavía no lo entiendo.

¿Por qué la poli tiene droga en el coche?

¿Por qué la tiene que buscar el perro, si la ha

escondido el poli?

71

¿Es que ya no se acuerda de dónde la puso?

¿Y por qué no podía ir yo a buscarla si vi dónde la

escondieron?

Rafa no me dejó: me sujetó por el cuello de la

camiseta cuando intenté ganar al perro. Se ve que no

estoy entrenado para el peligro. Corro poco, ¡menos

que Rafa, desde luego! Y creo que ese no va a ser mi

oficio: ni perro, ni policía. ¡Descartado!

—¿Os ha gustado? ¿Queréis hacer alguna

pregunta? —El jefe de policía se puso en el centro y

miró a todos los niños.

Rafa, Toño y Rebeca nos animaron a preguntar.

Y yo levanté la mano.

—¿Es que es más listo el perro que el poli? —A

mí me pareció una pregunta normal, visto lo visto.

Porque los perros hacen muchas cosas. Y el del

traje solo da órdenes y sopla el silbato. No me pareció

muy listo. Pero aun así pregunté, que hay que dar una

oportunidad a la gente para explicarse.

Y hubo risas y aplausos.

Pero a Rafa no le gustó la pregunta. ¡Me gané una

colleja!

No sé si los perros han ganado tantas medallas

como yo collejas. Y mira: a mí no me sacan en el

periódico. El mundo es injusto, ¡te lo digo yo!

El miércoles visitamos el cuartel de la Guardia

Civil. Otros polis, con otro traje, pero sin perros ni

silbato. Vamos, ¡que estos no tienen nada que hacer!

Nos enseñaron fotos, despachos. Nos dieron una

charla, nos pusieron las esposas. Pero no me dejaron

disparar, que era lo yo que quería.

72

El jueves: INCENDIO.

¿Qué diferencia hay entre un incendio y una

hecatombe?

Pues no sé. Pero pasó de todo.

¡A ver si me aclaro!

Es cuando dicen que hay incendio, pero es de

mentira. Que es para ensayar, por si hay incendio de

verdad, pero sin fuego. Pero que al final sí que hay

fuego…

¡Me estoy liando!

A ver: suena la sirena y un profe grita «¡ALARMA

DE INCENDIO!», y que «SALGAMOS TRANQUILOS,

EN FILA, SIN HACER RUIDOOOOOO».

—Todos al patio, de forma ordenadaaa… ¡Ehhh!

¡Esperad, no corráis! —ordenó Rafa.

Todos los años es igual.

Para qué ensayamos, si ya sabemos ir al patio: a

trompicones, corriendo y riendo. Y luego hay que volver

a buscar a los lentos, que se han quedado esperando

en clase, echando de comer a los peces o comiendo

tiza, para hacer tiempo.

Y hay que ir a por Teo, el profe karateca, que está

en cafetería desayunando y leyendo el periódico, para

buscar la noticia del incendio, supongo. Y Nati, la

secretaria, siempre se queda en recepción pintándose

las uñas de los pies:

—Hala, despacito. Sin empujar —dice Nati, sin

quitar los ojos de su tarea. Porque ella no se asusta.

Espera muy tranquila a que pasemos todos y se

sequen sus uñas. Y viene después al patio, soplándose

las de la mano, también recién pintadas.

73

Por último, llega don Carlos, el dire. Nos cuenta

qué pasa si se quema el cole, por dónde hay que salir,

cómo lo apagamos. Y pide que no se pierda la calma,

que la perdemos todos los años...

Y se acaba todo y comemos hamburguesas

viudas, “de luto”.

“Resquemadas”, para que me entiendas.

Porque las únicas que se creyeron lo del incendio

fueron las cocineras. Llegaron al patio las primeras y

esperaron allí todo el tiempo, hasta el sermón de don

Carlos. Y se dejaron las sartenes en el fuego.

—¡Esto es un caos, una hecatombe! ¡Es que no

hay manera de salir de forma ordenada! ¡Es que un día

va a pasar de verdad y no sé qué va a ser esto! ¡Mira

que sois brutos!, los profesores, digo. Que no sois

capaces de sacar a estos niños de forma ordenada.

Y… ¿Por qué hay humo en la cocina? —voceaba el

director.

—Para dar realismo —dijo Rafa.

—No, ¡que hay humo de verdad! —aclaró

alarmado el dire.

—¡Las hamburguesas! —dijo Fina, la cocinera.

Y se montó un lío padre. Y nos mandaron a las

clases. Y a la 1:30 al comedor. A comer

«hamburguesas viudas», nos dijeron, «nueva

especialidad de la casa». Que se rascan un poco con

el cuchillo para quitar “lo negro” y ¡listos!

El viernes, examen:

1. ¿Para qué sirve la policía?: para poner multas

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y ayudar a señoras.

2. ¿Por qué es bueno que haya policías?: para

que haya ladrones

3. ¿Cómo es un cuartel de la guardia Civil?:

como una casa, pero todo verde

4. Dibuja un tricornio:

75

9. Ouhhhhhh… ¡Halloween!

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Todos los años, en noviembre, celebramos

Halloween.

Dos meses antes ya estamos nerviosos,

pensando en ello. Empieza el curso y ya lo tenemos en

la cabeza: ¿de qué me voy a disfrazar?

¡No puede saberlo nadie!

Y Tiene que ser un disfraz terrible, monstruoso,

escalofriante.

A los niños no nos preocupan las tareas, las

notas, ni las calabazas… Las únicas calabazas que

importan son las de Halloween. Las que decoran el cole

en esos días, con velas, telas de araña, ratones y

demás. Y con las que decoramos ese lugar maldito al

que nos llevan.

Pues sí: nos llevan a un monasterio antiguo y frío,

en un lugar lejano y sin nombre… Un lugar que no sale

en los mapas y al que solo Herminio, nuestro

autobusero más viejo, sabe llegar. Dicen que pasó su

infancia escondido en las profundidades de ese

monasterio maldito. Y que nació tan feo, que sus

padres lo abandonaron o se murieron del susto. Que se

alimentó de ratas y murciélagos hasta hacerse mayor

(y más feo). Y no es difícil imaginarlo entre fantasmas,

brujas y habitantes de la noche, porque solo con mirarlo

se te eriza el pelo del cogote.

A Herminio se le notan los huesos de la cara como

si en vez de piel tuviese papel de fumar. De las orejas

le asoma pelo y se le trasparentan las venillas. Podrías

lanzarle contra un muro y quedaría enganchado de esa

nariz de loro que Dios le dio, y que debía ser la última

77

de la cesta, porque no pudo elegir otra. Cuando

conduce, no habla con nadie, ni nos dejan hablarle, ni

ganas que tenemos. Y solo mirarlo nos da canguelo. A

veces, ves sus ojos en el espejo retrovisor y parece que

se relame, como si quisiera comerte.

Pero a lo que voy: nos llevan tres días a un

“casoplón” frío, oscuro y abandonado. A un monasterio

perdido en un pueblo sin nombre, al que pusieron “La

Canal”, por un riachuelo en el que navegan las almas

errantes de los muertos que no saben llegar al cielo. Y

a veces flota alguna cáscara de nuez o un envoltorio de

chocolate. Porque se ve que las pobres almas comen

por el camino, que el viaje es largo y pasan hambre.

El viernes, todos preparados con las mochilas y el

disfraz ultrasecreto bien escondido. Nuestro disfraz de

Halloween es el secreto mejor guardado del Planeta.

Porque no quieres que nadie sepa de qué vas a ir.

¡Para dar más miedo!

¡Y para que no te reconozcan, por si haces alguna

burrada!

Pero de las mochilas asoman espadas, escobas,

huesos, tridentes… Y todos intentamos adivinar el

disfraz de los demás, o sonsacarles durante el viaje. Y

el viaje lo pasamos cantando, riendo, pegando algún

codazo. Y algún compañero lo pasa vomitando, porque

no sabe divertirse de otra forma… ¡Qué se le va a

hacer!

En el autobús descubrimos algunos disfraces

ultrasecretos:

- Los gemelos van de esqueletos.

- Rodi, como todos los años, de hombre araña,

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que se lo pone también en Carnaval y en el festival de

Navidad. No da miedo, pero no quiere ponerse otra

cosa.

- Félix y el chino serán dos demonios.

- Paula, la psicóloga, de momia.

- Eli, de “niña surfista”. —Sí, esa en camisón, que

vomita y ruge con voz de hombre y hace temblar la

cama. Que un cura le hace un “surfismo” para sacar el

demonio que lleva dentro…

En La Canal todo da miedo. El frío te entra por la

espalda. Los bichos suben por el pantalón intentando

comerte vivo. Y hay un silencio raro, mortal, en el que

resuenan los pasos de los niños que andamos todos

juntos, pegados como lapas, en fila como hormigas,

temblado como Tarzán en el Polo Norte.

Cuando llegamos, nos reparten las literas.

Hay dos habitaciones. En una, nos meten a todos

los chicos: quince salvajes. Los tres profes se sitúan en

puntos clave: junto a los servicios, en la puerta de

entrada a la habitación, y cerca de dos o tres gandules

de esos que “dormimos poco y hablamos mucho”. Son

manías que tenemos los chicos: no dejar dormir a los

adultos, o eso dice Rafa, que adivina el pensamiento:

—Vosotros, cerca de mí. Que me vais a dar la

noche.

Y tiene razón.

Pero no podemos evitarlo.

Es emocionante: todos juntos, durmiendo fuera

de casa, en un sitio raro y lleno de misterio, con

fantasmas que se arrastran por la noche, espíritus que

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se esconden bajo la cama… No podemos dormir, y nos

apetece hablar y gastar bromas, para calmar el miedo.

Pero las collejas de Rafa son un relajante muscular

muy efectivo. Son rápidas y mortales, incluso a

oscuras. No sé cómo tiene tanta puntería si no se ve

nada. Y te da igual esconderte o meter la cabeza en los

pies de la cama: te encuentran.

Las collejas de Rafa son misiles teledirigidos que

una vez que se disparan, llegan a su destino. Y a mí,

que me gusta el riesgo, siempre me ponen cerca de él,

a la distancia justa de una colleja.

Las chicas duermen en otra habitación, en el piso

de abajo con dos profesoras. Y entre ellas y nosotros,

hay una escalera que cruje con solo mirarla. Para que

no hagamos visitas a nuestras vecinas, que tampoco

las dejaríamos dormir.

El viernes por la tarde decoramos el salón:

siluetas de cartulina, calabazas, fantasmas y esas

cosas. Para la cena, todos disfrazados. En las mesas

nos ponen pizza, sándwiches, cacahuetes… ¡Cena

especial para día especial! Y todos a la tarea de

zampar, con hambre monstruosa. ¡Ja!

Y cuando estamos en lo mejor… ¡Zas!

¡Apagón!

Y miedito general, que sabiendo que hay

fantasmas, no esperamos nada bueno.

Se oyen gritos, golpes, más gritos… Llegan los

profes con velas, cierran las puertas y nos dicen que

«tranquilos, pero que no salga nadie bajo peligro de

muerte, pero que tranquiloooosssssss.»

—En el monasterio hay fantasmas. Les hemos

80

despertado con el ruido… Y a los fantasmas no les

gustan los niños —aclaró Rafa, para tranquilizarnos.

Se oyen gritos fuera y gritos dentro. Alaridos en el

silencio de la noche, y llanto de niños que perdemos los

nervios y queremos volver a casa, con nuestras

madres.

Entre los disfraces y las velas, que apenas se ve,

no sabes quién está a tu lado, ni enfrente, ni debajo de

la mesa. Todos son sombras, ruidos, empujones. El

pánico se extiende como la naranjada en las mesas,

que la hemos tirado toda. Alguien señala hacia una

ventana. Un bicho terrible, vestido como a remiendos,

la cara blanca y verde y negra, y le falta pelo… ¡Y te

juro que no es el conductor, aunque se le parece! Pero

no, este es un zombi enorme y asqueroso.

Del pasillo llega ruido de cacerolas y piedras.

Risas de espanto… Una bruja que aparece y sale

corriendo del salón. Yo llevo media hora tragando

pizza, sin atreverme a masticar, por no hacer ruido.

El canguelo es general. Estamos “cagaos” de

miedo, todos, incluso los profes que se abrazan,

tiemblan, comentan bajito lo que pasa, y nos dicen que

no salgamos del comedor.

¡Ja, como si fuésemos a salir!

¡Ni de churro!

Pues vale. Pero yo, por si acaso, sigo comiendo,

que el miedo da hambre. Y que tengo reglas muy

claras: la “Ley del Pobre: reventar antes que sobre”. Y

“cenar bien para dormir mejor”.

Pero como todo tiene un final, llega el momento

en que me lleno. ¡Estoy que reviento! ¡Ya no puedo

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meter más al cuerpo! Y lo meto a los bolsillos: sándwich

de Nocilla, aceitunas, gominolas en el calzoncillo… En

fin: cualquier sitio es bueno. Y uno nunca sabe cuánto

va a durar el encierro. ¡O si vendrán a rescatarnos!

Javi pidió silencio:

—Es la noche de los muertos vivientes. Este

monasterio es famoso por las cosas terribles que

ocurrieron aquí hace años. Hoy, despiertan las víctimas

y quieren venganza. Tenemos los pasillos,

habitaciones, baños… Todo, plagado de monstruos y

espíritus. El jardín también está lleno. No hay

escapatoria.

—Solo hay una forma de salvarnos. Tenemos que

encontrar la olla mágica —Eli lo soltó así. Como quien

tiene que ir a buscar un lápiz—. Con la olla podemos

atrapar a todos los espíritus, liberar el monasterio y

regresar a nuestro querido colegio.

Repartieron hojas y un plano, con señales de los

lugares donde podía estar la olla, o donde podíamos

encontrar pistas: la despensa, las bodegas, la

biblioteca… Dibujos de cuchillos, flechas y calaveras…

—Y ¿no sería mejor buscar en la cocina? —

pregunté—, que las ollas se guardan en la cocina.

—No, ya hemos buscado allí. Pero la olla mágica

está en poder de una bruja y no sabemos dónde la ha

escondido —aclaró Rafa.

—Pues llama a la bruja y castígala al pasillo hasta

que cante. Que con nosotros funciona —dijo Dani.

—Que no, que hay que buscar. Vamos a formar

grupos. —Rebeca empezó a organizarnos.

—¿Podemos llevar palos o tenedores? —ese

82

Miguel, «qué buena idea» pensé.

—No, que el año pasado le hicisteis un moratón a

Maya en el ojo —recordó Eli.

—Grupo 1, con Toño. Grupo 2: Amanda, Roci,

Sarita… con Eli. Grupo 3….

Y empezaron a nombrarnos.

¡Pobres criaturas en busca de la salvación… o de

la muerte! Víctimas inocentes de alguien que perdió

una olla, o que dejó escapar a los monstruos.

Y digo yo, que por qué tenían a los fantasmas

encerrados en una olla. ¿Con qué hacen aquí la sopa?

¿Qué nos están dando de comer? ¿De qué son los

sándwiches? Y… ¿qué es esto pegajoso en mis

calzoncillos?

Salimos en grupos de cinco. Porque es más fácil

contar y ver si volvemos todos.

Tropezamos, chocamos, gritamos… Algunos

lloraban. Otros, intentábamos no hacer ruido.

Aparecían fantasmas por todas partes. Salíamos

corriendo y tropezábamos con otro bicho. Y cuando ya

no podía ni respirar y aquí me las den todas, que caigo

muerto… Me di cuenta de que estaba solo, perdido,

lejos del grupo, y sin poder pedir auxilio, porque

alertaría a algún monstruo que vendría a darme caza.

¿Mejor permanecía callado?

¿Me quedaba esperando hasta el amanecer?

¿Llegaría vivo al amanecer?

¿Amanecería alguna vez en ese sitio?

Me temblaban las rodillas y los dientes, y escuché

llorar a mi lado:

—Dani, ¿eres tú? —apenas ni yo me oía la voz,

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de tan baja.

—Soy Feliiii iii -pe —sorbiendo mocos,

desconsolado.

—¿Dónde estamos? ¿Tienes linterna? —Me

armé de valor, ahora que ya no estaba solo.

Linterna.

Esa palabra mágica que en situaciones como

esta, te reconforta. Porque a oscuras no eres nadie.

Pero con luz y con un palo… eres un Águila Roja

dispuesto para el ataque. Eres un Fumanchú karateka

asesino… Eres un niño con capacidad de matar veinte

fantasmas de un tortazo.

—Tengo la linterna de Joaquín —respondió

Felipe.

—Pues dale. ¡Enciende!

—No enciende. Se ha gastado.

Cambio de planes.

Ya no somos asesinos a sueldo. Somos niños

cobardes:

—Vamos a buscar a los demás. A alguien con

linterna. Con cuidado… Sin hacer ruido…

No sé cuántas horas pasaron. Y la olla no

aparecía.

Ese monasterio era enorme, descomunal. Un

laberinto con más habitaciones que las casas de los

famosos. Con más monstruos que en las pelis de

monstruos. Y con más gritos que en la montaña rusa.

Y al fin, una sirena y una voz tétrica por megafonía

que anunció:

—¡TODOS AL SALÓN! —Los supervivientes, se

entiende.

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Se hizo recuento, para saber las bajas y la

magnitud de la tragedia:

— A ver ¿quién falta?, que levante el dedo…

Como nadie levantó el dedo, nos quedamos más

tranquilos. Estábamos todos vivos. ¡Y juntos de nuevo!

Los niños supervivientes… y los profes. ¡Todos!

Alguien puso música, esa de Michael Jackson en

la que salen muertos vivientes bailando. Y empezó

nuestro baile de disfraces, o de restos de disfraces.

Porque habíamos perdido trajes, caretas, camisas,

teníamos chorretones de maquillaje de tanto llorar…

Una pena de niños, la verdad. Pero a salvo y bailando.

Algunos, todavía con mocos, llorando y riendo a la vez,

que nos hacemos líos con las emociones.

Todo parecía un thriller alucinante.

En esos momentos intensos, cada cual mira a su

alrededor buscando quién sigue con nosotros, quién ha

superado la prueba de fuego, quién a partir de ahora

podrá contar que pasó un Halloween en La Canal, el

monasterio maldito… Quién lo va a pasar fatal para

quitarse esa pintura de la cara, que luego Eli frota y

frota, para que no manches la cama de pintura de

disfraz. Quién, al otro día, en el desayuno, estará rojo

como un cangrejo... de tanto frotar.

Me dormí mientras me reía imaginando a los

demás rojos y brillantes como bolas de billar. Pero a mí

me picaba la cara también, la verdad.

El sábado nos fuimos de marcha, por el monte.

Una caminata para abrir apetito y calmar los

nervios. Aire puro y mosquitos. Paseo con botas de

montaña y cantimplora. Bocata, sentados en alguna

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piedra del camino. Reparto de manzanas y guerra de

pipiones (lo que no se come de la manzana).

Y Toño, el profe, estaba muy enfadado. Porque se

quedó dormido en el claustro, la noche anterior, cuando

buscábamos la olla. Se había disfrazado de

Frankenstein, se escondió y esperó… hasta quedarse

dormido.

Y nadie le echó en falta durante el baile.

Y nos fuimos a la cama, y tampoco notamos su

ausencia.

Y en el desayuno apareció, con cara de pocos

amigos, detrás del niño cangrejo (al que le frotaron la

cara). Y se negó a decir qué le pasaba. Hasta la

caminata, en que por aburrimiento o por enfado, se lo

contó a Rafa:

—¿Y si llega a ser un niño el que se duerme? ¿Y

si no llega a aparecer durante la noche? ¿Y si me llega

a pasar algo?

Rafa lloraba de la risa, pero luego se ponía serio

y le daba una palmada en la espalda. Se reía otro poco

y se ponía serio. Porque parece que perder un profesor

no es tan grave como perder un niño, y te puedes reír

de ello.

Y en esas estábamos, ellos charlando y yo

poniendo la oreja para enterarme de lo de Toño,

cuando se oyó un alarido:

—¡Ayuda, escalera! ¡Ayuda, escalera! —Alguien

gritaba con agonía desde el final del camino.

Escondida en los matorrales, encontraron a Bea:

—¡¡AYUDA, ESCALERAAAA!!

«Para qué querrá esa una escalera» pensé. Pero

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miré a Toño y me pareció que no. Que no necesitaba

una escalera.

Lo vi correr hacia el matorral con un rollo de papel

de váter, y a Eli troncharse de risa, mientras traducía lo

que Bea pedía a gritos:

—¡AYUDA, CAGALERA! ¡Ayuda, CAGALERAAA!

Los niños somos así.

En los momentos difíciles se nos olvidan las

clases de logopedia. Pero los profes saben idiomas y

con ellos podemos ir al fin del mundo. Nos cuidan y

protegen. Nos llevan el papel. Nos salvan de los

fantasmas.

Y al año siguiente, nos llevan al mismo sitio.

No sé si lo han pensado alguna vez, pero

podríamos buscar otro lugar sin fantasmas, sin

cagalera, sin caminata, sin chófer raro…

O no.

El peligro tiene algo especial.

El miedo nos une. Y cuando volvemos en el

autobús, respirando el tufillo de Bea, que no se ha

repuesto de lo suyo… Nos miramos y lo sabemos:

¡Seremos amigos para siempre!

Los que vivimos Halloween tenemos algo que nos

diferencia del mundo y que nos une.

Sí: ¡Esos valientes somos nosotros!

Alguna vez te cruzarás conmigo.

Y notarás una energía especial y misteriosa.

Sentirás mi corazón fuerte de héroe secreto.

Algún día, me reconocerás por la calle, me sonreirás y

yo te devolveré mi mejor sonrisa.

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10. Terapia asistida con

animales… ¡Ja!

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Hay mascotas que van al colegio, como nosotros.

Y no hablo de la tortuga, ni de los peces de la clase

azul, ni del conejo de indias, que en paz descanse (lo

del conejo te lo contaré otro día).

Los martes, de 10:00 a 12:00 tenemos un taller

especial: Terapia Asistida con Animales.

¡Y nos encanta!

Sus protagonistas son Kiro, un perro de aguas de

cuatro años; Buba, un chucho sin raza conocida, de un

año y marrón, por si te interesa; y Maya, su dueña, una

profe del cole que entrena perros en sus ratos libres.

No ha querido decirnos su edad para esta historia.

¡Pues vale!

Pues era martes, y llegaron Maya, Kiro y Buba

alborotados y llenando el pasillo y la clase de ruidos:

ladridos, aullidos, gritos de Maya para que nos

callásemos, gritos de los niños que estábamos

nerviosos, saltos de alegría y aplausos…

Ese día nos tocaba a nosotros, los de la clase

azul, estrenarnos con la terapia canina.

Maya decoró la clase con aros, palos, colchonetas

y un túnel de tela, como el que habíamos visto en la

exhibición policiaca.

Ideó un pequeño y colorido circuito para hacernos

una demostración de las habilidades perrunas. Traía

también cajitas con variedad de premios para los

perros: una, con cachitos de salchicha; otra, con pienso

de colores. Tenía una mochila llena de juguetes

caninos: huesos de goma, cuerdas, zapatillas…. Y otra

bolsa, con pañuelos, campañillas, pelotas y canastas.

¡Toda una fiesta para nuestras mentes curiosas!

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Un arcoíris de objetos, colores, sonidos y

sensaciones nuevas y emocionantes.

Todos estábamos muy alterados e ilusionados

¡Y eso es como jugar con un mechero en la

despensa de los fuegos artificiales!

A decir verdad, no todos estábamos igual de

emocionados.

Hay niños que tienen miedo a los perros y se

quedaron más lejos, escondidos detrás de los demás o

agarrados a la pierna de la profesora. Y Buba, que tiene

miedo a los niños, porque es listo y sabe dónde se

mete, nos miraba con recelo, gruñendo bajito, para que

nadie se le acercase demasiado.

¡Y ni se nos pasaba por la cabeza!

Que nos enseñaba lo largos y afilados que tenía

los dientes, por si dudábamos. Parapetado tras la

pierna izquierda de Maya, Buba gruñía bajito, miraba

de reojo y mostraba unos colmillos de medio metro, a

los que debía haber sacado brillo por la mañana.

¡Parecía un cocodrilo disfrazado de perro!

Maya pidió silencio, porque «los perros necesitan

calma para concentrarse».

Y nos hizo una demostración, para enseñarnos a

trabajar con ellos. Como el otro día con los perros

policía, ¿te acuerdas?

—Edy, dile a Kiro que suba a la silla —indicó

Maya.

—Kiro, sube. ¡Hop! —y le enseñé el “premio”: un

trocito de salchicha que le damos cuando obedece bien

la orden.

—Kiro, baja —ordenó Maya. El perro la miró y

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bajó al suelo.

—Kiro, salta —el perro pegó un salto en el aire

hasta tocar la mano de Maya.

—Kiro sienta…

Maya acompañaba cada orden de un gesto. Y

Kiro obedecía rápidamente.

Todos captamos la idea al vuelo. Y nos dejó

probar a los niños, por turnos, que fue lo más divertido.

Cada niño, dábamos una orden y un premio. Y

Kiro obedecía y se ganaba la recompensa. ¡Era

alucinante! Kiro miraba atento, con esos ojillos

escondidos entre las lanas del flequillo y las orejas muy

tiesas, esperando nuestra orden. Y Buba se mantenía

en la retaguardia, de aprendiz de Kiro.

Después de una hora jugando a ser “domadores

de circo”, nos anunciaron que los perros iban a salir en

la obra de teatro que estábamos preparando para el

festival del cole.

¡Nos pareció una idea genial!

¡Íbamos a dejar con la boca abierta al resto de las

clases!

Reconocerás el título de la obra: “Los tres

Mosqueteros”, de Alejandro “Plumas”.

Y, aunque a los actores no nos está permitido

desvelar el guion de la obra, es inhumano pretender

que guardemos semejante secreto a unos pobres niños

deseosos de protagonismo y fama…

Dani iba a ser Dartagnán. Kiro, el perro, era uno

de los malos, un guardia del cardenal “Richelié” (o algo

parecido). Le pusieron una capa roja chiquitita y un

sombrero con pluma, como a nosotros.

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Y me imaginé que ese perro era mucho más listo

de lo que quería aparentar con sus premios y

demostraciones estilo “sienta”, “levanta” y “toca”…

Porque venía preparado para el ensayo, muy seriecito

con su gorro de pluma y la cabeza erguida. Se habría

estado estudiando su papel, y yo dudaba de si los

perros aprenden a leer o no… Y en qué lugar nos deja

eso a los niños que estamos aprendiendo, y que no

dominamos la materia.

Y si no sería su colegio más especial que el

nuestro, y mejor…

Y si el método de dar premios y salchichas no

sería más eficaz que el que usaban con nosotros,

machacarnos con tareas y castigar al pasillo.

Maya llamó nuestra atención.

Con ayuda de otros profesores, nos fue situando

y explicando lo que teníamos que hacer cada uno. Kiro

seguía en su sitio, con la cabeza muy alta.

Maya sacó una cámara con la que pensaba

grabar el ensayo. Y nos pidió que lo hiciésemos muy

bien, que íbamos a salir guapísimos:

—Preparados, listos… y ¡ACCIÓN! —gritó.

Nos sentamos en una mesa redonda y fingimos

jugar a las cartas. Teníamos una bolsa con monedas

de oro para apostar. Miguel mordió una, creyendo que

eran de chocolate, y se hizo daño. Kiro se acercó

despacio, como mirando el paisaje. Y, de repente, de

un salto se encaramó a la mesa, cogió la bolsa y salió

pitando.

Todos miramos a Maya desconcertados, y ella se

acercó para explicarnos:

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—Ahora tenéis que perseguir a Kiro y recuperar

vuestro dinero.

—“Todos para uno y uno para todos” —era

nuestro grito de guerra. Y salimos detrás de Kiro con

las espadas en alto. Bueno, Dani no.

Dani no lograba sacar la espada del cinturón y se

tropezó con ella.

—¡Seguid sin mí! —suplicó desde el suelo, como

un valiente moribundo que pide a sus compañeros

venganza.

Como hacía sol, ese día ensayábamos en el patio,

porque hay más espacio para correr, y porque hay que

aprovechar el buen tiempo, que aquí casi siempre

llueve. Y eso, para nosotros era un obstáculo.

Porque Kiro, corría que se las pelaba.

Y no había forma de darle alcance en ese patio.

Yo estaba convencido de que había ensayado en

casa. ¡Tenía ventaja sobre nosotros! Siempre ha sido

muy hábil corriendo y no se iba a dejar coger

fácilmente. Parecía volar con las orejas hacia atrás,

giraba y derrapaba. ¡No podíamos con él!

Los mosqueteros perseguían a los malos a

caballo, no de esta manera.

¡No era justo!

Y Kiro no se cansa de correr. Pero nosotros, sí.

Así que, cuando sentimos que se nos salían las

tripas del esfuerzo, abandonamos la misión, y tiramos

los sombreros.

Kiro nos miró de lejos, entendiendo nuestra

derrota. Se sentó y posó la bolsa de monedas entre sus

patas, mientras sacaba su larga lengua, burlón y

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orgulloso.

Maya lo llamó y le cambió un premio por la bolsa

de monedas.

¡No sé para qué nos hizo correr si a ella la

obedece a la primera!

Cuando recuperamos el aire y los sombreros,

pasamos a rodar la siguiente escena.

En ella, Dartagnán tenía novia: Andrea, la de

primer curso. Se citaban bajo un árbol del jardín, y el

galante caballero le ofrecía un ramo de flores. Era muy

bonito ver a Andrea con un vestido rosa y el pelo

decorado con lazos y pequeñas flores blancas. Dani se

veía elegante con su disfraz de mosquetero, su espada

y el ramo de flores, arrodillado ante su dama ¡Qué foto

más chula sacó Rebeca!

Pero Kiro entró en escena, arrebatando al

espadachín su flamante ramo de flores. Y Maya dijo

que Dartagnán debía vengar la ofensa y que no tenía

más remedio que batirse en duelo con el perro, como

buen mosquetero que era.

Porque los mosqueteros son orgullosos y no

toleran que les arruinen los momentos románticos.

Pero por más que corría, no lograba alcanzar a

Kiro para tirarle el guante, que es como se reta a duelo

en esa novela (y no me preguntes por qué, yo tampoco

lo entiendo). Pero Kiro se puso a correr otra vez como

“alma que lleva el caballo”.

O sea que, después de robarle el ramo a

Dartagnán y dejarlo en feo delante de su novia, el

mosquetero se “mosqueó” -y ¡de ahí, el nombre de

esos valientes!

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Tenía que alcanzar a Kiro y darle con su guante

blanco en el morro, en señal de enfado –un poco

arriesgado, creo yo. Y después batirse en duelo a golpe

de espada.

¡Raro, muy raro!

Pero así son nuestros profesores: tienen una idea

y no puedes poner pegas, que te la cargas. Y si nos

cuesta coger a Kiro cuando le da por correr, ¡no quiero

pensar lo que costaría que aprendiese a manejar la

espada!

Pero Kiro lo tenía todo planeado.

¡No pensaba luchar a espada!

Se paró en seco. Miró de frente a Dartagnán y le

quitó el guante de un mordisco. Y Dartagnán, que del

susto se quedó paralizado unos segundos, echó a

correr después para huir del perro.

Pero el cobarde que lleva dentro corría menos

que el perro, y Kiro le alcanzó.

Llegados a este punto, en la tele suelen poner

anuncios.

Y te quedas con la intriga y con la rabia de

perderte la escena.

¿Qué pasa cuando ponen anuncios? En una

persecución entre buenos y malos, se detienen todos

tan tranquilos, dejan de lado el enfado y ¿esperan a

que el director grite “acción”?

Pues yo creo que mientras ves los anuncios, el

perro despedaza al mosquetero.

Y que, a la vuelta de publicidad, solo veremos en

pantalla al perro, gruñendo triunfal a la cámara, con

restos de la capa del cobarde en su boca.

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Bueno eso estaba yo pensando, mientras Maya

caminaba hacia Kiro, muy tranquila y muy despacio.

Demasiado despacio, para el pobre mosquetero tirado

en el suelo como un guiñapo, llorando a moco

tendido… Kiro, estaba sentado junto a él y lo miraba

muy tranquilo, sin entender la escena.

La cosa no acabo en tragedia, porque Kiro no

quiso.

Porque nuestros perros están entrenados para

querer a los niños aún en las peores circunstancias.

Porque nuestros perros tienen un control de la ira,

que jamás Paula logrará enseñarnos a los niños…

Kiro trató de consolar a Dartagnán, lamiendo su

cara, pero Dartagnán lloraba más fuerte. Imagino que

el orgullo duele de una manera imposible de curar. Y

estoy seguro de que el perro nunca quiso robarle la

novia, ni estropearle su momento de intimidad. Quizá

nadie le había explicado a Kiro qué es el romanticismo.

Y tampoco nadie se molestó en preguntarle por

qué lo hizo.

Pero Maya nos dejó claro, que Kiro había seguido

el guion “meticulosamente”. Era su papel fingir que

atacaba a Dani, robarle el ramo y hacerse perseguir. Y

estaba haciendo un papel digno de un Oscar.

No podía decirse lo mismo de Dartagnán. No era

buen actor.

Y era además cobarde, muy cobarde y llorón.

Pero Dartagnán no solo era cobarde, como

demostró ese día en el patio.

Dartagnán era, sobre todo, un ser miserable y

rencoroso. Y eso no lo sabía Alejandro Plumas cuando

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escribió esta historia.

Miserable, rencoroso… ¡Traidor y chivato!

Y ese día quedó claro.

Cuando terminó el taller, volvimos a clase. Y

mientras nos quitábamos los trajes, Maya salió al

pasillo, que la llamaron por teléfono. Creo que era el

escritor ese, el Alejandro Plumas, enfadado por los

cambios que había hecho en la obra.

Y decidimos dar órdenes a los perros. Porque,

cuando no nos vigilan, nos gusta mandar:

—Kiro, salta.

—Kiro, sienta.

—Buba, salta —este nos seguía mirando con

desconfianza, mostrando los colmillos. Pero el olor de

la salchicha le relajaba el humor.

—Buba haz el triste —Buba no obedecía mucho.

Es más joven, lleva poco tiempo con nosotros y ¡le falta

escuela!

Pero Kiro es listísimo y se estaba zampando una

pila de premios. Y ya no tenía tanta gracia el juego, todo

el rato lo mismo…

—Edy, sienta —dijo Chuchi.

Yo me partía de risa. Me senté en el suelo y ladré

con mi mejor imitación de perro. ¡Me gané una

salchicha!

—Ahora yo —dijo Chuchi, y se metió en el túnel.

A la salida, le acaricié el pelo y le di otro premio.

Dylan se comió una salchicha, sin hacer nada, por

todo el morro.

Y Dani-Dartagnán empezó a gruñir un poquito.

Porque eran las 12:00 y a esa hora le rugen las tripas

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y se pone rabioso.

Así que le quitó las salchichas a Dylan y se las

zampó, de dos en dos. Y los perros se enfadaron,

ladraron mucho. Y yo, debajo de la silla. Y Chuchi, otra

vez en el túnel. Los perros se fueron hacia la puerta,

ladrando, buscando a su dueña.

Y Maya afuera, con la cara muy tensa, terminando

su conversación telefónica.

¿Que por qué lo sé sin verle la cara? Porque colgó

el teléfono de esa manera peculiar que hace retumbar

las paredes, y que no presagia nada bueno. Esa

expresión de Maya a punto de estallar, que yo tenía en

mi mente, estaba próxima a aparecer por la puerta…

Unos segundos para pensar…, que no

pensamos…

¡Y echamos a correr todos dentro del túnel!

Y lejos del anonimato y la paz que imaginaba

encontrar en el interior oscuro y silencioso del túnel, se

desató una guerra de mordiscos, gritos y ladridos

imposibles de identificar.

Una luz repentina nos anunció que se había roto

la tela.

Y asomamos nuestras cabezas con la esperanza

de ver una tregua, un acuerdo pacífico en que todos los

bandos deciden olvidar los problemas y dicen “pelillos

calamar”.

Pero nuestro calamar gigante nos esperaba fuera,

listo para atacar…

Allí estaba Maya, enorme y quieta, como un

tanque de guerra, con los brazos cruzados, las pecas

revueltas y la cara roja. Con los ojos saltones, como el

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pez de clase cuando le sacamos de la pecera.

—¡Han sido los perros! —Señalé a los malos—

¡La guardia del cardenal Richelié!

Buba y Kiro sentados, muy serios, miraban a su

dueña.

—En el túnel solo estáis vosotros. Los perros no

lo han roto.

—¡Han sido ellos y se han ido a la puerta para

disimular! —repliqué.

—Todos castigados, ¡por brutos y por mentirosos!

—gritó Maya.

En fin.

Los mosqueteros son unos incomprendidos.

Siempre salen perdiendo.

La dama desaparece cuando las cosas se ponen

feas. Y los perros son unos chivatos. ¡A ver, si no, cómo

se enteró Maya de que rompimos el túnel de tela!

Nosotros somos incapaces de contar eso.

Porque mis compañeros jamás delatarían a un

mosquetero.

Están entrenados para soportar las peores

torturas.

Somos un equipo, una piña, un grupo de valientes

dispuesto a morir antes que traicionar a un amigo:

“¡Uno para todos y todos para uno!”

—Dylan se comió las salchichas —dijo Dani,

revelando su lado más vil.

Yo no salía de mi asombro.

—No, Dani, tú se las quitaste a él. –La verdad

debía salir a la luz.

—Pues tú te comiste el pienso —protesto Dani

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rabioso.

—Fue Chuchi…

Ya era tarde, demasiado tarde.

Maya miraba satisfecha. Los perros sonreían.

Nos pudo la tensión: habían pasado diez minutos

de la hora de comer y eso pone nervioso a cualquiera.

Habíamos cantado bajo la peor de las torturas.

Habíamos caído en error más vergonzoso, en la

debilidad más sucia, en la flaqueza más cobarde:

¡Mosqueteros acusicas!

—Maya, ¿qué hay de comer? —Dani quiso “quitar

hielo al asunto”.

Que no te engañen:

el mejor amigo de un perro es otro perro.

El túnel de tela infantil no es comestible.

El pienso de los perros sí se come, pero da

más hambre y te transforma en un cobarde capaz de

morder a un compañero cuando estás dentro de un

túnel.

Los mosqueteros son una panda de torcidos,

que cuando corren se tropiezan con la espada. Y unos

cagaos, que delatan a cualquiera a la mínima presión.

Y la pluma del sombrero, ¡una horterada!

Y los talleres sin riesgo, una “milonga”. Yo

acabé con un mordisco en el culo.

Bueno, ya ves.

Hoy no acabé de muy buen humor.

A veces, tengo el día perro.

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11. Un atraco sin pasta

101

Estábamos en clase, haciendo sumas con

llevadas. Todos en silencio, mordiendo lápices y

echando humo por la cabeza, que es como pensamos

los genios.

Se oyeron gritos en el piso de abajo. Eli dijo:

—Quedaos quietos, voy a ver qué pasa.

Y claro: nos movimos.

Yo me fui a hacer pis; Dylan, a buscar a la profe;

Ángel, a pegar a Dylan… Cuando volví del servicio no

había nadie en clase. Esperé un rato, mientras me

comía la goma Milán de Chuchi, que huele a nata pero

sabe a rayos…

Los ruidos se hicieron más fuertes, así que bajé.

Me encontré a todo el mundo en el gimnasio.

Algunos, sentados en el suelo. Los profes, muy serios.

Los niños, muy callados. Y dos encapuchados gritando

al director.

¡Parecía una obra de teatro!

Me cansé de estar de pie y de la obra, que era

rollo repollo, con solo tres actores dando gritos.

—¿Por qué no vamos al salón de actos? Allí hay

sillas y escenario —interrumpí.

—¡Calla y siéntate! —dijo Paula.

Me callé, pero al primer despiste me fui despacito

y sin hacer ruido al comedor, a ver si ya estaban los

macarrones. Pero no había nadie más. Y en la cocina

solo estaban Fina y Reme, las cocineras, sentadas,

atadas y con un trapo en la boca. Yo en estos casos,

prefiero no tocar nada, que luego me la cargo. Y como

no estaban en condiciones de correr, mangué una

manzana.

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Y en esas estaba, cuando oí a Kiro ladrar. Ya

sabes, uno de los perros de terapia. ¡Porras! Los

habíamos dejado encerrados en la despensa. Creo

que… desde ayer… ¡No recuerdo! Fue abrir la puerta y

salieron Buba y Kiro como dos cohetes en busca de

Maya (para chivarse, claro). Y yo, detrás, para cerrarles

la boca… ¡o el morro!

En el gimnasio, uno de los malos tenía agarrada

a Eli y otro a Maya, la dueña de los perros. Buba

estudió el panorama un instante, calibrando riesgos,

vías de escape, o echando a suertes a quién mordía

primero. Y se lanzó a la bragueta del enmascarado que

molestaba a Maya. No pudimos ver su cara, pero lo

adivinamos por empatía, que eso lo hemos entrenado

en clase.

El enmascarado gritó, saltó, pegó un patadón a

Buba y el chucho atravesó el gimnasio volando por

encima de nuestras cabezas, como había visto hacer

en las exhibiciones de aves rapaces del zoo.

¡Qué pericia!

¡Qué vuelo rasante más perfecto!

¡Qué cara de piloto concentrado ponía Buba!

Maya rugió, con la potencia de un cíclope

cabreado cuyo berrido retumba en el interior de una

cueva… Y se abalanzó sobre el hombre, con un salto

de gacela chunga, enojada por la agresión contra su

querido perro:

—¡¡SALVAJEEEEE!! —El grito de guerra de

Maya despertó la furia colectiva.

Y todo el mundo montó en cólera.

Eli tiró patadas al aire, tan veloces que parecía

103

flotar sobre el suelo.

Rafa hizo un paradón a lo Iker Casillas y atrapó a

Buba, que se iba de morros contra la pared (se ve que

no tenía ensayado el aterrizaje). Mientras, Kiro

permanecía quieto, estudiando la jugada y gruñendo

por lo bajito –siempre ha sido un perro más reflexivo y

paciente, que está entrenado para aguantar horas con

niños como nosotros.

El director estaba sentado y atado en una silla.

¡Siempre ha habido clases!

Algunos niños lloraban, Fabi gritaba «fuego,

bomberos», Mara cantaba «Cumpleaños feliz»… A mí,

a veces, me cuesta entender qué pasa, lo reconozco.

Y a los demás, también. Nos descontrolamos un poco

cuando hay desorden.

Pero tenía que hacer algo… Y repasaba

mentalmente mis clases de “solución de conflictos”,

pero solo se me ocurría acabar con la manzana antes

de que la perdiera entre tanto porrazo.

Cogieron a Eli otra vez y la pusieron un cuchillo

en el cuello. «Estos no son profesionales», pensé.

—¡Os habéis lucido, petardos! Esos cuchillos no

cortan —grité muy chulo.

Teo, el karateka, empezó a chillar y a brincar

como un saltamontes, para asustar al contrario.

Rafa se lanzó sobre ellos con Buba en la mano, y

se oyó un ladrido amortiguado entre el amasijo de

cuerpos revueltos sobre el suelo de madera. Varios

profes más se animaron a saltar sobre los malos.

Joaquín “Dos pelos” se puso en medio de la sala y dijo:

«¡Yo os salvo chicos!», como el día del burro,

104

¿recuerdas? Para lo “milindres” que es, se porta como

un valiente cuando hace falta.

Yo les lancé mi manzana (lo que quedaba de ella),

gritando a lo Tarzán y golpeándome el pecho.

Kiro se lanzó a por la manzana y Dani “el Piraña”

también. Y Buba repartió mordiscos para defender a

Kiro, que le estaban quitando la manzana. Algunos

niños de infantil se pusieron a repartir patadas a lo loco:

lo mismo daban a los malos que a los buenos. Con el

lío, no daba tiempo a distinguir. ¡Y lo importante era

colaborar!

Todo volaba por los aires: balones, rulos de

piscina, zapatos, niños, el aparato de dientes de

Miguel… Aquello era un terremoto escolar, una lluvia

de meteoritos, una guerra mundial. Y nosotros, una

estampida letal, una banda de valientes, un ejército

asesino. Y todos bien repartidos: Hugo mordiendo a

Paula, Paula agarrando a Alba, que tiraba del pelo a

Félix…, y Félix repartiendo tortas al azar (porque ve

poco).

Los cobardes acabaron contra la pared, reducidos

y acorralados, cubriéndose la cara y el cuerpo como

podían, en una postura que parecía la bola de la colada

que Joaquín hizo con la Nivea aquel campamento de

verano.

La rabia colectiva fue imparable.

La justicia venció al enemigo.

Ganamos por goleada y no les quedaron ganas

de pedir prórroga.

Alguien desató al director, que todo hay que

decirlo, contribuyó bien poco a salvar el cole. Teo

105

arrebató los cuchillos a los delincuentes. Y todo fueron

aplausos…

El dire retomó su papel de líder y, escoltado por

Teo y Rafa, se acercaron a los encapuchados para

desenredar el amasijo de ropa y cobardes. Nos asustó

un poco ver que tenían los ojos y boca del revés. Y se

oyó un “Ahhhhhhh” colectivo cuando descubrimos que

eran sus pasamontañas los que se habían retorcido

hasta quedar por detrás de la cabeza.

Don Carlos los llamó por sus nombres.

Ellos bajaron la cara avergonzados. Lloraban a

moco tendido.

Resultaron ser antiguos alumnos del cole, algo

mayores ya para seguir estudiando. Sin trabajo, sin

oficio, y con mucho morro, creo yo. Dijeron que no

tenían para tabaco y quisieron robar en el cole, que no

tenemos caja fuerte ni “ná”. ¡Hay que ser tontos…!

Teo les dio un par de collejas. Y otras dos de Rafa,

que siempre tiene la última palabra. Miraron a don

Carlos y asintió, complacido. Él, no se manchó las

manos.

Luego, se disolvió el barullo y nos fuimos al

comedor, que ya nos vencía el hambre. Y los ladrones

vinieron con nosotros, rodeados del trío de

guardaespaldas directivo. Los sentaron en la mesa

juntos: los atracadores, Rafa, Teo y el dire. Tenían que

recordar viejos tiempos y mucho de que hablar.

Y les dimos macarrones; y Teo, otras dos collejas.

Porque aquí todos somos majos y olvidamos.

Sabemos que las personas se equivocan y piden

perdón, que lo pidieron. Y mientras estaban ahí

106

comiendo, rascándose las collejas y llorando

arrepentidos, Paula dijo que lo importante era darse

cuenta y aprender. Y que los problemas no se arreglan

con el robo o la violencia.

—¿Es bueno usar la violencia? —gritó

dirigiéndose a los niños.

—¡No, Nunca, Ni se te ocurra! —respondimos con

la boca llena de macarrones. Era la “regla de las tres

enes” que aprendimos en el taller de solución de

conflictos:

—¿Es bueno usar la violencia? —repitió.

—¡No, Nunca, Ni se te ocurra! —coreamos todos,

escupiendo macarrones.

Y “Pelopincho” se fue a la mesa de los

atracadores con una tecla de piano y les pegó un

teclazo a cada uno mientras decía:

—No, Nunca, Ni se-te-o-cu-rraaaa. Violencia No,

Nunca, Ni se-te-ocurraaaa —y teclazo que te parió.

Cuando llegó la policía, algunos estaban en la

siesta. Otros, jugábamos en el patio: a ladrones, perros

y karatecas… Yo me pedí ser karateka, como Teo, el

profesor. Y ese día inventé mi famosísima “patada

voladora”, que si algún día la usas, procura calcular la

distancia que tienes hasta la pared de enfrente.

Porque, al coger carrerilla y saltar, es muy complicado

parar y necesitarás algunos metros para el aterrizaje…

Esta técnica ya te la explicaré en otro momento.

Y esto fue una clase práctica de TAA —terapia

asistida con animales, y de los talleres de Paula de

“habilidades sociales” y de “solución de conflictos”.

107

Y fue también un caso práctico de “para qué sirve

la policía”, que siempre llegan cuando todo está

resuelto, como dijo Toño; y de “por qué el tabaco no es

bueno”… que lleva a la perdición y a la delincuencia,

como dijo Teo.

Hay días que aprendemos así, de golpe, un

montón de cosas.

Este curso, lo bordamos.

Un saludo a los ladrones, por si leen esto. Ya veis

que no he dicho vuestros nombres, que soy un tío

discreto.

Manolo, Guti, ¡portaos bien y no fuméis! Acordaos

de las collejas, que a mí eso me ayuda.

Andarán por el mundo haciendo de las suyas.

¡Qué se le va a hacer!

Pero se acordarán de nosotros de vez en cuando,

de nuestro querido cole...

Sobre todo, cuando oigan tocar el piano…

Les dolerá la cabeza, ¡fijo!

108

12. Festival de Navidad

109

¡Todos quietos, mudos, inmóviles!

Entró Benja, el conserje, con el programa de

actividades navideñas.

—Hay que entregarlo en casa para que las

familias sepan los horarios —indicó, repartiendo las

fotocopias entre los niños:

DICIEMBRE:

Día 12, a las 11:30: Llegada de los pajes

Día 13, a las 11:00 Inauguración del Belén

a las 20:00 Coro “Voces de sol”,

Teatro “Rosa Espina”

Día 19, a las 10:30 Festival de Navidad

Día 20, a las 10:00 Llegada de los Reyes Magos

al patio de la 1ª planta

Día 20, a las 11:00 Partido profesores - alumnos

“Primer torneo del turrón”

Fiestas de Navidad

110

Durante el curso, después de comer y antes de

las clases de la tarde, hay talleres diferentes de ocio

cada día, de 14:00 a 15:00 horas. Lunes: cine; martes

y jueves: coro; miércoles: teatro; viernes: baile. Yo

participo en coro y teatro. Pero el resto de días prefiero

echar un partidillo en el patio o jugar con el ordenador,

bajarme música y charlar con los colegas.

Para Navidad, todos los alumnos preparamos

alguna actuación especial. Los mayores, hacemos una

obra de teatro y ensayamos los miércoles, en el taller

de teatro. Los pequeños hacen obras más sencillas, o

solo se disfrazan de pastores, ovejas y esas cosas

típicas del Belén.

A mí, este año me había tocado un texto cortito,

pero el disfraz era muy chulo: Gaspar, uno de los Reyes

Magos.

Otros compañeros hacían de campesinos, de

pastorcitos o lavanderas, de ángeles, etc. Y Rodi, de

hombre araña, como siempre. Porque es un niño de

ideas fijas, y si intentas cambiarle las rutinas, lo pasa

mal. Él siempre va de hombre araña, así que se adapta

la obra “un pelín”, para que el hombre araña entre en

escena: protege al niño Jesús, ayuda a poner la estrella

y rescata al ángel si se cae. ¡Que suele caerse, porque

es diabético y tiene bajones de azúcar!

El día doce, llegaron los pajes para anunciar las

Navidades.

Siempre son la “avanzadilla”, los primeros en

llegar, y eso que vienen a pie y los Reyes Magos en

camello… Pero estos siempre tardan más.

111

Los pajes anunciaron el programa de fiestas del

cole. Pidieron que fuésemos buenos bajo amenaza de

carbón… Y yo creo que no van a tener suficientes

mineros para sacar todo lo que usamos en este cole,

porque nos comportamos regular… ¡Y este planeta no

puede soportar tanto desgaste de materia prima!

En el cole habíamos construido un Belén gigante.

Bueno, nosotros ayudamos con el andamio, las tablas

y el serrín. Porque un padre de un compañero es artista

y fabrica castillos, cuevas y figuras… Y ríos, ovejas y

burros. Y pescadores, leñadores y lavanderas… Y el

rey y los soldados.

¡Ahora entiendo que se tarde todo un año en

repetir las Navidades!

¡Con el trabajo que le lleva al pobre hombre

terminarlo!

Un Belén enorme, sí: siete metros de ancho y tres

de largo. Con luces, con un cielo que truena y llueve, y

que narra cómo nace el Niño, y cómo se ponen en

camino hacia el Portal los Reyes Magos, y cómo se

pierden todos los años…

¡Y todos los años llegan tarde, cuando el Niño

Jesús ya ha nacido!

¡Y eso que el colegio está siempre en el mismo

sitio!

¡Y eso que hoy todo el mundo se mueve con GPS!

¿Qué pasa? Ellos tienen regalos para todo el

mundo, pero nadie tiene el detalle de comprarles un

GPS… ¿Cómo somos tan ingratos?

¡Hombre! A ver si alguien lee esto, y en vez de

leche y galletas, o calcetines colgados de la

112

chimenea… tiene el buen gusto de dejar un GPS, ¡que

los hay de oferta!

Como te decía, ayudamos con la decoración del

Belén. Pero no nos dejan tocar las figuras, que es lo

más importante. Y nosotros siempre queremos aportar

algo, que también somos artistas. ¡Como ya lo

demostramos con el “parque de atracciones”!

Pues aprovechamos que nos dejaron solos un

ratito, recogiendo papeles, barriendo… Y sacamos de

los bolsillos, nuestras figuritas especiales para el Belén.

Yo puse un muñeco de Supermán. Rodi trajo uno

de Spiderman. Dylan, un par de clips de Famobil, una

rana de chocolate, una peonza y un caramelo. Marta

quería ponerle al Niño una pulsera de abalorios que

había hecho. Dani quiso arreglar la estrella, porque la

cola estaba torcida, pero la rompió un poco...

Había figuras muy chulas conectadas a un

pequeño motor: el leñador, el carnicero, el pescador…

Se movían todo el día y toda la noche. ¡Y todo el mes

que duraba la exposición del Belen! Nos pareció un

abuso.

Teníamos que encontrar la forma de que

descansaran un poco. Que ni los profes trabajan día y

noche, que se van a sus casas a dormir.

A veces, los niños tenemos ideas que no se les

ocurren a los mayores, que son tan listos. Verás:

pusimos un despertador, para que sonase a las 8:00 y

empezasen a trabajar las figuras que se movían. Así,

podrían dormir tranquilos por la noche.

Y tuvimos más ideas:

Si los Reyes llegan tarde por el camello, pues

113

se quitan los camellos, y que vengan a pie,

como los pajes, que son más rápidos, ¿o no?

El Ángel en el tejado no, que se cae. En el

suelo, como todo el mundo. Que no sé cómo

se le escapa a Rafa ese detalle: a nosotros nos

riñe cuando trepamos al muro, o a alguna parte

alta de cualquier sitio.

A los peces del río, que son de verdad, habrá

que darles de comer, digo yo.

Las cuevas necesitan pinturas de animales,

como la cueva de Altamira que hemos ido a

ver. Porque el hombre antiguo decoraba las

cavernas, y hacía fogatas para tener calor en

invierno.

Los soldados, que son malos, tienen que estar

tirados en el suelo, moribundos y vencidos. Y

los pisamos un poco, para que se viesen más

muertos. Y el rey ese que mataba niños, a la

calle, a pedir limosna.

El Niño Jesús necesita una tele, para ver “Aquí

no hay quien viva”, que a nosotros nos gusta

mucho. Y necesita una PSP para jugar, y un

móvil, para llamar a los Reyes y saber cuándo

llegan.

La Virgen necesita una cocina nueva, con sus

azulejos y sus cazuelas… Y San José, currar

más y apoyarse menos en el bastón.

Y la vaca y la mula, o lo que sea… ¡fuera de la

casa! Pusimos un perro de plástico en su lugar,

que es un animal doméstico y común en las

casas.

114

Y trajimos nuestros regalos para el niño Jesús.

Pero se los escondimos debajo del serrín, para

darle una sorpresa. Entre ellos, un mp3, para

que escuchase música: con la canción de la

Macarena, algo de Malú y de Melendi. Toda la

panda elegimos las canciones que le

grabamos.

A San José le dejamos unas herramientas del

padre de Dani, que como está en paro, no las

necesita: un nivel, una paleta de albañil y un

lapicero. Y a la Virgen, unos crucigramas, que

a la madre de Rosana le gusta hacerlos

cuando va al baño.

La madre de Rosana tiene estreñimiento y se ve

que cuando va al baño se aburre. Así que se lleva

crucigramas, las gafas y un boli. Ahora que le hemos

dado los crucigramas a la Virgen, no sé cómo pasará

este mes, la pobre.

Cuando la vea, le preguntaré qué tal va de lo

suyo.

También tenemos un coro, ¿te lo he contado?

Pues en mi coro hay gente que canta y otros que

mueven solo la boca. Unos se aprenden las canciones,

otros no se las saben, pero gritan mucho cuando

cantan. Y entre los que cantan bien, los que no, los que

tocan la pandereta y los profes a la guitarra…, quedan

unos villancicos tan bonitos que la Virgen llora de

emoción. La Virgen de la cueva, debe ser. Esa de «Que

llueva que llueva…»

El viernes, actuación en el “Rosa Espina”. Un

teatro importante de nuestra ciudad, donde cabe

115

mucha gente, y donde va a vernos hasta el alcalde.

Nos colocamos detrás el telón, muy guapos, de

negro y con pajarita. Muy tiesos y sonriendo. Con

nervios y algo de miedo. Pero contentos de actuar en

un sitio tan elegante, con los profes y las familias entre

el público, que siempre nos aplauden “a rabiar”, y nos

piden ¡Otra!, ¡Otra!, para que sigamos cantando.

Y mientras cantamos, hay bajas como en el fútbol:

Marisa se marea, por un problema de azúcar, y canta

sentada. Rosi también se marea, de ver a Marisa. Y a

veces, una profe se pone detrás y la aguanta, para que

no caiga sobre los demás, que nos espachurra y queda

feo. Y nos hace señas, cuando se desploma Rosi, para

que sigamos cantando, como si nada. Porque, como

decía Freddie Mercury, “el show debe continuar”.

Y nosotros estamos entrenados para seguir con

la función, aunque nos dé un tabardillo, o aunque el

compañero de al lado caiga fulminado al suelo.

Nosotros seguimos mirando al público y cantando.

Alguien recogerá al caído y lo sacará de escena sin que

se note. O lo recogemos al final, cuando guardamos las

sillas, los instrumentos… ¡y los desmayados!

¡Y como somos treinta (sí: 30), no se notan las

bajas!

Aquel viernes de Navidad, triunfamos como

nunca. El público aplaudió mucho rato, se pusieron de

pie, nos gritaron «¡GUAAAAPOOOOOOS!».

¡Y es que lo somos! ¡Claro que sí!

Algunas familias lloraron y espachurraron a besos

a sus hijos. Y Pepe, el director del coro, nos felicitó al

terminar:

116

—¡Genial, como siempre! ¡Cantáis como los

ángeles! —Palabras que nos llegaron al alma.

Y, a veces, como ese año, salimos en el periódico:

una foto grandota, todos bien “apretaos”, cantando. Y

la ponemos en el cole para que nos vean todo el año.

El jueves de la siguiente semana se estrenó la

obra de teatro. La escribió Gloria Fuertes, una amiga

de los niños. Yo tengo mala memoria, así que me costó

aprender mi papel:

“¡Ay, madre del amor hermoso,

qué viaje tan horroroso!

Entre la tos del camello y el continuo triquiteo

Triquitraque, triquiteo –entre sus jorobas,

me mareo.”

Después entraban Baltasara y Melchora (éramos

un rey, Gaspar, y dos reinas magas). Y Melchora se

pisó el traje, “triquiteo, triquiteo”. Y se pegó un guarrazo

que le quedó la corona colgando del moño, y la capa

retorcida impidiéndola moverse. Pero en un segundo,

hizo su entrada nuestra “UVI móvil”: dos profes, que la

colocaron de pie otra vez y salieron del escenario

haciendo reverencias.

El público se divirtió y aplaudió mucho.

Lo hicimos bien, como siempre. Porque tenemos

alma de artista y, como dice Paula: «Ponemos el

corazón en todo lo que hacemos»

Bueno, en todo no.

En el Belén pusimos las manazas.

117

Creo que fue una mala idea llenarlo de regalos.

—Habéis sepultado al niño Jesús: un móvil,

canicas, una PSP, un Mp3… chicles, cromos… ¡Por

Dios! ¿Quién ha metido todo esto aquí? ¿Dónde está

el encargado de vigilar el Belén? —Preguntó Eli.

—En el bar, Eli. Lo hemos dejado en el bar,

tomando un carajillo. «Para engrasar los camellos»,

nos dijo.

Cuando llegaron los Reyes Magos en persona,

para repartir regalos a los niños, estábamos seguros de

que a la “Tribu del chicle” nos tocaría carbón, por lo del

Belén. Pero no:

—Dani, ¡tienes un regalo!

—Dylan, con Baltasar, que te da el tuyo.

—Edy, ¡este paquete lleva tu nombre!

Ya no oí nada más. Tenía un paquete enorme,

con un gorro de lana y unos guantes de portero de

fútbol. ¡Unos guantes para parar trallazos! Con esos

guantes: ni un gol. ¡Nunca más me meterán un gol!

Era el chaval más feliz de la tierra.

¡Eran los regalos más molones del mundo entero!

¡Era la mejor Navidad de mi vida!

Un sonido me sacó del sueño: ¡el silbato de Dylan!

Su carta a los Reyes Magos es siempre igual.

Todos los años pide un silbato. Y se le veía sonreír y

soplar. Soplar y sonreír, y marearse de tanto soplar…

Me pareció el mejor día de mi vida. Nos dieron

turrón de chocolate, de ese que se deshace en las

manos. Y nos pasamos el silbato de uno a otro. Y cada

vez sonaba más raro. Y cada vez nos daba más risa, al

vernos los dientes y el morro “pringaos” de chocolate.

118

13. Unas vacaciones…

¡especiales!

119

Hoy nos despertaron los gritos de Rodi: —¡Levantaos, chicos, levantaos! ¡Está todo

blanco!

Nos agolpamos en la ventana, con caras de

sueño y unos pelos mañaneros que te costaba

reconocer a los viejos amigos… Todos descalzos y en

pijama.

—Eso no es nieve. Ha helado durante la noche y

por eso se ve todo blanco —dijo Paula, a la que

descubrimos ahí, entre todas las cabezas pegadas al

cristal.

Siempre que llega al cole, y antes de entrar en su

despacho, pasa a darnos los buenos días por el

comedor, mientras desayunamos. Pero hoy, como Rodi

gritaba, ha venido a ver qué ocurría.

Su rostro, apiñado en la pequeña ventana junto a

los nuestros, parecía el de una niña alegre, y su sonrisa

se reflejaba en el cristal y se fundía con el blanco

inmenso del entorno. Parecíamos estar dentro de una

de esas postales enmarcadas en madera, en las que

posan un grupo de chavales despeinados y felices.

Paula disfrutaba como quien descubre por

primera vez un espectáculo de fuegos artificiales. Y se

quedó inmóvil como el paisaje, y callada. Parecía

querer memorizar cada árbol, cada tejado blanco, cada

reflejo helado en los charcos…

Y al mirarla, vi un destello brillante atrapado en

sus ojos, como una diminuta chispa de magia.

Después, se sentó en una de las camas, para

contarnos todo eso del frío y del hielo en las carreteras.

Nosotros nos íbamos acomodando a su alrededor

120

y escuchábamos alelados, porque nos parecía

increíble que en algunos sitios pudiese haber

“churrulillos” de hielo colgando de los tejados,

semejantes a las estalactitas de las cuevas; o que se

pudiesen congelar los lagos y la gente patinase sobre

ellos sin hundirse…

Paula tenía un gorro de lana verde y los rizos

asomando por un lado. Aún no se había quitado el

abrigo ni los guantes, y del calor que hacía en nuestra

habitación, se le empezaban a dibujar unos coloretes

rosados y redondos como al Pokémon del poster de la

pared. Nos hablaba de todas esas cosas con una

emoción, que parecía que hubiésemos descubierto un

tesoro fantástico.

—Después del otoño llega… —Paula dejó la frase

flotando en el aire.

—El invierno —respondimos todos. Esa pregunta

nos la sabíamos.

—Hace frío, bajan las temperaturas por la noche.

Los pájaros se refugian en los huecos de las tejas de

nuestras casas. Los gatos buscan el calor de los

coches. Los ratones se esconden en sus madrigueras.

Hace un frío que pela. —Paula gesticulaba alborozada.

Creo que es buena persona.

Y que tiene más paciencia que un santo.

Y me vino a la cabeza su disfraz de Halloween, de

momia, forrada de vendas, con la cara pálida y ojeras,

y una peluca de pelo de paja… ¡Tenía un escobón con

el que nos perseguía a grito “pelao”! Y nos dio un susto

de muerte…, porque nadie la reconoció con aquella

pinta.

121

Y ahora, me recordaba aquella momia blanca, con

colorete y toda cubierta de tela: gorro, abrigo y rizos…

Al mirar hacia la ventana… lo pensé: las

vacaciones de Navidad estaban cerca.

En esos días, Dani y yo nos quedábamos solos

en la residencia.

Porque los demás se van a sus casas.

Todos los chavales tienen casas con padres,

hermanos, árbol de Navidad, calcetines y regalos.

Pero a mí, no me gustan las vacaciones.

Porque Dani y yo nos aburrimos mucho sin los

compañeros, sin las clases, viendo la tele,

acostándonos pronto… Con la educadora de turno

enfadada o triste porque le toca trabajar esos días, en

lugar de estar ociosa con sus hijos...

Navidad, vacaciones… ¡Vaya porra, cazorra!

No me gustan las vacaciones.

¡Me aburroooooooo!

¡Son una lata!

—Vamos, Edy, ¡a desayunar! —me sorprendió

Paula—. ¡Que hoy salimos de compras! Y tenéis que

buscar un regalo para vuestro “amigo invisible”. ¡Veréis

qué divertido!

Es verdad.

Lo había olvidado.

Iba a buscar algo superchulo. Me había tocado

Hadi. Y quería comprarle un cojín para cuando se

siente en la silla de paja que tanto odia. Para que tenga

el culo cómodo y calentito. Y para que se relaje en clase

y se duerma, que también le gusta mucho. ¡Soy un tío

ingenioso y con buenas ideas!

122

¡Este “amigo invisible” va a ser “la caña”!

Todos salieron corriendo al comedor, después de

vestirse.

Paula volvió a entrar en la habitación:

—Espera un poco, Edy. Quiero hablar contigo.

Nos sentamos.

—Rafa y yo hemos hablado. No queremos que

paséis las Navidades solos en el cole. Rafa se llevará

a Dani a su casa. Y a mí me gustaría que pasases la

Navidad conmigo, si te parece. Estaremos Toni, Luna,

tú y yo. Luna ya lo sabe y se ha puesto muy contenta.

Luna pesa quince kilos. Es una perra de aguas

blanca, muy cariñosa. Yo la conozco, porque en verano

he pasado varios fines de semana con ellos. Hemos

hecho excursiones en bici, devoramos helados,

hicimos un bizcocho… Me lo pasé muy bien, la verdad.

—¡Por mí, vale! —Lo dije así, sin mucho interés.

Haciéndome el duro.

—Entonces, de acuerdo. ¡Navidad con nosotros!

—Se levantó y se fue a su despacho.

Mi Cola Cao me supo más rico que nunca, y me

sentó peor que otras veces. En el recreo casi se me

sale por donde entró. Tuve que dejar el partido para

coger aire, porque tanto ajetreo estaba acabando

conmigo y tenía el estómago como una lavadora.

Día veinte, último día de cole, ¡amigo invisible y

regalos!

¡Otros guantes de portero!

¡Qué se le va a hacer!

Saben que me mola el fútbol. Y que así, tengo de

repuesto.

123

Y más tarde, las despedidas.

Abrazos, bromas…, autobuses…, y maleta.

Cuando llegamos a casa de Paula, estaban Toni

y Luna esperando en la puerta. Luna se tiró sobre su

dueña de un salto y la siguió por el pasillo golpeando

con su larga cola la pared. Estaba tan contenta, que no

dejó que se quitara el abrigo, y volvió a saltar sobre ella,

tirándola al suelo. Pero no debió hacerle daño, porque

Paula se reía mucho, mientras Luna llenaba su cara de

lametones.

Luego, pareció fijarse en mí y se quedó muy

quieta.

Y de repente, dejó a su dueña. Me olió, movió la

cola, ladró un poco y me llenó de lametazos a mí.

Toni sonrió, cogió mi maleta y me acompañó a la

habitación. Una habitación pequeña, con un armario

blanco y verde, y una estantería que hicimos los tres en

verano: dibujamos, medimos y compramos las tablas

para después construirla. Una hucha con forma de

vaquita verde en la estantería. Cuentos. Y un

despertador del Real Madrid, que me compraron por mi

cumple, y del que ya no me acordaba.

—Si necesitas otra manta, la ponemos. Pero no

vas a tener frío. —Toni me revolvió el pelo y me miró

muy contento.

Por la tarde salimos a ver la ciudad decorada en

plata y oro, con lazos rojos, miles de campanillas y

bombillas de colores. Un despliegue alegre de

villancicos, escaparates luminosos y abarrotados de

cientos y cientos de regalos maravillosos…

Paula y Toni iban de la mano.

124

Toni me miró y me rodeó con su brazo, pero me

escabullí, que me da vergüenza que me abracen por la

calle.

Luna trotaba junto a mí, ladrando y tirando de la

correa, entusiasmada por el paseo.

Al día siguiente pusimos el árbol de Navidad. Y

salimos a anunciar a los vecinos que les habíamos

ganado, que nuestra casa ya estaba decorada y era la

más chula. Juan, el señor de al lado, nos enseñó las

luces con música que había comprado y advirtió que no

pensaba dejarnos dormir por las noches. Todos nos

reímos de la ocurrencia. Nos pareció que estaba un

poco “chifleta”.

—Tengo algo para ti, chaval —dijo. Y entró en la

casa a por eso que quería darme.

¡Una pandereta!

No acerté a dar las gracias. Creo que me sonrojé

vergonzosamente. Pero con lo que me gusta cantar…

Y la de villancicos que me sabía…

—¡Hala! A ver esos villancicos que aprendéis en

el cole. Quiero oírte cantar hasta que te quedes sin voz,

chaval. ¡Vete ensayando para el día veinticinco!

Juan se puso una cazadora y nos acompañó.

Fuimos a llamar a otros vecinos y estrenamos la

pandereta. Tengo que decir que ponían muchas ganas

y buenas intenciones, pero que por este barrio se ve

que no ensayan mucho, que no tienen un coro como el

mío para aprender a entonar…

¡Pobres!

¡Cantaban como un puñado de ranas afónicas!

125

En Nochebuena cenamos con la familia de Paula.

La abuela bebía vino y sonreía. Hablaba poco porque

está sorda. Pero se reía mucho cuando nos veía a

todos con panderetas y guitarras.

La abuela solo tiene un diente, pero come jamón

más rápido que nadie. Así que teníamos que andar muy

vivos para cogerle ventaja, porque esa abuela es más

rápida que los monos del zoo mangando el bocata.

Luna se tumbó bajo la mesa, con el hocico

apoyado en mis pies. Yo sentía su respiración calentita.

En Navidad, desperté sin saber dónde estaba.

Pero miré hacia la vaca verde y mi despertador nuevo

y me sentí con ganas de saltar de la cama y cantar.

Bajé a la cocina y saludé.

Por la ventana se veían el campo blanco y los

árboles con nieve. Salía humo de las chimeneas de

algunas casas. Y la ventana estaba empañada por el

calor de la cocina.

¡Siempre me gustó dibujar figuras sobre el vidrio

empañado! Si no limpias los cristales, permanecen allí

durante muchos días, como testigo invisible de tu

presencia en la casa.

Olía a pan tostado y a mermelada de moras, que

recogimos un día de verano y transportamos en unas

cestas que atamos al manillar de las bicicletas.

Los tres, en pijama, y Luna con su traje blanco de

lana, rumiaba un currusco de pan y se relamía de

gusto.

Yo aspiraba el intenso olor del pan.

Veía llenarse la mesa de migas y pringue de

mermelada de mora, como si entre todos estuviésemos

126

pintando un collage navideño sobre el mantel

estampado.

—¿De qué te ríes? —quiso saber Paula. Y Luna

dejó de roer, muy atenta a mi respuesta.

—Nada, ¡cosas mías! —respondí, dejando un

momento de masticar, para mirar sus labios y sus

dientes teñidos de mora, imagino que, como los míos.

Se apellida Paz.

El marido de Paula… se apellida Paz.

¡Me gusta ese apellido!

127

Epílogo

Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia.

Pablo Neruda

Los chicos con discapacidad intelectual son así:

frescos, naturales, espontáneos.

Viven y sienten, como tú y como yo.

Les gusta jugar y tener amigos, andar en bici, ver

la TV… Se apasionan con festivales y partidos de

fútbol, y disfrutan un montón con todo lo que hacen.

También se preocupan por sus notas, porque les gusta

aprender y hacer bien las cosas, y se frustran si algo

es muy difícil o les sale mal.

Son buena gente. Ayudan a sus compañeros,

colaboran y comparten. También se enfadan, discuten

y solucionan sus diferencias. Aunque no suelen

encontrar motivos para enfadarse.

Nunca hallé rencor ni maldad en ellos.

O no lo recuerdo.

Porque como ellos, olvido con facilidad lo malo de

las personas.

Trabajo como psicóloga en un centro de

educación especial, y compartimos muchas horas

juntos. Horas de risas y de esfuerzo, de penas y de

esperanzas.

Yo les enseño a pensar…

¡O eso creía!

Porque, en realidad, son ellos quienes me

enseñan… a vivir.

128

129

La autora

Laura Ruiz Rivas nació en

Cantabria. A los dieciocho años se

fue a Salamanca, donde cursó

licenciatura y doctorado en

Psicología. Ha trabajado al frente de

una ONG internacional y como

técnico de Protección de Menores.

Actualmente, es psicóloga en un

centro educativo de Cantabria.

En el ámbito científico, tiene publicados libros y

material didáctico sobre Educación en Valores,

Psicología y Discapacidad.

Ha sido galardonada en el XIX Concurso Nacional

de Cuentos Infantiles Tertulia Goya; finalista en el XIX

Certamen Literario Internacional “Santoña… La mar”;

seleccionada en el VIII Concurso de Microrrelatos Sol

Cultural; finalista en el “V Concurso de Microrrelatos

ACEM ”; premio “XIV Concurso Internacional de

Cuentos infantiles sin fronteras de Otxarkoaga”;

finalista en el LXVII Premio Internacional de Relatos

Cortos "La Felguera"; finalista I Concurso de Poesía

Aliar; seleccionada en el I Certamen de Poesía y

Microrrelatos “calle la calle”; finalista de la II Edición del

Premio Internacional de Narrativa Breve "Cristina Tomi"

Un Café con Literatos. Recientemente, ha obtenido el

primer premio del X Concurso Internacional de Relato

Luis Adaro.

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Su profesión y sus intereses han estado siempre

ligados a los colectivos más desfavorecidos. Sus libros

ofrecen diversión y aventuras, pero sobre todo educan.

Porque al escribir, pretende sensibilizar y remover

conciencias, poniendo en positivo el valor de cada

persona.

En sus relatos, el alma se deja invadir de

esperanza y de respeto a la vida, para mostrar que

podemos hallar la felicidad en cada mirada, en cada

soplo de aire fresco…. Cada segundo, cada latido, a

cada paso.

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Si te gusta lo que has leído, o si tienes

sugerencias para nuevas aventuras, puedes contactar

con la autora en:

https://www.facebook.com/laura.r.rivas.9

De la misma autora:

Viento del Norte.

Laura Ruiz Kindle y Libro papel www.amazon.es

Hay momentos en la vida que debes tomar una gran

decisión: salvarte o morir. Aunque hacerse a la mar

quizá no sea lo más sensato. Pero para Bady y su

panda no hay alternativa: son la afición principal del trío

de matones más despreciable de su instituto. Y

además, comparten un sueño: ¡HACERSE PIRATAS!

Pero ser pirata no es fácil. Prueba de ello es el

cadáver que apareció flotando en la Playa del Camello:

un amasijo de huesos, recomido en verdín y moluscos,

con una extraña tela de cuero protegida bajo su puño

férreo.

La abuela de Bady conserva reliquias que les pondrán

sobre la pista del codiciado libro de Jean Fleury, uno de

los más temidos bucaneros de la Historia...

XIX Certamen Literario Santoña… la mar.

Varios autores

XIX Edición de Cuentos Tertulia Goya.

Varios autores

XIV Edición de Cuentos Infantiles Sin Fronteras de Otxarkoaga Varios autores

Animación y discapacidad. La integración en el Tiempo Libre, Laura Ruiz. Ed. Amarú

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ÍNDICE:

1. Soy Edy .............................................................................. 7

2. El día que estrenamos psicóloga ...................................... 14

3. Linda, la “arrilla” ............................................................. 21

4. Taller de reciclaje y delincuencia ...................................... 27

5. Un día en el zoo ............................................................... 35

6. Un mono “cabezota”...................................................... 44

7. Joaquín, el valiente.......................................................... 53

8. El cuerpo de policía.......................................................... 68

9. Ouhhhhhh… ¡Halloween! ................................................. 75

10. Terapia asistida con animales… ¡Ja! ................................ 87

11. Un atraco sin pasta.......................................................100

12. Festival de Navidad ......................................................108

13. Unas vacaciones… ¡especiales!......................................118

Epílogo ...............................................................................127

La autora ............................................................................129