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CAPERUCITA ROJA:

¿Dónde está el lobo feroz?

SEGUNDAS PARTES SIEMPRE FUERON BUENISIMAS

ROBERTO SANTIAGO EVA REDONDO

Ilustraciones de David Guirao

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© Texto: Roberto Santiago y Eva Redondo, 2016© Ilustraciones: David Guirao, 2016

© Edición: EDEBÉ, 2016Paseo de San Juan Bosco, 6208017 Barcelonawww.edebe.com

Atención al cliente: 902 44 44 [email protected]

Directora de Publicaciones: Reina DuarteEditora de Literatura Infantil: Elena ValenciaDiseño: BOOK & LOOK

ISBN 978-84-683-2459-3Depósito Legal: B. 13829-2016Impreso en EspañaPrinted in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excep-ción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

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SEGUNDAS PARTES SIEMPRE FUERON BUENISIMAS

CAPERUCITA ROJA:

¿Dónde está el lobo feroz?

SEGUNDAS PARTES SIEMPRE

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«Mira, Caperucita Roja, qué lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas?

Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos.

Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque

está lleno de maravillas».

CaperuCita roja. Jacob y Wilhelm Grimm

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No sé si alguna vez habéis estado en Offenburg.Es una pequeña ciudad de Alemania situada en

pleno corazón de la Selva Negra.Sus calles son estrechas y empedradas. Cuando llue­

ve, tienes que andar con cuidado para no resbalarte. Yo un día estuve a punto de romperme una pierna,

pero el médico le dijo a mi madre que solo era una torce­dura, así que me pusieron una venda y es tuve una sema­na con la pierna en alto y después andando con bastón.

Las casas en Offenburg son muy bo nitas. Tienen todas grandes tejados con chimeneas y las fachadas están pintadas de colores diferentes.

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Cuando vamos a la ciudad, mi madre cuenta las casas de color azul y yo las verdes. Gana la que en­cuentre más casas de su color.

Yo vivo cerca de allí.A unos veinte minutos andando.Mejor dicho: unos veinte minutos desde mi casa

a Of fen burg.Un poco más desde Offenburg a mi casa porque es

cuesta arriba.Vivo en lo alto de una colina. En una casa rodeada

de pinos y abetos.Antes solo vivía con mi madre.Pero desde hace unos meses vivo también con mi

abuela.Mi abuelita es una de las personas más viejas del

mundo: tiene ciento dos años.Camina muy despacio, arrastrando los pies. Le encantan el pan con mantequilla y azúcar, la tarta

de chocolate, la de fresa, la de nata y el requesón con miel. Por las noches, duerme en mi habitación y a veces

me tengo que tapar la cabeza con la manta porque ronca mucho.

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También ronca a la hora de la siesta, cuando se queda traspuesta en la mecedora después de comer.

—¿Yo? —pregunta siempre cuando se despierta—. Pero si no me he dormido. Solo he cerrado los ojos cinco minutos.

La vida en Offenburg era muy tranquila...Por las mañanas, yo salía con mi madre al bosque

a buscar flores y frambuesas. Con las frambuesas hacíamos mermelada y las flo­

res las utilizábamos para hacer centros de mesa que luego vendíamos en el mercado de la ciudad.

—¿Cuánto hemos sacado? —le pregunté a mi ma­dre aquel domingo.

Mi madre extendió su mano. Solo había cuatro monedas. Me miró muy seria y las guardó en el zurrón.

Entonces no le di importancia. —¿Puedo montarme un rato en el columpio? Mi madre no me contestó.Metió los taburetes y los centros de flores en la

carretilla.—Despídete de Laura —me dijo.Laura es una niña de diez años.

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Igual que yo.Su puesto estaba justo al lado del nuestro.Sus padres vendían cuajada y queso de oveja.—Me tengo que ir, Laura —le dije con tristeza.—El próximo domingo tráete el bañador —con­

testó ella—. Si hace bueno, podemos bajar un rato al río.

—Adiós, Laura.—Adiós, Caperucita.Caperucita soy yo. Cuando era pequeña siempre llevaba puesta una

capa con caperuza, de color rojo, que me regaló mi abuelita y que me tapaba entera.

Hacía mucho tiempo ya que no me la ponía. Aun así, todos seguían llamándome Caperucita Roja.

Después de salir del mercado, mi madre y yo regre­samos a casa.

El camino de vuelta era muy entretenido.Normalmente lo hacíamos cantando.O diciendo trabalenguas.O incluso contando chistes.Algunos domingos, desplegábamos la manta sobre

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la hierba y nos sentábamos un rato a beber limonada y a comer rosquillas.

Sin embargo, aquel domingo fue muy distinto.Mi madre no abrió la boca en todo el camino.Andaba despacio, apretando con fuerza las empu­

ñaduras de la carretilla.Ni siquiera levantó la vista para espantar a una

abeja que revoloteó alrededor de su nariz durante un buen rato.

Yo no sabía qué le pasaba. Ni qué podía decir para que no estuviera tan triste.

Entonces me acordé de algo.—Mamá, ¿puedes parar un momento, por favor?

Tengo que decirte una cosa.Mi madre se detuvo.—Dime —me dijo secándose el sudor de la frente.Yo me coloqué delante de la carretilla y le dije muy

seriamente:—Van dos granos de arena por el desierto y uno

le dice a otro: «Creo que nos siguen».Mi madre me miró unos segundos.Y se echó a llorar.

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Bueno, a lo mejor no era el mejor chiste del mundo, pero tanto como para llorar...

—Es horrible, Caperucita —me dijo entre so­llozos.

—Tienes razón. A mí tampoco me hizo mucha gra­cia cuando me lo contó Tobías, pero es el primer chiste que se me ha ocurrido.

Mi madre se acercó a mí y puso sus manos sobre mis hombros.

Tenía lágrimas en los ojos, pero sus labios esboza­ron una sonrisa.

Me acarició el pelo, la mejilla, y me pellizcó la nariz.

—Eres lo más preciado que tengo —me dijo antes de incorporarse.

En aquel momento no entendí nada. Pero no tardé en comprender.

Esa misma tarde, a la hora de la cena, mi madre nos comunicó algo muy importante a mi abuela y a mí.

Algo que cambiaría nuestras vidas para siempre.

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