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EL SUEÑO DE LA ALDEA

5JOSÉ LEZAMA LIMAø

Ritmo hesicástico,podemos empezar

ROLANDO SÁNCHEZ MEJÍAS

Creo –o soñé que creía creer– que a cierto filósofo, al mostrársele una ca-tedral, le inquirieron, entre malévolos, curiosos y cazurros: “¿Puede su se-ñoría verla de golpe?” El filósofo, que como experto en pensamiento practi-caba la astucia, respondió: “Es como un Libro Absoluto. Puedo verla, que es lo mismo que leerla, de un golpe de ojo o por partes bien delimitadas, y por qué no, si uno se aplica bien, por fragmentos. Pero el reto está en leer de golpe aquello que lo merece, un Libro Absoluto.”

Dijo un libro y no una catedral, lo cual podría traernos, y llevarnos, mal-entendidos. Pero el ilustrado sabía del arte y pasión que regula la lectura de la realidad, pues el romanticismo siempre será moderno, y en el fondo el roman-ticismo anula los géneros.

Anuló, nuestro lector de libros ab-solutos, las distancias, pues para lle-gar en coche se necesitan mulos o caballos de sabiduría a la vez parcial e infinita, artistas de la geometría in-conclusa e infinita, de lo novelesco que avanza a trompicones, unas veces enlazando, otras dando saltos y recu-

peraciones. Pero, finalmente, todo lo absoluto radica en un gran salto

¿Es Paradiso una novela? Yo, por mí, diría que sí. Que sí, porque así lo aseguró su autor, Lezama Lima, y yo creo, cómo no, en la palabra de mis superiores, aunque lo aseguró siem-pre dando pertinentes rodeos, para que no lo confundieran con un novelista completamente moderno, de esa otra modernidad que quiere prescindir del romanticismo: se sabía actual, el au-tor, pero también en potencia, pues como buen romántico buscaba amor y conocimiento, Eros y Sabiduría. Qué zorrunos, los autores.

Ya en 1955 –en 1949 se habían publica-do las páginas iniciales de su novela o novelón en la revista Orígenes– situó, o posicionó –escribir es también arte de la guerra–, su misión de novelista cercenando la modernidad del siglo XX en dos: “Gérmenes, orígenes, plasmas nuevos tienen que ser descubiertos por la nueva novela después de Proust, Joyce o Mann.” Y continuó, dejando claro, él, el autor-personaje, que no se refería a ningún retroceso, táctico o estratégico, al realismo, ni siquiera a la fundación de un nuevo realismo si el nuevo no se transmutaba en nuevas retortas y procedimientos alquímicos o de buena cocinería: “Una vuelta al realismo, sin una nueva posición fren-

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te a la realidad, es tan sólo un sadismo sin visión, un fragmento vanidoso que ladra su incomprensible pequeñez.” Visión; posición; realidad; fragmento; incomprensible; pequeñez. Toda una estética y ética del ars narratio.

Los años 1967 y 1968 –ya en 1966 había aparecido (y luego casi desaparecido, la censura es parte del arte, sobre todo en el totalitarismo), como en taconazo im-perioso, la novela –ahora sí que novelón– en forma de libro, o, para mí, qué duda me cabe, el libro en forma de novela.

En esos años Lezama declara que él no es propiamente lo que se podría considerar un novelista profesional. Que ha escrito mucha poesía, mucho ensayo, mucho cuento y entonces, “ya al final de mi obra, como una súmula –lo que en realidad es el Paradiso–, como se decía en la Edad Media, creí que debía llegar a una novela para de-cir las cosas que tenía que decir en una forma más amplia, tal vez más vi-sible y que estableciera la comunica-ción de una manera más armoniosa”.

Subrayemos de nuevo: súmula (suma o destino más que confuso, difuso o como mejor dijo él: “súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas”, lo cual anula, anuda, confusión y di-fusión, tal vez nombrando de soslayo esa cosa llamada Barroco); visible; forma; comunicación; armonía. Com-

pletamiento de su ars narratio y ars vivendi.

¿Es que no quería cobrar? Dejémo-nos de tonterías, también quería co-brar fuerzas, pues ninguna pequeñez era aquella avanzadilla que pertur-baba los géneros literarios, como asi-mismo hizo con el ensayo, la poesía, el cuento. Qué esfuerzo, qué fuerza de trabajo, qué gastos, si uno escribe por revelación, acortando lejanías. No sólo el ojo de la mente, ni del demente, pues la cordura y la locura en literatura re-quieren correspondencias, analogías, enlaces súbitos o imprevistos, lo invi-sible acordando, hilando, trenzando lo visible. De ahí: “es una novela-poema en el sentido en que se aparta del con-cepto habitual de lo que es una novela. Paradiso está basado en la metáfora, en la imagen (…) Yo no me puedo con-siderar, no me he considerado nunca, un novelista. El poema siempre ha si-do mi forma de expresión; pero llegó un momento en que vi que el poema se habi-taba, que el poema se iba configurando en novela, que había personajes que actuaban en la vida como metáforas, como imágenes; vi cómo se entrelaza-ban, cómo se unían, cómo se diversi-ficaban y entonces comprendí que el poema podía extenderse como novela y que en realidad toda gran novela era un gran poema”.

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En 1970 –¡qué década más terrible da paso este año para la vida y literatura cubanas!– amplía sus precauciones, sus preocupaciones, quizás para que no lo confundieran del todo –un poquito sí, diría santa Teresa, la de Ávila– con la rotulada nueva novela latinoamerica-na de Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa… Un po-quito sí, pues para Lezama (como para García Márquez y Carpentier) “la raíz” también estaba “en lo americano”, el paisaje, y el volumen que contiene y da espesor al paisaje, omnívoro, totalitario: “Ya para nosotros… por lo menos es mi caso, la novela no es un problema de técnica, ni un problema de estructura, ni un problema de asunto, sino un pro-blema de lenguaje… Nuestros afanes son totalmente distintos de lo que se in-terpretaba como novela en otros tiempos.”

¡Qué astucias las de nuestra señoría! ¿Es que quería que jugáramos al jue-go de las decapitaciones, sustituciones, nombramientos no ajenos a su padre, el coronel? ¿Es que Cemí, Foción, Frone-sis, Licario, no son personajes y sí, y sólo sí, símiles y metáforas, como dijo el autor? ¿Es que los capítulos no son cuadros que evolucionan a lo largo y ancho y hasta por retracciones y re-troacciones, sin olvidar la futuridad que pide una novela? ¿Es que yo ya no soy yo, parcializado lector, y ni habito

en la Casa del Alibi? ¿Es que no se puede leer de punta a rabo, ejercitan-do lo fragmentario en la continuidad? ¿Es que no hay alivio para el lector, pasando en lentitud o fulguración una página tras otra?

Dice Lezama que es un problema de lenguaje, cree en la frase, en el fraseo perpetuo, en la acumulación y progre-sión de las palabras, en vencer al gé-nero con un lector que avance a paso de mulo, fajado con el abismo.

¿Cómo leerla, si es novela, o nove-lón, o novela-poema? Muy simple: en extensión y en profundidad, practican-do, nuevo Euclides, tajos y trazamien-tos del volumen voluble, trabajando a la vez en el tiempo y en el espacio.

Leerla, vivirla, soñarla, como la for-mación de un carácter, de un infante convertido en joveneto y asistido por la familia, y por la ausencia de la familia, y por la amistad –el diálogo en Paradi-so es un crecimiento de la amistad como conocimiento, como completamiento del carácter, no es una “técnica narrativa”, como pensarían los falsos modernos–; y finalmente por la encarnación de la claridad en la oscuridad o viceversa, pues con tales autores nunca se sabe.

La madre, el padre, Fronesis, Foción, Licario: recorrido de gentes averiguan-do, evitando, formando y deshaciendo la destrucción, o restituyendo el sen-

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tido, en calles-parajes de La Habana, vividas, imaginadas, en sueño y vigilia.

Así, del capítulo I al XIV, avanza Cemí –¿que sí, que no es Lezama, este tal Cemí?– para cerrar, por contracción y dilatación, en hombre y poeta, o por qué no: en el hombre-poeta. ¿Qué más trama podemos pedir si hasta tenemos final, como en las buenas y malas pelí-culas?: “Iba saliendo de la duermevela que lo envolvía. La ceniza de su ciga-rro resbalaba por el azul de su corbata. Puso la corbata en su mano y sopló la ceniza. Se dirigió al elevador para en-caminarse a la cafetería. Lo acompaña-ba la sensación fría de la madrugada el descender a las profundidades, al cen-tro de la tierra, donde se encontraría con Eulenspiegel sonriente. Un negro, uniformado de blanco, iba recogiendo con su pala las colillas y el polvo ren-dido. Apoyó la pala en la pared y se sentó en la cafetería. Saboreaba su café con leche, con unas tostadas humean-tes. Comenzó a golpear con la cuchari-lla en el vaso, agitando lentamente su contenido. Impulsado por el tintineo, Cemí corporizó de nuevo a Oppiano Licario. Las sílabas que oía eran ahora más lentas, pero también más claras y evidentes. Era la misma voz pero mo-dulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos em-pezar.”

Luis Barragán: la casa como un templo

JORGE ESQUINCA

a Juan Palomar Verea

Una de las más entrañables analogías para describir el quehacer de un artis-ta es aquella que emplea Paul Klee al compararlo con un árbol. Bien enrai-zado, alimentándose de una sustancia múltiple y turbia, el árbol levanta un tronco singular aunque semejante a los de su especie. Ese tallo habrá de ser el cauce de una trasmutación ascendente. Frondas y raíces, hermanas antípodas, difieren. Las primeras, en arrebato so-lar, se bifurcan y desplazan mecidas por el viento hacia la luz, ocupan el espacio y se diversifican en formas de difícil pronóstico. Las segundas siguen los rumbos de una aventura subterránea, lejos del aire y la luz, absorben una porción del limo nutricio que permiti-rá al árbol el despliegue de su ramaje visible. Nada tienen que ver –en su constitución, en sus matices y texturas, en sus afanes claros o secretos– fron-das y raíces. Y, sin embargo, confor-man un mismo, sólido milagro. Cada gran artista, a su manera, prolonga este trabajo humilde y misterioso.

“Entre mi amado en su jardín y gus-

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te de sus frutos deliciosos”, dice la voz femenina que dialoga en el Cantar de los cantares. Poco antes de recibir esta invitación, el amado se ha referido a ella como fuente y manantial de aguas vivas. Las hermosas imágenes que se tejen a lo largo del poema no cesan de hacer referencia a esta idea feliz: todo jardín es una metáfora del paraíso terrenal. Un espacio en el que se privilegia la multiplicación del reino vegetal y en el que el hombre debe de cumplir con el doble papel de guardián y jardinero. Una encomienda delicada como pocas pues ha de verificarse en la medida jus-ta, sin trastornar el orden dispuesto por la divina providencia. Más aún, el man-dato es que luego de haber recibido con absoluta gratuidad el obsequio de una morada ejemplar, su habitante tendrá que consagrarse al conocimiento pro-fundo de los diversos elementos que la componen. Tendrá que considerar este jardín como un libro escrito por la inteligencia suprema, de tal manera que una vez comprendidos los signos inscritos en sus páginas vegetales sea capaz de vigilarlo y preservarlo en la proporción más exacta. Ninguna de las civilizaciones de la antigüedad fue ajena a esta noción. Para los egipcios, por ejemplo, cada flor tenía su lenguaje: los lotos abiertos evocaban la rueda solar y sus raíces, inmersas en el agua del

estanque, daban testimonio del naci-miento del mundo.

La arquitectura a la vez contundente y diáfana de Luis Barragán nos recuerda, lejos de toda moraleja, esta metáfora. Heredero de una tradición que reco-noce en la medida humana su desven-tura y su grandeza, Barragán trazó, en los espacios abiertos, los límites que hacen de estos espacios lugares habi-tables. En sus casas, en sus jardines, en sus recintos y sus fuentes gravita la palabra humanidad. Ante una vaste-dad de alternativas el arquitecto se contenta con algunas que le son fami-

LUIS BARRAGÁN

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liares, indispensables. Para poder afir-mar, tendrá primero que sostenerse en una negación. No a la prolija aparien-cia, no a la vulgar ostentación, no a la soberbia dicotomía entre la casa y su entorno. Luego de esta voluntaria re-nuncia su mirada habrá de reintegrar a la materia un fundamento religioso, un puente transitable entre lo que es de este mundo y señala hacia otro: el cráneo de cerámica que reposa sobre un estante en su casa de Tacubaya, la cruz del ventanal como eje simbólico, la muchedumbre soberana del jardín, el empleo de nobles maderas, la caída simple del agua, el juego de la luz y de la sombra que cambia con las horas, el depurado alfabeto del color, la bon-dad compacta de la piedra, la azotea amurallada que reclama a la mirada una celeste ascensión. La arquitectu-ra de Luis Barragán es afirmación de la presencia que más allá de lo visible sostiene a los seres y a las cosas.

Una casa-estudio, una casa que es un organismo viviente y se prolonga ha-cia la secrecía del dormitorio, el solaz de la biblioteca, el recinto del trabajo. “La casa –apunta Bachelard– es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre; suplanta con-tingencias, multiplica sus consejos de continuidad. Sin ella, el hombre sería

un ser disperso. Lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las tormen-tas de la vida. Es cuerpo y alma. Es el primer mundo del ser humano.” Bas-te, para considerar el sostenido influjo de este primer mundo en la casa de Luis Barragán, con recordar la emotiva men-ción que él mismo hace en su discur-so de aceptación del Premio Pritzker: “En mi trabajo subyacen los recuerdos del rancho de mi padre donde pasé años de mi niñez y adolescencia y en mi obra siempre alienta el intento de trasponer al mundo contemporáneo la magia de esas lejanas añoranzas tan colmadas de nostalgia.” Casa estu-dio, casa taller. De acuerdo con Joan Corominas, la palabra taller se deriva de la palabra astilla, de donde viene nuestro vocablo astillero, que a su vez comparte el mismo origen que el por-tugués estaleiro y el francés atelier. To-das estas palabras están estrechamente relacionadas con el almacenamiento de madera y, mejor aún, con la construc-ción y reparación de los barcos. En un orden de cosas muy cercano podemos emparentar el taller con el verbo ta-llar, procedente del latín taleare. De ahí que en términos de escultura se hable de una “talla”, cuando se trata de una pieza realizada directamente en madera. Entre otras acepciones, el DRAE enseña que un taller es “el lugar

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en que se trabaja una obra de manos”. Una definición que viene aquí como anillo al dedo, pues la pasión artesa-nal de Barragán dispuso en su casa no sólo un espacio indispensable para el recogimiento y la serenidad, sino que supo crear el ámbito propicio para el trabajo creador. Ahí meditó, dibujó, hizo proyecciones a presente y a fu-turo, sembró la piedra angular, deli-mitó el templum. Cito nuevamente a Bachelard: “El soñador de casas sabe todo esto, siente todo esto, y por la dis-minución del ser del mundo exterior, conoce un aumento de intensidad de todos los valores íntimos… En efecto, la casa es primeramente un objeto de fuerte geometría. Su realidad primera es visible y tangible. Está hecha de materiales só-lidos bien armados, de armazones bien asociados. Domina la línea recta. Tal objeto geométrico debería resistir a me-táforas que acogen el cuerpo humano, el alma humana. Pero la trasposición a lo humano se efectúa inmediatamen-te, en cuanto se toma la casa como un espacio de consuelo e intimidad, como un espacio que debe condensar y de-fender la intimidad.” Sólo entonces es posible el sueño creador, el que con-duce hacia una personalísima poética del espacio.

En la obra de Luis Barragán, y de manera ejemplar en su casa de Tacuba-

ya, tradición y renovación dejan de ser discurso, gastada retórica, para conver-tirse en creación, voluntad del ser en armonía, contemplación. “Lo bello es lo que se puede contemplar –apuntaba Si-mone Weil–, una estatua, un cuadro que se pueden mirar durante horas”, y aña-de: “los griegos miraban sus templos”. En el nudo ciego de nuestro momento en la historia, que se caracteriza por la zozobra, la violencia y la ausencia de fe, cuando padecemos la pérdida del justo valor del heroísmo, el artista quisiera ser el hacedor de las obras que nos inviten a mirar de nuevo el mundo y ver en él un domus, nuestra casa mayor. Su propuesta no congregará multitu-des pues hay en él una dignidad ele-mental, una discreción espiritual, un llamado silencioso que se encamina al corazón del ser individual e irrepeti-ble. Ante la confusión que predomina, ante el ascenso de las tecnologías y los esfuerzos de una razón que se recono-ce insuficiente, Luis Barragán delimitó un espacio donde las nupcias del mis-terio y la alegría son posibles y han de resultar mediadoras en la manifesta-ción cíclica de lo sagrado. Nada más elocuente que esta encarnación de la casa como un templo. Es la vuelta de un sentir originario que revela y sos-tiene, ante nuestras vidas que pasan, el alma de lo que permanece.

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Cuatro maestros de formas evanescentes

MATÍAS SERRA BRADFORD

NATSUME SOSEKI: SANSHIRO

El principio de algunas novelas pare-ce no suceder; es el lapso que el autor le da al lector hasta que se habitúe a un nuevo espacio. A ciertos escrito-res japoneses, como Natsume Soseki o Yasushi Inoué, las novelas no se les ocurren; van apareciendo de una ma-nera instintiva, paulatina, inexorable. En Soseki reina un calmo avanzar del relato, hay tiempo para casi todo. Al principio de Kasamakura el narrador confiesa: “partí en viaje en busca de la impasibilidad”.

El autor de Las hierbas del camino no persigue efectos. En él no existe el esfuerzo aparatoso; la calidad viene dada, precede a la trama y la soslaya. Soseki tenía un don indescifrable, seme-jante a una letra ilegible que al trans-cribirse revela un estilo prodigioso. Es evidente que algún sortilegio entra en funciones porque con él hasta lo obvio resulta sugestivo. Quizá develó parte de su clave oculta cuando apuntó: “Quien sea que tenga una vocación literaria, si no acaricia un sueño todavía más bello, no es digno de esa tarea.”

La notable penetración psicológi-ca de Soseki aflora con una piadosa inevitabilidad. El suyo es un excelen-te ejemplo del buen uso del estudio del carácter de un personaje: tenue pero visible, preciso pero ligero. Es curioso ver cómo en Sanshiro se miran –se co-nocen– unas personas a otras, o cómo una amistad es igual de inapresable que una relación con una mujer. Los personajes se ríen de coincidencias o recurrencias inofensivas. Tienen a me-nudo el impulso de cambiar el tema de conversación, o de retornar a un tema que parecía enterrado. Estos automa-tismos, sumados a su manía de repa-sar un diálogo que acaban de tener, suscitan una noción inquietante del tiempo.

Sanshiro es el retrato de un estudian-te de literatura occidental que llega a una universidad en Tokio provenien-te del interior del país. Las figuras de alumno y profesor son casi la condi-ción esencial para calificar como per-sonaje de Soseki. Al protagonista lo obsesiona –un clásico en Soseki y en las letras japonesas– la figura misterio-sa de un maestro. De un catedrático, un amigo de Sanshiro dice: “Por eso lo llamo la Gran Oscuridad. Lo lee todo, pero no despide ninguna luz.”

Como otras veces en Soseki, pocos tienen casa propia y sobrellevan sus

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días en albergues. Se producen prés-tamos que tardan en ser devueltos. Soseki es un especialista en registrar el modo en que la gente se engaña a sí misma –acerca de quién es– por me-dio de sus torpes manejos de dinero.

Igual que en Kokoro, la historia de Sanshiro fluye naturalmente aunque ha-ya no pocos blancos (rincones silen-ciados). Japón cree en la realización perfecta, en todos los planos, y sin embargo su mejor literatura tolera y alienta la imperfección, la elipsis, lo que crea un hueco. Las marcas de un estilo se detectan y se memorizan, in-cluso lo callado, como los rasgos ín-fimos de una caligrafía. Soseki hace contacto con una materia tenue, difí-cil de localizar o nombrar pero certera para cautivar. Cuando por un efecto de extrañeza de lo leído –que toma la apariencia de una distracción– el lector vuelve la página creyendo que se ha salteado una, e intenta separar la hoja que presuntamente falta de la que acaba de leer, comprueba la re-nuencia de un libro a soltar sus plie-gues secretos.

Como Botchan o Soy un gato, San-shiro es otra obra maestra que no asume el tono de tal. Si cada obra maestra de la literatura reescribe las reglas con que se la define, las de Natsume So-seki se abstienen de sugerir fórmulas

o preceptos. Tan inasibles son sus de-rivas.

J. L. CARR: UN MES EN EL CAMPO

Al alumno que pasaba una prueba de ortografía le entregaba de premio un gato recién nacido. Organizaba “carreras arit-méticas” en las que los contendientes debían frenar ante los pizarrones re-partidos en la pista y resolver una suma antes de seguir corriendo. J.L. Carr fue maestro de escuela durante treinta y siete años, hasta que lo nombraron di-rector. Cuando se jubiló admitió que extrañaba dos cosas: la conversación de los niños y los mensajes por escrito de los padres.

NATSUME SOSEKI

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El hombre que firmó calladas obras maestras como Un mes en el campo fue también el autor de The harpole report, una novela hilarante y apaci-blemente pedagógica sobre los acon-tecimientos diarios de la vida escolar. Para Carr, en la educación también se

da uno de los principios de Peter: en una jerarquía, cada empleado tiende a elevar su nivel de incompetencia.

En Un mes en el campo la cuestión de los niveles adopta otra cara. En la superficie, la novela cuenta la restau-ración de un mural medieval en una parroquia de pueblo; sin necesidad de estorbar en exceso ese plano, se con-vierte en un persuasivo relato sobre la vocación y los dobleces de la identi-dad: “¿Quién puede saber mucho de otro, aun después de veinte años en una misma casa?” La nobleza y la eleva-ción de un oficio no son convidados de piedra en la ficción de Carr.

Los libros de quien salía de paseo todos los domingos para dibujar y pin-tar paisajes, iglesias y ruinas, compar-ten una misma paleta y sus personajes forman casi un elenco estable, rotati-vo. What Hetty did está habitada por excéntricos benignos que recitan poe-sía en medio de una conversación. El juego de cricket protagoniza A season in Sinji. En How steeple Sinderby Wan-derers won the FA Cup consiguió una novela ingeniosa y sagaz sobre el fut-bol, años antes de que este deporte se convirtiera en materia literaria obli-gatoria para escritores que lo jugaron mal. En ella se dice de un arquero –o portero– que “necesita conocimien-tos similares a los de un fabricante de

J. L. CARR

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muebles o un conductor de ómnibus, que distinguen instantáneamente qué es lo que llenará o no un espacio”.

Carr publicó él mismo estos libros, además de antologías de poesía y dic-cionarios de tamaño liliputiense acerca de reyes, herederos precipitados y floris-tas eclesiásticos. La novela que explica por qué Carr se decidió a publicar él mismo sus novelas es la ágil y episto-lar Harpole & Foxberrow, General Pu-blishers: “Algunos editores son dislé-xicos o les resulta tan difícil la lectura que rechazan libros sin mirarlos.” Un personaje les ruega a los autores que traten a algunos editores como men-talmente desequilibrados “para que así merezcan bondad y comprensión”. Carr mismo se encargaba de distribuir sus títulos y de enviarles copias de prensa a los periodistas, a quienes lo que más les agradecía es que reprodu-jeran su dirección personal en sus ar-tículos para que los lectores pudieran solicitarle ejemplares directamente.

El membrillo que crecía en su jar-dín delantero bautizó la editorial –The Quince Tree Press–, y a su jardín pos-terior le reservó esculturas y estatuas enterradas entre los arbustos y viejos espejos retrovisores clavados a los tron-cos. A Carr lo tentaba ensayar teorías: “lograr que un jardín pequeño se vea como uno grande, escondiendo algunas

de sus partes… diseñándolo como para que desde ningún lugar se lo pueda ver por entero”. Las últimas líneas de Har-pole and Foxberrow son las que con-cluyen con mayor felicidad el viaje de J. L. Carr y proponen un recomienzo: “Los libros (si uno está escuchando) siempre dirán lo que dijeron la última vez. O se quedarán en silencio cuando los cierres.”

ALBERTO SAVINIO: NUEVA ENCICLOPEDIA

En un momento en el que los que ha-cen literatura aparecen borrosos en la imagen, como por falta de profundi-dad de campo, una voz prístina como la de Alberto Savinio corrige el foco de un modo rápido y oportuno. Cómo diablos organizar su material, es una de las preguntas que perseguía a Savi-nio, como a casi todo escritor, especial-mente si la versatilidad y la dispersión de su curiosidad son sus vicios prefe-renciales. Una enciclopedia es uno de los atajos accesibles, sobre todo si se la planea de un modo arbitrario (al pre-cio de que la termine ordenando otro, póstumamente).

En Savinio, la disparidad de sus pre-textos da lugar a una autobiografía cubista, un diccionario de conjuras, un tratado sobre la discreción. (Cualquier pieza literaria es su propia teoría de la dis-

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creción.) Nueva enciclopedia es una excur-sión alrededor de sí mismo, tan digresiva como la que terminó en un pequeño y grato libro sobre la isla de Capri. Se tra-ta de un formato ideal para dar pie al “juego del pensamiento”, al diletan-tismo que definía como su “carácter más auténtico y profundo”. El estilo indirecto es el que favorece Savinio; lo indirecto como una cortesía. Distancia-do de su talento, al que ignora como lo hace un niño, Savinio consigue que sus apuntes estén imbuidos de ese es-píritu que su adorado Anaxágoras lla-mó “la más sutil de las cosas útiles”.

Cualquier excusa es suficiente para hacerlo redactar un texto memorable. Teorías estrafalarias y encantadoras so-bre los temas más diversos, reunidos en una mesa de disección: las alondras, la amistad, la apariencia, la calesita, la cari-dad, lo cómico, los disfraces, los dulces, el énfasis, la estatura, el fanatismo, el juramento, las manchas, la melanco-lía, el orden, el origen de la palabra papá, la puntuación, el viento, la voluntad, los sortilegios de la etimología, el silencio (en el matrimonio).

Los datos y comentarios se suceden al capricho de una pluma polimorfa: “Paul Bourget, novelista y académico francés que, para mucha gente, era un escritor de valor indiscutible, ansiaba entrar en el Jockey Club de París. Hay

gente que busca la felicidad en los lu-gares más extraños.” En los últimos momentos de su vida, Erasmo olvida el latín y vuelve a hablar el holandés de su niñez. El pasado, según Savinio, es “silencioso e inmóvil, como un mar abandonado por los vientos”. El autor de Aquiles enamorado habitó poética-mente el mundo; peso que aligeró con la fragilidad de los niños serios y una mirada de gran facilidad para lo ridículo.

Al igual que su hermano Giorgio de Chirico, Savinio fue escritor y pintor, aunque en proporciones invertidas. La clase de obra que hizo –su variedad, la precipitación profunda de su fan-tasía– tendió a ocultar la trayectoria de su genio, no su naturaleza. Toda la vida, La infancia de Nivasio Dolcema-re y Vuestra historia demuestran un tacto sobrenatural para aproximarse a los primeros años de una vida, para la modulación de detalles. De un niño que no hablaba una palabra, su padre decía: “Nívulo es como las antiguas casas de Milán, que no tienen fachada a la calle sino al jardín interior.”

El lector que prefería Savinio es aquel que “si verdaderamente no tiene el alma corrompida considera la lectu-ra como una operación clandestina y, para leer, prefiere apartarse como los animales cuando se sienten morir”. La aparición de obras maestras como

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las de Alberto Savinio remite a lo que discutían los jansenistas en Port-Ro-yal acerca de los milagros: cómo ha-cer prevalecer el testimonio humano aparentemente confiable ante la im-probabilidad de su ocurrencia.

LUDWIG HOHL: CAMINO NOCTURNO

Los narradores suizos son maestros de la deriva. Fueron educados por montañas. La currícula incluye senderos verticales, cornisas y picos irregulares, pendientes de escasa visibilidad. Caminan junto a Ludwig Hohl hombres de nariz nada respingada, como Robert Walser, C.F. Ramuz, Gustave Roud, Gerhard Meier y el poeta Philippe Jaccottet. Cada uno a su manera, han perfeccionado la ino-fensiva obcecación de los idiotas. Sus escritos provienen de un momento inspi-rado, no existe para ellos la confección profesional de la literatura. Una pluma desprendida, consagrada a describir paisajes y figuras de tanta presencia como elusividad. Frente a un gigantis-mo topográfico trazan las huellas de lo insignificante, lo fugitivo, lo levemen-te desquiciado: la miniaturización ti-pográfica.

Un hecho curioso: la recopilación de apuntes, Die Notizen, de Hohl apa-reció en 1944, cinco años después de que el Pierre Menard de Borges viera

la luz en la revista Sur y dos años des-pués de que Borges lo publicara en libro, aunque las anotaciones de Hohl habían sido redactadas entre 1934 y 1936. Una de ellas dice: “Imaginemos que un hombre copia el Fausto pala-bra por palabra, apenas reemplazan-do, en la página del título, el nombre de Goethe por el suyo.”

Con sus propias palabras, Hohl es un Ponge más narrado, menos perfec-cionista. La oración de Hohl avanza como una cronofotografía: una secuen-

LUDWIG HOHL

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cia silenciosa, clara, hecha de segun-dos estáticos, misteriosísima. Sea la caída de una hoja, la transformación de un animal o la mera práctica de la lectura, Hohl no ignora que un enig-ma necesita cierta cantidad de pági-nas, un vacío de cierta extensión para existir y cautivar, y tiene gran facili-dad para crear misterio enrareciendo una frase. Es un experto del tiempo diferido y de una inocencia que por ser consciente no deja de ser genuina y narrativamente sabia.

Cada escritor tiene su modo de ser evasivo. Una variante de esa intriga se produce cuando un personaje se eva-de del autor. El cuento que da título a Camino nocturno es sobriamente in-quietante, una parábola de la relación entre un escritor y sus personajes. Admirador de Hamsun, Hohl busca delinear a más de un personaje por su voz, a veces tan indefinible, por su singularidad, como la suya: “Durante todo ese tiempo pensaba sin parar en la voz, la oía sin cesar en todas las ca-pas –si puedo expresarlo así– que se superponían en ella… Esa voz conte-nía todo lo que ya no puede hablar. La leve vibración del más allá, la última melodía.”

La de Hohl es una voz que mero-dea, que se aproxima, que rodea, y una geografía no es más fácil de pre-

cisar que una voz: “Un paisaje de misterioso desapego. Una atmósfera que igual podía considerarse cálida y sana que causante de fiebres invenci-bles; nada terrenal; lo que nunca era terrenal, se volvía terrenal: la habitual solidez del mundo estaba más cues-tionada que nunca.” En la nouvelle Escalada, el retrato de la montaña no funciona como una alegoría de la es-critura de la obra; son uno y lo mismo. Las descripciones se acercan tanto a lo que un lector pudo haber querido escuchar sobre una montaña que la lectura planea, como si no sucediera. En un recodo de Camino nocturno se lee: “miraba hacia lo vivido en las ho-ras pasadas como quien presencia un juego de mesa infantil, una tormenta de nieve en la lejanía”. (Hora de con-fesar una de las mayores debilidades de este lector: creer que cualquier es-cena con nieve es extraordinaria.)

En Escalada, el color insólito de la ladera de una montaña la hace “des-componerse cada vez más en detalles, en particularidades, en matices”. Son los atributos que definen a un escri-tor. Devoto de Spinoza, Lichtenberg y Bach, Ludwig Hohl es sensible a las graduaciones y posee una cualidad rarísima: la atención a la presión de la mano de un calígrafo. Habrá que pen-sar que una sociedad secreta sigue

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produciendo bellos libros en el mun-do. Difícil encontrar otra explicación.

Tedi López Mills:la poesía y la perplejidad

PABLO PICENO

Aquel atribulado enero de 2014, sor-prendidos por la muerte de José Emi-lio Pacheco, que sucedería a la de su amigo Juan Gelman –fallecido apenas doce días antes que el mexicano–, que a su vez sería sucedida por el deceso del jovencísimo Sergio Loo, Tedi López Mills se sentó en un café de La Condesa a responderme una serie de preguntas se-midifusas y periféricas sobre su obra, sus autores de cabecera y aquello que la poesía ha provocado en ella. Cuatro años antes había visto por primera vez a la autora de Muerte en la rúa Augusta (Premio Xavier Villaurrutia, 2009) y en-tablado con ella una respetuosa amis-tad, admirado por su quehacer literario y su inventiva poética que, desde entonces, no deja de granjearle premios a diestra y siniestra. Tedi, quien recientemente publicó en Almadía su nuevo libro de poemas, Amigo del perro cojo, se man-tiene la misma, descreída y generosa,

cuya experiencia de la perplejidad que dice producirle la poesía es cada vez más notoria en la obra propia, incasillable, irrepetida, indispensable a todo lector, neófito y conocedor, de la literatura mexicana contemporánea.

–Antes que nada, quería preguntarte: por lo que yo sé de Traslaciones y lo que tú cuentas ahí, ¿tenías contacto con José Emilio Pacheco, quien acaba de morir?

–Sí… Hasta cierto punto.–¿Indirecto? ¿Cómo era?–Siempre indirecto, por vía de la

admiración. No es nunca un camino fácil para acercarse a una persona. A mí en todo caso no me sale bien. Sea como sea, lo leí con atención. ¿Qué otro homenaje puede haber?

–Tardó un buen rato en traducir los Cuatro cuartetos.

–Se publicó una primera versión en el Fondo de Cultura Económica hace muchos años, pero no, ya no se reedi-tó… En realidad esta traducción de Pa-checo es ya una obra personal, pues abunda en notas e investigaciones. No creo que en inglés exista una edición se-mejante de los Cuartetos de Eliot. En este sentido, va más allá de una mera traduc-ción. Publicó uno de los Cuartetos en Letras Libres hace algunos meses, jun-to con las notas. Parece que ha habido problemas con los derechos… Creo

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que no se llegó a un acuerdo entre Pa-checo y los editores. Algo así.

–¿Tú tradujiste The waste land?–No. De Eliot sólo he traducido El

viaje de los magos. Lo cual es un poco raro, pues Eliot es mi poeta tutelar, de cabecera. Por lo demás, hay ya sufi-cientes traducciones al español y no sé si una mía añadiría algo nuevo o me-jor. En México, José Luis Rivas tradujo La tierra baldía y casi toda la obra de Eliot hace ya muchos años.

–A ti, de Eliot, ¿qué te gusta más? ¿Los Cuartetos o La tierra baldía?

–La tierra baldía es de los poemas más prodigiosos que se han escrito en cualquier lengua. Eliot y también Pound son para mí los poetas del si-glo XX. Si alguien hizo añicos la poe-sía fue Pound con los Cantos. Luego la rehízo a partir de pura pedacería. Desde ahí quizá deberían escribirse los poemas: desde una orilla de ver-dadera catástrofe, riesgo, peligro, in extremis; la duda debe ser persistente: ¿qué es esto de hacer poemas? Obvia-mente, ni Pound ni Eliot son los úni-cos ejemplos. Hay antecedentes: Ma-llarmé, Rimbaud, Laforgue; después Vallejo, de algún modo extraño López Velarde, Pessoa. Lo malo de las listas es que se autodestruyen.

–Volviendo a José Emilio Pacheco… ¿Tú lo conocías sólo por corresponden-cia?

–Lo conocí, pero no lo conocí: tal cual. Coincidí con él durante un viaje a Washington... Luego, hablé con él por teléfono varias veces cuando trabaja-ba yo en el Fondo de Cultura. Pero soy muy mala para esos encuentros; nun-ca sé qué decir, qué preguntar. Con Pacheco siempre tuve la sensación de que podía estarle quitando el tiempo. Algo parecido me ocurrió también con Álvaro Mutis, cuando lo fui a visitar

TEDI LÓPEZ MILLS

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en dos o tres ocasiones con amigos, hace muchos años. Supongo que es una limitación mía. ¿Cómo se finge la es-pontaneidad?

–Con Pacheco, ¿los encuentros eran sencillos?

–Con Pacheco había siempre la cosa de que sentías que le estabas quitan-do el tiempo. Claro que no te lo hacía notar; al contrario, él pedía muchas disculpas. Él a ti. ¡Imagínate! Para la antología, Traslaciones, lo consulté en varias ocasiones. Y siempre se mostró muy generoso. En Washington estuve más tiempo con él. Íbamos mi mari-do, el novelista Álvaro Uribe, que era mucho más cercano a él, y Pura López Colomé, que también era más amiga de Pacheco que yo. Pacheco y yo sa-líamos a fumar. Entonces platicábamos.

–¿Eres, o eras, una lectora asidua de Juan Gelman?

–No especialmente, aunque claro que lo he leído. La antología que hizo Edurado Milán para el FCE es muy buena y la visito cada vez que me doy cuen-ta de que estoy en falta con Gelman. Nunca lo conocí ni intenté conocerlo. Íbamos al mismo doctor compasivo con los fumadores. Por la vía del humo se colaba un poco mi culto.

–En general, ¿esa corriente poética no te atrae mucho? La propuesta, digamos, de la low-brow culture –la poesía más

cantada, digámoslo así– del pueblo, que rompe con la gramática en cierto sen-tido, que es juguetona, poco solemne…

–No es que no me atraiga: no la sé hacer. Me encantaría aprender cómo. Funciona muy bien en todos los niveles y decibeles; es inmediata y conmove-dora. No hay ningún dilema de trans-misión. Sin duda Gelman era un poeta muy poderoso, aunque mi preferido siga siendo en ese tipo de poesía Raúl Zu-rita, cuya fuerza reiterativa me parece prodigiosa y eficaz. Sus poemas van y vienen en un mismo círculo, por un mis-mo surco y yo, al menos, no soy capaz de notar el truco, la maña, el mero recur-so literario.

–Gonzalo Rojas, ¿te gusta?–Muchísimo. Lo oí leer en el Fondo

de Cultura. Era un hombre, además, encantador, adorable. Desarmaba de inmediato cualquier actitud crítica. An-tes esos casos uno se rinde.

–Abarcas el tema de los gatos en el Libro de las explicaciones. Y en tu li-bro Horas hay algunos poemas en que mencionas gatos… Pero como tal, no tienes poesía sobre animales...

–No, no he escrito bestiarios. No deja de ser extraño porque los anima-les siempre me interesan, siempre me hacen voltear. Me gustan los zoológi-cos, aunque hace mucho que no visito uno. Está difícil ya competir con Ani-

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mal Planet en términos de imagina-ción o rapiña.

–¿Cómo es un día en la vida de Tedi López Mills, più o meno?

–Lectura de poesía en la mañana, con el primer café: libros que me aca-ban de regalar, libros que estoy inves-tigando, relecturas. Luego, antes del desayuno, lectura del primer periódi-co del día, pues leo tres.

–¿Cuáles, si se puede saber?–La Jornada, Reforma y El País.

Cada uno por su especialidad, por su propio manejo del escándalo, de la ideología en turno. Más tarde empiezo a trabajar, hasta las 13:00-13:30. Se sus-pende, y luego vienen la comida y los etcétera; después una larga caminata antes de meterme en la noche, aunque haya demasiada luz: lectura y más lectura.

–¿Qué estás leyendo actualmente? ¿Qué autores te llaman la atención?

–Estoy leyendo un libro prodigioso: La era de Pound (The Pound Era), de Hugh Kenner, un autor canadiense. El libro se escribió en la década de los se-senta. No creo que se haya traducido al español. El tema central es Pound, claro, pero también el renacimiento modernista, vanguardista, de la lite-ratura angloamericana en los años de las dos guerras mundiales, en distin-tas partes de Estados Unidos, en Lon-

dres y en París: Eliot, William Carlos Williams, Marianne Moore, Elizabeth Bishop, James Joyce, Wallace Stevens. Un libro sobre la genialidad y la ca-tástrofe; sobre las soluciones estéticas y las coartadas. Alguien tendría que escribir algo semejante sobre el moder-nismo y las vanguardias literarias de América Latina. ¿Quién sería la figura central? ¿El Pound de nuestra región? El libro de Guillermo Sheridan sobre los Contemporáneos hace algo pareci-do: el retrato de una época, de un gru-po de escritores, que se dispara hacia todas partes.

–Tal vez la pregunta sea un poco tonta, pero ¿por qué tu admiración es-pecífica, si no lo entendí mal, por los Contemporáneos?

–No es una pregunta tonta. Lo sor-prendente sea quizá que haya que justi-ficar actualmente esa admiración como si fuera un último resabio conservador frente a una luminosa e inestable mo-dernidad. Sin duda, es uno de los gru-pos más interesantes que ha habido en México. Concentra vitalidad, ironía, autoescarnio. La definición de “grupo sin grupo” es exacta, descriptiva. Cada uno de sus miembros tenía su perfección y su disfuncionalidad, con esa dosis de rebeldía dentro de la instituciona-lidad tan difícil de entender fuera de México.

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–¿Quién te gusta más, por ejemplo, Villaurrutia o Novo?

–Ninguno de los dos me gusta más; la actitud socarrona de Novo puede ser muy atractiva, letal, finalmente también una forma casi de autodestrucción con protocolo. Pero era mejor poeta Villau-rrutia, inquebrantable, digamos, por usar una término vago. Novo, por su parte, tiene un libro maravilloso: La estatua de sal.

–¿Y José Gorostiza?–Ah, Gorostiza, muy denostado aho-

ra según entiendo, pero yo lo defiendo: cristalino, monolítico, un pacto de san-gre con la forma, cuyo precio fue tal vez la vitalidad. Se quedó encerrado en su vaso a fin de cuentas.

–¿Y cuáles son los poetas actuales que te llaman la atención, cuyas pro-puestas se te hacen interesantes?

–La pregunta es difícil; casi siem-pre se te olvida lo que sabes. En este momento exacto: Anne Carson es una poeta que me gusta muchísimo, pero también Blaise Cendrars, Jack Spi-cer… En fin: picoteo, releo, regreso a lo mismo. Anne Carson es brillante, original, incluso tanto que corre el pe-ligro de perder esa dosis esencial de autocrítica, de severidad, de insegu-ridad frente al propio oficio que po-día advertirse en sus libros. Sus dos obras recientes, Nox y Red doc>, me

han parecido más flojas, más “produ-cidas” que los anteriores. Traduje un libro extraordinario de ella: Autobio-grafía de rojo. Lo publicó la editorial Calamus.

–¿Cómo entiendes tú la traducción? Vamos, lo has dicho un poco en tu pró-logo de las Traslaciones, en donde ha-blabas de la importancia de no ceñirse a ninguna regla como posibilidad para una buena traducción, lo cual también equivale a establecer ya una regla.

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–Yo traduzco, pero –vamos– no soy traductora constante de poesía como Pacheco, Pura López Colomé, José Luis Rivas, Alberto Blanco… Ahí es-tán todos en Traslaciones. De las nue-vas generaciones, creo que sobresale Hernán Bravo Varela como traductor constante y muy eficaz. Yo traduzco es-porádicamente, y, en general, no ten-go ninguna regla previa. Creo que el poeta al que estés traduciendo es el que te da las reglas; es decir, debes de obedecer el texto que estás tradu-ciendo y no una especie de poética abstracta de la traducción, porque eso acaba por entrometerse entre el texto y el traductor. Pienso que no hay que intervenir más de la cuenta. Las tra-ducciones donde el traductor se quiso poner en medio no suelen conven-cerme. Pero siempre hay excepciones muy convincentes. Pound fue un tra-ductor del chino pero no sabía chino, del japonés pero no sabía japonés, del provenzal, etc. Entonces, ¿por qué no hacer lo que se puede y hasta lo que se quiere? Otro ejemplo: en general, no estaría de acuerdo con traducir de idiomas que uno desconoce; es decir, por interpósita persona: partir de una versión literal que hace alguien ver-sado en esos idiomas y perfeccionar la versión hasta convertirla en un muy buen poema. Y sin embargo se ha he-

cho numerosas veces y a a lo largo de la literatura.

–¿Y cómo ha sido tu trabajo como compiladora? Has compilado otros li-bros...

–Sí… En un principio mi proyecto era que Traslaciones fuera una serie, dividida por décadas: comenzaría yo con la de los poetas de los cincuenta, luego alguien haría la de los sesenta, alguien más la de los setenta… Pero no ocurrió. Para una editorial es un libro difícil y caro por los derechos. Hice también el proyecto de los Anua-rios de poesía; fueron cinco, creo. La inconstancia acabó por imponerse aden-tro y afuera.

–Pero en el caso de Traslaciones era previsible que una obra gruesa, con mu-chos derechos que pedir, tendría que salir cara…

–En efecto, pero saberlo no resuel-ve el problema. Entre pagarle al com-pilador y a las editoriales y autores por sus derechos, el asunto sale caro. Y luego el libro no necesariamente se vende. Sucedió algo semejante con los Anuarios de poesía: siempre fue difícil establecer la continuidad, había que re-cordarles a los editores de las revistas que mandaran ejemplares… De todas formas, sólo tengo buenos recuerdos de esas dos experiencias editoriales.

–En general, en la cuestión de las

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antologías, siempre hay peleas entre unos y otros, que cuesta trabajo poner-se de acuerdo, ¿tú tuviste ese problema al hacer Traslaciones, a quien es más celebrado se le buscó más, a otros que están en la periferia, menos?

–No. Traté de ser lo más inclusiva que pude. Es una compilación de poe-tas nacidos en la década de los cin-cuenta que han traducido poesía con cierta constancia. Uno siempre mete las patas cuando hace una antología. Siempre puede haber exclusiones, erro-res, explicaciones insatisfactorias o insuficientes. Ni modo. El caso de los Anuarios fue distinto; ahí sí era cues-tión del gusto de la persona que ha-cía el Anuario. Y el gusto no tiene por qué no ser una función del prejuicio. Obviamente, uno tiene sus preferen-cias. ¿Por qué no? Si se tienen con la historia de la poesía, ¿por qué no va a ser igual con la actualidad? Hay poe-tas enormes y mayúsculos del canon literario que a mí no necesariamente me gustan.

–Cuando ganaste el Xavier Villau-rrutia por Muerte en la rúa Augusta recibiste algunas críticas negativas…

–Seguramente. Pero no quise y no quiero indagar. Ha de haber gente que piensa que no me merezco el premio. Siempre hay alguien que puede con-siderar que el premio que uno se gana

es un premio mal ganado, mal habido, no merecido. ¿Qué le vas a hacer?

–Cuando te dieron el Premio Xavier Villaurrutia, la razón que dio el jurado fue que, en Muerte en la rúa Augus-ta, el tipo de poesía que hiciste tú no existe en México. Decían que venía de la tradición anglosajona. Es un libro arriesgado, creo, de una poética muy actual. ¿Tú consideras tu poesía, poe-sía narrativa?

–No toda la que he escrito es na-rrativo, pero, digamos, en este caso, fue primero el tema al ver esa muerte (la del viejo en una calle de Lisboa) y luego el de hacer el poema. Por al-guna causa, que espero se deba a la inspiración, me cuesta trabajo ahora recordar el periodo de tiempo en que escribí Muerte en la rúa Augusta. No tengo una idea clara de cómo se fue armando. Empecé con un cuento (cosa que ya se está convirtiendo en una costumbre) que después fue el último capítulo del libro. La forma se fue im-poniendo por otra vía. Escogí Fuller-ton porque pasé ahí una época en casa de mi abuela y mi tío: una casa con otras casas alrededor de una alberca. Casi todos los habitantes eran gente mayor. Había un jardinero mexica-no. Y al jardinero mexicano lo acabé mezclando con la figura de mi papá. Así se fue armando el libro, con esos

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pedazos reales de historias antiguas. Mi época en Fullerton fue muy rara. Yo acababa de salir de la prepa, dizque iba a buscar trabajo a California para luego irme a Europa... Nunca encontré trabajo pero me quedé. Mi abuelita era una mujer melancólica, enferma y, mi tío, un exalcohólico que no ha-cía más que salir a jugar golf con sus amigos; un ambiente solitario donde había muchos libros, pues mi abuela era una gran lectora; encontré uno de Gertrude Stein... No recuerdo cuál, pero sí que me resultó ilegible y an-gustiante. Por ahí circula en Muerte en la rúa Augusta.

–También haces un homenaje a Pes-soa ahí, ¿no es cierto?

–¡Claro, por todas partes está Pes-soa! Hay versos suyos en los últimos episodios del libro. Y también están por ahí Pound y Eliot y hasta Villon y el Popol Vuh…

–¿A quién leías por ese tiempo? ¿Ya leías a Ashbery?

–A Ashbery, sí… a Robert Hass tam-bién… Luego a Anne Carson, que es una influencia clarísima en mi libro. Se metió todo: la vida y la no vida.

–A la fecha, ¿ya leíste a Herta Mü-ller? También su narrativa es muy poé-tica, o podría decirlo a la inversa.

–Acabo de leer una novela de Herta Müller, La cita. Me pareció buenísi-ma: angustiante, tremenda, inteligen-tísima. Me gustaría conseguir más cosas de ella.

–Ganaste a finales de noviembre, por el Libro de las explicaciones, el An-tonin Artaud. ¿Es un premio que da Francia a una novela editada en Mé-xico?

–Es un premio sui generis. Sí, en parte es la embajada francesa. Empe-zó como un premio que se daba con apoyo de la embajada, pero había un chef, el chef Olivier [Lombard], quien abrió dos restaurantes en Polanco, uno de ellos se llamaba Olivier… Él patrocinaba, en parte, el Premio. Y

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solía anunciarse el ganador con bom-bo y platillo y una gran comida en el restaurante. Por desgracia Olivier mu-rió. Hubo otros patrocinadores, y los ha habido hasta a fecha. Ahora lo sos-tiene, en gran parte, una asociación llamada Círculo de Victor Hugo. Yo me siento muy orgullosa y contenta de haber recibido el premio. El Libro de las explicaciones provocó reacciones de bando: los ensayistas me decían que no eran verdaderos ensayos y los narrado-res que no eran auténticas narraciones. Me gustó quedarme en esa encrucija-da, en una especie de transgénero. El premio Artaud es de gran prestigio y, para mí, tiene además un significado personal, pues el primer ganador fue mi esposo Álvaro Uribe, con El taller del tiempo. Su linaje es de pesos pe-sados: Mario Bellatin, Juan Villoro, Enrique Serna…

–Te hago la pregunta famosa de Höl-derlin: ¿para qué poetas? ¿Tú cómo concibes la poesía en ese sentido? ¿Le adjudicas algún cariz ético a tu poesía? ¿Qué le faltaría al mundo si no hubie-ra poetas? Tomo, por ejemplo, la muer-te reciente de Gelman y de Pacheco… ¿Cambia algo en la sociedad?

–No. No cambia nada en la socie-dad; ésa es la verdad. Cuando pienso en poetas, pienso en lo que me han dado a mí; en las experiencias extraordina-

rias que me ha dado leer en esa esfera de sonidos y visiones que no tienen que ser comprensibles ni referenciales ni adjudicables. En ese sentido, le doy todo el valor a la poesía, como también a la novela y al ensayo y a la música y a la pintura, etc. La parte moral es otro asunto y otra discusión, mucho más peliaguda: ¿en dónde colocas a la moral al hablar de arte? Las decisiones al res-pecto pueden resultar peligrosas. Yo supongo que hay más gente a la que le ocurre lo que a mí con la poesía, la novela, etc., pero no me atrevería a declarar que una experiencia estética intensa mejore a las personas. No hay garantía de que seas mejor persona con casi nada. Ni siquiera creyendo en Dios. En cuanto a pensamiento político-moral, estoy de acuerdo con Isaiah Berlin: él decía que las cosas no vienen en pa-quetes; que si hay democracia, no sig-nifica que automáticamente haya jus-ticia, distribución de la riqueza, etc.; lo que hay es democracia. Podría de-cirse lo mismo de la poesía: si te gusta mucho la poesía, si hay muy buena poesía, no significa que resuelvas otro tipo de problemas o que vayas a tener mejores personas. Conozco muchos poetas muy buenos que son personas bastante pésimas.

–¿Y qué te ha dado a ti la poesía? ¿Cuándo te dio la primera vez algo?

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–La primera experiencia que me dio la poesía fue la perplejidad. La prime-ra vez que oí un poema fue en la prima-ria… Teníamos una maestra que nos leía poemas. Era una primaria medio improvi-sada en esa época, que ahora sigue exis-tiendo y se ha hecho más normal (el Edron Academy). La fundó un grupo de maestros ingleses excéntricos, ex-patriados; el programa académico era relativamente inestable. Mi maestra de primaria nos daba un poco de todo: egiptología o poesía de los románticos

ingleses, por ejemplo Wordsworth. La primera vez que oí esos textos, me pregunté: ¿qué es eso?; ¿qué es eso que está contando una historia, pero al mismo tiempo la constriñe con mú-sica? Esa perplejidad fue la primera cosa que me produjo la poesía, y que, incluso, me alejó en un principio de la poesía. Leí narrativa mucho tiempo antes de volver a la poesía. Aun hoy, la experiencia de no entender perfec-tamente ese artefacto de artificios es una de mis preferidas.

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Tres poemas

ADALBER SALAS HERNÁNDEZ

para Alejandro Castro

APENAS ESTABA empezando la adolescencia,cuando leí en la carátula de un libro la frase El 18 Brumario de LuisBonaparte. No lo compré.Debo haberme llevado de la libreríaalgo de ciencia-ficción, seguramenteIsaac Asimov. Sin embargo,ese título se me quedó en la cabeza.Un brumario sólo podía seruna antología de la bruma, un volumencapaz de encerrar toda la niebladel mundo.No tenía idea de quién había sidoese tal Luis Bonaparte, ni me importaba.Tiempo después lo averigüéy francamente siguió sin importarme. Nada más pensaba en aquella bruma

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obstinada, redundante, colándose entre los huesoscomo artritis. Un espesor pálidodonde tragedia y farsa compartíanel mismo peso idiota. Una blancuracomo un animal triste.Imaginaba que en su interiorandábamos a tientas, convenciéndonosde saber hacia dónde, sin percatarnos de las ratas,los insectos mudos e insistentes, las criaturas de las profundidades oceánicas, que no han cambiado en millones de años –los verdaderos dueños de la historia,sin antecedes, pruebas o linajes,los herederos de la tierra en toda su aridez:los que no testimonianpor nada ni nadie, los que no piden perdón o salvación,los únicos que saben leer en el brumariola repetición sorda de la vida.

CADÁVERES PARA NÉSTOR PERLONGHER

Hay cadáveres con y sin rostro, con y sinmiembros, con y sin ataúd, y aunque dicen reconocersecomo iguales, no han logrado resolver aún sus rencillas, formar una república independiente de ultratumba,

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ni tan siquiera sindicalizarse.

Hay cadáveres que cavan túneles para escaparhacia el otro lado del planeta, haciauna nueva vida –o al menos una muerte más prometedora.

Hay cadáveres que sólo pueden caminarde espaldas, con pasos tímidos, como quiense pone tacones por primera vez.

Hay cadáveres que, orgullosos, siguen votando en sus países de origen; algunos incluso han llegado a vestir la banda presidencial.

Hay cadáveres que fueron lanzados al marpara que sólo el agua recordara sus nombres(pero no fue así).

Hay cadáveres que padecen de anorexiaporque nadie habla de ellos.

Hay cadáveres que insisten en grabar sus rostrossobre paredes, cortezas de árboles, sudarios: selfies milagrosos.

Hay cadáveres que pactan con los gusanosque los devoran; con ellos fundan una nación

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subterránea, un pequeño país en descomposición.

Hay cadáveres que dejaron sus retratosen palacios, ministerios y cuarteles, creyendoque podrían espiarnos desde ellos(pero no fue así).

Hay cadáveres que llegaron puntualesal olvido, pero impuntuales a la muerte.

Hay cadáveres que están a punto de ser echadosdel panteón nacional –hace décadas que no pagancon hazañas la renta.

Hay cadáveres que por nada del mundo se quitanel uniforme, las insignias, lasmedallas, convencidos de una inminenteresurrección de la carne (pero no es así).

Hay cadáveres que regresan porque la inmortalidadque imaginamos para ellos está mal amoblada, las lámparas no encienden y siempre se cae la señal del wi-fi.

Hay cadáveres que no pueden hablar de estadísticas, números, desapariciones, porque se les trabala lengua. Aún esperan la oportunidadde testificar contra los vivos.

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SAN JOHN COLTRANE EN LOS INFIERNOS

Prefiere tocar aquí, aunque haya pésima acústica y apenas se escuche la respiraciónáspera del saxofón. Prefiere montarse en escena a pesar del micrófono dañado, la mala ventilación, los tragossin hielo. Aquí, a tan sólo quince minutosde la eternidad, si no menos, entre los yonquisy las putas trasnochadas, entre los condenados por anfibioso ambidiestros, por faltos de simetría, aquí, bien lejos delos coros celestiales, donde ya no queda espaciopara un ascenso más. Porque esta música solamentepuede subir, fue hecha con esas cosas que se derrumbansin un crujido, sin pedir perdón. No separa la carne del día de los huesos de la noche, no se sienta a la diestra de nadie. Lluvia dura, viento de hojalata, cieloinconcluso y terco, música que lleva en el costadouna herida que no sangra, luz que buscahacerse polvo entre las manos.

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Cajamarca

ERIC BOUILLARDTraducción de Félix Terrones

La ruta, en medio de las colinas que verdeaban, estaba flanqueada de cactus y flores. De pronto, en las alturas, apareció Cajamarca. Cuando vieron sus edificios regulares, los cultivos en andenes de las cercanías, los españoles estuvieron maravillados. El recinto de tierra apisonada, la extensión de la ciudad, los muros anchos, las numerosas fuentes, el templo y el apacible jardín que lo rodeaba, todo eso indicaba que a partir de ahora se encontra-ban en el corazón de un verdadero imperio; y tuvieron el sentimiento de una desproporción. Reconocieron que se disponían a luchar contra un adversa-rio poderoso y no con unas cuantas tribus indígenas dispersas por ahí. Por primera vez percibieron la extensión de su audacia, comprendieron que se habían aventurado en una empresa delirante y algunos se preguntaron, sin duda alguna, cómo pudieron hacerlo con tan poco recelo.

Pizarro, a la cabeza de la primera columna, dio la orden de esperar a los demás. Era mediodía. Esperaron varias horas a que el resto de la tropa se les uniera. En los flancos de las montañas, los empinadísimos pasajes impedían el avance grupal y había que separarse en diversas columnas que se estiraban con el curso de las horas. Tuvieron tiempo de admirar los cam-pos alrededor, los bosquecillos de árboles frondosos, los matices de colores. Pero también tuvieron tiempo para contar las tiendas de campaña hechas con telas y levantadas para el Inca, a aproximadamente una legua y media de la ciudad. El campo se extendía sobre una gran superficie de terreno, era como otra ciudad, blanca, hormigueante de servidores, de cargadores, un verdadero ejército.

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CAJAMARCA

Los españoles sintieron toda la desesperada absurdidad de su situación. ¿Qué hacían ellos aquí tan lejos de su país y en número tan reducido? Sintieron un enorme pa-vor que debieron disimular si querían que los cargadores no aprovecharan para atacarlos o para huir. Debieron conservar la misma actitud natural, altiva. Eran como vencedores que debían actuar a cualquier precio, pese a que todo alrededor parecía indicar que estaban perdidos.

Por la noche, los españoles entra-ron en la ciudad en orden de ba-talla. Los indios se habían acercado para verlos, grupos de curiosos que daban a la solemne entrada un aspecto de espectáculo. Entonces cayó la tempestad, el aguacero, el granizo. Los españoles entraban en Cajamarca empapados de lluvia, recorrían las calles montados en sus caballos llenos de barro, hacían ruido a fin de espantar a los indios; se reagruparon en medio de la plaza, formando un triángulo, y como no importa qué parte del infinito es infinita, el miedo de cualquier de entre ellos era tan profundo como posible. Aquel espeso triángulo de hombres, forma absolutamente santa, con sus tres ángulos, sus tres lados, en el medio de una ciudad que los indios habían abandonado, tenía algo de irreal.

Cuando todos se habían reunido, el día ya casi había terminado. En aquel momento, los cargadores indígenas se pusieron a llorar. Temían las re-presalias del Inca. Un grupito de hombres buscó un reducto mejor que esos edificios alrededor de la plaza, pero no encontró nada. Entonces los soldados instalaron sus cuarteles en aquel lugar.

Pizarro envió a De Soto al campo del Inca. Una cuarentena de caballe-ros galopó hasta los baños de Pultamarca. Hoy en día se puede alquilar un camarín privado por un dólar cincuenta. Una piscina pública es accesible

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por cincuenta céntimos. Pero, en los tiempos del Inca, solamente el empera-dor y los suyos disfrutaban de una mezcla de agua sulforosa, fría y caliente, mezclada según el gusto. Nadie más podía entrar en los baños bajo riesgo de muerte. Los españoles avanzaron entre una doble hilera de indios armados. Los porteros preguntaron a De Soto qué era lo que buscaba. Respondió que quería ver a su amo. Pasó mucho tiempo. Atahualpa salió finalmente, oculto detrás de una sábana estirada por dos mujeres que le daban la cara, como era usanza. De Soto pidió que se le retirara el velo.

El Inca no manifestó sorpresa alguna. No miraba a los españoles y no se dirigía a ellos a no ser que fuera por intermedio de uno de los nobles de su cor-te. Atahualpa era un hombre un poco grueso, de gestos lentos y majestuosos. Habló con una voz dulce como quien no tiene miedo de ser mal escuchado o incomprendido. Tenía el semblante grave, de una firmeza que venía de aden-tro. Hizo decir a De Soto que les haría pagar la afrenta de haber arrasado su país y saqueado su ciudad. Añadió que al día siguiente iría a verlos.

En el momento de partir, De Soto dio media vuelta con su caballo; en ocasiones se ha dicho que el morro del caballo se acercó al Inca y que un poco de baba mancilló sus ropas. El Inca se mantuvo impasible, y aquellos de entre sus hombres que se agitaron y perdieron la sangre fría fueron hechos ejecutar de inmediato.

*

Nadie conocerá nunca cuáles fueron los pensamientos y emociones que pa-decieron los incas. Les habían contado que los caballos se alimentaban de carne humana. Les habían dicho que estaban dotados de inteligencia. Les habían dicho que los españoles llegaban desde el mismo horizonte en el cual habían desaparecido los Creadores del mundo. Pero ahora sabían que los españoles eran mortales como ellos, que sus caballos no eran gigantescas llamas, que sus largas espadas no eran más que armas metálicas. ¿Pero por qué razón habían llegado justo ahora?

Huayna Cápac, el padre de Atahualpa, había fallecido por culpa de la

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epidemia de viruela, la cual también había llegado de España. La gente ha-bía muerto de esa extraña enfermedad, muchos hombres tuvieron estreme-cimientos horribles, náuseas. Luego, las manchas rojas se extendieron por toda la piel, manchas pequeñitas y rojísimas como picaduras violentas. Lle-naban las caras y las palmas y el cuero cabelludo. Pronto los cuerpos esta-ban picados de pústulas y la gente moría.

Su hijo Huáscar había ascendido al trono. La nobleza cuzqueña fijó su elección en dicho príncipe, quien no era hijo de princesa imperial. Se espe-raba que fuera dócil. Para asentar mejor su reino, incluso se pensó en casar a su madre con la momia del Inca. Hubiese sido necesario sacar de su guarida al viejo enfermo, volver a ver su rostro lleno de agujeros. Nadie se atenía a ello. El rostro del muerto había dejado un recuerdo extraño. Se decía que, al final, Huayna Cápac estaba irreconocible, incluso sus mujeres no lo recono-cían y se negaban a acercársele.

Tuvo cerca de cuatrocientos hijos. Lo cual hizo difícil la sucesión. Se puede imaginar a aquel pueblo de hijos e hijas, los herederos, en el fondo de sus deseos irrevocables, esperando ser quien fuera designado.

Y así resulta que hubo guerra. Porque otro de los hijos había reivindi-cado para sí el trono, un hijo venido del norte, ahí donde Huayna Cápac, ha-cia el final de su vida, había hecho campaña, cerca del ecuador, en el umbral de la selva profunda, un hijo que tuvo con una princesa pequeña y oscura, una princesa indígena y ágil, muy bella y que lo había camelado de tal modo que el viejo emperador de las montañas, quien ya poseía una semejante progenitura, había terminado por invertir en dicho hijo un poco de amor.

Entonces, Huayna Cápac había tomado a su hijo con él, lo había lle-vado a dar una vuelta, con las armas empuñadas, a los lindes del imperio; y el joven Atahualpa se había hecho conocer por sus hombres. Se le había visto combatir al lado del mono viejo, se le había visto cortar cabezas en los campos de coca, y de esta manera los yanas habían formado alrededor suyo un verdadero cordón de fuerza fresca.

Los yanas eran ex-cautivos o criminales que el emperador se había ad-judicado en calidad de servidores y que dependían enteramente de él. Muy rápido adquirieron un poder creciente, el imperio reclutaba entre ellos a sus mejores soldados y, pronto, a sus generales. La desaparición total de un ori-

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gen oscuro o de crímenes pasados los empujaban a defender al joven príncipe del norte contra el clero y los nobles del Cuzco. El mismo Atahualpa estaba repleto de otro tipo de herencia, no descendía en línea recta del sol, no era hijo de una princesa inca, pero había venido por la oración de una mujer, había naci-do de las caricias dulces de su madre a un hombre que no hablaba su lengua.

A la muerte de Huayna Cápac, Huáscar y Atahualpa se levantaron uno contra otro. Su lucha brutal debía ser la expresión de una profunda angustia. Sin duda, bajo el jarrón de herencias y reinos, bajo los eventos gloriosos, pululaban otras alimañas. Los yanas eran una fuerza ascendente, se sentían en casa a lo largo de todo el imperio, sin distinción de razas ni de oficios. Acaso se preparaban –como los mamelucos que ejecutaron al último de la dinastía Ayubí– para hacerse con el poder. Así los mamelucos habían hecho de Egipto una gran potencia. Habían rechazado a los mongoles, expulsado a los francos, su poder se había extendido por Palestina, Siria, Cirenaica y habían impulsado las artes y las ciencias. Los yanas, en cuanto a ellos, no tuvieron tiempo para realizar hazañas tan grandes.

El ejército de Atahualpa fue vencido primero. Se consideró que la gue-rra civil se terminaba, se consideró que Cuzco conservaría su preeminencia secular y que el joven y legítimo emperador había alejado al bastardo. Pero los yanas, un poco más lejos, una vez recuperados del pavor inicial, recons-tituyeron sus tropas. Reunieron los soldados que se escondían por los techos y los bosques. En la noche cuchicheaban su llamado. Había que regresar, todavía nada estaba perdido, Atahualpa reinaría sobre su pueblo. Rozaban las tinieblas, lentamente reunían jirones de ejército. Se hubiera podido de-cir que atraían a los muertos con un airecillo de flauta, que los ordenaban en hileras en lo hondo de las llanuras, la noche, y que por la mañana se escondían y dormían. Reclutaban en lo oscuro, sin descanso, buscando en lo desconocido y el miedo una abnegación azarosa. Y una vez reagrupado su ejército, habían ido a sorprender a Huáscar, cerca de Chontacajas. Allí, la larga hilera de hombres que habían trazado en la arena se hundió en el mis-mo centro del ejército enemigo. Entonces, pese a su superioridad numérica, Huáscar fue capturado y arrojado al suelo. Rodó en la tierra como una bolita de piel y pelos. Se le recogió un poco más abajo.

Ahora Atahualpa reinaba solo en el imperio. Era el centro de esa gran

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máquina. Pero lo que había ocurrido, la caída del otro Inca –el cielo vacío, la torre muerta–, todo aquello no había dejado de tener consecuencias en el espíritu de los hombres. Se había hecho caer al Inca de su litera, se le había atrapado como un ratero y arrastrado por los suelos. Hasta el momento, todo lo que tocaba al Inca se convertía en tabú. Nadie podía utilizarlo de nuevo. Las mujeres se ocupaban de recoger esas cosas y guardarlas en baúles. En pequeñas palas, ellas amontonaban sus tesoros de huesos corroídos, de pe-pas, conchas y todo tipo de restos. Ellas recogían los vestidos que él había llevado puestos, todo lo que había cogido con sus manos. Y, una vez por año, peregrinación solamente ejecutada por ellas, transportaban todos los sacos con restos fétidos, vestidos y alimentos podridos, los llevaban lejos, más allá de los pequeños triunfos de cada día, y los quemaban. Todo lo que había sido utilizado por el Inca debía ser quemado, llevado a las gran hoguera de la duda. Y después se dispersaban las cenizas, se confiaba al viento frío los pobres secretos de un reino.

Ahora bien, ahora que un Inca había sido arrojado al suelo; ahora que un emperador había perdido el don de alejar y confundir; ahora que un em-perador era prisionero, se había visto crecer en él, muy rápido, en su arma-zón de carne y huesos, la misma debilidad de los demás hombres.

*

La noche fue larga, llena de angustia. Los gemidos de los cargadores daban a la espera un carácter lúgubre. Pedro Pizarro cuenta que durante aquella noche se veló en un pánico inmenso. Pero Pizarro no parecía afectado por el malestar que asaltaba a los hombres. Dividió en dos la caballería, una de las partes estaría al mando de su hermano Hernando, la otra sería liderada por De Soto. También separó a los infantes. Una parte estaría bajo órdenes de su hermano Juan, la otra bajo las suyas. Ordenó a Pedro de Candia ascender a una lomita fortificada y llevar con él un falconete, para dar un cañonazo cuando les hiciera una señal. Los españoles amarrarían cascabeles a sus

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bestias para sembrar el terror. Los jinetes surgirían de los edificios donde se habrían ocultado. Habría que controlar las dos únicas puertas que daban a la plaza y ésta se convertiría en una trampa terrible. Pero era necesario que el Inca entrase en ella.

En poco tiempo no quedaba un solo español en la ciudad. Las calles estaban vacías. Los hombres pasaron la noche en armas, con los caballos ensillados. Orinaban sobre ellos mismos bajo la influencia del miedo. Los cargadores seguían gimiendo. Un inmenso cuerpo de cansancio lloraba. Bajo los solivos sin pulir y los manojos de hierba, una ola se retira un instante luego regresa, insinuándose lentamente en los pensamientos. El centinela recorre la noche, las frentes se agachan, los cuerpos se voltean. Pero los pasos se alejan y los llantos vuelven a empezar. El silencio pasa un instante a través de los hombres, largo corredor vacío.

De repente, el cielo se despejó. Las estrellas parecieron más centelleantes. Du-rante aquella espera, Pizarro mira su mano arrugada. Tiene más de cincuenta años, está viejo. Los años que acaban de escurrirse forman como inmensas rebabas que se estiran, regresan, empiezan de nuevo –y el tiempo, mangle de carne, aire y sangre, es como aquel país hecho de desiertos, bosques tro-picales y también de altas montañas; un desorden profundo reina sobre los hombres–. Una vez pasados los largos años en las selvas colombianas, des-pués de numerosas excursiones fallidas, después de muchos muertos, entre grandes sufrimientos, en la humedad de la tierra, acosados por los indígenas o, al contrario, sin encontrar durante semanas un solo pueblo donde tomar víveres, una vez descubierto un país de elegante orfebrería y que promete grandes riquezas, una vez de regreso en Panamá, una vez desbaratadas, allá, las maniobras de quienes querían malversar para cuenta suya los beneficios de una empresa futura, una vez atravesado el océano, había tenido que sufrir, de vuelta en España, la prisión por deudas, vivir varios meses en un calabozo y, una vez sufrida la prisión, había tenido que ir a Toledo, arrodi-llarse delante del trono y, finalmente, obtener las capitulaciones necesarias y el título de gobernador de una provincia todavía inexistente. Entonces tuvo que reclutar tropas, encontrar armas, caballos, víveres y navíos para cargar todo eso. Tuvo que hacerse de nuevo a la mar y, rápido, antes de que se lo

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prohibiera la autoridad. Luego tuvo que sufrir la marejada durante semanas, beber el agua estancada, comer la carne seca, después sufrir en Santa Marta las maquinaciones, las defecciones y volver a partir. Fue necesario atracar en Cartagena de Indias, encontrarse con sus socios, negociar, reclutar otros hombres, encontrar pertrechos y más dinero. Luego hacerse de nuevo a la mar, bordear las costas, desembarcar –vieja bestia bárbara–, sufrir el ham-bre, la sed, atravesar las selvas exuberantes, los desiertos, y encontrar en ruinas la ciudad en donde se esperaba encontrar incontables riquezas. Final-mente, tuvo que escalar montañas altísimas, morir de frío, para encontrarse ahí, entre cuatro muros de granito, esperando, mientras decenas de miles de indios acampaban afuera, la llegada de un ejército entero, victorioso.

Sin embargo, Pizarro no tenía miedo. No era desde hacía algunas horas que esperaba; era desde siempre. Aquella noche era su noche, era desde esa oscuridad que saldría de la nada. Bien podía esperar unas horas más. Cuan-do la temperatura bajó, respiró con un gusto que hasta aquel momento no había sentido. Respiró profundamente, como si tomara el aire más allá. Sen-tía una alegría límpida a la vez que advertía todo lo que ocurría alrededor: el temblor de una mandíbula, una vela que iba a apagarse. Vio los círculos de orina alrededor de los pies de los hombres, el cerquillo lleno de saliva de un indio dormido. Sintió la órbita del mundo, la resaca lejana. Su día llegaría finalmente. En sus jaulas de piedra, los españoles parecían miembros de una antigua realeza de lodo y de sombra. En lo oscuro, parecían escrutar el pasa-do entero. De repente, Pizarro dio la impresión de perderse en la noche. La vela que estaba cerca de él se apagó. Parecía un antiguo rey viviendo en una tumba, prisionero de la piedra. Los españoles sorbían sus mocos, escupían. Las salas apestaban. Hacía frío. Pizarro se acordó de esa pestilencia per-manente que habían padecido en la costa, las ropas que se pudrían sobre la piel. Recordó las tablas separadas de las cabañas, los escorpiones que caían del techo. Recordó las lluvias diluvianas y se dijo que aquella noche era la suya. Los demás temblaban, se lamentaban o se callaban, pero él sabía que la gloria tiene siempre por causa los hechos reales, que el tiempo –enorme masa de sueños y deseos– en ocasiones se agrieta, estrellándose con hechos reales, que la vida de los hombres se acerca en ocasiones a ellos, desviada de su curso por un peñasco real, un tronco de árbol, un meandro; y –maña-

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na– esperaba que hechos reales se produjeran. Así, aquella noche era suya y de nadie más. Había levan-tado sus planes, visto a Benalcázar, quien ahora está postrado, masti-cando una correa de su montura. El padre Valverde se le había acerca-do, habían pasado algunos minutos juntos, en silencio, como si hubie-ran mirado a través de un agujero en el muro y visto la misma escena extraña. No habría sabido decir qué cosa.

Recordó a uno de sus solda-dos, en Puerto de Piñas, preso de una locura súbita. Volvió a ver los espesos bosques, las montañas es-

carpadas, las bestias moribundas. Luego volvió a ver Santo Domingo, sintió el gusto del pan casava, del tocino. Era el comienzo de su estadía en las Américas. Estaba bajo órdenes de Ojeda. Un día, éste recibió una flecha en el muslo y ordenó que se aplicase un hierro ardiente sobre su herida. La pierna había humeado. El olor de la carne había sido tan fuerte que la saliva había acudido a sus labios al mismo tiempo que el asco. Después de lo cual se le había envuelto la pierna con telas humedecidas con vinagre.

Fue entonces que recordó el comienzo, cuando era escudero de Ovan-do, en Santo Domingo. Lo acompañaba en sus campañas. La capital había sido destruida por un huracán, había sido necesario reconstruirla. Muchos hombres habían fallecido desde su llegada; los primeros tiempos estaban llenos de dudas, de cansancio. Luego se había pacificado la isla, se le había hecho entregar con creces su dote de sangre. Al comienzo se buscó los bue-nos términos con algunos reinos, luego se los derrotó, uno tras otro, como pequeñas pelotas de lana. Al final, sólo quedó uno, y se le ahogaba por todas partes, enajenando sus tierras, robando sus cosechas, violando a sus hijas. El discutible heroísmo de los comienzos había dejado su lugar a una rutina

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mortífera. Y aquel último reino, Ovando jugaba con él, arrojando más lejos sus tierras, despreciando a sus jefes. Más tarde, aprovechó la oportunidad que le daba una fiesta a la cual acudieron todos los del reino. Había esperado los bailes, los cantos, la gran molasa de carne; y, cuando todos ya estaban ahí, cuando la fiesta hinchaba los corazones, Ovando dio la señal. Se des-brozó a la muchedumbre a piquetazos. Todos fueron quemados. Una reina de la isla, muy querida –y que había querido creer en aquella feudalidad de oro y caña de azúcar–, fue colgada.

Enseguida, Ovando fundó quince piojosas ciudades, racionalizó una forma de esclavitud y extendió la ganadería, dejando pacer en cualquier lu-gar los caballos, las vacas y los cerdos. Pronto invadieron la isla entera, des-truyendo los cultivos, avanzando sobre los terrenos de caza. Cada incidente con los indios era la oportunidad para ejecutar otro más y más.

Algunos soldados rezaban. Pizarro miraba con envidia aquellos hombres arrodillados. Un esclavo negro dormía sobre la tierra batida, contra el frío; había cubierto su cuerpo con paja y estiércol. Las arrugas de las piedras pa-recían una continuación de su rostro. Tosió y escupió sangre. El suelo fango-so, los soldados que flotaban en ese edificio sombrío parecían una imagen del caos pagano. Por la noche se adivinaba un rostro negro y triste, la humareda trémula de una fogata, las protuberancias de una coraza. Se hubiera podido decir que toda esa masa ciega, que aquellas cascadas de huesos, de brazos y rostros estaban ahí por el día del Juicio Final. De Soto estaba aturdido, fe-bril. Por momentos, el resplandor de una vela resaltaba las venas espesas de su cuello. Las piedras brillaban como espejos pero solamente reflejaban la oscuridad de los cuerpos. Un río corre desde siempre hacia regiones que no conoce; circula por las mismas riberas, pero el agua, que siempre proviene de la misma fuente, no puede recordar las orillas que mojará una sola vez. De pronto un hombre cantó. Una voz grave y delante de ella, como impresa en una trama más oscura, una voz dulce, femenina. De Soto pensó en una canción española, una canción de Extremadura. Le recordó su primera in-fancia. ¿No era una tonadilla que su madre cantaba? Apenas recordó a su madre, pero creyó un segundo conocer aquella canción. Era una tonadilla simple de curva descendente, las dos voces cantaban al unísono, traicionan-

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do un deseo profundo de paz y de amor. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿En las nubes? ¡Escúchame! ¡Respóndeme! ¿No podría verte? Corre hasta mí, río de sangre, corre hasta mí. Los últimos cabos de vela daban al lugar una solemnidad extraña. Un caballo volteó la cabeza hacia atrás y se arrancó pulgas con los dientes, luego regresó a su pétrea inmovilidad.

La canción continúa, audible apenas. De Soto busca con los ojos la boca que canta. Cerca de una pared enlucida con arcilla, un indio estaba con los ojos cerrados. El olor del agua estancada y de orines se mezcla con aquella voz dulce, lejana. Es un indio que canta, se dice, sí, es un indio. Creyó reconocer una canción infantil, pero es la voz de un indio. La primera voz se calló. Sólo queda la voz femenina. De Soto la escucha pero ya no verá de dónde llega. No lo quiere saber más.

Un hombre jugaba con un sapo. Lo empujaba con el pie y lo rasguñaba con una pajilla que le hundía en el hocico. El sapo terminó por deslizarse debajo de una piedra. El hombre se armó con un palo, rascó y rascó pero no consi-guió hacerlo salir.

El padre Valverde se había enrollado en una pelliza grande. Soñaba con el camino blanco que habían seguido durante días, en las hierbas que crecen a orillas del camino. Dio una vuelta por la plaza y vio al norte una estrella brillante y fría. Un hombre tosía desde hacía una hora. Puso el pie sobre una espiga roída. Tenía hambre y frío. Se envolvió aún más en su pelliza. El recuerdo de un estanque de agua clara percibido mientras ascendía acudió de nuevo. Había en él minúsculos peces de plata, sus vientres brillaban en el agua. Eran partículas vivas de luz; avanzaban y bruscamente se iban, sin dejar tiempo a que se les siguieran, como si fueran aspiradas o repelidas. Su desplazamiento era vivo, compacto, jamás perdían uno de ellos; no había en-tre ellos oveja perdida, hijo pródigo. Era maravilloso verlos deslizarse entre las piedras, colarse en el cieno –imagen de la alegría–. A menudo los valles estaban salpicados de lagunas y, alrededor, estaban esos árboles, Valverde los había advertido, hermosos árboles de tronco brillante. Una vez se habían cruzado con un grupo de labradores que manoteaban al borde de un terreno para espantar a los pájaros. Ahora volvía a ver los rostros de rasgos podero-sos, sus miradas tímidas. Se preguntó un instante si el viejo labriego loco que

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habían visto, sentado en una grada del camino y que se había mantenido in-móvil durante todo el rato que les tomó pasar, no era la imagen de otra cosa. ¿Pero de qué? El viento agitaba los árboles, los grandes árboles, inmensos bosques eran agitados por el mismo viento. Carcomía el suelo, alisaba los acantilados, removía las hierbas enclenques, a veces incluso arrancaba sus raíces. Mañana, se dijo, el suelo no dará más frutos. De inmediato se recupe-ró y se preguntó por qué había pensado en eso, por qué extraña razón. Por la noche bendijo a los hombres. Les habló del Dios vivo, de la cruz y las heridas sangrientas. Les había hablado del amor de Dios pero también de toda su omnipotencia. Ahora volvía a ver los terebintos, los grandes árboles de ramas elevadas, cargadas de hojas. Volvía a ver las llanuras desnudas, abruptas, y la última curva antes de Cajamarca. Volvía a ver los suelos arenosos donde los caballos se hundían, el lecho de mariposas azules, las heridas dejadas por las cinchas en la carne.

El alba empezó a hacerse sentir. El vaho salía de las bocas. Los compañeros de Ulises en el caballo de madera también habían debido esperar, en cu-clillas, en el medio de la Acrópolis, y cuando Anticlo estuvo a punto de le-vantarse y gritar Ulises le puso a tiempo la mano en la boca. El viento había hecho temblar las paredes de tablas. El caballo estaba ahí, parado, inmensa trampa silenciosa. Alrededor de él, los troyanos discutían. Algunos querían destripar la madera hueca, otros arrojarla desde lo alto de los acantilados, otros hacerla ofrenda de dioses. Pero, durante la noche, el caballo vomitó sus guerreros. Saquearon la ciudad, la incendiaron. Troya fue destruida.

En Cajamarca, los españoles hicieron algunas fogatas; arrancaron la madera de las moradas, desmembraron los escasos muebles para cocer sus comidas. Comieron poco, la mayoría no tenía hambre. Sus vientres estaban duros. Veían sombras sobre la llanura. Algunos incluso creyeron que las sombras les hacían señas. Pero lo que les parecían indios escondidos eran sin lugar a dudas los boscajes, las formas del relieve. A la caída de la noche, vieron un pastor pasar a lo lejos con sus llamas. Llevó a sus bestias a través del horizonte. Los españoles miraron largo tiempo aquella banda de lana desenrollarse bajo el cielo. Pero, por la noche, el mínimo ruido parecía tener un sentido secreto. El peligro estaba por todas partes. ¿Los indios atacarían

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antes del día? Los españoles no tenían ninguna idea. No sabían si los indios estaban ahí, cerca de ellos, como un cuerpo amoroso en la noche. Ya no sa-bían si el día llegaría a su hora, fiel y orgullosa. No, ya no sabían nada más; y sin duda alguna la mayoría habría renunciado de haber podido. Pero ahora era demasiado tarde. Algunas horas antes todavía era posible abandonarlo todo y regresar a su pequeño pueblo de piedras secas. Pero aquella noche, frente a millares de indígenas que se mantenían inmóviles frente a ellos, como por milagro, ya no podían partir.

Pizarro sintió que caía de él cada hoja, cada gota. Después de veinti-cinco años dedicados a perseguirlo, finalmente enfrentaba al adversario que se había creado. Todas las luces engañosas del descubrimiento y la riqueza fácil ya se habían apagado. Solamente creía en Dios y en un increíble es-fuerzo por vivir. Y sintió en él un árbol grueso, tembloroso, un movimiento natural irresistible.

De Soto estaba cerca del fuego, esperando la llegada del día. Intentaba ahu-yentar las imágenes dolorosas gracias al calor y la ubicuidad de las llamas. Miraba, reajustaba sus ropas que la cercanía del fuego había vuelto canden-tes. Por la noche se sintió raro y lastimero. ¿Qué hacía ahí bajo órdenes de Pizarro? ¿Por qué no había encontrado su propia selva, sus propias monta-ñas, su propio abismo repleto de oro? No habría sabido formular sus inten-ciones pero, entre ellas, sentía algo ridículo, que no sabía explicar. ¿Adónde iba? ¿Qué buscaba? Pizarro parecía conocer su esfuerzo, su objetivo, lenta-mente se desgajaba del azar. Pero él, Hernando, se arrojaba en lo imprevisto, fogoso, irritado por la luz, buscando la paz y el consuelo en medio del caos y el vagabundeo. Acabaría sus días muy lejos de aquí, allí donde no hay tesoro ni imperio, en las llanuras frías donde pacen los hocicos obstinados. Allí ex-pulsaría al hombre, la bestia primordial, luminosa, aquella que corre de pie, vertical y grita su grito de palabras. Atravesaría Florida, Georgia, Carolina, Tennessee, Alabama y Arkansas sin nunca detenerse en ningún lugar, sin nunca revelar a nadie su pequeño secreto de sal y de agua. Atravesaría las grandes llanuras, diez veces, cien veces a lo mejor, luego caería enfermo y, pese a ser todavía joven, moriría a bordo de un gran río, en el mes de mayo. Sus compañeros lo hundiría en la corriente para que terminara su vida lejos

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de la inutilidad de sus esfuerzos. Aquella América, una de las cinco partes del mundo, De Soto la habría recorrido desde los Andes hasta las futuras orillas de Palm Beach. Habría ido de Cuba hasta el límite de los Apalaches, atravesando varias veces el istmo. Habría visto los volcanes, las vastas mese-tas, las Antillas. Habría navegado por el Atlántico y el Pacífico, dirigido nu-merosas tropas, poseído tierras, esclavos, acometido un viaje con seiscientos hombres hacia las desconocidas tierras del norte, como si hubiera buscado por todas partes aquella flecha bendita que, cuando lo alcanzara, despertaría en él al niño que alguna vez fuera y lo haría crecer.

Pero aquella noche De Soto estaba aún a comienzos de su larga y des-esperada búsqueda cuando Pizarro sorprendió su mirada llena de un espanto mortal, y se volteó. No quería que De Soto recordara que lo había descubier-to, él, Pizarro, víctima de un terror tal. No quería que De Soto recordara que había advertido su larga cola de iguana, la piel quemante y la carne fría.

Martín Bueno meneaba la cabeza de manera repetitiva, en silencio. Otro hombre, del cual Pizarro desconocía el nombre, desmenuzaba una espiga. El amanecer ingresaba de mala manera por los estrechos agujeros del edificio. Dos grandes y sombrías alas aleteaban en silencio alrededor de los cuerpos. Se hubiera podido decir que los hombres dormían con un sueño de larvas. La mayoría estaba de pie o en posturas en las cuales, de ordinario, no se duer-me. Los cuerpos se agitaban. Por momentos, un caballo se movía. Su aliento estaba lleno de un ruido metálico. El cuero comprimido de las monturas hacía un ruido de saliva o de frotamiento. Centenas de españoles, indios y negros estaban amontonados, durmiendo por los suelos, unos contra otros, montón de sudor y paja.

Se muere en vida. Pizarro ya estaba muerto. Estaba muerto sin la sabiduría antigua, sin la punzante voluptuosidad, sin olvido. Estaba muerto antes que todos sus crímenes. Estaba muerto desde aquella radiante mañana en Extre-madura, a través de las ventanas sin lunas, entre los olivares escuálidos y los almendros. Estaba muerto cerca de las ruinas del viejo molino, estaba muer-to lejos de la felicidad y el placer, entre las migas sobre la mesa, lejos de las lámparas encendidas. Estaba muerto. Como un lagarto, había conseguido des-

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lizarse dentro del espeso tronco negro del álamo frente a la iglesia. Se había deslizado detrás de la corteza llena de hormigas. Ellas lo habían devorado.

Pero no se puede hablar de la muerte sin amor. Si yo hablo de la muerte, una súbita emoción acude para buscarme. Me hiero a mí mismo y mi dolor es prueba y sufrimiento.

A comienzos de la mañana, Pizarro fue abandonado a la muerte. Experi-mentó un distanciamiento y un amor extremo. Una cosa le pareció de repente posible. La presencia de aquel pueblo extraño, fuera de su propia ciudad, aquel príncipe tan orgulloso, la luz polvorienta, el olor de orines y la bosta humeante, el ruido de los cascos, todo aquello le recordaba un caminito que a menudo tomaba en Extremadura. Recordaba el olor del tomillo. Recordaba los robles verdes, la grava crujiente. ¿Pero había existido verdaderamente aquel camino? ¿Lo había soñado? Poco importaba, él lo había tomado. Es-taba ahí. Acababa de tomarlo, de darse cuenta de que ahí estaba, de que había pasado frente a la iglesia, delante del gran álamo negro, y que ya había seguido la única calle del pueblo hasta las ruinas, que él había sobrepasado las ruinas y la delgada selva de retamas. Llegaba al primer recodo, ahí donde su padre había levantado, al menos eso era lo que creía, el banco de piedra. Entonces levantó la rama del enebro, pasó por el borde de la hondanada y siguió su camino. Sí, ése era su camino. Ahora ya no podría morir.

*

La mañana duró largo rato. Un sol tibio penetraba apenas por las puertas. Las fogatas se habían extinto antes del alba. Las cenizas y los pedazos de madera carbonosos se mezclaban con el agua derramada de los cántaros, con la bosta. Escasos instantes de luz viva y bella iluminaban los rostros de quienes estaban cerca de las puertas. Aquella mañana todo era menos bello pero más real.

Cuentan que, durante la noche, veinte mil orugas se habían arrastrado desde el campo indígena, veinte mil pequeñas orugas negras en la noche, sombras

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jadeantes que se deslizaban entre los ro-dillos de tierra y llegaban hasta los al-rededores de la ciudad para formar un delicado collar de ojos. Y moderar su aliento precipitado por su larga gimna-sia, fundirla en su osamenta, fue su úni-ca necesidad por la noche. Pero, pese a todo el cuidado posible, ocurría que las sombras se movían, que los músculos se abandonaran y que una extraña codicia los forzara a extender la mano en lo oscuro. Entonces los conquistadores escuchaban un ruido, roce de cuerpos, e imaginaban alrededor de ellos un animal con garras y colmillos.

Cuentan que el Inca había enviado aquellos veinte mil hombres a que se emboscaran. Atahualpa estaba seguro de que los españoles aprovecharían la noche para huir, que la funesta pandillita se retiraría. Por la noche harían sus talegas y azotarían a sus cargadores hasta encontrarse lejos. Y el Inca quería que se les atrapara uno por uno, como un trémulo nido de ratas.

Eran los movimientos de esos millares de soldados en la noche, silen-ciosos y ágiles, que los españoles habían percibido y que habían impreso a su espera un carácter inquietante. Era esa lenta trashumancia nocturna que les había dado miedo, dándole al pavor que habían sentido una forma aluci-nada. Se alucina siempre lo que tiene lugar, en realidades que se enfrentan. Pero por la mañana uno se reconcilia con las formas, en los campos despe-drados. Y aquella mañana los indios habían sido sorprendidos, ocupados como estaban en comprender cómo los españoles podían seguir y no seguir ahí. Y es que la plaza parecía vacía. Sin embargo no se habían ido. ¿Dónde estaban entonces? ¿Y por qué razón no se mostraban?

Por la mañana, Pizarro envió un mensajero ante el Inca. Le recordó su pro-mesa de visita. Atahualpa respondió que primero debía amarrar los caballos y los perros pues los indios les temían. Aquel que nunca se acercó a un caba-

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llo sólo ve una gran bestia huesuda, con un ojo asustado a cada lado del crá-neo. En cuanto a los perros, eran una jauría deforme, un tumulto de ladridos y mandíbulas, apretados unos contra otros por collares, tiras, corriendo por todas partes como si fuesen un solo cuerpo. Cuentan que los españoles los alimentaban con carne humana, que les arrojaban cadáveres de indígenas, como una parte de la presa a los perros de caza. Y es que lo que ellos hacían era una inmensa cacería, una cacería del buen salvaje, aquel ser de papel al cual se le abrían las venas para beber la tinta.

*

Hacia las once, la plaza estuvo cubierta de pájaros. Por todas partes rugían los pequeños picos y, desde la sombra de las puertas, los soldados emociona-dos y un poco asustados miraban. En unos cuantos minutos, hubo un número inaudito de gritos, risas mordaces y secas. Centenares de patas binaban la tierra, y los españoles miraban ese redoble de velos negros y murmuraban con pobres palabras sorprendidas. Cuando habían bordeado la costa, nubes de gaviotas los habían seguido, alimentándose de sus restos, chasqueando la lengua mentirosa. Pero en Cajamarca fueron multitudes de pájaros negros que se posaron sobre el fango centelleante de la mañana.

Después los pájaros echaron alas en medio de un gran desorden. Por momentos, algunos regresaban para posarse en el filo de los techos, pero ahora el lugar estaba vacío. Hacía calor. Los lugares vivían de una soledad extraña. Toda una multitud de respiraciones, pequeños ruidos, parecía bro-tar de la tierra. No se veía a nadie. Los españoles se mantenían en su cajón de piedra; era la misma sensación que en la selva, hecha de aislamiento, abandono, pero también de un sentimiento que ahí mismo, detrás de los ár-boles, en el ángulo muerto de la mirada, se esconde la Bestia.

Muchos hombres se durmieron después del amanecer. No habían po-dido dormir durante toda la noche, pero en muy poco tiempo el calor los embargó. El grosor de sus prendas o de sus corazas, que no los habían pro-

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tegido contra el frío, aumentaba rápido la sensación de calor. Sudaban. Pero, por el momento, la desesperanza más profunda había pasado. Las moscas se habían despertado. Estaban por todas partes. Eran tan numerosas alrededor de los caballos que, cuando uno de ellos se quedaba inmóvil un instante, los ojos fijos, su hocico cubierto de moscas parecía el de un cadáver. Y ellos que no habían logrado dormir cuando era necesario, ellos que toda la noche estuvieron con los ojos abiertos, como en el intersticio de una puerta, ahora que debían velar y mantenerse cerca resultaba que el calor, el zumbido sordo de los abejorros los agobiaban. Y, cuando hubieran debido levantarse por fin y recuperar sus fuerzas, ellos se duermen, envueltos de nieve, bajo sus caparazones de tortugas.

*

La disparatada guerra duró todo el día. Un pueblo mugriento esperaba al sol. Y los guerreros eran tan poco numerosos, tan aislados en su nicho de asfalto, que querían salir, gritar, golpear, tener finalmente frente a ellos esos indios que perseguían en pensamientos desde hacía meses. Pero Pizarro los retenía, los conjuraba a que se mantuvieran tranquilos y en grupo, que esperaran al abrigo, que el Inca se mostrara, entonces Pedro de Candia dispararía, la trompeta sonaría y sería el momento.

Pero no antes. Hasta ese momento habría que mantenerse en la sombra, emboscado, silencioso. Hasta ese momento habría que aguantar la respira-ción, eructar su miedo. Hasta ese momento habría que desviar la mirada hacia el suelo, aprender a descifrar las innumerables huellas que hacen los pies de un hombre en un día entre el polvo y los excrementos.

La hora pasaba. El mediodía fue difícil. La carrera de las armas no predis-pone a la espera, a ese tipo de miedo inmóvil y que, en lugar de dispersar al hombre, lo reagrupa, lo apretuja, lo pisotea.

El cielo era inmenso. Pizarro inspeccionó diferentes puestos. De nuevo, algunas recomendaciones, una voz severa, un timbre claro. Una jornada se

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corroe lentamente. Es un trofeo ridículo que no se puede alcanzar; pero que se usa y que usa, que se atraviesa y que atraviesa. Todo lo que no tiene gloria alguna es complicado. ¿Cómo dar a su respiración el ritmo que hace falta para alcanzar algo que ha perdido el ímpetu? Vivieron un día entero con los ojos gachos, inspeccionando mecánicamente las manchas sobre los muros, el hilo violeta en el morro de un perro. El suelo, cubierto de hojas y restos, ahora resultaba ser el lugar más familiar. Las imágenes de mujeres, los re-cuerdos se reflejaban contra el suelo con una rara nitidez. Las manos largas se crispaban al menor movimiento, después recuperaban su actividad agota-dora, estúpida: rascar un pedazo de muro, frotar la piel.

Los indios, una inmensa meseta desnuda nos separa de lo que ellos piensan, temían, complotaban. Nunca sabremos si tuvieron o no el presentimiento de un desastre. El arca en la cual se conservaba su vida secreta se incendió. Una superficie de alma se pliega aquel 16 de noviembre de 1532. Pizarro inscribe sus armas en un blasón desnudo. La guerra no tiene más necesidad de una fogosidad extrema, de una organización fallida aunque eficaz, de una lucha sin cuartel. En adelante, los caracoleos se terminan. Es por eso que De Soto no conquistará nada, no encontrará más que la extensión vacía y el agua helada de un río. Ya nadie muere en el Cantar de los Aliscanos. Ama-rran cascabeles a las patas de las bestias, se espera el momento propicio y se abaten contra el enemigo para subyugarlo. Pero, una vez que el enemigo ha sido vencido, no se le devuelve su libertad, no se le restituye su pasado. Debe entregar su oro, su país, sus mujeres, sus fuerzas, su vida. Ya no hay más enemigos desde la invención de la brújula, el timón y la redondez te-rrestre. Sólo están el espacio abierto, el espíritu y el mundo por conquistar.

*

En muchos aspectos, aquellos hombres eran como usted y como yo. Mientras uno no cesaba de remover los restos de su existencia, otro pensaba en una

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indígena entrevista ayer y cuya forma de caderas, la mirada, la manera de pa-rarse la alejaban de todo. Sentados en toneles, algunos hablan en voz baja. Un joven soldado mea. Por instantes, bruscas risas revientan el silencio. La espera posee una profundidad simple que no se dice. Es ahí, no obstante, que somos verdaderamente nosotros mismos, ociosos, entregados a nuestros diminutos pensamientos. Cada uno habla la lengua de sus comienzos sin cesar vueltos a empezar. La disciplina se relaja. El espíritu estira en nosotros su gruesa mano negra. De repente los eventos son simples pretextos de repetición irrisoria.

Durante el ascenso a los Andes, de Zaran a Cajamarca, los españoles se en-teraron de que Atahualpa consideraba con desdén su pequeño ejército. Varios espías le habían informado, desde hacía ya mucho tiempo, de su número. Sabía que los caballos eran vulnerables y que su débil artillería era lenta, imprecisa. Pero ese desprecio no había afectado a Pizarro. Había continuado con su camino sin señales de miedo. El Inca parecía dudar incesantemente entre un clima de guerra o de cordialidad. Alternaba amenazas y regalos. Entonces algunos españoles empezaron a temer ese ejército gigantesco del cual se les hablaba. Los mismos compañeros de Pizarro se mostraban du-bitativos. Les dijo que si se iban entonces los indígenas dejarían de lado cualquier temor, así perderían la oportunidad que se les presentaba. Les dijo que debían seguir adelante, ahora, sin perder siquiera un día, que habían llegado hasta el borde del mundo, llenos de audacia y desafío, y que con sus lanzas ellos irían a vendimiar aquel pueblo. Les dijo eso u otra cosa, pero les dijo lo que hacía falta; y, en el silencio que aumenta con las alturas, les impidió desgarrarse. Aquel silencio era opresivo, y los abejorros que daban vueltas alrededor de los animales daban a aquella marcha inaudita un asomo de realidad. Atravesaron varios ríos fríos y rojos. El rugido de las aguas los acompañaba durante horas. Bordeaban un abismo de polvo. Los estanques se sucedían a las cascadas, los troncos de árboles estaban apretados entre inmensas piedras.

De Soto no podía esperar más, la ansiedad se hacía en él una forma de frenesí, quería salir, montar a caballo. Pero Pizarro sabía mojar su lengua. Bastaba con algunas palabras, un gesto y cada uno volvía a encontrar la tranquili-

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dad para aguantar un minuto más, una hora; entonces regresaba, y de nuevo re cordaba sus instrucciones, posaba cada mano en la rampa fría que debía llevar hasta lo más alto. Algunos hombre reían; Benalcázar se mantenía en el medio de ellos como una estaca podrida en medio de una tienda. Benalcázar estaba unido a los soldados; vivía bajo una espesa corteza de pensamiento, pero era incapaz de encontrar las palabras y los gestos que tranqui-lizan; los hacía reír con algunas

palabras inútiles y malas, y esa alegría falsa acentuaba el miedo.

En ese instante, la guerra parecía perdida. Acaso ella fue ganada muy tarde, en el momento mismo. Pero tal vez, al contrario, era imposible perderla. Cualquier asalto fulminante habría espantado a los indios y los habría fijado en su estupor. No podía ser de otra manera. Los eventos sin duda poseen una sola forma de producirse o de ausentarse, como si una historia secreta se desenrollara en silencio sobre la alfombra.

¿Pero los indígenas no irían a abalanzarse de repente sobre la ciudad? ¿No irían a incendiarla; bombardear la plaza de piedras, lanzas; impedir a los caballeros la salida, amontonando zarzas, pedazos de rocas, troncos de árboles? ¿No irían a exterminar brutalmente a los españoles, terminar con aquel insolente puñado de hombres?

Pizarro había pretendido bordear su reino, en búsqueda de otro mar. Nadie, sin duda, creyó en ese largo viaje. Muy rápido, los indígenas enten-dieron que las armas, la disciplina militar, los caballos y los perros daban a los españoles un ascendiente imprevisible. Pero les fue sin duda imposible entender hasta qué punto la rabia de vencer, el amor por las riquezas y una preocupación inmoderada de gloria los designaba. Pizarro apretaba el pan contra sus labios. Un río se lo llevaría todo. Iría a trabajar las tierras, alejar

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sus orillas, y llevar muy lejos las arenas de su lecho. Y los indios, sin duda, no vieron que aquel río iba a corroer y destruir todo lo que se le opondría, todo lo que buscaría mantenerlo en un pequeño canal. La violencia de aquel río no tenía ejemplos. Nunca se había visto algo parecido. Por el momento apenas era un riachuelo pero ya se escuchaban rugir los remolinos de su tronco potente, cuando los afluentes de diversos pueblos se hubieran arroja-do y perdido en su corriente.

*

Más tarde, un vuelo de pájaro pareció dibujar signos en el aire: al menos eso fue lo que creyeron algunos, quienes de ordinario no escrutaban el cielo. Pero, durante aquella jornada interminable, los que se mantenían cerca de las puertas tuvieron el tiempo suficiente para observar cómo y en qué direc-ción volaban los pájaros negros: grajos, cuervos, cornejas o gavilanes. No lo sabían muy bien.

Un jilguero se quedó encaramado un rato sobre un arbusto de la plaza. Unas tórtolas entraban y salían de los muros agrietados. De repente, los po-cos pájaros que se encontraban ahí se hicieron de nuevo más ruidosos, antes de dispersarse. Los hombres tenían un rostro de aceite. Se mantenían juntos, cansados, apoyados unos contra otros como ramos de árboles.

*

En el momento del calor más intenso, los nobles de la ciudad llegaron y cubrieron los lados de la plaza con flores y plantas. Mezclado con el olor de la bosta, los orines y el agua sucia, el de las flores era muy nauseabundo. Los españoles los dejaron entrar y dejar sus ramos rojos, amarillos, malvas, azules, naranjas, de todas las forma y colores. Fue una ceremonia curiosa.

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Los españoles se mantenían al acecho, cansados, como un ejército listo para luchar y que esperaría días de días y se mantendría en el silencio y el sueño. Pero, en el espacio vacío frente a dicho ejército –ahí donde esperaba ver lle-gar al enemigo y donde quería arrojársele para destruirlo–, el enemigo había llegado para poner flores. Una enorme colmena de pétalos bordeaba la plaza, profusión de colores que escrutaba en silencio una tropa de soldados. Calor, luz, flores. Los campos alrededor de la ciudad habían debido ser devastados por la mañana. Otro ejército, un ejército de ancianos, había recogido inmensos ra-mos para el enemigo. Y de ello, de esos ramos ofrecidos sin razón alguna, de ese enorme montón de colores y perfumes, Pizarro tuvo un miedo repentino. No era como si tuviera miedo del enemigo o de lo que pudiera ocurrir poco más tarde, sino como si, de golpe, esas flores estuvieran amontonadas en él, marea ascendente que lo asfixiaba.

Acaso vivía envuelto en una forma de miedo desde la infancia. Un miedo que lo retenía en la realidad del mundo por comprender, que debía impedirle amar y pensar más allá de lo que parece útil. Sus piernas le dolían. Se sentó y las estiró sobre el suelo frío y suave. Aquella posición le era extraña. Se mantuvo así por un momento, se habría podido pensar en un anciano jadeante, que se detiene en cualquier lugar, extenuado. De Soto acudió a verlo. No po-día más, su juventud lo empujaba a una acción sin causa, inmediata. Pizarro le habló del sol y de la paciencia. Pero Hernando ya no escuchaba. Ni siquiera se dio cuenta del cansancio de Pizarro, ni que estaba sentado en la tierra como un niño. No se dio cuenta de nada. Con todo, regresó a su lugar, dócil.

Bajo el calor del día, Pizarro volvió a pensar en Trujillo, en su último viaje, en aquel país que no quería ver otra vez. Se fue al pueblo. Desde hacía va-rios años su tío estaba muerto. No quiso ver a nadie. Al salir del pueblo se cruzó con María Olena, quien no lo reconoció. Pasó cerca de la granja y se detuvo delante de la iglesia. El viejo álamo estaba ahí. La fisura en el muro también. Habían reparado una parte de la fachada y las nuevas piedras –no tan bien arregladas como las anteriores– se notaban. Había tomado la única calle y había caminado hacia el sol hasta el final del camino, hasta la cruz plantada delante del vacío. ¡Qué bello era todo eso, las montañas rasas con forma de hoces, el cie-lo azul, las orillas desgarradas del torrente! ¿Para qué ir a otra parte? ¿Qué había

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más allá? ¿Hay algo que nos deje más ojiabiertos? Amaba aquel paisaje, pero no lo sabía. Allí había suficientes riquezas como para toda una vida. Pero esta riqueza no podía verla. La habitación en la cual dormía era sucia y triste. El muro ennegrecido de humedad, la ventana picada de moscas. No obstante, qué bien dormía en ella. En su lecho de hierro se amortajaba bajo una masa de pieles sucias y de mantas. Amaba su habitación, el polvo, la luz que entraba a través de los postigos rotos, el cacareo de las gallinas. Pero no extrañaría nada. En ocasiones recordaría como si fuese un viejo error que no se repe-tiría. Algo siempre se mantenía ahí, que creemos poder tomar en cualquier momento, pero cuando un día nos volteamos hacia ella, ya ha desaparecido. Las montañas áridas, los ríos secos, las llanuras tristes en las que pacen las vacas. La tierra infestada por los cerdos. Y los robles con el tronco tan oscuro sobre la paja, con las hojas casi negras. Todo eso estaba ahí, siempre ahí. ¿Acaso algún día querría verlos de nuevo y no los encontraría? Treinta años ya que se había ido. El verano fue muy caliente. El ruido de las cigarras era ensordecedor. El espíritu flotaba debajo del sol. El camino estaba siempre ahí. Se torció un poco el pie con una rama seca. Los guijarros tintineaban debajo de sus botas. La madreselva había crecido. Al final del camino vol-vió a encontrar el mismo olor de tomillo, la misma perspectiva de la cual es imposible sacar palabra alguna. Se sentó sobre los musgos secos. El relieve le pareció como la silueta de un cuerpo. Creyó escuchar una gamuza en los escombros, intentó un segundo distinguirlo, pero no alcanzó a hacerlo. El ca-lor hacía espejismos sobre los peñascos. ¿Qué había venido a hacer? Siguió con calma todos los movimientos de su pensamiento. Sus dedos desmenu-zaban un palo. De regreso, tuvo ganas de abandonar el camino. Un detalle del paisaje le llamó la atención más abajo, quería distinguir una pared de piedras que nunca antes había visto. Le parecía que esos peñascos poseían una forma particular, un dibujo. Habría debido estar a apenas una decena de metros más abajo para verlo, pero no había camino, solamente zarzas y desprendimientos. No tuvo ganas de hacerse daño, él que había cruzado los mares, no descendió esos cuantos metros. Dudó un instante, inició el des-censo, pero volvió a subir. De vuelta en el pueblo, se acordó de las ocas del viejo que le daban tanto miedo, cuando niño. Dio una vuelta, encontrón un jardín florido: ya no había ocas en él.

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Tres poemas

RODOLFO MATA

MISS REALITY, THAT GIRL

Ah, que yo fuera un imán tan poderosoque el mundo entero se me viniera encima

junto contigoY así acabara mis díasembriagado como pocosdevorado como un campo de maízpor una parvada de cuervoscomo un ejército de girasolesfecundado por un enjambredestrozado como una madrugadapor los cantos de los pájaros

Sólo asíamada Miss Realityserás conmigo el polvo real

a que nos debemospara que unidos podamos ir a destrozar

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a algún otro indolente:una reacción en cadenacomo pocasen esta guerra cruzadapor la paz

NACIMIENTO DE MISS REALITY

La realidad y su cáscara estilo dulzurabajó a la tierra y se hizo Miss

Espectáculo de tu presenciamegalomanía del amora la sombra de la sombra

de tu sonrisa

No me digas que los objetos en el

espejoestán más cerca de lo que

aparentan

Querrías decir

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¿Viajarán más rápidoal aproximarse a nosotros

hasta tocarnos?

¿Sonarán como sirenas?¿O serán estridentes

hasta ensordecer?

Como el despertadorque divide nuestras vidasentre yacer cadáveres

o deambular muertos vivos

Como dormitar al soly caminar en una playaolvidados del mundoy por él relegadosa la felicidad

ESPÍAS

Me levanto para encontrarque no he descansadoy me pregunto

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¿Cómo es posible vivir así?Del día anterior recordabacon perfecta nitidezlos signos inequívocosdurante la entrevistade que habíamos logrado infiltrarnosen los cuerpos de inteligenciay yo había comenzado yaa elucubrar un planque neutralizaríapor autodelación involuntariatodas las fuerzas de eliteque operaban camufladasen nuestro territorio

Parecía tan sencillocasi un sueño de pentotalcuando sonó el celulary comenzó el sordo enfrentamientola negociación despiadada

No sabíamos qué rumbo tomary nos fueron dando escalofríosyo lo percibíaen los silencios prolongadosque se abrían como abismosen todo lo que habíamos logrado

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simulacros de situaciones límitecomo maniobras de evacuación

Bueno, ¿y tú qué piensas?Caballos de Troya como ositos de pelucheChocolates del día de San Valentín¿No crees que estás siendo un poco irónico?Códigos sarcásticos deflagrados en alardes de egoísta criptografíaEntonces, cuando dices que me quieres,o aquella vez que dijiste que me amabas¿era, es y será una realidaden el reino de la mentira?

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Voces del sur: narrativa argentina del siglo XXI

FEDERICO GUZMÁN RUBIO

Como en cualquier país, en Argentina conviven varias literaturas, muchas veces antagónicas, incluso excluyentes entre sí. A éstas no les queda más re-medio que convivir por dictados ajenos y cercanos a la escritura, que van del trazado tantas veces arbitrario y decimonónico de las fronteras a la lectura compartida de una tradición letrada, expresada en una variedad lingüística nacional que alguna vez fue negada y censurada: no fue sino hasta bien entra-do el siglo XX cuando los escritores argentinos abandonaron el tú por el vos.

En pocas literaturas de la lengua se dialoga tanto con la propia tradi-ción como en la argentina, y en pocas también las diferentes corrientes se muestran de manera tan evidente que pareciera que, antes de tomar la plu-ma, el escritor se ve obligado a decidir quiénes son sus predecesores y con quién no quiere tener nada que ver. Aquí subyace, por supuesto, la libertad impuesta en uno de los ensayos fundacionales de las letras rioplatenses, “El escritor argentino y la tradición”, en que Borges –en la estela de Alfonso Reyes– decretó que, para el argentino, cosmopolita por elección y orfandad, todo valía y cualquier manifestación artística del mundo podía ser propia, siempre y cuando lo hiciera, por supuesto, hablándole de vos.

Resulta complicado clasificar un panorama tan variado y tan vital como el argentino, y quizás esta dificultad explique en parte el porqué, siendo pro-bablemente la literatura más prestigiosa de la lengua, su contemporaneidad ya no tan estricta –llevamos quince años de siglo nuevo– permanece, a pesar de la publicación constante de libros de primera calidad, hasta cierto punto desconocida. Pareciera que la literatura argentina se detuvo en esos grandes

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nombres que gozaron y siguen gozando –unos más que otros, naturalmente– de enorme popularidad, al menos fuera de la propia Argentina, donde los relevos generacionales, motivados por esa pasión crítica frente a la propia tradición, se suceden con mayor rapidez, y a veces injusticia, que en otras partes.

Borges, Cortázar, Sabato, Puig, Mujica Lainez, Soriano, Bioy; todos ellos muertos, muchos cuestionados, casi ninguno con herederos claros, pro-yectan una sombra tan fuerte que más se escribe contra ellos que como ellos. Pocas cosas aterrorizan más a un escritor argentino joven que compartir el barroco de Mujica Lainez o la solemnidad y gravedad de Sabato, dos autores cuyos nombres son negados y cada vez ocupan un espacio más minúsculo, en el mejor de los casos, en las nuevas historias de la literatura. Eso no quita, claro, que el rastro esté ahí; por ejemplo, un autor tan peculiar como Rodrigo Fresán, cuyo barroco pop y su conocida anglofilia parecerían alejarlo de la órbita argentina, puede leerse como una mezcla imposible entre las tramas cerebrales y alucinadas de Bioy, el cruce entre lo cotidiano y lo mediático de Puig, y el ansia enciclopédica, reciclada, de Mujica Lainez.

Con la excepción de Borges, cuya figura cada vez ocupa un centro me-nos disputado en el canon argentino, son otros los nombres cuya influencia se palpa en lo que se escribe hoy y que, a grandes rasgos, marcan las líneas determinantes: bien podría afirmarse que Piglia, Saer, Di Benedetto, Fogwill y Aira son los últimos escritores que aspiran a cierta perdurabilidad, y su reinado es aún muy reciente, y quizás modesto en comparación con el de sus predecesores, como para ya ser destronados en las crueles y constantes guerras literarias argentinas. Piglia, en cuyas obras, bien conocidas en Mé-xico, se mezcla con singular acierto la pasión narrativa con la disquisición literaria, sería el ejemplo paradigmático del afán argentino por construir una tradición personal; de ahí su obsesión por reinstalar en una posición privile-giada a Roberto Arlt y a Macedonio Fernández, dos escritores que no acaban de estar presentes ni de desaparecer. Saer y Di Benedetto representarían otra literatura argentina, surgida del interior, a veces más cercana a París que a Buenos Aires. A través de una incisiva lectura del nouveau roman y de un existencialismo algo tardío crearon, el primero, un territorio mítico ubicado en el “río sin orillas”, el Paraná, y el segundo, mediante una sintaxis siempre

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desconcertante y un léxico sin miedo al regionalismo, una obra tendiente al silencio, en la que los personajes, ya sea en el Paraguay colonial o en los desier-tos del norte, se internan en sí mismos hasta la estaticidad más desesperante.

Si la obra de Saer y Di Benedetto es atemporal y privilegia la experimen-tación lingüística y la hondura filosó-fica sobre la actualidad en cualquiera de sus facetas, la de Fogwill, sin descui-dar estos aspectos, está rabiosamente impregnada de contemporaneidad. Inseparable de su figura pública, polé-mica e incómoda, Fogwill escribió la que hasta ahora se considera la novela paradigmática sobre la catastrófica guerra de Malvinas: Los pichiciegos. En ella se cuentan las vivencias de un grupo de soldados argentinos (aunque llamarles soldados a los adolescentes reclutados por la dictadura militar raya en el colaboracionismo) que desertan y se esconden en un refugio subterrá-neo a esperar que la guerra pase, que la muerte no llegue, que el horror no se haga presente, lo que en la Argentina de 1982 era bastante probable que sucediera. A propósito de Malvinas, también resultan esenciales Las islas, de Carlos Gamerro, novela ubicada en un Buenos Aires en apariencia lejano temporal, y espacialmente de las dichosas islas, pero en el que las secuelas de la guerra absurda están presentes, así como Trasfondo, de Patricia Ratto, que narra las peripecias del único submarino de guerra argentino, el San Luis, que es lanzado a combatir a pesar de sus graves desperfectos técnicos (ni siquiera los torpedos funcionan), y que se convierte en una triste metáfora de la sociedad argentina.

Es esta sociedad la radiografiada en la otra gran novela de Fogwill, Vivir afuera, que muestra de forma convulsa la crisis subyacente en un país que se soñó feliz y rico durante el finalmente explosivo menemismo. Y si de crisis hablamos, una de las pocas aristas positivas que presentan las consuetudi-narias debacles económicas argentinas son su genial reflejo en la literatura, a diferencia de España, en donde su célebre cataclismo financiero produjo

RODOLFO FOGWILL

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una serie de novelas de estéril costumbrismo, o de México, donde a juzgar por el número de novelas que hablan sobre la precariedad, en los últimos treinta años se ha vivido en una cómoda bonanza económica.

A la crisis de 2001 también se debe, paradójicamente, el surgimiento de un gran número de sellos nacionales que aprovecharon el relativo abandono de las multinacionales españolas. A estos pequeños sellos, agrupados bajo el elusivo término de “independientes”, se debe en buena medida la renova-ción de la literatura argentina, pues, a diferencia de lo que suele ocurrir en otros sistemas literarios como el español o el mexicano, publican en especial nueva literatura nacional; entre los más destacados se puede mencionar a las consolidadas Eterna Cadencia, Adriana Hidalgo, Beatriz Viterbo, Entropía, Mansalva, Interzona, y a las aún flamantes Mardulce (abocada, por cierto, a la publicación de Elena Garro), Blatt & Ríos, Bajo la Luna y Momofuku.

Pero volviendo a lo estrictamente literario, en la serie de novelas que reflexionan sobre la debilidad argentina por la decadencia destaca El tra-ductor, de Salvador Benesdra, que Elvio Gandolfo, uno de los críticos más respetados –aparte de original cuentista–, no dudó en calificar como “una de las mejores novelas argentinas que se hayan escrito desde 1810”. Lírica, ex-cesiva, inteligentísima, divertida y tristemente vigente, El traductor cuenta las transformaciones que emprende una editorial “progresista” que decide adaptarse a los nuevos tiempos. Ricardo Zevi, uno de sus empleados –prime-ro fijo, después externo– experimenta, de esta forma, el triunfo incontestable del capitalismo al tiempo que descubre –primero con azoro, después con agrado– que el machismo salvaje, que hasta entonces había reprimido, será la clave para sobrevivir. La novela, por supuesto, trasciende las fronteras de Argentina y del menemismo, la época en que está ambientada, y no es exage-rado afirmar que, en su radical apuesta política, es la obra narrativa que con mayor desgarramiento y fortuna ha tratado el neoliberalismo en cualquier idioma. A El traductor habría que sumar otra novela de título igualmente parco y contenido explosivo, El trabajo, de Aníbal Jarcowsky, que muestra que los viejos mecanismos de control funcionan como antes, o incluso mejor, al no existir ya un contrapeso que los obligue a mostrar un rostro un tanto más amable.

La magnitud de la crisis de 2001 fue tan hiperbólica que su represen-

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tación literaria se plasmó en no pocas distopías. Tal es el caso de El año del desierto, de Pedro Mairal, que muestra el desmantelamiento de la clase media a causa del avance de “la intemperie”, acompañada de la invasión de los bárbaros, lo que en Argentina, un país que se ha considerado europeo a la par que ha ignorado –cuando no exterminado– a franjas masivas de la población de origen indígena, tiene connotaciones incómodas y recuerda el binomio civili-zación-barbarie sobre el que se construyó la nación. Más apegada al subgéne-ro es la magnífica Plop, de Rafael Pinedo, que con una estética minimalista construye un mundo coherente y de extrema sordidez; en comparación, el nuestro nos parece benigno, salvo cuando nos damos cuenta de que cada vez se asemeja más al imaginado, ¿o vislumbrado?, por el malogrado Pinedo.

En Argentina, donde, a tenor del resto de América Latina, la inseguri-dad cada vez preocupa más, es tan lógico como oportunista que este miedo justificado se plasme en la novela. Guillermo Saccomanno lo trata, de nuevo con elementos distópicos, en su premiada El oficinista, y, posteriormente, en el fresco realista Villa Gesel. Hermana menor de la distopía, la ucronía tam-bién ha servido a los escritores argentinos para cuestionar su nación; el mejor ejemplo de ello sería El vampiro argentino, de Juan Terranova, el chico malo de las letras argentinas. Terranova, cuyo peronismo declarado y cuestiona-miento de la retórica sobre los desaparecidos incomodan por igual, imagina en su ucronía una Buenos Aires nazi, convertida en una de las capitales sudamericanas del Tercer Reich triunfante.

Pero si hay un tema que ha acaparado la atención de los narradores argentinos, así como los mexicanos se muestran obsesionados con el narco-tráfico y los españoles con la Guerra civil, es el de la última dictadura militar y las decenas de miles de asesinados y desaparecidos que dejó tras su maca-bro paso. El triste y sugerente tema ha sido tratado de muchas formas, algu-nas más evidentes que otras. Muchas novelas exitosas han sabido explotar la relación no muy elaborada entre desaparición y búsqueda, como El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron, que reivindica el papel de la militancia armada peronista al tiempo que elabora un emotivo retrato de su padre; otras se preocupan por cuestionar el silencio cómplice que la mayor parte de la población mostró ante las atrocidades militares, como Una misma noche, de Leopoldo Brizuela. Marcelo Figueras, en Kam-

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chatka, escribe un efectivo melodrama en el que narra la desaparición de un hombre y una mujer vista por su hijo pequeño; Angélica Gorodisher explora en Tumba de jaguares el sentido o, mejor aún, la mera posibilidad de escribir sobre los desparecidos, mientras que Martín Kohan estructura Dos veces junio a tra-vés de una pregunta reiterada, extraída de un diálogo real, de carácter técnico, que figura en las actas de los juicios a los torturadores: “a partir de qué edad se puede empezar a torturar a un niño”.

De especial interés resultan el libro de cuentos 76 y la novela Los topos, de Félix Bruzzone, él mismo hijo de desaparecidos, en los que logra escapar del lugar común, evadir la conmiseración que su propio caso despierta y deslindarse del discurso oficial para construir una mirada absolutamente personal y original sobre estos nefastos sucesos, tratándolos por medio de subgéneros inéditos –de la parodia a la comedia sexual–, con lo que defiende la opción de escribir sobre los asuntos más espinosos de forma novedosa, incorrecta incluso. Así, alcanza nuevas verdades que la corrección política y las buenas intenciones institucionalizadas habían sepultado; como señala la mítica crítica Beatriz Sarlo a propósito de Bruzzone: “Cuando un tema grave logra, finalmente, liberarse del biempensantismo, se convierte en algo que la literatura puede tocar.”

Más allá de los temas recurrentes, si algo ha caracterizado a la litera-tura argentina, o a una de sus líneas más sugerentes, desde hace al menos cien años, es su marcada vocación experimental. Esta rama muestra espe-cial vitalidad a través de una serie de propuestas únicas que comparten la concepción de la literatura como un laboratorio en el que no se descar-tan de ninguna manera la subversión lingüística ni la propuesta lúdica. Al hablar de nuevos caminos textuales surge antes que ninguna otra la figura persistente y evasiva de César Aira, autor de más de sesenta (¿o ya serán setenta?) “novelitas”, como él mismo las denomina, en las que, si hemos

CÉSAR AIRA

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de creerle y retomando el discurso de las vanguardias, importa más el pro-ceso de elaboración que el resultado final. Así, no puede hablarse de obras acabadas sino de un “continuo” cercano al de la empresa de fabricar nove-las que imaginara Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas y lejano a la postura tradicional de autor. El discurso resulta sugerente, pero lo cierto es que las novelitas de Aira –escritas en un lenguaje engañosamente sencillo, propensas a la digresión siempre original e interesante y, sobre todo, plenas de tramas desquiciadas y renovadoras– se defienden por sí mismas. Cada lector de Aira tiene sus novelitas preferidas, aunque existe el consenso de que Cómo me hice monja, La costurera y el viento y Ema, la cautiva, se cuen-tan entre las más características, a las que podrían agregarse las hilarantes Parménides, Un cuento chino y Diario de la hepatitis. Aira –no podía ser la excepción– se ha preocupado por rescatar la obra de Osvaldo Lamborghini, y con ello emprendió su propia interpretación de la literatura argentina, en la que el Fiord, un texto de apenas una treintena de páginas y de difusión muy limitada, supuso, gracias a su visceralismo y a la relación que plantea entre política y escatología, un quiebre en la corrección que amenazaba con imponerse como norma. Lamborghini –a veces pareciera que más la figura que la obra (otra tentación del mundo literario argentino, al pensar en Ma-cedonio Fernández y en Fogwill)– sintetiza la variante argentina del escritor maldito, en el que la vida nómada y subterránea, propensa al escándalo y a la miseria, no puede desligarse de la creación de una literatura culta, oscura y demoledora, cuyas páginas suelen ser menos numerosas que su biografía (la suya, de Ricardo Strafacce, ronda las mil páginas).

Pero Aira, faltaba más, no es ni de lejos el único autor cuya obra mues-tra una concepción meditada y particular de la literatura. El también polémi-co Damián Tabarovski, en Literatura de izquierda, clamaba por la escritura de riesgo, basándose sorpresivamente en el Flaubert de Bouvard y Pécuchet, del que rescataba la elaboración de un mecanismo literario potencialmen-te infinito y tan perfecto que contuviera su propia refutación. Él mismo ha desarrollado algunas de sus ideas irrealizables en obras como Autobiogra-fía médica, en la que un sociólogo, debido a inoportunas enfermedades, se ve obligado a retomar rutinariamente su vida (laboral) desde cero, o Una belleza vulgar, que narra, de manera sorprendentemente amena, a veces in-

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cluso sentimental y épica, el recorrido que completa una hojita desde que se desprende de un árbol a la altura de un quinto piso hasta que cae en el pavimento, con lo que de pasada comprueba que cualquier asunto es sus-ceptible de ser contado en el tono que sea. Otro nombre que ha sobresaltado el panorama literario argentino –lo que no es decir poco, pues a estas alturas ya debería estar curado de espantos– es el de Pablo Katchadjian, quien en El Martín Fierro ordenado alfabéticamente reelabora con un simple teclazo el clásico argentino, y en El Aleph engordado reescribe, o sobreescribe, el célebre cuento de Borges, lo que predeciblemente le hizo ganarse una de-manda penal de María Kodama. Daniel Guebel y Sergio Chejfec son otros dos escritores raros y por momentos geniales; el primero, creador de novelas delirantes y humorísticas y, el segundo, un auténtico transgresor de los géne-ros, pues sus libros lo mismo pueden leerse como novelas que como relatos de viajes, ensayos y casi ejercicios de escritura automática, sin embargo obsesivamente lógica, que tienen en común un estilo frío y a la vez cercano. Una buena forma de acercarse a Chejfec es a través de su reciente colección de cuentos: Modo linterna.

Hablar de Argentina, contra la costumbre, es hablar también del inte-rior, y en los últimos años la literatura de algunas provincias ha conocido un auge tan importante como la del sordo centro. La ciudad de Córdoba contaba ya con figuras importantes en su propia historia literaria, de Leopoldo Lu-gones a Juan Filloy, y en los últimos años lo ha renovado, sobre todo en el terreno del cuento; Federico Falco y Luciano Lamberti, combinando con sa-biduría el minimalismo norteamericano con el fantástico porteño, han creado una cuentística extraña y fascinante, en que la realidad se revela demasiado extraña como para ser simple realidad y la fantasía se parece demasiado al mundo de todos los días como para ser calificada de tal. A estos dos nombres habría que agregar el de Carlos Busqued, autor de una novela de extraña belleza, Bajo un sol tremendo, en la que un joven abúlico se mueve en un ambiente literal y figuradamente pútrido entre Córdoba y El Chaco.

Esta segunda provincia conforma, junto con Misiones y Entre Ríos, una región tropical, con una cultura propia, fuertemente influida por el cercano Brasil, que también ha sabido ocupar un espacio en la renovación literaria, sobre todo con el nombre de Selva Almada, quien en El viento que arrasa

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construye una historia cercana al gótico sureño estadunidense. Almada cosechó un gran éxito con esta novela, y contra la costumbre que dicta que el escritor ar-gentino con resonancia acaba escribien-do en una lengua neutra sobre temas prestigiosos, en la siguiente, Ladrilleros, ahondó la apuesta local mediante la re-creación de una voz desinhibidamente regional. El habla particular del litoral también fue utilizada en Chamamé. Al ritmo de esta música popular, Leonardo Oyola desarrolla una novela negra en la que el lenguaje le roba protagonismo a la violencia, que es mucha. Dentro de la capital, a veces forzadamente cosmopo-lita, también surgen apuestas locales, rescatando para la literatura historias delimitadas en barrios específicos, como Fabián Casas hace con un Boedo nostálgico, decadente y pop (“la dictadura fue la música disco”, sentencia en uno de los cuentos de Los lemmnings), o bien introduciendo en la literatura ritmos en principio ajenos a la argentini-dad más exportada, como la cumbia villera en Cosa de negros, de Washington Cucurto, una de las apuestas lingüísticas más radicales en una literatura que se muestra extrañamente timorata con el uso de jergas y hablas populares.

Dejando de lado los temas nacionales y las escrituras locales, las letras argentinas también han reservado un espacio para la intimidad, en libros que se olvidan de crisis apocalípticas para concentrarse en el yo más inte-rior, primero, y luego más impúdicamente explícito. En la perturbadora El desierto y su semilla, Jorge Barón Biza, último miembro de una estirpe aris-tocrática de suicidas, cuenta el proceso de reconstrucción del rostro de su madre tras haber sufrido un ataque con ácido perpetrado por su padre. Con este duro testimonio, Barón Biza se adelantó a la literatura del duelo que en los últimos años ha brindado buenos libros en varios países de nuestra

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lengua, categoría a la que también pertenece Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, que cuenta los últimos días de Héctor Libertella, su padre, autor de culto por sus novelas y por un ensayo clave para entender la literatura ar-gentina, Nueva escritura en Latinoamérica. En esta rama también habría que destacar La pausa, de Diego Meret, una especie de autobiografía lectora, y las dos novelas de Ariana Harwicz, Matate, amor y La débil mental, en las que desmonta con crueldad lírica los estereotipos más arraigados impuestos a la mujer, empezando por el de la maternidad.

En este panorama general no puede dejarse fuera el género con el que más lectores relacionan la literatura argentina: el cuento, y, dentro del cuen-to, el género fantástico. El primer nombre que habría que mencionar es el de Marcelo Cohen, autor clave dentro del país y muy poco conocido fuera de él, lo que le valdría el dudoso mérito de ser hoy el secreto mejor guardado de la lite-ratura argentina. En los cuentos de Cohen se combinan elementos de ciencia ficción con un estilo personal muy marcado, proclive a la innovación e inclu-so al neologismo, de forma que los mundos descritos resultan tan familiares y extraños como la prosa en que se les describe. En Argentina, Alfaguara acaba de publicar sus Relatos reunidos (y ya hizo lo propio con Fogwill y con Fontanarrosa; sí, el creador de Boogie, el aceitoso también fue un cuen-tista popular en su país), así que existen esperanzas de que los cuentos de Cohen gocen de mayor circulación. En la estela de Cohen se encuentran los cuentos de Oliverio Coelho, autor con una sensibilidad fantástica no exenta de lirismo. A los nombres mencionados, habría que agregar el de Samanta Schweblin, quien, por increíble que parezca, si bien con un fuerte influjo cortazariano, halló un modo de darle una vuelta de tuerca al género fantás-tico mediante un uso virtuoso de la elipsis. Schweblin parece moverse con igual facilidad en el género fantástico que en el realista; al leer, entonces, un volumen entero de sus cuentos, como Pájaros en la boca, queda la impresión de que, más que los textos, lo que parece dialogar entre sí, en igualdad de circunstancias, es la realidad con la fantasía. También en el orbe fantástico, pero más influida por el imaginario popular, Mariana Enríquez mezcla ele-mentos disímiles en Los peligros de fumar en la cama y encuentra relaciones enriquecedoras e inesperadas, por ejemplo, al concebir a los desaparecidos como zombis. Otro autor interesante es Hernán Vanoli, difícil de encasillar,

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aunque tampoco le hace el feo a la distopía ni al fantástico. Tras una primera lectura, los cuentos de Varadero y Habana maravillosa resultan de una frial-dad adecuada y desasosegante; es después, al volver a ellos o al recordarlos, cuando surgen nuevos sentidos e, inesperadamente, Vanoli se revela como un autor irónico, quien a través de su prosa directa y a veces agresiva narra situaciones distópicas sin caer nunca en la tentación de explicarlas.

Queda mucho por decir. Libros importantes, al ser inclasificables, no se prestan a la agrupación e injustamente quedan fuera de este recuento. Así sucede con La familia fortuna, de Tulio Stella, una rareza y una de las novelas más hilarantes –publicada en cinco pequeños libros que forman un estuche– que se han escrito en los últimos años; con Informe sobre ectoplas-ma animal, la novela ilustrada de Roque Larraquy; con la culta y ácida Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, o con El pasado, de Alan Pauls, quien escribe un retrato generacional a través de una historia de amor. Pero más allá de las presencias y las ausencias, de la recomendación puntual o de los gustos subjetivos, lo que este panorama pretende es mostrar una evidencia: Borges y Cortázar y Bioy murieron, es cierto, pero la literatura argentina sigue escribiéndose, y ahí está, esperando ser leída. Después de todo, la argentina, al igual que la totalidad de la literatura, está escrita para nosotros.

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Llegó al taller mecánico pensando que si se trataba sólo de una limpieza de inyectores, la sacaba barata.

Observó a Ramón en el fondo, aga-chado, casi un santo que comenzaba a administrar milagros en un quirófa-no monumental. Una racha de luz se colaba por el techo de chapa y en-marcaba su cara gruesa, rematada por una barba mefistofélica, mientras calen-taba en un anafe un jarrito con mate cocido.

Apenas Ramón vio a Pedro, dubi-tativo en la entrada, se acercó y lo abrazó.

Pedro apretó los ojos y esperó la peor de las noticias. Pero Ramón, como todo hombre mayor que recicla su vitali-dad absorbiendo y procesando rumo-res para crear secretos en lugar de chismes, ya sabía todo: “Qué cagada lo de tu viejo… Pero todo pasa, vas a ver, hay que ser optimista, nadie se va a enterar. Y además todos mete-

mos la pata por una mina alguna vez, no tenés por qué avergonzarte.”

De inmediato, como si se hubiera referido a un hecho que no admitía más digresiones, cambió de tema y le dijo que en principio su Peugeot te-nía un problema por el que todos los autos diesel en algún momento pa-saban: el alternador no se excitaba. Había tenido que sacarlo y cambiar el regulador de voltaje: “Pero eso es lo de menos, una vez que empezás, hay que encontrar el problema de fondo, y lo encontré...” Pedro sacudió la ca-beza y pensó en voz alta: “Puta ma-dre”, pensó Pedro, “soplé la tapa”.

Ramón, como si leyera su mente, dijo: “No es tan grave como soplar juntas, pero por ahí anda. Vení.” Y lo guió hacia una oficina lateral repleta de papeles, herramientas, tuercas y repuestos averiados. El teléfono em-pezó a sonar. Al octavo timbre, Ramón atendió, como si sólo la insistencia

Pormenores de una intrusión

OLIVERIO COELHO

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PORMENORES DE UNA INTRUSIÓN

y el deseo justificaran su respuesta. A los diez segundos, antes de que el cliente del otro lado terminara con su exposición, se disculpó: “Estoy ocupa-do, llámeme en media hora.” Entonces Pedro no pudo aguantar más: “Ramón, vamos al grano, ¿qué encontraste.”

Ramón se mantuvo en silencio, mi-rándolo a los ojos con una mezcla de ter-nura, piedad y codicia. “Qué querés que te diga: rectificamos los excéntricos de levas, las semiarandelas axiales, lo ha-cía ahora o ibas andar con el hipo para siempre… Yo sé cómo querés a este bicho, fue una operación a corazón abierto, no te voy a cobrar hasta que no salgas del pozo, lo de tu viejo te debe estar comiendo en carne viva. Estas cosas hay que hacerlas cuando estás en la lona, te levantan, es como pintar la casa. En tres meses te acep-to guita”, dijo y amagó con abrazarlo.

Aunque tenía que caminar diez cua-dras y temía que en el trayecto alguien del barrio lo reconociera como el hijo de Víctor, volvió a pie. La vergüenza esperaba a la vuelta de cada esquina. Sin embargo algo le dijo que enfren-tar a la gentuza era la mejor manera de desmarcarse de su padre. Imagi-naba que la frontalidad en lugar de la evasión o la timidez a corto plazo coartarían la cadena de rumores y la familiaridad terminaría por disol-

verse. Si se plantaba nadie asociaría su individualidad con la del hombre que por celos había apuñalado a su amante frente a su hijo de cuatro años.

En ese kilómetro, evocó el momen-to en que un patrullero de la policía se había presentado en la puerta de su casa, un día antes, para anoticiar-lo del crimen e instarlo a prestar de-claración. Aunque había contestado que no sabía nada de su padre desde hacía un año, los oficiales le respon-dieron que su condición de hijo lo vol-vía testigo imprescindible de la causa. Si no quería ser declarado en rebel-día, tenía que prestar declaración. Esa breve visita de la policía alcanzó para que los tres o cuatro chismosos de turno esparcieran el rumor: el pa-dre de Pedro era un criminal.

No podía decir que su reputación en el barrio se hubiera visto dañada por esa visita policial ni por los chis-mosos. Tampoco podía asegurar cuál era exactamente su reputación antes de la visita. Pero probablemente, has-ta el día anterior, entrara para la ma-yoría en la categoría de treintañero honrado, de oficio indefinido, clásico solterón que acopia cosas inútiles “por si acaso” y pide todas las noches deli-very de comida.

Encontró en el buzón una citación y la dobló en el bolsillo. En el ascen-

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OLIVERIO COELHO

sor se le ocurrió pensar que alguien había entrado furtivamente a buscar evidencias. ¿Pero qué evidencia po-día haber en un crimen, más allá del crimen mismo? Abrió la puerta de su departamento bruscamente y del otro lado no aparecieron rastros de un visi-tante clandestino sino una mujer en-tera, sentada en el sofá, bajo el arco de luz que atravesaba el ventanal. Estaba cruzada de piernas. Llevaba botas negras y medias caladas de un gris topo. El pelo lacio le caía sobre los pómulos con una simetría impe-cable que volcaba en la cara algo in-corruptible y angelical. La luz plena del mediodía la volvía una descono-cida. Barajó tres opciones: era una vendedora de seguros de vida, otra amante de su padre que venía a re-clamarle una deuda, o una asesina a sueldo. Le preguntó cómo había en-trado. “La puerta estaba abierta”, le contestó ella con una sonrisa y apoyó la punta de la lengua en el labio infe-rior, más carnoso que el superior. Él trató de recordar cómo había salido a la mañana del departamento. Se ha-bía ido apurado, sin desayunar. Tal vez hubiera dejado la puerta abierta. No podía asegurar que no hubiera sido así. Le había ocurrido dos veces y un vecino lo había alertado, incluso con él adentro, una vez que regresó muy

borracho. Se dio cuenta entonces de que había errado la pregunta: “¿Por qué entraste?”

“¿No te acordás de mí?”, contestó ella, como si esto explicara la intru-sión. Juntó las manos y en los nudi-llos se formaron finísimos pliegues. Las uñas, largas y pintadas del mismo tono carmesí que los labios, delataban el cuidado de una mujer que, calculó Pedro, debía rondar los treinta.

“No, no me acuerdo.”“No me lo explico, Pedro.”Él se repasó la cabeza desconcer-

tado y simulo acomodarse el pelo. Los ojos grandes de la mujer no se aparta-ban de él. En su mirada minuciosa se confundía la tenacidad de una indaga-ción policial con la de una seductora.

“Seguís soltero.”“Sí”, él se detuvo antes de darle

información demasiado personal. Ob-servó la cocina, los ceniceros con coli-llas de cigarrillos y los vasos y platos abandonados sobre la mesa. Volvió a mirar las manos de ella y no encontró ninguna alianza. Ella descruzó las pier-nas y apretó las rodillas. Él no pudo evitar imaginar su ropa interior: en-caje y puntillas.

“Hay parejas que conviven como si fueran dos solteros.”

“Esto no es normal. Podría llamar a la policía. ¿Qué estás buscando?”

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PORMENORES DE UNA INTRUSIÓN

“Te estás equivocando de pregunta.”Pedro entonces se encogió de hom-

bros. Si la afirmación de ella no hubiera arrastrado en la entonación una suma dulzura, lo habría tomado como una provocación. Se corrigió:

“¿A quién estás buscando?”“Estaría buscando a tu padre”, y an-

tes de que él replicara algo, agregó: “Ya sé, está preso.”

“Otra amante”, pensó Pedro. Des-de que Ramón, unas horas atrás, lo había evocado, el fantasma de su pa-dre lo seguía a todos lados.

“Te gustaría saber quién soy… No soy una amante, tu papá no me debe nada.”

“¿Entonces por qué perdés el tiempo?”

“Simplemente quería conocer al hijo del hombre que mató a mi hermana.” Se puso de pie y camino con elegan-cia hacia la puerta. Las medias cala-das abrigaban unas piernas que las botas con taco volvían ejemplares. Pedro, como cualquier otra persona en su lugar, atinó a pensar que ella iba a volverse para insultarlo o dar-le un balazo en el pecho. Pero salió. Recién en ese momento él identifi-có sobre la mesada de la cocina un ramo de flores con una tarjeta y pen-só, algo desanimado, que al final las historias de amor nunca empiezan, porque las mujeres en la vida de los solitarios entran y salen de escena a destiempo.

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Tres poemas

ERICH MÜHSAMVersiones y nota introductoria de Osvaldo Rocha

Erich Mühsam (1878-1934) es uno de esos autores de la resistencia alemana en la primera mitad del siglo XX que reúne todos los elementos necesarios para gozar de simpatía por la pasión de sus convicciones libertarias. Poeta, judío, revolucionario, anarquista, antimilitarista, vegetariano y ecologista, apasionado defensor de los derechos de las mujeres y los homosexuales, Mühsam llevaba quizás su destino en el propio apellido (mühsam puede traducirse como “peno-so”, “arduo”, “difícil”).

Hijo de un farmacéutico judío establecido en Lübeck, a los 22 años decidió abandonar la carrera heredada del padre e irse a Berlín y formarse en la bohe-mia como escritor y activista. Siendo estudiante en Lübeck, fue reprendido por ser un agitador socialista, y en sus primeros años en la capital pronto entró en contacto con comunas y publicaciones anarquistas y se convirtió en editor de Der arme Teufel (“El pobre diablo”) y Weckruf (“Llamada de atención”). Entre 1904 y 1909 vagó también por Suiza, Italia, Austria y Francia junto con su colega anarquista Johannes Nohl (1882-1963).

Mühsam se convirtió en Munich en un líder de la bohemia artística, al publicar de 1911 a 1919 Kain: Zeitschrift für Menschlichkeit (“Caín: Revista para la humanidad”) y afirmar que su objetivo era acabar de una vez con el vicia-do orden social instaurado desde la generación de Caín. En dicha publicación podía leerse: “No se buscan colaboradores. Todos los artículos provienen de la pluma del editor”, es decir, el artista revoltoso y libertino de la barba descuida-da y la mata de cabello alborotado que se paseaba por los cabarets provocando el asombro y la risa de los ciudadanos de buenos modales.

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Aprovechando luego la Revolución de Noviembre de 1918, su activismo político cobró un papel decisivo con la proclamación de la República Soviética de Baviera en 1919. Fue condenado por ello a quince años de prisión pero salió libre cinco años después en virtud de una amnistía. Durante la República de Weimar (1919-1933) apoyó al Socorro Rojo –afiliado al Partido Comunista Ale-mán– para la liberación de los presos políticos. Nunca se cansó de satirizar a Hitler y, aun antes de que éste llegara al poder, fue amenazado de muerte al igual que otros “herejes”. Sus planes de huir a Praga fueron truncados cuando lo arrestaron en su domicilio la noche del incendio del Reichstag. Fue asesi-nado al siguiente año por los guardias de las SS en el campo de concentración de Oranienburg luego de un sañudo calvario prolongado por más de dieciséis meses. La fecha registrada es el 10 de julio de 1934.

Además del octogésimo aniversario de la muerte de Mühsam, se cumplen treinta años de la partida del que probablemente sea su mejor biógrafo, el tam-bién destacado anarquista alemán Agustin Souchy (1892-1984), cuya obra ha sido traducida al español bajo el fiel título de Erich Mühsam: su vida, su obra, su martirio. Souchy considera que Mühsam, al lado de Gustav Landauer (1870-1919) –con quien además compartía su origen judío y burgués–, como los más grandes anarquistas que haya dado Alemania, comparables a Proudhon y Bakunin por su naturaleza y estatura. Mühsam conoció a Landauer cuando tenía 24 años y cola-boró con él en la publicación Sozialist, mientras forjaba rápidamente una estre-cha amistad fundada en la admiración y la búsqueda del anarquismo comunista.

La obra poética de Mühsam no se aparta del compromiso expuesto en sus ensayos y obras de teatro, entre las que se cuentan las populares Judas (1920) y Staatsräson (1929, “Razones de Estado”). En sus versos –recogidos en títulos como Der Revoluzzer (1904, “El revolucionario”), Die Wüste (1908, “El desierto”), Brennende Erde (1920, “Tierra ardiente”) o Revolution. Kampf-, Marsch- und Spottlieder (1925, “Revolución. Canciones de lucha, de marcha y de sátira”– se advierte una profunda insatisfacción con el estado actual del mundo que nos recuerda, sin duda, al expresionismo de izquierda. Tanto con sus escritos como con su propia vida, Mühsam es generosamente responsable de crear la figura heroica del revolucionario que buscaba Alemania al comenzar el siglo XX y su obra sigue siendo tan vigente como toda voz insatisfecha. Aquí se comparte una pequeña porción de su legado.

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¿QUÉ ES EL HOMBRE?1

¿Qué es el hombre? Un estómago, dos brazos,un pequeño cerebro y una gran boca,y un alma, ¡que Dios tenga misericordia!

¿Qué debe hacer el hombre? Debe dormir y beber,debe comer y regatear y conducir un carro,debe prosperar con su media libra.Debe rezar y amar y maldecir y odiar,debe tener esperanza y desperdiciar su suerte,y sufrir como un perro maltratado.

QUIERO ANDAR SOLO…2

Quiero andar solo por las montañas,y nadie ha de saber mis caminos,pues quien ha visto la senda a mis alturasde mis alturas me ha derribado.Quiero andar solo por las montañas,mi canción inaudita ha de extinguirse en la roca

1 WAS IST DER MENSCH? // Was ist der Mensch? Ein Magen, zwei Arme, / ein kleines Hirn und ein großer Mund, / und eine Seele –daß Gott erbarme!– // Was muß der Mensch? Muß schlafen und denken, / muß essen und feilschen und Karren lenken, / muß wuchern mit seinem halben Pfund. / Muß beten und lieben und fluchen und hassen, / muß hoffen und muß sein Glück verpassen - / und leiden wie ein geschundner Hund.

2 ICH WILL ALLEINE… // Ich will alleine über die Berge gehn, / und keiner soll von meinen Wegen wissen; / denn wer den Pfad zu meinen Höhn gesehn, / hat mich von meinen Höhn herab-gerissen. / Ich will alleine über die Berge gehn, / mein Lied soll ungehört am Fels verklingen, /

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y mi clamor ha de disiparse en el viento;sólo aquel que canta al propio corazón puede cantar;sólo aquel que clama al propio corazón puede clamar;sólo aquel que reconoce al propio corazón puede ver.¡Asciendo a mí! Quiero renunciar al mundoy quiero andar solo por las montañas.

QUISIERA SER DIOS…3

Quisiera ser Dios y escuchar oracionesy poder negar mi proteccióny quemar por entero los corazones humanosy ambicionar las almas sacrificadas.Y quisiera destruir Tierra, mundo y universoy apilar montones de escombro sobre el escombro.Entonces tendría que surgir uno nuevoy otra vez dejaría que se desvaneciera.

und meine Klage soll im Wind verwehn;– / nur wer dem eignen Herzen singt, kann singen;– / nur wer dem eigenen Herzen klagt, kann klagen; / nur wer das eigne Herz erkennt, kann sehn.– / Hinauf zu mir! Ich will der Welt entsagen, / und will alleine über die Berge gehn.

3 ICH MÖCHTE GOTT SEIN… // Ich möchte Gott sein und Gebete hören / und meine Schutz versagen können / und Menschenherzen zunichte brennen / und Seelenopfer begehren. / Und möchte Erde, Welt und All vernichten / und Trümmerhaufen über Trümmer schichten. / Dann müßte ein Neues entstehn– / und das ließ ich wieder vergehn.

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Todos tenemos razones para odiar la lluvia, ella poseía dos y eran más que suficientes. La primera, un recuerdo de la infancia: su carita redonda, de mejillas sonrojadas, atisbando a tra-vés de la tela mosquitera de la ven-tana. Los ojos lánguidos extendidos mucho más allá de la reja negra que separaba el jardín de la calle, aquel paraíso libérrimo que le estaba veda-do debido a su condición enfermiza.

El agua caía del cielo, vertical, in-soportablemente suave y eterna. El pavimento irregular convertía la calle en un arroyo cuyo cauce desemboca-ba en un lago a la vuelta de la esqui-na. Si tenía suerte, tal vez mamá la dejaría salir un momento, antes de la noche. Esta esperanza la instaba a

fabricar decenas de barquitos de pa-pel que se hundían en la pila del lava-dero a la primera intentona de surcar el agua en busca de horizontes menos grises. El verano era un continuo de lluvia que humedecía los cimientos de aquella casa y la iba cubriendo poco a poco de grietas.

La lluvia era un pretexto válido de mayo a julio, después venía el otoño con sus vientos cargados de polvo que le despertaba las alergias. El invierno era la peor época del año: a pesar de la alegría contenida en los aguinal-dos, las luces de bengala, el vapor de la canela hervida que le provocaba escozor en la nariz, el regalo escogido por ella misma en un supermercado para que un par de semanas después

Summertime

ATENEA CRUZ

para Liliana V. Blum

So hush, little baby, don’t you cry.George Gershwin

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SUMMERTIME

el Niño Dios viniera a dejarlo bajo el árbol de Navidad; a pesar de todo ello y sin nevada de por medio, los bronquios siempre le jugaban una traición. Peni-cilina de 800 000 unidades inyectada cada doce horas, ácido acetilsalicí-lico soluble cada ocho horas. Repo-so, abrigo, que la niña tome muchos líquidos, en especial calientes. De pe-queña nunca le tuvo miedo al doctor, al contrario, ir a consulta era una es-pecie de ritual necesario para mante-nerse viva y, con el paso del tiempo, para conseguir atención.

Los hijos de los vecinos fueron sim-ples extraños: niños de malas costum-bres y peor vocabulario. La calle era la condensación de todo peligro existen-te: automóviles, robachicos, perros feroces, raspones en las rodillas que devenían en tétanos. La lluvia apa-ciguaba las amenazas cotidianas, es cierto, pero también hacía las veces de cortina de acero que le cerraba el paso a una felicidad sólo conocida a través de la opacidad del mosquitero.

La segunda razón de aquel odio acuoso era su padre. La historia era sencilla, podría decirse que hasta vul-gar: un hombre y una mujer se conocen, se atraen, se enamoran, son felices. Al poco tiempo ella descubre que él es casado, se separan. La hija es un efecto colateral en medio de la deba-

cle. La mujer decide guardar silen-cio ante las posibles preguntas. La niña crece contemplando un enigma cada que se para frente a un espejo.

Mientras tanto, el hombre insiste en visitar a la mujer de cuando en cuando, llega sin avisar, a veces trae regalos, habla con la niña como se pla-tica en una sala de espera. El hombre es muy, muy alto, tanto que su cabe-za casi toca el marco de la puerta; sin embargo es muy débil, requiere vitaminas inyectadas que la mujer le aplica con diligencia, encerrados en la recámara principal de la casa. A so-las, la niña inventa juegos de los que se

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ATENEA CRUZ

aburre al cabo de un rato, pega la oreja a la puerta de madera cuya perilla tiene echado el seguro. El amor más grande, así como el odio, se constru-ye sobre el silencio, esto lo aprende en cada ocasión que el hombre y la mujer salen del cuarto, luminosos. La niña siente celos de ese rumor como de arroyo en que torna la risa de su madre. Tras la partida del hombre arriba la lluvia, gris e invariable.

Años después, la niña va descu-briendo a lo largo y ancho de su cuer-po ciertos rasgos de aquel hombre que hace mucho dejó de visitar la casa. Guarda silencio: los ojos de su madre han mudado en pozos secos que lo explican todo. Una tarde el hombre reaparece. La niña, que ya es una mujer, siente el rencor trepando su garganta, pero un hilo de sangre la jala hasta el abrazo. Él sonríe. Ella

observa con azoro los cabellos cano-sos. El hombre no es tan alto como lo recordaba.

Toman asiento en la sala, parecie-ra que no han pasado doce años. Si él no lo sabe, quién podría saberlo. Por fin, ella se anima a confrontarlo. La madre suelta carcajadas amargas ante el desconcierto avejentado del hombre: “Así es ella, yo le enseñé a ser franca”, dice. Lo cual resulta iró-nico, piensa la hija, dado que no pre-dicó con el ejemplo. El hombre está turbado, titubea, mira su reloj de pul-so, dice que tiene algo de prisa, que volverá mañana.

Siete años más tarde, ya casada, ella lo ve de lejos, en la calle. Aunque se las ingenia para provocar el cruce, él no la reconoce. Es agosto, aún llueve. El verano se encarga una vez más de ahogar la memoria y encubrir el vacío.

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Dig, Lazarus!

ANDREAS KURZ

“Mensaje”, un poema de Die gestundete Zeit (El retraso consentido), de In-geborg Bachmann, termina con un verso ambiguo que promete consuelo. El consuelo se convierte en desesperación. La desesperación se transforma en calma: “Y el esplendor no se molesta por la putrefacción. Nuestra deidad, la historia, nos ha preparado una tumba de la que no hay resurrección” (Und Glanz kehrt sich nicht an Verwesung. Unsere Gottheit, / die Geschichte, hat uns ein Grab bestellt, / aus dem es keine Auferstehung gibt). El poemario se publicó en 1953, cuando Bachmann tenía 27 años y la Segunda Guerra Mun-dial había terminado ocho años antes. Renacer, resurgir, recuperarse del trauma nacionalsocialista y, por ende, olvidar eran temas predilectos no sólo del discurso político, sino también del literario y filosófico. Los autores del Grupo 47 y sus disidentes –Bachmann y Paul Celan entre ellos– no eran la excepción. En los años cincuenta, su obra gira alrededor de la resurrección y construye un edificio en el que pocos quieren vivir, ya que, a pesar de pos-turas estéticas divergentes en el Grupo, en su interior no se reserva ninguna habitación para el olvido. Creo que no exagero si afirmo que el verso de Ba-chmann resume y cierra provisionalmente una discusión filosófica y religiosa de milenios: no la gracia de Dios, sino su insuperable malicia es el móvil que impulsa la resurrección.

El cantante y novelista australiano Nick Cave repite, casi sesenta años después, este juicio final de Bachmann. Lo expresa en un lenguaje diferen-te: el del rock poético, un lenguaje más directo y brutal, pero tan definitivo y bello como el de la escritora austriaca. “Dig, Lazarus, Dig!!!” se titula la

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ANDREAS KURZ

canción del año 2008 en la que Cave condena a Lázaro a vivir el Apoca-lipsis de nuestros años. Quien está expuesto a esta época no quiere re-surgir. Se insinúa la posibilidad de que algún redentor sería capaz de abrir la tumba que se extiende entre Nueva York y San Francisco (Madrid y Mos-cú; el DF y Buenos Aires; Jerusalén y Pekín). El Lázaro de Cave no quiere ser resucitado, prefiere pudrirse pe-rennemente en medio de esperanzas inútiles; su espiritualidad raquítica anhela un ataúd inmune a las oracio-nes y plegarias, protegido contra el carisma de los Mesías: “Larry grew increasingly neurotic and obscene / I mean, he, he never asked to be rai-sed up from the tomb / I mean, no one ever actually asked him to forsake

his dreams.” Abandonar sus sueños o ilusiones podría equivaler a salir de una tumba cómoda que nuestra modernidad (que dista de ser pos) nos ofrece; podría equivaler también a regresar a la cárcel milenaria de la esperanza escatológica. Cave, quien en varias ocasiones ha confesado una profunda fe cristiana, cuestiona, como todos los verdaderos creyentes, esta fe y la bon-dad de Dios; retoma las dudas y los postulados de las herejías gnósticas. El primer crimen de Dios es dar la vida, pero peor resulta el titubeo cuando se trata de quitarla. La muerte, si quiere crear una esperanza, ha de ser definiti-va. La resurrección es el regalo de un dios que no sabe nada de los humanos o que los odia: un dios infantil que destruye sus juguetes por un capricho.

La historia de Bachmann, la nueva deidad, ridiculiza a ese dios. La sin par crueldad de la historia moderna –y pienso en una modernidad que comienza con las cruzadas contra el islam– nos ha convencido paulatina-mente de lo definitivo de la muerte, de la futilidad de la esperanza y de lo

INGEBORG BACHMANN

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DIG, LAZARUS!

indeseable de la resurrección. El proceso se acelera a partir de la guerra franco-prusiana de 1870-71, la primera contienda dominada por la técnica que imposibilita el heroísmo e individualismo militares de guerras anteriores. Quien muere en Sedán, no resucita. Quien se pudre en las trincheras del Marne, no quiere saber nada de un regreso a la vida. Quien sufre en los campos de concentración y sobrevive, desea, como Paul Celan, un viaje sin return ticket. Quien se evapora en Hiroshima, deja su alma como sombra incrustada en las piedras para que no lo pueda seguir a la nada. Quien ya ha perdido su alma en la guerra por dinero y poder, por puestos e influencias, ni sombra deja.

“Un hombre llamado Lázaro estaba enfermo. Vivía en Betania con sus hermanas María y Marta. María era la misma mujer que tiempo después de-rramó el costoso perfume sobre los pies del Señor y los secó con su cabello.

Su hermano, Lázaro, estaba enfermo.” La historia de Lázaro se cuenta en Juan 12. Jesús lo resucita y, con este acto, gana seguidores y enemigos. Lo resucita “para la gloria de Dios”, y por su propia gloria. Dios no tiene trato alguno con los hombres. Éstos necesitan a un igual para poder descargar su admiración o su ira. Jesús resucita a Lázaro, no Dios. La ira y la envidia de los hombres se concentran en Cristo y se extienden a Lázaro. En su casa, María unge los pies de Jesús “con casi medio litro de un costoso perfume”. En su casa el Mesías se entera de que los sacerdotes de Jerusalén lo quieren matar y que “han decidido matar a Lázaro también, ya que, por causa de él, muchos los habían abandonado y ahora creían en Jesús”. “Dig, Lazarus, Dig!!!” Te regalaron la vida y, con este milagro, te expusieron al fanatismo y la ceguera de los hombres. Podrás volver a morir con tu salvador, quien se había olvidado de preguntarte si aceptabas este regalo: ad majorem Dei gloriam.

En la cena que precede al ungimiento, Lázaro es un invitado pasivo en su propia casa: “Seis días antes de que comenzara la celebración de la Pas-cua, Jesús llegó a Betania, a la casa de Lázaro, el hombre a quien él había resucitado. Prepararon una cena en honor de Jesús. Marta servía y Lázaro estaba entre los que comían con él.” Lázaro ha perdido el derecho de ser dueño de sí mismo, de ser él. Debe su vida a Jesús, pero su yo ha quedado en la tumba. Sólo es un testigo callado e inconsciente, un ente sin forma, un

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ANDREAS KURZ

juguete desarmado y mal reconstruido con el que nadie querrá jugar, que sólo tiene el derecho de esperar la destrucción definitiva. En la cena con Jesús, Lázaro es la primera víctima de la fe cristiana.

A lo largo de los siglos, el mito moderno de la ciencia procura ocupar el lugar correspondiente al de la resurrección. La criatura del Dr. Frankenstein surge de las tumbas, una amalgama de muchos cuerpos y muchas vidas, sin raíces, sin individualidad alguna. La ciencia no es capaz de destruir la fe, no supera la esperanza de que en medio de las cenizas se esconda algo más, de que la última morada sólo sea la penúltima, de que un regreso a la vida sea posible. Aún no destruye la creencia en la resurrección pero le agrega un elemento fatal: la pluralidad. Si Lázaro es un yo que obtiene el regalo de volver a empezar siempre y cuando renuncie a ese yo, entonces el monstruo de Frankenstein nunca ha tenido yo, es el ser anónimo encarcelado en un cuerpo abominable: no hay origen ni punto de partida, sólo hay puntos de fuga que impulsan al ser hacia la autodestrucción que, esta vez, es definitiva. Este movimiento se encuentra en muchas obras literarias, mejor dicho: los lectores maduros son capaces de hallar este movimiento en muchas obras li-terarias de todos los tiempos y culturas. Deleuze y Guattari lo han bautizado con el nombre de rizoma y han acertado: a veces la teoría literaria, a pesar de su casi insoportable pretensión, acierta…

Alrededor del año 1900 la transformación de Lázaro en Frankenstein se establece irrevocablemente en las sociedades europeas. Se necesitan pocos años para iniciar y concluir una nueva conversión: el monstruo se vuelve masa, y la masa absorbe a todos los individuos y les permite el gran don del olvido. En su trilogía Los sonámbulos (Die Schlafwandler), Hermann Broch ilustra el desarrollo a través de tres protagonistas. Entre cada una de las novelas se extienden quince años: una generación biológica, pero también una etapa histórica en miniatura, siglos y milenios reducidos a treinta años. 1888 (Pasenow o el romanticismo), 1903 (Esch o la anarquía), 1918 (Huguenau o el realismo). Formalmente, las novelas representan tres diferentes periodos estilísticos que construyen un contraste intrigante con su contenido: el rea-lismo decimonónico en Pasenow; la estructuración exacta y la neutralidad en Esch; la destrucción joyciana de la forma en Huguenau: el romanticismo es real porque es una conducta vital; la anarquía se basa en un sistema bien

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DIG, LAZARUS!

pensado y estricto; el realismo destruye existencias y memorias. La yuxtapo-sición forma-contenido revela las intenciones ideológicas de Broch; revela también el camino al olvido de Lázaro a Frankenstein.

La muerte violenta abre y cierra la trilogía. Al comienzo, el primogénito del viejo Pasenow pierde su vida en un duelo absurdo. Al final, el desertor alsaciano Huguenau mata a Esch, el sonámbulo de la anarquía. Entre estas dos tragedias hay un suicidio que da consistencia a la obra. Bertrand, exo-ficial del ejército prusiano y hombre de negocios tan exitoso como humano, sacrifica su existencia para que el joven Joachim von Pasenow pueda seguir viviendo la ilusión del romanticismo, para que el cínico Huguenau pueda olvidar el crimen que se halla al inicio de una vida honesta en medio del más crudo materialismo. Al mismo tiempo, la locura cierra un círculo familiar. Después de la muerte de su hijo, el viejo Pasenow pierde paulatinamente la razón: su mundo normado por la costumbre y la repetición eterna se derrum-ba. Los que deben saber, no saben: el párroco es incapaz de explicarle qué es la muerte, cómo se vive en ella, no puede entregarle cartas de su hijo mayor, no logra resucitarlo. No vale la pena enfrentarse a esa falta de profesionalis-mo, al incumplimiento, al no estar en su puesto. La locura, este otro suicidio, es el único refugio del desesperado terrateniente. Su hijo menor toma el mismo camino cuando entiende que, en 1918, el romanticismo transmitido de generación a generación es un escudo débil que cualquier arma traspasa: el nacionalismo, el ultramontanismo, la anarquía, el socialismo, la guerra y la paz, nada se detiene ante el escudo. Instintivamente el envejecido Joachim huye de las maquinaciones egoístas de Huguenau, se alía con el sonámbulo y buscador Esch, pero no puede evitar ni la muerte de éste ni el éxito de aquél, ni la destrucción de la tradición ni la negación de valores aparente-mente inmutables: sus antiguos sirvientes gobernarán, la mentira dominará, la honestidad será un pecado y el pecado será nuestro guía. Su padre era un pecador de la vieja escuela que vivía la lujuria y el engaño abiertamente. No había necesidad alguna de disfrazarlos o negarlos. Se peca, la mujer perdona o cierra los ojos, el sacerdote absuelve. Asunto terminado. Después de 1918 este pecador sólo será una figura nostálgica e inocente. El nuevo pecado, que garantiza el bienestar, que es nuestro dios, será el asesinato de Huguenau y su olvido instantáneo.

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ANDREAS KURZ

En 1903, cuando Pasenow soñaba su existencia y Huguenau preparaba la suya, Bertrand se dio cuenta de que entre romanticismo y materialismo no hay nada. El compañero de Joachim vive muchas vidas porque sabe que ninguna puede ser suya: militar, burgués, bohemio, fabricante, empresario, capitalista y altruista a la vez; es el hombre sin raíces que le inspira miedo e inseguridad al joven Von Pasenow y una extraña confianza al indeciso Esch. Después de una conversación con éste, Bertrand se suicida. Se da cuenta de que cualquier valor desemboca en su contrario: el intento ingenuo de Esch por reestablecer la rectitud de los primeros cristianos lleva a una vida de men-tiras y engaños; su amor universal es el horror de su hija adoptiva, una niña que, al mismo tiempo, se siente atraída por el egoísmo de Huguenau; su re-chazo de la vulgaridad es vulgar porque no prescinde de dos ideas religiosas centrales: la inmortalidad y la procreación, es decir, la resurrección. Esch es el futuro de Bertrand, como Joachim había sido su pasado. Ambos son temi-bles y el presente no existe sin que el ayer y el mañana lo formen: el suicidio es la única salida digna. Bertrand se había decidido por la homosexualidad que le permitía evitar ese apéndice vital fútil: la descendencia. El hombre que sale de la nada y regresa a ella sin dejar raíces es el hombre del siglo xx y de nuestra era. Esta conclusión debe haber sido devastadora para Broch, para nosotros es un consuelo: la “tumba de la que no hay resurrección”, que Ingeborg Bachmann anhelará dos cataclismos universales más tarde.

La última pareja de Bertrand lo sigue a la muerte. El gesto, que preten-de imitar la historia de Tristán e Iseo, es ridículo: los deseos siempre serán incumplidos, no importa si se imponen como objetivos vitales (Pasenow) o trascendentales (Esch). Sólo hay una criatura feliz en la trilogía de Broch: el desertor, traidor, ladrón y asesino Huguenau. Su existencia es el reflejo inconsciente de la de Bertrand, y sólo la inconciencia garantiza la felicidad. Es posible que Broch, como seguidor del psicoanálisis freudiano, tratara de construir una dicotomía fatídica: el ser que explora su subconsciente nece-sariamente acepta la desesperación y busca la muerte; el ser que lo ignora vive feliz y obtiene el místico don del olvido. Huguenau cree en su inocencia, está convencido de su valor, no duda de sus calidades humanas. Aunque no sepa nada de verdad alguna, el alsaciano es un realista, un miembro útil de la sociedad que ancla su autoestima en la idea de que resucitará eternamen-

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DIG, LAZARUS!

te. Sólo de vez en cuando surge en su mente una chispa fugaz de remordimiento, nada duradero, nada que ponga en tela de juicio el sentido de esta existencia. Contento, seguro de sí mismo, rico, ad-mirado y estimado, Huguenau sigue viviendo hasta nuestros días. No resu-cita, como lo había deseado, sino que se petrifica: un ser siempre igual, inca-paz de cambiar; un ser privilegiado por la evolución histórica, pero destinado a la inconciencia, a la muerte. “Laza-rus, dig yourself!”

El ave Fénix que se levanta de las cenizas es un símbolo potente y una variación más del pobre Lázaro. Después de la guerra sigue la reconstruc-ción: los escombros se transforman en edificios nuevos, los hijos reemplazan a sus padres muertos, la sociedad se renueva y jura el nunca jamás mentiro-so del borracho que padece de una cruda monumental. En Los sonámbulos el ave Fénix se llama Ludwig Gödicke, pero se trata de un pájaro empolvado y con alas rotas: “Cuando desenterraron al albañil y miliciano Ludwig Gödicke de la trinchera derrumbada, su boca abierta para gritar estaba llena de tie-rra. Su cara era azul y negruzca, y no se escuchaba el latido de su corazón.” Sin embargo el soldado vive y se recupera lentamente, pieza por pieza; “hal-bzigarettenweise”, escribe Broch, a la manera de cigarros fumados a la mi-tad. Regresa el movimiento a los miembros destrozados, el estómago vuelve a aceptar y digerir los alimentos, los ojos ven y los oídos escuchan. Gödicke percibe su entorno, hasta se acuerda de que es albañil, de que tiene una familia. Pero ni su profesión ni su mujer le importan. Calla aunque podría hablar. Calla porque hay un dolor más fuerte que el de los huesos rotos y la carne aplastada: “su alma se reunía dolorosamente alrededor de su yo”. El albañil reconstruye un edificio, que es él mismo, pero su material consiste en pedazos de pedazos, fragmentos fraccionados en más fragmentos. No hay ingeniero, no hay plan, el azar sólo opera y el resultado final no es un nuevo hombre, la ilusión de miles de intelectuales antes y después de la contienda,

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ANDREAS KURZ

sino un ser inservible y perdido: ni humano ni monstruo. El ave Fénix que se eleva de las cenizas de la Primera Guerra Mundial es una criatura grotesca movida por un alma que no es suya.

Finalmente Gödicke habla, pero se limita a un monólogo monótono, a repetir una y otra vez que él ya ha estado ahí, que él ya sabe. Se trata de la única frase que también el Lázaro bíblico hubiera podido pronunciar en la cena con Jesús. Para los fanáticos religiosos alrededor de Esch, el albañil y soldado es un símbolo de la fe. Hay que creerle porque él ha estado ahí. Hay que tener fe porque nunca sabremos dónde ha estado ni qué sabe. Queremos ver a un santo y mártir resurrecto, pero sólo advertimos los movimientos toscos de un títere.

Con la figura del albañil, Broch cierra varios círculos narrativos. Su lo-cura arraiga en la muerte colectiva de la guerra y une, como eslabón indes-tructible, las existencias enajenadas de Pasenow, padre e hijo. Sus actos violentos e inexplicables resaltan la arbitrariedad inaugural de la trilogía, la muerte en un duelo de honor, y su terror final, el asesinato caprichoso del iluso Esch. Su pérdida del yo es un reflejo del suicidio de Bertrand. Muerte, locura y suicidio colectivos se juntan en Gödicke para formar tres círculos eslabonados entre sí que impiden la esperanza y revelan la futilidad de la promesa divina de la resurrección. El círculo se cierra en 1918, se volverá más hermético en 1945 y será nuestra habitación definitiva, la última morada.

Elias Canetti había caracterizado a Broch como poeta de la respiración. Cada ser, cada constelación, cada paisaje, se distinguen por el espacio res-piratorio que el poeta sabe entender y reproducir. Los sonámbulos respiran, pero en ellos el trabajo del aire no es un signo de conciencia. Respiran porque su cuerpo así lo exige, pero su aliento no forma espacio vital alguno. Posiblemente la respiración inconsciente y estéril es el símbolo más potente que Broch construye para caracterizar la degeneración existencial que se hace palpable en 1888 para encontrar su auge en los escombros que siembra la Gran Guerra. El escritor austriaco debe haber advertido este desarrollo como catástrofe. Después de la Segunda Guerra y acompañados por una se-rie de cataclismos de toda índole, nos acomodamos cada vez mejor en el círculo-tumba que nuestra deidad, la historia, nos preparó. La resurrección funciona como una ilusión para los Huguenau que rigen el mundo, aunque

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DIG, LAZARUS!

hasta ellos, en momentos lúcidos, saben que se trata de un regalo no deseado que la historia nos obliga a rechazar. Aprenderlo fue doloroso, Broch nos lo enseña. El rechazo final, al contrario, es un acto de liberación que Bachmann había insinuado tímidamente en su poema, que Nick Cave propaga, vocife-rante y cínico, en su canción. Su consejo a Lázaro, enterrarse a sí mismo, es un atajo lúdico en medio del complejo y largo camino de nuestra moder-nidad. Hermann Broch recorrió todo el camino, en mil páginas de novela; Ingeborg Bachmann lo resumió en pocas palabras aún llenas de duda; el australiano sencillamente pone un punto final y se ríe.

Sin embargo seguimos cavilando. A pesar, y más allá del punto final, seguimos pensando y escribiendo: una tarea tan grotesca y absurda como noble y necesaria. Escuché la canción de Cave antes de leer el poema de Bachmann y la novela de Broch. ¿Por qué gasté horas y horas para terminar Los sonámbulos? ¿Por qué leí una y otra vez los versos de Bachmann? La impresión final no varía y es la misma que me dejó “Dig, Lazarus!”: estamos más allá de la esperanza y de la resurrección, más allá de la fe, incluso más allá del nihilismo. ¿La resurrección, entonces, halla un nuevo refugio en la supervivencia de lectura y escritura, del pensamiento, de arte y música? ¿La experiencia estética equivale a esperar y resucitar? Suena a ideal y suena hermosa, por ende no tiene cabida en nuestras existencias. También suena a posmodernidad, pero la posmodernidad implica un sistema, aunque sea el caos rizomático, y el sistema no nos conviene, si no queremos seguir atra-pándonos en el círculo eterno de la resurrección. Maurice Blanchot pensaba que lectura y escritura pueden ser armas invencibles contra la muerte. Mien-tras escribo, vivo. Mientras no termino la obra, tengo que seguir escribiendo. La obra es interminable, por ende el escritor es inmortal. Se trata de un si-logismo tan ingenuo como falso. Quizás se podría reformular de la siguiente manera: sé que no hay resurrección ni esperanza, miles de páginas leídas y algunas escritas por mí lo afirman una y otra vez. Sin embargo, ni lectura ni escritura me cansan; me desesperan en el mejor sentido de la palabra. No me importa si soy el único que piensa así (o si soy uno entre millones), tampoco me importa propagar una verdad, dado que ninguna verdad existe. Mi ter-quedad tampoco se debe a la idea decadente de la superioridad estética; no se debe a estética alguna. Simplemente gozo la ausencia de la resurrección

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ANDREAS KURZ

que me permite la repetición ad nauseam en el aquí y ahora sin tener que pensar en objetivos finales, metas ni porqués. Leer y escribir son lúdicos y anárquicos. La anarquía tiene sistema (el que Esch trató de entender en vano), pero no permite que el sistema rija. Leer y escribir me afirman sin que esta afirmación implique una esperanza ni apunte hacia la resurrección en la escatología.

Quizá la espantosa dicotomía entre vida y obra de Louis-Ferdinand Cé-line pueda explicar esta serie de paradojas. La biografía del francés inspira un sentimiento vago de odio: antisemita voraz y colaborador de los nazis sin que, después de 1945, exprese remordimiento sincero: una biografía capaz de ofuscar su obra literaria. Sin embargo, su Viaje al fin de la noche (1932) es una novela que inspira compasión y, sobre todo, empatía, esta rara avis humana. Sufro con sus protagonistas, aunque no por las tragedias que recorren. Sufro por la pasividad de sus destinos. Nadie actúa en este viaje, las cosas pasan porque sí. La leva, la muerte en las trincheras, los amores enfermos y desas-trosos, las amistades fortuitas. Nadie escoge nada. Nadie construye una vida, nadie encuentra su muerte característica, esta ilusión que sólo pocos años antes aún permitía escribir versos a Rainer Maria Rilke. La indiferencia ante el propio destino genera la empatía, no la dimensión catastrófica de las trayectorias de Ferdinand Bardamu, Léon, Alcide o Lola.

Céline descubre la resignación que ni siquiera sabe que es resignación como motor de la historia y las historias modernas. Resignados los soldados marchan a las guerras del siglo XX, resignados se enfrentan a las sociedades desalmadas posbélicas, resignados aceptan las exigencias capitalistas, re-signados se casan, tienen hijos y mueren. El amor y la muerte son violentos en Céline. No dudo de que esta violencia se halle también en amor y muerte bien encauzados del siglo XXI. El escritor y el lector reafirman, una vez más, la declaración de bancarrota de la esperanza, resurrección y escatología que es el objetivo del viaje de Ferdinand.

Hay pocos títulos más elocuentes que el de la novela de Céline. El fin de la noche es el destino de la literatura y de nuestras vidas, pero sólo se puede afirmar desde la escritura, sólo en ella es posible cumplir con el des-tino, dado que en ella se encapsula. En las últimas décadas del siglo XIX, los escritores aún podían creer que la escritura influye, que los poemas y narra-

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DIG, LAZARUS!

ciones salen del espacio libresco. La fatídica convicción de los decadentes, según la cual la estética se sobrepone a la ética, de que la superioridad artística y espiritual justifica incluso el asesinato es un ejemplo claro que se encuentra en el origen de la vulnerabilidad de muchos artistas e intelec-tuales ante las ideologías elitistas del siglo XX. Céline es uno de ellos, pero la literatura le permite ensayar otra realidad: no hay idea ni convicción que valga la pena; es inútil forjar y defender una existencia porque todo nos pasa, no hay resurrección –por ende no hay esperanza, por ende sólo tenemos el permiso de abrir a lo largo de las décadas nuestras propias tumbas–. Las existencias históricas y cotidianas no se pueden elevar sobre esta base, la libresca sí; esta vida que, según Borges, es la única verdadera. El Céline histórico defiende unas ideas abominables hasta su última palabra escrita, se involucra con la historia, es intrigante y fanático; el Céline novelesco crea la apología de la resignación y escribe un texto que no permite ni pizca de esperanza, que retira el don de actuar a todos sus protagonistas.

Siete años antes de Viaje al fin de la noche, Hermann Broch aún había titubeado ante la instalación de la pasividad, aún había introducido una figu-ra que actúa, aunque esta actuación implicara la muerte. El poeta de la res-piración se había espantado ante la monotonía del aliento de los sonámbulos. Broch describe al hombre moderno, el olvidadizo Huguenau, pero todavía cree que este hombre moderno es el reflejo de una realidad. También lo es, no cabe duda, pero Huguenau sólo es el último eslabón de una cadena que apunta hacia el final feliz de la ilusión que nos permite repetir eternamente –en escritura, lectura, pensamiento, arte, música– que lo mejor es enterrarse a sí mismo. Por esto sigo leyendo: “Lazarus, dig yourself!”

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Tres poemas

ISMAEL VELÁZQUEZ JUÁREZ

CÓMO EXPLICAR UN PERRO MUERTO A UN PERRO MUERTO

para o.

pueden seguir creyendoque después del horror viene la calmapero los perros lo saben mejor: al horrorsiempre le sigue el horror

el hambre de un perrodebería ser más valiosa que la cabeza de un hombrepero como los perros no piden ni dan explicacionesvalen más las cabezas de los hombres

no hay nada importante en el mundoque un perro no haya encontrado yamientras husmeaba en la callela basura y la mierda ajena

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cada perro es el último hombre sobre la tierra

estuvimos vivos ahora debemos olvidarlo

HAY QUE TRATAR (ESTO YA ES DE POR SÍ TONTO) DE QUE LA VIDA (ESTO ES DEMASIADO GRANDE E IMPRECISO)

NO SEA UNA IDIOTEZ (LO ES)

la mejor partede no hacer nadaes que la nadate devuelve cosasque nunca hicistepero que son igualmente tuyasy esas cosas suelen ser pequeñasy vuelven a nuestras cabezascada vez más pequeñashasta que todoes pequeñoy nuestras cabezas sonel mundo que ha dejado de existirésa es la mejor partede todo

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como un guiño que la belleza nos hacede lo inútil a lo inútilsin necesidad

CAMINATA ESPIRITUAL POR EL PARQUE CON MIGUEL DE MOLINOS

camina a ciegas, vendado, sin pensar ni discurrir; ponte en sus manos amorosas y paternales, sin querer hacer otra cosa que su divina voluntad.

ayúdenos a localizaralgo delgado y mudoque va de lugar en lugarhaciéndose cada vezmás delgado y más mudoayúdenos a encontrarlopara luego perderlo más definitivamenteayúdenos aperderlo todoa no encontrarnada

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Instantes después de que Regina en-trara corriendo en la sala vio los gritos de su madre rebotar sobre el piso y luego, sobre las paredes, los esquivó y les dijo adiós con la mirada cuando atravesaron el umbral de la puerta. Con esa misma mirada buscó la de su abuela y, al encontrarla, corrió hasta ella, se sentó sobre el piso y apoyó su cabeza en el regazo de la anciana, quien ahora tenía una mueca permanente sobre la boca. Murmuró algo gutural-mente y, al escuchar los sonidos dis-torsionados, la niña pensó que las palabras que salían de esos labios estaban chuecas también y, por tan-to, que ésa era la razón por la que no las entendía. Esa misma mañana, mientras ella jugaba a conjugar los números en la escuela, su abuela re-gresó en ambulancia del hospital. Le hubiera gustado escuchar las sirenas pero no fue así. Luego, tras superar una sensación desconocida, escuchó

a su madre decir a través del teléfo-no: ha sido la tercera embolia.

Vino entonces a la mente de Regi-na la imagen que desde hacía meses se había forjado de la palabra que la perseguía, la atemorizaba y de la que desconocía el significado exacto: em-bolia. Esa palabra como una especie de anciana jorobada más que su abue-la; una anciana fea y arrugada; mala y con todos los años del mundo pero sobre todo enojada hasta el infinito. No entendió la causa por la cual re-lacionaban “embolia” con su abuela, si eran tan diferentes que –pensaba– no podían siquiera ser malas amigas.

Como su madre no le ofreció de comer, la nieta se dedicó a sonreírle a la abuela o, mejor dicho, a corres-ponderle sonrisas ya que para Regina la mueca de su abuela no era mueca, sino risitas tergiversadas y eran tantas que probablemente tendría que estirar mucho esa contorsión del rostro para

La cuarta embolia

JORGE NORES

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JORGE NORES

que salieran todas. Eso le decían los ojos cansados, anclados a un gran mo-mento por venir que tenía frente a ella. En ese duelo afectuoso se encontraban cuando un grito de su mamá la tomó desprevenida y la golpeó: ¡No juegues con tu abuela, Regina! Triste por fue-ra y con una sonrisa apagándose por dentro, posó de nuevo su cabeza en ese regazo conocido y murmuró casi para ella misma: ¿Cuándo me contarás otra historia?

Segundos después una fuerte floje-ra invadió el espacio, se quedó dormida y posteriormente se encontró sentada en el extremo de una barca pequeña de colores vivos. Su abuela en el otro extremo, joven y de pie, daba la es-palda al viento y el frente de su cuer-po, ahora recto y macizo, hacia ella. A pesar de la juventud del rostro antes anciano, la niña pudo reconocerla. Era la misma imagen de una fotogra-fía que colgaba en una pared de la sala, sobre la cual le había escucha-do alguna vez decir que le tomaron cuando era más feliz.

–¡Abuela! –dijo la niña, con algo en la voz parecido a la estupefacción pero más indescriptible.

–Sí –contestó la joven anciana sin mover los labios, hablando con el vien-tre o con los ojos o con la frente o con las firmes caderas.

–¿A dónde vamos? –preguntó la niña mirando hacia otro lado, como hacia fuera, pero debido a que el pai-saje captó entonces toda su atención Regina no logró escuchar la respues-ta: “A que inventes un sueño para que luego se lo cuentes a los que se sientan mal.”

La barca navegaba por un río, era caudaloso en ciertos momentos y olas enormes sobresalían por encima de la cabellera de la abuela, cabellera que atrapaba recuerdos y los examinaba para luego desechar los que percibía indeseables. Ese río era rabioso pero inofensivo y el agua que contenía era transparente. No era una transparen-cia azul sino blanca. Era como un río de cristal, de celofán o hule transpa-rente. De pronto unos lamentos ate-morizaron a la pequeña pero la cara impasible de la abuela la tranquilizó:

–No tengas miedo, son unas efemé-rides llorando porque han sido olvida-das. Están en el fondo del río, míralas –le ordenó.

La niña bajó la mirada y las vio ca-minar como ciegas. Cuando levantó los ojos vio otras barcas con distintos pasajeros. Algunos eran hombres, al-gunas mujeres y algunos otros ani-males. Pero a diferencia de su abuela, todos iban de cara al viento y había en ellos algo peculiar: hombres y mu-

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LA CUARTA EMBOLIA

jeres estaban solos y su rostro estaba diseminado en rayones. Sus caras eran los mismos rayones que ella emplea-ba para borrar los errores que come-tía al hacer la tarea y por los cuales su madre la reprendía constantemen-te recordándole la existencia del bo-rrador. La sorpresa, que se instalaba cada vez más pesada donde estaba su sonrisa, le impidió hacer un comen-tario y casi fue posible ver cómo el pasmo hacía resbalar por la comisu-ra izquierda de su boca un peque-ño retozo. En los animales, por otro lado, había sin excepción rostros fe-lices y sabios. Ello se intuía porque no se les veía bien la cara. Regina descubrió un mandril y un tucán e in-quieta preguntó a su abuela por qué no se iban hacia los árboles de las ori-llas. Entonces la vieja-joven le contes-tó que ésos no eran árboles sino años, que lo que salía de sus troncos eran días y lo que de ellos colgaba eran ho-ras que contenían a su vez suspiros, de los cuales los más grandes eran minutos y los más chicos segundos, y que esos suspiros tenían, como semi-llas, sueños que se echaron a perder.

En esos momentos Regina no com-prendió la mortalidad del tiempo y otras cosas porque habían llegado al lugar desde donde se advertían dos cataratas. Por una se vertían torren-

tes de tristeza y por la otra alegría. Ambos chorros caían sobre el río y se mezclaban para luego desapare-cerse, uno a otro y luego al revés, en medio de la transparencia.

Los ojos de Regina eran atónitos y un poco desproporcionados; ellos entendían pero en su pequeño cuer-po se albergaban grandes dudas. Al-canzó a ver, un poco lejanas, caras entre el bosque de años. Esas caras no tenían cuerpo y flotaban somno-lientas. Una llamó su atención. Tenía mejillas anchas, una gran melena en-marañada y, por la boca, le salían canciones que la hicieron pensar en su padre. Recordó uno de los discos que él tenía y que de vez en cuando escuchaba. Tenía la foto de este mis-mo rostro y era la cantante que su pa-

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JORGE NORES

dre le había dicho que “estaba ente-rrada en el blues”. Entonces preguntó si ese lugar era el blues y la voz que parecía salir del cuerpo de su abuela le respondió que no, que ese lugar era triste pero también feliz; que allí ya no había melancolía. Regina se ale-gró porque sacaría a su padre de un gran error, le diría que la cantante vivía con mucha gente más; que la vio can-tar junto a un señor negro que tocaba una guitarra con los dientes. Volvió la mirada hacia su abuela y entonces oyó decirle, esta vez sí con los ojos:

–Ah, todos ellos son todavía in-mortales.

Regina quiso cantar también pero el sonido se atoró en su garganta por-que un pequeño grito feliz sobrevo-ló la barca. “Allí está tu abuelo”, se escuchó entre las fisuras del aire. La chiquilla lo reconoció sin conocerlo y la barca detuvo su marcha cerca de una de las orillas. Su abuela la abrazó con la memoria y de su cabello saltó el recuerdo más grande para refugiarse en el suyo, luego le pidió dos monedas. Regina sacó las únicas dos que traía en sus pantalones de pana amarilla y se las entregó. Eran monedas de cho-colate. La anciana-joven insertó el par de monedas en una maquinita de la canoa donde la niña pudo deletrear “Flo-ti-lla-Ca-ron-te”, luego bajó y se

acurrucó en el que había sido su ma-rido. Por los ojos de Regina asomaron unas lágrimas altaneras pero la cente-naria mujer calmó ese brote de congoja y le dijo –otra vez sin voz– “no llores, te voy a estar esperando detrás de aque-lla montaña de promesas”. Sin darle tiempo para responder, la barca des-hizo el camino y todo el ambiente que la niña había recorrido pasó al revés, con velocidad instantánea, tanto que Regina solamente alcanzó a levantar una mano como símbolo de despedida.

Mientras veía retroceder todo, al-guien la estrujaba por el hombro. Era su padre que le pedía despertar y de-jar a la abuela descansar en paz. Sa-cudiéndose la modorra y caminando indecisa, la pequeña le dijo que venía del blues, que vio a la cantante greñu-da; que le dijera qué eran efemérides, qué era Caronte y que quería escribir un sueño. Sin obtener respuesta, lle-gó hasta la mesa sobre la que humea-ban ya los platos con sopa. Después de sentarse volvió a preguntar cómo se contaba un sueño y su madre, un tanto irritada, dijo:

–¡Ay, Regina, otra vez con tus cosas! ¡Por favor, cómete la sopa!

Callada y meditabunda empezó a comer, pero discretamente otra son-risa fue apareciéndole en la boca. La sopa era de letras.

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Tres poemas

PAOLA GALLO

[ . ]

“¡Se rompió su cascarón!”, gritó la niña, zafándose de un brinco de las

redes del sueño.

Sin perla la ostra, cayó al piso la infancia sin anido. Ella se mece mecida

se merece el arrullo del seno rítmico

Tengo tengo tengo

¿No llega, acaso, redención después de todo salto al vacío?, hablo de

esperanza, de valga oración estoy sin abrigo /

De soslayo el desfalco de la rima suelta, el canta oh diosa la cólera en

sombras

del ojo torcido

Ya no hay más cuentos de hadas y

si del cielo al coscorrón se trata, para qué entonces

Tengo tengo

Yo digo:

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Puja por salir

El canto terco / fuego de mil lenguas, tengo tengo

tengo

escucha qué bullicio.

“Esto va a salvarte la vida”, dijo la anciana ensortijando sus cabellos,

colocándola rendida una vez más en las puertas del sueño.

[ . . ]

todo el día: unos ojos negros / grietas en la túnica penitente de la mujer

que todavía avanza

cuesta por donde aturde

la música y tu mano enajenada la primera vez

aturde donde punza

mi sed a tientas en llamas / tu tímpano tordo en cánticos / héroes y

monstruos dando el sermón de la montaña.

y de repente la advertencia:

como el nombre del libro que tanto nos gustó aquella vez

ova donde incurable salva

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[ ... ]

Érase una vez un huevo negro / intacto entre el resquicio estrecho de

las piernas.

No cuaja el huevo crudo / Blandura no quiere volverse piedra.

¿El canto estropeado será la salida?

Y mirá qué

tanto arroró / dulce en ablande

sube de la falda en ciego abrigo

Pero / el cascarón tiempo abierto y el ave aglutina una vez más el

desconfío.

De fijación, te hablo. Del emperrado deseo en vilo.

Neblina del que no habla.

Todos ellos pasan, desfilan allá arriba y sólo ella le mira el lamento,

la descosida boca vacía.

–Amurada percha, dijo la infanta, ya veo la luz dentro del tupido ombligo.

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Cosima Wagner

ANATOLE DE MONZIE

…el negro le sienta bien; tiene además la actitud responsable, un poco altiva, de una mujer que se queda sola en la vida con el honor de llevar un gran nombre.

Alphonse Daudet, Les femmes d’artistes, cap. IX: “La veuve d’un grand homme”

Hay, en la gloria musical, una apariencia de eternidad que resulta pernicio-sa para las mujeres, que no es asimilada por su corazón. Es por ello que el duelo que practicaron muchas esposas de músicos ilustres tuvo el aspecto de un comercio de lujo con extensión sucesoria. “Esas viudas –dijo Jules Lemaître– prosiguieron el negocio del difunto según el conocido epitafio.”

Conocí, durante la época en que fui pasante en el Tribunal de París, a un abogado muy distinguido que desdeñaba el cuidado de su renombre pro-fesional para consagrarse al culto del compositor Bizet, de quien él había esposado a la graciosa y honesta viuda. Al hacerlo, mi colega repetía la vocación de Von Nissen, quien fue el segundo marido de Constance Weber, viuda de Mozart, y prolongó en una singular aventura póstuma la leyenda del pobre gran Mozart.

Mozart había amado, había desposado a Constance y no a Héloïse, la hermana mayor. ¡Agradable matrimonio que no llegó a desunir la coquetería y los alumbramientos de Constance, los celos y las fugas de Wolfgang! Un cariño siempre juguetón que se expresa mediante apelativos de cantante: Stanzi, Wolfi. Ella tiene alma de canario, él corazón de estornino. Ella es despreocupada, él pródigo. Y su vida en común se desarrolla como el diálogo de Papageno y Papagena en la Flauta mágica. Se baila para reír, se baila

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COSIMA WAGNER

para entrar en calor. Es un idilio de la mi-seria, un idilio que acaba en agonía. Mozart sucumbe el 5 de diciembre de 1791, a los 35 años. Constance se entrega a la demos-tración de una desesperanza que le impide participar en los pobres funerales. Bajo una tormenta de nieve que dispersa el limitado cortejo de sus desdichados amigos, un viejo enterrador arroja el cuerpo del encantador a la fosa común donde nadie encontrará jamás su cráneo, mientras la joven viuda liquida las cuentas de su dolor con un marido que no sabía hacer más que obras maestras y deudas.

El emperador Leopoldo le otorga a la viuda una pensión de veintidós gulden por mes. Los editores compran, por caridad es-peculativa, los manuscritos de Mozart. Estos ingresos no le bastan a Cons-tance, pero le permiten montar una pensión familiar. “Viuda Mozart. Pensión Familiar.” Un muchacho excelente, consejero de la legación danesa en Vie-na, M. Georges-Nicolas von Nissen, se convierte por azar en pensionario de Mme veuve Mozart y, como es costumbre, en amante de su posadera. Los dos hijos de Mozart serán educados gracias a los beneficios de esta relación, la cual se regulariza cuando Von Nissen es llamado a Copenhague. “En 1808, a punto de dejar Viena, Constance fue por primera vez al cementerio Marxer y pidió ver la tumba de Mozart. El sepulturero, que había echado el cuerpo en la fosa común diecisiete años antes, había muerto y, como la fosa se va-ciaba cada diez, fue imposible encontrar el lugar donde yacían los restos de Mozart. Nadie Había pensado en hacer una cruz o gravar una piedra para marcar su sepultura.”1

Pero, durante esos diecisiete años, la opinión había comenzado a re-conocer el genio de Mozart. “En Alemania se volvieron a poner sus obras, por lo menos Las bodas de Fígaro, Don Juan y La flauta mágica. El viejo

1 Marcia Davenport, Mozart, 1756-1791, Payot, Paris, 1933, p. 297.

COSIMA WAGNER

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ANATOLE DE MONZIE

Haydn se inspiró en sus sinfonías, preparando de ese modo el camino para Beethoven. ¿Había duda de que fuera grande? ¡No!, ni siquiera Constance la tenía… Pero como la gloria crecía, tomó conciencia de su papel: ¿entonces ella había sido la mujer de un hombre genial?2

Desde entonces y hasta su muerte, en 1842, Constance se dedicó a reco-brar su puesto de esposa en la biografía, la iconografía, la hagiografía de Mo-zart. Von Nissen trabajó de medio tiempo en ese empleo. Después de haber casi adoptado a los hijos del primer marido, adopta igualmente al primer marido. En 1819 abandona sus funciones en Copenhague para instalarse en Viena, documentarse sobre Mozart y escribir su vida. La Biographie W. A. Mozart’s, publicada en 1828 por Breitkopf y Härtel en Leipzig, era de Georg-Nicolas von Nissen, muerto en 1819, antes de la publicación de esta piadosa conme-moración cuya edición fue supervisada por Constance. Los ingleses llaman “fuego de viuda” –widow’s fire– al fuego que sólo ocupa la mitad de la chi-menea. El hogar de Von Nissen fue ocupado por completo por el widow’s fire de Constance a partir del día que comprendió que había evaluado mal su pasado. La burlesca originalidad de la historia es la devoción de Von Nissen, su consagración a Mozart, su dedicación de esposo memorialista. Él repre-senta a S. M. el rey de Dinamarca en las cancillerías y a Mozart frente a la posteridad. ¡Qué destino de burócrata!

¡Un destino que exigía una perfecta simplicidad! Él era, en efecto, un perfecto tenedor de libros que le proporciona a Constance la sensación de recuperación y el gusto de la avaricia. Ella muere en Salzburgo, el lugar de nacimiento de Mozart transformado ya en lugar de peregrinaje. Los mú-sicos acuden desde todas las capitales de Europa para rendirle homenajes inducidos que ella acepta como recibos de una viudez grandiosa e insigni-ficante. Bien valdría una ópera bufa, un Komisches Singspiel a la manera asombrosa y sabia, traviesa y maliciosa, de este Mozart angelical cuyo Re-quiem interrumpido retoma un aire de cantata…

Schnorr, para ilustrar las obras completas de Mozart, gravó una muy curiosa imagen: un medallón rodeado de pámpanos, colocado sobre un pe-destal a ras de suelo, frente al cual una mujer graciosa y suave, sentada gra-

2 Henri Ghéon, Promenade avec Mozart, Desclée de Brouwer et Cie, Paris, 1932, p. 441.

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ciosa y elegantemente, llora lágrimas ostentosas que enjuga con un pañuelo demasiado grande para no parecer un sudario. Hay una magnificencia, una Gemüchthlichkeit de duelo que ultraja la grandiosidad.

Constance fue una viuda ofensiva. Pero no lo fue menos Cosima Wag-ner, quien incluye la falta de discreción en la viudez y cuyo caso permanece sujeto a debate, como el de Mme de Maintenon.

Despojada de hipérboles, sustraída a las controversias, reducida a estilo de diccionario, una biografía de Cosima Wagner podría expresarse como sigue: nació en Bellagio, a orillas del lago Como, el 25 de diciembre de 1837. Fue hija de una adúltera, de una de las más bellas adúlteras de una época en la que los amo-res de los grandes hombres y las grandes damas eran acontecimientos en la vida europea. Su padre –Franz Liszt–, virtuoso a los diez años, célebre a los 20, llevaba en la frente la escaldadura de un beso de Beethoven: nostálgico como un húngaro, vagabundo como un gitano, incapaz de fijar sus sentimientos ni su residencia, capaz de codiciar todo y de sacrificarlo todo, amante múltiple, amigo único, sensible a los honores y sin embargo humilde, byroniano y franciscano a la vez, apasionado de Proudhon, encaprichado de George Sand, elevado a francmasón de segundo grado3 para acabar en la tercera orden con una tonsura de fraile que fue su penúltima coquetería, semidiós, medio loco, legó los dones de una herencia genial a los tres hijos de su relación: Blandi-ne, Cosima y Daniel. Pero Cosima, la menor, tenía la ventaja sobre su madre, Marie de Flavigny, condesa d’Agoult, de que no tenía que ser apreciada por su talento de escritora, por las obras literarias, históricas o filosóficas de Daniel Stern. Nacida del matrimonio de un emigrado francés y de una Beth-mann de Frankfurt, educada mitad en Alemania, mitad en Touraine, bajo una doble influencia, católica y protestante, esta ambiciosa de alto linaje in-tenta unir a las conveniencias de la razón los favores de la libertad. Fracasa en esta apuesta de voluntad. Cuatro años fueron suficientes para agotar la sensatez apasionada de Liszt. No queda entre los dos amantes, después de esta tentativa de felicidad estable, más que un amor por correspondencia y

3 Cf. Correspondance de Liszt et de la comtesse d’Agoult, publicado por su nieto, Grasset, Daniel Ollivier, Paris, 1934, t. II, p. 263.

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el ejercicio mutuo de un derecho de fiscalización que ni siquiera se fija en Blandine, Cosima y Daniel. La abuela Liszt reemplaza al padre errante y a la madre mundana. Cosima, no obstante, recibió una educación magnífica, en la cual la música igualaba en importancia a la religión o se confundía con la religión. Esta educación se consuma con los cuidados de la vieja Mme Patersi de Fossombroni, quien, habiendo sido la institutriz de Caroline Podocka, prince-sa de Sayn-Wittgenstein, es designada instructora de los hijos de Liszt cuando éste, alejado de Marie d’Agoult, olvidado de Bettina von Arnim, de Charlotte von Hayn y de Lola Montès, se convierte en prisionero místico de la princesa.

En vez de sufrir la pena de un nacimiento irregular, Cosima Liszt saca provecho de esta solicitud contradictoria que le testimonian a distancia o in-termitentemente un padre ilustre y una madre vivaracha. Gracias a su padre, Rey de Aulnes, ella estuvo desde los diez años advertida de la conducta y procedimientos de la gloria. Gracias a la madre, quien completaba con rela-ciones su inspiración, pudo a la misma edad entrever a Lamartine y acercarse a M. Renan. A los 20 años se casa con Hans von Bülow, un pianista gentil-hombre, distinguido por la preferencia de Liszt y quien ya se orienta hacia Richard Wagner como un mártir hacia la cruz. Se trataba de un prusiano nervioso, caprichoso y dogmático que invocaba la Biblia a propósito de Bach o de Bee-thoven: “La obra de clavecín de Bach –decía– es el Antiguo Testamento; las sonatas de Beethoven, el Nuevo: debemos creer a uno y a otro.” Él caminaba sobre las huellas de los “superhombres” a paso de ganso. Cosima lo desposa para consolarlo de haber sido abucheado una noche en Berlín, mientras tocaba la obertura de Tannhausser: por lo menos ella proporcionará esa explicación del compromiso cuya precipitación desconcierta al mismo Liszt, a quien po-cas cosas disgustan y muchas le divierten; la explicación, a fin de cuentas, es plausible, pues un periodo de enfermera y otro de tutora precoz podían satisfacer provisionalmente el apetito de dominación que ya atormentaba a esta imperiosa hija de la orgullosa Marie d’Agoult.

El matrimonio se celebró el 18 de agosto de 1857 en la iglesia de Sain-te-Edwige en Aix-la-Chapelle. Hans von Bülow, luterano, no se hace del rogar para pasar por la sacristía. Casi al mismo tiempo, Blandine, a quien Wagner mostraba un equívoco interés, se une a M. Emile Ollivier, un abogado parisi-no, de moda en los salones, que haría una magnífica carrera como hombre de

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Estado. Blandine y Daniel estaban destinados a morir jóvenes, dejando que las virtudes y ardores de una ascendencia incomparable se condensaran en Cosima, cuya activa personalidad no tarda en desbordar el marco de esa vida de pequeño funcionario que habría de ser la de Hans von Bülow, “pianista del rey de Prusia”. Ella tiene dos hijas: Daniela y Blandine, pero los embara-zos sucesivos no entorpecen la energía de las amazonas. Recluta, para con-seguir sus fines, las relaciones de calidad: Ferdinand Lassalle, el constructor de partidos; Georges Herwegh, el Lamartine de Stuttgart; y cualquiera que tuviera una idea, un poder, una esperanza, no escapa de ser atrapado por los mecanismos de su encanto.

¿Pero qué hacer con Hans von Bülow y por él? No es más que un artista suplente, inmovilizado, reducido a un segundo plano por su estupor admi-rativo ante Wagner. Instigada o siguiéndolo, Cosima penetra en la intimidad del maestro. Ella penetra ahí oportunamente, después de la dolorosa ruptura con Mathilde Wesendonck, después de la separación de Minna Planer, la esposa, ¡ay!, demasiado irascible de Wagner, después de la liquidación de los amores intermediarios –la actriz Frédérique Meyer, Mathilde Maier y todas las otras comparsas de un mes o de una noche–. El lugar está, por lo tanto, libre para la ocupación a título definitivo de esta vida de hombre que constituye en sí misma un campo de maniobras digna de una practicante del embrujo. Todo se presta a la operación: la cincuentena de Wagner, su vacío matrimonial, y ese respiro material que le ofrece el loco entusiasmo del rey Luis II de Baviera, Hamlet II, de quien Cosima se improvisará como confi-dente hasta el día en que el ingenuo monarca se dé cuenta de que hay más que colaboración entre su bien amado y Mme von Bülow.

De esta relación, Cosima tuvo dos hijas: Isolde y Eva; el nacimiento de un hijo –Sigfried–, el 6 de junio de 1869, volvió inevitable una ruptura conyugal, sorprendentemente pospuesta hasta el alumbramiento lírico al que Nietzsche casi asiste, sentado como está en la cámara de Ariadna en labores de parto.

“Lo más extraño es que el odio de Bülow parece dirigirse en primer lugar contra Tristan.”4 Decía: “Es culpa de Tristan”, con el mismo tono sibi-lino que Charles Bovary debía tomar para decir “¡Es culpa de la fatalidad!”

4 Guy de Pourtalès, Wagner, histoire d’un artiste, Gallimard, Paris, 1932.

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Pero sigue dirigiendo la orquesta en las re-presentaciones wagnerianas. El drama de es-tas existencias entremezcladas se desarrolla entre gente resuelta a que, pase lo que pase, el concierto no se comprometa.

Los amores pasan, los programas perma-necen. Es un asunto de programa lo que de-cide la suerte de Cosima, si uno cree a su apologista, el conde de Moulin Eckart.

“Inmediatamente después de la represen-tación de Los maestros cantores, la convicción invencible se impone por sí misma a la joven mujer: tendría que cumplir una gran, impor-tante y necesaria misión. No fue del todo un impulso sensual y apasionado lo que la condu-ce al maestro, sino la clara conciencia de que sin su ayuda él está perdido, y que las pode-rosas obras que él tenía a la vista, que eran

su objetivo y su razón de vivir, no serían cumplidas sin el apoyo de su mano bienhechora.”5 Hans von Bülow no contradice esa certidumbre que sin duda comparte. Él se resiste a la separación por disposición legítima y preocupa-ción de amor propio marital, pero no sueña en discutir los derechos sagrados de la música y del genio que exigen la requisición de su mujer. Algunos aña-den que Cosima Liszt obtiene la aprobación de su confesor; es mejor creer que no la solicitó antes de sus segundas nupcias.

Estas segundas nupcias señalan la etapa decisiva en su ascensión ma-jestuosa; Minna Planer ha desaparecido, Hans von Bülow se ha resignado: nada de obstáculos. Por el contrario, Cosima no se acuerda de Francia más que para incluir en su conversación esta fanfarronada germánica: “París se ha nos ha vuelto indiferente. Ellos [los franceses] pueden hacer lo que quie-ran con tal de que sean humillados.” Ella podía casarse con un Grossdeutsch: su corazón había emigrado.

5 Comte du Moulin Eckart, Cosima Wagner, Stock, Paris, 1933, p. 200.

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Así pues, “el 25 de agosto, después de las sorprendentes victorias de los ejércitos alemanes en Froeschwiller y Forbach, una semana antes de Sedan, Wagner desposa a Cosima Liszt en la iglesia protestante de Lucerna. Él dirige un poema patriótico a Luis II de Baviera y una carta a su suegra, la condesa d’Agoult”.6 Días después de la rendición de Napoleón III, la debacle militar de Francia precipitada a la guerra por Emile Ollivier, el pequeño Sigfried será bautizado en Triebschen –tierra de idilio– entre los salmos de alegría germá-nica, a los que parecen asociados un Bismarck de la ópera y su compañera autentificada, la nuera de Emile Ollivier. No le falta a la pareja Wagner más que el lazo de la comunidad confesional. ¡No importa! La hija del “fraile Liszt”, ayer católica ferviente, se convierte al protestantismo tan fácilmente como no hace mucho Hans von Bülow pasó del templo luterano a la capilla católica.

Cosima Wagner se convirtió al protestantismo y se consagró a los nego-cios. A partir de 1870, ella administra a Wagner, su Festpielhaus, las cuentas de los arquitectos, sus intereses de compositor y su inspiración de poeta. No le será suficiente a esta “dama de gran estilo”, que es una mujer de gran orden, con ordenar las despensas, las recepciones y los pensamientos cotidianos; pone por adelantado el buen orden en el futuro. A partir de 1869, bajo la apariencia de satisfacer una fantasía del rey Luis II, escribe Mein Leben, las memorias de Wagner, sus memorias de ultratumba, que no aparecerán sino hasta 1911, pero que son la apoteosis en reserva, en cava.

Franz Liszt, cuando Cosima desposa a Hans von Bülow, dijo, volvién-dose hacia el audaz esposo: “¡Este matrimonio es de lujo!” Cuando Cosima se casa con Wagner, dice, medio convencido, medio en broma: “¡Es una misión!” La misión se ha cumplido. “He conocido y disfrutado la eternidad aquí abajo”, proclamará Richard Wagner en la fastuosa alegría de Wahn-fried, edificada como un palacio de felicidad con las puertas abiertas a los visitantes cosmopolitas, a los cortesanos de la fortuna y a los agentes de la publicidad literaria. La representación de Parsifal en 1882 corona una epope-ya teatral que iguala a Wagner con Esquilo en la admiración de una posteri-dad ebria de sonidos. Habiendo terminado su tarea humana y sobrehumana, el maestro muere en Venecia el 13 de febrero de 1883.

6 Guy de Pourtalès, Op. cit., p. 351.

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La desesperación de Mme Wagner fue patente. “Pero ella habría de conocer el terrible honor de sobrevivir a Wagner durante cuarenta y siete años.”7 Este envidiado honor prolonga hasta el 1 de abril de 1930 su hegemo-nía wagneriana. Había hecho la concesión de vivir y esta concesión parece ser a perpetuidad.

El conde de Moulin Eckart toma de las Oraciones fúnebres de Bossuet el acento necesario para esta transición de la muerte a la longevidad. Ella vuel-ve a la vida, “la pobre mujer, llena de profundo dolor, Isolda aspirando a la muerte y sin embargo convencida de la misión que, en las últimas horas, él le había confiado con una calma risueña, lleva esta orden grabada en su co-razón. Está descompuesta, mortalmente, al punto de que el mismo Hans von Bülow le grita: “¡Hermana, hay que vivir!” Pero entonces, de su dolor, de su angustia íntima, ella se espabila para actuar y terminar la obra. Aquella que ha salvado al maestro y su genio se convierte en “la soberana de Bayreuth”.8

Soberana, dirige a millares de coristas y a millones de oyentes. Renoir, habiendo raspado un fósforo a la salida de un concierto, se ve reprendido, amonestado, excluido del derecho de entrar al santuario. Ella tiraniza a los directores de orquesta que se pavonean como ministros: los Hermann Levi, los Hans Richter, los Felix Mottl, los Nikisch, los Weingartner, cuyas batutas se inclinan ante su férula. Von Gross, el cajero-contable de la firma, obedece sus consignas. Su magra silueta, su perfil de cabra o de pájaro son insepara-bles de la imaginería de Bayreuth.

“Ella actúa según los giros de la opinión.”9 Aprovechando uno de esos giros de la opinión, esta semifrancesa convertida al germanismo integral pre-side la reaparición póstuma de Wagner en este París que tanto había maldecido. Las sangrantes amarguras de dos guerras franco-alemanas jamás menosca-baron los homenajes que la viuda de Wagner recibió de nosotros, como re-cibía casi todo, como acreedora, pues ella se ajusta al ejemplo del maestro.

El último de estos homenajes en el calendario le llegó de M. Louis Barthou, aficionado a las almas fuertes, cuya voluntad desafía la resistencia antes de sucumbir al desafío supremo del destino. “Después de la muerte

7 Guy de Pourtalès, Ibid., p. 428.8 Comte du Moulin Eckart, Op. cit., p. 463.9 Henry Malherbe, Le Temps, 9 de abril de 1930.

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de Wagner, escribe M. Louis Barthou, ella mantuvo su culto con una energía cuya justicia ordena admirar las virtudes más que criticar los excesos.”10

Esta orden del día amistosamente académica, con alabanzas y reticencias combinadas, concluye a maravilla una biografía sumaria de Cosima Wagner. No se escatima una bendición a este magisterio que no se agita, que no se cansa nunca durante 92 años de tormentas. Esta mujer de corazón varonil se revela verdadera y continuamente como “señor de sí mismo”, desdeñando la respetabilidad primero y la adversidad después. A lo largo de duelos y luchas, su queja individual, su grito de angustia o de revuelta no se exhala, ni perturba jamás la majestuosa serenidad de esta Semíramis romántica.

Un jefe no se conmueve. Ella no se conmueve. Ni en la victoria ni en la derrota.

Es necesario sitiar París, plaza fuerte del arte. Sigfried, su hijo, su-cesor del maestro, se apodera de París en 1912 a la cabeza de la orquesta que su batuta dirige: ¡victoria! El mismo Sigfried firma en 1914 el manifies-to guerrero: ¡plaza perdida, derrota! Las dos hijas de Wagner, de quienes Hans von Bülow olvida desconocer la paternidad, litigan contra su madre y hermano para obtener su parte de herencia –proceso desagradable que reaviva un escándalo caduco, disputa tardía de orden civil que fuerza a Cosima a descender de las alturas olímpicas a los bajos fondos de la justi-cia: ¡derrota del amor propio, la peor!– Cosima Wagner no muestra ningún desfallecimiento de su orgullo.

Alemania se hunde sin parar, el marco cae al fondo y Bayreuth, arras-trado a la ruina del Reich, no ofrece más que el espectáculo de un desierto bajo el artesonado. Octogenaria, refugiada en una recámara del primer piso de Wahnfried, contemplando el desastre y sopesando su amplitud, la sobe-rana de Bayreuth destronada, acorralada por la miseria, no se doblega ante el viento de la áspera tormenta. Wahnfried no es más que el Escorial de la música. Cosima muere de pie, vacía de sustancia y resistiendo, a pesar de todo, como uno de esos viejos árboles del Limousin o de Quercy de quienes Luis Codet festeja su secular vigor:

10 Louis Barthou, La vie amoureuse de Richard Wagner, Flammarion, Paris, 1925, p. 200.

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Es un tilo centenarioTocado por la tormenta.11

Esta longevidad que desafía las catástrofes emparienta a Cosima Wag-ner con su contemporánea la emperatriz Eugenie, a quien un parecido ins-tinto de conservación encauza paralelamente hacia el lejano término de una senilidad confortable. Este género de viuda invencible no es de un tipo co-rriente. Pero de él existen numerosos ejemplos: viudas pensionadas de un régimen al que se creen obligadas a sobrevivir, matronas sin miedo y sin reproche a cuya salud no inquieta la sensibilidad, abuelas autoritarias de nuestros campos que eluden la muerte para evitar una dimisión de bienes. Al verlas pareciera que la vejez fuera una larga malicia. O que nuestras sociedades democráticas gustan de la malicia y de la senilidad. Las reveren-cias a Cosima Wagner se justifican por esta predilección.

La reverencia sucede al culto, es todo. Nosotros ya no celebramos el culto de las druidas literarias, de las mujeres inspiradoras o redentoras, de las sacerdotisas del hombre. Este mito que imagina sin duda Goethe, que se apropia Auguste Comte, que Michelet magnifica, a quien el pobre Poe vin-cula sus tristes aventuras amorosas con Mrs. Shelton y Mrs. Whitman, es eli-minado. El último mitógrafo de la serie, el último trovador místico –Edouard Schure—, ha desaparecido casi al mismo tiempo que Cosima Wagner y Mau-rice Maeterlinck ya no habla de las mujeres como “hermanas veladas con todas la grandes cosas que no percibimos”.12

Ya no es suficiente con anunciar: Ecce ancilla domini para que se pon-gan en posición de firmes los muchachos malvados de la indisciplina sexual, tan prendados por lo demás de un ideal de genio célibe. ¡Ancilla domini! ¡Nada de frases! ¡Hechos, actos, un balance de pérdidas e ingresos!

Una frase perentoria, una frase comodín resume toda la leyenda heroica de Cosima Wagner: “Ella salvó a Wagner.” Si hubo salvamento fue, en todo caso, un salvamento en puerto. Pues el 12 de marzo de 1866 –“el día de la bienaventuranza”–,13 cuando Mme von Bülow llegó a Triebschen a reunirse

11 Louis Codet, Poèmes et chansons, NRF, Paris, 1926, p. 205.12 Auguste Bailly, Maeterlinck, Firmin Didot, Paris, 1931, p. 48.13 Expresión de Wagner.

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con el maestro al que no habría ya de dejar, la situación de Wagner no era la que había tenido dos años an-tes, cuando recibió en una habitación del hotel Marquadt, en Stuttgart, a Von Pfistermeier, secretario áulico de S.M. el rey de Baviera y con él, para él, las primeras certezas del renom-bre. Ciertamente, el exilio impuesto por la coalición de ministros bávaros detuvo la cruzada en sus inicios, en realidad en sus preparativos. Pero la pensión de Luis II atemperó el exilio con una confortable suavidad. Y, por lo demás, el escándalo de Munich le proporcionó a Wagner el ruido nece-sario a sus lanzamientos musicales.

Minna Planer fue enterrada a finales de enero de 1866. Los amores secretos de Cosima no toman el carác-ter de una franca relación sino dos meses después del entierro de Minna. Richard Wagner era viudo y libre, en tanto que Mme von Bülow resolvió liberarlo de las cadenas del pasado.

El maestro no se las arregla sin señora. Le hace falta tener a su lado una mujer que lo asista y lo aliente. Él siempre gime como si se quejara de falta de amor. Él gime en 1866, pero no más que en 1863, cuando esboza con Mathilde Maier un plan de idilio racional. “Me hace falta una patria, no la patria terrestre, sino la del corazón… me hace falta una presencia femeni-na…”14 A diferencia de Cosima, Mathilde Maier fracasa en cumplir esta función de presencia amorosa. Esta bella mujer, rubia y seria, era capaz de heroísmo tierno. La sordera que la aflige desde la infancia no disminuye el precio de su sufrimiento mientras Wagner compone Los maestros cantores de Nuremberg. Sabe escuchar, incluso sin oír. No sabe conceder el gesto ade-

14 Carta de Wagner a Mathilde Maier, 3 de enero de 1863.

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cuado. “Ella elige el papel ingrato, el papel difícil y es preciso no culparla por ello como de una cobardía.”15

Pero este hombre terrible, que no soportaba ningún rechazo, prosigue su correspondencia con esa pequeñoburguesa asustada, como si guardara en reserva un amor de repuesto. La correspondencia comenzada en 1862 se pro-longa hasta 1878,16 mucho más allá del día en que Mme von Bülow instala las comodidades de su imperio.

Cosima no sacia al ogro sentimental. Las delicias de una paternidad tar-día no satisfacen las ambiciones de este corazón ilimitado. A riesgo de trans-gredir la orden, Wagner continúa escribiéndose con Mathilde Maier, lo cual sería suficiente para demostrar que la asistencia conyugal de Cosima dejaba espacio a las nostalgias.

¿Ella, por lo menos, ha restituido al creador su poder de creación? Al reino de Cosima corresponde la finalización de Sigfrido, la partitura del Crepúsculo de los dioses y la escritura del poema de Parsifal, magnífica cosecha artística, ¡pero poco abundante comparada con la fertilidad anterior! De 1860 a 1883, Richard Wagner monta representaciones, perfecciona sus obras sobre el papel o sobre la escena. Cesa de inventar. El inventor de ficciones se eclipsa frente al fundador de escuela y el director de teatro. A pesar de ello su vitalidad cerebral no decae de los 53 a los 70 años. La orientación de su genio varía a merced de la dama reinante.

A pesar de los ditirambos y las exhibiciones de gratitud, no le dedicará a su esposa un ex-voto comparable a la dedicatoria de Tristan e Isolda en la que se ennoblece la memoria de Mathilde Wesendonck: “Que haya escrito Tristan es por lo que te agradezco desde lo más profundo de mi alma y du-rante toda la eternidad.”

Tristan pertenece a Mathilde y le pertenece en exclusividad. Parsifal no es propiedad única de Cosima, pues una parte de la inspiración se debe a Judith Gautier, la cálida camarada cuyo aliento reanima las últimas flamas de una concupiscencia de Titán. Judith Gautier encarna el deseo, Cosima Wagner encarna la voluntad.

15 Luis Gillet, “Une inconnue de Richard Wagner”, La Revue des Deux Mondes, 1 de octubre de 1930, p. 603.

16 Dr. Hanz Scholz, Richard Wagner an Mathilde Maïer (1862-1878), Theodor Weicher, Leipzig, 1930.

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Pero esta voluntad tiende en definitiva a fines personales, a captar la gloria, y es esto lo que descubren de pronto algunos fanáticos del maestro rebelados contra la Papisa por amor a su dios. El ataque precede en algunas semanas al deceso de la muy vieja dama, a quien los cronistas olvidan una vez que el wagnerismo es admitido como religión establecida.

La curiosidad ordinaria se satisface con diez mil publicaciones wagne-rianas, con trescientos volúmenes documentales publicados sobre su obra, el hombre y su entorno. Una tradición de Bayreuth, después de liberarse de la guerra, define los ritos del fervor y repartición de alabanzas. “En la actualidad –escribe M. Bartholoni, presidente del Conservatorio de Ginebra y wagneriano de estricta obediencia–, la lucha ha terminado: ya no se discute más que sobre cuestiones de detalle; se remozan o se simplifican algunos decorados; espera uno que se perfeccione el cisne de Lohengrin y el dragón de Sigfrido y que se mejoren las proyecciones vacilantes de la cabalgata de las Valquirias.”17

Cuando estas ilusiones de pequeños progresos cultivaban al pie del altar piadosas divagaciones, se abrió de improviso una instancia de revisión de la santidad, entablada contra “los excesos” de Cosima Wagner por dos publi-cistas norteamericanos, P. D. Hurn y W. L. Root, los cuales utilizan los docu-mentos de la colección Burrell, constituida y olvidada por más de treinta años. Quisiera poseer algunas dotes psicológicas a propósito de esta excelente Mme Burrell, esposa del honorable Willoughby Burrell –lord Gwydyr– que ama a Wagner al punto de aborrecer a Cosima y de nutrir su aborrecimiento como una requisitoria.

No hay como un anglosajón o una anglosajona para cultivar ideas fijas de la historia menuda. La idea fija de Mme Burrell la empuja a búsquedas y gestiones arriesgadas, fastidiosas y ruinosas. Pero lo más asombroso “es que Mme Burrell haya logrado documentarse luchando cara a cara contra Cosima Wagner”.18

Cosima saquea todos los papeles, manuscritos y autógrafos que le señala una administración de la amistad singularmente vigilante. Wahnfried, como la Wil-hemstrasse, mantiene un servicio de espionaje y contraespionaje que descubre los futuros complots de los libelistas. ¡Wagner ha dispersado tanto su amor y

17 Jean Bartholoni, Wagner et le recul du temps, Albin Michel, Paris, 1923, p. 49.18 P. D. Hurn y W. L. Root, La verité sur Wagner, établie d’après les documents Burrell,

traducción de M. Rémon, Stock, Paris, 1930, p. 12.

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ANATOLE DE MONZIE

sus escritos que incita al escándalo por todas partes! Desde 1866, Wagner, ins-tigado por Mme von Bülow, ya todopoderosa, exige la restitución de las car-tas a Minna que permanecen en manos de Natalie, la hija natural de Minna –esta hija camuflada como hermana por un prodigio de decoro y que acepta esta superchería sin denunciarla durante medio siglo–. Natalie, obligada a devolver el paquete, conserva el tesoro –su humilde tesoro–, los preciados billetes de 1836 en los que el modesto músico implora a la linda actriz que desea desposar, los billetes de ternura y de súplica, de reproches y de celos, de reconciliación y de zalamería, los billetes que devuelven al superhombre a las dimensiones de hombre, lo muestran débil ante alguien más débil que él, vacilante frente a la crueldad de la ruptura, bamboleando de la mentira a la lástima, más próximo a Peer Gynt que a Casanova.

Ésas son las cartas que Natalie, después de haberlas protegido de las reclamaciones de Wagner, de las investigaciones de Cosima, libra a las indis-creciones vengativas de Mme Burrell. Son las cartas que servirán a la rehabili-tación de Minna, a la refutación de los cuatro volúmenes de Mein Leben, cuyo fin apologético nunca fue negado, cuya falsificación no puede ya ser negada. Me es indiferente saber si las primeras palabras de la autobiografía portaban esta declaración que Nietzsche afirma haber leído en la edición de quince ejemplares: “Yo fui hijo de Louis Geyer.” Esta precisión no tiene valor más que en la controversia de judíos y antisemitas. Hay suficientes nacimientos adulterinos en la línea de Cosima como para agregar el de Richard.

Aquí el silencio procede de un prejuicio de corrección burguesa. Pero no podría reprochársele a Cosima Wagner que coloque en escena para la eter-nidad el gran cadáver de su esposo. Que haga a su modo la restauración del muerto. ¡Que lo vista, lo adorne, lo maquille en función de una perpetua y solemne ceremonia! La piedad no es más que un maquillaje cuando se ejerce en los bastidores de un teatro universal. Es necesario consentir una tolerancia especial a la inexactitud cuando se trata de la beatificación laica: los sujetos de la posteridad, como los sujetos del fisco, tienen derecho a faltantes en sus declaraciones. Cosima Wagner hace uso de ese derecho para escamotear el pantalón rosa de Marie, la sirvienta vienesa, que hacía tan amablemente la interinidad: ella lo usa para omitir, en el balance de Richard Wagner, a diver-sas damas piadosas que, antes de llegar al final, aseguran los relevos. Ella usa

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COSIMA WAGNER

las reticencias con autoridad, con ingenio, lo que conviene a una mujer-jefe, patrona de dinastía o fundadora de la orden. Marie d’Agoult fracasa en su de-signio de transformar a Liszt en celebridad correcta; pero su hija Cosima hizo de Wagner un gentleman retrospectivo.

Ella hizo más. Transforma a ese monstruo sublime en mártir burgués y Minna Planner se convierte en el falso verdugo de ese falso mártir. Veinticinco años de unión infernal fueron borrados por la censura de Wahnfried, borrados y ennegrecidos, ennegrecidos y manchados. ¡Y cómo! ¡Ni una indulgencia parcial, ni siquiera una limosna a quien fue testigo de las obras maestras! ¡No, ni eso!

Es a pesar de Minna que Wagner, de 1836 a 1851, concibe once óperas, termina nueve poemas, esclaviza al público del mundo. Es gracias a Cosima que por fin fue él mismo al final de un periodo de espera trágica. Tal debería ser la verdad sobre Wagner –y como el papel real de Minna contradice esta versión, la soberana de Bayreuth relega a la intrusa del pasado a la cocina de los años de lucha alimentaria, la expulsa del recuerdo, enamorada calum-niada, esposa engañada, sombra acorralada…

La sorprendente correspondencia intercambiada entre Cosima y su yerno Houston S. Chamberlain19 demuestra que se trata, en efecto, de una empresa del espíritu en el que la imaginación usurpa el lugar del corazón. “Vos tenéis razón, amigo –escribe ella–, yo he tenido mucha bondad y amor en mi vida. Lo he vivido o resentido. No lo sé…”20

Nosotros lo sabemos. Nosotros sabemos que no hay una sola palabra de ternura en ese volumen de efusiones, ni una palabra de evocación íntima, ni una palabra de nostalgia languidece en la correspondencia de esta viuda cuya viudez fue su razón de ser.

La ausencia de hipocresía sentimental deja a esta altanera veterana sin parecido con la cautela banal de las sobrevivientes aprovechadas. La tonta fórmula usada para la gloria de las mujeres, “duelo resplandeciente de felici-dad”, no se aplica para nada a Cosima, cuya gloria no fue un duelo de felicidad sino un duelo de indecencia.

19 Cosima Wagner und Houston S. Chamberlain in Briefwechsel. Reclam, Leipzig, 1934.20 Carta de Cosima Wagner a Chamberlain, Wahnfried, 19 de febrero de 1889.

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La cara de Penélope se esconde bajo las cobijas; no quiere que los rayos del sol la despierten. De hecho, no quie-re que nada ni nadie le interrumpa el sueño. Para muchos, los sueños son lugares para evadir realidades y en los que encontramos las cosas perdidas a lo largo de nuestra vida. Y vaya que Penélope ha perdido mucho en su bre-ve paso por este mundo: no pasa un año en el cual la muerte no se moles-te en visitarla y de paso se lleve a un familiar o una amistad. Por tal razón, ella está muy sola: la fama de su mal-dición terminó por alejar a los demás de su persona. No obstante, a Penélo-pe no le importa mientras ella pueda parir sueños. Yo también he sufrido pér-didas. Mi madre murió de tristeza y mis dos hermanos fallecieron en un terremoto. Mis abuelos enfermaron de cáncer letal y mi padre descuidó una hernia que lo llevó a estirar la pata. Desaparecieron a mis amigos en el

norte; nadie más ha escuchado hablar de ellos. Sí, los dos hemos llorado, pero yo no puedo dormir. No es mi naturaleza; por lo tanto, no me causa angustia no poder hacerlo; soñar no es importan-te. Sin embargo, obedezco las reglas del cielo y me levanto de la cama al momento en que sale el sol. De repen-te el día despunta y el deber, ese bi-cho raro que aplasta sueños, empieza a dictar las diligencias estériles que nos vincularán al estrés y a los demás.

Tengo que ir al trabajo. Ya se me hizo tarde. Tengo que despertar a Penélo-pe. No quiero ser, otra vez, el verdugo de sus fantasías. Tengo que preparar el desayuno. Quiero innovar, pero sólo sé cocinar huevos y quesadillas. Tengo que bañarme. Tengo que rasurarme. Tengo que sacar al chamaco de la cama. Tengo que vestirlo. Tengo que recoger los platos y lavarlos. Tengo que hacer el café y explicarle a mi hijo por qué todavía no puede beber-

Riada

BERNARDO BARRIENTOS

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RIADA

lo. Tengo que hacer una lista de los deberes para que Penélope se encar-gue de realizarlos. Tengo que sacar la basura. Tengo que revisar que la tarea esté bien hecha y muchas cosas más. Todo eso al tiempo que descorro las cortinas y me doy cuenta de que otra vez llegaré tarde al trabajo. Mientras, Penélope aún se oculta debajo de un montón de frazadas; llamo a la oficina con voz adormilada y pregunto por el jefe:

–No ha llegado –me dice una se-cretaria.

–Dígale que voy retrasado. Proble-ma doméstico.

No entro en detalles. Cuelgo e iden-tifico la frustración inicial del día. Quisiera meterme bajo las cobijas y quedarme tendido hasta envejecer, pero muy por dentro nadie me quita la cer-teza de que me haré viejo trabajando. No jetón. Entonces prendo el bóiler y, en lo que calienta, dispongo de veinte minutos para exprimir las naranjas, mezclar el huevo con el jamón y poner la mesa. Elegir el traje que usaré. Po-nerlo sobre la cama. Después escoger la camisa y colocarla debajo de la cha-queta. Al final, la corbata, la pinche corbata. Durante el periodo de selección, recordar ante todo que una camisa es-tampada siempre va con corbata lisa de un solo color. Pero las corbatas son

un rollo. No les entiendo por más sencillo que parezca. Corbata negra combina-da con un traje negro y una camisa blanca. Corbata rosa con una camisa blanca o celeste y un traje gris. No sé por qué, pero la corbata naranja va muy bien con una camisa azul, o blanca, o beige. Corbata azul con una camisa del mismo color en tonos más claros, o igualmente con una camisa blan-ca. Demasiadas corbatas, demasiadas de-cisiones inútiles. Termino con ello tras una larga pausa agobiante y me baño mientras mi cabeza no deja de trabajar como una locomotora infernal. Las cuen-tas, las malditas cuentas. El gas, la luz, el cable, las tarjetas, el internet, la es-cuela, la despensa, las medicinas, el dentista, el plomero, el cumpleaños, el día del niño, el día de cómprame esto, la semana de cómprame aquello, el mes de cómprame lo otro, el gasto, el gasto, el gasto. Al terminar, despierto a Penélope con un dulce beso, que no es dulce ni es beso. No puedo ver su cara, pues está muy escondida. Enton-ces me dispongo a adentrarme en las cobijas para rescatarla aunque aque-llo me llevará más tiempo del dispo-nible. Después de varios insultos que pierden el sentido con su repetición matutina –palabras que suelen decirse cuando no hay nada más que decir–, Penélope sale de la cama con una ca-

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bellera ingobernable, cubriéndole su enojo. Miro mi reloj pero no tengo la necesidad de comprobar la hora; es-toy seguro de que es demasiado tarde. Por tal motivo, vuelvo a coger el telé-fono y llamo a lo oficina.

–No ha llegado –me dice un secre-tario.

–Dígale que voy retrasado. Proble-ma intestinal.

No entro en detalles. Cuelgo y des-pierto a mi hijo. Al igual que muchas personas, él atesora los sueños como joyas preciosas, secretos tan íntimos que nunca se dicen. Se hace el dor-mido aunque lo esté sacudiendo con

la fuerza para despertar a un borra-cho. Le retiro el edredón, las sábanas, las almohadas y aun así no se mueve, mantiene un escorzo demasiado forza-do. Entonces le ruego de manera infruc-tuosa que se despierte, me pongo de rodillas pero nada funciona. Por Pe-nélope, incluso por mí, podría que-darse dormido, pero la verdad no quiero que crezca tonto como su padre. Final-mente cuando logro sacarlo de la cama, continúa el reto de vestirlo. ¿Quieres esta playera? ¿No? Bueno. ¿Quieres ésta otra? ¿Tampoco? ¿Qué te parece ésta? Bueno, ¿cuál quieres? ¿La verde? Ésa está sucia. No te la puedes volver a poner. ¿Por qué no usas la morada? Ya lo sé, pero en serio está muy sucia y te prometo que la voy a lavar en la tarde. Nooo, no llores. Por favor escoge otra. No puedes usar la verde. ¿Qué tal la naran-ja? Ya, por favor, no llores. La lavaré al regresar del trabajo. Por favor ya no llores, ya no llores. En ese mismo mo-mento, guardo la absoluta convicción de que voy a meter la playera verde a la lavadora y luego la meteré en la secadora de forma inevitable. Entre-tanto, Penélope sonríe con malicia, los ojos cerrados desde su cuartel de plumas. Regreso a mi habitación y vuelvo a llamar al trabajo:

–No ha llegado –me dice un hom-bre viejo.

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RIADA

–Dígale que voy retrasado. Proble-ma vecinal.

No entro en detalles. Cuelgo y pren-do el sartén, echo los huevos. Caliento el pan en el tostador y sirvo el cereal. Escancio el jugo de naranja y, para esto, no hay nadie en la cocina. Los dos han vuelto a quedarse dormidos. Cuando me asomo a las habitaciones, los encuentro agazapados debajo de sus respectivas mantas. De pronto, suspiro resignado; una especie de adicción y suicidio contemporáneo. No puedo evitarlo, quiero aventar los platos a las paredes como lo hacen en las series americanas, quiero mandar todo a la chingada y retirarme de la escena en medio de un silencio de nerviosa incertidumbre. Quiero gritar como chango alterado por la presen-cia de una amenaza, pero no puedo. Los cuerpos débiles no pueden vivir sin el deber. Tengo muchas cosas qué hacer. Tengo que sentarlos a la mesa, tengo que lavar sus platos, tengo que mantener a Penélope fuera del cuar-to, tengo que sacar la basura orgánica pues ya hay varias moscas, tengo que sacar la playera verde de la secadora. También tengo que pasar al banco y a la gasolinera, tengo que pensar en las vacaciones en Cuernavaca, en Navi-dad y en Reyes, tengo que pensar en el aniversario. Tengo que pensar, pen-

sar, pensar. Y ellos dormir, dormir, dormir.

Al fin se levantan ojerosos. Desa-yunamos mientras masticamos para sentirnos vivos. Lo hacemos en silen-cio, como debe de ser: nuestras fanta-sías mudas nunca se tocan, sólo nos vincula el sonido de los dientes tritu-rando la comida que dejó de ser comi-da conforme se fue repitiendo hasta el sinsabor del convencionalismo. Ante todo, tenemos prisa por terminar las misiones que nos ha encomendado el deber y el estrés. No nos prestamos atención, ya que cada quien está in-merso en sus pensamientos. Es cosa de minutos para que retire los platos sucios a medio acabar y los coloque en el fregadero. Tengo que lavarlos, pues Penélope no lo hará. Les pido de favor a los dos que limpien la mesa; sin embargo, resulta lo mismo hablar-le a un fantasma. Antes de salir, in-tento comunicarme a la oficina:

–No ha llegado –me dice una jo-vencita.

–Dígale que voy retrasado. Proble-ma en la primaria de mi hijo.

No entro en detalles. Saco y cuel-go la playera verde de la secadora y salgo disparado por la puerta con mi hijo. De camino al trabajo me acuerdo de que no hice la lista. Falta leche, jitomates, aceite, mantequilla, frijoles,

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BERNARDO BARRIENTOS

queso y tortillas al menos. Estaría bien comprar huevos también. Aprovecho el embotellamiento, ese fenómeno tan co-mún que aún sigue irritando a la gente que lo provoca, y marco a la casa. Pe-nélope no contesta, tampoco funciona su celular. No le gusta recibir llamadas. De seguro se volvió a dormir, igual que mi hijo, quien va dormido de ida a la escuela. Él también ha conocido las pérdidas. Tuvo un hermano por tan sólo dos años, al cual quiso con toda su alma. Como usualmente pasa en muchos hogares, un perrito llegó tiempo después. Her-moso schnauzer que conoció el mundo sólo por dos años. La tristeza de un niño dista de ser reproducida ejem-plarmente por las palabras; por ello basta decir que sufrió de forma amar-ga. Cuando lo miro dormir pienso en eso. De la misma manera en la que miro a Penélope. Ellos necesitan de los sueños para paliar el dolor de su mundo, para librarse de la acuciante realidad. Quisiera acompañarlos en su dolor, ser su fortaleza, pero ciertamen-te escapan de mi ayuda. Tardo una hora y cuarto en cruzar Coyoacán. Procuro son-reír cuando mi hijo dice adiós, pero no puedo ocultar la angustia de que me van a despedir. No sé por qué vuel-vo a mirar el reloj. Es una costumbre masoquista, una locura de esperar algo que nunca va a suceder. Ya en el tráfico

que abunda en todas partes, no puedo evitar imaginarme en la pobreza; en cómo voy a mantener a mi familia. Las dificultades que sobrevendrán a mi desempleo, los gritos y las pesa-dillas. Divago en la forma en la que tendré que confesarles que ya no van a tener una cama donde soñar. Que los sueños tendrán que ser cambiados por un boleto de ida a la desesperación. Que no tenemos familiares ni amigos en quienes confiar, a quien pedirles di-nero. Estoy muy molesto por cosas que todavía no suceden, tan enojado que pi-so el acelerador sin querer, acto que termina siendo intención. Entonces golpeo la defensa de un Chevy. No es tan fuerte el impacto, pero el conductor está que arde. Las cosas se caldean. Estoy seguro que asimismo va tarde al trabajo. En un segundo sin tensión, los dos llamamos a la oficina:

–No ha llegado –me dice un joven.–Dígale que voy retrasado. Proble-

ma automovilístico.No entro en detalles. Cuelgo y el otro

conductor cuelga. Nuestro día al pare-cer es un infierno. No sé por qué no des-cargamos nuestra ira en el otro. Él se ve felón. Yo también rifo. No obstante, de alguna forma tenemos la idea de que nos van a despedir y no podemos alargar más el asunto. Tampoco po-demos llegar con sangre en nuestras

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RIADA

camisas. Es inaceptable. Tengo que darle trescientos pesos por el golpe; lo acordamos y cada quien jala por su camino. Eventualmente todos tene-mos que hacerlo. Antes de llegar al trabajo, después de que me lavaron tres veces el parabrisas –¡chin!, ya no pasé a la gas ni al banco–, veo que el estacionamiento está lleno; ya llega-ron todos. En ese punto busco lugar como busco un sitio cómodo donde sentirme en paz diariamente. Doy vueltas alrededor de un sinfín de ve-hículos estacionados, alineados a la perfección, indispuestos a traspasar las líneas divisorias de espacio. De mane-ra eventual encuentro un sitio apartado y la violencia que ocupa mi corazón parece haberse apagado. Me bajo del auto y mis piernas flaquean, un ador-mecimiento las invade. Apenas puedo mantenerme en pie; más de dos horas cuarenta minutos sentado. No impor-ta. Calculo que ya me están esperando con el cheque del despido, listos para soltarme. En ese instante, en el trecho entre la oficina y el estacionamiento, deseo tener alas y volar hacia el sol. Desintegrarme sin aspavientos. Sólo fundirme a sus potentísimos rayos que destruyen sueños al amanecer. Sin embargo, puedo pedir muchas más cosas, pero al fin y al cabo, sé que mañana voy a repetir el mismo ritual

tanto monótono como mesiánico, no importa qué suceda. Cuando se abren las puertas, entro con la sensación de que voy a perder aun antes de hacer la apuesta. Camino con los hombros en-cogidos, la cara medio escondida en la solapa del saco. Procuro que nadie se dé cuenta de mi presencia: si me van a correr que no se arme un escándalo o un chismerío. Al tiempo que atra-vieso un largo corredor, sopeso las posibilidades de buscar trabajo en una de las empresas competidoras. O vendiendo comida, no sé. Tengo que salir adelante, tengo que proveer, ten-go que cumplir, tengo que portarme bien, tengo que satisfacer sus nece-sidades, tengo que facilitarles la tra-vesía, tengo que estar allí, tengo que estar acá, tengo que estar allá, tengo que estar en todos los lugares, tengo que pagar, tengo que producir, tengo que ge-nerar, tengo que ofrecer, tengo que, ten-go que y tengo que. Para cuando lle-go con la secretaria, estoy tan pálido que parez co enfermo, mi corazón late a mil por hora. Ante la situación, ella me pregunta:

–Jefe, ¿está usted bien?–Disculpe, señorita –le digo sin es-

cucharla–: ¿llegó ya el patrón?Horrorizada, se lleva la mano a la

boca.–Señor director, ¿se encuentra bien?

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Tres poemas

EDUARDO PADILLA

TODO CUADRA

a A. Ortuño

Cada vez que pienso algo malo sobre mi vecinoun ángel cae muerto.

Cada vez que siento culpa y hago apología de taras y defectos un ángel muerto vuelve a la vida.

Pero no vuelve como antessino como ángel fiambre.

Y la naturaleza de todo ángel fiambre lo impele a roer el talón de Dios.

Por razones prácticasel talón de Dios

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queda más allá del alcance de cualquier fiambre.

Una vez al año la Administraciónme escribe una carta para decirme que estoy haciendo un buen trabajo y que allá arriba las cosas prosperan gracias a mi labor y a los esfuerzos de personas como yo.

POLIEDRO

Después de hablar con su biógrafoentendí que para élel amor era un capullo sin cerradurapor donde espiar;el odio un virus-lupusen el hocico de un perro herido;la añoranza un ave disecada,orientada hacia la salida del sol.

La desidia le parecíapor otro ladouna cara sin maquillaje.

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LA HORA DEL LOBO

Llevo yo las cuentas. Nunca supe llevar cuentas; fui contratado gracias a esto. Me reclutaron, gastaron tiempo buscando una persona como yo. Ellos decían ser expertos, veteranos al servicio de todo nombre memorable u olvidado; toda figura y toda estatua, toda sombra correspondiente. Donde fuera que la sangre había corrido, ellos la habían ayudado a correr. Sin embargo estaban hartos, querían un nuevo enfoque. Era hora de olvidarse de lealtades y abstracciones, hora de regresar al cero.“Es hora de quemar amarras.”“Es hora de no recibir llamadas.”“Es hora de afeitarse la cara.”“Es hora de que ya no sea hora.”Decidí trabajar para ellos. No hay razón, simplemente dan miedo. El terror se les da. Cuando me abordaron, cuando entendí quiénes eran… era como si yo fuera una tachuela y el pulgar de Dios estuviera descendiendo sobre mí. Me dijeron que no me querían matar ni hacer nada malo, sólo darme trabajo. Yo no sé matar, les dije. “Así te queremos, inútil.” Bueno. Todas las personas se parecen a un animal o a otro. Yo sé a qué animal me parezco. En la granja, o te ordeñan o te finiquitan. Y si no pones huevos te los quitan. Acepté el trabajo.

En esta organización nadie cumple bien sus deberes, pero esto rara vez lleva a castigo o reprimenda. Siempre y cuando haya acción y un par de cuerpos para fertilizar los campos. Lo demás son sutilezas y en tiempos crueles las sutilezas quedan fuera.

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Yo soy el anotador oficial; aunque mi trabajo es informal y poco serio. Tomo notas con lápices que se rompen a media frase, notas inofensivas, muy elementales. Mi lugar de trabajo es una cueva de mármol, animada por el brillo del agua dulce y los metales raros. Aquí se guardan siglos de saqueo.

El jefe de la banda parece divertido conmigo. Lo cual me pone tranquilo. Es pura costumbre, pues antes me ponía horriblemente incómodo. El jefe me hace confidencias sobre los detalles curiosos de su labor diaria. Antes esto me causaba una gran ansiedad. Pero el hábito lo es todo. Hoy me hace sentir seguridad. Pertenencia. Que me diga todos los detalles. Casi me siento como su ahijado, o como su hijo lerdo, tullido. Ya no me lo imagino haciéndome algún mal.

Puedo admitir que desde el primer día he sido incompetente en mi labor, y que nunca he podido registrar con exactitud quién ha matado a quién, ni para qué; el libro de deudas y deudores es un amasijo sangriento en mis manos. Así es como lo quieren. Están fastidiados. Es lo nuevo, dicen. Yo no le veo nada de nuevo, más bien creo es un regreso a lo antiguo. A lo muy antiguo. Aunque nada de esto me concierne –sigo vivo, a grandes rasgos, y se me permite andar por ahí… dormitando de pie tras los bastidores. Despierto a ratos; mis ojos vuelan por encima de las ciudades muertas y se estrellan en el ciclorama de la vía láctea.

En realidad, me he adaptado bastante bien.

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Música para honrar a los muertos

HUGO VALDÉS

¿Qué es, estrictamente, Canción de tumba, texto que en apariencia se asume como la memoria personal de quien firma a partir de la agonía de la madre? No se trata por cierto de un mero ejercicio autoconmiserativo, por más que asome a ratos cierto afán de flagelación en tanto el narrador admita el esco-zor ontológico que le produce ser el vástago de una prostituta: es más bien un desnudamiento de carácter simbólico, simulando ante el lector un proceso que el protagonista viviese por primera vez, como si nunca antes hubiera compartido su secreto con nadie. Para ello, Julián Herbert echa mano de una estrategia que Juan Villoro advierte en el Sergio Pitol de libros como El arte de la fuga y El mago de Viena, compuestos por una miscelánea en la que caben tanto el recuerdo o la confesión como el ensayo y el apunte del diario: la del prestidigitador que se muestra sorprendido por sus propios trucos. Paulatinamente, Herbert alternará este sistema con el del creador que abre la cocina –mejor: el cuarto de máquinas– a fin de mostrar los recursos con los que se propone escapar de las convenciones y la inercia implícita en el memorial luctuoso. Así busca responder a lo que, con vistas a comprometer al lector en un profundo viaje común, Jean Cocteau propone en Opio. Diario de una desintoxicación: “el ilusionista que muestra su truco, lleva a los es-píritus de un misterio que rechazan a un misterio que aceptan y da vueltas por su cuenta sufragios que enriquecen lo desconocido”. En este caso, el misterio se funda en algo que rebasa el tema base pretextual, pues el hilo umbilical del narrador pareciera atarse con mayor fuerza a la muerte que a la figura materna.

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MÚSICA PARA HONRAR A LOS MUERTOS

Por ello creo que Canción de tum-ba es una suerte de emplazamiento para acceder al reconocimiento de sí mismo, y responder a la interrogante no acerca de lo que significó la madre para el na-rrador, sino por qué este ha sido como es. No es empero un sucedáneo de tera-pia, ni el prurito de ventilar un secreto estructurador de la propia identidad, al cabo una especie compartida con el círculo íntimo. No obstante –o acaso precisamente gracias a– la voluntad for-mal del relato y al diseño narrativo, es un acceso a la más ruda nostalgia pro-yectada sobre varias etapas de la vida de un hombre al lado de una mujer a quien hoy ve morir, bajo la premisa de que en el entendimiento del otro hay un perdón implícito que lo exime y ex-huma de toda culpa.

En tal contexto, la historia personal se vuelve obligada saga familiar. Como un empleado que debe desplazarse a donde haya trabajo, la madre hacía lo propio en la búsqueda de mejores ámbitos y clientelas. Inadvertida-mente, la prostitución se convierte en un oficio próximo que prepara desde entonces al narrador en la tarea que emprende en Canción de tumba: si aquello fue algo que no lo avergonzó entonces, no tiene por qué avergonzarlo al ser contado. En estos periplos de sobrevivencia, de vivir casi de milagro, la familia –o el binomio madre-hijo– se ocupa en sufragar causas que pu-dieran pasar por deleznables, pero que en el fondo conseguían franquearle algo mayor: la felicidad. Si bien esta no necesita exégesis ni justificaciones –gozosa celebración a la que solemos asistir sin percatarnos siquiera de que estuvimos en ella–, Herbert la recupera, volviéndola literatura, al contar la saga del equipo de futbol los Madrugueros del Balsas. Eso explica en buena parte por qué la relación entre madre e hijo no fue necesariamente tóxica.

JULIÁN HERBERT

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HUGO VALDÉS

En aquélla se cifra, además, el primer acercamiento al idioma a través de los libros y la aduana de lo admisible o inadmisible en materia de insultos o “malas palabras”; en ella están contenidos los sabores originales de las co-sas y le debe, de forma inexorable, su devoción por la música.

Aun así, un tema que rondará el libro es la consideración de la paterni-dad como accidente o, con más precisión, la del hijo como un problema irre-suelto entre los padres. Al margen de la tensión subterránea que se produce entre la búsqueda o negación de la figura masculina –reclamar, como lo hace Juan Preciado en busca de compensación moral y del reino escamoteado en Pedro Páramo, o por el contrario reconocer que no necesita nada suyo como acto de autoafirmación–, en el devenir existencial del narrador se impondrá el hacer y quehacer de Guadalupe Chávez o Marisela Acosta, una mujer que, por su manera de amarlo, a veces le procuró más daño que protección. No es casual que en muchos pasajes del libro se cumpla lo que escribe Rafael Pérez Gay en El cerebro de mi hermano: “el odio es una de las correas que unen a los padres y a los hijos”. Herbert no olvida, de hecho, la descripción que en una escena de insultos le espeta Guadalupe –lo desconoce y llama “perro rabioso”–: como Honoré de Balzac en relación con su madre, se trató de la persona a la que más le interesaba agradar por sobre cualquiera otra en el mundo.

LA INMODERACIÓN DE LA IDENTIDAD

Pese al autoemplazamiento al que Herbert apela –y mediante el cual logrará darle a su trabajo un cuerpo narrativo más amplio–, el narrador protagonista se cuida muy bien de evitar lo que la antropóloga argentina Paula Sibilia concibe como “el show del yo” en su libro La intimidad como espectáculo. Más que buscar acogerse al estímulo de “la hipertrofia del yo hasta el pa-roxismo”, en aras de enaltecer y premiar “el deseo de ‘ser distinto’ y ‘querer siempre más’”, tan característico de la atmósfera contemporánea, el acto de presencia del artista en Canción de tumba o, mejor, la inmoderación de la identidad, se asemeja al proceso de trabajo que Cocteau advertía en su amigo Pablo Picasso, cuyos lienzos sobre crucifixiones nacían “de ataques de rabia contra la pintura”, y en los cuales el propio pintor se crucificaba al tiempo de crucificar a la pintura.

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MÚSICA PARA HONRAR A LOS MUERTOS

La literatura, y en general el arte, como espectáculo del yo compartido públicamente a la manera de una droga más poderosa que las conocidas en tanto se acuda a ellas para salir por un momento de sí. No por nada en la cinta Strange days, de Kathryn Bigelow, lo ofrecido para consumo del adicto, a través de un artilugio electrónico que hoy luce tan anticuado como imprác-tico, era pasar un rato bajo la piel de otra persona: inclusive la experiencia más anodina se potencia hasta el vértigo –“la vida mundana de uno es el tecnicolor de otro”– si uno toma el lugar del vecino para llevarla a cabo.

De esta forma, Herbert responde a ese prurito de identidad, planteado por Claudio Magris, del que se preocupa apenas o nada sobre la importan-cia y jerarquía de los otros, a cambio de tener noción cabal de sí mismo. El autoanálisis tajante puede verse entonces como la base de un performance literario de gran calidad cuya puesta en escena, tal vez, abona en morigerar un tanto lo irremediable: el drama llegando a su fin a despecho del cuidado que los hijos visibles le dispensen a Guadalupe. Ejercicio exhaustivo de ex-ploración durante el declive final de la madre, que compromete al narrador a recuperar con lucidez toda esa etapa como cimiento de su obra, de Canción de tumba penderá una serie de líneas narrativas que ilustrarán la génesis emocional del hijo de Guadalupe Chávez.

Según sus propias palabras, el de Julián Herbert es “un amor cifrado en palabras”. Una vez que consigue “cargarlas” de significado –la idea es de Ezra Pound, quien le da así a la literatura la categoría y el poder de un arma de fuego–, ¿cómo dispone de ellas? Un primer paso es la decisión de contar con áspero desenfado, como si no sintiese un ápice de amargura al convocar y afrontar su vida junto a Guadalupe. A cambio de la memoria espuria, de la aventura bonancible que se inventan algunos para sobrellevar el dolor, Herbert acude al pasado sin edición ni estilización. ¿Por qué tendría que ocultar lo que fue su vida? ¿Para qué, además, hubiese querido una ficción si vivió una infancia y adolescencias tan intensas? Cualquier máscara resul-tará ociosa.

Este autorreconocimiento ayuno de pudor, descarnado, estructura un relato no siempre doliente, sino que aun puede pecar de frío: al sopesar si la supervivencia materna desvirtuará el propósito inicial del libro, viene a la mente el apremio de Truman Capote en que fuera dictada sentencia con-

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tra sus personajes para poder sumi-nistrarle a su novela A sangre fría un desenlace al nivel del crimen cometi-do contra la familia Clutter. ¿Dónde, entonces, descansa el truco? Aca-so en el método de acercamiento y distancia para hablar de la madre: abordándola como una criatura que se puede examinar en detalle, sin que le duela demasiado el lector a pesar de que la sepa herida o, peor, en estado agónico. De hecho, por la naturalidad con que la describe, el narrador pareciera sancionar la inevitable cosificación en que sue-le caer todo enfermo en el calvario de los cuidados intensivos, especial-mente en un hospital público: “Ante la ausencia de un pariente acompa-ñándola, las enfermeras decidieron abandonarla un rato en medio del

pasillo con el culo a la vista de todos. Cuando al fin la ducharon, eligieron hacerlo sin levantarla de su silla de ruedas: con una larga vara en forma de gancho deslizaron el cuerpo bajo un chorro de agua fría, lo sacaron después para fregarlo con estropajo y enseguida volvieron a meterlo en la ducha du-rante el tiempo que estimaron necesario para diluir todo el jabón.”

La obligada primera persona por donde –literalmente– emboca la na-rración, le viene muy bien a cuento a un escritor como Herbert, quien opta por examinar la realidad y descifrar sus probables significados de manera brillante, como si sólo a punta de ironía y entendimiento se pudiera acotar el caos cotidiano y desbrozar la selva de sinrazón en los que medramos. La situación del país, refractada en Saltillo, se le revela por medio del extraña-miento, como si apenas ahora se diese tiempo para entender y sufrir el lugar en el que vive. A fin de cuentas, es mejor desquitarse con la “suave patria”

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que tiene a la mano y a la vista, a cambio de no hacerlo con su propia madre, ya bajo la bota de la muerte.

Todo ello confirma la impresión de que más bien espigara ciertas vi-vencias para interpretarlas conforme las narra, por ejemplo la búsqueda del sindicalista ferrocarrilero Román Guerra Montemayor –un hombre cercano al ámbito familiar asesinado décadas atrás–, asociada con la relación volátil que sostuvo con Renata en el pasado más reciente. Su novela obedece así a una dosificación formal: algo que no sólo se evidencia con el capítulo dedi-cado a la historia y descripción del Hospital Universitario de Saltillo –con un innecesario pasaje dedicado a la creación y avatares del escuadrón aéreo 201–, sino con los paréntesis virtuosos de Berlín y La Habana, en el primero de los cuales se da el gusto de detallar los secretos de composición de una serie que agrupa dos viajes a Alemania, el último durante el tratamiento de Guadalupe. De hecho, este par de intermezzos que le dan al conjunto el empaque de un parque de diversiones –lo que debiera ser siempre el género novelístico, para solaz tanto del autor como de su potencial lector–, se antoja el equivalente a las dos galerías del nosocomio.

PARÉNTESIS DE OPIO

Como un contrapeso de la dura infancia por la que transitó Guadalupe bajo la sombra de una madre brutal –maltrato que ni siquiera concluiría con la niñez: más tarde se matrimoniará a la fuerza con un hombre que, sin mayor trámite, la toma para uso y abuso personal–, Julián Herbert realiza una bella y poderosa estampa nostálgica, tal como si se trepara junto con aquella niña en el árbol que escogía como escondite para ponerse a salvo por unas horas de la paliza del día. A esta escena de indecible ternura se suma el homenaje que le rendirá a Guadalupe desde Cuba, donde el carácter lúdico y antiso-lemne del libro encuentra su mejor expresión.

Puesto que el narrador comenta sin tapujos haberse hecho acompañar de un destilado de opio en su viaje a la isla, en un periodo en que su madre presenta mejor estado de salud, nada más a propósito para desentrañar el paréntesis habanero –en especial si, como lo mencioné al principio, se con-vierte en la profunda ligazón del protagonista con la muerte– que teniendo

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a la vista esta reflexión de Jean Cocteau: “Todo cuanto se hace en la vida, incluso el amor, lo hace uno en el tren expreso que marcha hacia la muerte. Fumar opio es bajarse del tren en marcha; es ocuparse de otras cosas que no sean la vida y la muerte.”

Estrategia para mitigar “la caída horizontal” que entraña el vivir, se-gún el mismo Cocteau, Herbert se procura el envenenamiento exquisito del opio –fuente de una disminución de la velocidad– con miras a erigirse en una “obra maestra perfecta por fugaz, sin forma y sin jueces”. Cae así en esa categoría de cuantos, al decir del literato francés, necesitan de la droga como un correctivo que les permita tener contacto con el exterior, descorriendo una suerte de velo que mantiene al mundo en calidad de fantasma, ingrávi-do, a la espera de “una sustancia [que] le dé cuerpo”, es decir, del opio que procura equilibrio.

¿Qué aporta presuntamente esta droga a la novela? Hace las veces del agua en la que puede desenrollarse el caudal interior, en este caso una historia vertiginosa e hilarante, a la manera de una flor japonesa. Más que un detonador, es el medio hospitalario, merced a su consistencia amniótica, donde la ex-periencia íntima puede aflorar. Cada consumidor, desde luego, abriga una flor diferente, y el esfuerzo de Herbert deja en claro que la cosecha del opio puede compartirse, así se trate de una alucinación metódica y bien fraguada del episodio que, en compañía de Bobo Lafragua, personaje de una novela inconclusa, en realidad hubiese querido vivir en la isla.

EL FANTASMA DEL OTRO

¿Por qué el narrador se vincula con la muerte y, como una variante, afronta cierta condición fantasmal del mundo que el opio consigue neutralizar? De acuerdo a su propia mitología, a Canción de tumba lo habita o “tiene embru-jado” el propio Julián Herbert: ronda cada una de sus páginas en calidad de aparición –como si hubiera decidido ser el holograma ávido de amor y eter-nidad que ideó Bioy Casares en La invención de Morel– para hollar a sus an-chas una ficción necesaria, a ratos catártica, a ratos sarcástica, mediante la cual podrá exculpar sus fallas en la medida en que sea capaz de entenderse. Herbert es pues el fantasma de un libro –su personal Yoknapatawpha– que,

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de forma memorable, cambia la pre-ceptiva tradicional de la novela. El réquiem por la agonía y ausencia maternas no habría valido la pena de haber caído en el expediente fácil del memorial plagado de re-flexiones y frases motivacionales.

Conforme transcurren las pá-ginas, el tema del fantasma y la in-asibilidad de la persona se vuelve más patente, sobre todo cuando el narrador piensa cómo pudo ser la vida junto a su padre: siente nostal-gia del otro que no fue –sólo “em-brujó” el hogar de sus medios her-manos al habitar en él como una prolongada presencia virtual–, en realidad un otro que jamás habría sido consciente de ese y otros va-cíos, y que quizás ni sería escritor. Canción de tumba nos lleva así a la convicción de que la herida on-tológica a causa de que los padres hayan sido de uno u otro modo –de que no nos hayan querido o que nos hayan querido demasiado, al grado de malcriarnos– es siempre irrestañable; todo reclamo en este sentido es extemporáneo. Con rabia soterrada o inadmiti-da, odiamos haber nacido y crecido en determinadas circunstancias, o que aquellos a quienes amamos sean hoy de cierta forma vía los hábitos y las profundas trapacerías morales de sus mayores, aunque sepamos bien que no podría ser, jamás, de otro modo.

El personaje representado por Kim Novak en Vértigo, de Alfred Hit-chcock, hechiza a James Stewart desde que éste sabe de ella. Para su in-fortunio, lo más cercano que encontrará después es una mujer de presencia vulgar –la misma que se hizo pasar por la elegante y adinerada esposa del

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presunto amigo de Stewart– que, pese al esfuerzo cosmético, jamás conse-guirá acercarse a la imagen fantasmática primera. El desencuentro se vuelve más profundo y doloroso cuando Stewart cree estar a un paso de recuperar a la discreta y misteriosa dama que lo enamoró sin haber cruzado con él una sola palabra. Producto de un parto irrepetible –el de cada uno de noso-tros, de hecho–, de la simulación nace una presencia evanescente que ni aun la propia mujer que participó en la charada puede reproducir de nuevo. Así, la pregunta: ¿cómo sería yo de haber tenido otros padres, haber vivido en otro medio, o con padres “normales”?, tiene una respuesta consabida, por más que se reniegue de ella –o que Herbert la bordee para continuar su explo-ración, administrando un truco ante el que se fingirá desprevenido–: yo no sería el mismo yo que conozco y convoco.

LOS LÍMITES (Y NUEVOS HORIZONTES) DE LA ESCRITURA

A Julián Herbert no le preocupa el advenimiento de las historias a su magín, sino saber si estará dotado con una mejor capacidad escritural para hacerles frente de forma menos inercial y ortodoxa. No hay lugar aquí para la falsa modestia: un temperamento tan inquieto y perceptivo como el suyo advierte de entrada que en el ejercicio narrativo –para elevarlo de la estampa o del mero reporte de campo– se sortean todo el tiempo crisis formales que deben remontarse para acceder a la obra perdurable. Así, el emplazamiento ante las propias posibilidades expresivas conduce de forma inequívoca al centro de esa crisis que pone en tela de juicio toda materia a tratar y sus métodos, en desdoro del practicante poco avisado que se asume como fuente de la problemática, cuando en rigor sólo es el medio para resolverla.

Un cuestionamiento de esta magnitud germina a partir de la conciencia de la engañosa destreza que ayuda a despachar productos en serie –ciertas formas “literarias” caen por fuerza en la misma monótona cadena de ensam-blado– de los que es obligado recelar si el cometido del escritor propende hacia un punto más alto. Según André Maurois (Lélia o la vida de George Sand ), “todo artista es un sublime comediante que necesita, y él lo sabe, ir más allá de las emociones soportables para que su pensamiento se transfor-me en algo rico y extraño”. No es otra cosa lo que emprende y consigue esta

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vez Julián Herbert. En el varias veces referido Opio, Jean Cocteau plantea el imperativo estético de “tener estilo y no un estilo”: expresión de la “plástica del alma” más allá de la música verbal. “Un estilo –abunda– que no nazca sino de un corte mío, de un endurecimiento del pensamiento por el paso brutal desde el interior al exterior”, mediante el cual sea posible “exponer nuestros fantasmas al chorro de una fuente petrificadora”: es decir, el estilo interior, el único posible, el del “pensamiento hecho carne”.

¿Cómo consigue acceder a ese intransferible estilo interior, la marca de agua del espíritu? Se da por supuesto que todo poeta que se aventure en la prosa lo hará con las velas a su favor por trasegar con el lenguaje de forma más decantada que cualquier mortal que quiera narrar historias o ensayar su inquietud reflexiva. No siempre ocurre así, sin embargo: en México se da el caso de alguno que, quizás para hacerse de un público más amplio, despacha un libro tras otro de algo que presenta ora como novelas, ora como colecciones de cuentos, sin la menor consideración hacia los lectores. Al margen de ello, Herbert pertenece a la tradición del poeta que escribe pro-sa de altura. Desconozco Cocaína, pero recuerdo con gusto aquel volumen primerizo de Soldados muertos, publicado a inicios de los noventa del siglo pasado, donde se revela un fabulador de primer orden.

Al tanto de la famosa máxima de Wittgenstein –“Los límites de mi len-guaje son los límites de mi pensamiento”–, Herbert despliega una vasta y bien sustentada verbalidad para alcanzar fuerza y claridad de expresión con lo que parece asentar: “Pude tener problemas con mi madre, mas no con el lenguaje.” Una característica que campea en el discurso es su incondicional rendición a un estilo “al servicio del oído, última corte de apelación, piedra de toque de lo perfecto”, tal como lo señaló Henry James respecto de Gus-tave Flaubert. Empeñoso catador y cazador de la palabra justa que encaje a la perfección en la frase, al igual que del adjetivo fulgurante, no duda en emplear expresiones castizas –“de manos a boca”, “nada más llegar”, “dije entre mí”, “tragar gordo”– que deliberadamente contrastan con la jerga posmoderna relacionada con el mundo del alcohol y las drogas –stoli, cold turkey, crush, flipado–. Así, nos acerca a lo más granado de distintos uni-versos, deslizando en el camino paráfrasis ingeniosas –la ignorancia “es la noche negra del habla”– y frecuentando en todo momento aliteraciones que

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llegan a ser memorables, por ejemplo “perorata tepiteña” o “hirsutas nanas atroces”, la segunda de las cuales ilustra la orientación de su arte, pues si bien se antoja ocioso sumarle aspereza a la atrocidad de la cuidadora, ello vale la pena por el grato efecto sonoro que logra.

¡VENGA LA SENTENCIA!

Recurro a un dato personal –una dirección electrónica usada por el autor de Canción de tumba– para permitirme imaginar a ese menor hiperactivo, entra-ñable y voluntarioso como lo es hasta hoy Julián Herbert, escuchando en la radio de su casa o donde lo tuviesen a resguardo una emisión de La tremen-da corte, comedia de la Cuba precastrista que aún se transmite en algunas estaciones universitarias. Imagino, pues, que aquel menor profundamente sensible y despierto, además de carcajearse por las fallidas marrullerías de José Candelario Trespatines, de manera paulatina se iría identificando con él menos por su agradecible truculencia –la que de alguna manera abrazó, su-blimándola en la literatura y en la música– que por la relación con la madre. No hay que ser muy perspicaz para entender que el pequeño Julián vería en la proverbial Mamita de Trespatines un reflejo de la suya propia: presente pero siempre ausente –en el programa radial es sólo una alusión sostenida–, y pese a ello la causa profunda de su ser esencial: las engañifas del sensa-cional José Candelario ocurren, la mayoría de las veces, por influjo materno. A la luz de este reflejo, Herbert puede decir entonces: “Soy la sombra de mi madre; a ella debo lo que soy”, y aun, si quiere elevar la frase a categoría de reclamo: “No tienes idea del daño que me hiciste habiéndome procreado.” Pero sin esa influencia, ya lo sabemos, no habría ese “embaucador” palabre-ro que tanto admiramos.

En suma, el narrador de este libro magnífico es “un héroe sin com-postura”: uno de aquellos que “lavan su ropa sucia en familia, es decir, en público, en la familia que se buscan y que se encuentran. Sangran tinta. Son unos héroes” (Cocteau dixit). Las prostitutas con corazón de oro no son un mito compensatorio: pueden parir héroes que sangran tinta para con ella po-der remontar los límites que, en realidad aún bastante lejanos, creen que les opone su propia escritura. Hay, debe haber Julián Herbert para rato. Ojalá

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y que lo alcanzado por la escritura de este trabajo se lo haya hecho notar también.

Con un tema como el presente, y en consonancia con la enorme predi-lección que muestra Julián hacia el cine, del que echa mano incluso para resolver ciertas partes de su novela, me resulta imposible no recordar –para concluir al fin este ensayo– una escena de El príncipe de las mareas, donde la bella actriz Kate Nelligan le pregunta con voz dolida a su hijo: “¿Quién te enseñó a ser tan cruel?”; y donde aquél, interpretado por Nick Nolte, le responde: “Tú, mamá. Tú me enseñaste. También me enseñaste que aunque una perso-na casi destruya tu vida, la puedes seguir amando.” Mucho más allá de ello, tal como lo prescribía monsieur de Sainte-Colombe en Todas las mañanas del mundo, Julián entendió en Canción de tumba que la única música posi-ble, la más digna y perdurable, es aquella que se compone para honrar a los muertos.

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Hijo de las arenas, te llamas frente a los demás. No a causa de que hayas nacido aquí sino porque, como ellas, nunca estás en paz. Tu sino es mo-verte, es ir y volver.

Para quien se cría en el desierto, los bosques son murallas, las lluvias, di-luvios. Toda vegetación es un exceso. Todos los contrastes simple decora-ción.

La tierra plana, hecha de infinitas re-peticiones, permite ver la luz en todo su poderío, el horizonte con todos sus engaños.

Las espinas son las plantas que me-jor se clavan en la memoria. El agui-jón es el fruto más honesto que estas tierras ofrecen.

Como una lámpara maravillosa, estos arenales siempre cumplen tus de-

seos: un mar apetecido, una ciudad añorada, un oasis para el descanso, un vergel para la fatiga.

La mirada que se posa en estas in-mensidades ve vacío, ve desolación. El desierto que sorprende a quien lo observa ve las ganas de perderse en su vacío, de extraviarse en su deso-lación.

Los únicos dueños del desierto son las osamentas que éste guarda para sí, los esqueletos que éste pule con esmero.

En el desierto, el agua borbotea en tus ojos, fluye en tu mirada. Fuente de pasmo y agonía.

Como la mujer de Lot, nadie sale in-demne de este infierno.

Las criaturas del desierto se arras-

Vivir en el desierto: guía para forasteros

GABRIEL TRUJILLO MUÑOZ

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VIVIR EN EL DESIERTO

tran, se escabullen bajo tierra. Sólo sus miradas vuelan.

El desierto te permite sobrevivir si te mueves a su ritmo, si le sigues el paso. El que se detiene, el que se acomo-da, muere. Aquí la vida depende de adaptarte al espejismo que te rodea, de protegerte con tu propia sombra.

En el desierto todo se transfigura. La vida, en primer lugar. La muerte, de seguro.

Vivir en el desierto es vivir al borde de la realidad. O mejor dicho: es acep-tar que la realidad es lo intangible, lo imaginario, lo prodigioso.

En este erial sólo se plantan espe-ranzas, sólo se cosechan imágenes.

Para entender el desierto hay que es-cucharlo. Aquí el oído es más confia-ble que el ojo.

El que entra al desierto lleva sus pro-pias tormentas, sus propios remolinos.

La tierra es cielo cayendo.El cielo es tierra volando.

En esta zona del mundo todo es bo-rradura. Nada queda en pie excepto

los sueños que llevas contigo, los de-seos que se enroscan a tus pies.

La vida en el desierto es muerte dis-frazada, es fuego puro.

A los dioses, como a los demonios, les gusta el desierto para manifestar su presencia, para exponer sus poderes, para ofrecer sus servicios. Se apare-cen como mercaderes: para venderte la tierra prometida, para tentarte con una vida mejor que la que ahora tienes.

El desierto es un paraíso a la medi-da de los desesperados, a la escala

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GABRIEL TRUJILLO MUÑOZ

de los ambiciosos. Destella como un bálsamo. Brilla como el oro.

El desierto es un círculo en sí mismo. No cuenta con señales de orienta-ción. No tiene rutas trazadas de an-temano. Cada punto en él es un fin. Cada curvatura, un principio.

El viento es la voz de las arenas, su grito en las alturas.

El desierto dispersa tus palabras, es-parce tus huesos. Hace de tus haza-ñas, olvido. Aquí sólo habita el tiempo en su desnuda potestad, en su eterna monotonía.

Entre más lo conoces, el desierto más se irá pareciendo a ti, más será tú. Así, donde quiera que vayas dejarás un rastro de polvo, una huella de sal.

En el desierto las distancias no im-portan. Importa el peso de la luz. Importan las sombras que te siguen.

El gusto por el desierto es un gusto adquirido.

En el mar todo está en movimiento, todo choca entre sí. El desierto, por comparación, siempre parece en cal-ma, pero en él todo está en movi-

miento: escapando de nuestras percep-ciones, huyendo de nuestra realidad.

El silencio del desierto es una llama-da de atención, una advertencia.

Que conozcas el desierto no te impi-de extraviarte en él.

Las arenas predicen las ruinas que serás. Si no lo crees pregúntale a Ozy-mandias, rey de reyes.

El tiempo aquí se distorsiona, se hace más ligero. Aclara y transparenta. In-quiere y desafía.

El desierto reluce en sus tesoros. Es decir, en sus trampas, en sus hechizos.

En estas inmensidades no eres lo que eres: eres lo que desearías ser.

El desierto te enseña a ser anónimo, a pasar inadvertido, a no tener rostro.

Espejo desolado donde el vacío es-plende, el desierto está hecho de vo-ces en fuga, de figuras que arden en el límite de su propia naturaleza.

Para sus habitantes, el desierto es cuna, casa, cama y catafalco. La suma de sus vidas. El arco de sus necesidades.

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VIVIR EN EL DESIERTO

Como si fuera una piel vieja, inútil, desgarrada, el desierto muda de luz cada mañana.

A cielo abierto sólo la luz te hace compañía, sólo el tiempo responde a tus palabras.

Como ruleta rusa, el desierto te pide apuestes tu sombra a su luz, tu luci-dez a sus delirios.

El desierto cuenta el cuento de las mil y una noches: siempre interesante,

siempre seductor, siempre inconcluso.

Bajo el manto del cielo nada es lo que parece. Sobre la piel del mundo, la algarabía feroz: un mar que sólo vive en tus ojos, que sólo brilla para ti.

En ocasiones el desierto es hueso. En otras, carne viva. La mayoría de las ve-ces sólo es pellejo, costra, remiendo.

El desierto es la ausencia detrás de las palabras. Lo que falta por decir-se. Lo que nunca se dirá.

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Tres poemas

EDUARDO SARAVIA

PARANOIA

Transcribo el miedonoche a noche lo leo en las paredes GOLPES

MURMULLOS

PERSONAS que sin cesar piensan al lado

y debo transcribirlo todo, no soy más que el escribiente, LEO

luego escribo golpes en la puerta, pasos, cuchicheos detrás de la cortinadicen cállate cállate que tú no entiendes nadadicen cierra con candado escucha no te duermaseso ordenan las personas, y no tengo otra salida salvo la escritura, la

obediencia

noche a noche me destruyen, me aniquilan lentamente, son Saturno devorando a sus hijos, soy el hijo, la manía soy, el fracaso que no concede ni un segundo, ni un instante de reposoeterno copista flaubertiano

eternamente

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puede que la tendencia más extrema de la paranoia sea la de aferrar completamente el mundo por medio de las palabrasse acentúa por las noches

el mundolo transcribo en las paredes

Messerschmidt que esculpe los 60 gestos de la paranoia Schreber en plena recepción de los nervios divinoscontinúo esta labor afantasmada de encontrar significado a lo insignificanteaislado de los otros, en esclavitud perpetua de los que piensan a mi

ladoy justo ahora

GOLPES

MURMULLOS

yo acato

DESDE LA TORRE

(SONETO)

Me gusta comenzar a oscuras, una primera línea que nunca es la primera, que ata y desata y viene y vadel mundo al mundo compartido

Hecatón y Apolonio de Tiro dicen que a Zenón, habiendo consultado el oráculo acerca de lo que debía practicar para conseguir una vida feliz, le respondió la deidad

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“que se asemejara a los muertos en el color” lo cual entendido, se entregó al estudio de los libros antiguos eso dice Diógenes Laercio que dijeron

y retirado en la paz de estos desiertos Zenón desapareció, se desvaneció frente a una enorme pila de libros

desapareció, leyó, se ausentó del mundo eso dijeron, o no dijeron, o lo dije yo, ¿qué puedo tener que entregar de

mí que me sea propio? Zenón de Citio, decíamos“en víspera perpetua de aventura no salió nunca de su biblioteca”porque más que paz halló la guerra, y si vio desiertos, éstos estaban afantasmados, poblados de irrealidad, de meditación, de ausenciaZenón abandonó el mundo por la lectura de un libro, luego abandonó también el libro, pero no la lectura, ésta lo siguió en su soledad a todas partes, madurando mezclándose con otrasfundiéndose metal con metal, a golpe de retina

esto esasistir a la deserción del yo

hacerse nulo

que se asemejara a los muertos en el colorque escuchara con sus ojos a los muertos

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RADIOGRAFÍA EN SEPIA

Míralo correr sobre la hierba míralo ascender totalmente desnudo, indiferente al frío acostumbrado a la neblina, en las montañas de Tollocanjuega con las ramas, las sacude y canta y baila con alegría interminablemíralo correr hacia la bruma, mira el rastro niño de sus pies ensangrentados

11:00 pm en la carretera congelada, tráficoa través de la ventanilla, resguardado, me asalta una visión entre las

frondaspies desnudos sobre láminas de hielo

sangrede la página 90 a la 95

¿cómo llegó a pasar?estaba pensativo, absorto, casi ausentea decir de Charles Simic la imagen debe ser poderosa, golpear la

conciencia del lectorpies desnudos sobre láminas de hielo, ¿es suficientemente poderosa?apenas un comienzo, una descripción que no seduce a nadie carece de profundidad, de riesgo

imagen de la imagen de la imagen, “pienso en los poemas como posi-bilidades estéticas, objetos de belleza y de contemplación”

Míralo correr sobre la hierba míralo ascender totalmente desnudo, indiferente al frío acostumbrado a la neblina, en las montañas de Tollocan

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juega con las ramas, las sacude y canta y baila con alegría interminablemíralo correr hacia la bruma, mira el rastro niño de sus pies ensangrentadoscomo una aparición

el poema, míralo bienva de lo oscuro hacia lo oscurodel placer al goce

un niño muerto tendido en el asfalto

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Menos mal que llevaba conmigo es-tos pedazos de papel en que escribo –incluyendo el boleto de entrada a la película que nunca vi– para tratar de explicar, en principio a mí mismo, adónde fue que fui, qué pasó desde entonces y dónde estoy ahora. El cine no es esparcimiento en Buenos Aires.

Faltaba media hora para la función y caminaba ya muy cerca de la sala. Crucé por la avenida y seguí la curva que se abre a la derecha. Desde ese camino es imposible ver lo que viene adelante sino hasta que ya lo tienes frente a ti, inminente, como un insec-to que te golpea la cara y tragas si vas charlando, cantando o soñando con la boca abierta.

De esa manera me sorprendieron varias filas de gente que se perdía puertas adentro del cine. Eran cuatro o cinco líneas que se tendían hacia la calle, como si un gran pulpo colorido

habitara el patio central del edificio y sacara sus tentáculos al fresco de la tarde. Llegado a la puerta, asomé la mirada para ver cuál de las filas iba a la sala tres y la seguí con la mi-rada, recorriendo a grandes pasos el zigzag humano que se perdía hacia el final de la cuadra. Un par de veces pregunté si era la cola para la función a la que iba. Nadie sabía decirme con certeza. Las demás filas hacían el mis-mo recorrido y por momentos se volvía complicado saber cuál era cuál. Otras personas caminaban en el sentido en que yo lo hacía, eramos peces que se alejan de los tentáculos del pulpo para finalmente formar parte de él.

En el camino encontré gente de mi-rada furiosa, como si compitiéramos una carrera para ver quién llega pri-mero al último. Algunos eran firmes y obstinados, como aquella señora entrada en carnes que caminaba del

Abril

EMILIO GOMAGÚ

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EMILIO GOMAGÚ

otro lado de ese gusano humano, mi-rando retadora y alzándose en punta de pies a cada tanto para alcanzar a ver más lejos; a veces sólo dejaba ver su cabellera, otras sus ojos que lan-zaban llamas fulminantes y su nariz de bola entre los rubicundos cache-tes apretada, que se fruncía al mismo tiempo que su boca. Esquivé su de-safío, eludí con mis ojos su mirada y apreté un poco el paso. Del otro lado, ella se empecinaba y persistía en su afán con recios ademanes; a su en-jundia la gente daba paso y se abría a los costados, se mezclaban las filas,

se revolvían los peces, de raras for-mas se anudaban del pulpo los ten-táculos.

Anduve así por un rato, sin mirar atrás doblé en alguna esquina y la fila que seguía no terminaba en nada, sólo parecía enredarse con otras; se cruzaban, se enroscaban, se retorcían y se volvían más y más. Iba encon-trando gente formada en sentido con-trario que estaba en filas que daban vuelta y otra vez regresaban para to-mar otros rumbos hacia todas partes. Laberinto de filas, de personas, unas detrás de otra, todas esperando. La tarde se moría. El frío del otoño co-menzaba a calar y, aún no soplando fuerte, el viento helado atravesaba la ropa y se dejaba sentir como si una fina capa de hielo recubriera los hue-sos.

Me distraje mirando cómo el pul-po se iba convirtiendo en una enorme víbora en sí misma enroscada, luego en decenas enlazadas en un nudo gor-diano semoviente. Como si fuera cosa cotidiana, la gente se mantenía for-mada y no desesperaba. Cuando mu-cho, caminaban de un lado a otro de forma paralela a las filas y volvían a su sitio. También por los pasillos en-tre filas, que se iban angostando poco a poco, se paseaban algunos vende-dores guiados de su instinto en aquel

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ABRIL

laberinto, y en un coro ondulante pregonaban su canción de venta: ¡ca-fé-caféca-feca-fecaaalentito! ¡Diario-dia rio! ¡Miralejos-miralejos-mira todo! ¡Sombrillas-paraguas-bufandas-lam-paritas! ¡Gaaaarrapiñadas, Papas fritas!

Volví a buscar mi fila preguntan-do por la función, pero nadie sabía o las indicaciones eran contradictorias. Desorientado y confundido entre la muchedumbre, dudé que toda esa gente entrara a una sala de cine… o incluso a varias, pues era demasiada. Algunas personas desquitaban su im-paciencia con el viento, tirando co-mentarios al aire como quien tira un botellazo al mar. Así, aquella mujer de lindos ojos claros como un cielo perfumado, y en esa edad madura que cautiva, dijo como al desgaire y mi-rándome de reojo desde la fila conti-gua: “Este país es un país colero, la función de teatro a la que vengo con mi sobrina –y señaló a la joven que a su lado sonreía pretérita, estilizan-do el aire que la rodeaba– comienza en quince minutos y aún estamos a una cuadra, es increíble; pero yo sé que esto me está pasando porque es abril, y no me cierra abril, nunca ha sido mi mes.”

Me quedé meditando cuánto ha-bía caminado y cuánto tiempo falta-ría para la función. En un flashazo

imaginé que este país tiene la cola del mundo y pensé eso de “Argentina como país colero”; después coincidí en que hay días y semanas, meses y años que no nos cierran… nunca. Pero por sobre todo me quedé pensando, me sumergí en el abismo de esos ojos oscuros, grandes y hermosos de la joven sobrina, pues al mirarme en ellos me abismé en una misteriosa e insondable mujer.

Tras el letargo de ese instante, re-gresé –no sé cómo, no recuerdo– al pedazo de calle que aún pisaba, al pie de un edificio. La sucesión de rostros, abrigos y bufandas, se hizo más pro-fusa y más abigarrada, extendiéndose en mil formas confusas también hacia el interior, subiéndo por escaleras ser-penteantes y por pasillos a uno y otro lado, hacia el fondo y el frente, por pequeños y graciosos puentes a dis-tintos niveles que, convexos o cónca-vos, salvaban otras filas cruzando por abajo o arriba. Voltee hacia el techo y a diversas alturas había más filas, puentes y pasillos con gente que, for-mada, lentamente avanzaba en todas direcciones.

Me sentí dentro de un cuadro de Escher, definitivamente sin escapa-toria. Voltearas a donde miraras sólo descubrías más filas. Afiné el ojo, hice foco y descubrí que había algunas

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EMILIO GOMAGÚ

mujeres y hombres, debidamente uni-formados, que eran inspectores o agen-tes que con lámparas y señalizaciones dirigían el avance, cada vez más tor-tuoso de todos los ahí formados.

Salí del edificio y en el dintel de la puerta leí en letras metálicas: Centro de Concentración y Distribución de Filas de Cine, Teatro, Espectáculos, Restaurantes, Pizzerías y Similares de la Zona Metropolitana I. Jamás ima-giné que tal dependencia, edificio y servicio existieran. Este país colero –pensé– no lo es tanto; más bien es de avanzada. Ingresé nuevamente, aunque era claro que sería más difícil localizar mi fila desde dentro y me mareaba estar en ese maremágnum de interminables filas de gente que ahora ya no charlaba, leía ni se miraba; atónita y pasmada, sólo de vez en cuan-do daba pequeños pasos, con los ojos clavados en la nuca que tenía delante.

Ascendí un par de pisos, recorrí más pasillos y atravesé tres o cuatro puertas que conducían a más y más salones donde las colas se multipli-caban. Entonces vi lo que parecía el final de una fila: era como un gran hueco, una hondonada. Asiéndome de la baranda para contrarrestar la náusea, me dirigí hacia allá. Un ins-pector viejecito, en un chaleco ver-de, con una voz casi inaudible pero

firme me pidió mi boleto; lo entregué, distraído, y en ese instante una fuer-za inefable atrajo mi mirada hacia el abismo en que las filas se precipita-ban, como una cascada humana.

Estaba algo oscuro, penumbroso, y sólo percibía un caos entreverado de gorros, sombreros y cabellos en un mar ondulante que se balanceaba mien-tras descendía. Volvió el mareo y me aferré aún más al pasamanos. Intenté concentrar la vista en algún punto fijo pero era casi imposible, todo se movía.

Una luz desde el linde de una puer-ta o de un hueco en un muro o una ventana me atrajo fuertemente: eran los ojos de la joven mujer que había dejado su lugar en la fila y me miraba desde abajo –o arriba, ¡cómo saber-lo!–. Sólo acierto a decir que su mira-da era una tierna iridiscencia, lucero cintilante de la tarde y a la vez aura fresca que me retribuía el alma per-dida. Entonces respiré reconfortado. Ella me miraba de una manera que no podré decir, pero sentía que era la única realmente viva en ese limbo. Tuve una sensación que no sé des-cifrar, pero era como haber esperado todos y cada uno de los días de mi vida por ese instante, ese momento justo cuando nuestras miradas se cruzaron y la de hacerme falta esa mirada como el aire.

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ABRIL

El inspector me regresó el boleto e hizo una seña repetida con la mano de seguir adelante. Sin dejar de mirarla asentí con la cabeza, tomé el boleto y caminé sobre algodones, sin tocar a la gente ni ser tocado por ella, pero empecé a girar y sentí que caía. Tra-té aún de acercarme a la luz de sus ojos aferrándome a su mirada, pero era imposible orientarse porque todo daba vueltas en un remolino caleidoscópico. Cerré los ojos para evitar la náusea y desde entonces no supe más.

No la he vuelto a ver y me hace falta. Cuando mis párpados se abrie-ron, ninguna luz había, todo era os-curidad y nadie estaba aquí, en este sitio que desconozco. No sé dónde es que estoy, pero sé que es la noche de un abismo y que tal vez un bosque no esté lejos. No puedo verlo, pero lo in-tuyo porque escucho el viento entre las ramas y siento su presencia, su humedad y su aroma.

Escribo a oscuras sobre estos pe-dazos de papel que guardaba en el bolsillo. Recuerdo que era abril por-que recuerdo haber escuchado a lo lejos “esto me está pasando porque es abril, y no me cierra abril, nunca ha sido mi mes”, mientras ella reci-taba en sus ojos:

Abril es el mes más cruel, hace brotarlilas del interior de la tierra muerta y

mezclala memoria y el deseo…

Perdiendo quizá la cordura, trazo estos signos torpes a la luz del re-cuerdo para recuperarla; me acurru-co en la noche de sus ojos oscuros donde hay rastros de luz cuyo calor me arropa. Quiero pensar que habito el abismo de su mirada. Voy a espe-rar que amanezca para abrir mi mano al viento de otoño, dejar volar estas hojas de esperanza y ojalá te alcan-cen mis palabras algún día.

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Dos poemas

GERARDO DE LA ROSA

UN VIEJO POEMA DE AMOR

a Jennifer Paola Umaña Serrato

Hemos visto un gorrión de ámbar clavarse en la pupila de quien con su mirada nos invita al juego del amor ese mismo gorrión nos indica la luz y la vida secreta del corazón En su nido existe el olor de las mariposas y nada es tan maravilloso El mismo cielo enfurecido es apenas ese cielo enfurecido que nada nos cambia cuando el cuerpo tiembla de amores La carne es acero impenetrable y todo cuanto llega a los ojos es amor Estamos enamorados bajo el cielo de las noches por un instante todo es eterno en la sonrisa de tu rostro todo es amor dentro de tus penas anteriores todo mal se olvida toda muerte se va

Hemos visto entrar en nosotros un fuego cálido las venas se sumergen de esperanza y brillo amor es lo que nace en nuestro interior amor es la palabra que se ha inventado para los dos Pero no llores si la voluntad de las cosas se marcha el resplandor que nos queda no nos ha de matar No tires al vacío las horas en que el beso renacía ni te enjuagues el alma en el mar del

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desconsuelo nada es eterno en el amor nada es eterno en el dolor No llores si el candor dejó su huella en tus ojos todo lo que has mirado triste también fue amor

Estamos solos como dos luces que arden distintasLejanos universos alumbrando otros espectros amorpero no lloremos dejando lo que tenemos de corazón

aún en los tiempos grises también existe el amor amor

*

Amamos el fuego oscuro que también nacía del beso esa otra palabra que iba moldeándose en lo agrio del deseo la noche no era sólo noche de amantes era un cuervo que estaba naciendo Los caminos que recorren las venas felices también son capaces de ir quemando por dentro Nos amábamos como se aman dos que no tienen miedo a nada con la misma urgencia con que se posa un ave en el alma con el mismo sueño inmortal de un amor eterno Había luces en el cuerpo recorriéndote alegremente esas luces seguirán del otro lado del amor amor Estamos solitarios viejos pensando el amor de antaño vemos en el aire un rumor apagado de las voces dulces y temblamos de miedo y de un extraño pesar secreto Estamos olvidando que el corazón tenía amor

Amamos el deseo de ser dos amantes perfectos pero el corazón también conoce el odio en las llagas del cuerpo una llama capaz de alumbrar nuestros oscuros sueños un certero humor quebrando los huesos Ahora no hay luz sin que algo levante

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cenizas es el amor que va dejando su falsa forma El amor ya no es música en medio de las heridas nocturnas ha dejado sembrado el veneno que también nace en el corazón el amor ya no es amor cuando te pienso Existe un rencor en las ideas cuando dejamos de amar un filoso metal puliéndose dorado en el hueco del desconcierto

Estamos recordando un viejo amor que era nuestro cielolo recordamos en el rincón de la memoria herida

y el odio surge como único sendero en medio de la voluntadamor odio y furia también en lo que amamos amor

YA PASADO EL TIEMPO

a Pierre Herrera

También vine de una tierra desconocidame arrancaron de la sombra de unos árboles altísimosme trajeron inventándome el aire en los pulmonesy vine cargado de melancolía en el pechoNo sé cómo es aquel lugar ya pasado el tiemponi cómo se arrullan los miserables cuando un amor faltasi se mueren invocando los besos perdidossi se matan a traición como dos que odian la vidasi se vuelven uno al otro hasta que el tiempo los consumeNo sé cómo son los ojos de quienes se les muere una parte de sí

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ni si al ver otros ojos más cuajados se sienten más libresMe cortaron de tajo las alas de aquel cieloy no recuerdo más que la luz de las mañanasfrente al fogón cuando sentados nos mirábamos en silencio

Ya pasado el tiempo digo que vengo de una tierra ocultadonde hay árboles como nubesdonde cada palabra es un soplo para crear vidaalguien dice “verde” y todo se puebla de floresy hierba y todo a su paso es un jardín innumerableotro dice “azul” y un mar desconocido comienza a habitar el mundose llenan los ojos de ese azulel corazón gotea sangre azulazul es la vida de los que viven de donde vengoy nadie puede evitar que tanta magia emane de los labiosde quien habla con los dioses para transformar la naturaleza

Así son los de allásaben que el odio y la furia también existen en el alma de los suyosque sólo basta un breve filo de otro para que explote en brasasy todo se vuelva fuego en medio de tanta felicidadEs por eso que nadie come el fruto prohibido de la venganzay si se asoma un gramo de fuego en los ojosrecurre a la música del alto bosque para hallar el sendero

Ahora que ha pasado el tiempo y me encuentro en otra tierrapuedo imaginar que allá aconteció todo:

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llegaron piratas queriendo asediar el puebloy chocaron contra un baluarte de los primeros piratas del mundocontra la magia de los primeros gitanosallá se inventó la rueda para llegar a lugares infinitosy se combinó el sabor del tiburón con la carne de avespara hechizar los paladares tenacesSe llevó a cabo la primera reunión para derrocar algún mal gobiernose inventaron las armas contra el puebloy el dolor de enamorado para el autosuicidio Allá nació el primer hombre que viajó al espacioy la primera mujer que gobernó civilizaciones enterasde allá viene el primer poeta del mundoa descansar las palabras en sus labiosy dice que las primeras diosas habitan en su mentey se pasa todo el tiempo comunicándose con ellas

Ya pasado el tiempo venido de una tierra lejanaquiero recordar tal y cómo eran los primeros días de la vidapero al final de los mismossólo me queda una diosa que me hace imaginar cómo fuimosen el principio de las eras.

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Mis desencuentros con Eliot

D. R. MOURELLE

Baires, sábado 21 de agosto de 2010

Si dijera que todo comenzó en noviembre de 1997, quien se guiara por la cronología de los calendarios pensaría que no es cierto; y, claro, a quien lo dijera, desde ese lugar tan bien fundado para que los pies no resbalen, no habría cómo bajarlo del caballo. Pero esto que te quiero contar tiene avan-ces y retrocesos que alguna vez creí singulares y que ahora me doy cuenta de que no son diferentes de los avatares de salir a comprar medialunas y no conformarse con lo primero que nos pusiera sobre el mostrador el amigo panadero. Ya vas a ver por qué te lo digo –espero.

Como te decía, allá por noviembre del 97, un escritor residente en la provincia de Baires –se llamaba a sí mismo poeta– me envió unos poemas. No recuerdo si fue de la manera tradicional –mediante una carta– o si por correo electrónico. No lo recuerdo porque yo sí tenía ya una cuenta de co-rre-e –mi conexión con la Internet había sido inaugurada a comienzos de aquel año–, pero no sé si también este escritor del que te hablo –muy pocos de quienes conocía tenían acceso a la red de redes –que así también se in-sistía en llamarla por esos días.

Este escritor (vamos a llamarlo Silvio) me había enviado aquel puñado de poemas y uno de ellos tenía por título “Los hombres huecos”. No recuerdo el poema ahora y me llevaría mucho trabajo encontrarlo, pero no me parece que fuera una reacción a la lectura del de Eliot; a decir verdad, la sensa-ción que me dio su lectura fue la de un texto inocente y no muy logrado. Sí re-cuerdo que le escribí algo como esto: “Me tomo el atrevimiento de sugerirle

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D. R. MOURELLE

algunas lecturas que seguramente apre-ciará: Del inconveniente de haber naci-do (E. M. Cioran), La dispersión (Euge-nio Trías), The hollow men (T. S. Eliot).”

Esa misma noche busqué mi libro de poemas de Eliot y me decidí a una nueva lectura. El libro estaba, claro, en la pequeña biblioteca que tenía por enton-ces sobre la mesa de luz; y había estado ahí desde mi anterior lectura, realizada más de un año antes: lo recuerdo porque solía leerlo mientras Tatu estaba en su clase de natación y alternaba la página con mirarlo a través del vidrio, casi siem-pre medio empañado, que separaba la pi-leta de la cafetería...

Me temo que acá necesito hacer un alto y no sé si va a ser el único en esta historia: es importante que te diga que, por aquellos días, los días cuando Tatu iba a la pileta que estaba cruzando la avenida donde estaba la librería, en 1996, todavía no tenía yo el desapego que siento hoy por las personas, no por todas, aunque sí por una gruesa mayoría de las personas, pero me pasaba, sí, que comenzaba a darme cuenta de que iba hacia ese lugar, este lugar. Vos, deberías saberlo, sos una de las excep-ciones y seguramente habrás notado esta característica mía, la cual no viene solamente de soportar malas lecturas de poemas –fuera que los micrófonos estuviesen abiertos o cerrados.

Tenía, a decir verdad, dos ejemplares con los poemas de Eliot: The waste land and other poems y Selected poems (The centenary edition 1888-1988) –los tengo acá a un costado ahora mismo–. El último es una edición de aniversario del nacimiento del autor y, si no me equivoco gravemente, da la sensación de ser una edición facsimilar impresa en USA que imita la de 1930; por ninguna parte del libro asegura esto que digo –que sea facsimilar– pero la tipografía y la definición de los caracteres lo sugiere. El otro es la edición de Faber and Faber impresa en 1985 y que sigue la edición original de 1940; ésta no parece

T. S. ELIOT

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MIS DESENCUENTROS CON ELIOT

facsimilar aunque apuesto a que la tipografía se ha mantenido a través de los años. En ambos hay poemas que se reiteran y es interesante observar las diferencias; principalmente una: en la edición de 1988, los primeros versos de cada estrofa (salvo la primera del poema y la primera de cada parte) tienen sangría. Esto no ocurre en la de 1985. The hollow men aparece solamente en la de 1988 –algún tiempo después, bastante en realidad, cuando me decidí a intentar la traducción que trae a cuento esta historia, calculo que hace un año o poco más, recordé el Albatross Book of Verse (la compilación de Unter-meyer) y, efectivamente, hay allí otra copia del poema –junto con otros de Eliot (en este libro no aparecen las sangrías de la edición de 1988).

Vas a pensar que estoy siendo demasiado minucioso, más de lo que mi tendencia a la exageración suele sacar de la bolsa para complacerme... pero si te cuento la historia bien, puede que lleguemos a un punto cuando este efecto, este resultado en tus sensaciones se atenúe –espero que así ocurra también esto.

Mi primera lectura de Eliot, la de 1996, fue trabajosa –al menos así la tengo en la memoria–; recuerdo que me decía: “Vamos; es Eliot... No puede no gustarte...” Pero no se trataba del gusto, de mi gusto; pasaba otra cosa. Mi lectura estaba trabada. Y yo con ella. Aun así, me las arreglé para dejar algunos subrayados –marcas éstas destinadas a mi propia posteridad, a ver si, pasado el tiempo, lograba deducir los sí y los no que Eliot me plantaba como barricadas –hay que admitir, como reflejo tal vez, que las palabras en alemán, italiano y latín no se ponían de mi parte.

He vuelto a mirar los libros y me doy cuenta ahora de que el libro que leí en el 96 fue The waste land y, si bien tiene algunas marcas –unas pocas–, el que tiene las más sobresalientes es el de los Selected poems... esas cosas de la memoria, esos juegos que me sigue regalando a ver si todavía estoy despierto –unas cuantas veces fracasa, claro (no que esto te fuera a resultar novedoso).

Volvamos por un rato a 1997... De Silvio no tuve más noticias; no sé si se ofendió o si se ocupó en la tarea de conseguir textos de los autores ya men-cionados y ello lo dejó con menos tiempo del que creía tener para encarar su escritura de nuevo. Sospecho que siguió escribiendo y también que pospuso el tema relacionado con los hombres y sus huecos al menos hasta ver qué pasaba en su mente.

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D. R. MOURELLE

En una de ésas te estás preguntando cómo recuerdo los años... De mis lecturas en 1996, resulta fácil deducirlo porque ahí estaban Tatu y la pileta frente a la librería. De lo ocurrido en 1997, porque tengo esta imagen en la cabeza: me veo en el estudio de Liniers durante el lapso de transición entre la salida del local de la librería, sobre la Av. Goyena, en septiembre del 97, hasta que mudara el estudio al Pasaje Matorras en junio de 1998, donde estu-ve hasta enero de 2002 –cuando hube de hacer una nueva mudanza motivado por la debacle del diciembre anterior–. Eso me da un lapso de ocho o nueve meses en Liniers, desde septiembre hasta junio, y puedo jurar que lo que refiero ocurrió antes de las vacaciones, así que, hasta que encuentre la carta en cuestión, me quedo con noviembre del 97. (Nota posterior: la encontré, está fechada: 24 de noviembre de 1997.)

Así pasaron los años hasta septiembre de 2008, un domingo, cuando me puse, sin mucho pensarlo ni proponérmelo, a traducir The hollow men... Hice aquel primer borrador en un cuaderno y lo dejé, tapado por libros y otros cuadernos, hasta hace unos días (supongo que cabe aclarar que desde que comencé esta carta han pasado algunos días: hoy es 29 de agosto de 2010). Lo distinto, esta vez, ha sido una suerte de ritmo cambiado, o puede que fuera más preciso llamarlo tempo; es como si cada palabra en cada línea me sonriera: no que debas confundir esto con que ahora Eliot y yo hemos hecho las paces, no; es otra cosa: como si la “relación” entre ese autor y yo se hu-biera aceptado sin más acercamiento que el de leer y escuchar y decidir si lo que estoy diciendo –en este idioma que no sólo es el castellano sino también una mirada particular de las cosas que me rodean y me han rodeado desde chico– es lo que me importa del poema y no lo que se me cae por desborde o decaimiento.

¿Y qué te podría contar del poema... de mis desencuentros con Eliot?Como todo el mundo, claro, me dije “Los hombres huecos”; pero al rato

escuché la vocecita que suele insistirme con eso de dar unos pasos atrás. Y me acordé del Viejo... Y acá los ojos se me fueron directamente al segundo acápite: “A penny for the Old Guy”...1 Y me impactó que “the Old Guy” bien podría traducirse como “el Viejo”, mucho mejor que “el Tipo Viejo”; y fue ahí

1 A penny for the Old Guy: tenemos acá un doble sentido (o juego de palabras).

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MIS DESENCUENTROS CON ELIOT

cuando decidí que mi manera de decir “The hollow men” en el castellano de este barrio sería “Los huecos”. Igual me quedé pensando si no estaría es-tirando las cosas más allá de lo pru-dente, como cuando la banda elástica pasa el límite de resistencia y paf; pero aquello de “los hombres huecos” ya no me venía bien, fue como si yo tam-bién hubiese pasado mi límite de re-sistencia; y así quedó sellado el títu-lo –no que cada tanto no vuelva para ver si las cosas andan buenamente o si alguna rebeldía nueva ha decidido subirse al tren.

El primer acápite fue cosa fácil para un viejo lector de Conrad... Cualquie-ra pensaría que llegué a Conrad por la vía de Borges y no estaría muy errado; pero, en la intención de buscar precisiones, debo asegurar que llegué ahí por dos caminos que se encontraron –Borges se les unió algún tiempo después, de la mano de Stevenson–: Ridley Scott, con su Alien, y Coppola, con su Appocalypse now. No voy a entrar en detalles justo ahora, puede que te lo cuente en otra opor-tunidad, baste decir por el momento que esa nave espacial llamada Nostromo (Nuestro hombre) bien pudo ser la cuerda que me llevó a ver Los duelistas, unos meses después, y finalmente a leer el libro (El duelo), cuando todavía aceptaba traducciones... Stop... El punto es que entre “Mistah Kurtz –he dead”2 y yo no llegó a haber ni un paso, ni medio paso, ni siquiera un parpadeo: ahí estaban Conrad y Marlow, y Brando mientras recitaba el inglés de esos huecos en un rulo de la cronología de los años que todavía conviene envidiar.

Y es acá donde cualquiera de la familia (de mi familia) se preguntaría qué está haciendo ahí Kurtz por boca de Marlow por boca de Conrad, qué tiene que ver con lo que se viene después, esos versos endemoniados... Sí; ya

2 Mistah Kurtz –he dead: Joseph Conrad, Heart of darkness, Part 3. Como si oyéramos: “El señó’ Kurtz... ’tá muerto.”

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sé que se los ve de lo más inocentones... Pero si lo fueran, no sé qué anduve haciendo estos años, especialmente los últimos dos, con mi cuaderno de tra-ducciones a medio terminar (o comenzar –que para el caso...) que asomaba sobre la mesa desde debajo de papeles y libros y hasta la bufanda en el in-vierno y alguna remera en el verano.

Porque está claro que no fue Eliot quien vio Appocalypse now y tuvo la idea de citar a Conrad sino Coppola quien leyó a Eliot y lo puso en boca de Brando, lo mismo que leyó a Conrad y trasladó el Congo a Vietnam. Y lo digo para que no te vayas a creer que no sé cómo funcionan las leyes de la física; al menos las de esta vereda; y sé muy bien que mientras te escribo esto ca-minamos ambos por este lado de la calle. Las veces cuando nos encontremos enfrente... bueno... ya lo veremos entonces (o lo recordaremos, como ahora, fragmentadamente).

Entonces, de nuevo, me pregunté (viejo portavoz de la familia) qué es-taba haciendo ahí esa cita, quién se había muerto con Kurtz, o la muerte de quién aparecía gracias a Conrad aun cuando no necesariamente muerto ha-cía unos minutos. Así que pensé que, si continuaba en mi descenso por los versos, encontraría, si no el oro, pudiera ser que al moro.

Y llegué al segundo acápite, uno que sugiere una dedicatoria, eso que mencioné por ahí arriba sobre ese Viejo –porque pudiera ser que también Eliot tuviera el suyo (aun cuando se perdiera de sí y de lo políticamente co-rrecto en las tierras de la península adriática)–, o ese Tipo Viejo... Pero acá me ayudó esta bruja que justo por este mes le dio por hacerme una visita (le dediqué algunas líneas –te lo cuento de paso–, ya te las mostraré en unos meses... o años; depende de cuánto decida quedarse); y mi amiga de los seten-ta me avisó que Guy es también un nombre propio. Así llegué a Guy Fawkes, aquel conspirador que se hiciera famoso en las Islas, aquél luego del cual el undécimo mes del año se volviera popular al comienzo de unos versos: “Remember, remember the fifth of November...”

Se trata del “Complot de la pólvora” (The gunpowder plot) y mayores datos al respecto no deberían de serte difíciles de encontrar; baste decir que unos ingleses, tratando de regresar el catolicismo a su país en 1605, se pusieron de acuerdo para volar por los aires al rey (James I) y a todo el Par-lamento, para lo cual colocaron tres barriles de pólvora debajo del edificio

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donde iban a reunirse: la Casa de los Lores. El complot fue descubierto y los conspiradores ajusticiados. Pero lo importante de esta historia, por lo que nos toca, es la rima que originó y que sigue siendo popular allá en las Islas. Estos versos tuvieron múltiples versiones dependiendo de la época y el lugar donde se las cantara, por lo general para diversión de los más chicos. Hay una particular, cantada por los niños de Lancashire, a la que se conoce como “A penny for the Guy”, los niños la cantaban mientras pedían limosna.3

De esta última referencia al segundo acápite hay una sola palabra de diferencia: “Old”. Te propongo entonces que la tengamos en mente para ver si alguna línea del poema nos la recuerda más tarde. Bien, a los versos vamos.

En la primera línea continué con el criterio utilizado para el título y eso me hizo llevarlo también a la segunda. Pero en ésta me detuve en “stu-ffed”. Este verbo, utilizado acá como adjetivo, quiere decir “relleno”; pero “stuffed” me sonaba a más, como si hablara de una pavo relleno –que es ahí donde esa palabra se utiliza con frecuencia–; veía un pavo relleno a presión, hasta no dar más, hasta que una cucharada más fuera a hacerlo reventar... No sabía si Eliot nos estaba despreciando —como humanidad—; a lo mejor, si investigaba en su vida, podría obtener más datos; pero mi intención al traducir este poema no era la de dar un paseo por la erudición, y tengo que confesar que tampoco buscaba satisfacer a un lector que no fuera yo; por esto, quizás, mi lentitud. Y pensé en cómo nos sentiríamos si, en las fiestas de fin de año, ya no pudiéramos meternos otro bocado en la boca... Y ahí fue cuando se me apareció la palabra que finalmente quedó en el segundo verso: “hartos”. Sí; los huecos, los hartos; esos extremos me parecieron justos.

El siguiente obstáculo se me presentó con “headpiece”... Hay quien lo ha traducido como “cabeza”, o también en plural: “cabezas” –puede que por el We (nosotros) con que se inicia poema. Pero si Eliot hubiese querido decir “cabeza” habría escrito “head” y no “headpiece”. Lo mismo vale para quienes lo traducen “mollera”; en este caso Eliot habría escrito “crown”

3 Remember, remember the fifth of November / It’s Gunpowder Plot, we never forgot / Put your hand in your pocket and pull out your purse / A ha’penny or a penny will do you no harm / Who’s that knocking at the window? / Who’s that knocking at the door? / It’s little Mary Ann with a candle in her hand / And she’s going down the cellar for some coal

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(como en el poema de “Jack and Jill”) o “head-crown”.

Acá me entretuve un buen rato. Nada me cerraba. Hasta que decidí continuar y dejarlo para después. Y fue, cuando ya el poema estaba casi todo en castellano, que recordé que los es-tadunidenses le dicen “headpiece” a los tocados y arreglos de tela que mu-chas personas de otras culturas llevan en la cabeza, especialmente orienta-les; y dado que Eliot había nacido en USA, y a pesar de su nacionalización británica pudiera haber un dejo de su niñez por alguna parte (un tiro al arco desde bien lejos el mío), entonces po-dría escribir “cubrecabeza”. No me olvi-do de que “headpiece” pudiera también traducirse como “busto”, la escultura que abarca solamente la cabeza de una persona, pero esto último me pareció

más tirado de los pelos que “cubrecabeza”. Lo cierto era que todavía no daba con lo que necesitaba.

El cubrecabeza, que en un principio se me arrimó prometedor, ya no funcionaba cuando se trataba de llenarlo de paja; acá un busto parecía más apropiado. No se me escapaba, a esa altura, que “headpiece” contenía un menosprecio a la cabeza en cuestión... ¿Qué tal, entonces, si me hiciera con una palabra que incluyera este menosprecio? Y me puse a escribir una lista: bocha, bocho, bochín, coco, sesera, calabaza, sabiola, balero, aceitosa, alti-yo, carburadora, coronilla, croqueta, cucusa, fosforera, marote, mate, melón, sandía, zapayo... (no vayas a pensar que se me ocurrieron en este orden). Como verás, en algún punto tuve que detenerme y elegir. Seguramente que no coincidirás conmigo, por lo que te propongo que taches la palabra elegida por mí y escribas encima la tuya. Santo remedio, ¿sí?

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Una cosa más: ese menosprecio a la palabra “cabeza” pudiera ser, des-de ahora, un avance de doble filo; ya que no podrás dudar que se destaca entre los vericuetos de conocimiento (o informaciones varias) que despliega el poema, al tiempo que armoniza con alguna posible burla que llegará más adelante.

Lo que venía después, para cerrar la estrofa, no era complicado –o no lo parecía–; me llamó la atención esa insistencia sobre la sequedad: de la vo-ces, del pasto, de la bodega. Por un lado, la versión en castellano se acercaba peligrosamente a la redundancia, pero no tuve más remedio (y cada vez que aparezca este latiguillo quiero que entiendas que me refiero a mi capacidad) que aceptarlo –acá, los monosílabos en inglés le sacan ventaja a las palabras de dos sílabas o más en castellano.

Una nota que puede que hubiera sido mejor poner de entrada: la tradi-ción inglesa de iniciar cada verso con mayúsculas –cuyo origen desconozco y trataré de averiguar si es que puedo– no se repite en castellano (tradición que algunos autores de habla inglesa ya han comenzado a abandonar desde el siglo pasado); la podría haber utilizado, pero preferí no desviar la atención hacia un detalle que, me parece, tiene poca importancia. Me guié, entonces, por la pun-tuación para saber dónde se inicia una oración y poner, ahí sí, la mayúscula.

Me pregunté durante un rato por qué dice “death’s other Kingdom”, específicamente por ese “other”, como si la muerte tuviera un reino y acá se estuviera refiriendo no a ése sino a otro. Pero creo que, en inglés, está que-riendo enfatizar el hecho de que ése reino es uno distinto de éste. Dejé Reino (con mayúscula) nada más que porque así está en inglés –supongo que como contraste con el “Reino de Dios” de los ingleses.4

Por lo dicho fue que preferí “Reino otro” antes que “otro Reino”. Sé que suena raro –pero ya sabés cómo me encantan estas cosas.

Otra nota: me encontré confundido ya desde el comienzo por la manera cómo aparece la puntuación –por cómo aparece y desaparece. Esto se nota en la primera estrofa de la parte II: no hay coma luego de “dreams” a pesar de que el segundo verso tiene toda la forma de una aclaración, ni tampoco

4 For thine is the kingdom: Matthew 6:13: “For thine is the kingdom, and the power, and the glory, for ever. Amen.”

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al final del segundo. De lo dicho, la decisión de suponer un punto antes del segundo “Allí” y la correspondiente mayúscula –otra decisión que se guía por el tono de una apuesta.

Subrayo la minúscula de este segundo “reino”, el del sueño de la muer-te; cosa que no era así en el “Reino otro de la muerte”. Por lo que, conce-diendo que no es un error del poema sino un gesto adrede –se me escapa, eso sí, adónde apunta esa diferencia; puedo suponer, sí, un algo de menosprecio hacia lo que ocurre en sueños; lo cual contrasta con aquel deseo de no querer encontrarse ahí con los ojos a los que se dirige –de acá el uso de la primera persona del plural en “Déjenme”, ya que infiero que se dirige a ellos.

Por supuesto, el disfraz es el de un espantapájaros –y me sorprendió esa palabra, “rata”, que cayó tan bien aplicada acá.

Y una confesión: con la aparición de la palabra “twilight” enseguida recordé los episodios de “La dimensión desconocida” vistos cuando niño –unos cuantos de los cuales tengo en la videoteca y miro en noches de tor-menta.

La parte III no comenzó con problemas; continuó, eso sí, el ir y venir de la puntuación, su ausencia a pesar de que el paso de las palabras indicaba que debía estar ahí. Y luego, claro, la aparición de “death’s other kingdom” con “kingdom” esta vez con minúscula –si te ponés a pensar que esto es a propósito, lo siguiente es un callejón sin salida; porque acá no es el terreno del sueño, “death’s dream kingdom”, sino como en el principio; a menos que se trate de un otro reino de la muerte distinto del primero (cosa que, la ver-dad, me parece ya no rara sino más bien pobre; y, hasta donde pueda, le voy a dar a este poema todos los beneficios a mi alcance: de duda y de miseria).

Ahora bien, es de remarcar cómo, a medida que avanzo con el poema, el camino se vuelve menos dificultoso, fuera porque las complicaciones ceden, fuera porque me voy acostumbrando y lo que al principio parecía toda una cuestión se me va volviendo parte del aire; como cuando te encontrás con una persona que tartamudea: en el inicio la conversación se parece a una cuerda que no da más por la tensión pero, después de un rato, ya ni se nota: como si un idioma nuevo que andaba flotando por ahí se abriera y no dejara secretos.

En adelante, todo sigue sin mayores enredos a resolver hasta V. Te quie-

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ro de todos modos poner en evidencia que quiebran la ausencia de puntua-ción una coma y el punto al final de IV.

El comienzo de V es una burla (la percibo como tal) a la vieja canción de las rondas infantiles: “Here we go round the mulberry bush...” Se cambia el tradicio-nal árbol de moras por un cactus (planta ya mencionada en III) –cosa que, su-pongo, va iniciando la tensión que pre-cede al final–. Creo que, leídos en voz alta, estos versos podrían cantarse –me he fijado entre las grabaciones que ten-go de Eliot, pero este poema no está; así que esta suposición acerca de leer esos versos entonados no puedo hacer-la extensiva a su autor; por el contrario, Eliot parecía tener un modo cerrado de leer, como si no pudiera dejar de vestir, no digamos traje, pero sí por lo menos corbata.

Nota: Creí que el tono estaría más acorde si ponía “pera pinchuda” en lugar de “nopal”, que es un término menos difundido –también pensé en “cactus”, pero me pareció excesivamente genérico–. También preferí “ron-dando”, en lugar de “en ronda alrededor”, a pesar de que no era el término preciso, porque me permitía ajustar los versos a la melodía de la canción infantil.

De acá en adelante viene, para mí, la parte que me atrae más del poe-ma, su carozo. Alguno (no vos) podría pensar que, si fuera un durazno, la mejor parte no estaría en el carozo sino en lo que lo rodea... bueno... no estaríamos, en tal caso, hablando de la supervivencia como procreación, ni de la procreación como multiplicación –no que deba ser ése necesariamente el caso.

Y creo que la burla puesta en los versos de la rima infantil se traslada a

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las afirmaciones que, en cursiva (también), se apoyan hacia la derecha –irrup-ciones de tono religioso –a su pesar; y del poema.

Me produce especial placer cuando dice: “Life is very long” –lo cual, desde ciertos balcones, hasta podría ser tomado por un chiste.5

Luego decidí dejar las partes interrumpidas de los versos precedentes de la misma forma; y, dado que gracias al Big Bang la palabra “bang” que-dó ampliamente difundida en nuestro idioma, dejé bang –el poema no dice “explosion” u otro sinónimo.

Y así llega la última estrofa –probablemente la parte más conocida y citada del poema–: sin mayores problemas desde el punto de vista del pasaje del inglés a nuestro castellano...

No estoy muy seguro de estar más cerca de Eliot –es decir de un grupo de obras, especialmente compuestas en versos– luego de haber intentado traducir este poema; hasta me cae la sospecha de que ando más lejos que antes –aunque no peor–. Lo cierto es que hay ciertas líneas –o entrelíneas– que seguirán atrayendo mi atención; y, si lo hacen también con la tuya, no vendría mal que me lo contaras: cada comienzo es el aviso de una muerte, aun cuando la vida sea muy larga.

Finalmente; si bien comencé esta traducción para mí, quiero que sea mi regalo para vos, una historia más entre un puñado.

PS: Ésta es la versión –por ahora abandonada– de unos versos más viejos que yo.

5 Life is very long: Joseph Conrad, An outcast of the Islands, Chapter Four.

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Los huecos*

T. S. ELIOTVersión de D. R. Mourelle

Mistah Kurtz –he dead.

Una moneda para el viejo Guy

I

Somos los huecossomos los hartosapoyándonos unos a otroscon el bocho lleno de paja. ¡Atención!Nuestras voces disecadas, cuandosusurramos juntosson suaves y carecen de sentidocomo viento en pasto secoo pezuñas de ratas sobre pedazos de vidrioen nuestra bodega seca

* The Hollow Men, by T. S. Eliot // Mistah Kurtz –he dead. // A penny for the Old Guy // I // We are the hollow men / We are the stuffed men / Leaning together / Headpiece filled with straw. Alas! / Our dried voices, when / We whisper together / Are quiet and meaningless / As wind in dry grass / Or rats’ feet over broken glass / In our dry cellar //

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silueta sin forma, sombra sin color,fuerza paralizada, ademán sin movimiento;

aquellos que han cruzado,sin desviar los ojos, al Reino otro de la muerterecuérdennos –si acaso– no como almas perdidasy violentas, sino sólocomo los huecoslos hartos.

II

Ojos con los que no me atrevo a encontrarme en sueñosen el reino del sueño de la muerteéstos no aparecen:Allí, los ojos sonluz de sol sobre una columna rotaAllí hay un árbol hamacándosey las voces sonen el cantar del vientomás distantes y más solemnesque una estrella que se desvanece.

Déjenme tranquilo no más cerca

Shape without form, shade without colour, / Paralysed force, gesture without motion; // Those who have crossed / With direct eyes, to death’s other Kingdom / Remember us –if at all –not as lost / Violent souls, but only / As the hollow men / The stuffed men. // II // Eyes I dare not meet in dreams / In death’s dream kingdom / These do not appear: / There, the eyes are / Sunlight on a broken column / There, is a tree swinging / And voices are / In the wind’s singing / More distant and more solemn / Than a fading star. // Let me be no nearer /

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en el reino del sueño de la muertePermítanme también vestirtales disfraces deliberadossaco de rata, piel de cuervo, estacas en cruzen un campocomportándome como se comporta el vientoNo más cerca...

no ese encuentro finalen el reino del crepúsculo

III

Ésta es la tierra muertaésta es la tierra del cactusaquí las imágenes de piedrase levantan, aquí recibenla súplica de la mano de un hombre muertobajo el parpadeo de una estrella que se desvanece.

Es asíen el otro reino de la muertedespertarnos solosa la hora cuando seríamos

In death’s dream kingdom / Let me also wear / Such deliberate disguises / Rat’s coat, crowskin, crossed staves / In a field / Behaving as the wind behaves / No nearer– // Not that final meeting / In the twilight kingdom // III // This is the dead land / This is cactus land / Here the stone images / Are raised, here they receive / The supplication of a dead man’s hand / Under the twinkle of a fading star. // Is it like this / In death’s other kingdom / Waking alone / At the hour when we are /

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temblando de ternuralabios que besaríany formarían plegarias a piedras rotas.

IV

Los ojos no están aquíno hay ojos aquíen este valle de estrellas moribundasen este valle huecoesta mandíbula rota de nuestros reinos perdidos

en este último de los lugares de encuentronos apiñamosy evitamos hablarreunidos en esta playa del río turgente

invidentes, a menosque los ojos vuelvan a aparecercomo la estrella perpetuarosa multifoliadadel reino crepuscular de la muertela esperanza sólode los vacíos.

Trembling with tenderness / Lips that would kiss / Form prayers to broken stone. // IV // The eyes are not here / There are no eyes here / In this valley of dying stars / In this hollow valley / This broken jaw of our lost kingdoms // In this last of meeting places / We grope together / And avoid speech / Gathered on this beach of the tumid river // Sightless, unless / The eyes reappear / As the perpetual star / Multifoliate rose / Of death’s twilight kingdom / The hope only / Of empty men. //

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V

Aquí vamos rondando la pera pinchudapera pinchuda pera pinchudaAquí vamos rondando la pera pinchudaa las cinco de la mañana.

Entre la ideay la realidadentre el movimientoy el actocae la sombra

Porque tuyo es el Reino

Entre la concepcióny la creaciónentre la emocióny la respuestacae la sombra

La vida es muy larga

Entre el deseoy el espasmoentre la potencia

V // Here we go round the prickly pear / Prickly pear prickly pear / Here we go round the prickly pear / At five o’clock in the morning. // Between the idea / And the reality / Between the motion / And the act / Falls the Shadow / For Thine is the Kingdom // Between the con-ception / And the creation / Between the emotion / And the response / Falls the Shadow / Life is very long // Between the desire / And the spasm / Between the potency /

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y la existenciaentre la esenciay el descensocae la sombra

Porque tuyo es el Reino

Porque tuyo esLa vida esPorque tuyo es el

Así es cómo el mundo se acabaAsí es cómo el mundo se acabaAsí es cómo el mundo se acabaNo con un bang sino con un quejido.

And the existence / Between the essence / And the descent / Falls the Shadow / For Thine is the Kingdom // For Thine is / Life is / For Thine is the // This is the way the world ends / This is the way the world ends / This is the way the world ends / Not with a bang but a whimper.

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La vigilia de la aldea

No tengo reparo alguno en decir que Héc-tor Manjarrez (1945) es uno de los escrito-res en activo más sólidos de la literatura mexicana contemporánea. Con un oficio y estilo forjados a lo largo de una prolífi-ca serie de libros –entre los que habría que destacar sus tan logrados volúmenes de relatos, especialmente No todos los hombres son románticos–, es evidente la comodidad y gozo con los que el autor transita por las páginas de París desa-parece, la más reciente de sus novelas.

Poeta, narrador y ensayista, Manjarrez es actualmente profesor de la UAM-Xochi-milco, además de colaborador de diversas revistas y suplementos así como ganador de varios premios literarios. Pero mejor hablar de libros que de premios: No to-dos los hombres son románticos, Pasa-ban en silencio nuestros dioses, Ya casi no tengo rostro, El bosque en la ciudad y El horror es familiar tienen sin duda un lugar asegurado entre los libros de referencia de la literatura mexicana del

siglo XX y este incipiente XXI. Manjarrez no es sólo un escritor con una prosa só-lida y una poética consistente y elabo-rada, sino que en varios de sus libros experimenta con el régimen de géneros de manera incisiva –aunque me pregunto si la mera mención no ayuda únicamen-te a la solidificación de dicho régimen y con ello a la impostada sorpresa.

Dividida en tres partes principales con un seguimiento capitular continuo, la novela comienza con una primera parte concreta y cuya trama es sencilla de seguir. El pri-mer capítulo es un guiño a muchas de las novelas latinoamericanas de mediados del siglo XX, así como a innumerables relatos que intentan retratar o capturar ese momento específico del tiempo y lo que significaba vivir en París en esas condiciones. Unos “pobres artistas pobres”, enamorados de mujeres imposibles o lejanas, mueren de hambre en una bu-hardilla maloliente y helada, pero que, como nuevos Flauberts, prefieren morir

Postales sin sellar

JUAN CARLOS REYES

Héctor Manjarrez, París desaparece, ERA/CONACULTA, México, 2014, 390 p.

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en las entrañas de París antes de hacer algo que no les interesa o hacerlo por una “sucia recompensa simplemente monetaria”. El narrador nos dice: “El hueco en el estómago se ahondaba ha-cía días y me estaba enloqueciendo, pero no me atrevía a dejar el drama del amor para plantar el del alimento.” En esta primera parte nos son presentados los personajes y la trama se construye len-tamente entre eventos y reflexiones por parte del narrador. A partir de la segunda parte, algo pierde el libro de su anterior estructura y cuenta cosas en las que, por capítulos, no vuelve a mencionar siquiera a personajes que antes parecían centra-les, y que en la tercera parte reaparecen de manera sorpresiva y, en algún caso aislado, casi por demasiada causalidad.

De manera general, ya que la novela tiene muy diversas líneas que seguir, un joven mexicano aspirante a escritor lle-ga a la capital francesa en la mitad de la década de los sesenta con sólo 19 años. Es amigo de Manuel, pintor enamorado de un vividor parisino que se dedica a prosti-tuirse junto con otro grupo de hombres y mujeres, y de paso asalta la cartera y la moralina conciencia de algunos de sus clien-tes. La trama se complica cuando uno de di-chos clientes es herido casi mortalmente. Mientras sus amigos desaparecen por el temor a la policía, el narrador es visita-do por sus tíos Samuel y Adelita. Con esta última sostiene unas exquisitas se-siones de sexo para después sólo extra-ñarla, se confabula para pedir rescate por un falso Matisse, asiste a sesiones

espiritistas, intercambia postales y car-tas con una mujer de Ámsterdam, se enamora de una supuesta sordomuda y, en el camino, realiza una búsqueda personal tan ardua como encantadora. Dice el narrador: “Esperanza y miedo eran mis dos emociones constantes. La vida estaba ahí, todos los días, la vida de la ciudad y sus ciudadanos, y yo era un casi transparente transeúnte que miraba desde afuera, pero a veces me veía envuelto en las pasiones, como en ciertas obras de teatro de esos años, en las que los actores involucraban física y emocionalmente al público.”

Al hablar de los personajes sería un tópico decir que el verdadero personaje es la ciudad: sería tal vez posible argumen-tarlo, pero me parece que París aparece como un mapa sobre el que los persona-jes deambulan cada vez más desorien-tados, porque el plano está cambiando, porque al mapa se le están borrando ca-lles y cafés, puertas y un río que –en su reflejo– no desdibuja la ciudad sino a ellos mismos. El personaje que carga con el peso narrativo de toda la historia es el pro-pio narrador, del cual, con una cautela excelente, el autor no revela su nombre, Héctor, hasta literalmente la última pá-gina del texto. Así, Manjarrez evita en parte el riesgo de que el lector se aden-tre en la novela como si fuera una bio-grafía o alguna especie de memorias del propio escritor. Casi todos los personajes de la novela rondan los 25 años, de no ser por el propio narrador de apenas 19 y Ma-nuel, “un hijo de puta, pero también un

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soñador”, su amigo de 32 años. Alrede-dor de Alain orbita una pandilla de poca monta de carteristas como P’tit André o las cautivadoras prostitutas Margot y Didi.

Mención aparte merecen Jeanne –aman-te ocasional del narrador–, que vive en Ámsterdam y con quien mantiene una continua correspondencia que construye un retrato de la “educación sentimental” de los dos personajes. Ambos eligen postales siempre significativas, siempre seleccionadas con algún motivo espe-cial que diga aquello que las letras al reverso jamás podrían decir. Por otro lado está Augustine, chica en aparien-cia sordomuda de la que el narrador se enamora perdidamente después de ha-berse conocido en salas de aquello que comenzó a llamarse “cine de autor”, cuyo epicentro estaba en esa misma ciudad por la que paseaban Jean-Luc Godard, Andrej Varda o François Truffaut.

Uno de los personajes que menos apa-rece pero que provoca una historia para-lela es uno de los más divertidos: Madame Gusková, obesa guía de las sesiones es-piritistas a las que por una casualidad termina acudiendo Héctor. La sesión que se nos relata en el libro es alucinante. Madeleine busca en el “más allá” a su marido André Marchais –si el lector se toma la molestia de buscar, sabrá que es un personaje real con una relación estrecha en la trama de la novela–. Este hombre, Marchais, es apodado Très-Bon, por lo que en el “más allá” será nombra-do por algunos André Très-Bon. Ello provo-ca una divertidísima confusión que ter-

mina con el enfado del recién fenecido poeta surrealista André Breton, a quien no le parece motivo de risa ser confun-dido con Marchais.

La mirada de Manjarrez sobre estos acontecimientos se desenvuelve de una manera brillante gracias a su manera de trabajar el lenguaje en el que, si bien le interesa contar una historia, o mejor dicho, le interesa contar muchas histo-rias, éstas se unen de una manera muy íntima, algunas apenas se tocan, otras se ven de lejos y pasan de largo, mien-tras otras se colisionan. El autor no re-curre a la novela “posmoderna” en la que las historias, contadas cada una por su parte, se van mezclando poco a poco hasta que resulta que “sorpresivamen-te” los personajes actúan en la misma obra pero “nadie” se había dado cuenta. Manjarrez se preocupa claramente por hablar de cómo es que sus personajes se sienten y cómo están viviendo esa des-aparición de París desde muy distintos puntos de vista. Si bien esto no la hace una novela a muchas voces, logra que, mediante la visión del narrador, ponga-mos bajo la lupa a los personajes, las situaciones y las emociones que habitan la novela. El narrador, viviendo en ese espacio intersticial entre la adolescen-cia y la edad adulta, puede comportarse en ocasiones casi como un niño inocente al que es muy fácil engañar, en otras es simple y llanamente bobo, y en otras tan mordaz y enjuiciador como si cargara en el cinturón un regalo de Damocles.

Ese carismático narrador del que ha-

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blo lleva el grueso de la novela como un narrador-personaje al que Manjarrez da la libertad de pensar, escribir y transitar por la novela con una prosa y unos diá-logos impecables. Dice el narrador: “Yo era distinto. Yo observaba, escuchaba y calibraba todo. Era cauteloso, aunque creo que no era cobarde; desconfiado, pero amigable; contaba los céntimos, mas no por tacaño; y si no era audaz, rebelde sí era. Y algo más de lo que estaba orgu-lloso: me valía un carajo lo que pensaran de mí. No me había largado tan lejos de casa para solicitar aprobación de nadie.”

Me parece relevante anotar que a pe-sar de que la novela tiene cientos de fra-ses, modismos, o como diría el narrador, idiomes, en francés, la novela jamás se hace ininteligible para alguien no fran-coparlante. El autor tiene la sutileza de intercalar esas frases de una manera tan natural que, aunque en algunos casos las traduce después de que el narrador o al-guno de los personajes las enuncian, es poco notorio. Anoto algunos ejemplos: “–Vous pouvez partir, Monsieur –pronun-ció con esa solemnidad eufónica que comparten los meseros con los notarios, los cardenales, los jueces, los alcaldes y los Présidents de la République–: Puede usted marcharse, señor”, o “Quittez mes tables! Et ne revenez jamais! –enunció en violento susurro que aludía a sus mesas, mismas que abarcó con ambas manos como Bajazet, en la obra homó-nima de Racine, se refiere a Bizancio–: ¡Márchese de mis mesas! ¡Y no vuelva nunca!” Además de estas múltiples fra-

ses en francés, la novela tiene también decenas de referencias encalladas en la ciudad, pero Manjarrez se las arregla mara-villosamente para que en ningún momento suenen a referencias como las de otro tipo de escritores en las que es evidente que, de poder, anexarían una copia de su pasaporte en la contraportada de sus libros. En este caso sinceramente dan ganas de buscar cada referencia, de po-der ver o imaginar de qué color son los muros en los que Héctor, Alain o Manuel se recargan a fumar una cajetilla entera de Gauloises, de buscar alguna fotografía para saber cómo se ve el Sena de noche, de por qué calles se pierde el personaje en sus largas caminatas que lo llevan, en ocasiones, a lugares que ignoraba cerca-nos a su cuarto de azotea. Anota el au-tor: “Lo que dista la Porte d’Orléans de la Porte de Clichy o lo que media entre la Porte d’Italie y la Porte d’Aubervilliers se puede recorrer en unas horas, aunque no afirmo que yo lo haya hecho nunca.”

Como antes lo anuncié, París desapa-rece no es una novela, no quisiera decir que es “más que una novela”, sino un género escurridizo que se mueve cómo-damente parasitando con justicia a otros. Algunas secciones bien podrían ser relatos separados, como las sesiones espiritistas de Madame Guscova, o especialmente el paréntesis que habla de Aug, la chica sordomuda. Podría ser también en gran medida un texto epistolar en el que se transcriben cartas y postales que el na-rrador introduce con simples: “Yo a ella” o “Ella a mí”. Se transcriben también te-

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legramas enteros con sus debidos puntos y aparte, y antiguos textos del narrador, quien decide integrarlos al texto gene-ral, como el proyecto de un artículo, en donde el narrador tiene pensado tocar temas tan dispares y parisinos como los aristócratas, la burguesía, las corrien-tes de aire colado, el fin de los mejores tiempos de París, las mujeres, las gran-des familias, el dolor o la enfermedad del hígado, la moda y los notarios. Otro capítulo entero se titula irónicamente “Obra de teatro sin título”, la cual es una obra de teatro en toda la extensión de la palabra –tiene inclusive indica-ciones para su montaje–; pero aparece también otro guiño al teatro cuando el narrador visita a su amigo Manuel en un sanatorio psiquiátrico, en donde los pacientes montan una obra que titulan L’esprit français, en la que es inevitable reconocer la influencia de Becket o Io-nesco y el teatro del absurdo.

Manjarrez le confiere también a su personaje central una clara conciencia de la narración, del contar, escribir y re-cordar, ya sea de manera oral, escrita o por medio de la lectura. El autor nos da claras señas de que lo que estamos le-yendo en París desaparece es algo conta-do desde un presente no muy lejano que se empeña en recordar el pasado –“Han pa-sado más de cuarenta años de aquello”– y que está siendo escrito por el propio narrador, quien anota por ejemplo: “Lo que he contado tuvo lugar en una ciu-dad que aún no había tirado a la basura aquel mercado...” En otros casos habla

de textos “recuperados” que aparecen en el libro: “(Transcribo un texto escrito en mi máquina de escribir portátil. El original está lleno de tachaduras y errores meca-nográficos que ahorro al lector. También he alisado y planchado la redacción aquí y acá. Calculo que es diciembre de 1964 o enero de 65).” Como decía, aparece la clara conciencia de que existe un lector para el texto que se tiene entre las ma-nos: “Como en todas las otras postales y cartas, le escatimo al lector las pala-bras privadas de ternura, deseo, mimo o porno que se suelen colocar al final de las epístolas” o “Me gustaría poder trasladarle al lector...” En algunos ca-sos, esta ruptura del espacio literario hacia el lector ocurre con preguntas di-rectas: “El desdichado Althusser mató a su desgraciada esposa (...) y Sartre... ¿Qué piensan ustedes de él?”

Antes de ir al último tema que me cap-turó en París desaparece, no podría dejar de mencionar el tono irónico y de un humor casi cáustico que, por medio del narrador, la novela adquiere en algunas secciones. Anoto sólo algunos ejemplos. Arropado siempre por su magnífico sué-ter de Chinconcuac, alguna vez recibe a Didi y Margot en su cuarto de azotea, pero sus vecinas españolas, católicas recal-citrantes, le reclaman tan indigna visi-ta. Él sale del problema diciendo que son actrices: “–Dignas señoras, os pido una disculpa por la irrupción de esas celebérri-mas actrices de la Comédie Française y os aconsejo que no os entrometáis en la vida ajena, tal como nos lo enseñó Nuestro

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Señor Jesucristo. Dios os bendiga.” O el telegrama que su tío Samuel le envía cuan-do llega a París: “URGENT URGENT QUERIDO PROFUGO DEL METATE NACIONAL. DOS PUNTOS. TRAIGOTE CHIPOTLES Y JALAPEÑOS EN LATA Y CAJETA QUEMADA Y UNOS LIBROS QUE SE VEN INTERESANTES PUNTO TELEFONEAME AHORI-TITITA MISMO AL ELY 6969 NADA MENOS HABI-TACION 105 TU TIO SAMUEL Y SEÑORA.”

Como última mención a este tono, hago referencia a que parte de esta comedia in-voluntaria por la que el narrador pasa lo es, en muchas ocasiones, por el propio deseo adolescente que le impide pensar con clari-dad. Héctor conoce a unas gringas beat-niks –una muy hermosa y otra horrenda: “Me prometió su cuerpo si antes le daba el mío a su amiga, y acepté. Es sabido (pero no a esa edad) lo nociva que es la mezcla de testosterona y pendejez.”

Como asunto final quisiera anotar que me parece que París desaparece es un texto de aprendizaje, una guía emocional y sentimental del narrador, quien com-parte lo doloroso y magnífico que puede resultar encontrarse a sí mismo en una balanza en la que el personaje aparece mientras París desaparece. Dice el na-rrador: “Me gustaría poder trasladarle al lector lo que pasaba en mi extática y también turbulenta alma solitaria mien-tras viajaba de los diecinueve años a los veinte, pero me resulta imposible. Re-cuerdo a quiénes leía, a quiénes admi-raba, a quiénes criticaba, pero no quién era yo para mí.”

A mi parecer, la novela termina de manera un poco intempestiva, y sincera-

mente lo siento porque su construcción ha requerido tal cantidad de trabajo que apresurar el final me parece injusto para el texto. El tío Samuel regresa a París al final y se entera de que la tía Adela lo ha estado engañando. Cita a su sobrino en un hotel de lujo para salir por la noche, pero en el camino éste se encuentra a Didi y decide enviar con ella un recado a su tío excusándose por no llegar. El narrador camina junto al Sena y cae, ¿o se tira?, al río, pero de algún lado apa-rece Aug, quien le grita que no lo haga. “–¿Ya puedes hablar?”, le pregunta intri-gado Héctor. “Siempre he podido hablar”, contesta Aug, quizás queriendo decir, “pero no he querido, y no era necesario”.

¿Qué desaparece de París? ¿Por qué París desaparece? Una capital cultu ral que va perdiendo su capacidad de atraer a la bohemia intelectual del mundo, que pierde su atracción para ser la ciudad en la que ocurrían revoluciones artísti-cas y culturales. Una ciudad en la que van desapareciendo lugares míticos en los que había ocurrido la historia inte-lectual de buena parte del siglo XX en Oc-cidente. El narrador lo reflexiona desde su escritura cerca de cuarenta años después: “Ahora que lo pienso, aquel París in-mediatamente anterior al 68 era la más prestigiosa universidad de la vida, la me-jor cineteca, la biblioteca ideal, el atelier consagrado, el río perfecto, el catolicis-mo tolerable, los cafés ideales, el hambre significativa, las mujeres interesantes y de-corativas...” Y ahora que yo lo pienso bajo esta luz, creo entender más el texto de

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Manjarrez, en donde es mucho más im-portante el todo, aprender y poder trans-mitir el sentimiento de ese encuentro que significaba pérdida, que contar una his-toria específica y cerrada. Era mucho más importante que, para vislumbrar el futuro, el precio fuera la desaparición del presente.

Soliloquio ansioso

JORGE LUIS HERRERA

César Arístides, Thomas Bernhard despierta en su tumba sin nombre, UNAM, México, 2013, 110 p.

El más reciente libro de César Arísti des, Thomas Bernhard despierta en su tumba sin nombre, es una obra de ensoñación afligida que explora facetas amargas de la existencia y describe enigmáticos paisajes y personajes oprimidos por densas at-mósferas surcadas por el viento, la mú-sica, el sueño, la locura y los soliloquios del protagonista.

Se trata de un poema largo en verso libre, dividido en diez fragmentos, en el que se intercalan once sonetos que le otor-gan “aire”, por un lado, y, por el otro, le brindan profundidad, pues además de los cambios de voces narrativas (lo que causa un sugestivo juego de ecos y reflejos) pa-reciera que confrontan y al mismo tiempo amalgaman la “tradición” representada por el soneto, con un espíritu más “van-guardista” expresado de formas diversas

como la ausencia de signos de puntua-ción. Asimismo, César Arístides elabora un retrato poético del escritor austriaco Thomas Bernhard, que puede concebirse como homenaje.

En general, los enunciados poéticos no establecen demasiados vínculos con el mundo “real” (ni son necesariamente “coherentes”); mas bien cincelan su propio sistema y su propio equilibrio obedeciendo a una lógica particular que mantiene un diálogo permanente con los libros del au-tor austriaco, tanto como alude a diversos aspectos biográficos de Bernhard. Así, se funden las figuras del Thomas Bernhard escritor y los personajes de sus obras con las divagaciones, sueños y recuerdos del Thomas Bernhard personaje. Por ello, un concepto clave para aproximarse al libro de César Arístides es el de intertextua-lidad: resulta esencial la presencia de obras del austriaco a través de alusio-nes, temas y rasgos estilísticos y estruc-turales. La relación intertextual con El malogrado es tal vez la más recurrente; sirva de muestra la siguiente cita:

camino entre los pabellones y la música dormitaun ronquido es violoncelo con artritisla gracia de un violín tiene el hígado podridoen la sala de espera se amodorran partituraspodridas parturientas pregonan pústulasal piano le da horror ver en el antidepresivolos lentes agusanados de Gouldy escucho en las letrinas el conjurola música en el hospital es una soga en la gargantala música de Bernhard es una soga en la garganta

Como salta a la vista en el fragmento anterior, la referencia a elementos vin-

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culados con la música es continua. Esta particularidad constituye una suerte de eje transversal en el libro de Arístides y en buena parte de la obra Thomas Bern-hard,1 donde los personajes se re fugian en la música ante las hostilidades de la vida (lo cual no excluye la posibilidad de que la música también pueda ejercer un influjo negativo).

Por otro lado, los enunciados poéticos resignifican los aspectos tangibles de la “realidad” y dislocan el tiempo y el es-pacio. Es como si los versos estuvieran unidos por asociaciones discontinuas que conforman un universo poético dinámi-co y abierto; asimismo, los enunciados se autogeneran, vinculados por lazos in-visibles surgidos del inconsciente y de un mundo alucinante del cual emergen, una tras otra, imágenes impredecibles, inaprensibles, delirantes, irónicas, per-turbadoras, inefables:

miraba en una barraca de leche agusanada a una tía

hola le dije en el sueño y desperté y en el sueño le dije

hola despierto en la niebla le dije y ella afuera del sueño

me miro con desgano era una premoniciónpero hola no dije cuando lo supe en lo oscuroy pensé en una mariposa violeta en sus cejas

de piano

no en la amarga relumbre del sueñoqué haces tía por qué no hay nadie en casaentonces soñé y le dije por qué no hay nadie

en cazay ella dice hola en este instante en que escribodespierto en el sueño hola me dice no hay nadie

en casano hay nadie en caza digo ella responde no

hay nadie en cazapregunta no hay nadie en caza pero la noche

es muy fríay lento muy lento más quieto que la campana

en la nostalgialento un perro negro no dice lo brutal que es

la naday nada en el sueño el miedo animal nada en

el aire

Ahora bien, el título del volumen se refiere a una disposición externada por el escritor austriaco: que su tumba –en el ce-menterio de Friedhof Grinzing, en Viena– no tuviera ninguna inscripción, lo cual se cumplió sólo durante un lapso.2 Además, el título describe el motivo central del libro: las andanzas de un Thomas Bern-hard que abandona su tumba (es como si el protagonista se hubiera hastiado de su propia muerte después de dialogar consigo mismo, fuera del tiempo, en so-ledad, incesantemente… y su fastidio lo hubiera vivificado). Después, el pro-tagonista recorre las gélidas calles de Viena –entre murmullos, alucinaciones,

1 Bernhard estudió violín, canto y musi-cología, y, según las palabras expresadas en su autobiografía y en varias entrevistas (como la realizada por Asta Scheib), la música lo “persiguió” siempre e influyó en la configu-ración de su estilo literario.

2 Otro peculiar deseo de Bernhard fue la prohibición de cualquier publicación, impre-sión o representación de sus obras en Aus-tria mientras le pertenecieran los derechos de autor.

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ensoñaciones, remembranzas– y dialoga e interactúa con seres y objetos miscelá-neos, lo que ocasiona el desdoblamien-to del yo poético y la develación de una perspectiva esquizoide de la “realidad”:

Thomas Bernhard taciturno lleva el mismo abrigoque Thomas Bernhard taciturno tiene puestopero tiene frío porque en el pozo del abrigo lluevecae un aguacero deja a su paso charcos de aflicciónpero Thomas Bernhard le pide se apresureatraviesan un puente altísimo más allá de

Viena y de las nubesen Thomas Bernhard aún llueve de manera

despiadaday Thomas Bernhard arroja sus ojos al tremedalThomas Bernhard le dice llueve en su abrigoy Bernhard es una costra mojada dicecruza el puente hay un incendio en una fábricaBernhard le muestra a Bernhard la rabia

anaranjada

Las acciones se desarrollan en Vie-na, ciudad que funciona no sólo como escenario sino también como personaje que sufre enigmáticas transmutaciones y que se involucra emocionalmente con el protagonista. Asimismo, casi todos los hechos ocurren en ambientes inver-nales que complementan los “paisajes interiores” de los personajes, ya que el asilamiento y el delirio desgarran sus entrañas y los empujan a sus propios precipicios; en otros pasajes da la im-presión de que el frío surge del interior de los personajes y se transmite hacia el exterior, congelando los parajes por los que transita aquel Bernhard que fue capaz de “vencer” a la muerte.

En las páginas de Thomas Bernhard

despierta… emergen espectros variopin-tos que danzan ante los ojos del lector: criaturas contrahechas que ansían el aniquilamiento, pues la vida les resulta intolerable, un sinsentido insípido don-de sólo la música, la literatura y los sue-ños son bálsamos ocasionales ante los inevitables horrores de la existencia. No obstante su indeterminación, el universo poético del libro posee abundantes refe-rencias a destacadas personalidades de la cultura occidental: unas vinculadas por algún motivo a Thomas Bernhard, por ejemplo por ser coterráneas, como Her-bert von Karajan y Gustav Mahler; otras cuyas obras tienen puntos de encuentro con las del austriaco, como la de Fiódor Dostoievski (comparten, entre otras co-sas, un agudo espíritu crítico hacia la humanidad); varias que fueron cues-tionadas por Bernhard, como el filósofo Martin Heidegger en Maestros antiguos, o convertidas en personajes, como el pianista Glenn Gould en El malogrado; también se vivifica a la mujer pintada por Jean-Baptiste Camille Corot en La mujer de la perla, y se hacen guiños lú-dicos como el siguiente: “aulló un perro la sinfonía del nuevo miedo”, en el que se alude a la sinfonía del Nuevo mundo del compositor Antonin Dvorák.

Los diez fragmentos en verso libre tie-nen un ritmo cadencioso: existe cierta regularidad en la repetición de acentos, pausas y sonidos, lo que causa una pecu-liar musicalidad que fortalece la atmósfera dominante (sombría, densa) y lo que propi-cia la aparición de seres que han sufrido

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alteraciones en la conciencia y que ace-chan al lector, amenazando su “sentido de realidad”. Por su parte, los sonetos están escritos con cursivas, cambio tipográfico que refuerza el uso de una voz narrativa distinta, encargada de describir “desde afuera” las acciones del protagonista.

La estructura de Thomas Bernhard des-pierta en su tumba sin nombre sugiere un paralelismo con El malogrado, novela conformada por cuatro párrafos (los tres primeros de 4, 3 y 5 renglones respecti-vamente, y uno más de 167 páginas). De este modo, la estructura del libro de César Arís-tides –en consonancia con la temática y el estilo– produce la sensación de que se trata de un soliloquio por medio del cual el yo poético efectúa diversas digresiones en las que discurre explícita e implíci-tamente, en nombre de la ficción –des-de una perspectiva crítica e irónica, que por instantes se torna resentida y soez–, sobre temas como la creación artística, la soledad, la angustia, el delirio, la enfer-medad, el sufrimiento, la música, la escri-tura, la decadencia, el suicidio y la muerte.

La ausencia de signos de puntuación y de mayúsculas iniciales es un aspecto determinante en el libro (sólo se escriben las mayúsculas de los nombres propios), lo que provoca un efecto de ambigüedad sintáctica y otorga flexibilidad a la lec-tura. El lector ingresa a un mundo mul-tívoco, polisémico, inestable, en el que las palabras y las frases se mueven de una línea a otra, lo que puede engendrar significados insospechados; en otras pa-labras –igual que en múltiples ejemplos

de obras poéticas que prescinden de signos de puntuación–, la libertad y la responsabilidad del poeta son comparti-das con el lector, quien se ve obligado a participar en la construcción del texto.

Otro elemento fundamental –tanto del libro de César Arístides como de la obra de Thomas Bernhard– concerniente al estilo literario es el de la reiteración rítmica de palabras, frases e ideas. En ese sen-tido, el yo poético de Thomas Bernhard despierta… camina en espirales, macha-cando un concepto, sonido, enunciado y/o término –casi siempre vinculados con aspectos nefastos de la existencia– para destruir lo que sea posible por medio del desgaste; sin embargo, en ocasiones lucen como caprichosos circunloquios que aco-rralan al lector en estrechos callejones:

come Thomas Bernhard así dice muerte Thomas Bernhard

y la mesa asiente y dice con un tono maternal de hielo

come Thomas Bernhard y la taza no dice come Thomas Bernhard

la taza no dice eso de come Bernhard no lo dicedice la taza bebe Bernhard y el plato la mira

con dulzurapero puedo ver la claridad yo quedé en el bañosin cabeza encerrado en el bañoentonces la taza dice bebe Thomas Bernhardpero lo sé no murmura a ninguna sombray la vasija no dice bebe Thomas Bernharddice con dulzura come Bernhard y dice también

muerde

Las reiteradas afirmaciones y negacio-nes que se oponen y se anulan recíproca-mente también ocasionan un efecto de

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extrañeza y de sinsentido; es una mane-ra de aniquilar los referentes “reales”, al lenguaje, a la obra misma y a todo aquello que posibilita la contradicción y que en-gendra un nuevo sentido. Así, el lector es arrastrado por un flujo en el que las repeticiones desembocan en un mar de contradicciones (y viceversa):

un niño en silla de ruedas me señala con su mano siniestra

quiere tocarme y lo descubro es un arbustoestá sembrado en una silla de ruedas que tampoco

lo eses un sapo miedoso con un libro de henodescansa sobre una mesa de carniceropero él es un pájaro con anteojos y tampoco lo eses un libro escrito por mí donde sólo nacen

maldicionesel niño soy yo cuando la escuela me horrorizaba

Por último, vale la pena mencionar que el yo poético parece rechazar –al igual que los narradores de las novelas de Bern-hard– la creación de imágenes “bellas”, “elevadas”, “elegantes”; de hecho, en ciertos pasajes se advierte el propósito de golpear al lector mediante atmósferas, per-sonajes y episodios oscuros, demenciales, herméticos, y a través de la creación de un efecto poético vinculado con el grotesco fantástico,3 porque se entreveran ele-mentos fantásticos y reales, se aniquila la conciencia y se disuelven la lógica y los órdenes espaciales, temporales, mo-rales… también porque se representa el “mundo” como algo amenazante, dis-tante y ajeno. Da la impresión de que

uno de los objetivos principales de esta obra es evocar lo maligno y apelar al de-lirio, al sueño y, en general, a lo huma-no, a lo demasiado humano.

El signo en el centro

JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR

Pedro Tenorio Matanzo, A este lado del Evila, Ediciones Cardeñoso, España, 2014, 54 p.

Pedro Tenorio Matanzo (Talavera de la Reina, Madrid, 1953) es un poeta cuya carrera literaria ha macerado durante un largo silencio editorial. Quizá esa condi-ción, ha permitido que su poética madure lejos de las críticas y el ruidoso mundo literario, hasta alcanzar ese punto de encuentro entre el alma que inventa y transita mundos irreales, y el cuerpo, que arrastra su mortandad en un esce-nario convulso, no elegido.

Matanzo, desde 1979 dedicado a la do-cencia, ha escrito artículos literarios en revistas especializadas, como también ha elaborado libros didácticos sobre li-teratura. Pero fue en 1983 cuando, por su poemario Muertos para una exposición, obtuvo el accésit del prestigioso premio internacional de poesía Rafael Morales. A este lado del Evila fue escrito el mismo año, pero han tenido que transcurrir tres décadas para que lo veamos convertido en un libro, gracias al jurado del pre-mio Juan Calderón Matador. Entre 1983 3 El grotesco trabajado por Wolfgang Kayser.

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y 2014, Matanzo escribió otro poemario, La luz se calla (Ediciones La Discreta, 2013), y además ha obtenido numerosos premios y reconocimientos.

A este lado del Evila comienza con una cita bíblica: “Salía del Edén un río que regaba el Jardín y de allí se partía en cuatro brazos. El primero se llamaba Pisón, y es el que rodea toda la tierra de Evila” (Génesis, 2: 10-11.) El primero de los cuatro bloques en que se divide el libro lleva por título “Las espadas de fuego angelicales”. Lo cual nos sitúa en un tiempo antiguo y en un lugar sagrado. A tenor del enclave suscitado, la narración discurre con un lirismo en comunión con lo divino: un hablante lírico mascu-lino dirige su discurso a su amada. Am-bos pueden ser Adán y Eva, sus hijos, o unos amantes cualesquiera, seres que anhelan ser alados; lo cierto es que a lo largo del poemario, los poemas narran la cronología de un pecado original que describe un viaje como destierro y cul-mina con la muerte por ahogamiento de su protagonista.

Tanto la Tierra de Evila, Havila, o Arabia, como el río Pisón, son dos de los enclaves bíblicos más misteriosos de las Escrituras, ya que su ubicación es desconocida. Presuponen su existencia y coordenadas por las descripciones del Génesis, pero en realidad los accidentes de la tierra y la arquitectura del terreno donde hipotéticamente son señalados no coinciden en ningún caso con el presen-te. Por lo que –como comprobaremos más adelante– Evila es un pretexto para es-

cenificar un amor tan tormentoso como interrumpido; es un punto de origen que simboliza la cuenta atrás de un amor mal-dito y en fuga, tragedia que quizá tenga tintes biográficos y busque su analogía en los textos bíblicos. Pedro Tenorio le da a la palabra Evila varias acepciones: lugar fí-sico, nombre de mujer o amor sin nombre.

El primer poema lleva por título “Ima-gen al borde de la luz”. En él, el poeta sugiere el origen: la hamartía sufrida por el protagonista que después desencade-nará el metabolé de la historia, una his-toria continuada en los poemas que, como capítulos, irán arrojando luz so-bre el misterio. Y, en este mismo poema, el autor presen ta su modus operandi mé-tricamente hablando; un cuidado axis homeopolar en verso blanco, sólo que-brantado por la breve aparición de ver-sos cuatrisílabos y algunas asonancias, patrón que se repetirá durante toda la obra.

La narración del héroe protagonista podría ser considerada una hipotiposis sobre el cuadro The fall of Adam and Eve (1625) de Domenichino. Durante todo el poemario, los poemas comienzan y termi-nan en la misma página, y las cotas de li-rismo que alcanza son, en buena medida, propiciadas por esos tijeretazos a la gra-mática –tan típicos de los poetas– como por la riqueza del lenguaje utilizado.

“No debieron / animar nuestros huesos. / No mostrarnos los esquivos racimos / que ya no gustaremos (está escrito)” clama el segundo poema, titulado “Del destierro”, un pensamiento análogo al que pronun-cia el protagonista de El Paraíso perdido

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(John Milton, 1667) cuando dice: “¿Acaso te pedí, oh Hacedor, que me alzaras de las sombras?” Un mismo razonamiento lógico en calidad de lamento o reproche que dilucida un existencialismo provo-cado por la imposibilidad.

En “El signo de tu vientre” aparece la palabra “signo” por primera vez en un tí-tulo de poema, y este hecho se repetirá hasta cuatro veces a lo largo del libro: “Los signos del diluvio”, “Un signo de pudor grabado a fuego” y “El signo de la duda”. Y es que la semiótica juega un papel muy importante en la poética de Ma-tanzo: “espadas inflamadas”, “los viejos instrumentos”, el poeta se vale de un mundo figurativo de imágenes para re-producir la litúrgica agonía que vivieron los enamorados en la primera diáspora de la historia.

“No serás más que amor y sueño des-velado / a quien no reconocen nuestros dioses, / huidos del paisaje / por más que te desnudes.” Proscritos en su huida ver-gonzosa, los amantes tratan de aceptar su nueva condición, se aferran a un recuerdo dorado que no hace más que atormentar-los: “Cubrimos nuestras pieles / porque somos efebos de los dioses / y anhelamos su beso estimulante, / fieles a la vergüenza, resignados al miedo. // Somos extraños siempre en nuestro cuerpo.” Sufriendo la escisión de la inmortalidad, doliendo la pérdida del paraíso, el deseo todavía espejea en la carne dolorida.

En “Cuerpos nombrados como recom-pensa”, el hablante lírico demuestra su conciencia de que otra vida les espera, una

vida quebrada por la vejez y la muerte, una vida desprovista de la belleza origi-nal que será cuna y patria de sus descen-dientes: “Pero otra tierra fértil / nos espera como una recompensa / –más húmeda que blanca– / de lápidas quebradas, / rosas marchitas y ángeles de mármol.”

“Los ángeles definitivos” es el último bloque. Seis poemas de cariz elegiaco lo conforman. “Los mensajeros del agua”, “Huellas alargadas y ecos”, “Muerte de las manzanas”, todos los poemas dibujan una dolorosa despedida. La amada se disuelve en una niebla, se transforma en sombra alada, en “perfume errante y con-denado”; mientras su enamorado busca refugio en “los destierros sucesivos de las olas” y delega su próximo discurso en la blanca espuma de las olas. Ambos sucumben en una muerte única, anun-ciada, un final que es el principio de las consecuencias de sus actos; la culmina-ción de un amor que nació divino y murió mundano, convirtiéndolos en leyenda.

A pesar de haber sido escrito hace más de treinta años, el mensaje de A este lado del Evila sigue vigente e intacto porque narra la historia atemporal de la pérdida de la inocencia, de nuestra inocencia. Así, la mortandad como condena a la en-trega de las tentaciones carnívoras tinta el angustioso discurso del ser enamora-do con la efímera poesía de un viviente, en donde expiran su vida y sus pasiones flagelado por el tiempo. Un tiempo que aquí se detiene y se estira, como en una acrílica alegoría enmarcada y colgada en las paredes de un museo.

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