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© Del texto y de las ilustraciones: Laura Ruiz Rivas, 2017
© Diseño de portada: Laura Ruiz Rivas, 2017
Primera edición: agosto, 2017
https://www.facebook.com/laura.r.rivas.9
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ISBN: 9788491128342
ISBN e-book: 9788491129585
Sello: CALIGRAMA editorial
A Roberto, porque juntos inventamos sueños.
A mi familia, compañeros fieles en este camino
incierto de la vida.
A todas las personas con capacidades diferentes
y a sus familias, por su incansable lucha, por sus
lágrimas, por su sonrisa.
A toda la gente que defiende el derecho a la
igualdad pero también, a la diferencia, y a las ayudas y
oportunidades que nos aseguren a todos una vida
digna y de calidad.
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Ese es mi nombre. Así, sin apellidos.
No padres: no apellidos.
Y si eres pobre: nombre cortito. Que ya conozco
yo a algún chulito de esos que se llama Jesús Andrés
de No Sé Qué, marqués de No Sé Dónde y media hora
de apellidos. Pero si no tienes donde caerte muerto
porque eres pobre como una rata, ¡nombre corto!
¡Y no te andes con florituras!
En el Hogar Cuna, donde me llevaron al nacer, me
pusieron Edy “Expósito”, que es el apellido que ponían
a los que llegaban sin él.
Pero no me gusta.
No lo uso.
No lo quiero.
Cuando encuentre unos padres que me molen, a
lo mejor me pongo sus apellidos.
Por ahora, solo Edy. Sin apellidos.
Vale: sin apellidos, sin padres y pobre como una
rata. Que no tengo ni una triste peonza que echarme al
bolsillo, ni cromos, ni móvil, ni mp3.
Y llegados a este punto, pensarás que soy un
chaval poco interesante, además de pobre…
Pero nada más lejos de la realidad más real.
¡VAS A ALUCINAR EN COLORES!
9
Voy a un colegio de educación especial. Y vivo en
la residencia de ese cole, con un grupo de compañeros
de mi edad, “la Tribu del chicle”, como nos llaman los
profes. Conmigo duermen Dani “el Piraña”, Miguel
“Boca chancla”, Fabián “el Extraterrestre” (“E.T.”, que
es más corto) y Aitor “el Rape”.
Todos tenemos algún mote.
El mío, ya lo conoces: “Gualdrapas”.
Y no puedo olvidarme de los otros chavales…
¡Que si no se ven en esta aventura, me linchan! Pero
mejor, ¡ya los irás conociendo!
Tengo diez años.
Y no presumo de guapo, ¡aunque motivos me
sobran!
Soy un poco bajito y la barriga no me deja ver el
calzón. Los pies sí que me los veo… Pero… ¡Epa!
Tengo que calzarme, que con la cosa de empezar esta
historia, me he “despistao”.
A primera vista, puedo parecer una “albondiguilla
con patas”, como me llama Dani. Pero que no te
engañe mi pinta, porque en realidad soy un superhéroe
“camuflao” que va disfrazado de niño torpe y con gafas,
para despistar. Porque a los superhéroes nos gusta el
anonimato —que no sé lo que es, pero nos gusta, que
lo he visto en la tele.
Y sobre todo, ¡SOY UN TÍO FELIZ!
¡FELIZ! Sí, como lo oyes.
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Y lo primero que hago por las mañanas es sonreír.
Bueno, lo primero, lo primero…, es hacer pis. Que
me levanto como una bala y tengo que apretar los
dientes para llegar al WC —el baño, para que me
entiendas—. Que no sé por qué lo llaman baño si luego
en la puerta pone WC… ¡Son cosas de mayores! Pues
ese WC está al final de una autovía-pasillo de km y pico
tan larga, que cuando llego, ¡llego por los pelos! Y ya
en baño, canto feliz al ritmo alegre del chorrillo saltarín
que alivia mi vejiga.
Y de vuelta al dormitorio…, SONRÍO.
Porque como dice mi seño Paula, «Hay que
sonreír siempre».
Pues eso, pase lo que pase, yo sonrío.
Sí, un tío alegre, como tiene que ser. Aunque me
las den todas, ¡que me las dan! Pero yo voy con mi
sonrisa por delante. Porque me da la gana. ¡Y porque
me da la risa! Y porque dice Paula que hay que poner
siempre buena cara a la vida:
«La sonrisa nos viste de alegría. Si somos
feos, se nos ve guapos. Si estamos tristes, nos
contentamos. Y con nuestra sonrisa, borramos las
penas de los demás.»
Eso dice Paula, que tiene una sonrisa de lo más
bonita: toda llena de dientes blancos y en fila india.
Nunca sé qué va a pasar, porque cada día es una
aventura.
Día nuevo, ¡sorpresa al canto!
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Y hoy es una mañana chuli de esas que estrenas
tú, cuando aún no se ha despertado nadie. Y mola,
porque siento cosquillas en la barriga, como si algo
bueno fuese a pasar…
¡Que vete tú a saber qué pasa!
Porque yo soy uno de esos chavales que no se
conforma con hacer lo que hacen todos…
No.
¡Yo siempre la lío parda!
Y da igual que intente hacer las cosas bien… ¡La
lío parda!
Lo llevo escrito en los genes desde que nací. Y
ese maleficio se despertó el día que me pusieron de
mote “Gualdrapas”. Porque aquí todos tenemos mote,
como te he dicho, y yo no iba a ser menos.
¡Edy “Gualdrapas”, mocos y garrapatas!
Esa era la cantinela con la que me saludaban al
principio… Mucho antes de hacerme respetar, mucho
antes de ganarme un sitio de prestigio dentro de la
tribu.
Pero ahora soy un tío feliz. ¿Ya te lo he dicho?
Me gusta jugar, me gusta el cole, me encantan mi
habitación y mis amigos. Me gusta que me riñan…, o
eso dicen los profes. También me flipan los grillos y los
ratones, y cualquier “avichucho” en general. Me gustan
tanto, que soy una especie de Superman salvador de
bichos. Un defensor del mundo animal.
Ese soy yo: super-Edy.
El gran, el maravilloso, el sobrehumano…
¡EDYMAN!
O solo Edy Gualdrapas, si voy de “incógnito”.
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Toca desayuno.
Vamos corriendo al comedor. Y entramos todos a
la vez por la puerta, que nos mola atascarnos y hacer
fuerza para ver quién pasa primero. Te espachurran un
poquito, te clavas algún codo y te descuajeringas las
costillas. Pero es muy divertido. ¡Sobre todo cuando al
final logras liberarte!
La tribu y yo nos sentamos juntos a la mesa,
dando buena cuenta al “colalletas” (Cola Cao con
galletas). ¡Y siempre es igual! Fabián intenta mojar las
galletas con bolsa y todo, sin abrir el paquete. Silvia,
que nos cuida en las comidas, se lo abre y limpia lo que
ha salpicado… Y entonces Fabi mete las seis galletas
juntas en la taza, y empuja con su cuchara hasta que
se sale el Cola Cao. Da un ruidoso sorbo y se chorrea
la camiseta.
¡Todo un ritual!
Aquí nos gustan esas cosas.
Miguel tiene un aparato asqueroso en los dientes.
Se lo quita para desayunar y lo posa en la mesa. ¡Un
asco! Jugamos a ver quién es más rápido, lo pilla y lo
mete en la taza de otro. Silvia grita un poco más y nos
partimos de la risa.
Ya te he dicho, soy un tío feliz, pero es que me
sobran motivos.
Luego, llegan los autobuses, los coches…, los
compañeros.
¡Somos un montón!
Pero eso sí: todos nos llevamos genial.
En el otro cole, había niños que me insultaban.
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Pero aquí, como dice Paula, «Nadie es mejor que
nadie».
Paula sabe muchas cosas, es buena gente…
Aunque en su momento, lo pasó mal, te lo aseguro.
Hacerse un sitio aquí es difícil. Y a los niños no nos
gusta que nos manden. Así que si eres profe y vienes
con idea de mandar… ¡Vas listo!
Pero cada cosa, con paciencia, como dice Miguel.
Y “sin rencores”, que dijo Paula.
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Paula llegó una mañana de septiembre, al
empezar el curso. Con todo el lío de los chavales
nuevos, profesores “enrabietaos” a la vuelta de
vacaciones. Éramos muchos para poder conocernos,
así de pronto. Porque no sé si te lo he dicho, pero
somos un poco raros, cada cual con sus cosas…
Esto es un centro de educación especial.
O sea, que somos ESPECIALES, ¡y con eso lo
digo todo!
Y nos trajeron psicóloga nueva, que al anterior
psicólogo ya lo habíamos gastado. El Sr. Agustín se
jubiló “con honores” como en la guerra, o eso dijo el
director. Porque en cuarenta años que estuvo aquí,
aguantó sin despeinarse; con su traje marrón, su pelo
cano y su boli en el bolsillo. Era “seriote” a más no
poder. Cuando pasaba cerca, te ponías firme,
aguantabas la respiración y rezabas para que no te
pillase en algún lío, porque era listo como un
detective… Pero se gastó, como su boli.
Y llegó Paula, con su gran sonrisa y sus rizos al
viento. Parecía un Cocker spaniel, con la melena suelta
y el flequillo sobre la cara.
Siempre estaba contenta. Entraba por las
mañanas tarareando alguna canción. Dejaba las cosas
en su despacho y venía a saludar a los niños que
estábamos desayunando:
—¿Qué tal han dormido mis chicos? A ver qué
guapos se han puesto hoy… Miguel, ¿qué tal está
mamá? Fabián, ¿fuiste a casa el fin de semana?... Hola
Edy, ¿qué tal?
Yo no respondía.
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Un chaval tiene que hacerse el duro. Y cuando
llega un profe nuevo, hay que dejar las cosas claras:
aquí mandamos los niños. ¡Y no hay más que hablar!
A mí me daba la risa, pero disimulaba. «A esta
nos la merendamos», pensé.
Ahora que recuerdo esos días…, yo era un poco
“borde”.
Por aquel tiempo, siempre estaba de mal humor.
En cuanto me reñían o me mandaban hacer algo, me
“rayaba”: me enfadaba y salía disparado dando
portazos, rompiendo cosas o empujando al que tuviese
delante.
Pegué a dos profesores. Me cambiaron de
habitación cinco veces. Rompí la puerta, el armario, el
ordenador… ¡Creo que tengo el record de la mala uva!
Y no soy un mal tío, ¡lo juro!
Pero tenía mal carácter.
Y claro, que si vete al despacho del director, que
si al del jefe de estudios, que donde Paula… Que si
estas son las normas, que te las hemos escrito en dos
cartulinas: roja para “normas”; y verde, para “tareas y
responsabilidades”.
Los tenía a todos locos. ¡Los traía de cabeza!
No había manera de enderezarme. Ni cartulinas
de colores, ¡ni collejas!
Paula me acompañaba al médico. Íbamos en su
coche una vez al mes, porque además de “mala uva”,
yo tenía algún otro trastorno que vigilar y pupas cada
dos por tres. En fin, lo tengo todo, ya sabes, “A perro
hambriento, todo son pupas”.
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El primer día, salí corriendo de la consulta, para
verla correr detrás y pedirme que volviera.
¡Pero qué tía!
¡Cómo corría!
Me alcanzó y me agarró por la manga. Yo, con mi
brazo libre, le arreé un revés de campeonato. Rafa
Nadal, el tenista, quiso que le diese el secreto de mi
famoso revés. Pero hay cosas que un niño no cuenta
ni bajo tortura.
Y llegamos al cole sin hablarnos.
Ella, con la cara hinchada. Y yo, convencido de
haber ganado el primer asalto. Muy serio y muy
orgulloso, porque a los compañeros les mola ver que
tienes agallas para torear a un profe.
En la comida, Paula pasó a mi lado.
—Hola Edy, ¿estás bien? —me miró a los ojos y
no la miré.
Si el tortazo se lo llevó ella, ¿qué me está
preguntando?, pensé. No me lo explicaba. Y me dio un
poco de pena, la verdad.
Y entonces, de repente, Hugo empezó a gritar y a
soltar patadas. Tuvo uno de esos ataques que solían
darle, en los que se enfadaba con el mundo y repartía
tortas a diestro y siniestro. De lejos, parecía como si las
aspas de cien helicópteros volasen en todas
direcciones soltando guantazos.
Hugo era alto y tenía los brazos y piernas largos
como culebras, así que sus zarpazos te alcanzaban
aunque te escondieses en la otra parte del mundo.
¡Hasta los profes le tenían miedo! Solo don Carlos, el
dire, y Rafa, el jefe de estudios, podían contenerlo
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cuando se ponía así, porque eran dos forzudos de
campeonato.
Hugo era ciego, o casi ciego. No conocía a Paula
y al oír su voz, se mosqueó. Echó a correr hacia ella,
tropezando con mesas y sillas, hasta alcanzarla. La
agarró de los pelos y la tiró al suelo. Y en aquel
momento no estaban por allí los dos forzudos de que
te he hablado. Así que Paula le esquivó como pudo, le
agarró por las muñecas y quiso tranquilizarle. Pero
Hugo lo tenía muy claro: ¡de tranquilizarse, nada!
Hugo era así. Oía una voz desconocida y salía
como un perro de presa al ataque. No le habían
presentado a la nueva psicóloga. Así que decidió
presentarse él mismo.
Que no era muy hábil con las presentaciones,
pues no. Que le molaba arrastrar de los pelos, pues sí.
¡Y menos mal que apenas veía, que si llega a ver bien,
no quedamos uno vivo, te lo digo yo!
Cuando cunde el pánico, cada cual responde
como puede. Algunos niños se paralizan como figuras
de escayola, creyendo que así pasarán desapercibidos
para el agresor. Otros, siguen comiendo como si nada,
por hambre o porque tardan más tiempo en reaccionar.
Y otros, pues hacen cosas raras, como balancearse o
cantar, o levantarse de la mesa y sentarse varias
veces…, por los nervios, digo yo.
En fin, que el miedo desata las neuronas y salen
de estampida las ideas, sin saber qué hacer,
atropellando el poco juicio que tenemos y que se
atrinchera, cobarde y escondido, entre los pliegues de
un cerebro modelo “koala”: paralizado, dormilón y lento.
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¡Qué se le va a hacer!
¡Te puedes imaginar la escena!
El comedor parecía un campo de batalla… ¡un
circo lleno de malabaristas!
Fabi hablaba solo en su rincón. Ya había comido
y solía arrodillarse en una esquina junto a la ventana,
jugando con un cordón que siempre hacía girar entre
sus dedos. Murmuraba y se mordía la mano, de lo
nervioso que se estaba poniendo.
—¡Peligro, fuego! —decía.
Cuando pasaba algo o estaba asustado, Fabi
decía alguna frase rara. No sabía explicarse mejor.
¡Peligro, fuego! ¡Cuidado con el camión!, esas
eran sus frases de alarma. Estaba asustado y los
demás nos dimos cuenta enseguida, porque sabemos
idiomas.
Algunos niños seguíamos en nuestra mesa,
comiendo. Mirábamos callados y muy atentos, pero sin
perder bocado, que luego nos riñen. Tenemos el
tiempo justo para comer. Y si te despistas un momento,
alguien se puede llevar tu hamburguesa.
Una profesora salió a pedir ayuda.
Otra, gritaba a Hugo sin acercarse mucho, por si
le caía algún guantazo.
Y el lío duró un buen rato.
Cuando terminó, Hugo tenía más rizos en sus
manos que Paula en la cabeza.
Ella se quedó sentada, mirando a Hugo que
parecía agotado. Y luego vio a Fabi, asustado, al fondo
del comedor. Paula se levantó y se dirigió hacia Fabi.
Se agachó despacio frente a él y le sostuvo las manos:
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—Fabián, tranquilo. No pasa nada. Hugo se ha
enfadado, pero ya está bien —le explicó bajito.
—Hugo se ha enfadado… –repitió Fabi.
—Sí, pero ya está tranquilo. Todo va bien –insistió
Paula.
—Todo va bien –repitió Fabi.
Dejó de mirarla y se concentró de nuevo en su
cordón. Un cordón de zapato que solía hacer girar
durante horas, como hipnotizado.
Y se hizo un silencio cortito.
Y volvimos a lo nuestro. A la hamburguesa con
patatas que teníamos en el plato, a las actividades de
fútbol y de teatro después de comer… Algunos echaron
la siesta. Y a las 15:00, otra vez clase.
Subí al primer piso, al de la clase azul (mi clase,
la de diez años). Y por allí estaban Paula y Hugo,
sentados en el suelo de la biblioteca. Ella, con
sonajeros y pelotas, hablando y jugando con él. Y él,
jugando con ella. Vamos: intentando engancharla otra
vez del pelo. A ratos furioso, queriendo pegarle. A ratos
tranquilo, recargando pilas. ¡Un juego raro!
Cuando salí de clase, allí seguían.
Hugo golpeaba una pandereta y reía a
carcajadas. Paula le decía el nombre de las cosas que
tocaba y no podía ver: sonajero, pandereta, vaso…
Estaban muy cerca y parecían amigos.
Paula salió del cole como entró por la mañana,
saludando y sonriendo. Con menos pelo y más color en
la cara.
Me miró y la miré. Esta no vuelve mañana, pensé.
No sé lo que pensaba ella.
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No te lo vas a creer.
¡La que monta la gente por una ardilla! Total: unas
nueces por aquí, una mesa roída por allá… Una
educadora coja, diez puntos menos para Edy…
¡Muchas quejas para tan poca cosa!
Pero tranquilo, que ahora te cuento.
Teníamos una ardilla. Porque Paulino se rayó la
semana pasada y no había forma de callarlo.
Todo empezó cuando fuimos a una exposición de
canarios, pájaros de esos que cantan. Paulino empezó
a dar la lata: «Quiero un canario», «Quiero un canario».
Y con el disco rayado a la seño, a don Carlos y al
guarda de la entrada.
¡Como una hora repitiendo «Quiero un canario»!
Y nos mandaron colorear una hoja con pájaros, y
Paulino seguía con «Quiero un canario».
Es que a Paulino se le dispara una neurona y
hasta la hora de la siesta no calla.
Al bajar las escaleras se resbaló. Se pegó un
planchazo macanudo y cambió de neurona:
—¡Quiero una arrilla! ¡Quiero una arrilla!
Y Paula, que es muy lista, investigó qué era eso
de la “arrilla”:
—¿Qué comen las “arrillas”, Paulino?
—Nueces —así de bien pronunciado.
—¿Quieres una ardilla, Paulino?
—¡Sí “arrilla”!, come nueces, compro nueces pa
comé la arrilla… —gritó entusiasmado y dando saltos.
como una hora antes con el canario, pero ahora con la
“arrilla”.
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Y así, de vuelta al cole.
Y en el autobús.
Y en la comida.
Y hasta la siesta...
Y la psicóloga del cole dijo:
—Pues… qué buena idea: una ardilla para la
clase azul —mi clase, ya sabes.
Y dicho y hecho. Llegó el lunes y nos presentó a
Linda: en su jaula, sobre una rama, corriendo y dando
vueltas como una posesa… ¡Y no me extraña!, porque
estábamos todos allí mirando, con cara de salvajes.
Porque es lo que somos, unos salvajes, ¡qué se
va a hacer!
Y en esas estábamos, conociendo a nuestra
nueva mascota, Linda. Pero Fabián empezó a dar
señales sospechosas. Abandonó su interés por el
cordón de siempre, rumió un poco el pupitre y le quitó
alguna nuez a Linda. Mordió la cuchara de la sopa, el
marco de la ventana…
—Soy Linda, la ardilla —decía Fabi.
—Pues estamos buenos —dijo Paula, la
psicóloga, que siempre es la primera en descubrir esos
chispazos mentales que nos dan a los niños.
Y yo, por ayudarla, que lo veía venir, decidí
liberar a Linda. Y con ello a Fabi, que se estaba
transformando en roedor. Y a Paulino, que tenía que
ampliar sus intereses, digo yo, y conocer más animales
que canarios y ardillas.
Y dicho y hecho: la liberé.
Abrí la jaula, me miró, la guiñé un ojo y se fue a
conocer mundo.
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Aunque no tenía intención de ir muy lejos… No.
El piano empezó a sonar raro –tenemos un piano
en el patio de arriba que nadie sabe tocar, pero decora.
En la cocina faltaban cosas y aparecían sospechosas
bolitas de comida y restos de papel por todas partes.
En la biblioteca había restos de hojas roídas, agujeros
en las sábanas de nuestras camas…
Yo me temía lo peor. ¡Me la iba a cargar! ¡Linda
estaba destrozando el colegio!
¡Tenía que hacer algo!
¡Tenía que dar caza a la fugitiva y borrar las
huellas del delito!
Pero aquello parecía una misión imposible, de
esas que solo Edyman puede resolver.
Así que ¡intenté cazar a Linda!
Y monté toda una “operación ardilla” para
encontrarla. Hice un plano, repartí tareas, busqué los
mejores detectives… Y todo sin que se enterasen los
profes, ¡claro!
Encontramos dos ratones en la cocina; lapiceros,
un tiragomas nuevecito, la pandereta que desapareció
durante el festival del año pasado…
También encontramos una niña escondida en un
armario. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Ni idea. Pero
apareció a tiempo para la merienda. Y con eso vale.
Desarmamos dos cisternas, cortamos la goma del
tambor de las lavadoras (desde entonces sabemos que
se llama así: goma del tambor). Lo de los colchones no
hubo forma de arreglarlo ni con pegamento. En clase
no habíamos estudiado “dónde se esconde una ardilla”,
así que estábamos muy perdidos.
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Y el piano, todo hay que decirlo, tiene demasiadas
piezas. Para mirar dentro sin hacer ruido, hay que
quitar muchas teclas.
En fin, la última reunión del equipo de rescate fue
definitiva.
Ya estábamos hartos de buscar. Y decidimos que
Linda podía vivir en la residencia, en el colegio o donde
quisiera. Como dice Paula, «Todos tenemos derecho
a la educación». Así que una ardilla también tendrá sus
derechos, digo yo. Y decidimos abandonar la misión.
¡Que se quede donde quiera!, acordamos.
Dos años después, Fabi sigue diciendo:
—¿Dónde está Linda? En el piano. ¿Se escapó
Linda? Edy abrió la jaula. —Es como una grabadora.
Repite algunas cosas que ve y no hay manera de que
las olvide.
Así que me la cargué gracias a ese niño loro que
es Fabián. Una semana de servicios a la comunidad:
limpiar el patio y arreglar el piano.
Eran muchas teclas, ganchos y listones de
madera. Y todo eso sin manual de instrucciones. Así
que dije lo mismo que dice “el Ñapas” (el de
mantenimiento) en estos casos:
—Uf. Esto en una semana… ¡no puede ser!
—¡Pues que sean dos! —dijo el director.
Bueno. No fue pena de muerte ni cadena
perpetua. Aquí los castigos son así: te mantienen
entretenido un rato. Pero se olvidan pronto.
Y un niño no puede estar sin hacer nada.
Un culo inquieto es lo que es, ¡tiene personalidad
propia!
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Y no podemos “pedir peras al colmo”.
Soy inquieto, pues eso.
Y en lo que tú pasas página, yo ya me he metido
en otro lío.
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Hay cosas que no podemos hacer los chavales.
Son peligrosas.
Los mayores tienen talleres de jardinería,
fontanería, encuadernación… Tienen sierras,
cortacésped, destornillador y un montón de
herramientas que no nos dejan tocar a nosotros, los
“pequeños”.
Los pequeños tenemos “talleres sin riesgo”.
Usamos tijeras que no cortan, pegamento de barra,
cartón, cartulinas, revistas… Bueno: todo sin peligro.
Para que te hagas una idea: en el comedor, los
tenedores no pinchan. Tienes que usar los dedos para
coger la comida sin que te vean los profes, que no les
gusta. Los cuchillos son como cucharas, pero largos.
Te da igual de qué lado los uses, solo cortan croquetas.
El filete lo arrastramos por el plato hasta que se sale, lo
agarramos y pegamos un mordisco rápido, antes de
que llegue el manotazo del profe. La fruta la comemos
sin pelar, que tiene más vitaminas. O porque nadie
puede pelarla.
Pero tenemos talleres de teatro, de radio y un
coro.
Y este año vino Ángela, una profe de prácticas,
para dar un taller nuevo, ¡de RECICLAJE!
Íbamos a aprender a hacer juguetes, disfraces y
maquetas con material que se tira a la basura.
Yo quería un robot. Jairo una rodilla nueva, que
se le salió cogiendo caracoles (ya te contaré). Rocío,
un disfraz de astronauta. Quique, un camión. Paulino
pidió un canario –¡qué plasta de tío!
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Aquello parecía la carta a los Reyes Magos.
Estábamos todos tan emocionados…
¡Podíamos construir nuestros propios juguetes!
¡Toma ya!
Todo era alegría y alboroto.
Andrea daba volteretas y, cuando paraba, se caía
hacia los lados. Es lo que suele hacer cuando se pone
contenta o nerviosa. Y también cuando se enfada.
Vamos, que es lo que hace la mayor parte del tiempo:
girar y girar. La llamamos Andrea, la Peonza.
Miguel se había quitado el aparato dental y lo
agitaba en el aire, mientras cantaba «Tiri titi, tiri titi, tiri
titi. Tiroriiiiiii, tiroriiiiii», que, por si no la has reconocido,
es la banda sonora de Misión imposible.
Fabi cantaba «Hala Madrid, hala Madrid»
Nando, que se ponía nervioso con el ruido, se
arrancaba pelos del flequillo, uno a uno, y los ponía
ordenaditos sobre la mesa. No te preocupes, tiene de
sobra.
Ángela pidió silencio. Pero no la oímos. Entonces
nos cogió uno por uno y nos llevó a nuestro sitio. Y
tardó un buen rato en explicar qué íbamos a hacer:
—Escuchad todos…
No sé qué dijo después.
Y volvió a repetirlo.
Pero como tengo poca memoria, ni me acuerdo.
Así que me uní al grupo que me tocó y ¡listo!: el
equipo 3, que éramos cuatro. Y nos fuimos a otra
residencia cercana, El Jardín, donde vive gente mayor.
Queríamos recoger cosas para reciclar. Y los abuelos
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tienen muchas cosas que no usan. Llevamos una bolsa
grande, un saco de esos de basura, con intención de
llenarlo de “tesoros” para nuestro taller.
Pero no es tan fácil como parece.
Los abuelos no oyen bien, y a los niños nos riñen
si gritamos.
Así que esperamos a que estuviesen en el salón,
merendando, y entramos en sus habitaciones para
coger las cosas. Después nos tocó hacer una lista con
lo que habíamos conseguido.
Empezó a leer el grupo 1, que también eran
cuatro:
cartón
lápices
brik de leche
envases de yogur
tapones de refresco…
Bah, lo de siempre. Estos no ganan, pensé.
Con el segundo grupo, Ángela empezó a cambiar
de color:
grapadora
bocata de chorizo
paraguas
ratón de ordenador
calculadora…
Y nos llegó el turno. Vaciamos la bolsa en la
mesa. Miguel cantaba «tiri-titi-tiri….». Yo empecé a
nombrar:
gorro de lana
rosario
dentadura
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bailarina de escayola
novela del Oeste
dos agujas de punto
mando de tele
almendras garrapiñadas
caja de tiritas
sobres de café
baraja de cartas
dos botones
garbanzos
una caja de laxante… ¿Qué es laxante?
Ángela salió de clase y regresó con Rafa, el jefe
de estudios… Miraron las mesas. Miraron a los niños.
Se miraron. Y se hizo el silencio.
Algo iba mal, muy mal.
La bronca fue educativa, como siempre:
—¡Sois unos delincuentes! ¡No se os puede
mandar nada! Les habéis robado a los pobres
ancianos. Y ahora tendremos problemas nosotros… —
Rafa parecía desencajado.
No lo entiendo.
Habíamos ido a una misión difícil.
Y habíamos regresado todos, sin perder a nadie,
que es raro. Como dijo Cris, «Hemos tra-jado bien, mu-
bien».
Y ¿dónde estaban los juguetes?
¿Dónde estaba mi robot?
Miguel empezó a llorar y Andrea a repartir
pellizcos (que es su otra afición, además del baile de la
peonza). Y Nando, arrancándose pelos. Y yo, callado,
mirando mis pies, la “estrategia del avestruz” que dice
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Rafa, la de esconder la cabeza.
—En fin, mañana más —dijo Ángela—. Dejad las
cosas recogidas en sus bolsas.
Al día siguiente, ya todos amigos.
Profesores y niños volvimos a la rutina de las
clases: “Mates”, “Lengua”, recreo, macarrones con
tomate y taller de reciclaje.
—Vamos a ver qué podemos hacer con lo que
habéis traído y qué devolvemos —anunció Ángela.
Las almendras garrapiñadas y el laxante habían
desaparecido.
Rafa dijo que el culpable aparecería pronto.
¡Es un tío muy listo, el Rafa!
Quedó chulísimo.
Sobre el suelo pusimos cartones, botes de cola,
cartulina y fotos… Ángela nos ayudó. Y también Fabi,
que comió de la barra de pegamento pero nos dejó
suficiente.
Construimos un gran “parque de atracciones” con
la dentadura a la entrada y un cartel que decía: “Gran
parque azul” (como nuestra clase, ya sabes). Las
cartas de la baraja eran coches chocones. Hicimos una
noria con agujas de punto y aros; y con botones de
colores, los asientos. Una gran torre de “leche Pascual”
presidía la entrada a la montaña rusa. Y el pan de un
bocata era un supertobogán blandito.
Hicimos una foto de la obra y del equipo de
“ingenieros”, como nos llamó Ángela.
Y luego, preparamos un cartel que pegamos en la
puerta de la residencia “El Jardín”:
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Hicimos una fiesta, con música y todo. Y algunos
abuelos vinieron a ver nuestro trabajo.
¡Está bien, lo que bien acaba!
Y yo, contento.
Ya empezaba a relajarme.
En este cole nunca se enfadan mucho. Y a Rafa
le estoy cogiendo cariño. Es un tío majo, aunque un
poco cascarrabias, como Kiro, el perro de terapia, que
es buena persona, como Rafa.
Por eso, y como homenaje, le dije:
—Cuando tenga un perro lo voy a llamar Rafa.
Y me gané una colleja.
Todavía siento el calor en la nuca cuando me
acuerdo.
Me cogió por sorpresa, aunque me habían
advertido: ¡Las collejas de Rafa son míticas!
Si hubiese un deporte olímpico o una competición
de collejas, tendríamos una vitrina llena de trofeos. Y
Rafa, un cinturón de esos con hebilla de oro de
campeón.
Así que me fui a cenar con el recuerdo de Rafa en
el cogote.
“Se han encontrado objetos de los abuelos en el cole.
Pasen a recogerlos por el parque de atracciones”
34
Puré de verduras, filete con patatas y fruta de
temporada.
Y Dani, “el Piraña”, no vino a cenar. «Algo de
diarrea», dijeron.
Parece que había encontrado los laxantes.
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Estábamos en clase de “Cono” (conocimiento del
medio). Las paredes estaban decoradas con fotos del
cuerpo humano, paisajes chulos, planetas. En algunas
mesas había jaulas con canarios y periquitos, algún
ratón, conejos de indias, una tortuga, peces y plantas.
Era un lío padre cuando nos tocaba limpiar las
jaulas y darlos de comer.
Pero nos gustaba mucho esa clase.
Y la comida de las mascotas, también.
Hoy tocaba hablar de eso: de animales. Nos
sentaron alrededor de una mesa grande y redonda. La
mesa estaba llena de revistas, cartulinas y lápices de
colores. Ya habíamos aprendido muchas cosas de los
animales, pero se ve que Toño, el profe, lo había
olvidado todo.
—¿Qué animal vive en el río? —preguntó.
—El pez —dije veloz cual rayo fulminante y
cegador.
—Y ¿en el mar? —Toño miró al resto de la clase.
—Bob Esponja —se oyó al fondo.
—No Dani. Eso es de los dibujos animados. No es
real.
—Que sí, que lo he visto yo.
—No me discutas, Dani, que no.
—¡Que sí!
—Miguel, ¿Qué come la vaca? —Toño suspiró y
decidió dejar en paz a Dani, que cuando se pone
“morrongo”, no hay manera.
—Leche
—No, Miguel, la vaca da leche. Pero ¿qué come?
37
—No estoy “inspirao”, profe. —Miguel se tocaba
la frente, como si se hubiese fundido algún plomo en su
azotea y ya le fuese imposible iluminar las ideas.
Toño se sentó.
Parecía cansado y un poco triste.
¡Y no me extraña! ¡Con lo mayor que es y no
saber esas cosas!
Si no fuese por los niños, estos profes no daban
de comer a las mascotas, te lo digo yo. Que no sabrían
alimentarlas porque ya olvidaron lo que aprendieron de
pequeños.
—¿Qué comen el ratón, la ardilla o el conejo? —
preguntó Toño mirándonos a todos.
—Pizza —respondió Ángel
—¡No me lo puedo creer! —Toño cerraba los ojos,
se mordía el labio y miraba al techo.
Yo miraba al techo también, pero no veía nada.
—Que sí, que le dimos pizza a Simón y le gustó
mucho .—Simón es un ratón muy feo que tenemos en
clase. Tiene el pelo de colores y con calvas, desde que
intentamos teñirlo con acuarela y luego lavarlo con
aguarrás.
Simón es feucho, pero muy simpático. Come
pizza, patatas, chorizo, calcetines, cordones de zapato,
goma de borrar. Hemos probado cantidad de
alimentos. Y seguro: come de todo. Y el pobre, no es
rencoroso, que se acerca a nosotros sonriendo y
moviendo sus bigotes, con esos ojillos brillantes que
parecen dos botones negros. Es el bicho que más nos
ha durado. Y creo que podría vivir cien años más si se
lo propone.
38
—Yo tengo una pregunta. —Quique levantó el
dedo, como le gusta a Toño.
—Dime, Quique.
—¿Por qué no le pintan lunares?
—¿A quién?
—A la jirafa –dijo señalando una cebra en el libro.
—Será a la cebra, Quique —aclaró Toño, un poco
contrariado.
—Bueno sí, eso… ¿Por qué no le pintan lunares?
Sería más chula.
—No me lo puedo creer. ¿Qué os pasa hoy a
todos? ¿Dónde tenéis la cabeza? ¿Estáis todos en la
luna? —Toño subía la voz y se tapaba los ojos. Andaba
de un lugar a otro, desorientado y nervioso, como un
tigre encerrado en una jaula. Finalmente, se giró hasta
darnos la espalda, y apoyó su frente sobre el encerado
dejando caer sus brazos a los lados del cuerpo…
Quieto, derrotado, muerto.
Bueno, al menos nos asustó un poquitín.
Guardamos un minuto de silencio, como nos han
enseñado a hacer para mostrar respeto en las
tragedias importantes.
—En la luna… En la luna. ¡Estáis todos en la luna!
—repetía Toño en voz baja.
Parece que la luna es un lugar donde vamos a
menudo los niños.
Hay días que debe estar llenita, porque nos
hemos ido todos, aunque nuestro cuerpo esté aquí, en
clase, sentadito en su silla como si nada. Y se nota:
porque el niño que está en la luna tiene una cara como
de medio estar. Así: tanquilote, “embobao” y como
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disfrutando del viaje. Y deja su cuerpo tirado sobre la
silla como una morcilla de Burgos de veinte kilos, sin
movimiento y sin alma.
Siempre nos dicen lo mismo: que estamos en la
luna.
¡Pero son los profes los que preguntan!
¡Son ellos los que no recuerdan qué comen los
animales!
Y no puedes ser sincero, porque te la cargas.
Los niños somos sinceros por naturaleza, y aquí
nos quitan esa mala costumbre, que para eso está la
escuela.
Así que miramos al suelo, como arrepentidos, que
eso les gusta a los profes. Y ponemos cara de
culpables, por no saber las cosas…, que a eso
venimos, a aprenderlas.
—¡Es que no hay manera! Que no atendéis en
clase. Que andáis en las musarañas… —Toño resucitó
de repente, y se dio la vuelta enfadado.
—¿Qué son las musarañas? —preguntó Dani.
—Calla, que no está el “horno para rollos”. —Le di
un codazo, para evitar males mayores.
El timbre del recreo vino a salvarnos.
¡Qué alegría más gorda!: chutar el balón y no
pensar en nada. Y si le toca de árbitro a Dylan, que le
tenemos ganas, pues mejor. En cuanto saque tarjeta,
se la carga.
Ser árbitro es duro.
Preparas las tarjetas por la mañana, pero ya lo
llevas pensando desde la noche anterior, que no
duermes.
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Si usas gafas, las dejas bien guardaditas en el
estuche, en clase. Porque si te las rompen de un
balonazo o de un mamporro por cantar falta, ¡estás
perdido!
Es un ritual centenario: el árbitro pasa la mañana
solo, pensando en sus cosas, despidiéndose del
mundo.
Y cuando llega el recreo, te quitas las gafas,
haces la señal de la cruz, como los jugadores, y bajas
al patio. Como ves peor, las tarjetas las sacas cuando
te parece. Y entonces los demás se enfadan. ¡Siempre
se enfadan! Y te pegan algún balonazo y muchos
berridos. Te amenazan de muerte, pero sales vivo por
el momento, porque hay profes vigilando. Y porque te
encargas de chillar bien fuerte para que te vean, que
entre tanto barullo no siempre se localiza a la víctima a
tiempo de resucitarla.
Pero hoy le toca a Dylan, y eso es mejor que el
propio partido.
Porque te libras de ser árbitro.
Y porque Dylan no se entera de fútbol y es una
risa. Agarra el silbato y se lía a soplar por cualquier
motivo. Y acabamos siempre corriendo detrás de él por
todo el patio, tronchados de la risa.
Y Dylan se desinfla pitando, rojo como un
cangrejo de río recocido…
Por la tarde lo anunciaron: «¡El viernes vamos al
Zoo!»
Y el viernes nos llevaron al Zoo.
Porque así, viendo a los animales de cerca,
aprendemos mejor.
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Y ese día aprendimos muchas cosas. Por
ejemplo: que a los avestruces no se les puede dar un
chusco de pan, porque lo tragan entero y se ve el bulto
en la garganta, que tarda en bajar por el cuello el
tiempo suficiente para que te pillen:
—¿Qué le habéis dado al avestruz?
—Nada, profe, algo de pan que ha encontrado por
ahí.
—Por ahí… ¿DÓNDE?
Silencio mortal.
Mirada al suelo y de reojo al avestruz, que hacía
ruidos raros, como de estar en las últimas. Y el chusco
de pan en ese cuello largo, bajando poco a poco…, sin
terminar de bajar. Y no mastica, que lo sepas, que lo
traga despacio, muy despacio, con el cuello bien
“estirao” para que lo vea el profe, «maldito traidoooor»
(el bicho, digo; no el profe).
—¿Qué os he dicho? ¿Qué pone el cartel? ¡QUE
NO DEMOS DE COMER A LOS ANIMALEEESSSS!
—Que el avestruz no puede leer el cartel, profe.
—Dani señalaba al animal.
—Y cómo vamos a merendar nosotros y no darles
nada, profe, que eso no es de personas, que hay que
compartir… —añadió Cristina, y todos asentimos con
la cabeza.
Toño sudaba. El avestruz también.
Yo me coloqué la visera, que la tenía en el bolsillo,
y zanjé el asunto:
—Bueno, ¿qué?, ¿nos movemos? Aquí ya está
todo visto —me pareció que la cosa se alargaba mucho
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y el calor era insoportable.
Y Toño decidió moverse, mientras murmuraba
algo por lo bajo.
Le seguimos.
Luego vimos más cosas, ¡sin accidentes!
Cebras, jirafas, leones, osos… Que como no se
acercan a nosotros, no hay lío.
Y vimos monos, que son nuestros favoritos. Y que
deben de ser parientes, porque nos parecemos, ya
sabes. Pero andaban sueltos y salían a la carretera.
Nosotros bajamos del autobús a saludarlos. Habían
puesto una valla, para que no pasasen las personas,
que está difícil de saltar, te lo prometo.
Pero los monos saltan la valla, porque se
entrenan todos los días, y se acercaron.
La gente les daba patatas fritas, gusanitos…
Uno de los monos vino derechito hacia Dani, que
ahora se estaba zampando mi merienda, y le quitó el
plátano. Y Dani quiso recuperarlo, que Toño lo había
dejado claro: «Nada de dar comida a los animales».
Pero el mono no sabía esa norma y se mosqueó.
Agarró a Dani por los pelos mientras chillaba pidiendo
refuerzos. Y vinieron otros dos monos a pegarle.
Y entonces Miguel y yo fuimos a ayudar a Dani:
yo le aguanté la mochila y Miguel, las gafas.
Y todo acabó cuando quisieron los monos, que se
hartaron de tirar del pelo, pellizcar y gritar… El enemigo
consiguió quitarnos el plátano, las palomitas y las
viseras. Y con el jaleo que se montó, pues nos la
cargamos nosotros.
A los monos nadie les riñó.
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Y aprendimos mucho ese día, en el Zoo:
Que parientes del mono sí, pero lejanos. Y
no hay buena relación, la verdad.
Que el plátano es indigesto
Y que se comparte todo, menos la merienda.
¡Hay que zampar “a escondidas”!
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—Yo siempre me siento ahí – dijo Hadi enfadado.
Había llegado el último, pero no estaba dispuesto
a sentarse en la única silla que quedaba.
El despacho de la psicóloga era un aula pequeña
y cuadrada. Junto a la ventana, en una mesa grande
de despacho, Paula parecía sepultada detrás del
ordenador, bajo montones de papeles. En el centro,
había una mesa redonda de madera alrededor de la
que nos sentábamos para trabajar un día a la semana,
en nuestro taller de habilidades sociales.
Allí aprendíamos a pensar, a controlar nuestra
impulsividad o nuestra rabia. Descubríamos cualidades
y defectos, para fortalecer nuestra autoestima. Y
resolvíamos conflictos cotidianos escuchando,
buscando soluciones y negociando con los
compañeros.
Aprender a vivir y a convivir, como decía Paula,
era una asignatura más en nuestro colegio especial. Y
como no éramos perfectos, teníamos que esforzarnos
muchísimo por entender cada problema y, sobre todo,
por aceptar la forma peculiar de ser de cada uno.
Pero Hadi nos desesperaba de verdad. Era muy
cabezota y solo pensaba en él, nunca en el grupo. Y
cuando decidía algo, se mantenía terco como una mula
repitiendo una y mil veces lo que quería, como un disco
rayado que te vuelve loco.
Y solo quedaba una silla, de esas de madera y
mimbre, sin respaldo, en la que se solía sentar el niño
que se portaba mal y necesitaba pensar un rato. Así
que tenía dos opciones: podía ir a su clase a por otra
silla o sentarse en esa que quedaba libre.
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Pero eligió una tercera opción: dar la lata y
desmoralizar al personal para ver si alguien se cansaba
y le cedía su silla.
Paula le pidió que se sentase.
—Esa es mi silla. Yo siempre me siento ahí —
señalaba una con respaldo.
—Hadi, has llegado el último, siéntate en esa —
insistía paciente Paula.
—Yo siempre me siento ahí. Esa no me gusta.
—Pero ya han elegido tus compañeros y solo
queda esa.
—Yo siempre me siento ahí, no lo entiendes…
—Sí lo entiendo: siempre te sales con la tuya.
Pero aquí somos un grupo. Unas veces eliges tú y otras
no.
—Yo siempre me siento ahí.
Podíamos pasarnos así las horas, porque a
“cabezorro” no le ganaba nadie.
Por eso, se le ocurrió a Paula que ese era un buen
ejercicio para trabajar. Estábamos en el taller de
habilidades sociales, donde aprovechábamos cada
oportunidad para reflexionar, aprender de los errores y
ser mejores personas. Así, que propuso un tema para
pensar:
—“Un compañero se empeña en elegir siempre
sitio”. Veamos cómo resolverlo.
Y estaba claro: había un problema. Hadi se
estaba comportando como un “cabezota” y eso no era
bueno para llevarse bien con los demás.
Estábamos en un callejón sin salida, porque no
lográbamos convencerlo. Él seguía de pie, con los
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brazos cruzados y con un morro tan largo que casi
tocaba el suelo.
No era la primera vez que se enfadaba por
tonterías. Sus padres se quejaban a los profes de su
conducta. Y él se jactaba de pegar a su hermana si no
le dejaba el mando de la tele; o a su madre, cuando
esta le reñía. Tenía un hermano mayor al que
respetaba, seguramente porque era más alto y fuerte
que él. Pero le quedaban unos centímetros y pocos
meses para traspasar también esa barrera de respeto
hacia su hermano.
Hadi era árabe.
Llevaba un curso con nosotros y hablaba muy
bien. Pero tenía sus rarezas de niño árabe. Comía raro,
jugaba raro y se enfadaba por cosas raras que no
entendíamos. Además, decía que no obedecía a las
mujeres y eso no gustaba nada a las profesoras, que
se empeñaban en enseñarle algo esencial que ya todos
sabíamos:
“Mujeres y hombres tienen iguales derechos”
Paula ya no quiso insistir.
Hadi podía quedarse de pie y enfadado. Nosotros
íbamos a inventar un cuento para ver si entendía la
situación de manera divertida.
El cuento decía así:
«En lo más profundo de la selva vive un grupo de
chimpancés. Hace sol y el día despierta con los sonidos
del bosque… Pájaros, leones, el viento haciendo bailar
las hojas…
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»En lo más alto de un árbol hay un mono
enfadado. Lo llaman el “mono llorón”. Es un simio
malhumorado, que cuando se enfada tira piedras y
cocos a los demás monos. Y se enfada casi siempre.
Sobre todo, cuando alguien ocupa su rama favorita.
Porque le gusta sentarse en esa rama y dice que es
suya. Hoy Berta, la chimpancé jefa, le ha quitado el
sitio…
—Pero Roberto no puede subir a la rama —
interrumpió Sara. Y tenía razón: Roberto está en silla
de ruedas.
—Pero no estamos hablando de “Berto”, sino de
“Berta”, la chimpancé jefa del cuento. Y me refería a mí,
la psicóloga, que soy la jefa del grupo. Y en el cuento,
me llamo Berta, y le estoy mandando que se siente en
otro sitio…
—¡Y si tenemos que subir a una rama, pues
ayudamos a Berto entre todos!—dijo Andrea
conciliadora—, como cuando vamos de excursión.
Sí. En eso estábamos de acuerdo.
Roberto o “Berto”, como le llamábamos en el cole,
podía hacer cualquier cosa con ayuda de los
compañeros. Sin duda, una silla de ruedas no es
problema cuando estamos juntos.
Roberto sonreía.
—Vamos a imaginar que la jefa se llama Berta,
¿vale? Bueno, pues le ha quitado el sitio al mono llorón,
que se llama Hadi (para que no haya dudas sobre quién
estamos hablando). Y Hadi está muy serio, con el
hocico arrugado, dándose golpes en el pecho, «esa es
mi rama», dice enfadado. Y el cuento sigue así:
49
«El resto de los monos se parten de risa. Son
alegres, siempre están jugando y disfrutan de todo. No
pueden entender que alguien se enfade por una
rama…»
—Pues a mí no me gusta el cuento —protestó
Hadi, el de verdad, el de carne y hueso—. ¡No me hace
gracia!
—Seguimos con el cuento —insistió Paula—: «El
resto de los monos deciden reunirse para poner
solución al problema.»
—Este mono está siempre enfadado, es una lata
—interrumpió Berto.
—Hay que echarle a la calle— propuso Sara.
—Bueno, a lo mejor se nos ocurre otra cosa –dijo
Paula, la psicóloga.
—Hay que ayudarlo —añadió Jandro.
—¡Hay que tirarle cocos! —zanjó Andrea,
partiéndose de risa.
—O podemos atarlo a una rama, llenarlo de miel
y revolver el hormiguero, a ver qué pasa —resolvió
Paula—. Pero dejadme que siga con el cuento:
«Todos los monos aplaudieron la idea. A Hadi no
le dio tiempo a escapar. Ya lo tenían cogido entre varios
y lo subieron a su querida rama, donde lo ataron bien
atado, con unas lianas recién cortadas y unos nudos de
rechupete. De esos que no se sueltan ni con tijeras.
»Hadi chillaba y se retorcía como una culebra. Y
más risa les daba a los otros monos.
»Lo llenaron de miel. Y con una hierbita larga
empezaron a molestar a las hormigas, metiéndola en la
entrada del hormiguero. Rápidamente salió la primera.
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Miró alrededor y dio la señal de alarma. Salieron
corriendo tropas enteras de hormigas soldado, primero
enfadadas y después hambrientas, atraídas por el olor
de la miel. Y corrieron hacia la rama. Y en un abrir y
cerrar de ojos, Hadi quedó cubierto de miles y miles de
hormigas… ¡Tenía un traje de hormigas!
»Se retorció, chilló aún más, dijo algunas
groserías… y, ¡sorpresa!: se empezó a reír… ¡A
destornillar de la risa!
»—No puede ser —dijo la chimpancé Berta—.
¡Se está riendo!
»Pues sí. Las hormigas le hacían tantas
cosquillas que no paraba de reír. Y daba gusto verlo,
con esas carcajadas grandotas y todos los dientes
asomando por la boca. De sus ojos alegres caían
lagrimones como ríos de la selva. ¡Lloraba de la risa!
»Y cuando las hormigas terminaron con la miel,
regresaron a su hormiguero. Y entonces, los monos
subieron a soltarlo.
»—Amigo, aprende a disfrutar de la vida y no te
enfades tanto. Que lo bonito es ser simpático y tener
amigos con quien sentarse, aunque sea en el suelo…
—lo amonestó un chimpancé joven —. Si no compartes
tu rama, estarás siempre solo.
»—Pues tenéis razón –dijo el monito Hadi. Me he
reído y me siento más feliz.
»Y se fue a buscar algo… Lo vieron revolver entre
las hojas, olió algunas ramas… Por fin, encontró una
tabla y se encaramó con ella a la rama de la discordia.
»Ató la tabla con lianas y volvió al suelo.
»Todos se acercaron a él curiosos.
51
»Una gran tabla de roble colgaba de la rama más
alta de la selva. Tenía escrito con caligrafía muy clara
este mensaje: SONRÍE Y SÉ FELIZ.
»Y ya nadie en el bosque olvidó la primera y más
importante norma de convivencia:
A todos nos gustó el cuento.
¡A todos!, porque Hadi sonreía un poquito, con
disimulo.
Se lo había pasado bien y se había sentado
junto a sus compañeros, sin darse cuenta, en la
pequeña silla de paja que ya y para siempre, sería el
lugar escogido para sentarse cuando alguien
necesitaba unos minutos para tranquilizarse y pensar.
Nuestra silla de pensar.
Esa silla fue elegida por todos, como el trono
especial al que mandar sentarse a quien estuviese
enfadado, se portase mal o no quisiera participar con el
resto del grupo en cualquier actividad.
Y siempre tuvo una magia especial.
Porque quien usaba esa silla podía ver de cerca
y en silencio, cómo sus compañeros trabajaban y
aprendían juntos, mientras disfrutaban del placer de
compartir y ser amigos.
Sonríe y se feliz.
Porque si sonríes, haces feliz a más gente.
Y te entran más ganas de reír.”
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Esa silla tenía la capacidad de cambiar, en
cuestión de segundos, la cara larga del tío más
enfadado, en una sonrisa. Y desde el rinconcito donde
la colocamos, vigilaba silenciosa, que cada niño
creciese educado, amable y feliz.
—Que tengáis un buen día, nos vemos mañana,
mis monitos alegres —se despidió Paula con voz
cantarina. Quizá un poquito más animada que al
empezar la clase.
Quizá fue la silla, con sus poderes ocultos…
O los cuentos que desde aquél día inventábamos
de vez en cuando.
Pero todos sentimos nacer la impaciencia de
reunirnos, cada semana, en ese taller en el que
aprendíamos a ser persona.
Y “ser persona” nos pareció, de repente, el mejor
oficio del mundo.
Yo quería crecer… y aprender.
Y ser persona.
54
Nos llevaron de campamento tres días. Tiendas
de campaña azules, árboles para trepar, río de aguas
caudalosas, piraguas superchulas, balones… Bueno,
¡el Paraíso!
Y había otro grupo de escolares en las tiendas
naranjas, de un colegio de monjas. Eran niñitas pijas y
esas cosas. Iban a disfrutar de tres días de convivencia
con un grupo de bestiajos, que es lo que somos
nosotros, según Rafa, nuestro jefe de estudios.
—Quiero que os portéis bien —dijo Rafa—.
Quiero que demos ejemplo de buena educación.
—¡Sí, Rafa! —contestamos todos a la vez. Como
en el ejército.
—Somos los mejores, los más educados, los
niños más buenos del mundo…
—¡Sí, Rafa!
—¡Que no tenga que oír ninguna queja! —Rafa se
estaba viniendo arriba.
—¡Sí, Rafa! ¡Sí, Rafa! ¡¡SÍ, RAFAAAAA!!
Bueno, esa lección nos la dieron días antes de
salir. Y para cuando llegamos, ya se nos había
olvidado.
Te lo he dicho: tenemos poca memoria. Y algunos
ni siquiera escuchan, como Joaquín.
Joaquín era flacucho y gangoso, costaba
entenderle cuando hablaba. Cojeaba y tenía un brazo
que doblaba como del revés. Era rápido como un
saltamontes y escurridizo como una babosa. Y
nervioso, muy nervioso… Tan pronto estaba cogiendo
una galleta de tu mochila, como pintando la raya de la
carretera con pasta de dientes.
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¡Y no había manera de pillarlo!
Te cogía las cosas con la habilidad de un ratero,
con la destreza de un mago…
Un día hizo la colada con nuestra ropa. Usó
Nivea, un bote entero -no debió encontrar jabón.
Nuestra ropa quedó como una albóndiga gigante,
rebozada de tierra y yerbajos.
No había modo humano de aclarar aquella pasta
de tela, grasa y tierra… ¡Ni de separar cada prenda y
saber de quién era cada cosa! Intentamos tenderla al
sol, por ver si se iba el potingue. Pero el sol acartonaba
la colada como si fuese un amasijo de cemento y tela.
¡Ríete!
Pero se nos llenaron también de tierra los
calzoncillos, y eso raspa como una lija.
Otro día, desaparecieron nuestras mochilas.
Cuando le preguntamos por ellas, miró hacia el río. Se
quedó muy serio, señalando el río con ese mástil que
tenía por brazo. Y entendimos que le había sido
imposible recuperarlas.
Pasamos horas buscando, pinchando el rio con
palos, como habíamos visto en la tele, buscando el
rastro de las mochilas.
Él se mantenía a cierta distancia, desconfiando de
los palos, supongo. Y nos observaba “de reojillo”,
paseando a unos metros del grupo, muy serio y
reconcentrado en la búsqueda, como un jefe de
investigación que vigila el trabajo de sus hombres.
Finalmente, alguien gritó a lo lejos.
Había señales que hacían sospechar que no era
ese el lugar del delito…, pues los gritos procedían de
56
otro sitio. Y sí, estaba en lo cierto. Podríamos haber
drenado el río y no hubiésemos encontrado rastro
alguno, ni con pruebas de ADN, ni con detectores láser,
ni con la tecnología más avanzada a nuestro alcance:
los palos.
Las mochilas aparecieron metidas en las tazas del
váter, ¡misterios de la naturaleza! Y los servicios…
terminaron inundados con más agua que el propio río.
¡Curioso!, pensé. Y traté de recordar una teoría que nos
contó Toño: “El agua ni se crea ni se destruye…,
cambia de sitio”, o algo parecido.
Joaquín era muy inquieto, de esos que siempre
necesitan estar haciendo algo… No como Darío, que si
le dejabas sentado en algún rincón, se dormía en la
misma postura que le hubieses dejado, y podía pasar
así años, ¡te lo aseguro!
Joaquín tenía la cabeza chica y el corazón
grande. Lucía un cuerpo de insecto palo y unas orejas
enormes y despegadas que usaba poco, porque no
oía… O eso creíamos, porque, en el colegio, nunca
respondía a su nombre, y parecía no atender a lo que
decíamos.
Tampoco jugaba con nosotros… Vivía en su
mundo, a unos metros del resto de compañeros. Nunca
cerca, ni demasiado lejos. Y siempre, en su mundo
pequeño y remoto.
Joaquín “Dos pelos”, para los amigos, porque
tenía apenas un par de rizos y se le veía el cartón de la
cabeza. O a lo mejor tenía una frente que le llegaba
hasta la trasera del pescuezo, ¡yo qué sé!
57
En la comida del primer día descubrimos que sí
hablaba, y bastante bien. «El aire del campo fortalece
la salud y despierta los sentidos», comentó Rafa
sorprendido.
Nosotros habíamos estado jugando al fútbol. Y él
había aprovechado para lavar ropa a su estilo, ya
sabes, con Nivea, que es una crema para el sol.
Y ya, agotados y hambrientos, esperábamos en
fila para comer, con un rugir de tripas que no deseo a
nadie. En un mostrador, a lo lejos, nos iban entregando
las bandejas con la comida, pero había que esperar
como en esas largas colas que se ven en el
supermercado y que parecen infinitas.
Y Joaquín se acercó a la cola.
Traía una lata de Coca-Cola que no sé de dónde
había sacado, porque no nos dejaban tener chuches ni
cosas que nos «quitasen el apetito».
¡Una lata de cola sin abrir!, y se le veía muy
contento.
—¡Joaquín, mueve la lata, que sabe más rica! —
le dijimos más animados. Él solía hacernos caso en
esas cosas.
Joaquín empezó a agitar su lata con el brazo
tonto, calladito y sonriendo, mientras esperaba su
bandeja de la comida. Y nosotros nos reíamos
pensando qué iba a pasar cuando abriese la Coca-
Cola. Y él se reía también porque le parecía todo muy
divertido.
Pero dos monjas se colaron delante de él, así, sin
pedir permiso. Para atajar, que a las monjas no les
gusta la espera… O qué sé yo, porque tienen enchufe
58
de “arriba” y se pueden colar, por alguna dispensa
papal que desconozco. No sé.
Pero Joaquín no es tonto. Ya sabía qué era una
cola (de las de esperar, no de las de beber) y cómo
comportarse en ella, que nos lo explicaron en clase y
entrenamos todos los días. Nos esforzamos por
aprender a portarnos bien, para que el resto de las
personas vean que no somos niños raros y nos quieran
y respeten.
Pero, a veces, son los demás los que no se portan
bien.
Sobre todo con nosotros…, que se piensan que
somos tontos y que no nos damos cuenta de nada.
O bueno, como dijo Rafa después: «No pensemos
mal, chicos. A lo mejor las señoras iban hablando de
sus cosas y no se dieron cuenta. Las monjas son buena
gente… Cuidan de los demás.»
Rafa nos explicó muchas cosas que no sabíamos
de esa buena gente. Pero eso fue después de
enfadarnos, claro.
Primero metimos la pata, como de costumbre.
Bueno, pues estábamos en la cola, contentos,
esperando.
Y las buenas señoras se colaron.
Yo miré a Joaquín, y le vi cambiar de color al
blanco y después al rojo… Con los ojos como una rana
y las orejas tensas como un galgo. La lata de Coca-
Cola, quieta.
—Cagüentooo… Cagüentooo —voceó. Cada
letra bien clara y la Coca-Cola otra vez en marcha, en
el programa de centrifugado.
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—Cagüeeenntooo… —seguía diciendo, mientras
miraba a las monjas y estiraba los brazos
—Ave María… ¡Qué maleducado! Perdónale
Señor que no sabe…—dijo la más alta, haciendo la
señal de la Cruz.
—¡Que sí sabe, que sí! Ustedes se han colado —
si me callo, reviento—. Y no está bien colarse, y menos
si eres monja, que hay que dar ejemplo. Y no está bien
aprovecharse de Juanjo, que es nuestro colega. Eso
no.
—¡A esperar turno! —dijo Dani sacando pecho.
Ya sé que tienen a Dios de su parte, que me la
jugué y que perdí puntos para una plaza en el cielo.
¡Pero me daba igual!
Un colega es un colega. Joaquín, Dani y yo
estábamos en el mismo equipo y habíamos marcado
gol: Joaquín 1, Monjas 0.
Porque ellas se quedaron sin palabras y sin rezos.
Y se fueron a su sitio, mirando hacia nosotros todo
el rato, como si hubiesen descubierto marcianos.
Pero nosotros comimos muy a gusto. Y
mirábamos de reojo al enemigo, que comía unas
mesas más allá y nos vigilaba con recelo.
Después, les pedimos perdón. Cuando Rafa nos
hizo ver las cosas de otra manera.
¡Y resultaron ser muy majas!
Nos llenaron de besos, y nos dieron unos
caramelos riquísimos. Y ya, el enemigo no nos pareció
tan malote.
Ese día aprendí, que es fácil pensar mal de las
demás personas. Y que, no sé por qué, siempre nos
60
parecen raros aquellos que no conocemos. Si no es
mucho pedir, y me puedo arrepentir, diré en mi favor
que ya me gustan las monjas.
¡Y sus caramelos!
Y si es posible, quiero pedir que me sigan
guardando un sitio en el cielo, porque prometo ser
mejor persona… Aunque solo sea un sitio en el pasillo,
¡también me vale!
Y llegó la primera noche.
Éramos seis en la tienda. Joaquín tenía una
linterna, con la que nos atizaba cuando nos vencía el
sueño. Sí, una de esas con pilas que duran y duran y
duran…
—Joaquín, majo ¿no tienes sueño? —bostecé
cansado.
—¡Mira la luz! ¡Mira los chicos! ¡Mira la luz! —
repetía contento. Como veis, ya hablaba requetebién,
y mucho.
—Ya la veo, ya. Pero hay que dormir, Joaquín…
—y a mí se me cerraban los ojos, hasta que me
despejaba de un castañazo con su linterna.
—Joaquín, no te pases que duele, tío. —Yo me
rascaba, pero el chichón seguía su curso natural, de
gordo a más gordo… ¡Descomunal!
—Mira la luz —me decía. Y asomaba la cabeza
por la cremallera de la tienda para gritar a los otros
niños—. ¡MIRA LA LUZ, MIRA LOS CHICOOOOS…!
—¡Que te duermas, Joaquín! —gritaba Rafa.
—¡QUE NO GRITES, RAFA, QUE DESPIERTAS
A LOS CHICOS! —voceaba don Carlos.
61
Estábamos hartos.
Joaquín gritaba cada vez que intentábamos
quitarle la linterna.
—Vamos a quitársela. Pero que no nos oigan, que
nos la cargamos. ¡Salgamos de la tienda! —dije muy
bajito. Y todos de acuerdo. Todos menos Joaquín,
claro.
Me levanté y debió imaginar la jugada, porque me
miró muy serio.
—Joaquín: nos estás molestando y te vas a
dormir a otro sitio. ¡Coge tu saco!
Lo agarré del brazo y salimos. Nos alejamos de
las tiendas hacia los árboles, donde pensábamos
quitársela sin que se oyesen sus gritos. O si se ponía
muy terco, podíamos dejarle allí, durmiendo.
El siguiente cuarto de hora fue… ¡de miedo!
Los seis a oscuras, andando despacio, porque no
se veía nada… Bueno con lo poco que iluminaba su
linterna, que no paraba de mover y de arrearnos
castañazos con ella. Y no había forma de quitársela,
que parecía pegada a sus manos con Loctite. Así, que
seguimos andando, para alejarnos o por ver si se
gastaban las pilas.
Pero era de noche, estábamos en un lugar
extraño lleno de ruidos raros. Y empezábamos a
flojear.
—¡Ay, qué miedo! ¡Ay, qué oscuro!... ¿Qué es
eso? —Dani temblaba.
—No-gus-ta-ta-ta —dijo Miguel, entre castañeteo
de dientes.
62
—Bueno un poco más y se la quitamos. Ya
estamos lejos del campamento —dije.
No era momento de rendirse. Pero la verdad, a mí
también me subía el canguelo por la barriga. Notaba
picotazos y bichos por todas partes, y me venían a la
cabeza historias de chavales degollados en el bosque
por monstruos terribles.
—Qué miedo y qué frío. Joaquín, o nos das la
linterna o te quedas a dormir aquí, tú solo.
—Tengo miedo, Joaquín, elige un sitio para
dormir… —decía Dani.
—No me dejéis, no me dejéis. —Parecía asustado
de verdad, no había dicho ni "mu" en todo el camino,
hasta ahora.
—No, Joaquín. O nos das la linterna o te quedas
solo. Que te coman las “calandracas” y los “revicuelos”.
—No chicos, solo no… —empezaba a hipar y a
sorber el moco, el pobre.
—IIIIIAAACCCC, IIIAAAACCC —Ese ruido nos
puso los pelos de punta.
—¿Qué ha sido eso? —preguntamos a la vez.
Ahora sí que me temblaba todo.
Nos quedamos de piedra.
Quietos.
Mudos.
Algún castañeteo de dientes rompiendo el silencio
oscuro de la noche mortal…
—IIIIIAAACCCC, IIIAAAACCC —Ahora más
cerca, podía sentir el aliento del animal en la cara. Y su
silueta, recortada por la luz de la luna, tenía el tamaño
de una montaña.
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Joaquín me empujó y se puso entre el monstruo y
mi cuerpo vacilante:
—¡Yo os salvo, chicos, yo os salvo! —dijo con su
voz gangosa, sacando pecho y temblando como un
pajarillo.
¡Un héroe!
¡Nuestro héroe!
El más valiente de todos… ¡Hay que ver!
Todos muertos de miedo, y Joaquín interpuesto
entre la bestia y los niños, con sus bracitos de palo
extendidos, queriendo proteger con su cuerpo de
insecto retorcido y flaco, a una panda de insensibles y
brutos compañeros, amilanados y encogidos de miedo.
Era un burro. ¡Solo un burro! –el bicho que
rebuznaba. Y en vez de atacarnos con furia desmedida,
nos pegó un pringoso lametazo de aúpa –el burro, no
Joaquín.
Ya sabes: las presentaciones de rigor. Un beso,
un lametazo, un apretón de manos… Cada cual tiene
su señal de cortesía. Y es de buena educación
responder como se espera. Así que, en señal de
amistad y de buenas intenciones, intercambiamos más
lametones que abrazos ¡Y no solo hacia el burro!,
porque la oscuridad y el entusiasmo que siguen al
miedo, turban los sentidos y terminas lamiendo a Dani,
a Miguel, al árbol de al lado… Si das rienda suelta a la
efusividad, ¡no tienes freno!
Luego, ya todos tranquilos y hermanados,
decidimos volver.
Y volvimos al campamento, los seis y el burro.
Nos abrazamos de dos en dos, de tres en tres,
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abrazo de grupo, el burro por medio… Le dimos un par
de besazos a super-Joaquín, que se portó como un
valiente. Y otros tantos al burro… Que no supe muy
bien cómo, pero esa noche durmió a “pata suelta” y
revuelto con nosotros, en el interior de la tienda de
campaña.
Ya de madrugada, descubrimos encantados, que
no había sido un sueño. Que aunque el burro se había
ido, dejó en la tienda muestras de haber estado: seis
zurrapas (¿una para cada uno?), redondas y olorosas
que nos dimos prisa en ocultar. Y con un rotulador
negro y gordo decidimos pintar en la tienda nuestros
nombres y la fecha, para no olvidar jamás el día grande
en que nos convertimos en panda. El día en que
Joaquín dejó de ir a su bola, para ser nuestro colega.
El día en que se unió para no separarse nunca del
grupo.
Porque ya y para siempre, estaríamos juntos.
Desde ese día, Joaquín permaneció unido a
nosotros, porque adonde íbamos, venía. A veces
detrás, a unos metros. Otras, por delante, apenas sin
hablar. Pero siempre cerca, mirando de reojillo para no
alejarse. Y si se despistaba, que lo hacía, le cogíamos
por el hombro y le atraíamos hacia nosotros.
«Amigo» decía cuando yo le cogía para que no se
perdiera. «Sí, Joaquín, amigos».
¡Y qué grande me pareció aquella palabra,
“amigo”.
Y más grande, cuando la decía un chaval que
apenas hablaba con nadie.
65
Pero la felicidad duró poco. ¡Misterios del planeta!
Rafa nos llamó, a los seis. Con nombres y
apellidos. —Eso no era bueno.
—Habéis pintado con rotulador una tienda de
campaña. Vais a fregarla con esparto hasta que se os
arruguen las manos como una uva pasa. ¡Brutos, que
sois unos brutos!
—¡Ha sido el burro! —acusó Miguel.
—No tío, no metas al burro en esto —me pareció
que le debíamos lealtad, como a un amigo más.
Además, el burro no había sido, ¿o sí? No me acordaba
bien y, en momentos de tensión me bloqueo bastante,
la verdad. No pienso con claridad.
Bueno, no pienso.
—¿Qué burro? —preguntó Rafa. Y me sorprendí,
porque ya se me había ido la cabeza a la luna.
—Nada, cosas nuestras… —dijo “el Chino”.
Hablaba tan poco, que la mayoría de las veces nos
olvidábamos de él. No era chino ni nada, no sé por qué
le pusimos ese apodo. A lo mejor por sus ojos
rasgados, por lo blanquito que era…
—¿Qué burro? —insistió Rafa. Y los dos miramos
a Miguel.
—Uno que vino esta noche y pintó algo con
rotulador —respondió con naturalidad Miguel “Boca
chancla”.
—Los burros no saben escribir, Miguel.
—¿Y Platero, qué? Escribió un libro. ¡Que lo
vimos en clase! —Ahí estuve fino filipino. Me gusta
llevar la contraria a los profes, y eso me pierde.
—Sí y hablaba con las flores y con el dueño —
66
añadió Dani.
—Y era de algodón y blandito – apuntó Miguel,
que parece que no se entera de las clases, pero sí.
—Pues ese… ese vino esta noche, y pintó la
tienda —zanjó Miguel.
—¡Síiiii! —Nos miramos todos, todos a una,
convencidos de nuestra inocencia.
Rafa estaba serio. Pensando.
—¿Platero? —susurró Rafa. Como pensando en
voz alta.
—¡¡ESE!! —gritamos todos.
Por fin le estábamos convenciendo. ¿Funcionaría
nuestra coartada?
Faltó poco para que se lo tragara. Pero no.
Por la tarde quedó claro que no.
No nos creyó, para nada. Y nos hizo limpiar el
rotulador de la tienda, como había prometido. Porque
nuestro jefe de estudios es un “hombre de palabra”.
No lo entiendo.
¡Qué inteligencia!
¡Qué poder de adivinación!
¡Qué rapidez para cazar a los culpables!
Por algo le han hecho jefe de estudios. ¡Porque
no se le escapa ni una!
¿Quién le dijo nuestros nombres? ¿Cómo supo
quiénes pintaron la tienda?
Seguro que buscó al burro y lo interrogó, hasta
hacerle confesar.
No me cabe duda.
Y le echaría la bronca por juntarse con nosotros.
O se lo dijo a sus padres, que es peor… Por eso, no lo
67
volvimos a ver.
O porque quisimos arreglarlo poniendo su
nombre, Platero, debajo de los nuestros, en la tienda
que habíamos limpiado. Y a lo mejor se enfadó por
falsificar su firma.
Platero, amigo: si algún día lees esto, sabrás que
no te olvidamos.
Y perdona por lo del rotulador.
Somos unos niños cobardes y acusicas, que
siempre echamos la culpa al que no está cerca para
defenderse.
Ya lo entenderás... cuando vayas a la escuela.
69
Aquella semana la dedicamos a la policía. A ese
“cuerpo de seguridad al servicio del ciudadano”, como
dijo Maya. Aunque cuerpo, lo que se dice cuerpo…
Yo esperaba ver a “Suasenager”, ¡al cachas ese
de las pelis de acción!
Pero no. Cachas, no.
Eso sí, eran muy majos.
Nos contaron lo que hacían: poner multas, ayudar
a señoras y coger ladrones. Yo los había visto en la
tele: altos, guapos, corriendo como balas para detener
a los malos. Pero estos que nos visitaron, bueno…
Tenían barriga y les apretaba el traje. No tenían
pinta de correr mucho, no.
Aun así, ese martes fue una chulada.
Vinieron con otros polis: los “perros policía”.
Querían hacer una demostración de su trabajo.
Y salimos al patio.
Todo a nuestro alrededor parecía el decorado de
una peli de acción, de las mejores que se puedan ver
en la tele. Había coches patrulla, señales de colores,
un montón de perros y de polis, y de niños nerviosos, y
de profes corriendo entre los niños.
Al fin, después de algunos gritos de rutina,
lograron tranquilizar al personal, y se hizo el silencio…
En el centro del patio habían dispuesto un circuito
con aros, rampas y un túnel. Un tío con silbato dio la
orden y ¡Guau! El primer perro salió disparado, tratando
de representar su mejor papel. Se agachó y arrastró,
pasó por el túnel, subió la rampa y de un salto llegó a
la meta. El segundo perro, más animado por nuestros
aplausos, hizo el mismo recorrido. Cuando iba a
70
empezar el tercero, se adelantó Manu.
Manu es un peque de la clase de infantil. Es bajito
y lleva chupete.
Sonó el silbato y salió a la pista, agarró de la cola
al perro y le siguió por el túnel. Rebeca, su profe, salió
detrás, pero le costaba entrar. Pataleaba un poco, creo
que por ser la última, que le daba rabia. En el túnel
hubo atasco y desaparecieron los tres. Nos quedamos
todos esperando, en silencio. Y por fin salieron Manu,
el perro y Rebeca, por ese orden. Gritos y aplausos:
¡Ole, ole y ole!
Se perdieron, seguro. Si no es por Manu, no
encuentran la salida.
Nos contaron cómo entrenaban a los perros. Pero
no dijeron cómo entrenaban a los polis. Nos contaron
lo que comían los perros. De los polis, nada. Los perros
eran famosos, habían recibido premios, salían en el
periódico… Los polis, no.
Nos dejaron subir al coche patrulla y pusimos la
sirena.
Nos hicieron fotos.
Después, escondieron droga en el coche y
soltaron a un perro para que la encontrase. El perro nos
olisqueó a todos, para buscar el rastro: pantalones,
bolsillos… Daba un poco de miedo sentir el hocico del
perro tan cerca, con esa boca llena de dientes. Y, por
fin, encontró la droga en el coche, debajo del asiento.
Y todavía no lo entiendo.
¿Por qué la poli tiene droga en el coche?
¿Por qué la tiene que buscar el perro, si la ha
escondido el poli?
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¿Es que ya no se acuerda de dónde la puso?
¿Y por qué no podía ir yo a buscarla si vi dónde la
escondieron?
Rafa no me dejó: me sujetó por el cuello de la
camiseta cuando intenté ganar al perro. Se ve que no
estoy entrenado para el peligro. Corro poco, ¡menos
que Rafa, desde luego! Y creo que ese no va a ser mi
oficio: ni perro, ni policía. ¡Descartado!
—¿Os ha gustado? ¿Queréis hacer alguna
pregunta? —El jefe de policía se puso en el centro y
miró a todos los niños.
Rafa, Toño y Rebeca nos animaron a preguntar.
Y yo levanté la mano.
—¿Es que es más listo el perro que el poli? —A
mí me pareció una pregunta normal, visto lo visto.
Porque los perros hacen muchas cosas. Y el del
traje solo da órdenes y sopla el silbato. No me pareció
muy listo. Pero aun así pregunté, que hay que dar una
oportunidad a la gente para explicarse.
Y hubo risas y aplausos.
Pero a Rafa no le gustó la pregunta. ¡Me gané una
colleja!
No sé si los perros han ganado tantas medallas
como yo collejas. Y mira: a mí no me sacan en el
periódico. El mundo es injusto, ¡te lo digo yo!
El miércoles visitamos el cuartel de la Guardia
Civil. Otros polis, con otro traje, pero sin perros ni
silbato. Vamos, ¡que estos no tienen nada que hacer!
Nos enseñaron fotos, despachos. Nos dieron una
charla, nos pusieron las esposas. Pero no me dejaron
disparar, que era lo yo que quería.
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El jueves: INCENDIO.
¿Qué diferencia hay entre un incendio y una
hecatombe?
Pues no sé. Pero pasó de todo.
¡A ver si me aclaro!
Es cuando dicen que hay incendio, pero es de
mentira. Que es para ensayar, por si hay incendio de
verdad, pero sin fuego. Pero que al final sí que hay
fuego…
¡Me estoy liando!
A ver: suena la sirena y un profe grita «¡ALARMA
DE INCENDIO!», y que «SALGAMOS TRANQUILOS,
EN FILA, SIN HACER RUIDOOOOOO».
—Todos al patio, de forma ordenadaaa… ¡Ehhh!
¡Esperad, no corráis! —ordenó Rafa.
Todos los años es igual.
Para qué ensayamos, si ya sabemos ir al patio: a
trompicones, corriendo y riendo. Y luego hay que volver
a buscar a los lentos, que se han quedado esperando
en clase, echando de comer a los peces o comiendo
tiza, para hacer tiempo.
Y hay que ir a por Teo, el profe karateca, que está
en cafetería desayunando y leyendo el periódico, para
buscar la noticia del incendio, supongo. Y Nati, la
secretaria, siempre se queda en recepción pintándose
las uñas de los pies:
—Hala, despacito. Sin empujar —dice Nati, sin
quitar los ojos de su tarea. Porque ella no se asusta.
Espera muy tranquila a que pasemos todos y se
sequen sus uñas. Y viene después al patio, soplándose
las de la mano, también recién pintadas.
73
Por último, llega don Carlos, el dire. Nos cuenta
qué pasa si se quema el cole, por dónde hay que salir,
cómo lo apagamos. Y pide que no se pierda la calma,
que la perdemos todos los años...
Y se acaba todo y comemos hamburguesas
viudas, “de luto”.
“Resquemadas”, para que me entiendas.
Porque las únicas que se creyeron lo del incendio
fueron las cocineras. Llegaron al patio las primeras y
esperaron allí todo el tiempo, hasta el sermón de don
Carlos. Y se dejaron las sartenes en el fuego.
—¡Esto es un caos, una hecatombe! ¡Es que no
hay manera de salir de forma ordenada! ¡Es que un día
va a pasar de verdad y no sé qué va a ser esto! ¡Mira
que sois brutos!, los profesores, digo. Que no sois
capaces de sacar a estos niños de forma ordenada.
Y… ¿Por qué hay humo en la cocina? —voceaba el
director.
—Para dar realismo —dijo Rafa.
—No, ¡que hay humo de verdad! —aclaró
alarmado el dire.
—¡Las hamburguesas! —dijo Fina, la cocinera.
Y se montó un lío padre. Y nos mandaron a las
clases. Y a la 1:30 al comedor. A comer
«hamburguesas viudas», nos dijeron, «nueva
especialidad de la casa». Que se rascan un poco con
el cuchillo para quitar “lo negro” y ¡listos!
El viernes, examen:
1. ¿Para qué sirve la policía?: para poner multas
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y ayudar a señoras.
2. ¿Por qué es bueno que haya policías?: para
que haya ladrones
3. ¿Cómo es un cuartel de la guardia Civil?:
como una casa, pero todo verde
4. Dibuja un tricornio:
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Todos los años, en noviembre, celebramos
Halloween.
Dos meses antes ya estamos nerviosos,
pensando en ello. Empieza el curso y ya lo tenemos en
la cabeza: ¿de qué me voy a disfrazar?
¡No puede saberlo nadie!
Y Tiene que ser un disfraz terrible, monstruoso,
escalofriante.
A los niños no nos preocupan las tareas, las
notas, ni las calabazas… Las únicas calabazas que
importan son las de Halloween. Las que decoran el cole
en esos días, con velas, telas de araña, ratones y
demás. Y con las que decoramos ese lugar maldito al
que nos llevan.
Pues sí: nos llevan a un monasterio antiguo y frío,
en un lugar lejano y sin nombre… Un lugar que no sale
en los mapas y al que solo Herminio, nuestro
autobusero más viejo, sabe llegar. Dicen que pasó su
infancia escondido en las profundidades de ese
monasterio maldito. Y que nació tan feo, que sus
padres lo abandonaron o se murieron del susto. Que se
alimentó de ratas y murciélagos hasta hacerse mayor
(y más feo). Y no es difícil imaginarlo entre fantasmas,
brujas y habitantes de la noche, porque solo con mirarlo
se te eriza el pelo del cogote.
A Herminio se le notan los huesos de la cara como
si en vez de piel tuviese papel de fumar. De las orejas
le asoma pelo y se le trasparentan las venillas. Podrías
lanzarle contra un muro y quedaría enganchado de esa
nariz de loro que Dios le dio, y que debía ser la última
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de la cesta, porque no pudo elegir otra. Cuando
conduce, no habla con nadie, ni nos dejan hablarle, ni
ganas que tenemos. Y solo mirarlo nos da canguelo. A
veces, ves sus ojos en el espejo retrovisor y parece que
se relame, como si quisiera comerte.
Pero a lo que voy: nos llevan tres días a un
“casoplón” frío, oscuro y abandonado. A un monasterio
perdido en un pueblo sin nombre, al que pusieron “La
Canal”, por un riachuelo en el que navegan las almas
errantes de los muertos que no saben llegar al cielo. Y
a veces flota alguna cáscara de nuez o un envoltorio de
chocolate. Porque se ve que las pobres almas comen
por el camino, que el viaje es largo y pasan hambre.
El viernes, todos preparados con las mochilas y el
disfraz ultrasecreto bien escondido. Nuestro disfraz de
Halloween es el secreto mejor guardado del Planeta.
Porque no quieres que nadie sepa de qué vas a ir.
¡Para dar más miedo!
¡Y para que no te reconozcan, por si haces alguna
burrada!
Pero de las mochilas asoman espadas, escobas,
huesos, tridentes… Y todos intentamos adivinar el
disfraz de los demás, o sonsacarles durante el viaje. Y
el viaje lo pasamos cantando, riendo, pegando algún
codazo. Y algún compañero lo pasa vomitando, porque
no sabe divertirse de otra forma… ¡Qué se le va a
hacer!
En el autobús descubrimos algunos disfraces
ultrasecretos:
- Los gemelos van de esqueletos.
- Rodi, como todos los años, de hombre araña,
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que se lo pone también en Carnaval y en el festival de
Navidad. No da miedo, pero no quiere ponerse otra
cosa.
- Félix y el chino serán dos demonios.
- Paula, la psicóloga, de momia.
- Eli, de “niña surfista”. —Sí, esa en camisón, que
vomita y ruge con voz de hombre y hace temblar la
cama. Que un cura le hace un “surfismo” para sacar el
demonio que lleva dentro…
En La Canal todo da miedo. El frío te entra por la
espalda. Los bichos suben por el pantalón intentando
comerte vivo. Y hay un silencio raro, mortal, en el que
resuenan los pasos de los niños que andamos todos
juntos, pegados como lapas, en fila como hormigas,
temblado como Tarzán en el Polo Norte.
Cuando llegamos, nos reparten las literas.
Hay dos habitaciones. En una, nos meten a todos
los chicos: quince salvajes. Los tres profes se sitúan en
puntos clave: junto a los servicios, en la puerta de
entrada a la habitación, y cerca de dos o tres gandules
de esos que “dormimos poco y hablamos mucho”. Son
manías que tenemos los chicos: no dejar dormir a los
adultos, o eso dice Rafa, que adivina el pensamiento:
—Vosotros, cerca de mí. Que me vais a dar la
noche.
Y tiene razón.
Pero no podemos evitarlo.
Es emocionante: todos juntos, durmiendo fuera
de casa, en un sitio raro y lleno de misterio, con
fantasmas que se arrastran por la noche, espíritus que
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se esconden bajo la cama… No podemos dormir, y nos
apetece hablar y gastar bromas, para calmar el miedo.
Pero las collejas de Rafa son un relajante muscular
muy efectivo. Son rápidas y mortales, incluso a
oscuras. No sé cómo tiene tanta puntería si no se ve
nada. Y te da igual esconderte o meter la cabeza en los
pies de la cama: te encuentran.
Las collejas de Rafa son misiles teledirigidos que
una vez que se disparan, llegan a su destino. Y a mí,
que me gusta el riesgo, siempre me ponen cerca de él,
a la distancia justa de una colleja.
Las chicas duermen en otra habitación, en el piso
de abajo con dos profesoras. Y entre ellas y nosotros,
hay una escalera que cruje con solo mirarla. Para que
no hagamos visitas a nuestras vecinas, que tampoco
las dejaríamos dormir.
El viernes por la tarde decoramos el salón:
siluetas de cartulina, calabazas, fantasmas y esas
cosas. Para la cena, todos disfrazados. En las mesas
nos ponen pizza, sándwiches, cacahuetes… ¡Cena
especial para día especial! Y todos a la tarea de
zampar, con hambre monstruosa. ¡Ja!
Y cuando estamos en lo mejor… ¡Zas!
¡Apagón!
Y miedito general, que sabiendo que hay
fantasmas, no esperamos nada bueno.
Se oyen gritos, golpes, más gritos… Llegan los
profes con velas, cierran las puertas y nos dicen que
«tranquilos, pero que no salga nadie bajo peligro de
muerte, pero que tranquiloooosssssss.»
—En el monasterio hay fantasmas. Les hemos
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despertado con el ruido… Y a los fantasmas no les
gustan los niños —aclaró Rafa, para tranquilizarnos.
Se oyen gritos fuera y gritos dentro. Alaridos en el
silencio de la noche, y llanto de niños que perdemos los
nervios y queremos volver a casa, con nuestras
madres.
Entre los disfraces y las velas, que apenas se ve,
no sabes quién está a tu lado, ni enfrente, ni debajo de
la mesa. Todos son sombras, ruidos, empujones. El
pánico se extiende como la naranjada en las mesas,
que la hemos tirado toda. Alguien señala hacia una
ventana. Un bicho terrible, vestido como a remiendos,
la cara blanca y verde y negra, y le falta pelo… ¡Y te
juro que no es el conductor, aunque se le parece! Pero
no, este es un zombi enorme y asqueroso.
Del pasillo llega ruido de cacerolas y piedras.
Risas de espanto… Una bruja que aparece y sale
corriendo del salón. Yo llevo media hora tragando
pizza, sin atreverme a masticar, por no hacer ruido.
El canguelo es general. Estamos “cagaos” de
miedo, todos, incluso los profes que se abrazan,
tiemblan, comentan bajito lo que pasa, y nos dicen que
no salgamos del comedor.
¡Ja, como si fuésemos a salir!
¡Ni de churro!
Pues vale. Pero yo, por si acaso, sigo comiendo,
que el miedo da hambre. Y que tengo reglas muy
claras: la “Ley del Pobre: reventar antes que sobre”. Y
“cenar bien para dormir mejor”.
Pero como todo tiene un final, llega el momento
en que me lleno. ¡Estoy que reviento! ¡Ya no puedo
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meter más al cuerpo! Y lo meto a los bolsillos: sándwich
de Nocilla, aceitunas, gominolas en el calzoncillo… En
fin: cualquier sitio es bueno. Y uno nunca sabe cuánto
va a durar el encierro. ¡O si vendrán a rescatarnos!
Javi pidió silencio:
—Es la noche de los muertos vivientes. Este
monasterio es famoso por las cosas terribles que
ocurrieron aquí hace años. Hoy, despiertan las víctimas
y quieren venganza. Tenemos los pasillos,
habitaciones, baños… Todo, plagado de monstruos y
espíritus. El jardín también está lleno. No hay
escapatoria.
—Solo hay una forma de salvarnos. Tenemos que
encontrar la olla mágica —Eli lo soltó así. Como quien
tiene que ir a buscar un lápiz—. Con la olla podemos
atrapar a todos los espíritus, liberar el monasterio y
regresar a nuestro querido colegio.
Repartieron hojas y un plano, con señales de los
lugares donde podía estar la olla, o donde podíamos
encontrar pistas: la despensa, las bodegas, la
biblioteca… Dibujos de cuchillos, flechas y calaveras…
—Y ¿no sería mejor buscar en la cocina? —
pregunté—, que las ollas se guardan en la cocina.
—No, ya hemos buscado allí. Pero la olla mágica
está en poder de una bruja y no sabemos dónde la ha
escondido —aclaró Rafa.
—Pues llama a la bruja y castígala al pasillo hasta
que cante. Que con nosotros funciona —dijo Dani.
—Que no, que hay que buscar. Vamos a formar
grupos. —Rebeca empezó a organizarnos.
—¿Podemos llevar palos o tenedores? —ese
82
Miguel, «qué buena idea» pensé.
—No, que el año pasado le hicisteis un moratón a
Maya en el ojo —recordó Eli.
—Grupo 1, con Toño. Grupo 2: Amanda, Roci,
Sarita… con Eli. Grupo 3….
Y empezaron a nombrarnos.
¡Pobres criaturas en busca de la salvación… o de
la muerte! Víctimas inocentes de alguien que perdió
una olla, o que dejó escapar a los monstruos.
Y digo yo, que por qué tenían a los fantasmas
encerrados en una olla. ¿Con qué hacen aquí la sopa?
¿Qué nos están dando de comer? ¿De qué son los
sándwiches? Y… ¿qué es esto pegajoso en mis
calzoncillos?
Salimos en grupos de cinco. Porque es más fácil
contar y ver si volvemos todos.
Tropezamos, chocamos, gritamos… Algunos
lloraban. Otros, intentábamos no hacer ruido.
Aparecían fantasmas por todas partes. Salíamos
corriendo y tropezábamos con otro bicho. Y cuando ya
no podía ni respirar y aquí me las den todas, que caigo
muerto… Me di cuenta de que estaba solo, perdido,
lejos del grupo, y sin poder pedir auxilio, porque
alertaría a algún monstruo que vendría a darme caza.
¿Mejor permanecía callado?
¿Me quedaba esperando hasta el amanecer?
¿Llegaría vivo al amanecer?
¿Amanecería alguna vez en ese sitio?
Me temblaban las rodillas y los dientes, y escuché
llorar a mi lado:
—Dani, ¿eres tú? —apenas ni yo me oía la voz,
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de tan baja.
—Soy Feliiii iii -pe —sorbiendo mocos,
desconsolado.
—¿Dónde estamos? ¿Tienes linterna? —Me
armé de valor, ahora que ya no estaba solo.
Linterna.
Esa palabra mágica que en situaciones como
esta, te reconforta. Porque a oscuras no eres nadie.
Pero con luz y con un palo… eres un Águila Roja
dispuesto para el ataque. Eres un Fumanchú karateka
asesino… Eres un niño con capacidad de matar veinte
fantasmas de un tortazo.
—Tengo la linterna de Joaquín —respondió
Felipe.
—Pues dale. ¡Enciende!
—No enciende. Se ha gastado.
Cambio de planes.
Ya no somos asesinos a sueldo. Somos niños
cobardes:
—Vamos a buscar a los demás. A alguien con
linterna. Con cuidado… Sin hacer ruido…
No sé cuántas horas pasaron. Y la olla no
aparecía.
Ese monasterio era enorme, descomunal. Un
laberinto con más habitaciones que las casas de los
famosos. Con más monstruos que en las pelis de
monstruos. Y con más gritos que en la montaña rusa.
Y al fin, una sirena y una voz tétrica por megafonía
que anunció:
—¡TODOS AL SALÓN! —Los supervivientes, se
entiende.
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Se hizo recuento, para saber las bajas y la
magnitud de la tragedia:
— A ver ¿quién falta?, que levante el dedo…
Como nadie levantó el dedo, nos quedamos más
tranquilos. Estábamos todos vivos. ¡Y juntos de nuevo!
Los niños supervivientes… y los profes. ¡Todos!
Alguien puso música, esa de Michael Jackson en
la que salen muertos vivientes bailando. Y empezó
nuestro baile de disfraces, o de restos de disfraces.
Porque habíamos perdido trajes, caretas, camisas,
teníamos chorretones de maquillaje de tanto llorar…
Una pena de niños, la verdad. Pero a salvo y bailando.
Algunos, todavía con mocos, llorando y riendo a la vez,
que nos hacemos líos con las emociones.
Todo parecía un thriller alucinante.
En esos momentos intensos, cada cual mira a su
alrededor buscando quién sigue con nosotros, quién ha
superado la prueba de fuego, quién a partir de ahora
podrá contar que pasó un Halloween en La Canal, el
monasterio maldito… Quién lo va a pasar fatal para
quitarse esa pintura de la cara, que luego Eli frota y
frota, para que no manches la cama de pintura de
disfraz. Quién, al otro día, en el desayuno, estará rojo
como un cangrejo... de tanto frotar.
Me dormí mientras me reía imaginando a los
demás rojos y brillantes como bolas de billar. Pero a mí
me picaba la cara también, la verdad.
El sábado nos fuimos de marcha, por el monte.
Una caminata para abrir apetito y calmar los
nervios. Aire puro y mosquitos. Paseo con botas de
montaña y cantimplora. Bocata, sentados en alguna
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piedra del camino. Reparto de manzanas y guerra de
pipiones (lo que no se come de la manzana).
Y Toño, el profe, estaba muy enfadado. Porque se
quedó dormido en el claustro, la noche anterior, cuando
buscábamos la olla. Se había disfrazado de
Frankenstein, se escondió y esperó… hasta quedarse
dormido.
Y nadie le echó en falta durante el baile.
Y nos fuimos a la cama, y tampoco notamos su
ausencia.
Y en el desayuno apareció, con cara de pocos
amigos, detrás del niño cangrejo (al que le frotaron la
cara). Y se negó a decir qué le pasaba. Hasta la
caminata, en que por aburrimiento o por enfado, se lo
contó a Rafa:
—¿Y si llega a ser un niño el que se duerme? ¿Y
si no llega a aparecer durante la noche? ¿Y si me llega
a pasar algo?
Rafa lloraba de la risa, pero luego se ponía serio
y le daba una palmada en la espalda. Se reía otro poco
y se ponía serio. Porque parece que perder un profesor
no es tan grave como perder un niño, y te puedes reír
de ello.
Y en esas estábamos, ellos charlando y yo
poniendo la oreja para enterarme de lo de Toño,
cuando se oyó un alarido:
—¡Ayuda, escalera! ¡Ayuda, escalera! —Alguien
gritaba con agonía desde el final del camino.
Escondida en los matorrales, encontraron a Bea:
—¡¡AYUDA, ESCALERAAAA!!
«Para qué querrá esa una escalera» pensé. Pero
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miré a Toño y me pareció que no. Que no necesitaba
una escalera.
Lo vi correr hacia el matorral con un rollo de papel
de váter, y a Eli troncharse de risa, mientras traducía lo
que Bea pedía a gritos:
—¡AYUDA, CAGALERA! ¡Ayuda, CAGALERAAA!
Los niños somos así.
En los momentos difíciles se nos olvidan las
clases de logopedia. Pero los profes saben idiomas y
con ellos podemos ir al fin del mundo. Nos cuidan y
protegen. Nos llevan el papel. Nos salvan de los
fantasmas.
Y al año siguiente, nos llevan al mismo sitio.
No sé si lo han pensado alguna vez, pero
podríamos buscar otro lugar sin fantasmas, sin
cagalera, sin caminata, sin chófer raro…
O no.
El peligro tiene algo especial.
El miedo nos une. Y cuando volvemos en el
autobús, respirando el tufillo de Bea, que no se ha
repuesto de lo suyo… Nos miramos y lo sabemos:
¡Seremos amigos para siempre!
Los que vivimos Halloween tenemos algo que nos
diferencia del mundo y que nos une.
Sí: ¡Esos valientes somos nosotros!
Alguna vez te cruzarás conmigo.
Y notarás una energía especial y misteriosa.
Sentirás mi corazón fuerte de héroe secreto.
Algún día, me reconocerás por la calle, me sonreirás y
yo te devolveré mi mejor sonrisa.
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Hay mascotas que van al colegio, como nosotros.
Y no hablo de la tortuga, ni de los peces de la clase
azul, ni del conejo de indias, que en paz descanse (lo
del conejo te lo contaré otro día).
Los martes, de 10:00 a 12:00 tenemos un taller
especial: Terapia Asistida con Animales.
¡Y nos encanta!
Sus protagonistas son Kiro, un perro de aguas de
cuatro años; Buba, un chucho sin raza conocida, de un
año y marrón, por si te interesa; y Maya, su dueña, una
profe del cole que entrena perros en sus ratos libres.
No ha querido decirnos su edad para esta historia.
¡Pues vale!
Pues era martes, y llegaron Maya, Kiro y Buba
alborotados y llenando el pasillo y la clase de ruidos:
ladridos, aullidos, gritos de Maya para que nos
callásemos, gritos de los niños que estábamos
nerviosos, saltos de alegría y aplausos…
Ese día nos tocaba a nosotros, los de la clase
azul, estrenarnos con la terapia canina.
Maya decoró la clase con aros, palos, colchonetas
y un túnel de tela, como el que habíamos visto en la
exhibición policiaca.
Ideó un pequeño y colorido circuito para hacernos
una demostración de las habilidades perrunas. Traía
también cajitas con variedad de premios para los
perros: una, con cachitos de salchicha; otra, con pienso
de colores. Tenía una mochila llena de juguetes
caninos: huesos de goma, cuerdas, zapatillas…. Y otra
bolsa, con pañuelos, campañillas, pelotas y canastas.
¡Toda una fiesta para nuestras mentes curiosas!
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Un arcoíris de objetos, colores, sonidos y
sensaciones nuevas y emocionantes.
Todos estábamos muy alterados e ilusionados
¡Y eso es como jugar con un mechero en la
despensa de los fuegos artificiales!
A decir verdad, no todos estábamos igual de
emocionados.
Hay niños que tienen miedo a los perros y se
quedaron más lejos, escondidos detrás de los demás o
agarrados a la pierna de la profesora. Y Buba, que tiene
miedo a los niños, porque es listo y sabe dónde se
mete, nos miraba con recelo, gruñendo bajito, para que
nadie se le acercase demasiado.
¡Y ni se nos pasaba por la cabeza!
Que nos enseñaba lo largos y afilados que tenía
los dientes, por si dudábamos. Parapetado tras la
pierna izquierda de Maya, Buba gruñía bajito, miraba
de reojo y mostraba unos colmillos de medio metro, a
los que debía haber sacado brillo por la mañana.
¡Parecía un cocodrilo disfrazado de perro!
Maya pidió silencio, porque «los perros necesitan
calma para concentrarse».
Y nos hizo una demostración, para enseñarnos a
trabajar con ellos. Como el otro día con los perros
policía, ¿te acuerdas?
—Edy, dile a Kiro que suba a la silla —indicó
Maya.
—Kiro, sube. ¡Hop! —y le enseñé el “premio”: un
trocito de salchicha que le damos cuando obedece bien
la orden.
—Kiro, baja —ordenó Maya. El perro la miró y
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bajó al suelo.
—Kiro, salta —el perro pegó un salto en el aire
hasta tocar la mano de Maya.
—Kiro sienta…
Maya acompañaba cada orden de un gesto. Y
Kiro obedecía rápidamente.
Todos captamos la idea al vuelo. Y nos dejó
probar a los niños, por turnos, que fue lo más divertido.
Cada niño, dábamos una orden y un premio. Y
Kiro obedecía y se ganaba la recompensa. ¡Era
alucinante! Kiro miraba atento, con esos ojillos
escondidos entre las lanas del flequillo y las orejas muy
tiesas, esperando nuestra orden. Y Buba se mantenía
en la retaguardia, de aprendiz de Kiro.
Después de una hora jugando a ser “domadores
de circo”, nos anunciaron que los perros iban a salir en
la obra de teatro que estábamos preparando para el
festival del cole.
¡Nos pareció una idea genial!
¡Íbamos a dejar con la boca abierta al resto de las
clases!
Reconocerás el título de la obra: “Los tres
Mosqueteros”, de Alejandro “Plumas”.
Y, aunque a los actores no nos está permitido
desvelar el guion de la obra, es inhumano pretender
que guardemos semejante secreto a unos pobres niños
deseosos de protagonismo y fama…
Dani iba a ser Dartagnán. Kiro, el perro, era uno
de los malos, un guardia del cardenal “Richelié” (o algo
parecido). Le pusieron una capa roja chiquitita y un
sombrero con pluma, como a nosotros.
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Y me imaginé que ese perro era mucho más listo
de lo que quería aparentar con sus premios y
demostraciones estilo “sienta”, “levanta” y “toca”…
Porque venía preparado para el ensayo, muy seriecito
con su gorro de pluma y la cabeza erguida. Se habría
estado estudiando su papel, y yo dudaba de si los
perros aprenden a leer o no… Y en qué lugar nos deja
eso a los niños que estamos aprendiendo, y que no
dominamos la materia.
Y si no sería su colegio más especial que el
nuestro, y mejor…
Y si el método de dar premios y salchichas no
sería más eficaz que el que usaban con nosotros,
machacarnos con tareas y castigar al pasillo.
Maya llamó nuestra atención.
Con ayuda de otros profesores, nos fue situando
y explicando lo que teníamos que hacer cada uno. Kiro
seguía en su sitio, con la cabeza muy alta.
Maya sacó una cámara con la que pensaba
grabar el ensayo. Y nos pidió que lo hiciésemos muy
bien, que íbamos a salir guapísimos:
—Preparados, listos… y ¡ACCIÓN! —gritó.
Nos sentamos en una mesa redonda y fingimos
jugar a las cartas. Teníamos una bolsa con monedas
de oro para apostar. Miguel mordió una, creyendo que
eran de chocolate, y se hizo daño. Kiro se acercó
despacio, como mirando el paisaje. Y, de repente, de
un salto se encaramó a la mesa, cogió la bolsa y salió
pitando.
Todos miramos a Maya desconcertados, y ella se
acercó para explicarnos:
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—Ahora tenéis que perseguir a Kiro y recuperar
vuestro dinero.
—“Todos para uno y uno para todos” —era
nuestro grito de guerra. Y salimos detrás de Kiro con
las espadas en alto. Bueno, Dani no.
Dani no lograba sacar la espada del cinturón y se
tropezó con ella.
—¡Seguid sin mí! —suplicó desde el suelo, como
un valiente moribundo que pide a sus compañeros
venganza.
Como hacía sol, ese día ensayábamos en el patio,
porque hay más espacio para correr, y porque hay que
aprovechar el buen tiempo, que aquí casi siempre
llueve. Y eso, para nosotros era un obstáculo.
Porque Kiro, corría que se las pelaba.
Y no había forma de darle alcance en ese patio.
Yo estaba convencido de que había ensayado en
casa. ¡Tenía ventaja sobre nosotros! Siempre ha sido
muy hábil corriendo y no se iba a dejar coger
fácilmente. Parecía volar con las orejas hacia atrás,
giraba y derrapaba. ¡No podíamos con él!
Los mosqueteros perseguían a los malos a
caballo, no de esta manera.
¡No era justo!
Y Kiro no se cansa de correr. Pero nosotros, sí.
Así que, cuando sentimos que se nos salían las
tripas del esfuerzo, abandonamos la misión, y tiramos
los sombreros.
Kiro nos miró de lejos, entendiendo nuestra
derrota. Se sentó y posó la bolsa de monedas entre sus
patas, mientras sacaba su larga lengua, burlón y
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orgulloso.
Maya lo llamó y le cambió un premio por la bolsa
de monedas.
¡No sé para qué nos hizo correr si a ella la
obedece a la primera!
Cuando recuperamos el aire y los sombreros,
pasamos a rodar la siguiente escena.
En ella, Dartagnán tenía novia: Andrea, la de
primer curso. Se citaban bajo un árbol del jardín, y el
galante caballero le ofrecía un ramo de flores. Era muy
bonito ver a Andrea con un vestido rosa y el pelo
decorado con lazos y pequeñas flores blancas. Dani se
veía elegante con su disfraz de mosquetero, su espada
y el ramo de flores, arrodillado ante su dama ¡Qué foto
más chula sacó Rebeca!
Pero Kiro entró en escena, arrebatando al
espadachín su flamante ramo de flores. Y Maya dijo
que Dartagnán debía vengar la ofensa y que no tenía
más remedio que batirse en duelo con el perro, como
buen mosquetero que era.
Porque los mosqueteros son orgullosos y no
toleran que les arruinen los momentos románticos.
Pero por más que corría, no lograba alcanzar a
Kiro para tirarle el guante, que es como se reta a duelo
en esa novela (y no me preguntes por qué, yo tampoco
lo entiendo). Pero Kiro se puso a correr otra vez como
“alma que lleva el caballo”.
O sea que, después de robarle el ramo a
Dartagnán y dejarlo en feo delante de su novia, el
mosquetero se “mosqueó” -y ¡de ahí, el nombre de
esos valientes!
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Tenía que alcanzar a Kiro y darle con su guante
blanco en el morro, en señal de enfado –un poco
arriesgado, creo yo. Y después batirse en duelo a golpe
de espada.
¡Raro, muy raro!
Pero así son nuestros profesores: tienen una idea
y no puedes poner pegas, que te la cargas. Y si nos
cuesta coger a Kiro cuando le da por correr, ¡no quiero
pensar lo que costaría que aprendiese a manejar la
espada!
Pero Kiro lo tenía todo planeado.
¡No pensaba luchar a espada!
Se paró en seco. Miró de frente a Dartagnán y le
quitó el guante de un mordisco. Y Dartagnán, que del
susto se quedó paralizado unos segundos, echó a
correr después para huir del perro.
Pero el cobarde que lleva dentro corría menos
que el perro, y Kiro le alcanzó.
Llegados a este punto, en la tele suelen poner
anuncios.
Y te quedas con la intriga y con la rabia de
perderte la escena.
¿Qué pasa cuando ponen anuncios? En una
persecución entre buenos y malos, se detienen todos
tan tranquilos, dejan de lado el enfado y ¿esperan a
que el director grite “acción”?
Pues yo creo que mientras ves los anuncios, el
perro despedaza al mosquetero.
Y que, a la vuelta de publicidad, solo veremos en
pantalla al perro, gruñendo triunfal a la cámara, con
restos de la capa del cobarde en su boca.
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Bueno eso estaba yo pensando, mientras Maya
caminaba hacia Kiro, muy tranquila y muy despacio.
Demasiado despacio, para el pobre mosquetero tirado
en el suelo como un guiñapo, llorando a moco
tendido… Kiro, estaba sentado junto a él y lo miraba
muy tranquilo, sin entender la escena.
La cosa no acabo en tragedia, porque Kiro no
quiso.
Porque nuestros perros están entrenados para
querer a los niños aún en las peores circunstancias.
Porque nuestros perros tienen un control de la ira,
que jamás Paula logrará enseñarnos a los niños…
Kiro trató de consolar a Dartagnán, lamiendo su
cara, pero Dartagnán lloraba más fuerte. Imagino que
el orgullo duele de una manera imposible de curar. Y
estoy seguro de que el perro nunca quiso robarle la
novia, ni estropearle su momento de intimidad. Quizá
nadie le había explicado a Kiro qué es el romanticismo.
Y tampoco nadie se molestó en preguntarle por
qué lo hizo.
Pero Maya nos dejó claro, que Kiro había seguido
el guion “meticulosamente”. Era su papel fingir que
atacaba a Dani, robarle el ramo y hacerse perseguir. Y
estaba haciendo un papel digno de un Oscar.
No podía decirse lo mismo de Dartagnán. No era
buen actor.
Y era además cobarde, muy cobarde y llorón.
Pero Dartagnán no solo era cobarde, como
demostró ese día en el patio.
Dartagnán era, sobre todo, un ser miserable y
rencoroso. Y eso no lo sabía Alejandro Plumas cuando
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escribió esta historia.
Miserable, rencoroso… ¡Traidor y chivato!
Y ese día quedó claro.
Cuando terminó el taller, volvimos a clase. Y
mientras nos quitábamos los trajes, Maya salió al
pasillo, que la llamaron por teléfono. Creo que era el
escritor ese, el Alejandro Plumas, enfadado por los
cambios que había hecho en la obra.
Y decidimos dar órdenes a los perros. Porque,
cuando no nos vigilan, nos gusta mandar:
—Kiro, salta.
—Kiro, sienta.
—Buba, salta —este nos seguía mirando con
desconfianza, mostrando los colmillos. Pero el olor de
la salchicha le relajaba el humor.
—Buba haz el triste —Buba no obedecía mucho.
Es más joven, lleva poco tiempo con nosotros y ¡le falta
escuela!
Pero Kiro es listísimo y se estaba zampando una
pila de premios. Y ya no tenía tanta gracia el juego, todo
el rato lo mismo…
—Edy, sienta —dijo Chuchi.
Yo me partía de risa. Me senté en el suelo y ladré
con mi mejor imitación de perro. ¡Me gané una
salchicha!
—Ahora yo —dijo Chuchi, y se metió en el túnel.
A la salida, le acaricié el pelo y le di otro premio.
Dylan se comió una salchicha, sin hacer nada, por
todo el morro.
Y Dani-Dartagnán empezó a gruñir un poquito.
Porque eran las 12:00 y a esa hora le rugen las tripas
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y se pone rabioso.
Así que le quitó las salchichas a Dylan y se las
zampó, de dos en dos. Y los perros se enfadaron,
ladraron mucho. Y yo, debajo de la silla. Y Chuchi, otra
vez en el túnel. Los perros se fueron hacia la puerta,
ladrando, buscando a su dueña.
Y Maya afuera, con la cara muy tensa, terminando
su conversación telefónica.
¿Que por qué lo sé sin verle la cara? Porque colgó
el teléfono de esa manera peculiar que hace retumbar
las paredes, y que no presagia nada bueno. Esa
expresión de Maya a punto de estallar, que yo tenía en
mi mente, estaba próxima a aparecer por la puerta…
Unos segundos para pensar…, que no
pensamos…
¡Y echamos a correr todos dentro del túnel!
Y lejos del anonimato y la paz que imaginaba
encontrar en el interior oscuro y silencioso del túnel, se
desató una guerra de mordiscos, gritos y ladridos
imposibles de identificar.
Una luz repentina nos anunció que se había roto
la tela.
Y asomamos nuestras cabezas con la esperanza
de ver una tregua, un acuerdo pacífico en que todos los
bandos deciden olvidar los problemas y dicen “pelillos
calamar”.
Pero nuestro calamar gigante nos esperaba fuera,
listo para atacar…
Allí estaba Maya, enorme y quieta, como un
tanque de guerra, con los brazos cruzados, las pecas
revueltas y la cara roja. Con los ojos saltones, como el
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pez de clase cuando le sacamos de la pecera.
—¡Han sido los perros! —Señalé a los malos—
¡La guardia del cardenal Richelié!
Buba y Kiro sentados, muy serios, miraban a su
dueña.
—En el túnel solo estáis vosotros. Los perros no
lo han roto.
—¡Han sido ellos y se han ido a la puerta para
disimular! —repliqué.
—Todos castigados, ¡por brutos y por mentirosos!
—gritó Maya.
En fin.
Los mosqueteros son unos incomprendidos.
Siempre salen perdiendo.
La dama desaparece cuando las cosas se ponen
feas. Y los perros son unos chivatos. ¡A ver, si no, cómo
se enteró Maya de que rompimos el túnel de tela!
Nosotros somos incapaces de contar eso.
Porque mis compañeros jamás delatarían a un
mosquetero.
Están entrenados para soportar las peores
torturas.
Somos un equipo, una piña, un grupo de valientes
dispuesto a morir antes que traicionar a un amigo:
“¡Uno para todos y todos para uno!”
—Dylan se comió las salchichas —dijo Dani,
revelando su lado más vil.
Yo no salía de mi asombro.
—No, Dani, tú se las quitaste a él. –La verdad
debía salir a la luz.
—Pues tú te comiste el pienso —protesto Dani
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rabioso.
—Fue Chuchi…
Ya era tarde, demasiado tarde.
Maya miraba satisfecha. Los perros sonreían.
Nos pudo la tensión: habían pasado diez minutos
de la hora de comer y eso pone nervioso a cualquiera.
Habíamos cantado bajo la peor de las torturas.
Habíamos caído en error más vergonzoso, en la
debilidad más sucia, en la flaqueza más cobarde:
¡Mosqueteros acusicas!
—Maya, ¿qué hay de comer? —Dani quiso “quitar
hielo al asunto”.
Que no te engañen:
el mejor amigo de un perro es otro perro.
El túnel de tela infantil no es comestible.
El pienso de los perros sí se come, pero da
más hambre y te transforma en un cobarde capaz de
morder a un compañero cuando estás dentro de un
túnel.
Los mosqueteros son una panda de torcidos,
que cuando corren se tropiezan con la espada. Y unos
cagaos, que delatan a cualquiera a la mínima presión.
Y la pluma del sombrero, ¡una horterada!
Y los talleres sin riesgo, una “milonga”. Yo
acabé con un mordisco en el culo.
Bueno, ya ves.
Hoy no acabé de muy buen humor.
A veces, tengo el día perro.
101
Estábamos en clase, haciendo sumas con
llevadas. Todos en silencio, mordiendo lápices y
echando humo por la cabeza, que es como pensamos
los genios.
Se oyeron gritos en el piso de abajo. Eli dijo:
—Quedaos quietos, voy a ver qué pasa.
Y claro: nos movimos.
Yo me fui a hacer pis; Dylan, a buscar a la profe;
Ángel, a pegar a Dylan… Cuando volví del servicio no
había nadie en clase. Esperé un rato, mientras me
comía la goma Milán de Chuchi, que huele a nata pero
sabe a rayos…
Los ruidos se hicieron más fuertes, así que bajé.
Me encontré a todo el mundo en el gimnasio.
Algunos, sentados en el suelo. Los profes, muy serios.
Los niños, muy callados. Y dos encapuchados gritando
al director.
¡Parecía una obra de teatro!
Me cansé de estar de pie y de la obra, que era
rollo repollo, con solo tres actores dando gritos.
—¿Por qué no vamos al salón de actos? Allí hay
sillas y escenario —interrumpí.
—¡Calla y siéntate! —dijo Paula.
Me callé, pero al primer despiste me fui despacito
y sin hacer ruido al comedor, a ver si ya estaban los
macarrones. Pero no había nadie más. Y en la cocina
solo estaban Fina y Reme, las cocineras, sentadas,
atadas y con un trapo en la boca. Yo en estos casos,
prefiero no tocar nada, que luego me la cargo. Y como
no estaban en condiciones de correr, mangué una
manzana.
102
Y en esas estaba, cuando oí a Kiro ladrar. Ya
sabes, uno de los perros de terapia. ¡Porras! Los
habíamos dejado encerrados en la despensa. Creo
que… desde ayer… ¡No recuerdo! Fue abrir la puerta y
salieron Buba y Kiro como dos cohetes en busca de
Maya (para chivarse, claro). Y yo, detrás, para cerrarles
la boca… ¡o el morro!
En el gimnasio, uno de los malos tenía agarrada
a Eli y otro a Maya, la dueña de los perros. Buba
estudió el panorama un instante, calibrando riesgos,
vías de escape, o echando a suertes a quién mordía
primero. Y se lanzó a la bragueta del enmascarado que
molestaba a Maya. No pudimos ver su cara, pero lo
adivinamos por empatía, que eso lo hemos entrenado
en clase.
El enmascarado gritó, saltó, pegó un patadón a
Buba y el chucho atravesó el gimnasio volando por
encima de nuestras cabezas, como había visto hacer
en las exhibiciones de aves rapaces del zoo.
¡Qué pericia!
¡Qué vuelo rasante más perfecto!
¡Qué cara de piloto concentrado ponía Buba!
Maya rugió, con la potencia de un cíclope
cabreado cuyo berrido retumba en el interior de una
cueva… Y se abalanzó sobre el hombre, con un salto
de gacela chunga, enojada por la agresión contra su
querido perro:
—¡¡SALVAJEEEEE!! —El grito de guerra de
Maya despertó la furia colectiva.
Y todo el mundo montó en cólera.
Eli tiró patadas al aire, tan veloces que parecía
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flotar sobre el suelo.
Rafa hizo un paradón a lo Iker Casillas y atrapó a
Buba, que se iba de morros contra la pared (se ve que
no tenía ensayado el aterrizaje). Mientras, Kiro
permanecía quieto, estudiando la jugada y gruñendo
por lo bajito –siempre ha sido un perro más reflexivo y
paciente, que está entrenado para aguantar horas con
niños como nosotros.
El director estaba sentado y atado en una silla.
¡Siempre ha habido clases!
Algunos niños lloraban, Fabi gritaba «fuego,
bomberos», Mara cantaba «Cumpleaños feliz»… A mí,
a veces, me cuesta entender qué pasa, lo reconozco.
Y a los demás, también. Nos descontrolamos un poco
cuando hay desorden.
Pero tenía que hacer algo… Y repasaba
mentalmente mis clases de “solución de conflictos”,
pero solo se me ocurría acabar con la manzana antes
de que la perdiera entre tanto porrazo.
Cogieron a Eli otra vez y la pusieron un cuchillo
en el cuello. «Estos no son profesionales», pensé.
—¡Os habéis lucido, petardos! Esos cuchillos no
cortan —grité muy chulo.
Teo, el karateka, empezó a chillar y a brincar
como un saltamontes, para asustar al contrario.
Rafa se lanzó sobre ellos con Buba en la mano, y
se oyó un ladrido amortiguado entre el amasijo de
cuerpos revueltos sobre el suelo de madera. Varios
profes más se animaron a saltar sobre los malos.
Joaquín “Dos pelos” se puso en medio de la sala y dijo:
«¡Yo os salvo chicos!», como el día del burro,
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¿recuerdas? Para lo “milindres” que es, se porta como
un valiente cuando hace falta.
Yo les lancé mi manzana (lo que quedaba de ella),
gritando a lo Tarzán y golpeándome el pecho.
Kiro se lanzó a por la manzana y Dani “el Piraña”
también. Y Buba repartió mordiscos para defender a
Kiro, que le estaban quitando la manzana. Algunos
niños de infantil se pusieron a repartir patadas a lo loco:
lo mismo daban a los malos que a los buenos. Con el
lío, no daba tiempo a distinguir. ¡Y lo importante era
colaborar!
Todo volaba por los aires: balones, rulos de
piscina, zapatos, niños, el aparato de dientes de
Miguel… Aquello era un terremoto escolar, una lluvia
de meteoritos, una guerra mundial. Y nosotros, una
estampida letal, una banda de valientes, un ejército
asesino. Y todos bien repartidos: Hugo mordiendo a
Paula, Paula agarrando a Alba, que tiraba del pelo a
Félix…, y Félix repartiendo tortas al azar (porque ve
poco).
Los cobardes acabaron contra la pared, reducidos
y acorralados, cubriéndose la cara y el cuerpo como
podían, en una postura que parecía la bola de la colada
que Joaquín hizo con la Nivea aquel campamento de
verano.
La rabia colectiva fue imparable.
La justicia venció al enemigo.
Ganamos por goleada y no les quedaron ganas
de pedir prórroga.
Alguien desató al director, que todo hay que
decirlo, contribuyó bien poco a salvar el cole. Teo
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arrebató los cuchillos a los delincuentes. Y todo fueron
aplausos…
El dire retomó su papel de líder y, escoltado por
Teo y Rafa, se acercaron a los encapuchados para
desenredar el amasijo de ropa y cobardes. Nos asustó
un poco ver que tenían los ojos y boca del revés. Y se
oyó un “Ahhhhhhh” colectivo cuando descubrimos que
eran sus pasamontañas los que se habían retorcido
hasta quedar por detrás de la cabeza.
Don Carlos los llamó por sus nombres.
Ellos bajaron la cara avergonzados. Lloraban a
moco tendido.
Resultaron ser antiguos alumnos del cole, algo
mayores ya para seguir estudiando. Sin trabajo, sin
oficio, y con mucho morro, creo yo. Dijeron que no
tenían para tabaco y quisieron robar en el cole, que no
tenemos caja fuerte ni “ná”. ¡Hay que ser tontos…!
Teo les dio un par de collejas. Y otras dos de Rafa,
que siempre tiene la última palabra. Miraron a don
Carlos y asintió, complacido. Él, no se manchó las
manos.
Luego, se disolvió el barullo y nos fuimos al
comedor, que ya nos vencía el hambre. Y los ladrones
vinieron con nosotros, rodeados del trío de
guardaespaldas directivo. Los sentaron en la mesa
juntos: los atracadores, Rafa, Teo y el dire. Tenían que
recordar viejos tiempos y mucho de que hablar.
Y les dimos macarrones; y Teo, otras dos collejas.
Porque aquí todos somos majos y olvidamos.
Sabemos que las personas se equivocan y piden
perdón, que lo pidieron. Y mientras estaban ahí
106
comiendo, rascándose las collejas y llorando
arrepentidos, Paula dijo que lo importante era darse
cuenta y aprender. Y que los problemas no se arreglan
con el robo o la violencia.
—¿Es bueno usar la violencia? —gritó
dirigiéndose a los niños.
—¡No, Nunca, Ni se te ocurra! —respondimos con
la boca llena de macarrones. Era la “regla de las tres
enes” que aprendimos en el taller de solución de
conflictos:
—¿Es bueno usar la violencia? —repitió.
—¡No, Nunca, Ni se te ocurra! —coreamos todos,
escupiendo macarrones.
Y “Pelopincho” se fue a la mesa de los
atracadores con una tecla de piano y les pegó un
teclazo a cada uno mientras decía:
—No, Nunca, Ni se-te-o-cu-rraaaa. Violencia No,
Nunca, Ni se-te-ocurraaaa —y teclazo que te parió.
Cuando llegó la policía, algunos estaban en la
siesta. Otros, jugábamos en el patio: a ladrones, perros
y karatecas… Yo me pedí ser karateka, como Teo, el
profesor. Y ese día inventé mi famosísima “patada
voladora”, que si algún día la usas, procura calcular la
distancia que tienes hasta la pared de enfrente.
Porque, al coger carrerilla y saltar, es muy complicado
parar y necesitarás algunos metros para el aterrizaje…
Esta técnica ya te la explicaré en otro momento.
Y esto fue una clase práctica de TAA —terapia
asistida con animales, y de los talleres de Paula de
“habilidades sociales” y de “solución de conflictos”.
107
Y fue también un caso práctico de “para qué sirve
la policía”, que siempre llegan cuando todo está
resuelto, como dijo Toño; y de “por qué el tabaco no es
bueno”… que lleva a la perdición y a la delincuencia,
como dijo Teo.
Hay días que aprendemos así, de golpe, un
montón de cosas.
Este curso, lo bordamos.
Un saludo a los ladrones, por si leen esto. Ya veis
que no he dicho vuestros nombres, que soy un tío
discreto.
Manolo, Guti, ¡portaos bien y no fuméis! Acordaos
de las collejas, que a mí eso me ayuda.
Andarán por el mundo haciendo de las suyas.
¡Qué se le va a hacer!
Pero se acordarán de nosotros de vez en cuando,
de nuestro querido cole...
Sobre todo, cuando oigan tocar el piano…
Les dolerá la cabeza, ¡fijo!
109
¡Todos quietos, mudos, inmóviles!
Entró Benja, el conserje, con el programa de
actividades navideñas.
—Hay que entregarlo en casa para que las
familias sepan los horarios —indicó, repartiendo las
fotocopias entre los niños:
DICIEMBRE:
Día 12, a las 11:30: Llegada de los pajes
Día 13, a las 11:00 Inauguración del Belén
a las 20:00 Coro “Voces de sol”,
Teatro “Rosa Espina”
Día 19, a las 10:30 Festival de Navidad
Día 20, a las 10:00 Llegada de los Reyes Magos
al patio de la 1ª planta
Día 20, a las 11:00 Partido profesores - alumnos
“Primer torneo del turrón”
Fiestas de Navidad
110
Durante el curso, después de comer y antes de
las clases de la tarde, hay talleres diferentes de ocio
cada día, de 14:00 a 15:00 horas. Lunes: cine; martes
y jueves: coro; miércoles: teatro; viernes: baile. Yo
participo en coro y teatro. Pero el resto de días prefiero
echar un partidillo en el patio o jugar con el ordenador,
bajarme música y charlar con los colegas.
Para Navidad, todos los alumnos preparamos
alguna actuación especial. Los mayores, hacemos una
obra de teatro y ensayamos los miércoles, en el taller
de teatro. Los pequeños hacen obras más sencillas, o
solo se disfrazan de pastores, ovejas y esas cosas
típicas del Belén.
A mí, este año me había tocado un texto cortito,
pero el disfraz era muy chulo: Gaspar, uno de los Reyes
Magos.
Otros compañeros hacían de campesinos, de
pastorcitos o lavanderas, de ángeles, etc. Y Rodi, de
hombre araña, como siempre. Porque es un niño de
ideas fijas, y si intentas cambiarle las rutinas, lo pasa
mal. Él siempre va de hombre araña, así que se adapta
la obra “un pelín”, para que el hombre araña entre en
escena: protege al niño Jesús, ayuda a poner la estrella
y rescata al ángel si se cae. ¡Que suele caerse, porque
es diabético y tiene bajones de azúcar!
El día doce, llegaron los pajes para anunciar las
Navidades.
Siempre son la “avanzadilla”, los primeros en
llegar, y eso que vienen a pie y los Reyes Magos en
camello… Pero estos siempre tardan más.
111
Los pajes anunciaron el programa de fiestas del
cole. Pidieron que fuésemos buenos bajo amenaza de
carbón… Y yo creo que no van a tener suficientes
mineros para sacar todo lo que usamos en este cole,
porque nos comportamos regular… ¡Y este planeta no
puede soportar tanto desgaste de materia prima!
En el cole habíamos construido un Belén gigante.
Bueno, nosotros ayudamos con el andamio, las tablas
y el serrín. Porque un padre de un compañero es artista
y fabrica castillos, cuevas y figuras… Y ríos, ovejas y
burros. Y pescadores, leñadores y lavanderas… Y el
rey y los soldados.
¡Ahora entiendo que se tarde todo un año en
repetir las Navidades!
¡Con el trabajo que le lleva al pobre hombre
terminarlo!
Un Belén enorme, sí: siete metros de ancho y tres
de largo. Con luces, con un cielo que truena y llueve, y
que narra cómo nace el Niño, y cómo se ponen en
camino hacia el Portal los Reyes Magos, y cómo se
pierden todos los años…
¡Y todos los años llegan tarde, cuando el Niño
Jesús ya ha nacido!
¡Y eso que el colegio está siempre en el mismo
sitio!
¡Y eso que hoy todo el mundo se mueve con GPS!
¿Qué pasa? Ellos tienen regalos para todo el
mundo, pero nadie tiene el detalle de comprarles un
GPS… ¿Cómo somos tan ingratos?
¡Hombre! A ver si alguien lee esto, y en vez de
leche y galletas, o calcetines colgados de la
112
chimenea… tiene el buen gusto de dejar un GPS, ¡que
los hay de oferta!
Como te decía, ayudamos con la decoración del
Belén. Pero no nos dejan tocar las figuras, que es lo
más importante. Y nosotros siempre queremos aportar
algo, que también somos artistas. ¡Como ya lo
demostramos con el “parque de atracciones”!
Pues aprovechamos que nos dejaron solos un
ratito, recogiendo papeles, barriendo… Y sacamos de
los bolsillos, nuestras figuritas especiales para el Belén.
Yo puse un muñeco de Supermán. Rodi trajo uno
de Spiderman. Dylan, un par de clips de Famobil, una
rana de chocolate, una peonza y un caramelo. Marta
quería ponerle al Niño una pulsera de abalorios que
había hecho. Dani quiso arreglar la estrella, porque la
cola estaba torcida, pero la rompió un poco...
Había figuras muy chulas conectadas a un
pequeño motor: el leñador, el carnicero, el pescador…
Se movían todo el día y toda la noche. ¡Y todo el mes
que duraba la exposición del Belen! Nos pareció un
abuso.
Teníamos que encontrar la forma de que
descansaran un poco. Que ni los profes trabajan día y
noche, que se van a sus casas a dormir.
A veces, los niños tenemos ideas que no se les
ocurren a los mayores, que son tan listos. Verás:
pusimos un despertador, para que sonase a las 8:00 y
empezasen a trabajar las figuras que se movían. Así,
podrían dormir tranquilos por la noche.
Y tuvimos más ideas:
Si los Reyes llegan tarde por el camello, pues
113
se quitan los camellos, y que vengan a pie,
como los pajes, que son más rápidos, ¿o no?
El Ángel en el tejado no, que se cae. En el
suelo, como todo el mundo. Que no sé cómo
se le escapa a Rafa ese detalle: a nosotros nos
riñe cuando trepamos al muro, o a alguna parte
alta de cualquier sitio.
A los peces del río, que son de verdad, habrá
que darles de comer, digo yo.
Las cuevas necesitan pinturas de animales,
como la cueva de Altamira que hemos ido a
ver. Porque el hombre antiguo decoraba las
cavernas, y hacía fogatas para tener calor en
invierno.
Los soldados, que son malos, tienen que estar
tirados en el suelo, moribundos y vencidos. Y
los pisamos un poco, para que se viesen más
muertos. Y el rey ese que mataba niños, a la
calle, a pedir limosna.
El Niño Jesús necesita una tele, para ver “Aquí
no hay quien viva”, que a nosotros nos gusta
mucho. Y necesita una PSP para jugar, y un
móvil, para llamar a los Reyes y saber cuándo
llegan.
La Virgen necesita una cocina nueva, con sus
azulejos y sus cazuelas… Y San José, currar
más y apoyarse menos en el bastón.
Y la vaca y la mula, o lo que sea… ¡fuera de la
casa! Pusimos un perro de plástico en su lugar,
que es un animal doméstico y común en las
casas.
114
Y trajimos nuestros regalos para el niño Jesús.
Pero se los escondimos debajo del serrín, para
darle una sorpresa. Entre ellos, un mp3, para
que escuchase música: con la canción de la
Macarena, algo de Malú y de Melendi. Toda la
panda elegimos las canciones que le
grabamos.
A San José le dejamos unas herramientas del
padre de Dani, que como está en paro, no las
necesita: un nivel, una paleta de albañil y un
lapicero. Y a la Virgen, unos crucigramas, que
a la madre de Rosana le gusta hacerlos
cuando va al baño.
La madre de Rosana tiene estreñimiento y se ve
que cuando va al baño se aburre. Así que se lleva
crucigramas, las gafas y un boli. Ahora que le hemos
dado los crucigramas a la Virgen, no sé cómo pasará
este mes, la pobre.
Cuando la vea, le preguntaré qué tal va de lo
suyo.
También tenemos un coro, ¿te lo he contado?
Pues en mi coro hay gente que canta y otros que
mueven solo la boca. Unos se aprenden las canciones,
otros no se las saben, pero gritan mucho cuando
cantan. Y entre los que cantan bien, los que no, los que
tocan la pandereta y los profes a la guitarra…, quedan
unos villancicos tan bonitos que la Virgen llora de
emoción. La Virgen de la cueva, debe ser. Esa de «Que
llueva que llueva…»
El viernes, actuación en el “Rosa Espina”. Un
teatro importante de nuestra ciudad, donde cabe
115
mucha gente, y donde va a vernos hasta el alcalde.
Nos colocamos detrás el telón, muy guapos, de
negro y con pajarita. Muy tiesos y sonriendo. Con
nervios y algo de miedo. Pero contentos de actuar en
un sitio tan elegante, con los profes y las familias entre
el público, que siempre nos aplauden “a rabiar”, y nos
piden ¡Otra!, ¡Otra!, para que sigamos cantando.
Y mientras cantamos, hay bajas como en el fútbol:
Marisa se marea, por un problema de azúcar, y canta
sentada. Rosi también se marea, de ver a Marisa. Y a
veces, una profe se pone detrás y la aguanta, para que
no caiga sobre los demás, que nos espachurra y queda
feo. Y nos hace señas, cuando se desploma Rosi, para
que sigamos cantando, como si nada. Porque, como
decía Freddie Mercury, “el show debe continuar”.
Y nosotros estamos entrenados para seguir con
la función, aunque nos dé un tabardillo, o aunque el
compañero de al lado caiga fulminado al suelo.
Nosotros seguimos mirando al público y cantando.
Alguien recogerá al caído y lo sacará de escena sin que
se note. O lo recogemos al final, cuando guardamos las
sillas, los instrumentos… ¡y los desmayados!
¡Y como somos treinta (sí: 30), no se notan las
bajas!
Aquel viernes de Navidad, triunfamos como
nunca. El público aplaudió mucho rato, se pusieron de
pie, nos gritaron «¡GUAAAAPOOOOOOS!».
¡Y es que lo somos! ¡Claro que sí!
Algunas familias lloraron y espachurraron a besos
a sus hijos. Y Pepe, el director del coro, nos felicitó al
terminar:
116
—¡Genial, como siempre! ¡Cantáis como los
ángeles! —Palabras que nos llegaron al alma.
Y, a veces, como ese año, salimos en el periódico:
una foto grandota, todos bien “apretaos”, cantando. Y
la ponemos en el cole para que nos vean todo el año.
El jueves de la siguiente semana se estrenó la
obra de teatro. La escribió Gloria Fuertes, una amiga
de los niños. Yo tengo mala memoria, así que me costó
aprender mi papel:
“¡Ay, madre del amor hermoso,
qué viaje tan horroroso!
Entre la tos del camello y el continuo triquiteo
Triquitraque, triquiteo –entre sus jorobas,
me mareo.”
Después entraban Baltasara y Melchora (éramos
un rey, Gaspar, y dos reinas magas). Y Melchora se
pisó el traje, “triquiteo, triquiteo”. Y se pegó un guarrazo
que le quedó la corona colgando del moño, y la capa
retorcida impidiéndola moverse. Pero en un segundo,
hizo su entrada nuestra “UVI móvil”: dos profes, que la
colocaron de pie otra vez y salieron del escenario
haciendo reverencias.
El público se divirtió y aplaudió mucho.
Lo hicimos bien, como siempre. Porque tenemos
alma de artista y, como dice Paula: «Ponemos el
corazón en todo lo que hacemos»
Bueno, en todo no.
En el Belén pusimos las manazas.
117
Creo que fue una mala idea llenarlo de regalos.
—Habéis sepultado al niño Jesús: un móvil,
canicas, una PSP, un Mp3… chicles, cromos… ¡Por
Dios! ¿Quién ha metido todo esto aquí? ¿Dónde está
el encargado de vigilar el Belén? —Preguntó Eli.
—En el bar, Eli. Lo hemos dejado en el bar,
tomando un carajillo. «Para engrasar los camellos»,
nos dijo.
Cuando llegaron los Reyes Magos en persona,
para repartir regalos a los niños, estábamos seguros de
que a la “Tribu del chicle” nos tocaría carbón, por lo del
Belén. Pero no:
—Dani, ¡tienes un regalo!
—Dylan, con Baltasar, que te da el tuyo.
—Edy, ¡este paquete lleva tu nombre!
Ya no oí nada más. Tenía un paquete enorme,
con un gorro de lana y unos guantes de portero de
fútbol. ¡Unos guantes para parar trallazos! Con esos
guantes: ni un gol. ¡Nunca más me meterán un gol!
Era el chaval más feliz de la tierra.
¡Eran los regalos más molones del mundo entero!
¡Era la mejor Navidad de mi vida!
Un sonido me sacó del sueño: ¡el silbato de Dylan!
Su carta a los Reyes Magos es siempre igual.
Todos los años pide un silbato. Y se le veía sonreír y
soplar. Soplar y sonreír, y marearse de tanto soplar…
Me pareció el mejor día de mi vida. Nos dieron
turrón de chocolate, de ese que se deshace en las
manos. Y nos pasamos el silbato de uno a otro. Y cada
vez sonaba más raro. Y cada vez nos daba más risa, al
vernos los dientes y el morro “pringaos” de chocolate.
119
Hoy nos despertaron los gritos de Rodi: —¡Levantaos, chicos, levantaos! ¡Está todo
blanco!
Nos agolpamos en la ventana, con caras de
sueño y unos pelos mañaneros que te costaba
reconocer a los viejos amigos… Todos descalzos y en
pijama.
—Eso no es nieve. Ha helado durante la noche y
por eso se ve todo blanco —dijo Paula, a la que
descubrimos ahí, entre todas las cabezas pegadas al
cristal.
Siempre que llega al cole, y antes de entrar en su
despacho, pasa a darnos los buenos días por el
comedor, mientras desayunamos. Pero hoy, como Rodi
gritaba, ha venido a ver qué ocurría.
Su rostro, apiñado en la pequeña ventana junto a
los nuestros, parecía el de una niña alegre, y su sonrisa
se reflejaba en el cristal y se fundía con el blanco
inmenso del entorno. Parecíamos estar dentro de una
de esas postales enmarcadas en madera, en las que
posan un grupo de chavales despeinados y felices.
Paula disfrutaba como quien descubre por
primera vez un espectáculo de fuegos artificiales. Y se
quedó inmóvil como el paisaje, y callada. Parecía
querer memorizar cada árbol, cada tejado blanco, cada
reflejo helado en los charcos…
Y al mirarla, vi un destello brillante atrapado en
sus ojos, como una diminuta chispa de magia.
Después, se sentó en una de las camas, para
contarnos todo eso del frío y del hielo en las carreteras.
Nosotros nos íbamos acomodando a su alrededor
120
y escuchábamos alelados, porque nos parecía
increíble que en algunos sitios pudiese haber
“churrulillos” de hielo colgando de los tejados,
semejantes a las estalactitas de las cuevas; o que se
pudiesen congelar los lagos y la gente patinase sobre
ellos sin hundirse…
Paula tenía un gorro de lana verde y los rizos
asomando por un lado. Aún no se había quitado el
abrigo ni los guantes, y del calor que hacía en nuestra
habitación, se le empezaban a dibujar unos coloretes
rosados y redondos como al Pokémon del poster de la
pared. Nos hablaba de todas esas cosas con una
emoción, que parecía que hubiésemos descubierto un
tesoro fantástico.
—Después del otoño llega… —Paula dejó la frase
flotando en el aire.
—El invierno —respondimos todos. Esa pregunta
nos la sabíamos.
—Hace frío, bajan las temperaturas por la noche.
Los pájaros se refugian en los huecos de las tejas de
nuestras casas. Los gatos buscan el calor de los
coches. Los ratones se esconden en sus madrigueras.
Hace un frío que pela. —Paula gesticulaba alborozada.
Creo que es buena persona.
Y que tiene más paciencia que un santo.
Y me vino a la cabeza su disfraz de Halloween, de
momia, forrada de vendas, con la cara pálida y ojeras,
y una peluca de pelo de paja… ¡Tenía un escobón con
el que nos perseguía a grito “pelao”! Y nos dio un susto
de muerte…, porque nadie la reconoció con aquella
pinta.
121
Y ahora, me recordaba aquella momia blanca, con
colorete y toda cubierta de tela: gorro, abrigo y rizos…
Al mirar hacia la ventana… lo pensé: las
vacaciones de Navidad estaban cerca.
En esos días, Dani y yo nos quedábamos solos
en la residencia.
Porque los demás se van a sus casas.
Todos los chavales tienen casas con padres,
hermanos, árbol de Navidad, calcetines y regalos.
Pero a mí, no me gustan las vacaciones.
Porque Dani y yo nos aburrimos mucho sin los
compañeros, sin las clases, viendo la tele,
acostándonos pronto… Con la educadora de turno
enfadada o triste porque le toca trabajar esos días, en
lugar de estar ociosa con sus hijos...
Navidad, vacaciones… ¡Vaya porra, cazorra!
No me gustan las vacaciones.
¡Me aburroooooooo!
¡Son una lata!
—Vamos, Edy, ¡a desayunar! —me sorprendió
Paula—. ¡Que hoy salimos de compras! Y tenéis que
buscar un regalo para vuestro “amigo invisible”. ¡Veréis
qué divertido!
Es verdad.
Lo había olvidado.
Iba a buscar algo superchulo. Me había tocado
Hadi. Y quería comprarle un cojín para cuando se
siente en la silla de paja que tanto odia. Para que tenga
el culo cómodo y calentito. Y para que se relaje en clase
y se duerma, que también le gusta mucho. ¡Soy un tío
ingenioso y con buenas ideas!
122
¡Este “amigo invisible” va a ser “la caña”!
Todos salieron corriendo al comedor, después de
vestirse.
Paula volvió a entrar en la habitación:
—Espera un poco, Edy. Quiero hablar contigo.
Nos sentamos.
—Rafa y yo hemos hablado. No queremos que
paséis las Navidades solos en el cole. Rafa se llevará
a Dani a su casa. Y a mí me gustaría que pasases la
Navidad conmigo, si te parece. Estaremos Toni, Luna,
tú y yo. Luna ya lo sabe y se ha puesto muy contenta.
Luna pesa quince kilos. Es una perra de aguas
blanca, muy cariñosa. Yo la conozco, porque en verano
he pasado varios fines de semana con ellos. Hemos
hecho excursiones en bici, devoramos helados,
hicimos un bizcocho… Me lo pasé muy bien, la verdad.
—¡Por mí, vale! —Lo dije así, sin mucho interés.
Haciéndome el duro.
—Entonces, de acuerdo. ¡Navidad con nosotros!
—Se levantó y se fue a su despacho.
Mi Cola Cao me supo más rico que nunca, y me
sentó peor que otras veces. En el recreo casi se me
sale por donde entró. Tuve que dejar el partido para
coger aire, porque tanto ajetreo estaba acabando
conmigo y tenía el estómago como una lavadora.
Día veinte, último día de cole, ¡amigo invisible y
regalos!
¡Otros guantes de portero!
¡Qué se le va a hacer!
Saben que me mola el fútbol. Y que así, tengo de
repuesto.
123
Y más tarde, las despedidas.
Abrazos, bromas…, autobuses…, y maleta.
Cuando llegamos a casa de Paula, estaban Toni
y Luna esperando en la puerta. Luna se tiró sobre su
dueña de un salto y la siguió por el pasillo golpeando
con su larga cola la pared. Estaba tan contenta, que no
dejó que se quitara el abrigo, y volvió a saltar sobre ella,
tirándola al suelo. Pero no debió hacerle daño, porque
Paula se reía mucho, mientras Luna llenaba su cara de
lametones.
Luego, pareció fijarse en mí y se quedó muy
quieta.
Y de repente, dejó a su dueña. Me olió, movió la
cola, ladró un poco y me llenó de lametazos a mí.
Toni sonrió, cogió mi maleta y me acompañó a la
habitación. Una habitación pequeña, con un armario
blanco y verde, y una estantería que hicimos los tres en
verano: dibujamos, medimos y compramos las tablas
para después construirla. Una hucha con forma de
vaquita verde en la estantería. Cuentos. Y un
despertador del Real Madrid, que me compraron por mi
cumple, y del que ya no me acordaba.
—Si necesitas otra manta, la ponemos. Pero no
vas a tener frío. —Toni me revolvió el pelo y me miró
muy contento.
Por la tarde salimos a ver la ciudad decorada en
plata y oro, con lazos rojos, miles de campanillas y
bombillas de colores. Un despliegue alegre de
villancicos, escaparates luminosos y abarrotados de
cientos y cientos de regalos maravillosos…
Paula y Toni iban de la mano.
124
Toni me miró y me rodeó con su brazo, pero me
escabullí, que me da vergüenza que me abracen por la
calle.
Luna trotaba junto a mí, ladrando y tirando de la
correa, entusiasmada por el paseo.
Al día siguiente pusimos el árbol de Navidad. Y
salimos a anunciar a los vecinos que les habíamos
ganado, que nuestra casa ya estaba decorada y era la
más chula. Juan, el señor de al lado, nos enseñó las
luces con música que había comprado y advirtió que no
pensaba dejarnos dormir por las noches. Todos nos
reímos de la ocurrencia. Nos pareció que estaba un
poco “chifleta”.
—Tengo algo para ti, chaval —dijo. Y entró en la
casa a por eso que quería darme.
¡Una pandereta!
No acerté a dar las gracias. Creo que me sonrojé
vergonzosamente. Pero con lo que me gusta cantar…
Y la de villancicos que me sabía…
—¡Hala! A ver esos villancicos que aprendéis en
el cole. Quiero oírte cantar hasta que te quedes sin voz,
chaval. ¡Vete ensayando para el día veinticinco!
Juan se puso una cazadora y nos acompañó.
Fuimos a llamar a otros vecinos y estrenamos la
pandereta. Tengo que decir que ponían muchas ganas
y buenas intenciones, pero que por este barrio se ve
que no ensayan mucho, que no tienen un coro como el
mío para aprender a entonar…
¡Pobres!
¡Cantaban como un puñado de ranas afónicas!
125
En Nochebuena cenamos con la familia de Paula.
La abuela bebía vino y sonreía. Hablaba poco porque
está sorda. Pero se reía mucho cuando nos veía a
todos con panderetas y guitarras.
La abuela solo tiene un diente, pero come jamón
más rápido que nadie. Así que teníamos que andar muy
vivos para cogerle ventaja, porque esa abuela es más
rápida que los monos del zoo mangando el bocata.
Luna se tumbó bajo la mesa, con el hocico
apoyado en mis pies. Yo sentía su respiración calentita.
En Navidad, desperté sin saber dónde estaba.
Pero miré hacia la vaca verde y mi despertador nuevo
y me sentí con ganas de saltar de la cama y cantar.
Bajé a la cocina y saludé.
Por la ventana se veían el campo blanco y los
árboles con nieve. Salía humo de las chimeneas de
algunas casas. Y la ventana estaba empañada por el
calor de la cocina.
¡Siempre me gustó dibujar figuras sobre el vidrio
empañado! Si no limpias los cristales, permanecen allí
durante muchos días, como testigo invisible de tu
presencia en la casa.
Olía a pan tostado y a mermelada de moras, que
recogimos un día de verano y transportamos en unas
cestas que atamos al manillar de las bicicletas.
Los tres, en pijama, y Luna con su traje blanco de
lana, rumiaba un currusco de pan y se relamía de
gusto.
Yo aspiraba el intenso olor del pan.
Veía llenarse la mesa de migas y pringue de
mermelada de mora, como si entre todos estuviésemos
126
pintando un collage navideño sobre el mantel
estampado.
—¿De qué te ríes? —quiso saber Paula. Y Luna
dejó de roer, muy atenta a mi respuesta.
—Nada, ¡cosas mías! —respondí, dejando un
momento de masticar, para mirar sus labios y sus
dientes teñidos de mora, imagino que, como los míos.
Se apellida Paz.
El marido de Paula… se apellida Paz.
¡Me gusta ese apellido!
127
Epílogo
Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia.
Pablo Neruda
Los chicos con discapacidad intelectual son así:
frescos, naturales, espontáneos.
Viven y sienten, como tú y como yo.
Les gusta jugar y tener amigos, andar en bici, ver
la TV… Se apasionan con festivales y partidos de
fútbol, y disfrutan un montón con todo lo que hacen.
También se preocupan por sus notas, porque les gusta
aprender y hacer bien las cosas, y se frustran si algo
es muy difícil o les sale mal.
Son buena gente. Ayudan a sus compañeros,
colaboran y comparten. También se enfadan, discuten
y solucionan sus diferencias. Aunque no suelen
encontrar motivos para enfadarse.
Nunca hallé rencor ni maldad en ellos.
O no lo recuerdo.
Porque como ellos, olvido con facilidad lo malo de
las personas.
Trabajo como psicóloga en un centro de
educación especial, y compartimos muchas horas
juntos. Horas de risas y de esfuerzo, de penas y de
esperanzas.
Yo les enseño a pensar…
¡O eso creía!
Porque, en realidad, son ellos quienes me
enseñan… a vivir.
129
La autora
Laura Ruiz Rivas nació en
Cantabria. A los dieciocho años se
fue a Salamanca, donde cursó
licenciatura y doctorado en
Psicología. Ha trabajado al frente de
una ONG internacional y como
técnico de Protección de Menores.
Actualmente, es psicóloga en un
centro educativo de Cantabria.
En el ámbito científico, tiene publicados libros y
material didáctico sobre Educación en Valores,
Psicología y Discapacidad.
Ha sido galardonada en el XIX Concurso Nacional
de Cuentos Infantiles Tertulia Goya; finalista en el XIX
Certamen Literario Internacional “Santoña… La mar”;
seleccionada en el VIII Concurso de Microrrelatos Sol
Cultural; finalista en el “V Concurso de Microrrelatos
ACEM ”; premio “XIV Concurso Internacional de
Cuentos infantiles sin fronteras de Otxarkoaga”;
finalista en el LXVII Premio Internacional de Relatos
Cortos "La Felguera"; finalista I Concurso de Poesía
Aliar; seleccionada en el I Certamen de Poesía y
Microrrelatos “calle la calle”; finalista de la II Edición del
Premio Internacional de Narrativa Breve "Cristina Tomi"
Un Café con Literatos. Recientemente, ha obtenido el
primer premio del X Concurso Internacional de Relato
Luis Adaro.
130
Su profesión y sus intereses han estado siempre
ligados a los colectivos más desfavorecidos. Sus libros
ofrecen diversión y aventuras, pero sobre todo educan.
Porque al escribir, pretende sensibilizar y remover
conciencias, poniendo en positivo el valor de cada
persona.
En sus relatos, el alma se deja invadir de
esperanza y de respeto a la vida, para mostrar que
podemos hallar la felicidad en cada mirada, en cada
soplo de aire fresco…. Cada segundo, cada latido, a
cada paso.
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Si te gusta lo que has leído, o si tienes
sugerencias para nuevas aventuras, puedes contactar
con la autora en:
https://www.facebook.com/laura.r.rivas.9
De la misma autora:
Viento del Norte.
Laura Ruiz Kindle y Libro papel www.amazon.es
Hay momentos en la vida que debes tomar una gran
decisión: salvarte o morir. Aunque hacerse a la mar
quizá no sea lo más sensato. Pero para Bady y su
panda no hay alternativa: son la afición principal del trío
de matones más despreciable de su instituto. Y
además, comparten un sueño: ¡HACERSE PIRATAS!
Pero ser pirata no es fácil. Prueba de ello es el
cadáver que apareció flotando en la Playa del Camello:
un amasijo de huesos, recomido en verdín y moluscos,
con una extraña tela de cuero protegida bajo su puño
férreo.
La abuela de Bady conserva reliquias que les pondrán
sobre la pista del codiciado libro de Jean Fleury, uno de
los más temidos bucaneros de la Historia...
XIX Certamen Literario Santoña… la mar.
Varios autores
XIX Edición de Cuentos Tertulia Goya.
Varios autores
XIV Edición de Cuentos Infantiles Sin Fronteras de Otxarkoaga Varios autores
Animación y discapacidad. La integración en el Tiempo Libre, Laura Ruiz. Ed. Amarú
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ÍNDICE:
1. Soy Edy .............................................................................. 7
2. El día que estrenamos psicóloga ...................................... 14
3. Linda, la “arrilla” ............................................................. 21
4. Taller de reciclaje y delincuencia ...................................... 27
5. Un día en el zoo ............................................................... 35
6. Un mono “cabezota”...................................................... 44
7. Joaquín, el valiente.......................................................... 53
8. El cuerpo de policía.......................................................... 68
9. Ouhhhhhh… ¡Halloween! ................................................. 75
10. Terapia asistida con animales… ¡Ja! ................................ 87
11. Un atraco sin pasta.......................................................100
12. Festival de Navidad ......................................................108
13. Unas vacaciones… ¡especiales!......................................118
Epílogo ...............................................................................127
La autora ............................................................................129