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ANTOLOGÍA DE CUENTOS ESPAÑOLES DEL SIGLO XIX 1

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS ESPAÑOLES DEL SIGLO XIX

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ÍndiceBenito Pérez Galdós: El don Juan..............................................................................................................................2

Vicente Blasco Ibáñez: Un beso................................................................................................................................. 5

Juan Valera: El doble sacrificio..................................................................................................................................9

Emilia Pardo Bazán: Leliña.......................................................................................................................................13

Leopoldo Alas “Clarín”: ¡Adiós, Cordera!.............................................................................................................16

Pedro Antonio de Alarcón, El extranjero............................................................................................................21

- II -................................................................................................................................................................................. 21

- III -............................................................................................................................................................................... 26

Armando Palacio Valdés, Polifemo........................................................................................................................28

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Benito Pérez Galdós: El don Juan

«Ésta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía.

¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.

No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don Juanes de la tierra.

Su voz había pronunciado estas palabras, que no puedo olvidar:

-Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu? -Era gallega.

-Angel mío -dijo su marido, que era el que la acompañaba-: aquí tenemos el café del Siglo, entra y tomaremos jamón en dulce.

Entraron, entré; se sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo... no me acuerdo de lo que comí; pero lo cierto es que comí).

Él no me quitaba los ojos de encima. Era un hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón, expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de Paros por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y amarillo como el forro de un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían algo de inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas, voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul.

Después supe que era un bibliómano.

Yo empecé a deletrear la cara de mi bella galleguita.

Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable para mí.

-Victoria -dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.

Comieron, y se hartaron, y se fueron.

Ella me miró dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las tenía todas consigo; de cada renglón de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había herido la página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos.

Salieron, salí.

Entonces era yo el don Juan más célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera. Relataros la serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis ademanes, mis

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vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en que pasó la aventura que os refiero era un día de verano, yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de fila, que estaban diciendo comedme.

Se pararon, me paré; entraron, esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente.

En el balcón del quinto piso apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.

Acerqueme, mire a lo alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos misericordiosos! ¡cae sobre mí un diluvio!... ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.

Lleneme de ira: me habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la escalera.

Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio decretalium me remató: caí al suelo sin sentido.

Cuando volví en mí, me encontré en el carro de la basura.

Levanteme de aquel lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó de ira.

Mi aventura 1.003 había fracasado. Aquélla era la primera derrota que había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se habían rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!... Era preciso tomar la revancha en la primera ocasión. La fortuna no tardó en presentármela.

Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y también las iglesias.

Una noche, el azar, que era siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin ser visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.

Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún matrimonio en la luna de miel.

Entraron, me paré y me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se veían expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba la mano, me hacía señas... Cercioreme de que no tenía en la mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el jardín.

Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los árboles, daba melancólica claridad al recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.

Por entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un modo misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.

Entramos en una habitación oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido, articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de un seno inflamado con la más viva llama del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella... cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí; abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de demonios burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años, una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella

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también se reía, ¡la maldita!, se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor.

Los golpes de aquella gente me derribaron; entre mis azotadores estaban el bibliómano y su mujer, que parecían ser los autores de aquella trama.

Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron otras por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la inmundicia acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen encerrado, diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.

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Vicente Blasco Ibáñez: Un beso

Esto ocurrió a principios de septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.

El alumbrado empezaba a ser escaso, por miedo a los «taubes1», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero a pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo a otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.

Varias corrientes humanas venían a perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso a los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, a media noche o al amanecer, no sabían adónde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.

* * * * *

La una de la madrugada. Me apresuro a sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome a otros rivales que también lo desean.

Llevo cuatro horas de paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre los tejados pasan las mangas blancas de los reflectores, regleteando de luz el ébano del cielo. Contemplo, con la satisfacción de un privilegiado, a la muchedumbre desheredada que se desliza en la penumbra lanzando miradas codiciosas al banco. El reposo me hace sentir todo el peso de la fatiga anterior. Reconozco que si los hulanos 2 apareciesen de pronto trotando por el centro de la calle, no me movería.

Una pierna me transmite su calor a través de una tenue faldamenta de verano. Me fijo en mi vecina, muchacha de las que siguen viniendo al bulevar por costumbre, pero sin esperanza alguna, pues el tiempo no está para bagatelas.

Tiene la nariz respingada, los ojos algo oblicuos, y un hociquito gracioso coronado por un sombrero de cuatro francos noventa. El cuerpo pequeño, ágil y flaco, va envuelto en un vestido de los que fabrican a centenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata a las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuñitas de terciopelo polvoriento. Sonríe con un esfuerzo visible, frunciendo al mismo tiempo las cejas. Se adivina que es una mujer ácida, de las que «hacen historias» a los amigos; una especie de calamar amoroso, que esparce en torno la amarga tinta de su mal carácter.

Conversa con una respetable matrona que vuelve llorosa de la estación de despedir a su hijo, que es soldado. Junto a ella está una hija de catorce años, mirando a la vecina con ojos curiosos y admirativos. Los que ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja o sueñan despiertos contemplando el cielo.

La burguesa, al hablar, gratifica a la muchacha ácida con un solemne “Madame”. Hace un mes habría abandonado el asiento, a pesar de su cansancio, para evitarse tal vecindad. ¡Pero ahora!... La inquietud nos ha hecho a todos bien educados y tolerantes. París es un buque en peligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de los días de calma, para buscarse fraternalmente.

1 Aviones bombarderos.2 Fulanos, personas indeterminadas o imaginarias.

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Sigo su conversación fingiéndome distraído. La madre es pesimista. ¡Maldita guerra! Parece que las cosas marchan mal. Le van a matar al hijo; casi está segura de ello; y sus ojos se humedecen con una desesperación prematura. Los enemigos están cerca; van a entrar en París «como la otra vez».... Pero la joven malhumorada muestra un optimismo agresivo.

-No, no entrarán, “Madame”... Y si entran, yo no quiero verlo, no me da la gana; no podría. Me arrojaré antes al Sena... Pero no; mejor será que me quede en mi ventana, y al primero que entre en la calle le enviaré...

Y enumera todos los objetos de uso íntimo que piensa emplear como proyectiles. Vibra en ella la resolución absurdamente heroica de los insensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar.

Algo pasa por la acera que interrumpe estos propósitos desesperados. Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeñitos, arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran con avidez, gimen e intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota de plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjuta y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados. Se pasa de mano a mano una maleta que tira de ella con insufrible pesadez, encorvándola hacia el suelo.

A pesar de su cansancio, intenta auxiliar al hombre, que es una especie de momia. Su cabeza de pelos ralos aún parece más grande moviéndose sobre un cuello cartilaginoso, del que surgen los ligamentos con duro relieve. Los dos son de una vejez extremada; parecen escapados de una tumba. Les atormentan los paquetes que intentan arrastrar; caminan tambaleándose, como la hormiga que empuja un grano superior a su estatura. En este cansancio aplastante se adivina un nuevo suplicio, el de ir vestidos con las ropas guardadas durante muchos años para las grandes ceremonias de la vida: ella con falda de seda dura y crujiente; él puesto de levita y paletó de invierno.

El viejo deja caer el fardo que lleva en los brazos, y luego se desploma sobre este asiento improvisado.

-No puedo más... Voy a morir.

Gime como un pequeñuelo. Su pobre cabeza de ave desplumada se agita con el hipo que precede al llanto.

-Valor, mi hombre... Tal vez no estamos lejos. ¡Un esfuerzo!

La viejecita quiere mostrarse enérgica y contiene sus lágrimas. Se adivina que en la casa que dejaron a sus espaldas era ella la dirección, la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra escamosa, abandonando a la otra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo. Es un gesto maternal para infundirle ánimo; tal vez es un halago amoroso que se repite después de un paréntesis de medio siglo. ¡Quién sabe! ¡La guerra ha despertado tantas cosas que parecían dormidas para siempre!...

Yo me imagino el infortunio de esos dos seres que representan ciento setenta años. Son Filemón y Baucis, que acaban de ver su apergaminado idilio roto por la invasión. Tienen el aspecto de antiguos habitantes de la ciudad que han ido a pasar el resto de su existencia en el campo, dejándose cubrir por las petrificaciones ásperas y saludables de la vida rústica. Tal vez fueron pequeños tenderos; tal vez ganó él su retiro en una oficina. Cuando no existían aún los hombres maduros del presente, se refugiaron los dos en esta felicidad mediocre, en este aislamiento egoísta soñado durante largos años de trabajo: una casita rodeada de flores, con algunos árboles; un gallinero para ella, un pedazo de tierra para él, aficionado al cultivo de legumbres.

Entraron en este nirvana burgués cuando los ferrocarriles eran menos aún que las diligencias, cuando la humanidad soñaba a la luz del petróleo, cuando un despacho telegráfico representaba un suceso culminante en una vida... Y de pronto, el miedo a la invasión alemana, que suprime un pueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado a huir de una vivienda que era a modo de una secreción de sus organismos. Luego se han visto en París, aturdidos por la muchedumbre y por la noche, desamparados, no sabiendo cómo seguir su camino.

-Valor, mi hombre -repite la esposa.

Pero tiene que olvidarse de su compañero para dar gracias, con una cortesía de otros tiempos, a alguien que le toma la maleta e intenta levantar al viejo. Es la muchacha ácida, que da órdenes y empuja con irresistible autoridad. Ahora reconozco que no lo pasará bien el primer fulano que entre en su calle. Con un simple ademán limpia de gente una parte del banco, para que se instalen con amplitud los dos ancianos.

Queda espacio libre, pero yo me guardo bien de volver a sentarme. No quiero recibir un bufido con acompañamiento de varios nombres de pescados deshonrosos. Sin duda la presencia de estos viejos ha resucitado en la memoria de la muchacha la imagen de otros viejos largamente olvidados.

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La trémula Baucis da explicaciones. Dos días en ferrocarril. Han huido con todo lo que pudieron llevarse. Su última comida fue en la tarde del día anterior; pero esto no les aflige: los viejos comen poco. Lo que les aterra es el cansancio. Llegaron a las diez: ni un carruaje, ni un hombre en la estación que quisiera cargar con sus paquetes. Todos están en la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.

-Tenemos en París unos sobrinos -continúa la anciana.

Pero se interrumpe al ver que Filemón se ha desmayado, precisamente ahora que descansa. Los curiosos del bulevar, que esperan siempre un suceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora empuja e insulta, sin dejar de ocuparse de los viejos.

-¿Y viven cerca los parientes?

-Plaza de la Bastilla -contesta Baucis, que no sabe dónde está la plaza.

Un murmullo de tristeza; un gesto de lástima. Todos miran el extremo del bulevar, que se pierde en la noche. ¡Tan lejos!... ¡No llegarán nunca! Circulan pocos automóviles; solo de vez en cuando pasa alguno.

Los brazos de la bienhechora trazan imperiosos manoteos; su voz intenta detener a los vehículos que se deslizan veloces. Carcajadas o palabras de menosprecio contestan a sus llamamientos, y ella, indignada contra los chóferes insolentes, da suelta al léxico de su cólera, intercalando con frecuencia la frase más célebre de Waterloo.

Cuando transcurren algunos minutos sin que pasen vehículos, vuelve al lado de los viejos para animarlos con su energía. Ella los instalará en un carruaje; pueden descansar tranquilos.

De pronto salta en medio del bulevar. Viene mugiendo un automóvil del ejército, desocupado y enorme, a toda fuerza de su motor. El soldado que lo guía cambia de dirección para no aplastar a esta desesperada que permanece inmóvil, con los brazos en alto.

Su prudencia resulta inútil, pues la mujer, moviéndose en igual sentido, marcha a su encuentro. La multitud grita de angustia. Con un violento tirón de frenos, el automóvil se detiene cuando su parte delantera empuja ya a esta suicida. Debe haber recibido un fuerte golpe.

El chófer, un artillero de pelo rojo y aspecto campesino, que lleva sobre el uniforme un chaquetón de caucho, increpa a la muchacha, la insulta por el sobresalto que le ha hecho sufrir. Ella, como si no le oyese, le dice con autoridad, tuteándole:

-Vas a llevar a estos dos viajeros. Es ahí cerca, a la Bastilla.

La sorpresa deja estupefacto al soldado. Luego ríe ante lo absurdo de la proposición. Va de prisa, tiene que entrar en el cuartel cuanto antes. Le grita que se aleje, que salga de entre las ruedas. Ella afirma que no se moverá, e intenta tenderse en el suelo para que el vehículo la aplaste al ponerse en marcha.

El artillero jura indignado, tomando por testigos a los curiosos. Esto no es serio; le van a castigar; el cuartel... los oficiales... Pero ella está ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su rostro ceñudo, esforzándose por encontrar un gesto de graciosa seducción.

-Yo te recompensaré. Llévalos y te daré un beso.

Sonríe el soldado débilmente, mirándola a la cara para apreciar el valor del ofrecimiento. No es gran cosa, pero ¡qué diablo! un beso siempre resulta agradable.

La gente ríe y palmotea, y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha de esta situación para instalar a los viejos en el vehículo con todos sus paquetes.

El chófer pone en movimiento su motor.

-Gracias, Madame -dice lloriqueando Baucis, mientras Filemón articula gemidos de gratitud.

Pero “Madame” no les oye, ocupada en depositar dos besos sonoros en las mejillas del artillero, brillantes y ennegrecidas por la grasa de los engranajes. «Toma... toma.»

Se aleja el automóvil y se deshacen los grupos. Las pezuñitas de terciopelo vuelven hacia el banco. Una de ellas cojea dolorosamente. Siento la tentación de besar también, de besar a la muchacha ácida; pero me inspira miedo.

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Temo que interprete torcidamente mis intenciones.

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Juan Valera: El doble sacrificio

EL PADRE GUTIÉRREZ A DON PEPITO

Málaga, 4 de abril de 1842.

Mi querido discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar, vive hace dos en mi casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones, recibe con frecuencia cartas de ahí y está al corriente de todo. Por ella sé cosas que me inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible, me digo, que un joven tan honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien la metafísica y la moral, cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario, se conduzca ahora de un modo tan pecaminoso? Me horrorizo de pensar en el peligro a que te expones de incurrir en los más espantosos pecados, de amargar la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus canas, y de ser ocasión, si no causa, de irremediables infortunios. Sé que frenéticamente enamorado de doña Juana, legítima esposa del rico labrador don Gregorio, la persigues con audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que ella se te resiste. Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando a preparar los vinos y a enjertar las cepas en mejor vidueño; pero lo que tú enjertas es tu viciosa travesura, y lo que tú preparas es la desolación vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de haberse casado, ya viejo, con una muchacha bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por amor de Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal empresa y vuélvete a Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve, y si no quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.

DE DON PEPITO AL PADRE GUTIÉRREZ

Villalegre, 7 de abril.

Mi querido y respetado maestro: El tío Paco, que lleva desde aquí vino y aceite a esa ciudad, me acaba de entregar la carta de usted del 4, a la que me apresuro a contestar para que usted se tranquilice y forme mejor opinión de mí. Yo no estoy enamorado de doña Juana ni la persigo como ella se figura. Doña Juana es una mujer singular y hasta cierto punto peligrosa, lo confieso. Hará seis años, cuando ella tenía cerca de treinta, logró casarse con el rico labrador don Gregorio. Nadie la acusa de infiel, pero sí de que tiene embaucado a su marido, de que le manda a zapatazos y le trae y le lleva como un zarandillo. Es ella tan presumida y tan vana, que cree y ha hecho creer a su marido que no hay hombre que no se enamore de ella y que no la persiga. Si he de decir la verdad, doña Juana no es fea, pero tampoco es muy bonita; y ni por alta, ni por baja, ni por muy delgada, ni por gruesa llama la atención de nadie. Llama, sí, la atención por sus miradas, por sus movimientos y porque, acaso sin darse cuenta de ello, se empeña en llamarla y en provocar a la gente. Se pone carmín en las mejillas, se echa en la frente y en el cuello polvos de arroz, y se pinta de negro los párpados para que resplandezcan más sus negros ojos. Los esgrime de continuo, como si desde ellos estuviesen los amores lanzando enherboladas flechas. En suma: doña Juana, contra la cual nada tienen que decir las malas lenguas, va sin querer alborotando y sacando de quicio a los mortales del sexo fuerte, ya de paseo, ya en las tertulias, ya en la misma iglesia. Así hace fáciles y abundantes conquistas. No pocos hombres, sobre todo si son forasteros y no la conocen, se figuran lo que quieren, se las prometen felices, y se atreven a requebrarla y hasta a hacerle poco morales proposiciones. Ella entonces los despide con cajas destempladas. Enseguida va lamentándose jactanciosamente con todas sus amigas de lo mucho que cunde la inmoralidad y de que ella es tan desventurada y tiene tales atractivos, que no hay hombre que no la requiebre, la pretenda, la acose y ponga asechanzas a su honestidad, sin dejarla tranquila con su don Gregorio.

La locura de doña Juana ha llegado al extremo de suponer que hasta los que nada le dicen están enamorados de ella. En este número me cuento, por mi desgracia. El verano pasado vi y conocí a doña Juana en los baños de Carratraca. Y como ahora estoy aquí, ella ha armado en su mente el caramillo de que he venido persiguiéndola. No hallo modo de quitarle esta ilusión, que me fastidia no poco, y no puedo ni quiero abandonar este lugar y volver a Málaga, porque hay un asunto para mí de grande interés, que aquí me retiene. Ya hablaré de él a usted otro día. Adiós por hoy.

DEL MISMO AL MISMO

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10 de abril.

Mi querido y respetado maestro: Es verdad, estoy locamente enamorado; pero ni por pienso de doña Juana. Mi novia se llama Isabelita. Es un primor por su hermosura, discreción, candor y buena crianza. Imposible parece que un tío tan ordinario y tan gordinflón como don Gregorio haya tenido una hija tan esbelta, tan distinguida y tan guapa. La tuvo don Gregorio de su primera mujer. Y hoy su madrastra doña Juana la cela, la muele, la domina y se empeña en que ha de casarla con su hermano don Ambrosio, que es un grandísimo perdido y a quien le conviene este casamiento, porque Isabelita está heredada de su madre, y, para lo que suele haber en pueblos como éste, es muy buen partido. Doña Juana aplica a don Ambrosio, que al fin es su sangre, el criterio que con ella misma emplea, y da por seguro que Isabelita quiere ya de amor a don Ambrosio y está rabiando por casarse con él. Así se lo ha dicho a don Gregorio, e Isabelita, llena de miedo, no se atreve a contradecirla, ni menos a declarar que gusta de mí, que soy su novio y que he venido a este lugar por ella.

Doña Juana anda siempre hecha un lince vigilando a Isabelita, a quien nunca he podido hablar y a quien no me he atrevido a escribir, porque no recibiría mis cartas.

Desde Carratraca presumí, no obstante, que la muchacha me quería, porque involuntaria y candorosamente me devolvía con gratitud y con amor las tiernas y furtivas miradas que yo solía dirigirle.

Fiado sólo en esto vine a este lugar con el pretexto que ya usted sabe.

Haciendo estaría yo el papel de bobo, si no me hubiese deparado la suerte un auxiliar poderosísimo. Es éste la chacha Ramoncica, vieja y lejana parienta de don Gregorio, que vive en su casa como ama de llaves, que ha criado a Isabelita y la adora, y que no puede sufrir a doña Juana, así porque maltrata y tiraniza a su niña, como porque a ella le ha quitado el mangoneo que antes tenía. Por la chacha Ramoncica, que se ha puesto en relación conmigo, sé que Isabelita me quiere; pero que es tímida y tan bien mandada, que no será mi novia formal, ni me escribirá, ni consentirá en verme, ni se allanará a hablar conmigo por una reja, dado que pudiera hacerlo, mientras no den su consentimiento su padre y la que tiene hoy en lugar de madre. Yo he insistido con la chacha Ramoncica para ver si lograba que Isabelita hablase conmigo por una reja; pero la chacha me ha explicado que esto es imposible. Isabelita duerme en un cuarto interior, para salir del cual tendría que pasar forzosamente por la alcoba en que duerme su madrastra, y apoderarse además de la llave, que su madrastra guarda después de haber cerrado la puerta de la alcoba.

En esta situación me hallo, mas no desisto ni pierdo la esperanza. La chacha Ramoncica es muy ladina y tiene grandísimo empeño en fastidiar a doña Juana. En la chacha Ramoncica confío.

DEL MISMO AL MISMO

15 de abril.

Mi querido y respetado maestro: La chacha Ramoncica es el mismo demonio, aunque, para mí, benéfico y socorrido. No sé cómo se las ha compuesto. Lo cierto es que me ha proporcionado para mañana, a las diez de la noche, una cita con mi novia. La chacha me abrirá la puerta y me entrará en la casa. Ignoro a dónde se llevará a doña Juana para que no nos sorprenda. La chacha dice que yo debo descuidar, que todo lo tiene perfectamente arreglado y que no habrá el menor percance. En su habilidad y discreción pongo mi confianza. Espero que la chacha no habrá imaginado nada que esté mal; pero en todo caso, el fin justifica los medios, y el fin que yo me propongo no puede ser mejor. Allá veremos lo que sucede.

DEL MISMO AL MISMO

17 de abril.

Mi querido y respetado maestro: Acudí a la cita. La pícara de la chacha cumplió lo prometido. Abrió la puerta de la calle con mucho tiento y entré en la casa. Llevándome de la mano me hizo subir a obscuras las escaleras y atravesar un largo corredor y dos salas. Luego penetró conmigo en una grande estancia que estaba iluminada por un velón de dos mecheros, y desde la cual se descubría la espaciosa alcoba contigua. La chacha se había valido de una estratagema infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás hubiera yo consentido en realizarle. Vamos... si no es posible que adivine usted lo que allí pasó. Don Gregorio se había quedado aquella noche a dormir en la casería, y la perversa chacha Ramoncica, engañándome, acababa de introducirme en el cuarto de doña Juana. ¡Qué asombro el mío cuando me encontré de manos a boca con

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esta señora! Dejo de referir aquí, para no pecar de prolijo, los lamentos y quejas de esta dama. Las muestras de dolor y de enojo, combinadas con las de piedad, al creerme víctima de un amor desesperado por ella, y los demás extremos que hizo, y a los cuales todo atortolado no sabía yo qué responder ni cómo justificarme. Pero no fue esto lo peor, ni se limitó a tan poco la maldad de la chacha Ramoncica. A don Gregorio, varón pacífico, pero celoso de su honra, le escribió un anónimo revelándole que su mujer tenía a las diez una cita conmigo. Don Gregorio, aunque lo creyó una calumnia, por lo mucho que confiaba en la virtud de su esposa, acudió con don Ambrosio para cerciorarse de todo.

Bajó del caballo, entró en la casa y subió las escaleras sin hacer ruido, seguido de su cuñado. Por dicha o por providencia de la chacha, que todo lo había arreglado muy bien, don Gregorio tropezó en la obscuridad con un banquillo que habían atravesado por medio y dio un costalazo, haciendo bastante estrépito y lanzando algunos reniegos.

Pronto se levantó sin haberse hecho daño y se dirigió precipitadamente al cuarto de su mujer. Allí oímos el estrépito y los reniegos, y los tres, más o menos criminales, nos llenamos de consternación. ¡Cielos santos! -exclamó doña Juana con voz ahogada-. Huya usted, sálveme; mi marido llega. No había medio de salir de allí sin encontrarse con don Gregorio, sin esconderse en la alcoba o sin refugiarse en el cuarto de Isabelita, que estaba contiguo. La chacha Ramoncica, en aquel apuro, me agarró de un brazo, tiró de mí, y me llevó al cuarto de Isabelita, con agradable sorpresa por parte mía. Halló don Gregorio tan turbada a su mujer, que se acrecentaron sus recelos y quiso registrarlo todo, seguido siempre de su cuñado. Así llegaron ambos al cuarto de Isabelita. Ésta, la chacha Ramoncica como tercera y yo como novio, nos pusimos humildemente de rodillas, confesamos nuestras faltas y declaramos que queríamos remediarlo todo por medio del santo sacramento del matrimonio. Después de las convenientes explicaciones y de saber don Gregorio cuál es mi familia y los bienes de fortuna que poseo, don Gregorio, no sólo ha consentido, sino que ha dispuesto que nos casemos cuanto antes. Doña Juana, a regañadientes, ha tenido que consentir también, a lo que ella entiende para salvar su honor. Y hasta me ha quedado muy agradecida, porque me sacrifico para salvarla. Y más agradecida ha quedado a Isabelita, que por el mismo motivo se sacrifica también, a pesar de lo enamorada que está de don Ambrosio.

No he de negar yo, mi querido maestro, que la tramoya de que se ha valido la chacha Ramoncica tiene mucho de censurable; pero tiene una ventaja grandísima. Estando yo tan enamorado de doña Juana y estando Isabelita tan enamorada de don Ambrosio, los cuatro correríamos grave peligro si mi futura y yo nos quedásemos por aquí. Así tenemos razón sobrada para largarnos de este lugar, no bien nos eche la bendición el cura, y huir de dos tan apestosos personajes como son la madrastra de Isabelita y su hermano.

DE DOÑA JUANA A DOÑA MICAELA, HERMANA DEL PADRE GUTIÉRREZ

4 de mayo.

Mi bondadosa amiga: Para desahogo de mi corazón, he de contar a usted cuanto ha ocurrido. Siempre he sido modesta. Disto mucho de creerme linda y seductora. Y sin embargo, yo no sé en qué consiste; sin duda, sin quererlo yo, y hasta sin sentirlo, se escapa de mis ojos un fuego infernal que vuelve locos furiosos a los hombres. Ya dije a usted la vehemente y criminal pasión que en Carratraca inspiré a don Pepito, y lo mucho que éste me ha solicitado, atormentado y perseguido, viniéndose a mi pueblo. Crea usted que yo no he dado a ese joven audaz motivo bastante para el paso, o mejor diré, para el precipicio a que se arrojó hace algunas noches. De rondón, y sin decir oste ni moste, se entró en mi casa y en mi cuarto para asaltar mi honestidad, cuando estaba mi marido ausente. ¡En qué peligro me he encontrado! ¡Qué compromiso el mío y el suyo! Don Gregorio llegó cuando menos lo preveníamos. Y gracias a que tropezó en un banquillo, dio un batacazo y soltó algunas de las feas palabrotas que él suele soltar. Si no es por esto, nos sorprende. La presencia de espíritu de la chacha Ramoncica nos salvó de un escándalo y tal vez de un drama sangriento. ¿Qué hubiera sido de mi pobre don Gregorio, tan grueso como está y saliendo al campo en desafío? Sólo de pensarlo se me erizan los cabellos. La chacha, por fortuna, se llevó a don Pepito al cuarto de Isabel. Así nos salvó. Yo le he quedado muy agradecida. Pero, aún es mayor mi gratitud hacia el apasionado don Pepito, que, por no comprometerme, ha fingido que era novio de Isabel, y, hacia mi propia hija política, que ha renunciado a su amor por don Ambrosio y ha dicho que era novia del joven malagueño. Ambos han consumado un doble sacrificio para que yo no pierda mi tranquilidad ni mi crédito. Ayer se casaron y se fueron enseguida para esa ciudad. Ojalá olviden ahí, lejos de nosotros, la pasión que mi hermano y yo les hemos inspirado. Quiera el cielo que, ya que no se tengan un amor muy fervoroso, lo cual no es posible cuando se ha amado con fogosidad a otras personas, se cobren mutuamente aquel manso y tibio, afecto, que es el que más dura y el

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que mejor conviene a las personas casadas. A mí, entretanto, todavía no me ha pasado el susto. Y estoy tan escarmentada y recelo tanto mal de este involuntario fuego abrasador que brota a veces de mis ojos, que me propongo no mirar a nadie e ir siempre con la vista clavada en el suelo.

Consérvese usted bien, mi bondadosa amiga, y pídale a Dios en sus oraciones que me devuelva el sosiego que tan espantoso lance me había robado.

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Emilia Pardo Bazán: Leliña

Siempre que salían los esposos en su cesta, tirada por jacas del país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una maraña de saúcos en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto. Era un accidente del camino, cepo o piedra, el hito que señala una demarcación, o el crucero cubierto de líquenes y menudas parasitarias. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.

-Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechucho! En este momento, el sol la hiere de frente... Fíjate.

La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe tener menos historia que Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares -¡a veces en los cubiles y cuadras del ganado!- y comía..., si le daban «un bien de caridad».

Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela, «leliña»? ¡Ella pedir!

Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos... Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia, allí se moriría de hambre.

Inútil socorrerla con dinero; a la manera que su abierta boca de imbécil dejaba fluir la saliva por los dos cantos, de sus manazas gordas, color de ocre, se escapaban las monedas, yendo a rodar al polvo, a perderse entre la espesa hierba trigal. Manolo y Fanny lo sabían, porque, al principio, acostumbraban lanzar al regazo de la tonta pesetas relucientes... Ahora preferían atenderla de otro modo: con ropa y alimento. El pañuelo de percal amarillo, el pañolón anaranjado de lana, el zagalejo azul de Leliña, se lo habían regalado los esposos. ¡Cosa curiosa! Leliña, indiferente a la comida, gruñó de satisfacción viéndose trajeada de nuevo. Una sonrisa iluminó su faz inexpresiva, al ponerse, en vez de sus andrajos, las prendas de esos matices vivos, chillones, por los cuales se pirran las aldeanas de las Mariñas de Betanzos, el más pintoresco rincón del mundo...

-¡Hembra al fin!... -fue el comentario de Manolo.

-¡Pobrecilla! -exclamó Fanny-. ¡Me alegro de que le gusten sus galas!...

Fanny ansiaba hacer algo bueno; tenía el alma impregnada de una compasión morbosa, originada por la íntima tristeza de su esterilidad. Diez años de matrimonio sin sucesión, el dictamen pesimista de los ginecólogos más afamados de Madrid y París, pesaban sobre sus tenaces ilusiones maternales. «Ensayen ustedes una vida muy higiénica, aire libre, comida sana...», les ordenó, por ordenarles algo, el último doctor a quien acudieron en consulta. Y se agarraron al clavo ardiendo de la rusticación, método que si no les traía el heredero suspirado, al menos debía proporcionarles calma y paz. Pero en medio de la naturaleza remozada, germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares, la nostalgia de los esposos revistió caracteres agudos; se convirtió en honda pena. Fanny no contenía las lágrimas cuando encontraba a una criatura. ¡Y en la aldea mariñana cuidado si pululaban los chiquillos! A la puerta de las casucas, remangada la camisa sobre el barrigón, revolcándose entre el estiércol del curro, llevando a pastar la vaca, tirando peladillas a los cerezos o agarrándose al juego trasero del coche y voceando: «¡Tralla atrás...!»; en el atrio de la iglesia, a la salida de misa, con un dedo en la boca, en la romería comiendo galletas duras, en la playa del vecino pueblecito de Areal escarabajeando al través de las redes tendidas a manera de cangrejillos vivaces... no se hallaba otra cosa: cabezas rubias, ensortijadas, que serían ideales si conociesen el peine; cabezas pelinegras, carnes sucias y rosadas, chiquillería, chiquillería.

-Los pobres, señorita, cargamos de hijos... Es como la sardina, que cuanta más apañamos, más cría el mar de Nuestro Señor... -decía a Fanny una pescadora de Areal, la Camarona, madre de ocho rapaces, ocho manzanas por lo frescos...

La dama torcía el rostro para ocultar al esposo la humedad que vidriaba sus pupilas, y allá dentro, dentro del corazón, elevaba al cielo una oferta. Quería realizar algo que fuese agradable al poder que reparte niños, que fertiliza o seca las entrañas de las mujeres. No permitiría ella aquel invierno que la idiota, la mísera Leliña, tiritase en la cuneta encharcada y helada; apenas soplase una ráfaga de cierzo, recogería a la inocente,

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dándole sustento y abrigo, y la Providencia, en premio, cuajaría en carne y sangre su honesto amor conyugal... Por eso -al divisar a Leliña cuando cruzaban al pie del enredijo de saúcos en flor-, Manolo, confidencialmente, empujaba el codo de Fanny, y una esperanza loca, mística, ensoñadora, animaba un instante a los dos esposos. La idiota no les hacía caso. Ellos, en cambio, la contemplaban, se volvían para mirarla otra vez desde la revuelta. Les pertenecía; por aquel hilo tirarían de la misericordia de Dios.

Fue Manolo el primero que advirtió que los cocheros se reían y se hacían un guiño al pasar ante la idiota, y les reprendió, con enojo:

-¿Qué es eso? ¡Bonita diversión, mofarse de una pobre! ¡Cuidadito! ¡No lo toleraré!

-Señorito... -barbotó el cochero, que era antiguo en la casa y tenía fueros de confianza-. Si es que... ¿No sabe el señorito?... -y puso las jacas al paso, casi las paró.

-¿Qué tengo de saber? Porque sea lela esa desdichada, no debéis vosotros...

-Pero, señorito.... ¡si es que ya corre por toda la aldea!...

-¿Qué diantres es lo que corre?

-Que, perdone la señorita, Leliña está...

Un ademán completó la frase; Fanny y Manolo se quedaron fríos, paralizados, igual que si hubiesen sufrido inmensa decepción. La señora, después de palidecer de sorpresa, sintió que la vergüenza de la idiota le encendía las mejillas a ella, que había proyectado redimirla y salvarla. Bajó la frente, cruzó las manos, hizo un gesto de amargura.

-Eso debe de ser mentira -exclamaba Manolo, furioso-. ¡Si no se comprende! ¡Si no cabe en cabeza humana!... ¡La idiota! ¡La lela! Digo que no y que no...

Marido y mujer, entre el ruido de las ruedas y el tilinteo de los cascabeles de las jacas, que volvían a trotar, examinaron probabilidades, dieron vueltas al extraño caso... ¡Vamos, Leliña ni aun tenía figura humana! ¿Y su edad? ¿Qué años habían pasado sobre su testa greñosa, vacía, sin luz ni pensamiento? ¿Treinta? ¿Cincuenta? Su cara era una pella de barro; su cuerpo, un saco; sus piernas, dos troncos de pino, negruzcos, con resquebrajaduras... ¡Leliña!... ¡Qué asco! Y al volver de paseo, envueltos ya en la dulce luz crepuscular de una tarde radiosa, viendo a derecha e izquierda cubiertos de vegetación y florecillas los linderos, respirando el olor fecundo, penetrante, que derraman los blancos ramilletes del vieiteiro, y a Leliña ni triste ni alegre, indiferente, inmóvil en su sitio acostumbrado, Manolo murmuró, con mezcla indefinible de ironía y cólera:

-¡Como la tierra!...

Fanny, súbitamente deprimida, llena de melancolía, repitió:

-¡Como la tierra!...

No hablaron más del proyecto de recoger a la idiota. Ya era distinto... ¿Quién pensaba en eso? Preguntaron a derecha e izquierda, poseídos de curiosidad malsana, sin lograr satisfacerla. ¿El culpable del desaguisado? ¡Asús, asús! Nadie lo sabía, y Leliña de seguro era quien menos. No sería hombre de la parroquia, no sería cristiano; algún licenciado de presidio que va de paso, algún húngaro de esos que vienen remendando calderos y sartenes... ¡Qué pecado tan grande! ¡Hacer burla de la inocente! El que fuese, ¡asús!, había ganado el infierno...

El verano transcurrió lento, aburrido; comenzaron a rojear las hojas, y Fanny y Manolo, al acercarse a los saúcos, donde ahora el fruto, los granitos, verdosos, se oscurecían con la madurez, volvían el rostro por no mirar a Leliña.

De reojo la adivinaban, quieta, en su lugar. Un día, Fanny, girando el cuerpo de repente, apretó el brazo de su marido, emocionada.

-¡Leliña no está! ¡No está, Manolo!

Cruzaron una ojeada, entendiéndose. No añadieron palabra y permanecieron silenciosos todo el tiempo que el paseo duró. Durmieron con agitado sueño. Tampoco estaba Leliña a la tarde siguiente. Más de ocho días tardó la idiota en reaparecer. Antes aún de llegar al grupo de saúcos, Fanny se estremeció.

-Tiene el niño -murmuró, oprimida por una aflicción aguda, violenta.

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-Sí que lo tiene... -balbució Manolo-. Y le da el pecho. ¿No es increíble?

Abierto el ya haraposo pañolón de lana, recostada sobre el ribazo, colgantes los descalzos pies deformes, la idiota amamantaba a su hijo, agasajándole con la falda del zagalejo, sin cuidarse de la humedad que le entumecía los muslos.

-¡Si hoy parece una mujer como las demás! -observó Manolo, admirando.

Fanny no contestó; de pronto sacó el pañuelo y ahogó con él sollozos histéricos, entrecortados, que acabaron en estremecedora risa.

-Calla..., calla... Déjame... No me consueles... ¡No hay consuelo para mí! Ella con su niño... ¡Yo, nunca, nunca! -repetía, mordiendo el pañuelo, desgarrándolo con los dientes, a carcajadas.

El esposo se alzó en el asiento, y gritó:

-Den la vuelta... A casa, a escape... ¡Se ha puesto enferma la señora!

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Leopoldo Alas “Clarín”: ¡Adiós, Cordera!

Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla1, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

“El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!”

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir

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en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso 2 para estrar3 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación4 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella5, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

* * *

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en

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renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

“Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá6 la había llevado al xatu.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada7 mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

* * *

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

“¡Se iba la vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

“Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”

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Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho8, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:

-Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!

-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.

-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.

* * *

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:

-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos.

-¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Cordera!

Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...

-¡Adiós, Cordera!...

-¡Adiós, Cordera!...

* * *

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Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!...

“Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos...

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

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Pedro Antonio de Alarcón, El extranjero

No consiste la fuerza en echar por tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera, dice una máxima oriental.

No abuses de la victoria, añade un libro de nuestra religión.

Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a Sancho Panza.

Para dar realce a todas estas elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros, que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos heroicos de los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en condenar y maldecir la perfidia y crueldad de los invasores, vamos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano: el amor a nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el enemigo está humillado.

El hecho fue el siguiente, según me lo han contado personas dignas de entera fe que intervinieron en él muy de cerca y que todavía andan por el mundo. Oíd sus palabras textuales.

- II --Buenos días, abuelo... -dije yo.

-Dios guarde a usted, señorito... -dijo él.

-¡Muy solo va usted por estos caminos!...

-Sí, señor. Vengo de las minas de Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi familia. ¿Usted irá...?

-Voy a Almería..., y me he adelantado un poco a la galera, porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de abril. Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegué... Puede usted continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto, supuesto que la galera anda tan lentamente que le permite a uno estudiar en mitad de los caminos.

-¡Vamos! Ese libro es alguna historia... Y ¿quién le ha dicho a usted que yo rezaba?

-¡Toma! ¡Yo, que le he visto a usted quitarse el sombrero y santiguarse!

-Pues, ¡qué demonio!, hombre... ¿Por qué he de negarlo? Rezando iba... ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios!

-Es mucha verdad.

-¿Piensa usted andar largo?

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-¿Yo? Hasta la venta...

-En este caso, eche usted por esa vereda y cortaremos camino.

-Con mucho gusto. Esa cañada me parece deliciosa. Bajemos a ella.

Y, siguiendo al viejo, cerré el libro, dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco.

Las verdes tintas y diafanidad del lejano horizonte, así como la inclinación de la montañas, indicaban ya la proximidad del Mediterráneo.

Anduvimos en silencio unos minutos, hasta que el minero se paró de pronto.

-¡Cabales! -exclamó.

Y volvió a quitarse el sombrero y a santiguarse.

Estábamos bajo unas higueras cubiertas ya de hojas, y a la orilla de un pequeño torrente.

-¡A ver, abuelito!... -dije, sentándome sobre la hierba-. Cuénteme usted lo que ha pasado aquí.

-¡Cómo! ¿Usted sabe? -replicó él, estremeciéndose.

-Yo no sé más... -añadí con suma calma-, sino que aquí ha muerto un hombre... ¡Y de mala muerte, por más señas!

-¡No se equivoca usted, señorito! ¡No se equivoca usted! Pero ¿quién le ha dicho?...

-Me lo dicen sus oraciones de usted.

-¡Es mucha verdad! Por eso rezaba.

Yo miré tenazmente la fisonomía del minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y su rezo era tranquilo y dulce.

-Siéntese usted aquí, amigo mío...-le dije, alargándole un cigarro de papel.

-Pues verá usted, señorito... -Vaya, ¡muchas gracias! ¡Delgadillo es!...

-Reúna usted dos y resultará uno doble de grueso -añadí, dándole otro cigarro.

-¡Dios se lo pague a usted! Pues, señor... -dijo el viejo, sentándose a mi lado-, hace cuarenta y cinco años que una mañana muy parecida a ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo sitio...

-¡Cuarenta y cinco años! -medité yo.

Y la melancolía del tiempo cayó sobre mi alma. ¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras? ¡Sobre la frente del anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos!

Viendo él que yo no decía nada, echó unas yescas, encendió el cigarro, y continuó de este modo:

-¡Flojillo es! Pues, señor, el día que le digo a usted venía yo de Gergal con una carga de barrilla y al llegar al punto en que hemos dejado el camino para tomar esta vereda me encontré con dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco. En aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año 23, sino los otros...

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-¡Ya comprendo! Usted habla de la Guerra de la Independencia.

-¡Hombre! ¡Pues entonces no había usted nacido!

-¡Ya lo creo!

-¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro que venía usted leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo rezan los libros. Ahí ponen lo que más acomoda..., y la gente se lo cree a puño cerrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo los tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas! En fin, el polaco aquél servía a las órdenes de Napoleón..., del bribonazo que murió ya... Porque ahora dice el señor cura que hay otro... Pero yo creo que ése no vendrá por estas tierras... ¿Qué le parece a usted, señorito?

-¿Qué quiere usted que yo le diga?

-¡Es verdad! Su merced no habrá estudiado todavía de estas cosas... ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor los rusos y moscovitas a quitar la Constitución... ¡Pero entonces ya me habré yo muerto!... Conque vuelvo a la historia de mi polaco.

El pobre hombre se había quedado enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería. Tenía calenturas, según supe más tarde... Una vieja lo cuidaba por caridad, sin reparar que era un enemigo... (¡Muchos años de gloria llevará ya la viejecita por aquella buena acción!), y a pesar de que aquello la comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba...

Allí fue donde la noche antes dos soldados españoles que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda, descubrieron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería palabras de su idioma en el delirio de la calentura.

-¡Presentémoslo a nuestro jefe! -se dijeron los españoles-. Este bribón será fusilado mañana, y nosotros alcanzaremos un empleo.

Iwa, que así se llamaba el polaco, según me contó luego la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas, y estaba muy débil, muy delgado, casi hético.

La buena mujer lloró y suplicó, protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la media hora...

Pero sólo consiguió ser apaleada, por su falta de «patriotismo». ¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que antes no había oído pronunciar nunca!

En cuanto al polaco, figuraos cómo miraría aquella escena. Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír a los dos militares.

-¡Cállate, didón, perro, gabacho! -le decían.

Y a fuerza de golpes lo sacaron del lecho.

Para no cansar a usted, señorito: en aquella disposición, medio desnudo, hambriento..., bamboleándose, muriéndose..., ¡anduvo el infeliz cinco leguas! ¡Cinco leguas, señor!... ¿Sabe usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde Fiñana hasta aquí... ¡Y a pie!... ¡Descalzo!... ¡Figúrese usted!... ¡Un hombre fino, un joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!... ¡Y con la terciana en aquel momento mismo!...

-¿Cómo pudo resistir?

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-¡Ah! ¡No resistió!...

-Pero ¿cómo anduvo cinco leguas?

-¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos!

-Prosiga usted, abuelo... Prosiga usted.

-Yo venía por este barranco, como tengo de costumbre, para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el camino. Detúveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella escena, mientras picaba un cigarro negro que me habían dado en las minas...

Iwa jadeaba como un perro próximo a rabiar... Venía con la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con dos rosetas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes, pero caídos... ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargura!...

-¡Mí querer morir! ¡Matar a mí por Dios! -balbuceaba el extranjero con las manos cruzadas.

Los españoles se reían de aquellos disparates, y le llamaban franchute, didón y otras cosas.

Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y cayó redondo al suelo.

Yo respiré, porque creí que el pobre había dado el alma a Dios.

Pero un pinchazo que recibió en un hombro le hizo erguirse de nuevo.

Entonces se acercó a este barranco para precipitarse y morir...

Al impedirlo los soldados, pues no les acomodaba que muriera su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he dicho, estaba cargado de barrilla.

-¡Eh, camarada! -me dijeron, apuntándome con los fusiles-. ¡Suba usted ese mulo!

Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer un favor al extranjero.

-¿Dónde va usted? -me preguntaron cuando hube subido.

-Voy a Almería -les respondí-. ¡Y eso que ustedes están haciendo es una inhumanidad!

-¡Fuera sermones! -gritó uno de los verdugos.

-¡Un arriero afrancesado! -dijo el otro.

-¡Charla mucho... y verás lo que te sucede!

La culata de un fusil cayó sobre mi pecho...

¡Era la primera vez que me pegaba un hombre, además de mi padre!

-¡No irritar! ¡No incomodar! -exclamó el polaco, asiéndose a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra.

-¡Descarga la barrilla! -me dijeron los soldados.

-¿Para qué?

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-Para montar en el mulo a este judío.

-Eso es otra cosa... Lo haré con mucho gusto -dije, y me puse a descargar.

-¡No!... ¡No!... ¡No!... exclamó Iwa-. ¡Tú dejar que me maten!

-¡Yo no quiero que te maten, desgraciado! -exclamé, estrechando las ardientes manos del joven.

-¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí por Dios!...

-¿Quieres que yo te mate?

-¡Sí..., sí..., hombre bueno! ¡Sufrir mucho!

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

Volvíme a los soldados, y les dije con tono de voz que hubiera conmovido a una piedra:

-¡Españoles, compatriotas, hermanos! Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os suplica... ¡Dejadme solo con este hombre!

-¡No digo que es afrancesado! -exclamó uno de ellos.

-¡Arriero del diablo -dijo el otro-, cuidado con lo que dices! ¡Mira que te rompo la crisma!

-¡Militar de los demonios -contesté con la misma fuerza-, yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin corazón! Sois dos hombres fuertes y armados contra un moribundo inerme... ¡Sois unos cobardes! Dadme uno de esos fusiles y pelearé con vosotros hasta mataros o morir..., pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse. ¡Ay! -continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba-, si, como yo, tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de este infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus padres; si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España, en que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un rey..., ¡qué diablo!, vosotros lo perdonaríais... ¡Sí, porque vosotros sois hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro! ¿Qué ganará España con la muerte de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con todos los granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis verdugos!

-¡Basta de letanías! -dijo el que siempre había llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver.

-Compañero, ¿qué hacemos? -preguntó el otro, medio conmovido con mis palabras.

-¡Es muy sencillo! -repuso el primero-. ¡Mira!

Y sin darme tiempo, no digo de evitar, sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco.

Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de morir.

Aquella mirada me prometió el cielo, donde acaso estaba ya el mártir.

En seguida los soldados me dieron una paliza con las baquetas de los fusiles.

El que había matado al extranjero le cortó una oreja, que guardó en el bolsillo.

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¡Era la credencial del empleo que deseaba!

Después desnudó a Iwa, y le robó... hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello.

Entonces se alejaron hacia Almería.

Yo enterré a Iwa en este barranco..., ahí..., donde está usted sentado..., y me volví a Gérgal, porque conocí que estaba malo.

Y en efecto, aquel lance me costó una terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte.

-¿Y no volvió usted a ver a aquellos soldados? ¿No sabe usted cómo se llamaban?

-No, señor; pero por las señas que me dio más tarde la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que había matado y robado al pobre extranjero...

En esto nos alcanzó la galera: el viejo y yo subimos al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy contentos el uno del otro.

¡Habíamos llorado juntos!

- III -Tres noches después tomábamos café varios amigos en el precioso casino de Almería.

Cerca de nosotros, y alrededor de otra mesa, se hallaban dos viejos militares retirados, comandante el uno y coronel el otro, según dijo alguno que los conocía.

A pesar nuestro, oíamos su conversación, pues hablaban tan alto como suelen los que han mandado mucho.

De pronto hirió mis oídos y llamó mi atención esta frase del coronel:

-El pobre Risas...

-¡Risas! -exclamé para mí.

Y me puse a escuchar de intento.

-El pobre Risas... -decía el coronel- fue hecho prisionero por los franceses cuando tomaron a Málaga y de depósito en depósito, fue a parar nada menos que a Suecia, donde yo estaba también cautivo, como todos los que no pudimos escaparnos con el Marqués de la Romana. Allí lo conocí, porque intimó con Juan, mi asistente de toda la vida, o de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad de llevar a Rusia, formando parte de su Grande Ejército, a todos los españoles que estábamos prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. Entonces me enteré de que tenía un miedo cerval a los polacos, o un terror supersticioso a Polonia, pues no hacía más que preguntarnos a Juan y a mí «si tendríamos que pasar por aquella tierra para ir a Rusia», estremeciéndose a la idea de que tal llegase a acontecer. Indudablemente, a aquel hombre, cuya cabeza no estaba muy firme, por lo mucho que había abusado de las bebidas espirituosas, pero que en lo demás era un buen soldado y un mediano cocinero, le había ocurrido algo grave con algún polaco, ora en la guerra de España, ora en su larga peregrinación por otras naciones. Llegados a Varsovia, donde nos detuvimos algunos días, Risas se puso gravemente enfermo, de fiebre cerebral, por resultas del terror pánico que le había acometido desde que entramos en tierra polonesa, y yo, que le tenía ya cierto cariño, no quise

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dejarlo allí solo cuando recibimos la orden de marcha, sino que conseguí de mis jefes que Juan se quedase en Varsovia cuidándolo, sin perjuicio de que, resuelta aquella crisis de un modo o de otro, saliese luego en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de los muchos que seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia. ¡Cuál fue, pues, mi sorpresa cuando el mismo día que nos pusimos en camino, y a las pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo asistente, lleno de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas! ¡Dígole a usted que el caso es de lo más singular y estupendo que haya ocurrido nunca! Oígame y verá si hay o no motivo para que yo haya olvidado esta historia en cuarenta y dos años. Juan había buscado un buen alojamiento para cuidar a  Risas en casa de cierta labradora viuda, con tres hijas casaderas, que desde que llegamos a Varsovia los españoles no había dejado de preguntarnos a todos, por medio de intérpretes franceses, si sabíamos algo de un hijo suyo llamado Iwa, que vino a la guerra de España en 1808 y de quien hacía tres años no tenía noticia alguna, cosa que no pasaba a las demás familias que se hallaban en idéntico caso. Como Juan era tan zalamero, halló modo de consolar y esperanzar a aquella triste madre, y de aquí el que, en recompensa, ella se brindara a cuidar a  Risas al verlo caer en su presencia atacado de la fiebre cerebral... Llegados a casa de la buena mujer, y estando ésta ayudando a desnudar al enfermo, Juan la vio palidecer de pronto y apoderarse convulsivamente de cierto medallón de plata, con una efigie o retrato en miniatura, que Risas llevaba siempre al pecho, bajo la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer que representaba a una Virgen o Santa de aquel país.

-¡Iwa! ¡Iwa! -gritó después la viuda de un modo horrible, sacudiendo al enfermo, que nada entendía, aletargado como estaba por la fiebre.

En esto acudieron las hijas, y enteradas del caso, cogieron el medallón, lo pusieron al lado del rostro de su madre, llamando por medio de señas la atención de Juan para que viese, como vio, que la tal efigie no era más que el retrato de aquella mujer, y encarándose entonces con él, visto que su compatriota no podía responderles, comenzaron a interrogarle mil cosas con palabras ininteligibles, bien que con gestos y ademanes que revelaban claramente la más siniestra furia. Juan se encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la procedencia de aquel retrato ni conocía a  Risas más que de muy poco tiempo... El noble semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a aquellas cuatro leonas encolerizadas que el pobre no era culpable... ¡Además, él no llevaba el medallón! Pero el otro... ¡al otro, al pobre Risas, lo mataron a golpes y lo hicieron pedazos con las uñas! Es cuanto sé con relación a este drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía Risas aquel retrato.

-Permítame usted que se lo cuente yo... -dije sin poder contenerme.

Y acercándome a la mesa del coronel y del comandante, después de ser presentado a ellos por mis amigos, les referí a todos la espantosa narración del minero.

Luego que concluí, el comandante, hombre de más de setenta años, exclamó con la fe sencilla del antiguo militar, con el arranque de un buen español y con toda la autoridad de sus canas:

-¡Vive Dios, señores, que en todo eso hay algo más que una casualidad.

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Armando Palacio Valdés, Polifemo

El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.

Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.

El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.

-Voy a comunicarle a usted un secreto -decía a cualquiera que le acompañase en el paseo-. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.

Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.

Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábalo propicio. Quizás aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario, severo, del guerrero de África. De tal modo, que el clérigo que lo acompañaba a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque, parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos; viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!

Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?” Y cuando al cabo lo hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.

Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento, que debían ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío, marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta hacernos muecas a espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamase una sirena. “¿Qué quiere usted, tío?” Y venía hacia él ejecutando algún paso de baile.

Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía de vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía

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por el nombre de “Muley”, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El “Muley”, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.

Con estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar. El “Muley” lo aceptaba todo con fingido regocijo, y nos daba muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias, y en aquel tiempo, entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de “.Muley” estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!

¿Adivinaba el “Muley” que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecería serlo.

Por su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el “Muley”, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviera que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.

Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.

Por eso una tarde, con osadía increíble, se llevó en presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El “Muley” parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la deserción de su perro.

Repitiéronse una tarde y otra tales escapatorias. La amistad de Andresito y “Muley” se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el “Muley”. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.

Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el “Muley” a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores, al lado del cuarto de éste, en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo el perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del “Muley”. Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior. Se despojó de la camisa:

-Mira, “Muley” -dijo en voz baja mostrándole el cardenal.

El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.

Luego que abrieron las puertas lo soltó. El “Muley” corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche, y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.

Una tarde, hallándonos todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás algo como dos formidables estampidos:

-¡Alto! ¡Alto!

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Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.

-¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?

Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.

Otra vez sonó la trompeta del juicio final.

-¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable ladrón...?

El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El “Muley", que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de gran inquietud.

Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:

-No culpe a nadie, señor. Yo he sido.

-¿Cómo?

-Que he sido yo -repitió el chico en voz más alta.

-¡Hola! ¡Has sido tú! -dijo el coronel sonriendo ferozmente-. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?

Andresito permaneció mudo.

-¿No sabes de quién es? -volvió a preguntar a grandes gritos. -Sí, señor.

-¿Cómo... ? Habla más alto.

Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.

-Que sí, señor.

-¿De quién es, vamos a ver?

-Del señor Polifemo.

Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto.

Cuando los abrí, pensé que Andresito estaría ya borrado del libro de los vivos. No fue así, por fortuna. El coronel lo miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.

-¿Y por qué te lo llevas?

-Porque es mi amigo y me quiere -dijo el niño con voz firme.

El coronel volvió a mirarlo fijamente.

-Está bien -dijo al cabo-. ¡Pues cuidado conque otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.

Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose hacia él:

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-Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar al perro! ¡Cuidado!

Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza.

Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.

-¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.

-Porque lo quiero mucho... Porque es el único que me quiere en el mundo -gimió Andrés.

-¿Pues de quién eres hijo? -preguntó el coronel sorprendido.

-Soy de la Inclusa.

-¿Cómo? -gritó Polifemo.

-Soy hospiciano.

Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzose al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, lo abrazó y lo besó, repitiendo con agitación:

-¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho... Yo no lo sabía... Llévate el perro cuando se te antoje... Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes...? Todo el tiempo que quieras...

Y después que lo hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fue de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:

-Puedes llevártelo cuando quieras, sabes, ¿hijo mío...? Cuando quieras... ¿lo oyes?

Dios me perdone, pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.

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