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DIA 19 DE MAYO SAN PEDRO CELESTINO PAPA Y FUNDADOR (1215 - 1296) E N la celda abandonada por el Fundador de la Orden de los «Celes- tinos», al bajar del Monte Murón para tomar la pesadísima carga del Sumo Pontificado, encontraron entre los papeles un cuaderno escrito de su propio puño y letra que contenía buena parte de su vida. Este documento es el que nos ha servido para el sencillo relato que nos ocupa. No se crea por ello, que la autobiografía fué inspirada a nuestro Santo por un sentimiento de vanagloria; muy al contrario, dejó aquellos apuntes para edificación de sus religiosos. Pedro Angelario, llamado mas tarde Pedro Murón, hoy conocido por el nombre de Celestino V, papa, y más generalmente por el de Pedro Celestino, nació probablemente en Isernia, ciudad de Campania (Italia), en 1215, de padres sencillos y temerosos de Dios. Tuvo once hermanos, clara muestra de la protección del cielo sobre su familia. Pedro fué el penúltimo. No ce- saba la madre de suplicar al Señor, como prenda del amor que a los suyos profesara, se sirviese llamar a su santo servicio al menos a uno de sus doce hijos. Abundando en esas ideas, ella misma destinó al segundo para la carrera sacerdotal; pero el joven no satisfizo las esperanzas que en él depositara.

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D I A 19 DE M A Y O

SAN PEDRO CELESTINOP A P A Y FUND AD OR (1215 - 1296)

EN la celda abandonada por el Fundador de la Orden de los «Celes-

tinos», al bajar del Monte Murón para tomar la pesadísima carga

del Sumo Pontificado, encontraron entre los papeles un cuaderno

escrito de su propio puño y letra que contenía buena parte de su

vida. Este documento es el que nos ha servido para el sencillo relato que

nos ocupa. No se crea por ello, que la autobiografía fué inspirada a nuestro

Santo por un sentimiento de vanagloria; muy al contrario, dejó aquellos

apuntes para edificación de sus religiosos.

Pedro Angelario, llamado mas tarde Pedro Murón, hoy conocido por el

nombre de Celestino V , papa, y más generalmente por el de Pedro Celestino,

nació probablemente en Isernia, ciudad de Campania (Ita lia ), en 1215, de

padres sencillos y temerosos de Dios. Tuvo once hermanos, clara muestra

de la protección del cielo sobre su familia. Pedro fué el penúltimo. No ce-

saba la madre de suplicar al Señor, como prenda del amor que a los suyos

profesara, se sirviese llamar a su santo servicio al menos a uno de sus

doce hijos. Abundando en esas ideas, ella misma destinó al segundo para

la carrera sacerdotal; pero el joven no satisfizo las esperanzas que en él

depositara.

De cinco a seis años contaba entonces Pedro, y ya la divina gracia des-

cendía a raudales sobre su alma cándida y sencilla; hablando con su madre

le solía repetir: «Madre, yo quiero consagrarme a Dios». Loca de alegría

al ver en su hijo tales disposiciones, la madre prometió dedicarle al es-

tudio, no retrocediendo en su propósito a pesar de la oposición que encontró

dentro y fuera de la familia. Con grandes sacrificios económicos, confió,

pues, su educación a un profesor particular. Bendijo Dios tan admirable

constancia, correspondida muy pronto por la sin igual aplicación del niño.

Ta l era su piedad que, ya en sus oraciones de estudiante, se veía regalado

con frecuencia por la contemplación pacífica y cariñosa de los ángeles, de

la Reina de los Cielos y de San Juan Evangelista.

Su madre, a quien el niño relataba sencilla y fielmente estas visiones,

quiso experimentar si realmente venían de Dios, y pronto pudo convencerse

de que así era en efecto. Sobrevino una espantosa carestía en toda la co-

marca, hasta el punto de faltar alimentos tan indispensables como el pan

y el vino. Acudió la piadosa mujer primeramente a Dios; y luego, llamando

a Pedro, le dijo: «Tom a, hijo mío, una hoz y vete a buscarme trigo en los

campos». Nótese que el tiempo de la cosecha estaba aún muy lejano y el

trigo todavía en hierba. Obedeció, no obstante, el niño y tío tardó en volver

cargado de trigo maduro y hermoso.

ASPIRA PEDRO A LA SOLEDAD. — SE RETIRA

AL MONTE MURÓN

DESDE jovencito suspiraba por la dicha de servir únicamente a Dios,

y con preferencia en la soledad. «Pero yo no sabía — confiesa él

mismo más tarde, con ingenuidad y franqueza— que se pudiese ser

ermitaño viviendo en compañía». Pensaba que había de estar siempre solo;

tenía yo mucho miedo para permanecer así, particularmente de noche...»

Con esta incertidumbre llegó nuestro Santo hasta los veinte años, edad

en que, animado por la gracia, acude en busca de un amigo suyo y, co-

municándole francamente su propósito, le dicc: «Salgamos de nuestra patria

y huyamos a la soledad para servir a Dios. Pero vayamos antes a Roma,

y no emprendamos nada en asunto tan serio sin el consentimiento de la

Iglesia». Hallaron eco, efectivamente, en el corazón de su compañero estas

palabras, y pusiéronse muy pronto en camino; pero al fin del primer día

de marcha, extenuado el compañero de Pedro, propúsole desandar lo an-

dado. «Aunque tú me dcies — replicó el futuro ermitaño— , estoy seguro de

que Dios no me abandonará».

Y prosiguió solo su camino por espacio de un día más; detenido por

una horrorosa tempestad, refugióse en una iglesia erigida en honra de San

Nicolás, en cierto paraje que él mismo denomina Sangro. A llí, Dios le ins-

piró que renunciase a su viaje de Roma, y, sin esperar más, diese comienzo

ii la vida eremítica. Había una selva en las cereanías, donde pasó seis días

en oración y ayuno continuos; subió luego a una asperísima montaña y se

alojó en una caverna, que más parecía una tumba; tan pequeña era, que

apenas podía el Santo acostarse en ella sin estar de pie. Tres años pasó en

aquel cubil, viéndose inundada su alma durante este tiempo por las más

abundantes gracias del cielo. Inquieto, mientras tanto, el demonio con tal

prodigio de santidad, le asaltó con toda su saña, pero siempre coronaba el

Santo la refriega con la más completa victoria.

Visitábanle a menudo en aquella soledad algunas personas virtuosas; sa-

bedoras de las tentaciones a que estaba sometido, trataron de convencerle

para que se ordenara de sacerdote. «Acercándote con frecuencia a la Sagra-

da Mesa — le decían— , recibirás en el Santísimo Sacramento nuevas fuerzas

para la lucha». Convencido por semejante razonamiento y a pesar de su

profunda humildad, púsose el joven ermitaño en marcha para Roma, donde

le fueron conferidas las Sagradas Órdenes.

A su vuelta, tomó Pedro el hábito de San Benito en el monasterio de

Faifola. Apesar de ello, consiguió de su abad licencia para retirarse, en 1239,

u una gruta del monte Murón, cerca de Sulmona. para poderse entregar

mejor a vida más austera.

Cinco años pasó en aquella soledad, iluminando la comarca toda con

el resplandor de sus virtudes, y en medio de privaciones sin cuento, a las

cuales añadía, además, tremendas maceraciones. Pero Dios estaba con él,

y como no se deja vencer en generosidad, prodigábale en su retiro ine-

fables consuelos. Diariamente subía al santo altar con un fervor angelical.

Envidioso de tanta virtud, sugirióle el demonio astutamente que la cele-

bración de los sagrados misterios atraía a la gruta demasiada gente, y que

un vil pecador no era digno de ofrecer a Dios tan augusto Sacrificio.

Inoculadas así en su espíritu la perplejidad y la duda, iba el santo

solitario a ponerse en camino para consultar al Papa, a pesar de la nieve

y del invierno, cuando una visión le detuvo en sus propósitos. El piadoso

abad de Faifola. muerto poco tiempo hacía, se le apareció en sueños al pie

del altar y le dijo: «Ruega por mí, hijo mío, y permanece con Dios». Pedro

replicó: «¿Qué debo, pues, hacer? — Celebra la Misa, hijo mío, celebra...»,

ftiéle contestado. La visión desapareció. El mismo día visitó el solitario a

su confesor, que le habló en el mismo sentido. Serenado el Santo, prosiguió

su vida contemplativa.

AL PIE DEL MONTE MAGELAEN 1244, Pedro, que buscaba de continuo la soledad, retiróse al monte

Magcla, en la diócesis de Chieti, donde se le juntaron algunos dis-

cípulos, atraídos por su santidad. Dos, nada mas, tuvo en un prin-

cipio: Este número aumentó rápidamente, a pesar de su resistencia, puesto

que hubiese querido permanecer a solas con Dios. Tal fué el origen de la

Orden de los Celestinos. Habitaban cabañas hechas con ramas y espinas en

medio de una espantosa soledad.

Una blanquísima paloma vivió durante dos años en medio de ellos, to-

mando la comida en el mismo sitio que más tarde serviría para la erección

del altar mayor de la iglesia del Espíritu Santo, acabada el año 1247. Con

frecuencia, los religiosos y muchos peregrinos, que acudían a aquel refugio

de la virtud, oían invisibles campanas que los llamaban al divino servicio.

Era una como lejana armonía que poco a poco iba creciendo; solemne en

las grandes festividades, suave en los días ordinarios. Recogía también el I

oído el eco de voces misteriosas que tomaban parte en el canto del Oficio

Divino.

En aquel lugar bendito, sentíase, por doquier, la presencia de Dios. La

vida de aquellos solitarios, nada tenía de terrenal. Y , no obstante, Pedro

iba más lejos que todos los demás en la práctica de las austeridades: ob-

servaba al año cuatro cuaresmas, en las cuales sólo comía dos veces por

semana. Lo restante del tiempo ayunaba diariamente, siendo su alimento

ordinario pan seco y mohoso que — según la crónica— era preciso desme-

nuzar a martillazos. Llevaba un hábito de lana burda, con un escapulario i

por él mismo fabricado; y debajo, finamente disimulada, una cadena de I

hierro de la que jamás se desprendía. Dormía siempre encima de una tabla j o una piedra. j

El demonio, lejos de ceder terreno a sus contrarios, continuaba en sus 1

persecuciones y luchas contra los monjes con más furor que nunca. Ora i

hacía prender fuego a las ramas que los resguardaban de las inclemencias 1

del tiempo; ora se les aparecían animales de formas horrorosas; con frecuen-

cia oíanse durante la noche espantosos aullidos. Pero toda esta fantasma- i

goría desaparecía ante el poder del Santo. Por esta época, Dios le concedió

el don de milagros en grado extraordinario: En repetidas ocasiones, renovó .

el varón de Dios, en el monasterio, las provisiones agotadas. Otra vez re- ,

sucitó a un muerto. Parecía vincular a cada limosna que hacía una gracia ,

especial de conversión para quien la recibía. Penetraba los pensamientos ■

más secretos de cuantos se le acercaban, y predijo también varios acon-

tecimientos, que se cumplieron a la letra.

LA víspera de Santa Lucía , el papa Celestino V da licencia a los

Cardenales para que elijan un sucesor y , dejando las insignias

pontificales con gran contento, baja de la silla apostólica de San

Pedro para subir, a su entender con más seguridad, a la del c ie lo .

y se va gozoso a la soledad.

APROBACIÓN I)E LAS CONSTITUCIONES DE SU ORDEN

A fuma de .santidad de Pedro acrecentaba poco a poco el número de

sus religiosos. Fué preciso levantar varias casas que fueroil liberal-

mente dotadas por amigos y bienhechores generosos. Urbano IV en 1262.

a petición del Fundador, incorporó a la Orden de San Benito los Hermanos

del Esp íritu Santo de Magela.

Años más tarde corrieron rumores de que el Concilio de Lyón iba a su-

primir todas las Órdenes de reciente fundación. Pedro resolvió ir personal-

mente a defender la suya; y, a pesar de su avanzada edad y de sus achaques,

partió a pie para dicha ciudad. Llegado a Lyón, defendió su causa más con

milagros que con palabras.

Su Santidad Gregorio X , que le apreciaba mucho, quiso honrarle asis-

tiendo a su Misa. Obedeció Pedro, y el manteo de que se despojó para re-

vestirse de los sagrados ornamentos, permaneció durante el Santo Sacrificio

como suspendido de un rayo de luz que atravesaba una vidriera. Trajéronle

los ricos ornamentos que de antemano le tenían preparados, pero embarazado

el santo monje y como confundido por tanta distinción, empezó a echar de

menos la pobreza y sencillez de los que usaba en su amada soledad. Y , ¡oh

prodigio!, los ángeles del cielo trajéronselos repentinamente por los aires

y con ellos celebró ante la maravillada concurrencia.

A l día siguiente, 22 de marzo de 1274, hizo Gregorio X expedir la Bula

de confirmación de la Orden, donde se dice que ya en esta época poseía die-

ciséis monasterios. Conseguido su propósito, tomó Pedro nuevamente el ca-

mino de Magela, rebosante de alegría. Los que durante el Concilio se habían

apoderado de sus bienes, se los restituyeron a su vuelta. Una excepción

hubo, la del obispo de Chieti. Pero una terrible enfermedad, saludable aviso

que el Señor le envió y que puso en inminente peligro su vida, abrió pronto

sus ojos a la luz, y no tardó en reparar el mal que a los religiosos había

ocasionado.

La Orden prosperaba continuamente. E l monasterio de Faifola, donde

en otro tiempo Pedro Murón renunciara al mundo vistiendo el santo hábito,

le fué también ofrecido en 1276. Allá se encaminó el Santo con algunos mon-

jes. Una vez consolidada la fundación, se volvió a Magela (1281). Pero fué

tal la afluencia de peregrinos que acudieron a venerarle que obligó al siervo

de Dios a buscar refugio seguro a su humildad en el monasterio de San Bar-

tolomé de Loggio, donde cambió en vino el agua destinada al Santo Sa-

crificio de la Misa. Después de dos o tres años dejó también este lugar para

retirarse a Oriento; allí permaneció hasta 1292, año en que volvió al monte

Murón y vivió en la gruta que él dedicó a San Onofre, célebre anacoreta de

Egipto en el siglo IV .

BREVE PONTIFICADO. — SU ABDICACIÓN

SE ignora la fecha exacta del fallecimiento del papa Nicolás IV Durante

más de dos años, por las discusiones de los Cardenales, vacaba el solio

pontificio. Pedro recibió de Dios mandato de escribirles y reprochar-

les tal proceder. Apenas leída la carta, una inspiración sobrenatural puso

a todos de acuerdo, y les hizo ver en Pedro al Pontífice que el Señor de-

paraba a su Iglesia. Efectivamente, aunque no era Cardenal, ni siquiera

obispo, fué elegido por unanimidad, el día 5 de julio de 1294. El arzobispo

de Lyón fué delegado con otros prelados pura notificarle la elección.

Cuando supo la decisión del Sacro Colegio, Pedro rompió a llorar. Pero

tan vivas fueron las súplicas e instancias de los mensajeros, y tan clara-

mente manifiesta la divina voluntad, que no le cupo otro remedio que acep-

tar. Por consejo del rey de Nápoles, Carlos I I , el recién electo Pontífice

decidió recibir la consagración suprema en Áquila y no en Perusa.

Pedro hizo su entrada en la ciudad humildemente montado en un po-

llino, que guiaban los reyes de Nápoles y de Hungría. Apenas apeado de

su cabalgadura, un buen hombre, que, por lo visto, sabía de qué se trataba,

colocó sobre los lomos del animal a su hijo, tullido de ambas piernas: el

niño sanó inmediatamente.

La coronación del Pontífice efectuóse el 29 de agosto; Pedro tomó en-

tonces el nombre de Celestino; de aquí la denominación de «Celestinos» dada

a los miembros de su Orden.

F ijó su sede en ¿quila primero, y más tarde en Nápoles, bajo la protec-

ción más o menos interesada del mencionado Carlos II . Falto, ciertamente,

de experiencia en los asuntos inherentes a su nuevo cargo, retraído como

había estado de los negocios de este mundo, y menos entendido que el pre-

ponderante Benito Gaetani — más tarde Bonifacio V I I I— , vióse en la impo-

sibilidad de gobernar a la Iglesia. Una fracción importante del Sacro Co-

legio, no tardó en proponer la transmisión de poderes a los Cardenales, y

encomendar al Padre Santo la única misión de orar y presidir honorífica-

mente la Iglesia.

Vencido por el temor de ofender a Dios, y hallando su humildad en las

razones antedichas un pretexto para rehusar su alta dignidad, determinó

Celestino V presentar su dimisión. Mas cuando el rumor de su renuncia

comenzó a extenderse, todo el pueblo napolitano invadió el palacio ponti-

ficio, suplicando al santo anciano renunciase a un proyecto tan perjudicial

para los intereses de la Iglesia. Titubeó el Papa por unos instantes, y pro-

metió rogar a Dios para conocer su voluntad. Tras maduro examen y des-

pués de algunos días de retiro, reunió en Consistorio secreto a los Cardenales.

el 13 de diciembre del año 1294. Había él, mientras tanto, redactado una

constitución en que definía que un Papa puede abdicar para atender mejor

a la salvación de su alma.

Apareció Celestino V' majestuosa y solemnemente revestido con los or-

namentos pontificales. Y después de haber prohibido a los Cardenales in-

terrumpirle, leyó con sonora y potente voz el acta de su renuncia a la tiara:

«Y o , Celestino, movido por tan legítimas causas como son: la humildad,

el deseo de vida más perfecta y el de no gravar mi conciencia, mi falta

de ciencia y el anhelo de encontrar el descanso y consuelo de mi vida pa-

sada, dejo voluntaria y libremente el papado, trasmitiendo desde este mis-

mo instante al Sacro Colegio de Cardenales la facultad de elegir, pero única

y exclusivamente por vía canónica, un pastor para la Iglesia universal.»

En seguida salió de la sala, y a los pocos momentos volvió a entrar

revestido de su tosco sayal de ermitaño. Esta abdicación fué muy discutida.

Dios mismo se encargó de justificar a su siervo. A l día siguiente, Pedro

Celestino curó a un cojo al terminar la misa con solo echarle la bendición.

Dios le concedió el don de milagros hasta su muerte.

Once días más tarde, y tras un solo día de Conclave, el 24 de diciembre

de 1294, era elegido Papa en Castro Nuovo, cerca de Nápoles, Benito Gae-

tani, que tomó el nombre de Bonifacio V II I .

PRISIÓN Y MUERTE

PA R E C ÍA LE un siglo al piadoso anciano cada momento que se difería

su vuelta a la soledad. Pidió al nuevo Papa este favor, pero el Pon-

tífice no juzgó prudente otorgárselo; al contrario, le invitó a acom-

pañarle a Roma. Temía Bonifacio que en caso tan singular y no estando

todos conformes con la abdicación, fuera Pedro Celestino instrumento de

un cisma, cuyas consecuencias hubiesen sido funestísimas para la Iglesia.

I.a agitación espiritual y moral de aquella época justificaban tal providencia.

Mas Pedro, huyó secretamente de noche. Cuando llegó al monte Murón,

fué recibido con alegría extraordinaria. Pocos meses bastaron para que los

emisarios del rey de Sicilia diesen con su paradero y le condujeran a pre-

sencia del Romano Pontífice, que, a la sazón, se hallaba en Anagni. Recibiólo

éste con deferencia, pero tuvo el cuidado de poner a buen recaudo a su

predecesor, rodeándole, no obstante, de los honores que le correspondían.

Asignóle Bonifacio V I I I para su estancia el castillo de Fumona, cerca

de Anagni (agosto, 1295). Mas la rigidez y severidad de la guardia cambió

en prisión la nueva residencia. Relegóse al santo anciano a una celda muy

estrecha, y únicamente le dejaron a dos de sus Hermanos para que le hicie-

sen compañía en el rezo del Oficio Divino. Transcurrido algún tiempo, apa-

rccióse San Juan Bautista a Bonifacio V I I I y reprochóle su proceder para

ion el santo cautivo. Asustado el Papa, envió a Fumona hombres de con-

fianza, para cerciorarse del modo cómo era tratado el siervo de Dios.

De madrugada llegaron allá los emisarios, y vieron al santo anciano en

el altar, donde, a pesar de ser la festividad de San Juan Bautista, celebraba

una misa de Requiera. En el solemne momento de la elevación, viéronle

en éxtasis, levantado del suelo y con el rostro radiante. Supo Pedro por

revelación todo lo que pasaba; y así, cuando la misa hubo terminado,

transmitió a los mensajeros las palabras más consoladoras para el papa

Bonifacio, por el que siempre conservó sentimientos de veneración.

Después les explicó e! porqué de la celebración de una misa de Requiem

en día de tanta solemnidad. «Esta misma noche — díjoles— ha muerto uno

de mis mejores amigos. Y Dios me lo ha dado a conocer al tiempo mismo

que me anunciaba vuestra llegada. He celebrado tan de madrugada, para

que aquella alma no estuviese detenida en el purgatorio».

Nueve meses hacía que vivía en Fumona el santo prisionero, cuando el

Señor le reveló que estaba próxima la hora de su muerte. Esto fué para

él motivo de redoblar el rigor de sus austeridades. Un domingo, al salir de

celebrar la Santa Misa, sintióse completamente agotado. Administráronle

los Santos Sacramentos y, una vez recibidos, entró en agonía. Sus labios

cárdenos murmuraron todavía las palabras de los salmos que con tanta fre-

cuencia y fervor habían cantado al pie de los altares. Fueron sus últimas

palabras estas que cierran los salmos de David: « Omnis spíritus laudet D ó -

m inum : Todo espíritu alabe al Señor». Después entregó dulcemente su alma

al Creador. Era el 6 de mayo de 1296. San Pedro Celestino fué canonizado

por Clemente V el 5 de mayo de 1313.

S A N T O R A LSantos Pedro Celestino, papa y confesor; Dunstano, arzobispo y confesor; Teó-

filo de Corte, reformador franciscano; Ivón, abogado de los pobres; Eu- tropio, obispo de Orange; Adulfo, obispo de Cambrai; Pudente, senador romano, padre de las Santas Pudenciana y Práxedes; Calócero y Parte- nio, mártires en R om a; Filótero, mártir en Nicomedia; Cirilo, obispo de Tréveris y confesor; Evonio y Teodoro, obispos. Beatos Alcuino, maestro de Carlomagno, gran escritor e insigne pedagogo; Juan de Cetina y Pedro de Dueñas, ilustres religiosos de la Orden de San Francisco, martirizados en Granada. Santas Pudenciana o Potenciana, bautizada por San Pedro; Ciriaca y otras seis vírgenes y mártires, en Nicomedia. Beatas Emiliana, terciaria franciscana, e Isabel, terciaria servita.