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Ariel Derecho Ronald Dworkin LOS DERECHOS EN SERIO Ariel

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Ariel Derecho Ronald Dworkin

LOS DERECHOS EN SERIO

Ariel

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ENSAYO SOBRE DWORKIN

Ronald Dworkin es ac tua lmente el sucesor de H a r t en su cá­tedra de la Univers idad de Oxford y uno de los pr incipales represen tan tes de la filosofía jur íd ica anglosajona. El l ibro que se p resen ta a los lectores de habla castel lana está for­m a d o po r un conjunto de ar t ículos escr i tos en la ú l t ima década.

Crítico implacable y punt i l loso de las escuelas positivis­tas y ut i l i tar is tas , Dworkin —basándose en la filosofía de Rawls y en los pr incipios del l iberal ismo individualista— pre­tende cons t ru i r una teoría general del derecho que no excluya ni el razonamiento mora l ni el razonamiento filosófico. En este sent ido Dworkin es el antiBentham en t an to considera que una teoría general del derecho no debe separa r la cien­cia descript iva del derecho de la política jur ídica . Por o t ra par te —y también frente a Ben tham que cons ideraba que la idea de los derechos na tura les era un d ispara te en zancos— propone una teoría basada en los derechos individuales, lo cual significa que sin derechos individuales no existe «el De­recho».

La obra de Dworkin ha or iginado una polémica muy im­por tan te que ha t rascendido más allá de los círculos aca­démicos. Las tesis de Dworkin han tenido más de t rac tores que seguidores . Un lector imparcial se encon t ra rá con la pa­radoja de que sus crí t icos le, hayan dedicado tan ta atención y, sin embargo —si se a t iende al contenido de sus crí t icas—, sostengan que no merece la pena tomárse lo en serio. 1 Es muy posible que la pa rado ja sea más aparen te que real porque la filosofía jur íd ica de Dworkin const i tuye un p u n t o de par t ida in teresante pa ra la crít ica del posi t ivismo jur íd ico y de la filosofía ut i l i tar is ta . Por o t ra pa r t e p re tende fundamenta r la fi­losofía política liberal sobre unas bases más sólidas, progre­sistas e iguali tar ias. Todo ello explica el impac to de su obra en el marco de la filosofía jur ídica actual .

En E u r o p a cont inental la obra de Dworkin no es muy conocida. Recientemente se ha t raduc ido al i tal iano este mis­mo l ibro y algunos au tores le han dedicado atención. Una de

Diseño de la cubierta. Nacho Soriano

Título original: Taking Rights Seriously

Gerald Duckworth & Co. Ltd., Londres

Traducción de MARTA GUASTAVINO

1. a edición: septiembre 1984 1. a reimpresión: diciembre 1989

2. a reimpresión: septiembre 1995 3. a reimpresión: septiembre 1997

4. a reimpresión: marzo 1999 5. a reimpresión: abril 2002

© 1977: Ronald Dworkin

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción:

© 1984 y 2002: Editorial Ariel, S. A. Provenca, 260 - 08008 Barcelona

ISBN: 84-344-1508-9

Depósito legal: B. 2.932 - 2002

Impreso en España

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sin permiso previo del editor.

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1. L O S DERECHOS DE LOS CIUDADANOS

El lenguaje de los derechos domina , ac tua lmente , el debate político en los Es tados Unidos. Se plantea si el Gobierno res­peta los derechos morales y políticos de sus c iudadanos , o bien si la polít ica exter ior del Gobierno, o su política racial , vulneran ab ie r t amen te tales derechos . Las minor ías cuyos de­rechos han sido violados, ¿tiene, a su vez, derecho a violar la ley? O la propia mayoría silenciosa, ¿t iene derechos , en­t re ellos el derecho a que quienes infringen la ley sean cas­t igados? No es so rprenden te que tales cuest iones tengan aho­ra pr imacía . El concepto de los derechos, y especialmente el concepto de los derechos con t ra el Gobierno, encuen t ra su uso más na tu ra l cuando una sociedad polít ica está dividida y cuando las l lamadas a la cooperación o a un objetivo común no encuen t ran eco.

El debate no incluye el p rob lema de si los c iudadanos t ienen algunos derechos morales cont ra su Gobierno; parece que todas las par tes aceptan que es así. Los políticos y juris­tas convencionales se enorgullecen, por ejemplo, de que nues­t ro s is tema jur íd ico reconozca derechos individuales como los de l ibertad de expresión, igualdad y proceso debido. Y ba­san la af i rmación de que nues t ro s is tema jur ídico merece respeto, por lo menos parc ia lmente , en ese hecho, ya que no sos tendr ían que los s is temas total i tar ios merezcan la misma lealtad.

Por cierto que algunos filósofos rechazan la idea de que los c iudadanos tengan derecho alguno, apa r t e de los que acierta a otorgar les la ley. Ben tham pensaba que la idea de derechos mora les era el «disparate en zancos». Pero tal opi­nión j amás ha formado pa r t e de nues t ra teoría política orto­doxa, y los políticos de ambos par t idos apelan a los derechos del pueblo para just if icar gran par te de lo que quieren hacer .

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En este ensayo no me ocuparé de defender la tesis de que los c iudadanos tienen derechos mora les cont ra sus gobier­nos ; quiero , en cambio, es tudiar las implicaciones que tiene esta tesis pa ra aquellos —incluyendo el actual gobierno de los Es tados Unidos— que dicen aceptar la .

Se discute mucho, por ejemplo, qué derechos concretos t ienen los c iudadanos. El derecho reconocido a la l iber tad de expresión, por ejemplo, ¿incluye el derecho a par t ic ipar en manifestaciones de p ro tes ta? En la práct ica , el Gobierno t endrá la ú l t ima palabra en el p rob lema de cuáles son los derechos del individuo, porque la policía del Gobierno ha rá lo que digan sus funcionarios y sus t r ibunales . Pero eso no significa que la opinión del Gobierno sea necesar iamente la correcta ; cualquiera que piense así debe creer que los hom­bres y las mujeres no t ienen más derechos morales que los que el Gobierno decida concederles, lo que significa que no tienen derecho moral alguno.

En los Es tados Unidos, este p rob lema queda en ocasio­nes oscurecido por el s istema const i tucional . La Consti tución es tadounidense prevé un conjunto de derechos jurídicos in­dividuales en la Pr imera Enmienda y en las cláusulas de proceso debido, igual protección y ot ras similares. Bajo la práct ica jur íd ica vigente, la Suprema Corte está facultada para declarar nula una ley del Congreso o de una legislatura estatal , si la Corte encuentra que dicha ley vulnera esas esti­pulaciones. Es ta práct ica ha sido causa de que algunos comen­ta r i s tas supusieran que los derechos morales individuales es­tán p lenamente protegidos por nues t ro sistema, pero no es así, ni podr ía serlo.

La Consti tución funde prob lemas jur ídicos y morales , en cuanto hace que la validez de una ley dependa de la respues­ta a complejos problemas morales , como el p roblema de si una ley de te rminada respeta la igualdad inherente de todos los hombres . Esta fusión tiene impor tan tes consecuencias pa ra los debates referentes a la desobediencia civil, a los que me refiero en otra par te 1 y a los que volveré a refer i rme, pero deja abier tas dos cuest iones impor tan tes . No nos dice si la Consti tución, aun adecuadamente in te rpre tada , recono­ce todos los derechos morales que t ienen los c iudadanos , y no nos dice si, tal como muchos suponen, los c iudadanos tendr ían el deber de obedecer la ley aun cuando ésta inva­diera sus derechos morales .

Ambas p reguntas son decisivas cuando alguna minor ía re­clama derechos morales que la ley le niega, como el dere-

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cho a tener y admin i s t r a r su propio s is tema escolar, y res­pecto de los cuales los ju r i s tas es tán de acuerdo en que no se hallan protegidos por la Const i tución. La segunda cuest ión se vuelve decisiva cuando, como sucede ac tua lmente , la ma­yoría está lo bas tan te radical izada como pa ra p ropone r seria­men te enmiendas const i tucionales que el iminan derechos , ta­les como el derecho cont ra la autoacusación. También es ta cuest ión es decisiva en naciones, como el Reino Unido, que no t ienen una const i tución comparab le a la es tadounidense .

Por supues to que, aun cuando la Consti tución fuese per­fecta y la mayor ía no la discut iera , de ello no se seguiría que la S u p r e m a Corte pudiera garant izar los derechos indi­viduales de los c iudadanos . Una decisión de la S u p r e m a Corte sigue siendo una decisión jur ídica, y debe tener en cuenta precedentes y consideraciones inst i tucionales, como las rela­ciones en t re la Corte y el Congreso, así como consideracio­nes de mora l idad . Ninguna decisión judicial es necesaria­mente la correcta . En los p rob lemas controver t idos de dere­cho y de moral , los jueces tienen posiciones diferentes y, tal como lo demos t r a ron las d isputas por las designaciones de jueces de la Sup rema Corte que hizo Nixon, un pres idente está autor izado pa ra designar jueces de sus mismas convic­ciones, s iempre que sean honestos y capaces.

Así, aun cuando el s is tema const i tucional agregue algo a la protección de los derechos morales en con t ra del Gobier­no, está muy lejos de garant izar tales derechos , e incluso de establecer en qué consisten. Eso significa que en algunas oca­siones, un o rgan i smo que no es el poder legislativo tiene la ú l t ima pa labra sobre estos p rob lemas , cosa que no puede satisfacer a quien piense que un o rgan i smo tal se equivoca.

Es c ie r tamente inevitable que algún organismo del gobier­no deba tener la ú l t ima pa labra sobre el derecho que hay que hacer valer. Cuando los hombres discrepan respecto de los derechos morales , no h a b r á mane ra de que n inguna de las par tes demues t r e su caso, y alguna decisión debe valer pa ra que no haya anarquía , pero esa mues t r a de sabidur ía tradicional debe ser el comienzo, y no el final, de una filo­sofía de la legislación y aplicación de las leyes. Si no pode­mos exigir que el Gobierno llegue a las respues tas adecuadas respecto de los derechos de sus c iudadanos, podemos recla­mar que por lo menos lo intente. Podemos rec lamar que se tome los derechos en serio, que siga una teoría coherente de lo que son tales derechos , y actúe de manera congruente con lo que él mismo profesa. In ten ta ré demos t r a r qué es lo

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eso significa, y de qué mane ra incide sobre los debates polí­ticos actuales .

2. LOS D E R E C H O S Y EL DERECHO A INFRINGIR LA LEY

Empezaré por un pun to que es objeto de discusiones muy violentas. Un nor teamer icano , ¿tiene, en alguna ocasión, de­recho moral a infringir una ley? Supongamos -que alguien admi te que una ley es válida: ¿tiene, por consiguiente, el deber de obedecer la? Los que in tentan dar respues ta a esta cuest ión se dividen apa ren temen te en dos campos . Los que l lamaré «los conservadores» desaprueban , al parecer , cual­quier acto de desobediencia; parecen satisfechos cuando tales actos son enjuiciados y decepcionados cuando se anulan las condenas . El o t ro grupo, los l iberales, mues t r a mucha mayor comprens ión con algunos casos de desobediencia, por lo me­nos; en ocasiones, desaprueban los enjuic iamientos y cele­b ran las sentencias absolutor ias . Sin embargo , si mi ramos más allá de es tas reacciones emocionales y p res tamos aten­ción a los a rgumentos que usan a m b a s par tes , nos encon­t r amos con un hecho asombroso . Los dos grupos dan, esen­cialmente, la misma respues ta a la cuest ión de principio que supues tamente los divide.

La respuesta de ambas par tes es la siguiente. En una de­mocracia , o al menos en una democracia que en principio respeta los derechos individuales, cada c iudadano tiene un deber mora l general de obedecer todas las leyes, aun cuan­do podr ía gustar le que alguna de ellas se cambiara . Tal es su deber pa ra con sus conciudadanos , que en beneficio de él obedecen leyes que no les gustan. Pero este deber general no puede ser un deber absoluto, porque es posible que in­cluso una sociedad que en principio es ju s t a produzca leyes y directr ices injustas, y un hombre tiene deberes apar te de sus deberes pa ra con el Es tado . Un h o m b r e debe cumpli r sus deberes con su Dios y con su conciencia, y si estos últi­mos se hallan en conflicto con su deber hacia el Estado, es él, en úl t ima instancia, quien tiene derecho a hacer lo que juzga correcto . Sin embargo , si decide que debe infringir la ley, debe someterse al juicio y al castigo que imponga el Es­tado, como reconocimiento del hecho de que su deber para con sus conciudadanos , aunque haya cedido en importancia ante su obligación moral o religiosa, no se ha extinguido.

Por cierto que esta respues ta común se puede e laborar

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de mane ra s muy diferentes. Hay quienes dir ían que el deber para con el Es t ado es fundamenta l y p resen ta r í an a quien disienta como un fanático religioso o mora l . Otros describi­rían en tono muy renuente el deber pa ra con el Es tado y dirían que los que se oponen a él son héroes . Pero éstas son diferencias de tono, y la posición que acabo de descr ibir re­presenta , según creo, la opinión de la mayor ía de quienes, en los casos par t icu la res , se m u e s t r a n t an to en favor como en cont ra de la desobediencia civil.

No p re t endo que esta opinión sea común . Debe de haber quienes s i túan el deber para con el Es t ado a una a l tura tal que no conceden que j a m á s se le pueda desobedecer . Y hay c ie r tamente algunos que negar ían que un h o m b r e tenga ja­más el deber mora l de obedecer la ley, po r lo menos en los Es tados Unidos de hoy. Pero es tas dos posiciones ex t remas son los l ímites de una curva campani forme, y todos los que se encuen t ran en t re ellas mant ienen la posición t radicional que acabo de descr ibir : que los h o m b r e s t ienen el deber de obedecer la ley, pe ro t ambién el derecho de seguir lo que les dicta su conciencia, si está en conflicto con tal deber .

Pero, si tal es el caso, nos encon t ramos con una paradoja , en cuanto h o m b r e s que dan la misma respues ta a una cues­tión de pr incipio parecen es tar en tal desacuerdo , y dividi­dos tan i r reduc t ib lemente , en los casos par t icu la res . La para­doja es más profunda aún pues to que cada una de las par­tes, en algunos casos por lo menos , toma una posición que parece lisa y l l anamente incongruente con la posición teórica que ambas aceptan . Fue lo que se demos t ró , po r ejemplo, cuando algunas personas se a m p a r a r o n en la objeción de conciencia pa ra desobedecer la ley de servicio mil i tar , o ani­maron a o t ras a cometer dicho delito. Los conservadores sos­tuvieron que, aun cuando fueran sinceros, esos h o m b r e s de­bían ser enjuiciados. ¿Por qué? Porque la sociedad no puede tolerar la falta de respeto a la ley que const i tuye, y est imula, un acto semejante . En una pa labra , deben ser enjuiciados para disuadir los , y disuadir a o t ros como ellos, de hacer lo que han hecho.

Pero aquí parece haber una contradicción mons t ruosa . Si un h o m b r e tiene derecho a hacer lo que su conciencia le dice que debe hacer , entonces , ¿cómo se puede just if icar que el Es tado lo d isuada de hacer lo? ¿No está mal que un estado prohiba y cast igue aquello que reconoce que los h o m b r e s tie­nen derecho a hacer?

Además, no son sólo los conservadores los que sost ienen

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que quienes infringen la ley obedeciendo a sus convicciones morales deben ser enjuiciados. El liberal se opone manifies­tamente a permi t i r que los funcionarios de las escuelas ra­cistas demoren la integración, por más que reconozca que tales funcionarios piensan tener derecho mora l a hacer lo que la ley prohibe . Verdad que no es frecuente que el l iberal sos­tenga que se deben hacer valer las leyes de integración pa ra es t imular el respe to general po r la ley; su a rgumentac ión sos­tiene, en cambio, que se las debe hacer cumpl i r po rque son jus tas . Pero también su posición parece incongruente : ¿pue­de ser ju s to enjuiciar a un h o m b r e por hacer lo que le exige su conciencia, al t i empo que se le reconoce el derecho a hacer lo que le dice su conciencia?

Nos encont ramos , por consiguiente, an te dos enigmas. ¿Có­mo es posible que, respecto de una cuest ión de principio, haya dos par tes , cada una de las cuales cree es tar en pro­fundo desacuerdo con la ot ra , y que sin embargo t ienen la misma posición an te la cuest ión que apa ren temen te las divi­de? ¿Cómo es posible que cada pa r t e inste a que se busquen soluciones pa ra de te rminados prob lemas que parecen contra­decir, lisa y l lanamente , la posición de pr incipio que ambas aceptan? Una posible respues ta es que algunos de los que aceptan la posición común, o todos ellos, son unos hipócri­tas que de labios afuera r inden homenaje a unos derechos de conciencia que de hecho no reconocen.

Es ta acusación es has ta cierto p u n t o plausible. Cuando funcionarios públicos que dicen respe ta r la [objeción de] conciencia negaron a Mohamed Ali el derecho de boxear en sus respectivos es tados , en su ac t i tud debe de haber es tado en juego cierta hipocresía . Si, pese a sus escrúpulos reli­giosos, Ali se hubiera incorporado al ejército, le habr ían per­mit ido boxear aunque su acto, según los principios que tales funcionarios dicen respetar , lo hubiera empeorado como ser h u m a n o . Pero los casos tan inequívocos como éste son po­cos, e incluso aquí no parecía que los funcionarios recono­ciesen la contradicción ent re sus actos y sus principios. De­bemos, pues, buscar alguna explicación que vaya más allá de la verdad de que, con frecuencia, los hombres no quieren decir lo que dicen.

Esa explicación más profunda se halla en un conjunto de confusiones que a m e n u d o dificultan las discusiones referen­tes a los derechos . Son confusiones que han oscurecido todos los p rob lemas que mencioné en un pr incipio y han frustra­do todos los in tentos de llegar a formular una teoría cohe-

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rente de cómo debe conducirse un gobierno respetuoso de los derechos .

Para poder explicar esto debo l lamar la a tención sobre el hecho, conocido por los filósofos pero que con frecuencia se ignora en el deba te político, de que la pa labra «derecho» tiene diferente fuerza en diferentes contextos . En la mayoría de los casos, cuando decimos que alguien tiene «derecho» a hacer algo, damos a en tender que es tar ía mal interferir lo en su hacer , o por lo menos que pa ra just if icar cualquier interferencia se necesi ta algún fundamento especial. Uso este sent ido fuerte de la pa labra derecho cuando digo que al­guien tiene el derecho de gastarse su dinero jugando, si quie­re, aunque deber ía gastar lo de m a n e r a más digna y sensata. Lo que quiero decir es que estar ía mal que alguien impidiera ac tua r a esa persona , aun cuando ella se proponga gastar su dinero de una mane ra que a mí me parece mal.

Hay una clara diferencia en t re decir que alguien tiene derecho a hacer algo en este sent ido y decir que está «bien» que lo haga, o que no hace «mal» en hacerlo. Alguien puede tener derecho a hacer algo que está mal que haga, como po­dría ser el caso de jugar con dinero. A la inversa, es posible que esté bien que alguien haga algo y, sin embargo , no tenga derecho a hacerlo, en el sent ido de que no estar ía mal que alguien interfiriese su in tento . Si nues t ro ejérci to cap tu ra a un soldado enemigo, podr í amos decir que lo que está bien para él es que t ra te de escapar, pero de ello no se sigue que esté mal que nosot ros t ra temos de detener le . Podr íamos ad­mirar lo por su in tento de escapar e incluso, quizá, tener mala opinión de él si no lo hiciera. Pero admi t i r lo así no es sugerir que esté mal, de nues t r a par te , ce r ra r le el paso; por el cont rar io , si c reemos que nues t ra causa es jus ta , pensa­mos que es tá bien que hagamos todo lo posible para de­tenerlo.

Por lo común esta distinción —si un h o m b r e tiene dere­cho a hacer algo, y si es tá b ien que lo haga— no t rae proble­mas. Pero a veces sí, porque a veces decimos que un hombre t iene derecho a hacer algo cuando lo único que queremos es negar que está mal que lo haga. Así, decimos que el prisio­nero t iene «derecho» a t r a t a r de escaparse cuando lo que que remos decir no es que hacemos mal en detener lo , sino que él no t iene el deber de no in tentar lo . Usamos la pa labra «derecho» de esta m a n e r a cuando hab lamos de que alguien tiene «derecho» a ac tua r según sus propios principios o a se­guir su propia conciencia. Queremos decir que no hace mal

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en p roceder según sus s inceras convicciones, aun cuando es­temos en desacuerdo con ellas y aun cuando, en vi r tud de directr ices recibidas o por o t r a s razones, debamos obligarlo a ac tua r en cont ra de ellas.

Supongamos que un h o m b r e cree que los pagos de ayuda social a los pobres const i tuyen un grave e r ro r porque soca­van el espír i tu de empresa , de manera que anua lmente de­clara la total idad de sus ingresos, pero se niega a pagar la mi tad del impues to . Podr íamos decir que tiene derecho a negarse a pagar , si así lo desea, pero que el Gobierno t iene derecho a ac tua r en cont ra de él para obligarlo a pagar la total idad, y a mul ta r lo o encarcelar lo por moroso , si es ne­cesario pa ra man tene r la eficacia operat iva del s is tema de recaudación. En la mayoría de los casos, no adop tamos esta act i tud; no decimos que el ladrón ord inar io tenga derecho a robar , si quiere , en tanto que cumpla la condena. Decimos que un h o m b r e tiene derecho a infringir la ley, aun cuando el Es tado tenga derecho a castigarlo, ún icamente cuando pen­samos que , dadas sus convicciones, no hace mal en hacer lo . 2

Estas dist inciones nos permi ten ver una ambigüedad en la cuest ión tradicional de si un h o m b r e tiene alguna vez dere­cho a infringir la ley. Una cuestión tal, ¿significa si alguna vez tiene derecho a infringir la ley en el sent ido fuerte, de modo que el Gobierno har ía mal en impedírselo, a r res tándo­lo y procesándolo? ¿O lo que significa es que alguna vez hace bien en infringir la ley, de m o d o que todos deb ié ramos res­petar lo aun cuando el Gobierno deba encarcelar lo?

Si t o m a m o s la posición tradicional como respues ta a la p r imera cuest ión —que es la más impor tan te—, entonces se p lantean las paradojas descri tas . Pero si la tomamos como respues ta a la segunda, no sucede lo mismo. Conservadores y l iberales están efectivamente de acuerdo en que a veces, cuando su conciencia se lo exige, un h o m b r e no hace mal en infringir una ley. Discrepan —cuando discrepan— respecto de un p rob lema diferente: cuál ha de ser la reacción del Es­tado. De hecho, ambas par tes piensan que en ocasiones el Es tado debe procesar lo, pero esto no es incongruente con la proposición según la cual el procesado hizo bien en in­fringir la ley.

Las pa rado jas parecen autént icas porque genera lmente no se dist inguen las dos cuest iones, y la posición tradicional se p resen ta como solución general para el p rob lema de la desobediencia civil. Pero una vez que se establece la distin­ción, queda de manifiesto que la posición solo ha sido tan

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ampl iamente aceptada porque , cuando se la aplica, se la t ra ta como respues ta a la segunda cuest ión, pero no a la pr imera . La dist inción crucial queda oscurecida por la inquie tante idea de un derecho a la conciencia; esta idea, que ha es tado en el centro de la mayoría de las ú l t imas discusiones sobre la obli­gación política, es una pista e r rónea que nos apa r t a de las cuest iones polít icas decisivas. El es tado de conciencia de un hombre puede ser [un factor] decisivo o centra l cuando lo que se p lan tea como p rob lema es si hace algo mora lmen te malo al infringir la ley; pe ro no es necesar iamente decisivo, ni s iquiera central , cuando el p rob lema es si tiene derecho, en el sent ido fuerte del t é rmino , a hacer lo . Un h o m b r e no tiene derecho, en ese sentido, a hacer cualquier cosa que su conciencia le exija, pero puede tener derecho, en ese senti­do, a hacer algo aunque su conciencia no se lo exija.

Si tal cosa es verdad, entonces no ha habido casi nin­gún intento serio de responder a las p reguntas que casi to­dos tienen intención de formular . Podemos empezar de nuevo enunciando con más clar idad tales cuest iones . Un norteame­ricano, ¿t iene alguna vez el derecho, en sent ido fuerte, de hacer algo que va con t ra la ley? Y si lo t iene, ¿cuándo? Con el fin de responder a estas cuest iones, formuladas de esta manera , debemos in tentar ac la rarnos las implicaciones de la idea, que an tes menc ionamos , de que los c iudadanos tienen por lo menos algunos derechos en contra de su gobierno.

Dije que en los Estados Unidos se supone que los ciuda­danos t ienen cier tos derechos fundamenta les en cont ra de su Gobierno, ciertos derechos morales que la Consti tución convierte en jur ídicos . Si esta idea algo significa y merece que se haga a la rde de ella, estos derechos deben ser dere­chos en el sentido fuerte que acabo de describir . La afirma­ción de que los c iudadanos tienen derecho a la l ibertad de expresión debe implicar que estar ía mal que el Gobierno les impidiese usar de ella, aun cuando el Gobierno crea que lo que han de decir causará más mal que bien. La afirmación no puede que re r decir —volvamos a la analogía del prisio­nero de guerra— únicamente que los c iudadanos no hacen mal en decir lo que piensan, aunque el Gobierno se reserve el derecho de impedir les que lo hagan.

Este pun to es decisivo y quiero insistir sobre él. Por cier­to que un gobierno responsable debe es tar d ispuesto a justi­ficar cualquier cosa que haga, especia lmente cuando limita la l ibertad de sus c iudadanos . Pero no rma lmen te es justifi­cación suficiente, incluso para un acto que l imita la l ibertad,

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que el acto esté calculado pa ra inc rementa r lo que los filó­sofos l laman la ut i l idad general , es decir, que esté calculado para produci r , en t é rminos generales , más beneficio que daño. Así, aunque el ayun tamien to de la Ciudad de Nueva York necesite una just if icación pa ra p roh ib i r a los motor i s t a s el t ráns i to por Lexington Avenue, es just if icación suficiente que los funcionarios cor respondien tes crean, basándose en sóli­das p ruebas , que el beneficio obten ido por la mayoría exce­derá las molest ias que sufran los menos . Cuando se dice que los c iudadanos individuales t ienen derechos en cont ra del Go­bierno, sin embargo , como el derecho a la l iber tad de expre­sión, eso debe quere r decir que esta clase de justif icación no es suficiente. De o t r a mane ra , no se af i rmaría que los indi­viduos t ienen especial protección cont ra la ley cuando es tán en juego sus derechos , y ése es, j u s t a m e n t e , el sent ido de la afirmación.

No todos los derechos jur íd icos , ni s iquiera los derechos const i tucionales , r ep resen tan derechos mora les en con t ra del Gobierno. Actualmente , tengo el derecho jur íd ico de condu­cir en a m b a s direcciones p o r la calle Cincuenta y Siete [de Nueva Y o r k ] , pero el Gobierno no har ía mal en convert i r la en calle de dirección única si considerase que así se favo­rece el interés general. Tengo el derecho const i tucional de votar por un congresis ta cada dos años, pero los gobiernos nacional y es ta ta l no ha r í an ma l si, a jus tándose al procedi­miento de enmiendas , l levaran a cua t ro años , en vez de dos, el t é rmino de los congresis tas , s iempre sobre la base de juz­gar que así se favorecería el bien general .

Pero se supone que los derechos const i tucionales que lla­m a m o s fundamenta les , como el derecho a la l iber tad de ex­presión, represen tan derechos en cont ra del Gobierno en el sentido fuerte; eso es lo que da sent ido al a larde de af i rmar que nues t ro s is tema jur íd ico respe ta los derechos fundamen­tales del c iudadano. Si los c iudadanos t ienen un derecho mo­ral a la l iber tad de expresión, entonces los gobiernos har ían mal en derogar la P r imera Enmienda , que lo garantiza, por más que estuvieran persuad idos de que la mayoría es tar ía mejor si se res t r ingiera ese derecho.

Tampoco quiero exagerar . Quien afirme que los ciudada­nos t ienen un derecho en con t ra del Gobierno no necesi ta ir tan lejos que diga que el Es tado no tiene nunca justifica­ción pa ra inval idar ese derecho . Podr ía decir, por e jemplo, que aunque los c iudadanos tengan derecho a la l iber tad de expresión, el Gobierno puede invalidar ese derecho cuando

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es necesar io p a r a p ro teger los derechos de o t ros , o pa ra im­pedi r una catás t rofe o incluso pa ra ob tener un mayor bene­ficio público claro e impor t an t e (aunque si reconociera esto ú l t imo como justif icación posible no es tar ía colocando al derecho en cuest ión en t re los más impor t an te s o fundamen­tales) . Lo que no puede hacer es decir que el Gobierno está just i f icado pa ra invalidar un derecho basándose en los funda­men tos mín imos que serían suficientes s i ta l derecho no exis­t iera. No puede decir que el Gobierno está au tor izado pa ra ac tua r sin más base que un juicio según el cual es probable que, en t é rminos generales , su acción p roduzca un beneficio a la comunidad . Es ta admisión despojar ía de sent ido a las rec lamaciones de derecho, y demos t ra r ía que está u sando la pa labra «derecho» en algún sent ido que no es el sent ido ne­cesar io pa ra da r a su afirmación la impor tanc ia política que n o r m a l m e n t e se le supone.

Pero entonces las respues tas a nues t r a s dos cuest iones re­ferentes a la desobediencia parecen s imples , aunque nada or todoxas . En nues t ra sociedad, un h o m b r e t iene en ocasio­nes el derecho, en el sent ido fuerte, de desobedecer una ley. Tiene ese derecho toda vez que la ley invade in jus tamente sus derechos en cont ra del Gobierno. Si t iene derecho mora l a la l iber tad de expresión, eso significa que t iene derecho mora l a infringir cualquier ley que el Gobierno, en v i r tud de su derecho [el del h o m b r e ] no tenía derecho a adop ta r . El derecho a desobedecer la ley no es un derecho apar te , que tenga algo que ver con la conciencia y se agregue a o t ros derechos en cont ra del Gobierno. Es s implemente una ca­racter ís t ica de los derechos en cont ra del Gobierno y, en principio, no se le puede negar sin negar al m i s m o t i empo que tales derechos existen.

Es ta s r e spues tas parecen obvias una vez que t o m a m o s los derechos en cont ra del Gobierno como derechos en el senti­do fuerte que he precisado. Si tengo derecho a decir lo que pienso sobre temas políticos, entonces el Gobierno ac túa in­co r rec tamen te si me pone fuera de la ley por hacer lo , aun­que piense que ac túa en protección del in terés general . Si, pese a todo, el Gobierno me pone fuera de la ley por mi acto, en tonces comete una nueva injusticia a l hace r cumpl i r esa ley en cont ra de mí. Mi derecho cont ra el Gobierno signi­fica que el Gobierno no puede imped i rme hablar ; el Gobier­no no puede hacer que impedí rmelo esté bien p o r el solo hecho de habe r dado el p r imer paso.

Por c ier to que todo es to no nos dice exac tamente qué de-

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rechos t ienen los h o m b r e s en cont ra del Gobierno. No nos dice si el derecho a la l iber tad de expresión incluye el dere­cho a manifes tarse . Pero sí quiere decir que la promulgación de una ley no puede afectar a los derechos que efect ivamente t ienen los hombres , y es to es de impor tanc ia decisiva po rque mues t r a la ac t i tud que está permi t ida al individuo, en cuanto a su decisión personal , cuando el p rob lema que se p lantea es el de la desobediencia civil.

Tan to los conservadores como los l iberales suponen que en una sociedad —en té rminos generales— decente, todo el m u n d o tiene el deber de obedecer la ley, sea ésta cual fuere. Tal es la fuente de la cláusula de «deber general» en la posi­ción t radicional , y a u n q u e los l iberales creen que en ocasio­nes se puede «dejar de lado» este deber, incluso ellos supo­nen, lo mi smo que la posición t radicional , que el deber de obediencia se mant iene , en cierta forma, sumergido, de m o d o que un h o m b r e hace bien en aceptar el castigo en reconoci­miento de tal deber . Pero este deber general es poco menos que incoherente en una sociedad que reconoce los derechos . Si un h o m b r e cree que tiene derecho a manifes tarse , debe creer también que estar ía mal que el Gobierno se lo impi­diera, con o sin el beneficio de una ley. Si está autor izado pa ra creer eso, es una tonter ía hab la r de un deber de obe­decer la ley como tal, o de un deber de aceptar el castigo que el Es tado no tiene derecho a imponer le .

Los conservadores ob je ta rán la superficialidad con que he t r a t ado su pun to de vista. Argumenta rán que aun cuando el Gobierno haya hecho mal en adop ta r cier ta ley, como una que l imite la l ibertad de" expresión, hay razones independien­tes po r las que se justif ica que , una vez adoptada , la haga respetar . Entonces , sost ienen, si la ley proh ibe las manifes­taciones, es po rque en t ra en juego algún pr incipio m á s im­por tan te que el derecho individual a la l ibertad de expresión, a saber , el pr incipio del respe to a la ley. Si a una ley, aun­que sea mala, no se la hace valer, se debilita el respeto a la ley, y la sociedad, como tal , se resiente. De modo , pues , que un individuo pierde el derecho mora l a expresarse cuando se const i tuye en delito la l iber tad de expresión, y el Gobierno, en a ras del bien común y del beneficio general, debe hacer valer la ley en con t ra de él.

Pero este a rgumen to , por más popular que sea, sólo es plausible si olvidamos lo que significa decir que un individuo tiene un derecho en cont ra del Es tado . No es obvio, ni mu­cho menos , que la desobediencia civil d isminuya el respe to

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por la ley, pe ro aunque supus ié ramos que así es, es te hecho no viene al caso. La perspect iva de logros ut i l i tar ios no puede just i f icar que se impida a un h o m b r e hacer lo que t iene dere­cho de hacer , y las supues tas ganancias por el respeto a la ley son s implemente logros ut i l i tar ios. Ningún sent ido ten­dría j ac t a rnos de que respe tamos los derechos individuales a menos que ello lleve implíci to c ier to sacrificio, y el sacrificio en cuest ión debe ser que renunciemos a cualesquiera benefi­cios margina les que pudie ra obtener nues t ro país al dejar de lado estos derechos toda vez que resul ten inconvenientes . De modo que el beneficio general no const i tuye una buena base para r ecor t a r los derechos , ni s iquiera cuando el beneficio en cuest ión sea un incremento del respeto por la ley.

Pero quizás es incorrecto suponer que el a rgumen to re­ferido al respecto a la ley no es más que una apelación a la ut i l idad general . Dije que puede es tar just if icado que un es­tado deje de lado los derechos, o los limite, por o t ros moti­vos, y an tes de rechazar la posición conservadora , debemos p regun ta rnos si alguno de ellos es válido. En t r e estos moti­vos, el más impor tan te —y el peor comprend ido— es el que pone en juego la noción de derechos concurrentes que se ve­rían amenazados si no se l imitase el derecho en cuestión. Los c iudadanos tienen tan to derechos personales a la protec­ción del Es tado como derechos personales a es tar libres de la interferencia estatal , y puede ser necesario que el Gobier­no escoja en t re a m b a s clases de derechos. La ley de difama­ción, po r e jemplo, l imita el derecho personal de cualquier hombre a decir lo que piensa, po rque le exige que tenga sóli­dos fundamentos para lo que dice. Pero esta ley se justifica, incluso pa ra quienes piensan que efect ivamente invade un derecho personal , por el hecho de que protege el derecho de ot ros a no ver a r ru inada su reputación por una afirmación desaprensiva.

Los derechos individuales que reconoce nues t r a sociedad ent ran f recuentemente en conflicto de esta manera , y cuando tal cosa sucede, la función del gobierno es decidir . Si el Go­bierno hace la opción adecuada, y protege el [derecho] más impor tan te a costa del que lo es menos , entonces no ha de­bili tado ni desvalorizado la noción de [lo que es ] un dere­cho; cosa que , por el cont rar io , habr ía hecho si hubie ra de­jado de pro teger al más impor tan te de los dos. Debemos, pues , reconocer que el Gobierno tiene una razón pa ra l imitar los derechos si cree, de forma plausible, que un derecho concur ren te es más impor tan te .

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Cabe p regun ta r si el conservador puede aprovecharse de este hecho. Podría a rgumen ta r que hice mal en caracter izar su a rgumen to diciendo que apela al beneficio general , cuan­do lo que hace es apelar a los derechos concurren tes , a sa­ber, al derecho moral de la mayoría a hacer valer sus leyes, o al derecho de la sociedad a man tene r el grado de orden y seguridad que desea. Son éstos los derechos , nos diría, con que se ha de compara r el derecho individual a hacer lo que la ley injusta prohibe .

Pero es te nuevo a rgumen to es confuso, po rque depende a su vez de una nueva ambigüedad en el lenguaje referente a los derechos . Es verdad que hablamos del «derecho» de la sociedad a hacer lo que quiere, pero éste no puede ser un «derecho concurrente» del t ipo que puede just if icar la inva­sión de un derecho en cont ra del Gobierno. La existencia de derechos en cont ra del Gobierno se vería amenazada si el Gobierno pudie ra vulnerar uno de esos derechos ape lando al derecho de una mayoría democrá t ica a imponer su volun­tad. Un derecho en cont ra del Gobierno debe ser un derecho a hacer algo aun cuando la mayoría piense que hacerlo es­tar ía mal , e incluso cuando la mayoría pudiera es tar peor po rque ese «algo» se haga. Si ahora decimos que la sociedad tiene derecho a hacer cualquier cosa que signifique un bene­ficio general , o derecho a preservar el t ipo de ambien te en que desea vivir la mayoría, y lo que que remos decir es que ése es el t ipo de derechos que proporc ionan una justifica­ción para ignorar cualquier derecho en cont ra del Gobierno que pudie ra en t r a r en conflicto con ellos, entonces hemos aniqui lado estos úl t imos derechos .

Con el fin de salvaguardar los , debemos reconocer el carác­ter de derechos concur ren tes sólo a los derechos de ot ros miembros de la sociedad en cuanto individuos. Debemos dis­t inguir los «derechos» de la mayoría como tal, que no pueden contar como justificación para dejar de lado los derechos individuales, y los derechos personales de los miembros de una mayoría, que bien podr ían contar . La prueba que debe­mos usa r es la siguiente. Alguien tiene un derecho concurren­te a ser protegido, que debe ser evaluado frente a un dere­cho individual a ac tuar , si esa persona está autor izada para exigir tal protección de su gobierno por cuenta propia, como individuo, sin tener en cuenta si la mayoría de sus conciuda­danos se unen a la demanda .

Según esta prueba, no puede ser verdad que alguien ten­ga derecho de hacer valer todas las leyes penales que , si no

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fueran ya ley, t endr ía el derecho de hacer promulgar . Las leyes cont ra la violencia personal bien podr ían per tenecer a esa clase. Si los m iembros f ísicamente vulnerables de la co­munidad —los que necesi tan protección policial contra la vio­lencia personal— no fueran más que una pequeña minor ía , todavía parecer ía plausible decir que t ienen derecho a esa protección. Pero no se puede pensa r que las leyes que ase­guran cierto nivel de t ranqui l idad en los lugares públicos o que autor izan y financian una guer ra ext ranjera se apoyen en los derechos individuales. La t ímida d a m a que recor re las calles de Chicago no t iene derecho [a gozar] exac tamente de la medida de t ranqui l idad de que ac tua lmen te disfruta, ni t ampoco a que la juven tud sea rec lu tada pa ra pelear en guer ras que ella aprueba . Hay leyes —tal vez leyes desea­bles— que le aseguran esas ventajas , pero la justif icación de tales leyes, si es que la t ienen, no es su derecho personal , sino el deseo común de una gran mayor ía . Por consiguiente, si esas leyes recor tan efect ivamente el derecho mora l de al­guien a p ro tes ta r , o su derecho a la segur idad personal , la señora no puede alegar un derecho concur ren te que justifi­que tal reducción. Ella no tiene derecho personal alguno a hacer p romulga r tales leyes, como t ampoco tiene derecho concur ren te a hacer las valer.

De mane ra que el conservador no puede sacar mucho par­tido de su a rgumen to basándose en los derechos concurren­tes, pe ro tal vez quiera basarse en o t ras razones. Podría argu­m e n t a r que un gobierno puede es tar just if icado pa ra recor­t a r los derechos personales de sus c iudadanos en una emer­gencia, o cuando así se pueda evi tar una pé rd ida muy gran­de, o quizá cuando es obvio que puede asegurarse algún im­por tan te beneficio. Si la nación está en guerra , es posible que se just i f ique una política de censura , aunque pueda invadir el derecho a decir lo que uno piensa sobre temas política­men te cont rover t idos . Pero la emergencia debe ser autént ica . Debe darse lo que Oliver Wende Holmes describía como un peligro claro y p resen te , y además el peligro debe ser de magni tud.

¿Pueden sostener los conservadores que cuando se vota una ley, aunque sea injusta, se puede recur r i r a este t ipo de justificación pa ra hacer la cumpl i r? Su a rgumen to podr ía es­tar en esta línea. Si el Gobierno reconoce alguna vez que puede equivocarse —que el pode r legislativo puede haber adoptado, el e jecut ivo ap robado y el judicial aplicado, una ley que de hecho recor ta derechos impor tan tes—, entonces

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esta admis ión no sólo conduci rá a una declinación marginal del respe to por la ley, sino a una crisis del o rden . Es posible que los c iudadanos decidan obedecer ún icamente las leyes que pe r sona lmen te aprueban , lo cual equivale a la anarquía . Por eso el Gobierno debe insist ir en que, sean cuales fueren los derechos de un c iudadano antes de que una ley sea vo­t ada po r el Congreso y respa ldada por los t r ibunales , en lo sucesivo sus derechos es tán de te rminados po r esa ley.

Pero este a rgumen to desconoce la pr imit iva dist inción en­t re lo que puede suceder y lo que sucederá . Si pe rmi t imos que sean las conje turas el fundamento de la just if icación de la emergencia o del beneficio decisivo, entonces , una vez más , hemos aniqui lado los derechos. Debemos, como decía Lear-ned Hand, descontar de la gravedad del mal que nos ame­naza la probabi l idad de que esa amenaza se concre te . No conozco n inguna prueba autént ica de que el hecho de tolerar cierta desobediencia civil, por respeto a la posición mora l de quienes la ejercen, haya de inc rementa r tal desobediencia, y m u c h o menos el c r imen en general. La af i rmación de que así ha de ser debe basarse en vagas suposiciones referentes al contagio de los delitos comunes , suposiciones de las que no hay p rueba alguna y que de todas mane ra s no vienen al caso. Parece por lo menos igualmente plausible sos tener que la tolerancia intensificará el respeto po r los funcionarios y por las leyes que éstos p romulgan , o que por lo menos dis­minu i rá la rapidez con que tal respeto se pierde.

Si el p rob lema fuera s implemente la cuest ión de si la co­mun idad estar ía marg ina lmente mejor en el caso de una es t r ic ta imposición de la ley, entonces el gobierno tendr ía que decidir con las p ruebas con que con tamos , y quizá no fuera i r razonable decidir que, pensándolo bien, efectivamente así sería. Pero como lo que está en juego son los derechos , el p rob lema es muy diferente: de lo que se t r a ta es de si la tolerancia llegaría a des t ru i r la comunidad o a amenazar la con graves daños, y suponer que las p ruebas con que conta­mos avalan tal respues ta como probable o siquiera como con­cebible me parece , s implemente , descabellado.

El a rgumen to de la emergencia es confuso también en o t ro sentido. Supone que el Gobierno debe tomar , o bien la posición de que un h o m b r e nunca tiene el derecho de infrin­gir la ley, o bien de que lo tiene s iempre . He dicho que cual­quier sociedad que p re t enda reconocer los derechos debe abandona r la idea de un deber general de obedecer la ley que sea válido en todos los casos. Esto es impor tan te , po rque de-

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mues t ra que las reclamaciones de derechos de un c iudadano no se pueden zanjar sin reflexión. Si un c iudadano sostiene que t iene derecho mora l a no p r e s t a r servicios en el ejérci­to, o a p ro tes t a r de una mane ra que él considera efectiva, en­tonces el funcionario que quiera darle respues ta y no simple­men te obligarle a obedecer por la fuerza, debe responder al pun to que él señala, y no puede acudi r a la ley de recluta­miento ni a una decisión de la Sup rema Corte como argu­men tos de peso especial, y m u c h o menos decisivo. A veces, un funcionario que considere de buena fe los a rgumentos mo­rales del c iudadano, se convencerá de que el reclamo de éste es plausible, e incluso jus to . De ello no se sigue, sin embar­go, que s iempre se dejará pe r suad i r o que s iempre deba hacerlo.

Debo insist ir en que todas es tas proposic iones se refie­ren al sent ido fuerte de [la pa l ab ra ] derecho y, por consi­guiente, dejan sin responder impor tan tes cuest iones referen­tes a lo que es tá bien hacer . Si un h o m b r e cree que t iene derecho a infringir la ley, debe entonces p l a n t e a r [ s e ] si hace bien en e jercer ese derecho. Debe recordar que en t re hom­bres razonables puede habe r diferencia respec to de s i t iene el derecho en cont ra del Gobierno, y po r consiguiente el dere­cho a infringir la ley, que él cree tener; de lo cual se des­p rende que h o m b r e s razonables pueden oponérsele de buena fe. Debe tener en cuenta las diversas consecuencias que ten­d rán sus actos; si es posible que pongan en juego la violen­cia, o cualquier o t r a consideración que p u e d a ser impor tan te según el contexto; no debe ir más allá de los derechos que puede rec lamar de buena fe ni comete r actos que violen los derechos ajenos.

Por o t ra par te , si un funcionario, un fiscal digamos, cree que el c iudadano no t iene derecho a infringir la ley, enton­ces él debe p r e g u n t a r [ s e ] si hace bien en imponer su cum­plimiento. En el capí tulo 8 sostengo que cier tas caracterís t i ­cas de nues t ro s is tema jur ídico, y en par t icu lar la fusión de p rob lemas jur íd icos y mora les que se da en nues t ra Consti­tución, significa que con frecuencia los c iudadanos hacen bien en ejercer lo que ellos consideran derechos morales de infringir la ley, y que con frecuencia los fiscales hacen bien en no enjuiciarlos por ello. No quiero ant ic ipar aquí estos a rgumentos , y sí, en cambio, p r egun ta rme si la exigencia de que el Gobierno se tome en serio los derechos de sus ciuda­danos tiene algo que ver con la cuest ión, decisiva, de en qué consisten tales derechos .

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3. L O S DERECHOS CONTROVERTIDOS

Has ta el momen to , es ta a rgumentac ión ha sido hipotét ica: s i un h o m b r e tiene un de t e rminado derecho mora l en cont ra del Gobierno, ese derecho sobrevive a las leyes y sentencias cont rar ias . Pero con esto no se nos dice qué derechos tiene, y es notor io que respecto de esto reina el desacuerdo entre los h o m b r e s razonables . En ciertos casos muy claros, el acuer­do es amplio; casi todos los que creen en los derechos admi­t ir ían, po r e jemplo, que un h o m b r e tiene el derecho mora l de decir lo que piensa, de manera no agresiva, en cuest iones de in terés político, y que ése es un derecho impor tan te , que el Es tado debe esforzarse por proteger . Pero la controversia se cent ra en torno a los l ímites de tales derechos paradigmá­ticos, y un caso que lo ejemplifica es el de la l lamada ley «anti-disturbios», en el famoso Proceso a los Siete que tuvo lugar en Chicago en la ú l t ima década.

A los procesados se les acusaba de conspi rar pa ra cruzar las f ronteras estatales con la intención de causar d is turbios . El cargo es vago —tal vez inconst i tuc ionalmente vago—, pero apa ren temen te la ley define como criminales los discursos emotivos que sostienen que la violencia se justifica con el fin de asegurar la igualdad política. El derecho a la l ibertad de expresión, ¿ a m p a r a este tipo de discurso? He aquí , por cierto, un problema jur íd ico , en cuanto invoca la cláusula de l iber tad de expresión de la Pr imera Enmienda a la Cons­ti tución. Pero también es un p rob lema moral , porque , como dije, debemos cons iderar a la Pr imera Enmienda como un in tento de proteger un derecho moral . Es pa r t e de la tarea de gobernar la de «definir» los derechos morales median te leyes y decisiones judiciales, es decir, la de declarar oficial­mente la extensión que asignará el Derecho a los derechos morales . El Congreso se planteó este problema cuando votó la ley anti-disturbios, y la Suprema Corte se ha visto frente a él en innumerables casos. ¿Cómo han de enfocar los dife­ren tes depa r t amen tos del gobierno la definición de los dere­chos morales?

Deben comenzar por t omar conciencia de que cualquier cosa que decidan podr ía es tar equivocada. Tanto la historia como sus propios descendientes podr ían juzgar que actua­ron in jus tamente allí donde ellos creían tener razón. Si se toman con seriedad su deber, deben t r a t a r de l imitar sus

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errores y, por ende, deben in ten ta r descubr i r dónde pueden es tar los peligros de equivocación.

Con este fin podr ían escoger uno u o t ro de dos modelos muy diferentes. El p r imero recomienda que se busque un equil ibrio en t re los derechos del individuo y las exigencias de la sociedad como tal. Si el Gobierno infringe un derecho mora l (por e jemplo, definiendo el derecho a la l iber tad de expresión más es t r i c tamente de como lo requiere la justicia) entonces ha inferido un agravio al individuo. Por o t r a par te , si el Gobierno amplía un derecho (al definirlo de mane ra más ampl ia de lo que exige la jus t ic ia) , entonces defrauda a la sociedad, pr ivándola de algún beneficio general , tal como la seguridad c iudadana , que no hay razón pa ra que no tenga. De modo que un e r ro r que inclina la balanza hacia un lado es tan grave como uno que la inclina hacia el o t ro . La ru ta del gobierno ha de consist ir en man tene r el t imón en la línea media, equi l ibrando el b ienestar general con los dere­chos personales y dando a cada cual lo debido.

Cuando el Gobierno, o cualquiera de sus r amas , define un derecho, debe tener presente —de acuerdo con el p r imer modelo— el coste social de diferentes p ropues t a s y hacer los ajustes necesar ios . No debe conceder la mi sma l iber tad a las manifestaciones ruidosas que a la t ranqui la discusión políti­ca, por e jemplo, po rque las p r imeras causan mucha más in­quie tud que la úl t ima. Una vez que decide en qué medida ha de reconocer un derecho, debe hacer valer p lenamente su decisión, lo cual significa permi t i r que el individuo actúe en el marco de sus derechos, tal como los ha definido el Gobier­no, pero no más allá de ellos, de modo que si alguien in­fringe la ley, aun cuando sea por motivos de conciencia, debe ser cast igado. Es indudable que cualquier gobierno cometerá er rores , y l amen ta rá decisiones que alguna vez tomó. Eso es inevitable, pero esta política in termedia ha de asegurar que, a la larga, los desequil ibr ios hacia un lado compensa rán los desequil ibrios hacia el o t ro .

Vistas las cosas así, el p r imer modelo parece s u m a m e n t e plausible y creo que la mayoría de los legos y de los jur is­tas lo acep ta rán con agrado. La metáfora del equil ibrio ent re el interés público y los reclamos personales está bien esta­blecida en nues t ra retór ica judicial y política, y es una me­táfora que hace del modelo algo tan familiar como atract ivo. Sin embargo , el p r imer modelo es falso; lo es, c ie r tamente en el caso de los derechos considerados genera lmente como impor tan tes , y la metáfora es el fondo del e r ror .

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La inst i tución de los derechos en cont ra del Gobierno no es un don de Dios, ni un r i tual ant iguo ni un depor te na­cional. Es una prác t ica compleja y engorrosa, que hace más difícil y más cara la ta rea gubernamenta l de asegurar el be­neficio general , y que —a menos que sirviera de algo— sería una práct ica frivola e injusta. Cualquiera que declare que se toma los derechos en serio, y que elogie a nues t ro Gobierno por respetar los , debe tener alguna idea de qué es ese algo. Debe aceptar , como mín imo, una o dos ideas impor tan tes . La p r imera es la idea, vaga pero poderosa , de la dignidad huma­na. Es ta idea, asociada con Kant , pero que defienden filóso­fos de diferentes escuelas, supone que hay maneras de t r a t a r a un h o m b r e que son incongruentes con el hecho de recono­cerlo caba lmente como m i e m b r o de la comunidad humana , y sostiene que un t r a t amien to tal es p rofundamente injusto.

La segunda es la idea, más familiar, de la igualdad polí­tica, que supone que los miembros más débiles de una co­munidad política tiene derecho, por pa r t e del gobierno, a la misma consideración y el m i smo respeto que se han asegura­do pa ra sí los m iembros más poderosos , de manera que si algunos hombres t ienen l iber tad de decisión, sea cual fuere el efecto de la misma sobre el bien general , entonces todos los hombres deben tener la mi sma l ibertad. No es mi propósi to e laborar ni defender aquí estas ideas, sino solamente insistir en que cualquiera que sostenga que los c iudadanos tienen derechos debe acep ta r ideas muy próximas a éstas . 3

Tiene sent ido decir que un hombre tiene un derecho fun­damenta l en cont ra del Gobierno, en el sentido fuerte, como la l iber tad de expresión, si ese derecho es necesario pa ra proteger su dignidad, o su s ta tus como acreedor a la misma consideración y respeto o algún o t ro valor personal de im­por tancia similar; de cualquier o t ra mane ra no tiene sentido.

De modo que, si los derechos t ienen sentido, la invasión de un derecho re la t ivamente impor tan te debe ser un asunto muy grave, que significa t r a t a r a un h o m b r e como algo me­nos que un hombre , o como menos digno de consideración que ot ros hombres . La inst i tución de los derechos se basa en la convicción de que ésa es una injusticia grave, y que para prevenir la vale la pena pagar el coste adicional de política social o eficiencia que sea necesar io. Pero entonces, no debe ser exacto decir que la extensión de los derechos es una in­just icia tan grave como su invasión. Si el Gobierno yerra ha­cia el lado del individuo, entonces s implemente , en térmi­nos de eficiencia social, paga un poco más de lo que tiene

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que pagar ; es decir, paga un poco m á s en la m i s m a moneda que ya ha decidido que se ha de gastar . Pero si yer ra en cont ra del individuo, le inflige un insul to que para evitarlo, según el p rop io gobierno lo reconoce, requiere un gasto mu­cho mayor de esa moneda .

El p r i m e r mode lo es, pues , indefendible. De hecho, des­cansa sobre un e r ro r que ya analicé antes , a saber , la con­fusión de los derechos de la sociedad con los derechos de los m i e m b r o s de la sociedad. El «equilibrio» es aprop iado cuando el Gobierno debe escoger ent re pre tens iones de dere­cho concur ren tes ; por ejemplo, en t re la pre tens ión de liber­tad de asociación de los sureños y la pre tens ión del negro de tener acceso a una educación igual. Entonces , el Gobierno no puede hacer o t r a cosa que es t imar los mér i tos de las pre tens iones concur ren tes y ac tua r de acuerdo con esa esti­mación. El p r imer modelo supone que el «derecho» de la mayor ía es un derecho concur ren te , que es menes te r equi­l ibrar de esa manera ; pero eso, como ya a rgumenté , es una confusión que amenaza con des t ru i r el concepto de los dere­chos individuales. Vale la pena señalar que la comunidad re­chaza el p r imer modelo en el ámbi to en que es más lo que es tá en juego pa ra el individuo: el proceso cr iminal . Deci­mos que es mejor dejar en l iber tad a muchos culpables que cast igar a un inocente, y esa homilía descansa sobre la elec­ción del segundo mode lo de gobierno.

Para el segundo modelo, r ecor ta r un derecho es mucho más grave que extender lo , y sus recomendaciones se deri­van de ese juicio. El modelo est ipula que, una vez reconocido un derecho en los casos más claros, el Gobierno debe ac tuar de mane ra tal que sólo se recor te ese derecho cuando se pre­senta alguna razón convincente , que sea congruente con las suposiciones sobre las cuales debe basarse el derecho origi­nal. Una vez que está concedido, el simple hecho de que la sociedad pagar ía un precio mayor por extender lo no puede ser un a rgumen to pa ra res t r ingi r un derecho. Debe haber algo especial en ese mayor precio, o el caso debe tener al­guna ot ra caracter ís t ica que permi ta decir que, aunque se justifica un gran coste social para proteger el derecho origi­nal, ese coste par t i cu la r no es necesario. En o t ras pa labras , si el Gobierno no ampl ía ese derecho, es ta rá demos t r ando que su reconocimiento del mismo en el caso original es una ficción, una p romesa que sólo se p ropone m a n t e n e r mien­t ras no le resul te inconveniente.

¿Cómo podemos d e m o s t r a r que no vale la pena pagar un

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coste de t e rminado sin re t i r a r el reconocimiento inicial de un derecho? No se me ocur ren más que t res t ipos de razones que se puedan usa r de m a n e r a coherente pa ra l imitar la de­finición de un derecho de te rminado . Pr imero , el Gobierno podr ía demos t r a r que los valores protegidos por el derecho original no es tán rea lmente en juego en el caso marginal , o lo es tán solamente en alguna forma a tenuada . Segundo, po­dr ía demos t r a r que si se define el derecho de m a n e r a tal que incluye el caso marginal , se recor tar ía algún derecho con­cur ren te , en el sent ido fuerte que ya describí antes . Tercero, se podr ía d e m o s t r a r que si se definiera de esa m a n e r a el derecho, entonces no se incrementar ía s implemente el coste social, sino que ese inc remen to sería de una magni tud que t rascender ía en mucho el coste pagado pa ra conceder el dere­cho original; una magni tud lo bas tan te grande como para que se just i f ique cualquier a t aque a la dignidad o a la igual­dad que pudiera significar.

Es bas tan te fácil aplicar estas razones a un grupo de pro­b lemas , in tegrantes de las cuestiones const i tucionales , que tuvo que p lantearse la Sup rema Corte. La ley de reclutamien­to disponía una eximente pa ra los obje tores de conciencia, pero esta eximente, tal como la han in te rpre tado las jun tas de rec lu tamiento , se ha l imitado a quienes objetan todas las guer ras por razones religiosas. Si suponemos que la eximente se justifica sobre la base de que un individuo tiene el dere­cho mora l de no ma ta r en violación de sus propios princi­pios, entonces se p lantea la cuestión de si cor responde ex­cluir a aquellos cuya mora l idad no se basa en la religión, o cuya mora l idad es lo bas t an te compleja como para estable­cer dist inciones ent re las guer ras . Como cuestión de derecho const i tucional , la Corte sostuvo que las j un t a s de recluta­miento hacían mal en excluir a los p r imeros , pero eran com­petentes pa ra excluir a los ú l t imos.

Ninguna de las t res razones que enumeré puede just if icar n inguna de estas exclusiones como cuestión de moral idad po­lítica. La invasión de la personal idad [que significa] obligar a los h o m b r e s a m a t a r cuando ellos creen que m a t a r es inmo­ral es la misma cuando sus creencias se basan en razones seculares o t ienen en cuenta que las guer ras difieren de ma­neras mora lmen te per t inentes , y no hay diferencia per t inente en [la existencia de] derechos concur ren tes o de una emer­gencia nacional . Hay diferencias en t re los casos, na tura lmen­te, pero son insuficientes para just if icar la distinción. Un gobierno que en pr incipio es secular no puede prefer i r una

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mora l idad de base religiosa a una que no la tiene. Hay ar­gumentos ut i l i tar is tas que favorecen que se l imite la excep­ción a razones religiosas o universales: una eximente así limi­tada puede ser de adminis t rac ión más ba ra t a y quizá permi ta dist inguir más fácilmente en t re los ob je tores sinceros y los que no lo son. Pero estas razones ut i l i tar is tas no vienen al caso, porque no pueden contar como fundamentos pa ra limi­ta r un derecho.

Y ¿qué se puede decir de la ley ant i-dis turbios, tal como se aplicó en el proceso de Chicago? Es ta ley, ¿ representa una limitación injusta del derecho a la l iber tad de expresión, su­pues tamen te protegido por la Pr imera Enmienda? Si hubié­ramos de aplicar a este p rob lema el p r i m e r modelo de go­bierno, el a rgumento en favor de la ley ant i-disturbios pare­cería fuerte. Pero si de jamos apa r t e como inadecuadas las referencias al equil ibrio y buscamos las razones apropiadas para l imitar un derecho, entonces el a rgumen to se debilita bas tan te . El derecho original a la l ibertad de expresión debe suponer que es una afrenta a la personal idad h u m a n a impe­dir a un h o m b r e que exprese lo que s inceramente cree, par­t icularmente respecto de cuest iones que afectan a la forma en que se lo gobierna. Sin duda la afrenta es mayor, y no menor , cuando se le impide que exprese aquellos principios de moral idad política que más apas ionadamente sostiene, frente a cosas que él considera violaciones flagrantes de di­chos principios.

Se puede decir que la ley ant i -dis turbios lo deja en liber­tad de expresar esos principios de mane ra no provocativa, pero así se pasa por al to la conexión señalada ent re expre­sión y dignidad. Un h o m b r e no puede expresarse l ibremente cuando no puede equ ipara r su re tór ica con su agravio, o cuando debe m o d e r a r su vuelo pa ra pro teger valores que pa ra él no cuentan , en comparac ión con aquellos que intenta vindicar. Es verdad que algunos oposi tores políticos hablan de maneras que escandalizan a la mayoría , pero es una arro­gancia que la mayoría suponga que los métodos de expresión ortodoxos son las maneras adecuadas de hablar , porque tal suposición const i tuye una negativa de la igualdad de consi­deración y respeto . Si el sent ido del derecho es proteger la dignidad de los oposi tores , entonces los juicios referentes a cuál es el discurso aprop iado se han de formular teniendo presente la personal idad de los oposi tores , no la personali­dad de la mayoría «silenciosa», para la cual la ley anti-dis­turbios no representa restr icción alguna.

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De ahí que no sirva el a rgumento según el cual los valo­res protegidos por el derecho original es tán menos vulne­rados en el caso marginal . Debemos cons iderar ahora si los derechos concurren tes , o alguna amenaza grave a la socie­dad no justifican, sin embargo , la ley ant i-disturbios. Pode­mos cons iderar jun tas estas dos razones, porque los únicos derechos concurren tes plausibles son los derechos a verse libre de violencia, y la violencia es la única amenaza plausi­ble a la sociedad que proporc iona el contexto.

Nadie tiene el derecho de q u e m a r m e la casa, de apedrear­me o apedrea r mi coche o de h u n d i r m e el cráneo con una cadena de bicicleta, aunque le parezca que ésos son medios na tura les de expresión. Pero a los acusados en el proceso de Chicago no se les impu taban actos de violencia directa; lo que se sostenía era que los actos de discurso que planeaban podr ían hacer que o t ros comet ieran actos de violencia, ya fuera como demost rac ión de apoyo o de host i l idad a lo que ellos decían. ¿Proporciona esto una just if icación?

La cuest ión sería diferente si pud ié ramos decir con algún margen de confianza cuánta violencia se podr ía esperar que previniera la ley anti-disturbios, y de qué clase. ¿Ahorrar ía dos vidas por año, doscientas o dos mil? ¿Dos mil dólares de propiedades o doscientos mil? ¿O dos millones? Nadie puede decirlo, y no s implemente porque la predicción sea poco menos que imposible, sino porque no tenemos una compren­sión segura del proceso mediante el cual la manifestación se convierte en desorden, ni —en par t icular— del papel que en todo esto desempeña el discurso inflamatorio, a diferen­cia de la pobreza, la b ru ta l idad policial, la sed de sangre y todo el resto de los fallos humanos y económicos. El Gobier­no, na tu ra lmen te , debe in ten ta r reducir el despilfarro violen­to de vidas y propiedades , pero debe reconocer que cualquier intento de localizar y ext i rpar una causa de tumul tos , a no ser que se t ra te de una reorganización de la sociedad, debe ser un ejercicio conjetural de un proceso de ensayo y error . El gobierno ha de tomar sus decisiones en condiciones de muy elevada incer t idumbre , y la insti tución de los derechos, si se la toma en serio, limita su l iber tad de exper imentar en tales condiciones.

Obliga además al Gobierno a tener presente que impedir a un h o m b r e que hable o que se manifieste le inflige un in­sulto profundo y seguro, a cambio de un beneficio conjetural que, en todo caso, se puede lograr de o t ras maneras , aunque sean más caras . Cuando los jur i s tas dicen que se pueden li-

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mita r los derechos pa ra pro teger o t ros derechos o pa ra im­pedir una catás t rofe , t ienen presentes casos en que es rela­t ivamente fácil dis t inguir la causa y el efecto, como el cono­cido ejemplo del h o m b r e que da una falsa a l a rma de incen­dio en un t ea t ro a tes tado de gente.

Pero el episodio de Chicago demues t r a has ta qué p u n t o pueden oscurecerse las conexiones causales. Los discursos de Hoffman o de Rubin, ¿eran condiciones necesar ias del tu­mul to? ¿O, de todas mane ras , y como también a rgumen ta el Gobierno, esos miles de personas habían acudido a Chicago con el fin de provocar dis turbios? Es tas condiciones, ¿eran, en todo caso, suficientes? O bien la policía, ¿no podr ía ha­ber contenido la violencia si no hubiera es tado tan ocupada en cont r ibu i r a ella como lo señaló la Comisión Presidencial sobre Ja Violencia?

No son cuest iones fáciles de responder , pero si algo signi­fican los derechos , el Gobierno no puede l imi tarse a dar por sentadas respues tas que just if iquen su conducta . Si un hom­bre tiene derecho a hablar , si las razones que fundamentan ese derecho abarcan también el discurso polít ico provocati­vo, y si los efectos de tal discurso sobre la violencia no es­tán claros, en tonces el Gobierno no está au tor izado pa ra em­pezar el abordaje de ese p rob lema negando ese derecho. Es posible que recor t a r el derecho de hab la r sea el recurso me­nos caro, y el que menos lesione la mora l policial o el más popular desde el pun to de vista político. Pero ésos son argu­mentos ut i l i tar is tas en favor de empezar po r una pa r t e me­jor que por ot ra , y el concepto de derechos excluye tales a rgumentos .

Este pun to puede verse oscurecido por la creencia popu­lar en que los activistas políticos ant ic ipan la violencia y «buscan problemas» en todo lo que dicen. Según opinión general , mal pueden quejarse si se los t oma po r au tores de la violencia que esperan, y de acuerdo con ello se los t ra ta . Pero esta ac t i tud repi te la confusión que ya antes t r a té de explicar, en t re tener derecho y hacer bien en hacer . Los mo­tivos del o r ado r pueden ser muy impor tan tes pa ra decidir si hace bien en habla r apas ionadamente de p rob lemas que pue­den a r r e b a t a r o enfurecer al público. Pero si t iene derecho a hablar , y como el peligro de permit i r le que lo haga es con­je tura l , sus motivos no pueden valer como prueba indepen­diente en la a rgumentac ión dest inada a just i f icar que se le impida hablar.

Pero, ¿qué hay de los derechos individuales de los que

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perecerán en un tumul to , o del t ranseúnte mue r to por el d isparo de un francot i rador , o del comerc iante cuya t ienda resul ta saqueada? Plantear el p roblema de esta manera , como cuest ión de derechos concurren tes , sugiere un pr incipio que socavaría el efecto de la incer t idumbre . ¿Hemos de decir que algunos derechos a la protección son tan impor tan tes que se justif ica que el Gobierno haga todo lo posible por mantener ­los? ¿Hemos de decir, por ende, que el Gobierno puede re­cor ta r los derechos de o t ros a ac tuar cuando sus actos po­dr ían s implemente aumen ta r , por más leve o conje tura l que fuera el margen, el riesgo de que resu l ta ra violado el derecho de alguna persona a la vida o a la p ropiedad?

En algún principio así confían quienes se oponen a las recientes decisiones liberales de la Sup rema Corte sobre el p rocedimien to policial. Tales decisiones inc rementan la proba­bil idad de que un culpable salga en l ibertad y por consiguien­te, en forma marginal , aumen tan el riesgo de que cualquier m i e m b r o de la comunidad sea víct ima de asesinato, violación o robo. Algunos críticos creen que las decisiones de la Corte deben, por tanto , ser injustas.

Pero ninguna sociedad que profese reconocer una varie­dad de derechos, sobre la base de que la dignidad o la igual­dad de un h o m b r e pueden verse invadidas de diversas ma­neras , puede aceptar tal cosa como principio. Si obligar a un h o m b r e a declarar con t ra sí mismo, o prohibir le que hable, es efect ivamente causa del daño que suponen los derechos con t ra la autoacusación y el derecho a la l ibertad de expre­sión, entonces sería denigrante que el Es tado le dijese que debe sufrir ese daño pa ra aumen ta r la posibil idad de que se reduzca marg ina lmente el riesgo de pérd ida de ot ros hom­bres . Si los derechos t ienen algún sentido, entonces no pue­den tener grados de impor tanc ia tan diferentes que algunos no cuenten para nada mien t ras que de o t ros se hace men­ción.

Na tu ra lmene , el Gobierno puede d iscr iminar e impedir a un h o m b r e que ejerza su derecho a habla r cuando hay un riesgo claro y sustancial de que su discurso sea muy dañoso pa ra la persona o la propiedad de ot ros , y cuando no se dis­pone de o t ro medio de impedir lo, como en el caso del hom­bre que da la falsa a la rma de incendio en un tea t ro . Pero debemos rechazar el sugerido principio de que el Gobierno pueda, s implemente , ignorar el derecho de hablar cuando se encuen t ran en juego la vida y la propiedad. En tanto que el influjo del discurso sobre esos ot ros derechos no sea más

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que conje tura l y marginal , debe buscar en o t ra pa r t e las pa­lancas que ha de accionar .

4. ¿ P O R QUÉ TOMARNOS LOS DERECHOS EN S E R I O ?

Al comenzar este ensayo dije que quería demos t r a r lo que debe hacer un gobierno que haga profesión de reconocer los derechos individuales . Debe presc indi r de la aseveración de que los c iudadanos j a m á s t ienen derecho a infringir sus le­yes, y no debe definir los derechos de los c iudadanos de modo tal que queden ais lados por supues tas razones del bien general. Cuando un gobierno se enfrenta con aspereza a la desobediencia civil o hace campaña en cont ra de la p ro tes ta verbal se puede , po r ende, considerar que tales act i tudes des­mienten su s incer idad.

Cabría, sin embargo , p regun ta r se si después de todo es p ruden te t o m a r s e los derechos con semejante ser iedad. Lo ca­racter ís t ico de n u e s t r o país [los Es tados Unidos] , por lo me­nos según su prop ia leyenda, reside en no llevar a sus últi­mas consecuencias lógicas n inguna doctr ina abs t rac ta . Quizá sea hora de no pensa r en abst racciones y concent ra rnos , en cambio, en da r a la mayor ía de nues t ros c iudadanos un nue­vo sent ido de [lo que es] la preocupación del Gobierno por su b ienes tar , y de lo que es el derecho de ellos a gobernar .

En todo caso, eso es lo que apa ren temen te creía el ex vice­pres idente , Spi ro Agnew. En una declaración polít ica refe­ren te al p rob lema de los «bichos raros» y los inadap tados sociales, dijo que la preocupación de los l iberales por los derechos individuales era un viento de proa que encaraba de frente a la nave del es tado. La metáfora es pobre , pero el pun to de vista filosófico que expresa está muy claro. Agnew reconoció, cosa que no hacen muchos liberales, que la mayor ía no puede viajar con tan ta rapidez como desearía, ni llegar tan lejos, si reconoce los derechos de los individuos a hacer lo que , en t é rminos de la propia mayoría , es tá mal que se haga.

Spiro Agnew suponía que los derechos p roducen divisio­nes, y que si se los toma con más escept icismo es posible alcanzar la un idad nacional y un nuevo respeto por la ley. Pero se equivoca. Los Es tados Unidos seguirán es tando divi­didos por su política social y extranjera , y si la economía vuelve a debi l i tarse , las divisiones se enconarán más aún. Si queremos que nues t r a s leyes y nues t ras inst i tuciones legales

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nos proporc ionen las n o r m a s básicas den t ro de las cuales ha­yan de ser cuest ionados estos p rob lemas , esas no rmas bá­sicas no deben ser la ley del conquis tador , que la clase domi­nan te impone a las más débiles, tal como suponía Marx que era el derecho de una sociedad capital is ta. El grueso del derecho —aquella pa r t e que define y condiciona la ejecu­ción de la política social, económica y extranjera— no puede ser neut ra l . Debe enunciar , en su mayor par te , la opinión que tiene la mayor ía de lo que es el bien común. La insti­tución de los derechos es, por consiguiente, crucial, porque represen ta la p romesa que la mayoría hace a las minor ías de que la dignidad y la igualdad de éstas serán respe tadas . Cuanto más violentas sean las divisiones ent re los grupos, más sincero debe ser ese gesto pa ra que el derecho funcione.

La insti tución requiere un acto de fe de par te de las mi­norías , porque el alcance de los derechos de éstas ha de ser objeto de controvers ias toda vez que tales derechos son im­por tan tes , y po rque los funcionarios de la mayoría ac tuarán según sus propias ideas de lo que son rea lmente tales dere­chos. Na tu ra lmente , esos funcionarios es tarán en desacuer­do con muchas de las reclamaciones que plantea una mino­ría; por eso es t an to más impor tan te que tomen sus deci­siones con seriedad. Deben demos t r a r que ent ienden lo que son los derechos y no deben sus t rae r nada de lo que la doct r ina cabalmente implica. El Gobie rno no conseguirá que vuelva a ser respe tado el derecho si no le confiere algún dere­cho a ser respetado. Y no podrá conseguirlo si descuida el único rasgo que dist ingue al derecho de la b ru ta l idad orde­nada . Si el Gobierno no se toma los derechos en serio, en­tonces t ampoco se está t o m a n d o con seriedad el derecho.

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¿Qué t ra to ha de dar el gobierno a quienes desobedecen las leyes de rec lu tamiento por motivos de conciencia? Mucha gente cree que la respues ta es obvia: el gobierno debe pro­cesar a los obje tores y, si los t r ibunales los condenan, debe castigarlos. Hay personas que llegan fácilmente a esta con­clusión, po rque sostienen la poco medi tada opinión de que la desobediencia por motivos de conciencia es lo mismo que el s imple desacato a la ley. Piensan que los obje tores son anarqu is tas a quienes se debe cast igar antes de que la corrup­ción se difunda. Sin embargo, muchos ju r i s tas e intelectuales se valen de un a rgumento apa ren temente más complejo y re­finado pa ra llegar a la misma conclusión. Reconocen que la desobediencia al derecho puede es tar moralmente justifica­da, pero insisten en que no se la puede just if icar jurídica­mente, y piensan que de este tópico se deduce que la ley se debe hacer cumplir . Erwin Griswold, que fue P rocurador Ge­neral de los Es tados Unidos, t ras haber sido decano de la Facultad de Derecho de Harvard , parece haber adop tado ese pun to de vista. «[Rasgo] esencial del derecho», dijo, «es que se apl ique igualmente a todos, que a todos obligue por igual, independientemente de los motivos personales . Por esta ra­zón, quien contemple la desobediencia civil por convicciones morales no se ha de sorprender y no debe amargarse si se le somete a un juicio criminal . Y debe aceptar el hecho de que la sociedad organizada no puede man tene r se sobre nin­guna ot ra base.»

The New York Times aplaudió esta declaración. Un millar de miembros de varias universidades habían f irmado una so­licitud en el Times, en la que se pedía al Depar t amen to de Justicia que anulara los cargos presen tados en cont ra del reverendo William Sloane Coffin, el doctor Benjamín Spock, Marcus Raskin, Mitchell Goodman y Michael Ferber, por conspi ra r cont ra las leyes de reclutamiento . El Times decía

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que la solicitud de que se anu la ran los cargos «confundía los derechos mora les con las responsabi l idades jurídicas».

Pero el a rgumen to según el cual, si el gobierno cree que un h o m b r e ha comet ido un delito, debe procesar lo , es mucho más débil de lo que parece. La sociedad «no puede mante­nerse» si tolera toda desobediencia; de ello no se sigue, sin embargo , que haya de desmoronarse si tolera alguna, y tam­poco hay p ruebas de que así sea. En los Es tados Unidos, queda l ibrada a la discreción de los fiscales la decisión de si en de te rminados casos han de hacer cumpli r las leyes pe­nales. Un fiscal puede encon t ra r razones adecuadas para no insistir en los cargos si el infractor de la ley es joven, o inexperto, o es el único sostén de una familia, o si se arre­piente, o si acusa a sus cómplices, o si la ley es impopular o inaplicable, o si genera lmente se la desobedece, o si los t r ibunales están recargados de casos más impor tan tes , o por docenas de o t ras causas . Esta discreción no es licencia, ya que esperamos que los fiscales tengan buenas razones pa ra ejerci tar la , sino que hay, prima facie al menos , algunas bue­nas razones para no procesar a quienes desobedecen las leyes de rec lu tamiento por motivos de conciencia. Una es la razón, obvia, de que ac túan por mejores motivos que quienes in­fringen la ley por codicia o por el deseo de subver t i r el go­bierno. Si el motivo puede contar cuando se establecen dis­t inciones en t re ladrones , ¿por qué no para establecerlas en­tre infractores a las leyes del rec lu tamiento? Otra es la razón prác t ica de que nues t ra sociedad sufre una pérdida si cas­tiga a un grupo que incluye —tal como de hecho sucede con el grupo de obje tores— a algunos de sus c iudadanos más leales y respetuosos de la ley. Encarcelar a hombres así sirve pa ra intensificar su alienación de la sociedad y aliena a mu­chos como ellos, a quienes la amenaza disuade. Si este t ipo de consecuencias prác t icas const i tuyeron a rgumentos para no imponer el prohibic ionismo, ¿por qué no han de consti tuir­los pa ra tolerar el delito por objeción de conciencia?

Quienes piensan que s iempre se ha de cast igar a los obje­tores de conciencia deben demos t r a r que las razones ci tadas no son buenas razones para el ejercicio de la discreción, o bien deben encon t ra r razones en cont rar io de mayor peso. ¿Qué a rgumentos podr ían presen ta r? Hay razones práct icas para hacer cumpl i r las leyes de rec lu tamiento y más adelante me de tendré en algunas. Pero Griswald y los que están de acuerdo con él se basan al parecer en un a rgumento moral fundamental según el cual no sólo no sería práct ico, sino que

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sería injusto, dejar que los obje tores queda ran impunes . Pien­san que sería injusto, según ent iendo, po rque la sociedad no podr ía funcionar si cada uno desobedeciera las leyes que desaprueba o que le parecen desventajosas . Si el gobierno tolera a esos pocos que no quieren «jugar el juego», les per­mi te que se aseguren los beneficios de la deferencia de to­dos los demás hacia el derecho, sin compar t i r las cargas, tales como la carga del rec lu tamiento .

He aquí un a rgumen to sólido, al que no se puede respon­der diciendo s implemente que los obje tores conceder ían a todo aquel que considerase inmora l una ley el privilegio de desobedecerla . De hecho, pocos obje tores a las leyes de reclu­t amien to aceptar ían una sociedad cambiada de modo tal que se dejara en l ibertad a los segregacionistas sinceros de in­fringir las leyes de derecho civil que les desagradaran . La mayoría , en todo caso, no quiere ningún cambio así porque piensa que, de produci r se éste, la sociedad estar ía peor; mien­t ras no se les demues t re que están equivocados, esperan que los funcionarios castiguen a cualquiera que a suma un privilegio que ellos, pensando en el beneficio general , no a sumen .

Sin embargo , el a rgumen to t iene un fallo. El razonamiento contiene un supues to implícito que lo hace casi to ta lmente inaplicable a los casos de rec lu tamiento y, más aún, a cual­quier caso grave de desobediencia civil en los Es tados Unidos. Supone que los objetores saben que es tán infringiendo una ley válida, y que el privilegio que reivindican es el de ha­cerlo así. Por cier to que casi todos los que impugnan la desobediencia civil reconocen que en Es t ados Unidos una ley puede no ser válida po rque es inconst i tucional . Pero los crí­ticos enfrentan esta complej idad basando su a rgumentac ión en dos hipótes is : si la ley no es válida no se ha comet ido delito a lguno y la sociedad no puede cast igarlo. Si la ley es válida, se ha comet ido un delito y la sociedad debe castigar­lo. Tras este razonamiento se oculta un hecho decisivo: que la validez de la ley puede ser dudosa. Es posible que los funcionarios y jueces crean que la ley es válida, que los obje­tores estén en desacuerdo, y que a m b a s par tes cuenten con a rgumentos plausibles para defender sus posiciones. En tal caso, los p rob lemas son diferentes de lo que serían si la ley fuese c la ramente válida o c la ramente inválida, y el argumen­to de equidad, aplicable para dichas a l ternat ivas , no es apli­cable al caso.

Una ley dudosa no es, en modo alguno, cosa rara o espe-

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cial en los casos de desobediencia civil; al contrar io . En los Es tados Unidos, por lo menos , casi cualquier ley que un grupo significativo de personas se siente t en tada de desobe­decer por razones mora les sería t ambién dudosa —y en oca­siones, c l a ramente inválida— por razones const i tucionales . La const i tución hace que nues t ra mora l idad política convencio­nal sea per t inen te pa ra la cuest ión de la validez; cualquier ley que parezca poner en peligro dicha mora l idad plantea cuest iones const i tucionales , y si la amenaza que significa es grave, las dudas const i tucionales t ambién lo son.

La relación ent re p rob lemas morales y jur íd icos fue espe­cialmente clara en los casos de rec lu tamiento de la ú l t ima década. El desacuerdo se basaba por entonces en las siguien­tes objeciones mora les : a) Los Es tados Unidos están usando a r m a s y táct icas inmorales en Vietnam. b) La guerra nunca ha sido respa ldada por el voto del iberado, cons iderado y abier to de los r ep resen tan tes del pueblo, c) Para los Esta­dos Unidos no está en juego en Vie tnam ningún in terés ni r e m o t a m e n t e lo bas t an te fuerte como para que se just if ique obligar a un sector de sus c iudadanos a asumir allí un ries­go de m u e r t e . d) Si se ha de rec lu tar un ejérci to para com­ba t i r en esa guerra , es inmoral que se lo haga median te un rec lu tamiento que da p ró r roga o exime a los es tudiantes uni­versi tar ios , con lo que se crea una discr iminación en cont ra de los económicamente subprivilegiados. e) El rec lu tamien to exime a quienes ob je tan todas las guerras por motivos reli­giosos, pe ro no a quienes obje tan de te rminadas guer ras por razones morales ; en t re tales posiciones no hay una diferencia fundada, de modo que al hacer esa dist inción, la ley de re­c lutamiento implica que el segundo grupo es menos digno del respeto de la nación que el p r imero . f) La ley que con­vierte en delito p romover la resistencia al rec lu tamien to amordaza a quienes se oponen a la guerra , po rque es moral-mente imposible sostener que la guerra es p ro fundamente inmoral , sin a len tar y ayudar a quienes se niegan a combat i r en ella.

Los ju r i s tas reconocerán que estas posiciones morales , si las aceptamos , sirven de base para los siguientes argumen­tos const i tucionales: a) La const i tución establece que los tra­tados son par te del derecho del país, y los Es tados Unidos han par t ic ipado en convenciones y pactos internacionales que definen como ilegales los actos de guerra que los obje tores acusan a la nación de cometer . b) La const i tución estipula que el Congreso debe declarar la guerra; el p rob lema jurí-

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dico de decidir si las acciones de los Es tados Unidos en Viet-nam eran una «guerra» y la resolución del golfo de Tonkín una «declaración» const i tuye el núcleo del p rob lema mora l de si el gobierno había tomado una decisión del iberada y abier ta , c) Tan to la cláusula de proceso debido de las en­miendas Quinta y Decimocuar ta como la cláusula de igual protección de la Decimocuar ta enmienda condenan la impo­sición de cargas especiales a una clase seleccionada de ciu­dadanos , cuando la carga o la clasificación no sea razonable; la carga es i r razonable cuando es pa ten te que no sirve al in­terés públ ico o cuando es s u m a m e n t e desproporc ionada con el interés servido. Si la acción de los Es tados Unidos en Viet-nam era frivola o perversa , como af i rmaban los objetores , entonces la carga que se impuso a los hombres en edad mi­li tar era i r razonable e inconst i tucional . d) En todo caso, la discr iminación en favor de los es tudiantes universi tar ios ne­gaba a los pobres la igualdad de protección legal que garan­tiza la const i tución. e) Si no hay diferencia fundada ent re la objeción religiosa a todas las guerras y la objeción mora l a algunas guer ras , la clasificación establecida por la ley de re­c lu tamiento era a rb i t ra r ia e irrazonable, y por esa razón in­const i tucional . La cláusula del «establecimiento de la reli­gión» de la P r imera enmienda prohibe la presión guberna­mental en favor de la religión organizada; si la ley de reclu­tamiento ejercía presión sobre los hombres en ese sentido, también era inválida por esa razón. f) La Pr imera enmienda condena también las invasiones de la l ibertad de expresión. Si la prohibic ión de promover la resistencia al rec lu tamiento [expresada] en la ley inhibía efect ivamente la expresión de de te rminadas opiniones sobre la guerra , const i tuía una limi­tación de la l ibertad de expresión.

El pr incipal a r g u m e n t o en contra , el que sostiene el pun­to de vista de que los t r ibunales no debían haber declarado inconst i tucional la ley de rec lutamiento , también pone en juego p rob lemas morales . Según la doct r ina l lamada de la «cuestión política», los t r ibunales niegan su propia juris­dicción pa ra decidir sobre asuntos —tales como la política extranjera o mil i tar— cuya resolución es competencia de o t ras ramas del gobierno. El t r ibunal de Boston que estuvo a car­go del proceso Coffin-Spock declaró, sobre la base de esta doctr ina, que no aceptar ía discusiones sobre la legalidad de la guerra . Pero la Corte Sup rema (en los casos de redistri­bución [reapportionment], por ejemplo) se ha mos t rado con­trar ia a r ehusa r la jur isdicción cuando creía que es taban en

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juego p rob lemas gravísimos de mora l idad polít ica a los que no se podía hal lar remedio por la vía del proceso polít ico. Si los obje tores tuvieran razón, y la guer ra y el reclutamien­to fuesen delitos estatales p ro fundamente injustos para con un grupo de c iudadanos , entonces el a rgumen to de que los t r ibunales deberían haber rehusado la jur isdicción se ve con­s iderablemente debil i tado.

A par t i r de estos a rgumentos no podemos llegar a la conclu­sión de que la ley de rec lu tamiento (ni n inguna pa r t e de ella) fuese inconst i tucional . Cuando se recurr ió a la Sup rema Cor­te para que fallara sobre la cuestión, rechazó algunos de ellos y se negó a considerar los otros po rque eran polít icos. La mayoría de los jur i s tas estuvieron de acuerdo con el resul­tado. Pero los a rgumentos de inconst i tucional idad eran, por lo menos , plausibles, y un abogado razonable y competente bien podr ía pensar que, en definitiva, const i tuyen un caso más defendible que los a rgumentos en contra . Y si lo pien­sa, considerará que [la ley de] rec lu tamiento no era consti­tucional, y no habrá manera de demos t r a r que se equivoca.

Por consiguiente, al juzgar lo que se debería haber hecho con los objetores , no se puede dar por sentado que estaban reivindicando un privilegio de desobediencia de leyes válidas. No podemos decidir que la equidad exigía que fuesen casti­gados sin in tentar dar respuesta a nuevas cuest iones: ¿Qué debe hacer un c iudadano cuando la ley no es clara y él pien­sa que permi te algo que, en opinión de ot ros , no está permi­tido? Por cierto, no es mi intención p regun ta r qué es jurídica­mente adecuado que haga, o cuáles son sus derechos jurídi­cos, lo cual sería incurr i r en petición de principio, porque depende de si quien tiene razón es él o son ellos. Lo que quiero p regun ta r es cuál es su act i tud adecuada en cuanto c iudadano; en ot ras pa labras , cuándo di r íamos que «respeta las reglas del juego». La cuestión es decisiva, porque puede ser injusto castigarlo si está ac tuando como, dadas sus opi­niones, creemos que debe actuar . 1

No hay una respuesta obvia con la cual coincida la ma­yoría de los c iudadanos, y el hecho en sí es significativo. Si examinamos nues t ras inst i tuciones y práct icas jur ídicas , sin embargo, descubr i remos algunos pr incipios y directr ices im­por tan tes que se encuen t ran en su base. Presentaré tres res­puestas posibles a la cuestión y luego in tentaré demos t ra r cuál de ellas se adecúa mejor a nues t ras práct icas y expecta-

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t ivas. Las t res posibi l idades que me propongo considerar son:

1) Si la ley es dudosa , y por consiguiente no está claro si pe rmi te que alguien haga lo que quiera , él debe suponer lo peor y ac tua r sobre la base de que no se lo permi te . Debe obedecer a las au tor idades ejecutivas en lo que éstas man­den, aun cuando piense que se equivocan, en t an to que, si puede, se vale del proceso político pa ra cambia r la ley.

2) Si la ley es dudosa, el c iudadano puede seguir su pro­pio juicio, es decir, puede hacer lo que quiera si cree que es más defendible la af irmación de que la ley se lo permi te que la af i rmación de que se lo prohibe . Pero ún icamente pue­de seguir su propio juicio has ta que una inst i tución autori­zada, como un t r ibunal , decida lo con t ra r io en un caso que lo afecte a él o a alguien más . Una vez que se ha llegado a una decisión inst i tucional , el c iudadano debe a tenerse a tal decisión, aun cuando la considere equivocada. (Hay, en teo­ría, m u c h a s subdivisiones de esta segunda posibil idad. Pode­mos decir que la elección del individuo está excluida por la decisión en cont ra r io de cualquier t r ibunal , incluyendo la ins­tancia inferior del s is tema, si no se apela el caso. O pode­mos exigir una decisión de una cor te u o t ra inst i tución de­te rminada . Analizaré esta segunda posibi l idad en su forma más liberal, a saber , que el individuo puede seguir su propio juicio has ta que haya una decisión en con t ra r io de la ins­tancia s u p r e m a que tenga competencia pa ra fallar el caso, instancia que , en el caso de la ley de rec lu tamien to , era la Sup rema Corte de los Es tados Unidos.)

3) Si la ley es dudosa , el c iudadano puede seguir su pro­pio juicio incluso después de una decisión en cont rar io de la sup rema instancia competente . Por cier to que pa ra for­mula r su juicio sobre lo que requiere la ley debe tener en cuenta las decisiones en cont rar io de cualquier t r ibunal . De o t ra manera , el juicio no sería s incero ni razonable, porque la doc t r ina del precedente , que es par te establecida de nues­t ro s is tema jur íd ico , tiene el efecto de pe rmi t i r que la deci­sión de los t r ibunales cambie la ley. Supongamos , por ejem­plo, que un cont r ibuyente crea que no se le exige que pague impuestos sobre cier tas formas de ingreso. Si la Suprema Corte decide lo contrar io , él —teniendo en cuenta la prácti­ca de as ignar gran peso a las decisiones de la Corte en mate­ria imposit iva— debe decidir que la decisión misma de la Corte ha modificado la posición de la balanza y que en lo sucesivo la ley le exige que pague el impues to .

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Alguien podr ía pensar que esta precisión bo r r a la diferen­cia en t re el segundo modelo y el tercero , pero no es así. La doctr ina del precedente asigna pesos diferentes a las deci­siones de diferentes t r ibunales , y el mayor peso a las de la Sup rema Corte, pero no hace concluyentes las decisiones de t r ibunal alguno. En ocasiones, incluso después de una deci­sión en cont rar io de la S u p r e m a Corte, un individuo puede seguir creyendo razonablemente que el derecho está de su par te ; tales casos son raros , pero es muy probable que ocu­r r a n en los debates sobre derecho const i tucional cuando se halla en juego la desobediencia civil. La Corte se ha mostra­do dispuesta a deses t imar sus decisiones pasadas si éstas han recor tado impor tan tes derechos personales o políticos, y son prec i samente decisiones así las que quizá quiera cues t ionar el obje tor .

Dicho de o t ra manera , no podemos suponer que la Consti­tución sea s iempre lo que la Suprema Corte dice que es. Oli-ver Wendell Holmes, por ejemplo, no siguió esa regla en su famosa disidencia en el caso Gitlow. Pocos años antes , en el caso Abrams, Holmes no había podido persuad i r al t r ibuna l de que la Pr imera enmienda protegía a un ana rqu i s t a que había es tado p ropugnando huelgas generales en con t ra del gobierno. Un prob lema similar se presentó en el caso Gitlow, y Holmes volvió a disentir . «Es verdad», dijo, «que en mi opinión [la Corte] se apa r tó de este cri terio [en el caso Abrams], pero las convicciones que expresé en aquel caso son demasiado profundas pa ra que me sea posible creer que. . . sentó jur i sprudencia» . Holmes votó para que se absolviera a Gitlow, sosteniendo que lo que éste había hecho no era de­lito, aunque la Suprema Corte hubie ra manten ido reciente­men te que sí lo era.

Tenemos así, pues, t res modelos posibles aplicables al compor t amien to de quienes disienten con las au tor idades eje­cutivas cuando la ley es dudosa. ¿Cuál de estos t res mo­delos se adecua mejor a nues t ras práct icas sociales y ju­rídicas?

Me parece obvio que no sigamos el p r imero de estos mo­delos, esto es, que no esperemos que los c iudadanos supon­gan lo peor. Si ningún t r ibunal se ha p ronunc iado sobre el p rob lema y, habida cuenta de todos los factores, un h o m b r e piensa que la ley está de su par te , la mayoría de nues t ros ju r i s tas y críticos consideran que es per fec tamente correc to que siga su propio juicio. Aun cuando muchos desaprueben lo que él hace —por e jemplo, vender pornografía—, no con-

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sideran que deba desist ir por el solo hecho de que la legali­dad de su conduc ta sea dudosa.

Vale la pena de tenerse un m o m e n t o a cons iderar qué per­dería la sociedad si siguiera el p r imer modelo , o —dicho con o t ras pa labras— qué gana la sociedad cuando, en casos como éste, la gente sigue su prop io juicio. Cuando la ley es incier­ta, en el sent ido de que los ju r i s tas pueden discrepar razo­nab lemente respecto de lo que debe decidir un t r ibunal , la razón reside genera lmente en que hay una colisión en t re di­ferentes directr ices políticas y principios jur íd icos y no está clara la mejor forma de resolver el conflicto en t re ellos.

Nues t ra práct ica , según la cual se es t imula a las diferen­tes pa r tes a que sigan su propio juicio, sirve como piedra de toque de la per t inencia de cier tas hipótesis . Si la cuestión es, por ejemplo, si una de te rminada regla tendr ía cier tas con­secuencias indeseables, o si tales consecuencias t endr ían ra­mificaciones ampl ias o l imitadas , es úti l , an tes de decidir al respecto, saber qué sucede efect ivamente cuando algunas per­sonas p roceden según esa regla. (Gran pa r t e de la legislación anti- trust y regulat iva del comercio se ha ido estableciendo median te ese t ipo de pruebas.) Si lo que se cuest iona es si —y en qué medida— una solución de te rminada violaría prin­cipios de just ic ia o de juego l impio s u m a m e n t e respetados po r la comunidad . Por ejemplo, j a m á s se habr ía es tablecido el grado de indiferencia de la comunidad [en los Es tados Unidos] hacia las leyes cont ra r ias a la ant iconcepción si al­gunas organizaciones no las hubie ran ignorado deliberada­mente .

Si se siguiera el p r imer modelo, pe rde r í amos la ventajas de estas p ruebas . El derecho se resent i r ía especialmente si se aplicara este modelo a los p rob lemas const i tucionales . Cuando se duda de la validez de una ley penal , casi s iempre ésta impres ionará a algunas personas como injusta o no equi­tativa, po rque infringirá algún pr incipio de l iber tad o just icia o equidad que, en opinión de ellas, es in t r ínseco a la Cons­ti tución. Si nues t ra práct ica estableciera que toda vez que una ley es dudosa por estas razones, uno debe ac tua r como si fuera válida, se perder ía el principal vehículo de que dis­ponemos pa ra cuest ionar la ley por motivos morales , y con el t iempo nos ver íamos regidos por un derecho cada vez me­nos equitat ivo y jus to , y la l ibertad de nues t ros c iudadanos quedar ía c ie r tamente disminuida.

Casi lo mismo perder íamos si u sá ramos una var iante del p r imer modelo: que un c iudadano debe suponer lo peor a

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menos que pueda ant ic ipar que los t r ibunales es ta rán de acuerdo con la visión que él t iene del derecho. Si todo el m u n d o se guiara por su apreciación de lo que har ían los tri­bunales , la sociedad y su e s t ruc tu ra jur íd ica se empobrece­rían. Nues t ro supues to , al rechazar el p r i m e r modelo , fue que el camino que recor re un c iudadano al seguir su propio juicio, lo mismo que los a rgumentos que formula pa ra fun­damenta r lo cuando tiene la opor tun idad , contr ibuyen a crear la mejor decisión judicial posible. Es to sigue siendo válido aun cuando, en el m o m e n t o en que el c iudadano ac túa , lo más probable sea que no consiga el respaldo de los tr ibu­nales. Debemos recordar también que el valor del e jemplo del c iudadano no se agota una vez tomada la decisión. Nues­t ras práct icas exigen que la decisión sea cri t icada por los miembros de la profesión jur ídica y las facultades de dere­cho, y aquí los antecedentes de disensión pueden ser suma­men te valiosos.

Por supuesto , cuando decide si sería prudente seguir su prop io juicio, un h o m b r e debe cons iderar qué h a r á n los tri­bunales , ya que es posible que por hacer lo pueda sufrir la cárcel, la bancar ro ta o el oprobio. Pero es esencial que dis­t ingamos el cálculo de prudencia de la cuestión de qué es lo que, en cuanto buen c iudadano, es correcto que haga. Esta­mos invest igando de qué mane ra debe t ra ta r lo la sociedad cuando sus t r ibunales consideran que el c iudadano se equi­vocó en su juicio; por ende, debemos p regun ta rnos qué es lo que se justifica que él haga cuando su juicio difiere del de los demás . Caemos en una petición de principio si supo­nemos que lo que cor rec tamente puede hacer depende de lo que crea que ha rá con él la sociedad.

También debemos rechazar el segundo modelo, pa ra el cual si la ley no está clara, el c iudadano puede seguir su propio juicio mien t ras el t r ibunal sup remo no haya fallado que se equivoca. Este modelo no llega a tener en cuenta el hecho de que cualquier t r ibunal , incluso la Sup rema Corte, puede deses t imar sus propias decisiones. En 1940, la Corte decidió que una ley del es tado de West Virginia, que exigía que los es tudiantes hicieran la venia a la bandera , era consti­tucional. En 1943 rectificó y decidió que después de todo, una ley así era inconst i tucional . ¿Cuál era el deber de ciuda­danos de aquéllos que duran te los años 1941 y 1942 se ne­garon a hacer la venia a la bandera por razones de concien­cia y pensaban que la decisión tomada por la Corte en 1940 era injusta? Difícilmente podemos decir que su deber fuese

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seguir la p r imera resolución. Los acusados creían que salu­dar de ese modo a la bandera era desmesurado y creían, ra­zonablemente , que ninguna ley válida les exigía que lo hi­cieran. Pos te r iormente , la Suprema Corte decidió que en eso tenían razón. La Corte no estableció s implemente que des­pués de la segunda decisión no const i tu i r ía delito el no ha­cer la venia a la bandera , sino que (tal como lo har ía casi s iempre en un caso como éste) t ampoco era delito después de la p r imera decisión.

Habrá quienes digan que los que ob je taban la venia a la bande ra deber ían habe r obedecido la p r imera decisión de la Corte, al t iempo que ac tuaban sobre las legislaturas para hacer que fuera derogada la ley e in ten taban hal lar en los t r ibunales alguna manera de cuest ionarla , sin llegar a violar­la. És ta ser ía tal vez una recomendación plausible si no es­tuviera en juego la conciencia, porque entonces sería discu­tible que lo ganado en orden procesal mereciera rea lmente el sacrificio personal de paciencia. Pero la conciencia estaba en juego, y si los obje tores hubieran obedecido la ley mien­t ras esperaban el momen to propicio, habr ían sufrido el agra­vio i r reparable de hacer lo que su conciencia les prohibía que hiciesen. Una cosa es decir que en ocasiones un indi­viduo debe someter su conciencia cuando sabe que la ley le ordena que lo haga, y o t ra muy diferente decir que debe someter la incluso cuando él cree razonablemente que la ley no se lo exige, porque pa ra sus conciudadanos sería incómo­do que tomase el camino más directo (y quizás el único) pa ra demos t r a r que él t iene razón y que ellos se equivocan.

Como un t r ibunal puede desdecirse, las mismas razones que e n u m e r a m o s para rechazar el p r imer modelo son apli­cables también para el segundo. Si no es tuviéramos presio­nados por la disensión, no ver íamos con tan espectacular cla­r idad hasta qué pun to se siente como injusta una decisión del t r ibunal en cont ra del obje tor ; una demost rac ión que sin duda viene al caso cuando lo que se cuest iona es si era jus ta . Así aumen ta r í amos las probabi l idades de vernos gobernados por reglas que vulneran los principios que p re tendemos ser­vir.

Creo que estas consideraciones nos obligan a abandonar el segundo modelo, pero algunos que r rán sugerir una varia­ción de éste, sos teniendo que, una vez que la Suprema Corte ha decidido que una ley penal es válida, los c iudadanos tienen el deber de a tenerse a esa decisión mien t ras no puedan creer razonablemente , no sólo que la decisión es incorrecta en

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cuanto ley, sino que hay probabi l idades de que la S u p r e m a Corte la derogue. Según este pun to de vista, los obje tores de West Virginia que en 1942 se negaron a hacer la venia a la bande ra ac tua ron en forma adecuada po rque podr ían h a b e r ant ic ipado razonablemente que la Corte modificaría su dicta­men. Pero u n a vez que la Corte declaró const i tucionales le­yes como las de rec lu tamiento , no sería correcto seguir cues­t ionándolas po rque no hab r í a grandes probabi l idades de que la Corte cambiase p ron to de opinión. Sin embargo , debemos rechazar también esta sugerencia. Porque una vez que deci­mos que un c iudadano puede ac tua r según su propio juicio de la ley, pese a que juzgue que p robab lemente los t r ibuna­les se pondrán en cont ra de él, no hay razón plausible pa ra que deba ac tua r de o t ra mane ra po rque una decisión en con­t rar io conste ya en las ac tas .

Entonces , parece que el tercer modelo o alguno que se le asemeje m u c h o const i tuye la enumerac ión más equi ta t iva de cuál es el deber social de un h o m b r e en nues t ra comuni­dad. Un c iudadano debe lealtad al derecho, no a la opinión que cualquier par t icu lar tenga de lo que es el derecho, y su compor t amien to no será injusto mien t r a s se guíe por su pro­pia opinión, considerada y razonable, de lo que exige la ley. Quisiera volver a insistir (porque es decisivo) en que esto no es lo mismo que decir que un individuo puede desa tender lo que hayan dicho los t r ibunales . La doc t r ina del p recedente está próxima al núcleo de nues t ro s is tema jur íd ico , y nadie puede hacer un esfuerzo razonable por a jus tarse al derecho a menos que conceda a los t r ibunales el poder general de a l terar lo mediante sus decisiones. Pero si el p roblema es tal que afecta derechos polít icos o personales fundamentales , y se puede sostener que la Sup rema Corte ha comet ido un er ror , un h o m b r e no excede sus derechos sociales si se niega a acep ta r como definitiva esa decisión.

Queda por responder una cuest ión impor tan te antes de que podamos aplicar estas observaciones a los p rob lemas de la resis tencia a [las leyes de] rec lu tamiento . He hablado an­tes del caso de un h o m b r e que cree que el derecho no es lo que piensan o t ras personas o lo que han establecido los t r ibunales . Quizás esta descr ipción se adecue a algunos de los que desobedecen las leyes de rec lu tamiento por motivos de conciencia, pero no a la mayor pa r t e de ellos. La mayoría de los objetores no son jur i s tas ni es tudiosos de la filosofía política; creen que las leyes p romulgadas son inmorales e in­congruentes con los ideales jur ídicos de su patr ia , pero no

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se han p lan teado la cuest ión de que, además , es posible que no sean válidas. ¿Qué impor tanc ia tiene, pues , respecto de su si tuación la proposic ión de que puede es ta r bien que uno siga su propia m a n e r a de ver en cuest iones de derecho?

Para r e sponde r a esto t end ré que volver sobre un pun to que señalé antes . Mediante la cláusula del proceso debido, la de igual protección, la Pr imera enmienda y las o t ras disposi­ciones que mencioné, la Const i tución in t roduce gran cant idad de e lementos de nues t ra mora l idad polít ica en el p roblema de la validez o invalidez de una ley. Por consiguiente, es preciso mat izar la af irmación de que la mayor pa r t e de los obje tores a las leyes de rec lu tamien to no t ienen conciencia de que la ley no es válida. Los obje tores t ienen creencias que, si son verdaderas , dan f i rme apoyo a la opinión de que el derecho está de par te de ellos; el hecho de que no hayan lle­gado a la conclusión ul ter ior puede a t r ibu i r se , por lo menos en la mayoría de los casos, a falta de conocimientos jurídi­cos. Si c reemos que cuando la ley es dudosa , es posible que la gente que sigue su propio juicio esté ac tuando correcta­mente , parecer ía injusto no incluir en ese p u n t o de vista a aquellos obje tores cuyos inicios se reducen a la misma cosa. En la defensa que hice del tercer modelo no hay nada que nos autor ice para dist inguir los de sus colegas más infor­mados .

De lo que hasta el m o m e n t o l levamos dicho se pueden sacar varias conclusiones: cuando la ley es incierta, en el sent ido de que se puede da r una defensa plausible de a m b a s posiciones, un c iudadano que siga su prop io juicio no está incur r iendo en un compor t amien to injusto. En casos así, nues t ras práct icas le pe rmi ten seguir su propio juicio y lo es t imulan a que lo haga. Por esa razón, nues t ro gobierno tiene la especial responsabi l idad de t r a t a r de proteger lo y de aliviar su si tuación, s iempre que pueda hacerlo sin causar grave daño a o t ros compromisos . De ello no se sigue que el gobierno pueda garant izar le la inmunidad , ya que no puede adop ta r como no rma la de no enjuiciar a nadie que actúe por motivos de conciencia, ni condenar a nadie que discrepe razonablemente del juicio de los t r ibunales . Tal act i tud para­lizaría la capacidad del gobierno para llevar a la práct ica sus p rogramas , y desperdic iar ía además el impor tan t í s imo be­neficio de seguir el tercer modelo. Si el es tado no procesara j amás , los t r ibunales no podr ían basa r su acción en la expe­riencia y en los a rgumentos generados por la disensión. La consecuencia que sí cabe sacar es que cuando las razones

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práct icas pa ra enjuiciar son re la t ivamente débiles en un caso de te rminado , o se las puede cumpl i r de o t ras maneras , la senda de la equidad pasa por la tolerancia. La opinión po­pular de que «la ley es la ley» y s iempre se ha de imponer su obediencia se niega a dis t inguir en t re el hombre que ac túa según su propio juicio de una ley dudosa, con lo cual se conduce como lo es t ipulan nues t r a s práct icas , y el delin­cuente común. A no ser por causa de ceguera moral , no sé de o t r a s razones pa ra no es tablecer en t re los dos casos una dist inción de principio.

Preveo ya que a es tas conclusiones se opondrá una obje­ción filosófica: que estoy t r a t ando al derecho como una «ca­vilosa omnipresencia celeste». He hab lado de personas que juzgan qué es lo que exige el derecho, incluso en casos en que la ley no es clara ni demos t rab le . He hab lado de casos en que un hombre podr ía pensar que el derecho exige una cosa, aun cuando la S u p r e m a Corte haya dicho que exige otra , e incluso cuando no era probable que la Suprema Corte cambiase de opinión en breve plazo. Me acusarán, por consi­guiente, de sostener la opinión de que s iempre hay una «respuesta correcta» a un p rob lema jur ídico, y que ésta se encon t ra rá en el derecho na tura l o pues ta a buen recaudo en alguna caja de caudales t rascendenta l .

Na tu ra lmente , la teoría del derecho como caja de caudales no tiene pies ni cabeza. Al decir que la gente tiene opinio­nes sobre el derecho cuando la ley es dudosa, y que tales opiniones no son meras predicciones de lo que d ic taminarán los t r ibunales , no tengo ninguna intención metafísica. Lo úni­co que quiero es r e sumi r con toda la precisión posible mu­chas de las práct icas que son pa r t e de nues t ro proceso ju­rídico.

Ju r i s t a s y jueces formulan enunciados referentes al dere­cho y al deber jur ídicos , aun cuando saben que no son de­most rab les , y los defienden con a rgumen tos , por más que sepan que tales a rgumen tos no convencerán a todos. Se for­mulan unos a o t ros esos a rgumen tos , en las publicaciones profesionales, en las aulas y en los t r ibunales . Cuando otros los usan, responden a esos a rgumentos considerándolos bue­nos, malos o mediocres . Al hacerlo, dan por sentado que, dada una posición dudosa , algunos a rgumentos son mejores que ot ros para defenderla. También dan por sentado que la defensa de una a l ternat iva de una proposición dudosa puede ser más fuerte que la defensa de la o t ra , que es el signifi­cado que yo asigno a una pretensión de derecho en un caso

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dudoso. Y dist inguen, sin demas iada dificultad, es tos argu­mentos de las predicciones sobre lo que han de decidir los t r ibunales .

Es tas práct icas es tán muy mal represen tadas po r la teoría de que los juicios de derecho, en los p rob lemas difíciles, no t ienen sent ido o son meras predicciones de lo que ha rán los t r ibunales . Quienes sost ienen tales teor ías no pueden negar el hecho de las práct icas ; quizás esos teóricos quieran decir que las p rác t icas no son sensatas , po rque se basan en supo­siciones insostenibles, o por alguna ot ra razón. Pero esto da un mat iz mis ter ioso a su objeción, po rque j a m á s especifican qué es lo que suponen como propósi tos subyacentes en estas prác t icas y, a menos que tales objetivos se especifiquen, no se puede decidir si las práct icas son sensatas . En t i endo que esos propós i tos subyacentes son los que antes descr ibí : el proceso de evolución y pues ta a p rueba del derecho, median­te la exper imentación [ l levada a cabo] po r los c iudadanos y mediante el proceso contradic tor io .

Nues t ro s is tema jur íd ico persigue estos objetivos invitan­do a que los c iudadanos decidan por sí mismos , o por media­ción de sus propios asesores , dónde es tán la fuerza y la debi­lidad de los a rgumen tos jur ídicos , y a que ac túen en fun­ción de esos juicios, aunque la autorización quede res t r ingida por la l imitada amenaza de que pueden sufrir si los tr ibu­nales no es tán de acuerdo . El éxito de esta es trategia depende de que en la comunidad haya el acuerdo suficiente respecto de lo que se considera un buen o un mal a rgumen to , de modo que aun cuando diferentes personas l legaran a juicios diferentes, las diferencias no serán tan profundas ni tan fre­cuentes como para que el s is tema se vuelva inoperante , o pe­ligroso para quienes ac túen siguiendo sus propias luces. Creo que hay suficiente acuerdo sobre los cr i ter ios de la argumen­tación como para evi tar esas t r ampas , aunque una de las principales ta reas de la filosofía jur ídica es exhibir y clari­ficar tales cr i ter ios . En todo caso, todavía no está p robado que las prác t icas que acabo de describir sean e r róneas ; por consiguiente, deben contar en la de terminación de si es equi­tat ivo y jus to mos t r a r se c lemente con quienes infringen lo que o t ros consideran que es la ley.

He dicho que el gobierno tiene especial responsabi l idad hacia quienes ac túan basándose en un juicio razonable de que una ley es inválida. Debe prever, en la medida de lo posible, un margen para ellos, cuando hacer lo sea congruen­te con o t ros compromisos . Tal vez sea difícil decidir qué

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debe hacer el gobierno, en n o m b r e de esa responsabi l idad, en los casos par t iculares . La decisión será cuestión de equili­br io , y las reglas inflexibles no servirán, pero aun así, se pueden establecer algunos principios.

Comenzaré por la decisión del fiscal respecto de si ha de p resen ta r cargos. Debe equi l ibrar a la vez su responsabi l idad de mos t ra r se clemente y el riesgo de que las condenas afec­ten a la sociedad, con el daño que puede sufrir la seguridad si deja en paz a los dis identes . Al hacer este cálculo, no sólo debe considerar en qué medida se causará daño a o t ros , sino también cómo evalúa el derecho ese daño y, por ende, debe establecer la siguiente dist inción. Toda no rma jur ídica se apoya, y p resumib lemente se justifica, en vir tud de un con­jun to de directr ices políticas que supues tamente favorece y de principios que supues tamente respeta. Algunas no rmas (por ejemplo, las leyes que prohiben el asesinato y el robo) se apoyan en la proposición según la cual los individuos pro­tegidos tienen derecho moral a verse libres del daño pros­cri to. Otras no rmas (por ejemplo, las disposiciones más téc­nicas contra los monopolios) no se basan en suposición al­guna de un derecho subyacente ; el apoyo les viene principal­mente de la supuesta uti l idad de las directr ices económicas y sociales que promueven, y que pueden estar suplementa-das por principios morales (como la opinión de que es una práct ica comercial desleal rebajar los precios para perjudi­car a un compet idor más débil) que sin embargo no consi­guen el reconocimiento de un derecho moral cont ra el daño en cuestión.

El sentido de la dist inción es éste: si un de te rminado principio de derecho representa una decisión oficial [en el sent ido] de que los individuos tienen derecho moral a verse libres de cierto daño, ése es un poderoso a rgumento pa ra que no se toleren violaciones [suscept ibles de] infligir esos agravios. Por ejemplo, las leyes que protegen a la gente de daños personales o de la dest rucción de su propiedad repre­sentan de hecho ese tipo de decisión, y éste es un a rgumento muy fuerte para no tolerar [ formas de] desobediencia civil que impliquen violencia.

Por cierto que puede es tar sujeto a controversia si una ley se basa efectivamente en el supues to de un derecho moral . La cuestión es si es razonable suponer , teniendo en cuenta los antecedentes de la ley y el modo como se la adminis t ra , que sus autores reconocieron un derecho tal. Además de las no rmas en contra de la violencia, hay casos en que es obvio

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que así fue; ejemplos de ello son las leyes de derechos civi­les. Muchos segregacionistas sinceros y a rd ien tes creen que las leyes y decisiones de derechos civiles son inconstitucio­nales, po rque ponen en peligro los pr incipios de gobierno local y de l iber tad de asociación. Es un pun to de vista dis­cutible, aunque no convincente. Pero esas leyes y decisiones incorporan evidentemente el pun to de vista de que los ne­gros, en cuan to individuos, t ienen derecho a no ser segrega­dos. No se apoyan s implemente en el juicio de que se sirve mejor a o t ras prác t icas nacionales si se impide la segrega­ción racial. Si no procesamos al h o m b r e que bloquea la puer­ta del edificio escolar, es tamos violando los derechos, reco­nocidos por la ley, de la niña a quien él le impide la en t rada . La responsabi l idad de la indulgencia no puede llegar hasta ese pun to .

La si tuación de la niña difiere, sin embargo , de la del re­cluta a quien pueden l lamar antes a las filas o des t inar a un puesto más peligroso si no se castiga a los infractores a la ley de rec lu tamiento . No se puede decir que estas leyes, to­madas en conjunto y con miras a la forma en que se las adminis t ra , reflejen el juicio de que un h o m b r e tenga dere­cho mora l a ser l lamado a filas sólo después de que hayan sido l lamados ot ros hombres o grupos . Las clasificaciones [es tablecidas por las leyes] de rec lu tamiento , y el orden de l lamada den t ro de las clasificaciones, son cosas establecidas en función de la conveniencia social y adminis t ra t iva . Refle­j an también consideraciones de equidad, tales como la pro­posición de que a una madre que ha perd ido en la guerra a uno de sus dos hijos no se la deba hacer cor re r el riesgo de que pierda el o t ro . Pero no presuponen derechos fijos. A las j un t a s de rec lu tamiento se les concede considerable discre­ción en el proceso de clasificación, y el ejército, por supues­to, goza de casi total discreción cuando se t ra ta de asignar pues tos peligrosos. Si el fiscal es to lerante con los infractores a la ley de rec lu tamiento , in t roduce pequeños cambios en los cálculos de equidad y de ut i l idad de la ley. Estos cambios pueden causar desventajas a o t ros miembros del conjunto de reclutas , pero esto es una cosa diferente de cont radeci r sus derechos mora les .

Esta diferencia ent re la segregación y el rec lu tamiento no es un accidente [der ivado] de la forma en que casualmente se redac ta ron las leyes. Iría en cont ra de un siglo de práct ica suponer que los c iudadanos tienen derechos morales respec­to del o rden en que son l lamados al servicio mili tar; el sis-

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tema de selección por lotería, por ejemplo, sería detes table bajo ese supues to . Si nues t ra his tor ia hub ie ra sido diferente, y si la comunidad hubie ra reconocido tal derecho moral , parece jus to suponer que por lo menos algunos de los obje­tores habr ían modificado sus actos en un in ten to de respe­tar tales derechos . Así pues , es e r róneo analizar los casos de rec lu tamiento de la mi sma mane ra que los de violencia o que los casos de derechos civiles, como lo hacen muchos críticos cuando consideran si se justifica la tolerancia. No quiero decir que la equidad hacia o t ros no tenga relevancia alguna en los casos de rec lu tamiento ; es algo que se ha de tener en cuenta , cont raponiéndola a la equidad hacia los obje­tores y al beneficio social a largo plazo. Pero no desempeña aquí el papel dominan te que le cabe cuando es tán en juego los derechos .

¿Dónde reside, pues, el equil ibrio en t re equidad y utili­dad en el caso de aquellos que auspic iaron la resis tencia al rec lu tamiento? Si tales hombres hub ie ran propic iado la vio­lencia o infringido de alguna o t ra mane ra derechos de ot ros , se habr ía just if icado el enjuic iamiento. Pero en ausencia de tales acciones, me parece que el equil ibrio de equidad y ut i l idad se da en el o t ro sentido, y pienso, por consiguiente, que la decisión de enjuiciar a Coffin, Spock, Raskin, Good­man y Ferber fue injusta. Se podr ía habe r a rgumen tado que si quienes auspician la resistencia al rec lu tamiento quedan libres de proceso, el n ú m e r o de los que se resisten a incor­porarse al ejérci to irá en aumen to ; pero no mucho más allá, creo, que el n ú m e r o de los que de todas mane ra s se resis­t ir ían.

Si el razonamiento es e r róneo y la resis tencia es mucho mayor, hay entonces un sent imiento de descon ten to residual que quienes establecen estas directr ices deben tener en cuen­ta y que no se deber ía haber ocul tado t ras una prohibic ión del discurso. Aquí es tán en juego profundos motivos de con­ciencia, y es difícil creer que muchos de los que auspiciaron la resistencia lo hayan hecho por o t ras razones. Hay firmes fundamentos para sos tener la inconst i tucional idad de las le­yes que establecen que aquí hay un delito, e incluso quienes no consideran convincente el caso admi t i r án que sus argu­mentos tienen solidez. El daño a los reclutas potenciales, tan­to a los que se hayan dejado a t r ae r a la resistencia como a los que puedan haber sido l lamados antes porque ot ros se dejaron persuadir , era remoto y conjetural .

Los casos de los hombres que se negaron a incorporarse al

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ejérci to cuando fueron l lamados son más complicados. La cuest ión decisiva es si el hecho de no procesar los mot ivará negativas en masa a hacer el servicio mil i tar . Es posible que no; había pres iones sociales, en t re ellas la amenaza de des­ventajas en su car rera , que habr ían obligado a muchos jóve­nes nor teamer icanos a incorporarse si los rec lu taban, aunque supieran que no irían a la cárcel si se negaban. Si el n ú m e r o no hubie ra a u m e n t a d o mucho, el Es tado debería haber de­jado en paz a los obje tores , y no veo gran riesgo en demora r cualquier enjuic iamiento mien t ras no es tén más claros los efectos de esa política. Si el n ú m e r o de los que se niegan a incorporarse resul ta grande, sería un a rgumen to en favor del enjuic iamiento. Pero también har ía que el p rob lema quedase en una cuest ión académica, porque si hubie ra hab ido un nú­mero de obje tores suficiente para l levarnos a esa situación, habr ía sido s u m a m e n t e difícil llevar a cabo, de todas mane­ras , una guerra , a no ser bajo un régimen poco menos que total i tar io .

Parece que en estas conclusiones hay una paradoja . Antes sostuve que cuando la ley no está clara, los c iudadanos tienen derecho a seguir su propio juicio, en pa r t e sobre la base de que esta práct ica contr ibuye a p r epa ra r las condiciones para la solución judicial ; lo que ahora p ropongo elimina la sen­tencia o la posterga. Pero la contradicción no es más que aparen te . Del hecho de que nues t ra práct ica facilite la deci­sión judicial y le dé mayor ut i l idad en la configuración del derecho no se sigue que haya que recur r i r a un proceso cada vez que los c iudadanos actúen guiados por sus propias luces. En cada caso se plantea la cuestión de si los pun tos debati­dos están m a d u r o s para la sentencia, y de si ésta resolvería dichos pun tos de manera tal que d isminuyera la posibil idad de nuevas disensiones o hiciera desaparecer sus motivos.

En los casos de rec lu tamiento , la respues ta a estos dos in te r rogantes era negativa: había mucha ambivalencia res­pecto de la guerra , y eran grandes la ince r t idumbre y la ignorancia sobre el alcance de los p rob lemas morales que ponía en juego el rec lu tamiento . No era, ni con mucho, el mejor m o m e n t o para que un t r ibunal diera su fallo sobre estas cuest iones, y tolerar las disensiones du ran te un t iempo fue una manera de permi t i r que el debate cont inuara hasta aclarar un tan to las cosas. Además, era obvio que con adju­dicar los p rob lemas const i tucionales no se sienta el derecho. Los que dudaban de que el rec lu tamien to fuese constitucio-

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nal siguieron teniendo las mismas dudas incluso después de que la Sup rema Corte declaró su const i tucional idad. És te es uno de los casos, que afectan a los derechos fundamentales , en que nues t ras prác t icas de precedente es t imulan ese t ipo de dudas .

Aun cuando el fiscal no actúe, sin embargo , el p rob lema subyacente no hal lará más que un alivio temporar io . En tan­to que el derecho siga dando la impres ión de que los actos de disensión son delictivos, un h o m b r e de conciencia es tará en peligro. ¿Qué puede hacer el Congreso, que compar te la responsabi l idad de la indulgencia, para aminora r ese peligro?

El Congreso puede volver a es tudiar las leyes en cuest ión pa ra verificar qué margen de elast icidad se puede conceder a los que disienten. Todo p rog rama adop tado por una legis­la tura es una combinación de directr ices polít icas y princi­pios restr ict ivos. Aceptamos la pérd ida de eficiencia en el castigo de cr ímenes y en la renovación urbana , por ejemplo, para poder respe ta r los derechos de los del incuentes acusa­dos y compensar a los propie ta r ios por los daños sufridos. Es correcto que el Congreso cumpla con su responsabi l idad hacia los objetores adap t ando o a t enuando o t ras directr ices . Los in ter rogantes que vienen al caso son: ¿Qué medio se pue­de hal lar que pe rmi te la mayor tolerancia posible de la obje­ción de conciencia, al t iempo que reduce al mín imo su in­fluencia polít ica? ¿Qué grado de responsabi l idad por la indul­gencia cabe al gobierno en este caso, has ta qué pun to inter­viene en él la conciencia y has ta dónde se puede sostener que, f inalmente, la ley no es válida? ¿Qué impor tanc ia tiene la directr iz cues t ionada? Actuar contra esa directriz, ¿es pa­gar un precio demas iado alto? Es indudable que estas cues­tiones son demasiado simples, pero señalan cuál es el núcleo de las opciones que se han de asumir .

Por las mismas razones que no se debería haber procesado a quienes auspiciaron la resistencia, creo que se debería dero­gar la ley que la convierte en delito. Es fácilmente defen­dible que esta ley recor ta la l ibertad de expresión. Fuerza sin duda alguna la conciencia y es probable que no sirva a ningún fin respetable . Si quienes auspician la resistencia sólo consiguieran persuad i r a unos pocos que de otra manera no se habr ían resist ido, el valor de la restr icción es pequeño; si consiguieran persuad i r a muchos , esto consti tuye un hecho político impor tan te que no debe ser ignorado.

Otra vez, los p rob lemas son más complejos en el caso de la resistencia al rec lu tamiento . Los que creían que la guerra

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de Vietnam era una torpeza grotesca habr ían es tado en favor de cualquier cambio en la ley, con tal de que hiciera más probable la paz. Pero, si t omamos la posición de quienes piensan que la guerra era necesaria, debemos admi t i r que una directr iz que mantuviera el rec lu tamiento , pero eximiera sin reservas a los objetores , habr ía sido impruden te . Sin embargo , se debería haber considerado o t ras dos alternati­vas, menos drás t icas : un ejército de voluntar ios , y una am­pliación de la categoría de objetores de conciencia, que in­cluyese a quienes consideraban inmoral la guerra . Hay mu­cho que decir en contra de ambas propues tas , pero una vez que se reconoce la exigencia de respeto por quienes disien­ten, es posible hacer oscilar en favor de ellos la balanza del pr incipio.

De modo que había razones jur ídicas sobradas para no enjuiciar a los objetores de las leyes de rec lu tamiento y para modificar las leyes en favor de ellos. Sin embargo , dadas las presiones políticas que se oponían a ella, habr ía sido poco realista esperar que esta directriz prevaleciera.

Debemos considerar , por ende, que es lo que podían y de­bían haber hecho los t r ibunales . Por cierto que un t r ibunal podría haber esgrimido los a rgumentos de que las leyes de rec lu tamiento eran en algún sentido inconst i tucionales , en general o apl icadas al caso concreto de los acusados. O podía había absuel to a los acusados por falta de pruebas para con­denarlos . No discut iré los problemas const i tucionales ni los hechos en función de ningún caso en par t icular . En cambio, me interesa señalar que un tr ibunal no debe condenar , por lo menos en algunas c i rcunstancias , aun cuando respalde las leyes [exis tentes] y encuent re que los hechos son los que se denuncian. La Suprema Corte no había fallado de acuer­do con los principales a rgumentos de que el rec lu tamiento era inconst i tucional , ni había señalado que tales a rgumentos planteaban cuestiones políticas ajenas a su jurisdicción, cuan­do se p lantearon algunos de los casos de rec lu tamiento . Hay razones muy validas por las que un t r ibunal debe absolver en estas c i rcunstancias , aun cuando respalde el reclutamien­to. Debe absolver en tazón de que antes de su dec i s ión , la validez del reclutamiento era dudosa, y es injusto castigar a un hombre por desobedecer una ley dudosa.

Habría precedentes para una decisión que se a justase a las siguientes lineas. En varias ocasiones, la Corte ha revo­cado sentencias penales por razones de proceso debido, por­que la ley en cuestión era demasiado vaga. (Por ejemplo, ha

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anulado condenas impues tas en vi r tud de leyes que conside­raban delito cobra r «precios i rrazonables» o ser m i e m b r o de una «pandilla».) Una condena dic tada en v i r tud de una ley penal vaga vulnera los ideales morales y políticos [que inspi­ra ron la c láusula] del proceso debido, de dos m a n e r a s . Pri­mero , coloca a un c iudadano en la injusta s i tuación de ac­tuar po r su cuenta y riesgo, o bien de acep ta r una restr icción de su vida más ta jan te de lo que podr ía habe r au tor izado la legislación; y tal como ya he sostenido, como modelo de compor t amien to social no es aceptable que en tales casos el c iudadano debe suponer lo peor . Segundo, da al fiscal y a los t r ibunales el poder de legislar en lo penal , al op ta r por una u o t r a de las in te rpre tac iones posibles, después del hecho. Ello const i tuir ía , po r pa r t e del legislador, una delegación de au to r idad que no es congruente con nues t ro e squema de división de poderes .

Ser condenado en v i r tud de una ley penal cuyos térmi­nos no sean vagos, pero cuya validez const i tucional sea du­dosa, vulnera la cláusula del proceso debido en el p r imero de estos sent idos : obliga a un c iudadano a suponer lo peor , o a ac tua r po r su cuenta y riesgo. Y la vulnera también en un sent ido semejante al segundo. La mayoría de los ciuda­danos se dejar ían disuadir por una ley dudosa , si por vio­larla corriese el riesgo de ir a la cárcel . En ese caso sería el Congreso y no los t r ibunales la voz efect ivamente decisiva en cuan to a la const i tucional idad de las promulgaciones pena­les, y eso sería t ambién una violación de la división de po­deres .

Si los actos de disensión se mant ienen después de que la Suprema Corte ha d ic taminado que las leyes son válidas, o que lo es la doctr ina política cuest ionada, entonces ya no cor responde absolver por las razones que he p resen tado . Finalmente , y por las razones ya dadas , la decisión de la Corte no hab rá establecido el derecho, pero la Corte hab rá hecho todo lo posible por hacerlo. Sin embargo , los tr ibu­nales pueden seguir e jerci tando su discreción pa ra dictar sentencia e imponer penas mín imas o en suspenso, como signo de respeto hacia la posición del que discrepa.

Algunos jur i s tas se escandal izarán de mi conclusión gene­ral de que tengamos una responsabi l idad hacia quienes des­obedecen por motivos de conciencia las leyes de reclutamien­to, y que pueda exigírsenos que no los enjuiciemos, sino más bien que cambiemos nues t ras leyes o adap temos nues t ros procedimientos judiciales para darles cabida. Las proposicio-

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nes simples y draconianas , según las cuales el c r imen debe ser cast igado y quien ent iende mal la ley debe a tenerse a las consecuencias, t ienen ex t raord inar io arra igo en la imagina­ción, t an to profesional como popular . Pero la n o r m a de dere­cho es más compleja y más inteligente, y es impor tan te que sobreviva.