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D I A 16 D E M A Y O
SAN FELIX DE CANTALICIOCONVERSO CAPUCHINO (1515 - 1587)
SAN Félix de Cantalicio fué el primero y uno de los más hermosos
frutos de santidad que a la Orden seráfica dio la rama capuchina;
rama nueva del tronco franciscano, que alcanzó su independencia en
el año 1525, siguiendo las huellas del bienaventurado Mateo de Bas-
cio, y cuyas Constituciones fueron aprobadas por Clemente V I I en 1528 y
más tarde por Urbano V I I I en 1638.
Nació Félix el año 1515 en Cantalicio, pueblo de los antiguos Estados
Pontificios, situado al pie del Apenino, en los límites de la Sabina y de la
Umbría. Llamóse su padre Santos y Santa su madre, nombres de tal modo
predestinados, que justificaban la dignidad de su vida. No obstante, Félix,
su tercer hijo, fué «santo» con mayor propiedad, puesto que manifestó desde
su tierna infancia tales muestras de predestinación, que sus compañeros
llamábanle corrientemente el «santo».
Sus padres, que eran pobres y labradores de profesión, empleáronle desde
muy temprano en guardar los rebaños. Esta vida rimaba muy bien con la
disposición meditabunda del niño; poco inclinado a las conversaciones ocio-
sas y con el corazón siempre inclinado hacia el cielo, tomó la costumbre
de conversar con Dios por medio de la oración.
Buscaba preferentemente los lugares solitarios y allí con frecuencia re-
petía el Padrenuestro, el Avemaria y otras sencillas oraciones que le habían
enseñado; y, cuando los demás pastores se entregaban al sueño, arrodillado
él ante un árbol, en cuya corteza había grabado una cruz, meditaba la
Pasión de Cristo. Pronto sintió el anhelo de juntar a esta fervorosa medi-
tación el ayuno y la disciplina, ejercicio este último que repetía cada tarde
antes de entregarse al descanso. Sus compañeros se le burlaban y le decían:
— ¿Piensas demostrarnos que eres mejor que nosotros? Duerme, necio;
descansa de noche. Aunque hicieses milagros, no creeríamos en tu santidad.
Soportó valientemente el pastorcillo todas estas burlas, y su tranquila
indiferencia desconcertó a sus adversarios. A l que le ofendía, le respondía:
«¡Vamos; ojalá llegue a ser santo!» Sin embargo, algunos de sus compañe-
ros, admirados de su conducta, se volvieron formales, y créese que uno de
ellos ganó por sus consejos la gracia de la vocación sacerdotal.
Llegado a la edad de doce años le enviaron a Ciudad Ducal para servir
a Marco Tulio Picarelli, noble y honrado ciudadano, el cual le destinó a
guardar ganado; y poco después, cuando más crecido, a la labranza de su
hacienda. Alegróse Félix con su nuevo empleo porque le permitía asistir
diariamente a misa antes de ir al campo. Cuéntase que un día en que un
trabajo urgente le había privado de este consuelo, acudió un ángel a reem-
plazarle en el arado mientras él iba a desahogar su corazón en la iglesia,
cerca de Jesús Sacramentado.
Este humilde jornalero, sin instrucción, ya que nunca había podido asis-
tir a la escuela, había aprendido mucho del Espíritu Santo. Como cándida-
mente lo confesó él mismo más tarde, nunca supo ni quiso saber más de
seis letras: cinco encarnadas y una blanca. Las cinco encamadas eran las
cinco llagas del Salvador, y la letra blanca, la Santísima Virgen.
LA VOCACIÓN RELIGIOSA
DIOS mismo acabó de iluminarle inspirándole un género de vida más
perfecto. E l alma santa siempre está dispuesta a escuchar la voz
del Señor que interiormente le habla. Atraído Félix por la extra-
ordinaria vida de los ermitaños de Egipto, que oyó leer en casa de su amo,
pensó hacerse anacoreta; pero tiene la vida solitaria sus inconvenientes; la
vida de comunidad ofrece sus ayudas y garantías. Reflexionando sobre ello,
el joven volvió sus ojos hacia el convento de los Padres Capuchinos, fundado
poco antes en Ciudad Ducal. Procuró un primo suyo desviarle de tal pro-
pósito, exponiendo a su consideración las austeridades que le aguardaban;
|icro Félix se contentó con responderle «que él quería ser religioso, costase
lo que costase, o que de lo contrario no valía la pena abrazar dicho estado».
Aunque tenía tan bien arraigada en su alma la semilla de la vocación
celestial, dudando si acaso era Dios quien la había sembrado, puso alguna
dilación en cumplirla; un accidente le sacó de toda duda. Un día que do-
maba unos novillos, enseñándoles a llevar el yugo, se embravecieron las
bestias, le echaron al suelo y pasaron el arado y la reja sobre el pecho y
el rostro del Santo. A no ser por un milagro hubiera perecido en el percance.
Al levantarse reparó que sus vestidos estaban completamente rotos, sin
que su cuerpo tuviera el menor rasguño; vió en lo sucedido una atención
especial de la Providencia y resolvió abandonar el mundo sin demora y
hacerse capuchino.
Ordenó rápidamente sus negocios; distribuyó a los pobres el poco dinero
que poseía, y pidió perdón a todos de los disgustos que hubiera podido
causar. Habíase tomado en dos o tres ocasiones licencia para ofrecer a es-
condidas de su amo un poco de vino a un amigo suyo; suplicó a Marco Tulio
que descontase del salario el valor de aquel vino y que distribuyese lo res-
tante a los pobres. Luego abrazó a los suyos y partió.
El Padre guardián examinó su vocación, y le representó la austeridad de
la religión y la continua mortificación de los sentidos y de la propia vo-
luntad a que debía sujetarse hasta la muerte; para mejor probarle, añadió
con cierta aspereza, al verle tan mal vestido: «Tú vienes aquí, sin duda,
para hacerte con un vestido nuevo. Querrías v iv ir en religión sin hacer nada;
o piensas, tal vez, que podrás mandar a los religiosos como mandabas a
tus bueyes. Has de saber que aquí el trabajo es incesante y la obediencia
absoluta. Renuncia, pues, a tu propósito, y no vuelvas a pensar en el
convento».
No se amedrentó ante acogida tan inesperada el nuevo postulante: «P a -
dre mío — dijo— , tomo a Dios por testigo de que no vengo aquí guiado por
otro motivo que por el de entregarme a su servicio. Él sólo me inspira,
me fuerza y ordena presentarme a vos. ¿Queréis que resista a sus inspira-
ciones y que rehúse el honor que me dispensa?
La sinceridad que denotaban las palabras del santo labriego hizo com-
prender al Padre guardián que se trataba de una vocación verdadera, y sin
más dilación le entregó letras comendaticias para el convento de Roma.
Encaminóse allá el postulante, teniendo a Dios como norte y guía de
su viaje. Desde Roma fué enviado a Áscoli para vestir el santo hábito y
empezar su noviciado en calidad de hermano lego. Esto ocurrió en 1545:
tenía entonces treinta años.
EL VIRTUOSO LIM3SNERO
poco de profesar y tras breve perminencia en el convento de T i-
voli, fué Félix destinado definitivanunte al de Roma, con el oficio
de limosnero. Cuarenta años permaieció en tan humilde empleo,
para edificación de los romanos y conversión de gran número de almas.
Cada día, con la alforja al hombro, iba a mendigar el alimento para
sus Hermanos, con los pies descalzos, los oos bajos y rezando el rosario,
diciendo a veces al Hermano que le acompañaba: «¡Caminemos, Hermano,
con el rosario en la mano, los ojos en el sueo y en el cielo la mente!» Era
tan fiel a su consejo, que le aconteció aconpañar a algún fraile que era
sacerdote, ayudarle a misa y no poder decii a la vuelta quién había sido
su compañero. No obstante, si a la vuelta de una calle había alguna imagen
de Nuestra Señora, instintivamente le dirigís amorosa mirada y exclamaba
cada vez:
¡Oh Madre de Dios!, deseo amaros cono un buen hijo, y Vos, cual
tierna Madre, no apartéis de mí vuestra maio protectora, porque soy como
esos parvulitos que, por sí mismos, no pueden dar un solo paso y caen si
el apoyo o amparo de su madre llega a falarles. ¡Bendecidme, Reina Au-
gusta! Virgen bendita, ¡adiós!
Su cándida devoción al Niño Jesús llevábale a pronunciar en cualquier
circunstancia el santo nombre del Salvador y hacerlo repetir a cuantos
niños encontraba: — Decid «Jesús», amiguitoi; decid todos «Jesús». O bien:
— Hijos míos, decid como yo: «Jesús, Jesús» Jesús; tomad mi corazón sin
que jamás vuelva a mi posesión».
Otras veces, particularmente hacia el fin de su vida, exhortábalos a ex-
clamar: D eo gratias! ¡Demos gracias a Dioi!
N i que decir tiene que los pequeños, arrebatados por la sencillez del
fraile, correspondían gozosos a su anhelo. Consideraban como una fortuna
para ellos encontrarse con él, y en cuanto It veían, por lejos que estuviese,
exclamaban a porfía: D eo gratias!, Hermaio Félix, D eo gratias!». Y él,
derramando lágrimas de alegría, contestaba: «Sí, D eo gratias! Dios os ben-
diga, hijos míos, D eo gratias!
Los alumnos del Colegio Germánico le saludaban con esas dos únicas
palabras, lo cual le regocijaba mucho.
En cierta ocasión, estas mismas palabra; D eo gratias! sirviéronle como
de fórmula mágica para hacer caer la espata de manos de dos duelistas a
punto de entrar en liza. Corrió el santo religioso a arrojarse entre ellos gri-
tando: «Decid D eo gratias! hermanos; decid los dos: D eo gratias/». Por ex-
traña que fuese, la exhortación tuvo su efecto inmediato y los dos rivales
LOS brutos se embravecen, atacan con gran furia a San Fé lix
de Cantalicio y le rompen los vestidos. E l Señor dispone, sin
embargo, que no le hagan el m enor daño. Agradecido el Santo,
dice: «C onozco, D ios m ío, lo que queréis de mí, aquí estoy pronto
a obedeceros. .» Y se va al convento.
prefirieron «dar gracias a Dios» antes que heár sus cuerpos ofendiéndole.
Toda la vida de Félix de Cantalicio muestri la humildad más profunda
y verdadera que podemos imaginar. Aunque estimado y considerado como
santo, así por la gente sencilla como por los ¿randes personajes, no podía
soportar alabanzas ni muestras de veneración. No sufría que le besasen la
mano. «Besádsela — decía— al compañero, que es sacerdote, y na a mí, que
soy indigno pecador».
Tocante a los sacerdotes, guardábales tales deferencias que les besaba
las manos puesto de hinojos; se consideraba indigno de conversar con ellos
y no les hablaba más que para responder cuardo algo le preguntaban.
Deseoso de humillarse ante los demás, gustiba de llamarse el burro del
convento. «¡Paso al burro del convento de lis Capuchinos» — exclamaba
un día ante la muchedumbre, que deseosa dt contemplarle no le dejaba
puesto a la salida de una iglesia.
Todos buscaban ansiosos al animal.
— Pero ¿dónde está su burro, Hermano Féix? — le preguntaron.
— El burro soy yo, soy yo — respondió el buen religioso, prosiguiendo sil
camino, con los ojos bajos, encorvado bajo «1 peso de las alforjas llenas
que llevaba al convento.
De las limosnas solía hacer dos partes: una para sus Hermanos los reli-
giosos y otra para sus hermanos los necesitados. Los superiores le autorizaban
esta largueza una vez cubiertas las estrictas necesidades de la comunidad.
Caminaba en otra circunstancia el Hermane Félix por una calle muy es-
trecha con las alforjas a cuestas. Completamente absorto en su meditación,
no reparó en un jinete altanero que hacia él iba y sin avisar se abrió paso
derribándole en tierra. Algunos testigos de 1* escena se indignaron, y el
arrogante caballero creyó deber suyo detenerse para responder a tan in-
justificadas quejas. El Hermano Félix, en cambio, aunque pateado y mal-
trecho por el animal, se levantó y. adelantándose modesto y pacífico, dijo
al que tan brutalmente le había tratado: «Dispense, señor, que por mi tor-
peza y distracción así le haya quitado el paso».
Un despectivo encogimiento de hombros fué la respuesta del caballero.
A l día siguiente nuestro jinete vino a postrarse a los pies del humilde ca-
puchino e imploraba su perdón, prometiendo usar en el porvenir de más
suavidad y vivir como buen cristiano, para lo cual pidió la ayuda de las
oraciones y consejos del buen Hermano. Félix, complacido, accedió a ello
de buen gusto.
Tanto a las humillaciones como a las penas corporales, llamábalas Félix
favores celestiales, rosas del paraíso, y por nada en el mundo hubiera con-
sentido verse privado de ellas.
Prometíale en cierta ocasión el cardenal de Santorio, arzobispo de Santa
Severina y protector de la Orden, a cuyos oídos había llegado la fama de
mintidad de nuestro biografiado, que en sus últimos años le haría descargar
de sus penosas funciones:
— Por favor, Eminencia— respondió el religioso— , permítame que siga
con mi oficio de limosnero: un soldado debe morir con la espada en la mano;
un burro, bajo la carga; y el Hermano Félix, encorvado bajo la alforja.
LAS DIVERSIONES DE DOS SANTOS
VIV IA por este tiempo en Roma otro campeón de la causa de Cristo,
de virtud no menos admirable que la de Félix: era San Felipe Neri,
apóstol de la juventud y fundador del Oratorio, En las alturas
de la santidad intimaron grandemente estos dos aristócratas de la virtud.
Ocurríales encontrarse en la calle y estrecharse íntimamente en fraternal
abrazo sin decirse una palabra: ¡tan bien se comprendían!
Otras veces, saludábanse de una manera extraña. Decía el uno:
— ¡Quién me diera verte achicharrado!
— ¡Y a mí verte tendido en la rueda! — respondía el otro.
— ¡Permita Dios que te corten las manos! — replicaba el primero.
— ¡Y a ti la cabeza! — añadía su interlocutor.
— ¡Bendito el día en que te veas azotado y a pedradas despachurrado!
-decía a veces Felipe.
— ¡Y tú maniatado y en el Tíber anegado! — respondía Félix.
Los deseos que mutuamente expresaban eran propiamente deseos de mar-
tirio, favor que hubiesen preferido a cualquier otro. Las dos anécdotas que
vamos a referir no dejarán de sorprender a los hombres de nuestro siglo,
singularmente a los moradores de otras latitudes; a nuestro parecer, los dos
Santos son tal vez más dignos de admiración que de imitación.
Encontrando un día al Hermano Félix en la calle, postulando, cubrióle
San Felipe con su bonete, y le dijo: «Sigue pidiendo la limosna en esta
forma y veremos si eres tan mortificado como pareces». Como buen ca-
puchino, fray Félix iba siempre con la cabeza descubierta; era pues casi
un escándalo verle de este modo y, sobre todo, con bonete semejante. Son-
rióse y prosiguió su camino, cubierto y coronado con el cuadrado bonete
de San Felipe. Los pasajeros le propinaban amables burlas como éstas:
«Fray Félix vuelve a la infancia» — decían unos— . «Hace penitencias tan
asombrosas, que pierde la cabeza» — exclamaban otros.
No obstante, los más adivinaban el secreto y estaban por ello profunda-
mente edificados. A la vuelta de una calle, cercana a la plaza de San Lo -
renzo in Dámaso, encuéntranse de nuevo frente a frente los dos siervos de
Dios. Adelántase Felipe, quita el bonete al lego bruscamente y exclama con
fingida indignación: «¡Vaya espectáculo que estás dando, Hermano Félix!
¡Qué vergüenza para tu Orden! Voy a contá-selo a tus superiores y supli-
carles que castiguen con severidad tus chifladuras». Tranquilo, el humilde
capuchino respondió beatíficamente: «En vercad, merezco que me castiguen
por mis pecados; todo lo aceptaré por amor le Dios».
En otra ocasión, acercándose los dos anigos al puente Santángelo en
medio de una gran concurrencia, probaron cb atraer hacia ellos las burlas
y desprecios. Felipe presentó a Félix una enonne botella de vino, el «fiasco»
tradicional; llevóla a sus labios el eapuchin» y púsose a beber en medio
de la calle. Pero esta vez ambos amigos quedaron burlados, pues la gente
dijo admirada: «Ved a un santo que da de teber a otro santo».
EL PESO DE UNA MONEDAEN T R E los preceptos que el seráfico Paxiarca dejó a sus hijos figura
esta importante recomendación: «Hernanos, si encontráis dinero en
vuestro camino no hagáis más caso que del barro que huellan vuestros
pies». ¿No había él mismo predicado con el ejemplo, haciendo arrojar oro
al estercolero para inculcar más profundamente en los suyos el menosprecio
de los bienes perecederos?
Ninguno era más exacto que Félix en el cumplimiento de este artículo
de Regla. La más pequeña moneda parecía quemarle las manos. L o que
oído por un burlón, púsole un día maliciosamente una moneda de plata
en las alforjas, sin advertirlo el siervo de Dio¡; pero luego exclamó: «¡Jesús,
Jesús, Jesús! ¡La serpiente está en la alforja. ¡Oh, qué peso!» Y llegándose
a un soportal cercano descargó toda la alfora, y vista la moneda la echó
al lodo. «¡Ah !, ¡eres tú, vil metal — exclamó con aire satisfecho— ; eres tú
el que tanto pesabas! Recójate el que quiera, que yo no quiero mancharme
contigo». Y volviendo a cargarse la alforja se fué.
ESPÍRITU DE POBREZA Y DE MORTIFICACIÓN
DE SAN FÉLIX .— SU MUERTE
COM PRÉNDESE bien con casos comc éste, el afecto que Félix de
Cantalicio tenía a la santa pobreza. Su hábito era corto, estrecho y
remendado; si por ventura se rompú o deshilaehaba, él mismo lo
remendaba; tanto en invierno como en veraio absteníase de túnica y con-
tentábase con el hábito de la Orden, o si se permitía un vestido interior
había de ser un áspero cilicio o una camisa de mallas que sobre sus carnes
llevaba cuando hacía la romería de las siete basílicas.
Su mortificación era tan admirable como su espíritu de pobreza. Privá-
base incluso de las legítimas satisfacciones, tales como acercarse al fuego
durante un frío riguroso: probaba de calentarse paseando por el jardín del
convento, y al propio tiempo que caminaba, hablando alto consigo mismo,
se iba diciendo: «Vamos, Hermano asno — así llamaba a su cuerpo— ; estás
transido de frío, preciso es que te calientes sin fuego, que no de otro modo
se calientan las bestias de carga. ¡Lejos del fuego, hermano asno, lejos del
fuego! Junto al fuego negó San Pedro a su Divino Maestro».
Siempre hallaba razones para ocultar sus austeridades. ¿Iba descalzo?
Era para caminar más cómodamente. ¿Se disciplinaba hasta derramar sangre?
Así se calentaba un poco. ¿Alejábase del fuego? Era para evitar la tentación
de entretenerse con largas conversaciones. También hallaba motivos para
no dormir más que dos horas cada noche y pasar lo restante del tiempo
en oración.
Esta fué su norma de conducta durante los cuarenta y dos años de su
vida religiosa, acumulando en lo íntimo de su corazón renunciamiento y sa-
crificios, y por ellos méritos y gloria eterna.
Purificado por dolorosos padecimientos crónicos, soportados sin queja
alguna, llamóle Dios a disfrutar de las alegrías del paraíso el día 18 de
mayo del año 1587. Murió Félix pronunciando los dulcísimos nombres de
Jesús y María.
S A N T O R A LSantos Félix de Cantalicio. confesor; Venancio, tnártir; Teodoto y las siete v ír-
genes de Ancira, mártires; Potamión, obispo, y Hortasio, mártires; Erico o Enrique, rey de Suecia, mártir; Corcodemo, mártir, Quiniberto, eremita; Dióscoro, lector, a quien agujerearon las uñas, quemaron los costados y expiró entre planchas de hierro hechas ascuas; Félix, obispo y mártir; Merorilano, presbítero y mártir; Urbano, Teodoro, Menedemo y setenta y siete compañeros, mártires en Constantinopla Arsenio, confesor. Beatos Nicolás Dionisio, franciscano; y Juan Gilabert, mercedario valenciano del convento de Nuestra Señora del Puig. Santas Ciriaca de Nicomedia y Sira, vírgenes y mártires; Elgiva, esposa de San Edmundo, rey de Inglaterra.