100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

13

Click here to load reader

description

"100 crímenes resonantes que conmovieron a la sociedad argentina", por Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta. 2010.

Transcript of 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

Page 1: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

Norberto ChabJavier Sinay

100 crímenes resonantes que conmovieron a la sociedad argentina

Page 2: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

131

POCHO LEPRATTI, EL ÁNGEL DE LA BICICLETA

El Renault 19 –móvil 2270– avanzaba por las calles del subur-bio rosarino de Las Flores durante la tarde del 19 de diciembre de 2001, mientras el país se desgarraba con rebeliones a lo lar-go y a lo ancho. Ahí la situación no era mejor: había gente co-rriendo por ahí, gritos agitados y ecos de disparos confusos. El día anterior ya habían comenzado los saqueos. En Buenos Aires faltaban pocas horas para que el presidente Fernando de la Rúa decretara el estado de sitio y para que el ministro de economía Domingo Cavallo renunciara y se marchara con sus políticas de ajuste.

Claudio Lepratti, conocido también como “Pocho”, sabía que la policía iba a ensañarse contra el pueblo, pero estaba seguro de que no iba a poder ahogarlo. Treinta y cinco años de vida dedicados a la militancia social –en el seminario, en la Juventud Peronista, en la facultad de Filosofía, como dele-gado en el gremio de ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) y como congresal en la CTA (Central de Trabajadores Argentinos)– le daban esa certeza. Todos los días veía lo que aguantaba la gente de Las Flores, Ludueña y La Granada, los barrios por los que se movía en su bicicleta. Pocho había lle-gado desde Concepción del Uruguay con la conciencia clara de sentirse parte de una revolución cotidiana. Era profesor de Filosofía, pero se embarraba coordinando talleres, dando clases y trabajando en el comedor de la escuela número 756 de Las Flores.

Ese miércoles 19 de diciembre subió a la terraza de la es-cuela con sus compañeros para pedirles un poco de prudencia a los agentes que andaban cazando gente a los tiros, como en

Page 3: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

132

las peores represiones que él había vivido. Desde arriba se veía el campo de batalla. Todo era un caos cuando el patrullero 2270 apareció cortando el aire caliente, implacable, para si-lenciar el barrio.

“¡No tiren más, hijos de puta, que acá hay chicos comien-do!”, le gritó Pocho al móvil. Su voz acompañaría el clamor popular desde entonces.

Como si la demanda hubiera sido una ofensa, el 2270 fre-nó y de adentro asomó la escopeta calibre 12/70 del agente Esteban Velásquez. El tipo bajó e hizo fuego contra los que estaban en los techos de la escuela, y acertó un disparo en la tráquea de Pocho, que murió antes de llegar al hospital.

Más tarde los uniformados dieron la versión de que habían sido agredidos desde la terraza, de que habían retrocedido y de que entonces fueron blanco de dos disparos. Pero la Justi-cia demostró que ellos mismos habían baleado y destruido el móvil para simular una agresión. Velásquez fue condenado a catorce años de prisión. Pocho, en cambio, tenía pasta de ícono y el pueblo tomó su legado: ahora le dicen el Ángel de la Bicicleta.

Una que sabemos todos

Pocho Lepratti fue uno de los treinta y nueve muertos de las revueltas de los días 19 y 20 de diciembre de 2001 (siete de ellos en Rosario), que hicieron caer al gobierno de Fernando de la Rúa. En su memoria, cientos de graffitis lo recuerdan en las paredes del país y León Gieco compuso una canción, “El Ángel de la Bicicleta”, que tiene por estribillo su último grito: “¡Bajen las armas / que aquí sólo hay pibes comiendo!”.

Page 4: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

133

JUAN DE DIOS VELAZTIQUI Y LA MASACRE DEL MAXIKIOSCO

Retirado y reincorporado a la Policía Federal para hacer ser-vicios adicionales, el viejo sargento Juan de Dios Velaztiqui observaba en silencio, por detrás de sus anteojos ahumados, cómo golpeaban a un compañero. Los manifestantes le da-ban con saña en la Plaza de Mayo, una semana después de la revuelta popular del 19 y 20 de diciembre de 2001. Los áni-mos en la calle estaban cada vez más caldeados y Crónica TV transmitía sin filtro la golpiza. En el maxikiosco de la estación de servicio de Gaona y Bahía Blanca –en el barrio de Flores-ta, lejos de la zona de guerra– el veterano agente solía tomar gaseosas light, helados y café mientras pasaba las horas de su turno de custodia, pero en la madrugada del sábado 29 de di-ciembre no tenía apetito. Un grupo de cuatro amigos atraía su atención. Maximiliano Tasca, Cristian Gómez, Adrián Ma-tassa y Enrique Díaz también miraban la televisión. Pero ellos, a diferencia de Velaztiqui, festejaban la paliza: “Está bien, si es lo mismo que hicieron ustedes la semana pasada…”.

El viejo tenía en su cartuchera la nueva Browning, que le habían entregado pocos meses atrás y que estaba cargada con algunas balas de punta hueca, de esas que se abren como una flor cuando dan en el blanco. Si esos cuatro pibes supieran la fama de duro que había cosechado en sus treinta y tres años en la Fuerza… Cuando ellos todavía tomaban la mamadera, él ya era un sargento primero de Caballería y había aprobado un curso de instrucción contrasubversiva. En 1981 había deteni-do a cuarenta y nueve hinchas de Nueva Chicago por cantar la marcha peronista en la cancha y los había hecho correr seis cuadras al trote, con las manos en la nuca, hasta la Comisaría

Page 5: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

134

42ª. El diario Crónica le había dedicado una página. Y lo había bautizado “el trotador”. Hijos de puta, si supieran.

Pero ahora Crónica era Crónica TV y en su pantalla aún le pateaban el alma a ese pobre diablo. Los pibes seguían en la misma y algo muy oscuro se liberaba adentro del viejo yuta. El monstruo que muchas veces había estado cerca se le hizo carne: “Hasta acá, ¡basta!”, les ladró por detrás. Dio unos pa-sos y desenfundó.

Ese hubiera sido el momento para pensarlo dos veces. O al menos una.

Pero el policía le gatilló sin más vueltas en la sien a Maxi-miliano, que no llegó a darse cuenta de lo que pasaba; le dio en el estómago a Adrián, que quedó tirado y malherido; y baleó dos veces a Cristian en la nuca. Uno solo alcanzó a salir co-rriendo, Enrique, aturdido por las detonaciones y el horror.

La escena se congeló. El viejo se dirigió a un teléfono públi-co. Un empleado de la gomería dijo haberlo escuchado decir “Intento de robo. Gaona y Bahía Blanca. Maté a tres”, como si fuera a preparar una escena. Velaztiqui negaría haber prepa-rado nada. Por detrás, la encargada del maxikiosco, en crisis de nervios, se animaba a insultarlo a los gritos.

Incidentes en la comisaría

El triple crimen desencadenó la reacción de los vecinos, que a las pocas horas se dirigieron a la Comisaría 43ª –la que había enviado a Velaztiqui a trabajar a la estación de servicio– y con bronca e incidentes forzaron el rele-vo de toda la cúpula. Maximiliano Tasca y Cristian Gómez tenían 25 años; y Adrián Matassa, 23. Su victimario fue condenado a prisión perpetua.

Page 6: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

135

WALTER BULACIO, MUERTO LUEGO DE UN RECITAL DE LOS REDONDITOS

Cuando llegaron al estadio de Obras Sanitarias se dieron cuenta de que ya no quedaban entradas. Los Redonditos de Ricota iban a tocar en ese show del 19 de abril de 1991 algunos temas de La mosca y la sopa, que sería uno de sus discos más exitosos. Walter Bulacio bajó con sus amigos del ómnibus al-quilado en el que habían llegado. El viaje desde Aldo Bonzi había sido largo, pero Walter estaba ansioso. En la vereda del estadio había cientos, miles de pibes como él: ricoteros con remeras negras y bolsillos vacíos. Walter y sus amigos todavía estaban discutiendo las chances de entrar cuando llegaron los policías. No parecían amables y en unos minutos se impusie-ron sobre los fans para llevarse a todos los que pudieran: en total, setenta y tres. Ninguno tenía entrada.

En el camión celular Walter recordó a su abuela, doña María Ramona Armas, que se lo había advertido mientras él se apuraba para no perder el micro: “Cuidate de la policía”. La vieja sabía, y eso que nunca había ido a ver a los Redon-ditos de Ricota… Walter también pensó en la anécdota que iba a tener para contar el lunes en el colegio Rivadavia. O en el campo de golf en el que trabajaba como caddie para juntar unos mangos y pagarse el viaje de egresados. No se lo iban a creer: ¿Walter Bulacio preso? A los 17 años, nunca había pisado un calabozo.

En la comisaría 35ª lo tiraron con otros diez en una celda –una supuesta sala de menores– y la futura anécdota comenzó a desdibujarse. Muy pronto habrían llegado los primeros gol-pes. El asunto nunca ha sido aclarado lo suficiente: un policía de la comisaría contó que el comisario Miguel Ángel Espósito

Page 7: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

136

fue el que le molió los huesos a Walter, pero esa declaración no fue tenida en cuenta y en algún lugar del expediente figura que el pibe no fue atacado, sino que sufrió un “aneurisma ce-rebral no traumático”. Lo cierto es que siete horas más tarde Walter era trasladado en una ambulancia al hospital Pirova-no, ajeno a cualquier abrigo judicial. El médico de guardia que lo recibió llegó a escucharlo decir, moribundo, que había sido apaleado por la policía. Al día siguiente lo reubicaron en el Sanatorio Mitre, ya con el aval de sus padres. Las heridas que tenía se habían ido complicado. El final llegó un par de días más tarde, el 26, cuando Walter murió.

El caso encendió una polémica nacional sobre las deten-ciones masivas de menores. Pero la causa –que tenía como imputado al comisario Espósito– quedó varada en una inter-minable cadena de recursos y apelaciones que se ha prolon-gado a lo largo de los años. Con valor y dolor, doña María, la abuela, marchó cada vez que la memoria de Walter la convo-có. Ella no se resignó nunca a la impunidad: “Si no hubiera confiado en la Justicia, hubiera aprendido a manejar un revól-ver”, suele decir.

En la Corte Interamericana de Derechos Humanos

La CIDH reflotó la causa luego de su prescripción y ordenó al Estado argenti-no concluir la investigación, modificar ciertas medidas legislativas para que no se repitieran casos similares e indemnizar a la familia Bulacio. A casi vein-te años del hecho, en 2010 el comisario Miguel Ángel Espósito todavía tenía cuentas pendientes para responder en un juicio oral por la privación ilegal de libertad agravada, pero no por el homicidio del pibe.

Page 8: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

137

MARÍA SOLEDAD MORALES, EN EL FEUDO DE CATAMARCA

El jefe de la Policía catamarqueña no tenía dudas de que el caso se resolvería en las próximas horas: era la equivocación más grande de su carrera. La chica había aparecido muerta en un zanjón de la ruta nacional 38, el 10 de septiembre de 1990. María Soledad Morales había sido una piba bonita, pero no quedaban rastros de su sonrisa en ese cadáver desfigurado que conmocionó a Catamarca y que destapó una historia de sexo, drogas y poder en una provincia que se manejaba como un feudo.

El viaje hacia la noche se vuelve cada vez más confuso se-gún avanzan las horas y se acumulan las versiones de lo que ocurrió aquel sábado 8 de septiembre. Es cierto eso de que hubo una fiesta de estudiantes en el boliche Le Feu Rouge, donde se iba a elegir a la Reina de la Primavera del Colegio del Carmen y San José. “Sole” quería cortar las entradas en la boletería y sus amigas sospechaban que estaba esperando a alguien. Algunas sabían, también, que estaba enamorada de un hombre que le llevaba más de diez años, un emplea-do de Obras Sanitarias al que le dedicaba poemas de amor. Luis Tula, se llamaba, y era el que la había desflorado. Aquella noche Sole quería verlo. Y en algún momento, muy tarde, él apareció.

Pasadas las cuatro de la mañana se los vio en otro boliche, Clivus, donde se encontraba Guillermo Luque, el hijo del di-putado. Ese muchacho tenía fama en el feudo. Sole paseó su sonrisa ingenua por la discoteca, pero terminó desencajada en un baile cachondo. Algunos dicen que la acompañaban Tula y Luque. El barman los vio. Y más tarde contó que ellos

Page 9: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

138

se habían quedado con Sole y con otras personas después del cierre del local. El barman también dijo que la piba se sentía mal y quería irse. Y que al final el niño bien la sacó, pero no para llevarla a su casa, sino para seguir la fiesta en otro lado.

El domingo 9 de septiembre todavía es un enigma: Sole murió en las primeras horas, luego de haber sido violada y presuntamente obligada a ingerir dosis de cocaína excesiva que hallaron incluso en sus genitales. Eso fue lo que la mató: 34,6 microgramos por gramo de tejido, cuando la dosis letal es de 27. Hubo un intento de reanimación con masajes car-díacos y respiración boca a boca, pero fue inútil. La piba no volvió. Y el niño bien no supo cómo seguir. El cadáver le que-maba en las manos. Probablemente haya recibido la ayuda de otros, que mutilaron el cuerpo para borrar las huellas.

Con el crimen llegó el encubrimiento. Pero también la reacción popular: una serie de marchas encabezadas por la rectora del colegio, Martha Pelloni, que animaron a miles a rebelarse en silencio contra la impunidad.

Los juicios y el encubrimiento

La provincia de Catamarca fue intervenida en 1991 y el gobernador Ramón Saadi tuvo que dejar el gobierno, sospechado de amparar a Luque. Un pri-mer juicio se inició en 1996, pero fue anulado ante la presunta parcialidad de los jueces. En 1998 se realizó otro, en el que Luque fue condenado a veintiún años de prisión como coautor de la violación y muerte de María Soledad; y Tula a nueve, por ser partícipe secundario. Las sospechas de encubrimiento recayeron sobre Saadi, la plana mayor de la policía catamarqueña, el subco-misario Patti (enviado como investigador) e incluso el ex presidente Carlos Menem. Pero nunca fueron del todo aclaradas.

Page 10: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

139

PADRE CARLOS MUGICA, EL CURA VILLERO

El Renault 4 azul lo esperaba a unos pasos. La misa había ter-minado en la iglesia de San Francisco Solano y en Villa Luro el sol se anaranjaba con el atardecer del 11 de mayo de 1974. Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe, el padre Mugica, se despedía de los fieles que habían recibido su prédica en la igle-sia de su gran amigo, el padre Jorge Vernazza. Los dos curas eran tercermundistas y peronistas, y juntos habían viajado en el avión que el 17 de noviembre de 1972 había traído de regre-so al país al General, después de su exilio.

Hacia mayo de 1974, cuando Mugica estaba a punto de sa-lir de aquella iglesia, su trabajo en la villa de Retiro (donde había fundado la capilla de Cristo Obrero) ya había calado lo suficientemente hondo en la sociedad como para convertir-lo en una figura pública y enemistarlo con el arzobispo Juan Carlos Aramburu, amigo del poder.

No es que Mugica no fuera amigo del poder. Él también lo era, pero sólo si estaba en manos de Perón. A veces el cura mencionaba su pasado gorila y la gente se asombraba: “En el Barrio Norte se echaron a vuelo las campanas y yo participé del júbilo orgiástico de la oligarquía por la caída de Perón”, ha-bía escrito. Él, que había nacido en el Palacio de los Patos, de la calle Ugarteche, confesaba que sólo de adulto había podido conocer el mundo de los humildes. Y que una experiencia lo había marcado a fuego cuando Perón fue derrocado. Una pin-tada en la pared de un conventillo al que solía ir lo sorpren-dió: “Sin Perón no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos”. Los cuervos eran los curas, como él. Pero Mugica ya se sentía más cerca de los vecinos del conventillo que de los oligarcas.

Page 11: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

140

A poco de llegar al Renault 4 apareció un tipo de bigotes, intempestivo. Se abrió paso entre la gente y levantó su ame-tralladora Ingram M-10. El padre Mugica se echó para atrás: probablemente supiera que un sicario podía aparecer en su camino. En el complejo panorama de la política argentina de 1974, Mugica había quedado entre dos fuegos. La Triple A lo consideraba un cura guerrillero y después se diría que José López Rega había pagado 10 millones de pesos ley para liqui-darlo. Esa sospecha tenía nombre y apellido para el verdu-go: Rodolfo Almirón, de la Policía Federal. Por otro lado, los Montoneros lo consideraban un traidor por promover el fin de la lucha armada con la llegada de Héctor Cámpora al po-der. Los dos grupos se la tenían jurada. Pero el killer bigotudo, ¿a quién respondía?

La ametralladora barrió al cura, que recibió cinco disparos en el tórax. El padre Vernazza llegó corriendo, para encontrar a su amigo en un charco de sangre. Algunos lo cargaron en un viejo Citröen que partió rumbo al hospital. En el camino Mugica miró, muy serio, a Vernazza: “¡Ahora más que nunca tenemos que estar junto al pueblo!”, le dijo antes de irse.

En la Villa 31

La obra del padre Mugica en la villa 31 (conocida entonces como el barrio Comunicaciones) fue tan grande que veinticinco años después de su asesi-nato, el 9 de octubre de 1999, su cuerpo fue trasladado desde el cementerio de la Recoleta a la capilla de Cristo Obrero, donde descansa actualmente. Y con los proyectos de urbanización de la villa, algunos arriesgan que el nom-bre del barrio será Carlos Mugica.

Page 12: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

141

RODOLFO WALSH, CON LA CERTEZA DE SER PERSEGUIDO

“La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allana-miento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clan-destina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.”

El 25 de marzo de 1977 Rodolfo Walsh echó los sobres al buzón de Plaza Constitución para que la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar” viajara hacia remitentes nacionales e internacionales. No sólo se trataba de una acabada pieza de denuncia; era, también, un análisis revelador sobre los méto-dos terroristas y económicos de la dictadura.

“El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades.”

Más tarde, Walsh se dirigió a San Juan y Entre Ríos. Lo esperaba un compañero. En la calle se respiraba terror y un grupo de tareas lo venía siguiendo.

“… la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre ‘violencias de distintos signos’ ni el árbitro justo entre ‘dos terrorismos’, sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte.”

Los milicos sacaban a los detenidos y los obligaban a mar-car a sus compañeros o a servir de carnada para una embos-cada. No iba a ser fácil dar con Rodolfo Walsh, que ya era un escritor reconocido y un militante montonero de primera

Page 13: 100 Crimenes Resonantes. Norberto Chab y Javier Sinay. Editorial Planeta.

142

línea que luchaba con la determinación del que ya conoce el horror: su amigo Paco Urondo se había tragado una pastilla de cianuro antes de ser detenido y su hija mayor había muerto a los 26 años, descerrajándose un tiro en la sien frente a 150 soldados.

“En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria plani-ficada.”

Para atraparlo, sus verdugos recurrieron a una carnada. Sorprendido, Walsh se defendió con la pistola que llevaba frente a un arsenal que sabía que prevalecería. Un sobrevi-viente de la ESMA relataría más tarde que ese día el policía Ernesto Weber, alias 220, le hizo una confesión: “Lo bajamos a Walsh. El hijo de puta se parapetó detrás de un árbol y se defendía con una 22. Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”.

“Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.”

Un intelectual comprometido

Rodolfo Walsh se convirtió en paradigma de intelectual comprometido. Al-gunas versiones señalan que no murió en el tiroteo, sino que fue llevado con vida a la Escuela Mecánica de la Armada, donde falleció a causa de los tormentos. Otras, que se suicidó. Lo cierto es que en octubre de 2005 se detuvo a doce represores, entre ellos Jorge “el Tigre” Acosta, Alfredo Astiz y Ernesto Weber. Hacia 2010 la Justicia no había determinado aún qué ocurrió exactamente aquel día de 1977.