1er capítulo de Barcelona Zona Cero

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VOLVIENDO AL LUGAR DEL CRIMEN BARCELONA ZONA CERO Luis Campo

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Barcelona se ve sumergida en una despiadada batalla política. Naima Dati, magrebí y concejal del distrito de barrios históricos Ciutat Vella, tiene poderosos enemigos dispuestos a perseguir y acosarla para que dimita de su cargo. La investigadora Alexia Hurtado sospecha que se trata del mayor escándalo de especulación y mobbing inmobiliario de la historia de la ciudad. Una trama que desvela la lucha por dos modelos de ciudad: la que defiende el crecimiento y el paisaje, frente a la que se preocupa por el paisanaje. Interés económico frente a política social. Dos mujeres contra un sistema.

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Barcelona se ve sumergida en una despiadada batalla política. Naima Dati, magrebí y concejal del histórico barrio de Ciutat Vella, tiene poderosos enemigos dispuestos a perseguirla y acosarla para que dimita de su cargo.La investigadora Alexia Hurtado sospecha que se trata del mayor escándalo de especulación y mobbing inmobiliario de la historia de la ciudad. Una trama que desvela la lucha por dos modelos de ciudad: la que defiende el crecimiento y el paisaje, frente a la que se preocupa por el paisanaje. Interés económico frente a política social. Dos mujeres contra un sistema.

«La novela de Luis Campo desborda la ficción y nos sitúa en una ciudad donde la trama negra y

criminal se ceba siempre en los más vulnerables. Hay que leerla como una metáfora y al mismo

tiempo una advertencia. Además, las mujeres que la protagonizan tienen una consistencia que

nos hace buscarlas con la mirada cuando entramos en los lugares que frecuentan».

eva Fernández, expresidenta de la FaVB y activista vecinal de Ciutat Vella

«Alexia, cada vez más sorprendente, vuelve a aparecer más fuerte y segura que nunca, imparable

cuando se trata de desenmascarar a aquellos que anteponen sus intereses a los de todo un

distrito. Una fantástica guía de Barcelona, imprescindible para conocer y querer Ciutat Vella. Una

novela tan real que duele leerla y en la que el autor se supera construyendo unos personajes que

participan en una trama que esperemos que jamás se haga realidad».

Cristina manresa llop, comisaria de los mossos d’esquadra

«Como si del juego Monopoly se tratara, Luis Campo diseña la mejor radiografía del distrito Ciutat

Vella de Barcelona. Aquí se mueven todos los hilos de un mundo corrupto, en que la especulación

inmobiliaria, la vanidad de la alta burguesía y el problema de la inmigración conviven con el amor

y el sentimiento de ternura ante la aparición de un ser adorable. El juego acaba de empezar.

Hagan sus apuestas».

mari Pau Huguet, periodista y presentadora de TV3

iSBn 978-84-92872-06-0

roBo en el muSeo dalÍLuisCampoSe avecina el mayor robo de arte de la historia

mientras la inspectora Alexia Hurtado investiga un

extraño homicidio en Barcelona.

Colección: Volviendo al lugar del crimen

BarCelona

alexia y loS magnaTeS de la ComuniCaCión

LuisCampoAlexia se aventura en el terreno real y virtual mientras

su clienta lucha por el imperioso holding que

pertenecía a su marido desaparecido en el mar.

Colección: Volviendo al lugar del crimen

Zona CeroLuisCampo

luis Campo Vidal, nacido en Camporrells (Huesca),

reside en Barcelona desde 1960. Ingeniero de pro-

fesión, Luis preside Universal TV, consultoría de

televisión, multimedia y telecomunicaciones, con sede

en Barcelona. También es presidente de la empresa

TELENIUM Tecnología y Servicios, con base en Madrid.

Trabajó en American Interactive Media INC., en Nueva

York, empresa dedicada al acceso a Internet a través

de la televisión. Fue Director General de Cable Antena,

participó en el lanzamiento de Canal Satélite Digital

desde el comité de dirección, fue consultor en Antena 3

TV y Director General de Cable Total, diseñó proyectos

de TV en Perú (Antena 3 Perú), Antena 3 TV Internacional

y Telenoticias.

Barcelona Zona Cero es la tercera novela de la saga

sobre Alexia Hurtado, después de Alexia y los magnates

de la comunicación y Robo en el Museo Dalí. Las

novelas, relacionadas entre sí, se leen perfectamente

por separado, aunque a los lectores fieles de la serie

les hará gracia reencontrarse con los personajes

secundarios presentados en los primeros libros.

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Luis Campo

Barcelona Zona Cero

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Derechos de autor: © Luis Campo Vidal, 2011http://www.alexiainvestiga.com/Primera edición: abril de 2011

Colección: Volviendo al lugar del crimen

Dirección editorial: Maria RempelDiseño de la portada: © Utopikka, 2011Maquetación: Editor Service, S.L.Impreso en España

© de esta edición:Flamma Editorial – Infoaccia Primera, S.L., 2011http://www.flammaeditorial.com/

ISBN: 978–84–92872–лсπлDepósito legal: .Lπурнπнлмм

No está permitida la reproducción total o parcial de esta publicación,ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,mecánico, por fotocopia, por registro u otros, sin la autorización previay por escrito de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos, http://cedro.org) si necesita fotocopiar o escanearalgún fragmento de esta obra.

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A aquellas personas honestas que han dedicado parte de su vida a luchar desinteresadamente por una ciudad mejor

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1. Arde

—¿A qué temperatura crees que arde un concejal? —pregun-tó Miquel tras dar un sorbo a su taza de café con leche.

—Bueno, si tenemos en cuenta que el papel arde a 233 °C. ¡Calcula…! No es que sea licenciado en Ciencias Físicas. Lo aprendí en la película Fahrenheit 451 —respondió Klaus, muy oportuno. Tenía la mirada despierta que delata a un hombre audaz.

—Estoy hablando de comprar la voluntad de un concejal, y si no se deja comprar… de derribarlo. ¿Cuánto crees que puede tardar en dimitir un concejal si se le presiona bien?

—Dime de quién se trata y te diré cuánto cuesta comprar-lo o conseguir que se arrepienta de haber sido elegido.

—Es una concejala.—Más fácil me lo pones. Las mujeres tienen un precio

más bajo y más puntos débiles en los que ensañarnos. ¿De quién estás hablando?

—De la concejala del distrito de Ciutat Vella de Barcelona.—Mmmm... Esa parece dura de pelar. Desengáñate, no se

dejará comprar. Aunque… todo el mundo tiene una tempe-ratura que no puede soportar y, más tarde o más temprano, arde. Ella también debe de tenerla. Será cuestión de ver cuán-to combustible hemos de poner en la hoguera.

—Pon el combustible que haga falta.—Pues entonces arderá. Te lo aseguro.

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Miquel depositó un sobre acolchado de color sepia enci-ma de la mesa, algo abultado, que Klaus guardó inmediata-mente en su maletín. Los dos hombres estaban sentados en el Café Central, un bar ubicado en la planta inferior del com-plejo comercial La Illa, en la Diagonal de Barcelona.

Unos minutos más tarde, Miquel se levantó de la mesa y, subiendo por unas escaleras mecánicas, salió de La Illa por una monumental entrada del complejo que le llevaba a la avenida Diagonal. Iba vestido con un traje azul con finas rayas blancas, elegante, presumiblemente hecho a medida. Se fue caminando hasta una de las calles laterales, donde le espera-ba un gran coche oscuro, tipo limusina, con conductor uni-formado. El asiento trasero estaba ocupado por un individuo de unos cuarenta y pico años, bien vestido y algo impaciente, a la espera de noticias. Miquel subió al vehículo y los dos quedaron sentados frente a frente.

—¿Qué? ¿Cómo te ha ido? —preguntó el que esperaba.—Bien. No habrá problemas. El encargo está hecho. Ha

descartado la posibilidad de comprarla. Está seguro de que ella rechazaría la oferta. Diría que no y además la pondríamos en preaviso. Me duele que tengamos que recurrir a estos mé-todos, pero… cuando los plazos apremian…

—Es verdad; no podemos quedarnos bloqueados. Espere–mos que el sentido común se imponga y dimita lo antes posible.

El conductor puso rumbo a los estudios de la televisión autonómica catalana, donde estaba previsto que entrevista-ran a aquel prestigioso señor.

Unos días más tarde, una mujer de aspecto magrebí regre-saba a su casa después de un duro día de trabajo. Era una

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noche cerrada de marzo y el reloj marcaba las diez en punto. Caminaba por la estrecha acera de la calle Hospital de Bar-celona, en dirección a la Rambla de los Capuchinos. Detrás de ella, y a cierta distancia, la seguía un hombre de unos cincuenta años, fuerte, vestido con poca elegancia, con cha-queta azul marino. Del bolsillo superior de su americana so-bresalía un pañuelo de lino blanco plegado en forma triangu-lar que en otra época debió de ser un indicador de sofisticación. Llevaba el teléfono móvil guardado en un bolsillo y hablaba en voz baja, utilizando un auricular con micrófono. Iba infor-mando a su interlocutor del recorrido de la señora y la posi-ción en la que se encontraba.

—Vamos por la calle Hospital en dirección a Las Ramblas, por la acera del lado del mar. Ya deberías verla. ¿La tienes localizada?

—Sí. Ya la veo. Viene hacia mí —contestó el otro.—Pues a por ella.Por la misma acera, en sentido contrario al que caminaba

la mujer, se acercaba un hombre bajito y corpulento, de unos cincuenta años. Parecía latinoamericano. Al llegar a su altura, la agarró por la cabeza y la empujó contra un portal cuya puerta de metal estaba cerrada. Sonó un fuerte ruido metáli-co. Le tapó la boca con la mano izquierda y con la derecha le arreó una serie de puñetazos en el estómago. A continuación, la tiró al suelo y empezó a darle patadas por todo el cuerpo. La mujer se puso a gritar. La mayoría de la gente pasaba de largo y algunos se quedaban mirando la escena, pero nadie intervino en su defensa, ni tan siquiera se atrevieron a recri-minarle nada al agresor. Cuando el hombre parecía agotado de tanto pegar, se fue con paso rápido, pero sin correr ni mirar atrás. Mientras, su cómplice le cubría la retirada sin

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delatarse. Había presenciado la escena y quedó satisfecho. La mujer seguía tirada en el suelo. Nadie la ayudó a levantarse. Lo hizo por sí misma. En cuanto tuvo fuerzas, se fue ren-queando. Los mirones arremolinados se disolvieron y la vida en Las Ramblas continuó su curso normal.

2. Cita con la concejala

Una semana más tarde, Alexia Hurtado, una conocida detec-tive privada de Barcelona, había establecido una cita con Naima Dati, concejala del distrito de Ciutat Vella (Ciudad Vieja), un área municipal que agrupa cuatro barrios del cen-tro histórico, reclamada por esta.

Alexia tenía un largo y brillante historial para sus recién cumplidos treinta y un años de edad. Se había licenciado en Psicología Criminal y había pasado un año en Florida cola-borando con la Policía Federal de Miami. Una vez regresó de los Estados Unidos, había ingresado en los Mossos d’Esquadra y llegado a ser inspectora jefe de Investigación Criminal, pero, tras unos años de éxitos policiales, había cometido un error que le costó su puesto. Se ocupó de la muerte de una muchacha de dieciséis años, cuyo cadáver apareció semides-nudo en la playa Icaria de Barcelona. Un caso de homicidio cuyas pistas la llevaron a investigar a un gran empresario de la ciudad estrechamente vinculado con el poder político y económico. Se demostró que los privilegios de clase siguen vigentes en la sociedad contemporánea y tuvo que dejar su cargo por presiones de la jerarquía que quiso abortar sus pes-quisas. Más tarde, ya como investigadora privada, había par-ticipado en la solución del robo del Museo Dalí de Figueres

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y recientemente había resuelto un importante caso, la des-aparición del principal magnate de la comunicación españo-la. Era una mujer de éxito, decidida y con fuerte carácter.

Estaba domiciliada en aquel mismo distrito, y acudió in-trigada a la entrevista porque no tenía idea sobre lo que que-ría plantearle la concejala.

Esperó sentada en el vestíbulo de las dependencias mu-nicipales a que la señora concejala terminara una reunión. Vestía chaqueta de color gris marengo sobre una camisa blanca que colgaba por encima de su pantalón tejano y que lucía un cuello de embajador de las Indias Orientales. Sus zapatos negros planos terminados en punta hacían juego con su bolso. Sabía que podían hacerla esperar un buen rato y por eso se había llevado consigo una revista antigua de National Geographic. Tres meses antes, en un viaje a San Pe-tersburgo, se había aficionado a estudiar la historia rusa. Leía un artículo titulado «Catalina la Grande», que trataba de una zarina que en realidad había nacido en Alemania y que había llegado a Rusia en 1744 con una frase grabada en su mente: «Perecer o reinar». Consiguió ser emperatriz tras matar a su marido, el zar, y fue una de las reformadoras más controver-tidas de aquel país.

Alexia no conocía personalmente a Naima Dati, pero sabía de ella por la prensa. Era una mujer relativamente joven, cua-renta y cinco años, licenciada en Derecho y apasionada por las relaciones sociales, resuelta, valiente y polémica, con un discurso que emanaba una perfumada frescura de renovación social.

Había leído una entrevista a Naima en la que esta decía: «No he llegado a este cargo de concejal con la intención de iniciar una carrera política, que es lo que acostumbran a hacer

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la mayoría de los que acceden a estas plazas, sino como cul-minación de una vida dedicada al compromiso social y ciuda-dano». Más adelante confesaba: «Soy independiente, no tengo vocación, ni formo parte de ningún partido político. Más bien fui pescada, o mejor dicho reclutada a última hora, cuando ya se cerraban las listas para las elecciones municipales».

Daba la sensación de que las declaraciones de Naima iban dirigidas a alguien. Llevaban un mensaje implícito descono-cido para Alexia. Pero esta creyó entender que el partido que la había invitado a formar parte de su candidatura lo había hecho por la necesidad de fortalecer su propuesta electoral. Alexia recordaba que la lista electoral sin Naima era como un rebaño de mamuts políticos, poco brillantes y aburridos, sin apenas atractivo para el elector. La incorporación de Naima, una mujer de padres marroquíes llegados a Barcelo-na cuando ella tenía tan solo ocho años, había polarizado la campaña electoral, centrando los debates alrededor de su figura y dando esplendor al grupo, que finalmente había aca-bado ganando las elecciones para gobernar en minoría.

La figura de Naima representaba una conciliación entre la ciudadanía autóctona y el colectivo de inmigrantes. No había necesidad de dar grandes explicaciones de ello, ni de convencer a los medios de comunicación. Su físico y su cu-rrículo lo hacían evidente.

Se abrió la puerta del despacho de la concejala y salió un grupo de mujeres con pinta de prostitutas. Alexia confirmó aquella sensación cuando pasaron frente a ella. Lo intuyó por el tono de sus comentarios, el maquillaje de brocha gorda que llevaban adherido a sus caras y el olor a perfume barato, imitación de marca, de los que se venden en las tiendas de todo a cien por dos euros. La prostitución de calle constituía

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una de las actividades del barrio. No era ni la más exitosa, ni la más significativa, pero sí la más depauperada, la más lla-mativa y la más denunciada por esporádicas campañas de los medios de comunicación. Se imaginó que debían de haber ido a ver a la concejala porque querían legalizar su situación y que el ayuntamiento habilitara locales controlados donde ejercer su profesión.

La secretaria acompañó a Alexia hasta el despacho donde tendría lugar la reunión. Naima, de claros rasgos magrebíes, algo bajita y redondita pero atractiva, se levantó de su buta-ca y la saludó cariñosamente dándole un abrazo apretado. Acababan de conocerse y parecía que fueran amigas de toda la vida. Alexia lo interpretó como un protocolo que debía utilizar la concejala para romper las barreras con sus inter-locutores y hacerles sentirse queridos por la autoridad.

El pelo de Naima era intensamente negro y reluciente, y lo llevaba corto. Iba vestida con ropa moderna y elegante: un traje de chaqueta claro conjuntado con una blusa blanca, y llevaba unos pendientes pequeños. A Alexia le extrañó que Naima no se quitara las amplias gafas de sol en aquel am-biente interior iluminado con luz artificial.

—Gracias por venir, Alexia. —Le indicó un rincón de su amplio despacho—. Siéntate. Hace unos días que quería ha-blar contigo. —Se sentaron en dos butacas muy próximas, una frente a la otra, con las rodillas casi tocándose y sin nin-gún obstáculo que las separase. Aquella posición tan cercana permitía a la concejala alcanzar un mayor grado de empatía con su visitante.

—Es un placer conocerte, Naima. —Alexia aplicó auto-máticamente el mismo trato que la concejala había elegido, tuteándola y dirigiéndose a ella por su nombre de pila.

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—Te preguntarás por qué te he llamado.—Pues sí. Tengo curiosidad por saberlo. Espero que no

sea para notificarme alguna multa.—Ja, ja, ja. No. Y no lo haré a menos que vulneres alguna

ordenanza municipal. En cualquier caso, no sería la conceja-la del distrito quien te diera esa mala noticia. A veces tengo que darlas peores, pero no hoy. Te explicaré por qué te he convocado... Tengo un problema y necesito tu ayuda.

—Cuéntame.—Es un problema de los gordos, que va in crescendo día

a día. Me están acosando y no sé quiénes son. Creo que alguien ha trazado un complot contra mi persona y me gus-taría que tú lo descubrieses.

—Muy bien. Pero tendrás que contarme todos los detalles de lo que te está pasando y si sospechas de alguien. Supongo que ya lo habrás denunciado a la policía.

—¡No, no! Quiero solucionar esto en privado. Denun-ciarlo a la policía implicaría que la prensa entrase en el juego, y quizás eso es lo que precisamente desean mis aco-sadores.

—Ese acoso… ¿está relacionado con las enormes gafas de sol que llevas? —preguntó Alexia, yendo directamente al grano.

—Sí. Es evidente, ¿no? Pero prefiero despertar la duda con estas gafotas que enseñar cómo han quedado mis ojos. —Se quitó las gafas y Alexia pudo ver el espectáculo.

—¡Dios mío! Ahora te entiendo. ¿Hace mucho de la agre-sión?

—Casi una semana. Me dieron una paliza en plena calle Hospital. ¡Imagínate, en el centro de mi distrito! Entiendes por qué no lo he denunciado a la policía. La noticia saltaría

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a las portadas de los medios: «La concejala de Ciutat Vella pateada en su distrito». Solo contribuiría a fomentar más la imagen de inseguridad ciudadana de Barcelona y a despres-tigiar mi gestión.

—Lo entiendo bien. ¿Me vas a contratar tú, o el ayunta-miento?

—Te contrataré yo, personalmente. Aunque sospecho que el trasfondo es político, no quiero cargar a los contribuyentes con una factura más.

—Eso te honra. No es habitual que un político pague de su bolsillo. Por lo que se lee en la prensa, parece al revés, que pasan las facturas de sus caprichos personales al erario público.

—No te equivoques, Alexia; a pesar de verme sentada en este sillón y de que mi tarjeta diga que soy concejala de un distrito de Barcelona, no soy un político. Soy una persona que ha llegado aquí para cumplir una función social. Mis cafés y mis detectives me los pago yo.

—Entonces te haré un precio reducido; yo también quie-ro colaborar con tu función social. ¿Cuándo empezamos?

—Ahora.

3. Despacho de Alexia

Cuando Alexia regresó a su despacho, después de la entrevis-ta con su nueva clienta, ya le esperaba Vargas, su ayudante ocasional.

Antonio Vargas era un inspector del Cuerpo Nacional de Policía, ya retirado. Había estado varios años destinado en la comisaría de Cornellá, antes de que Alexia naciera y hasta

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que alcanzó su juventud. Vargas le había inspirado su voca-ción por dedicarse a la investigación. Cuando Alexia entró en conflicto con sus mandos en la Policía autonómica, Var-gas la ayudó a buscar una salida honrosa al desacuerdo con sus jefes, que significó presentar la excedencia y más tarde abandonar la institución.

En los últimos años del franquismo, Vargas había ayuda-do al padre de Alexia cuando estuvo detenido por la Guardia Civil de Cornellá, por sus actividades sindicales, y aquel opor-tuno auxilio se tradujo en una relación de amistad y admira-ción de la familia Hurtado hacia él.

Alexia contrataba a Vargas como ayudante experto en los casos que le necesitaba. Se había establecido entre ellos un lazo casi permanente de colaboración.

—Vargas, póngase las pilas. Tenemos un nuevo tra-bajito.

—¿Te han contratado? —preguntó el expolicía mientras apuraba una taza de café.

—Sí.—¡Vaya! ¡Tienes una puntería milimétrica! Donde pones

el ojo, firmas un contrato. ¿De quién se trata ahora? ¿Ten-dremos que viajar? El último caso en San Petersburgo me lo pasé pipa. —Alexia y Vargas habían viajado a Rusia para re-solver la desaparición de un magnate español de la comuni-cación. Vargas quedó entusiasmado por aquel viaje y estaba ansioso por repetir la experiencia—. Si esta vez pudiera ele-gir, escogería el Caribe.

—Será algo más cerca. ¡Adivine, Vargas!—Vaya. Veo que no cruzaremos el charco. ¿Croacia…?

¿Italia…? ¿Francia…? —Alexia sonreía negando con la cabeza. Vargas cantaba países sin acertar. Pronunciaba un destino

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cada vez más cercano, en voz cada vez más baja y cada vez más disgustado por cada cesión de territorio.

—España. —Alexia hizo un gesto afirmativo—. ¿Andalu-cía…? ¿Valencia…? ¿Tarragona…? —Ella volvió a sonreír y negar.

—¡Ciutat Vella!, Vargas. Nos ha contratado la concejala de Ciutat Vella.

—¡Menuda decepción! No tendremos necesidad ni de ba-jarnos de la acera. ¿Qué quiere? ¿Que despejemos Las Ram-blas de putas? —dijo con voz contestataria—. Eso es impo-sible. Llevan ahí toda la vida y seguirán después de que yo muera. Sería como vaciar el agua de una piscina con la espu-madera de freír los huevos.

—El caso parece grave. La concejala nos ha contratado a nivel particular. No quiere que la prensa se entere de sus problemas, y por tanto, no acude a la Policía. La están pre-sionando. Tiene la convicción de que alguien quiere que di-mita de su cargo, y hemos de averiguar cuáles son los motivos y quién está detrás de ese complot.

—¿Le están haciendo chantaje?—No exactamente. Nadie la amenaza. No recibe ninguna

señal externa explícita, pero ocurren acontecimientos a su alrededor que ella cree orquestados en su contra para hacer-la renunciar a su cargo.

—¿Por ejemplo?—Ha sido agredida en la calle por desconocidos. Desde

hace unas semanas vive continuos conflictos con empleados municipales bajo su mando. Le obstaculizan sus iniciativas y abren expedientes a sus aliados en el barrio, con razón, pero con exceso de meticulosidad. Mantiene fuertes discrepan-cias con otros concejales del gobierno municipal, que ya le han sugerido que dimita. En resumen: sospecha que le hacen

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la vida difícil intencionadamente. Alguien mueve los hilos para que abandone su cargo, alguien que quiere manejar esa parte de la ciudad como si fuera un teatro de polichinelas.

—¿Y por dónde empezamos? —preguntó Vargas.—Por el principio. Hemos de encontrar la causa que mo-

tiva esa confluencia de actos. Me gustaría saber a quién molesta su posición en la concejalía y qué callos de poderosos o no tan poderosos está pisando para desencadenar esas iras.

—Muy bien. Decía… ¿por dónde empezamos?—Tendremos que hacer un trabajo de investigación en el

barrio, pero también burocrático. Nos llevará algún tiempo. Quiero analizar todos los proyectos, multas y expedientes que tiene esa concejalía en marcha. A ver qué descubrimos.

—Es un buen comienzo, identificar a los afectados ca-breados —apuntilló Vargas.

—La concejala nos enviará una persona que conoce el barrio para que nos ayude.

—¿Un ayudante? Nosotros nos bastamos solos. ¿Para qué necesitamos ayuda externa?

—Vargas, este distrito es como una selva africana llena de centenares de especies. Estamos ante el mejor ejemplo de la globalización mundial metida con calzador en cuatro kilóme-tros cuadrados. Está plagado de colectivos étnicos que hablan más de un centenar de idiomas y tienen comportamientos cul-turales que desconocemos. Si salimos usted y yo por esas calles a investigar no nos enteraremos de nada. Desafinaremos más que un delegado negro sin capucha en una convención del Ku Klux Klan. Necesitamos ayuda, alguien de nuestra confianza que se mimetice con esa naturaleza y se confunda en esa selva. Nosotros haríamos el ridículo, pareceríamos un par de explo-radores pijos vestidos con ropas de Coronel Tapioca.

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Vargas renunció a prolongar la discusión con ella. Alexia era una mujer con carácter, bastante tozuda, y cuando se le metía una idea en la cabeza, minaba los cimientos argumen-tales del que le presentaba resistencia hasta que lo derribaba. Así que lo mejor era claudicar y aceptar como válido lo que había decidido su jefa.

4. ¿Cómo va esa falla?

—¿Cómo va esa falla? ¿Empieza a arder? —preguntó Miquel a Klaus. Los dos hombres se habían citado de nuevo en el Café Central.

—Esa tía es como el carbón de una barbacoa. No basta con una cerilla para encenderla, necesita un catalizador del fuego. Pero no te preocupes… arderá. Solo llevamos dos se-manas en campaña. Intensificaremos la presión en un par de días. Será un golpe de efecto del que te enterarás por la prensa.

—Cuidado que no nos estalle en la cara. He visto gente con quemaduras de barbacoa y te garantizo que duelen y son peligrosas.

—Confía en nosotros. Sabemos lo que hacemos.—Confío. Pero ve con cuidado. Tómate unos días más,

pero no quiero que este asunto se eternice.

5. Hristian despierta

Hristian tenía cuarenta y cuatro años. Era un hombre agra-ciado, de complexión atlética. Se despertó sin ser consciente

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de dónde se encontraba. Daba vueltas sobre una amplia cama king size, mientras se preguntaba en qué canastos de ciudad había aterrizado la noche anterior. Intentó recordar el aero-puerto, algo que le aportara alguna pista para situarse, pero hoy en día el aspecto exterior o interior de un aeropuerto ya no da ninguna información diferencial. Todos los aeropuer-tos internacionales tienen una apariencia similar. Están cons-truidos con los mismos materiales, idéntico diseño, los mis-mos colores metálicos y gris azulado, tiendas semejantes con las mismas marcas de productos en las estanterías y señali-zación multiidioma calcada. Son escenarios casi clónicos. La globalización los ha homogeneizado a lo largo de todo el mundo, hasta el extremo de conseguir desorientar a cual-quiera.

Hristian apenas se preocupó por su despiste. Ya le había pasado en otras ocasiones. Era un auténtico homeless de lujo, un hombre sin casa que vivía desplazándose continuamente por todo el planeta. Nunca compraba billetes aéreos de ida y vuelta, solo de ida; siempre estaba en tránsito. Se alojaba en hoteles de cinco estrellas y categorías especiales.

Unos años atrás había decidido que no necesitaba tener vivienda propia. Era un hombre soltero y sin hijos que pasa-ba más de doscientas sesenta noches fuera de su casa cada año, por esa razón la vendió. Su riqueza y la seguridad en sí mismo le permitían no tener hogar. Fue una decisión pura-mente económica y razonable desde el punto de vista finan-ciero. Consecuente con aquella idea, fue desprendiéndose uno por uno de todos sus activos inmobiliarios. ¿De qué le servía ser propietario de varias mansiones esparcidas por di-ferentes ciudades del mundo? Si apenas las disfrutaba. Ade-más de las casas, tenía que pagar el servicio, los suministros,

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el mobiliario, la seguridad, los impuestos y el mantenimien-to. No tenía sentido.

Aquella misma lógica la había aplicado a todo lo demás. ¿Para qué tener un velero, un par de coches y unas motos «aburridas» en el garaje?, y pagar sus impuestos, seguros y mantenimiento, si no los iba a utilizar más que unas pocas veces al año. Los vendió. Sus frases preferidas eran: «¿Por qué comprar, si puedes alquilar?» y «¿Por qué alquilar, si puedes tomar prestado?».

Hristian había sido un hombre famoso en todo el mundo, y mantenía su popularidad. Haber permanecido como estrella futbolística de gran categoría durante más de quince años hacía que no se le olvidara fácilmente. Recibía continuas invi-taciones de admiradores y amigos. Nunca pasaba inadvertido.

Se levantó de la cama, abrió una gran carpeta que había sobre una mesa de la habitación y leyó el membrete del hotel donde se encontraba. Estaba en una suite del hotel Casa Fus-ter. Entonces recordó lo que le había llevado a Barcelona. Aquella noche tendría lugar un acto benéfico con la presen-cia de todos los jugadores de fútbol que habían conquistado el Balón de Oro.

El Balón de Oro es un premio individual que otorga anual-mente la revista especializada France Football al mejor juga-dor de fútbol del mundo, y Hristian había sido uno de los pocos afortunados en conseguirlo. Se lo concedieron cuando tenía veintiocho años y jugaba como delantero en el Fútbol Club Barcelona.

El Balón de Oro era la única joya que conservaba Hristian, uno de sus escasos activos materiales, al que tenía un cariño

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especial. La joya era custodiada durante todo el año en una caja de seguridad de un banco suizo en Zurich. Lo tenía bien guardado porque su valor sentimental era incalculable, pero también por su impresionante valor económico. La tarde an-terior lo había sacado del banco a regañadientes, presionado por la nueva junta del Fútbol Club Barcelona, con quienes quería congraciarse. Necesitaban que su Balón de Oro forma-ra parte de la escenografía de la ceremonia que iba a cele-brarse aquella noche.

Tras confirmar en qué ciudad se encontraba y qué había ido a hacer allí, fue hasta un gran baúl depositado en el suelo que hacía las funciones de armario. Abrió la tapa y pudo ver cómo brillaba su dorado premio. Lo levantó y lo besó, con la misma emoción con que lo hizo el día que se lo concedie-ron. Había decidido guardar allí su trofeo porque no cabía en ninguna caja de seguridad del hotel. Prefería tenerlo cerca y bajo su control a que estuviera encerrado en cualquier cuartucho.

La brillantez del acto implicaba la presencia de cada uno de los premiados exhibiendo su trofeo. La reunión de trofeos y jugadores llegados de todo el mundo era una foto que pre-sidiría gran parte de las portadas de los diarios deportivos y no deportivos del día siguiente y encabezaría los programas informativos de las televisiones.

Hristian se conservaba en buen estado físico. Era fuerte, con unas piernas como columnas de mármol, todavía muy rápidas. Mantenía sus músculos en forma y su cuerpo alma-cenaba poca grasa. Había sido un delantero goleador, lucha-dor y pendenciero, que había protagonizado diversos episo-dios vergonzosos en el terreno de juego y fuera de él. Dentro del campo era tramposo, agresivo y peleón con la pelota o

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sin ella, aunque muy eficaz ante la portería. Fuera de él, mos-traba incontinencia verbal en declaraciones a la prensa, e incluso en las vísperas de partidos importantes acostumbra-ba a celebrar juergas escandalosas hasta altas horas de la ma-drugada que afeaban la imagen del club y hacían temblar a los entrenadores. Aquella actitud había provocado que el Barça se desprendiera de él.

Desayunó copiosamente y salió a dar una vuelta por el paseo de Gracia para hacer tiempo y recordar las calles de la ciudad. Hacía una mañana soleada, que invitaba a no que-darse en casa. La gente por la calle todavía le recordaba, se giraba a su paso y los más osados le paraban para pedirle autógrafos. A primera hora de la tarde empezaría una larga serie de entrevistas con la prensa.

6. Nawaz

El despacho de Alexia estaba situado en la cuarta planta de un edificio modernista, en la calle Enrique Granados, enfren-te del Seminario de Barcelona. La fachada estaba adornada con mosaicos pintados con flores de color verde y amarillo. La agencia de detectives compartía piso con una empresa de publicidad. Un amigo le había cedido un despacho de su oficina. Fue un favor para que Alexia redujera costes. Tan solo necesitaba un despacho cerca de su casa, hubiera sido una exageración alquilar todo un piso. Tenía un balcón que sobresalía de la fachada y daba a la calle en un tramo pea-tonal. Era de típica factura modernista con barandillas cons-truidas con hierro forjado, desde el que se podían ver el

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Tibidabo, los tejados del Seminario y los de la Universidad de Barcelona, y dos edificios del arquitecto Elies Rogent que se construyeron a finales del siglo xix y en los que se mez-claban diferentes estilos medievales, como el románico, el islámico, el gótico y el mudéjar. Alexia gozaba de unas vistas privilegiadas.

Sonó el timbre de la puerta exterior y Vargas fue a abrir. Regresó acompañado de un joven alto, delgado, de cabello color marrón y ojos avellana claro que iba vestido con ropa barata de mercadillo. Naima le había explicado a Alexia que el muchacho, de unos diecisiete años, era de origen pastún, un grupo etnolingüista. La gran mayoría de los pastunes son originarios de una zona que se extiende por el sureste de Afganistán y el noroeste de Pakistán. Su lengua irania suena en esos países como exótica. Son gente fuerte, brava, dura y activa. Tienen reputación de ser buenos soldados y mantener una fidelidad incondicional a sus señores. El muchacho se acercó a Alexia, que estaba sentada frente a su mesa leyendo unos documentos.

—Soy Nawaz y me envía Naima —se presentó, tras que-darse plantado en medio de la sala.

—¡Bienvenido, Nawaz! Me llamo Alexia, y este es Vargas. —El muchacho inclinó la cabeza en señal de saludo—. ¿Te ha contado Naima lo que tienes que hacer para nosotros?

—Sí. Me ha dicho que os ayude en cualquier cosa que me pidáis.

—¡Para el carro, chaval! A ver si aquí vamos a terminar como la Iglesia católica —interrumpió Vargas señalando al Seminario.

—¡No sea animal, Vargas! —dijo Alexia—. No tomes en serio todo lo que te diga Vargas, está hecho un bromista.

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Naima nos ha dicho que tiene problemas en su distrito y quiere que la ayudemos. Vamos a investigar quiénes la están acosando y nos gustaría que tú colaboraras con nosotros en ese trabajo.

El muchacho no mostró ninguna sorpresa ante lo que le contaba Alexia. Parecía estar al corriente de los problemas de la concejala.

—Te iremos haciendo encargos; serás nuestros ojos y nuestros oídos en el barrio. Nos interesa saber lo que se co-menta en los locutorios, en los comercios y en las tertulias callejeras. Tendrás que informarnos sobre lo que opina cier-ta gente de la concejala y qué tipo de asuntos se cuecen por el barrio.

—Creo que os podré ayudar. Me he criado en estas calles. Conozco todos los rincones del barrio y a la mayoría de su gente.

—Eso es lo que necesitamos: un nativo del Raval, con denominación de origen —dijo Vargas.

El muchacho quedó a las órdenes de Vargas, responsable del trabajo de calle, mientras que Alexia se dedicaría a ana-lizar la documentación y a realizar algunas entrevistas selec-tas. Los dos hombres salieron con un primer objetivo: ave-riguar si alguien podía identificar al agresor de la concejala.

7. Funcionarios

Naima estaba reunida con su equipo de colaboradores en la concejalía del distrito. El ambiente era tenso. La responsable de prensa había entregado una carpeta a todos los asistentes

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con fotocopias de artículos de periódicos locales en los que se criticaba el auge del fenómeno de la prostitución en Las Ramblas.

—No nos hemos de alborotar por esos reportajes tan es-candalosos —argumentó Naima—. Siempre aparecen este tipo de fotos en la prensa cuando algún grupo económico o gente bien de la ciudad quiere castigar al gobierno municipal. En esta ocasión, ni sabemos el motivo.

—Sí. Pero el ciudadano de a pie está escandalizado —dijo uno de los funcionarios municipales, contradiciendo la tran-quilidad con la que Naima encajaba los reportajes—. El dis-trito no debería ser tan condescendiente con la prostitución. Las prostitutas incluso se pasean por este edificio y mantie-nen reuniones contigo.

—Son ciudadanas y tienen sus derechos como cualquier otro vecino del barrio. Mejor tener relación fluida con las representantes de ese grupo de meretrices y conocer sus pro-blemas que tratarlas a porrazos.

—No estoy de acuerdo. Nos da mala imagen que se re-únan contigo —se rebeló otro de los asistentes.

—Te veo muy purista —combatió Naima con contun-dencia—. A fin de cuentas, esa prensa que se rasga las ves-tiduras en la portada de su periódico y denuncia la existen-cia de prostitución en las calles, es la misma que en las páginas interiores la publicita en la sección de anuncios por palabras. Podría decirse que tienen una doble moral según la página.

—Puedes decir lo que quieras, pero la opinión pública está soliviantada.

—Confundes la opinión pública con la opinión publicada. Ahora resultará que acabamos de descubrir que existe una

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actividad que se llama prostitución. Esa realidad se da en casi todas las ciudades del mundo desde hace miles de años y ningún gobierno se atreve a darle solución.

Era evidente que la concejala estaba sola. Su propio equipo no apoyaba su estilo de gobernar aquel complicado distrito. Ella lo sabía, y la actitud del funcionariado se lo hacía notar en cualquier reunión oficial que mantenían con ella. Lo malo es que la rebeldía de quienes debían poner en práctica sus ins-trucciones políticas era cada vez más insistente y descarada.

8. Documentación

Alexia había recibido una caja rebosante de documentación que le habían enviado desde la concejalía de distrito. Era la primera entrega, pero recibiría más. Había fotocopias de multas, expedientes, solicitudes, quejas de vecinos disgusta-dos, permisos de obras solicitados, concedidos y denegados, denuncias de apartamentos turísticos sin licencia, licencias retenidas y expedientes de mobbing inmobiliario. Se pasó toda la tarde ordenando la información en montones de pa-peles que pertenecían a un mismo asunto o que le sonaban igual. Empezó escribiendo una relación de los casos que había ido ordenando. Dedicaba un folio a cada tema. Luego se puso a confeccionar un índice coloreado por asuntos y fue colgando las hojas en la pared con cinta adhesiva.

Era un trabajo aburrido pero necesario. Cuanto antes pu-siera en orden aquella información, antes terminaría su supli-cio. Por la noche ya había más de veinte hojas colgando de las paredes. Recogían unos doscientos casos de conflictos rela-

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cionados con la concejala. Alexia pensó que, con tantos asun-tos sucios, era posible que algún vecino desquiciado hubiera perdido los estribos y agrediese a la concejala por considerar-la culpable de su desgracia. Seguía enfrascada en el papeleo cuando llegó Vargas al despacho. Estaba agotada.

—Vaya, esto parece un secadero de pieles teñidas de Ma-rrakech —dijo Vargas—. ¿Has llegado a alguna conclusión con todo este papeleo?

—Ninguna. Muchos conflictos, pero no he encontrado nada de la envergadura suficiente para motivar esa campaña que sufre Naima.

—¿Por qué dices campaña?—Tienes razón. Tal vez Naima crea que es un complot y

solo sea algún vecino o comerciante que reacciona espontá-neamente con ira. ¿Y vosotros? ¿Habéis avanzado algo?

—Lo mismo que tú. Nada. Pero ese muchacho es muy listo. Conoce a todo dios del barrio y encima les cae bien. Si existe alguna posibilidad de averiguar algo, seguro que él lo logra. Hemos hablado con algunos comerciantes de la Ram-bla del Raval… y… ¿sabes? La agresión de la concejala no es un caso aislado. Hay otra gente a la que también han agredi-do, pero desconocen quién lo hace y por qué.

Agotados, los dos decidieron dar por terminado el día de trabajo, cerraron el despacho y se fueron.

Nawaz, en cambio, seguía buscando insistentemente a sus piezas con un gran instinto de caza, como un perro perdi-guero. El muchacho era sociable y metódico en su trabajo, con temperamento y la paciencia de un joyero de precisión. Se adaptaba a cualquier terreno. Había cruzado Las Ramblas siguiendo la pista de un personaje que podía ser el agresor de Naima y de otros vecinos.

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La vida en Ciutat Vella no entendía de horarios. La acti-vidad hervía las veinticuatro horas del día. Por la tarde había oído que las agresiones en el barrio se habían convertido en sucesos casi cotidianos desde hacía un tiempo. Aquello era una nueva noticia, casi un descubrimiento, porque ni la con-cejala ni nadie eran conscientes de que las agresiones fueran tan habituales, ya que nadie las denunciaba.

Se quedó esperando en un portal de la calle Baños Viejos, una estrecha travesía que desemboca en la catedral Santa María del Mar. Sabía que antes o después aparecería la per-sona que estaba buscando. Era un latinoamericano del que decían tenía muy mala leche. Algunos vecinos le habían des-crito como uno de los sicarios que trabajaba a las órdenes de un español con pinta rancia y que estaba dando palizas in-discriminadas por el barrio del Raval. Un elemento agresivo y acostumbrado a la violencia. Su actividad principal era de-linquir por el centro de la ciudad, asaltando a turistas a los que les aterrorizaba la violencia. A él no le hacía falta utili-zarla para perpetrar sus fechorías, le bastaba tan solo con en-señar los dientes y cámaras, billeteras, mochilas o tarjetas de crédito eran depositadas en sus manos como si se tratara de un donativo de los que se dan voluntariamente al que pide de rodillas en la puerta de una iglesia. La laxa legislación vigen-te permitía que sus barbaridades quedaran impunes y se re-produjeran cada día.

Nawaz quería identificar a aquel hombre para después seguirlo y descubrir con quién se relacionaba. Aunque no le conocía, tenía su descripción física y sabía que pernoctaba en un piso compartido de aquel edificio. Los delincuentes calle-jeros cambiaban periódicamente de domicilio para lavar su pasado y despistar a la policía.

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Sobre las cuatro de la mañana alguien le sacudió una pa-tada en el costado. Nawaz se había quedado dormido acurru-cado en el portal. El hombre que intentaba entrar en la casa no encontró otra forma más educada de despertarlo.

—¡Sal de mi puerta, pendejo1! —le gritó. Nawaz miró hacia arriba y vio a un hombre borracho con

la camisa por fuera del pantalón y muy sudado. Llevaba una mochila. Encajaba con la descripción que le habían dado de aquel justiciero. Supuso que en la mochila transportaría el botín que había confiscado a los turistas durante aquella jor-nada. Se levantó del suelo y se hizo a un lado para dejar que pasara el hombre. Desde tan cerca, se fijó bien en su cara para memorizarla. La imagen del sicario y sus rasgos físicos quedaron grabados en la memoria del pastún, que, entonces sí, dio por terminada su jornada laboral. Sabía quién era y dónde vivía.

9. El Balón de Oro

Hristian volvía a revolverse sobre la cama. Aquella mañana sí que sabía dónde estaba. La ceremonia de entrega de pre-mios había sido larga y aburrida, pero gloriosa. La prensa gráfica martilleó con sus flashes a todos los Balones de Oro, tanto a los humanos como a sus trofeos. Se habían reunido

1. La palabra «pendejo» viene del latín pectinículus; era como llamaban a los pelos del pubis. Siempre ha sido considerada como una palabrota grosera y es utilizada en tono despectivo para denominar a los adoles-centes que se las dan de adultos. En algunos países sudamericanos es sinónimo de tonto o torpe. (N. del A.)

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las celebridades más importantes del fútbol: Alfredo di Ste-fano, Luis Suárez, Johan Cruyff, Platini, Paolo Futre, Marco van Basten, Ronaldo, Zinedine Zidane, y los más recientes Ronaldinho, Kaká, Cristiano Ronaldo y Lionel Messi, en total treinta estrellas con sus correspondientes premios. Todo un acontecimiento social y deportivo que había sido transmitido por las televisiones más importantes del mundo. Un acto be-néfico en favor de Unicef.

La fiesta había terminado muy tarde y la juerga de Hristian más tarde aún. Culminó la noche en la cama de su hotel, acom-pañado por dos amigas. Una de las chicas se fue al amanecer y a la otra la había oído marchar por la mañana temprano, mientras él estaba en la sauna y se disponía a sudar las calorías extras ingeridas en el banquete de la noche anterior. Ya eran las doce del mediodía y el avión hacia su nuevo destino salía por la tarde. Debía continuar su procesión por el mundo.

Se desperezó como un portero al que le van a chutar un penalti y estira los brazos en cruz, intentando cubrir toda la portería. Saltó de la cama y fue al cuarto de baño. Se lavó los dientes y se duchó frotándose enérgicamente con jabón todos los rincones del cuerpo. Salió enfundado en la bata del hotel y se dispuso a tomar el desayuno que ya le estaba esperando. Alguna camarera se lo habría servido mientras él estaba en la ducha. Cuando hubo acabado, decidió hacer la maleta, mientras atendía llamadas telefónicas de periodistas que pe-dían una cita para entrevistarle, algo ya imposible. La ropa que había utilizado aquellos días se quedaría en el hotel para ser lavada, planchada y almacenada a la espera de un nuevo viaje de Hristian o, si este no se realizara en un tiempo cer-cano, el mismo hotel se encargaría de facturarla hacia algún destino donde aterrizase el exjugador.

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Se dispuso a colocar su Balón de Oro en una maleta es-pecialmente acolchada y bien protegida contra posibles gol-pes, donde pensaba transportar también algo de ropa. Abrió el baúl donde guardaba el trofeo y observó horrorizado que no estaba allí. Hristian se quedó petrificado. No lo podía creer. Apretó los dientes con fuerza, acentuando la notorie-dad de los maxilares. Pareció que los huesos de la cara se le iban a salir para rodearla exteriormente, como la estructura metálica del hotel Arts en Barcelona.

Se le desencadenó un ataque de ira. Empezó a abrir todas las puertas y los cajones de su suite con la esperanza de en-contrar el trofeo. Era posible que alguien hubiera decidido cambiarlo de sitio para gastarle una broma pesada. Sacaba los cajones de sus guías y los lanzaba al centro de la habita-ción y a la sala contigua, volcaba mesas y sillas. Deshizo la cama, le dio la vuelta al colchón, descolgó espejos y cuadros. Buscó en lugares recónditos donde, ni por asomo, podría caber una pieza de las dimensiones y la dureza de su Balón de Oro. Por fin se sentó en el suelo extenuado y abatido, se frotó la cara con las manos y empezó a llorar. Se sentía como si hubiera fallado un penalti decisivo, lanzándolo mansamen-te a las manos del portero, en el último minuto de una final del Campeonato Mundial de Fútbol.

10. Interrogatorio

Una hora más tarde, la policía estaba interrogando a todo el personal del hotel. Hristian ya había prestado declaración. No tuvo más remedio que contar lo que había pasado la noche anterior en su habitación.

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Había llegado muy tarde al hotel, sobre las tres de la ma-drugada. Según el responsable de la recepción, con evidentes síntomas de estar bebido y acompañado por dos mujeres muy jóvenes. Dos admiradoras, dijo él, que querían tomar la última copa de champán en algún lugar tranquilo donde no pudie-ran ser sorprendidos por las cámaras de los paparazzi que le habían estado acosando durante toda la velada. Pensó que su propia habitación sería el lugar más discreto en la ciudad. Admitió que había regalado cuatrocientos euros en billetes a cada una de las dos «amigas» y que desconocía su nombre real, su número de teléfono o cómo localizarlas, aunque no que se tratara de un caso de prostitución. Dijo que solo se había producido una amistad espontánea y temporal con in-tercambio de regalos, aunque no pudo recordar cómo o con qué le habían obsequiado ellas a él.

El inspector Coll, jefe de Investigación Criminal de los Mossos d´Esquadra, decidió encargarse personalmente de la investigación. Un suceso aparentemente intrascendente po-dría transformarse en un escándalo con su correspondiente repercusión internacional. El éxito mediático que había ob-tenido la ceremonia de la noche anterior, con decenas de millones de telespectadores, podía convertirse en un barril de pólvora y aquella noticia ser la llama que provocase una explosión incontrolada de dimensiones impredecibles para la imagen de la ciudad. Si el día siguiente amanecía con toda la prensa mundial con titulares relativos al robo de uno de los treinta trofeos exhibidos, sería un pésimo spot publicita-rio para Barcelona, una ciudad ya de por sí asociada a la in-seguridad ciudadana y al constante robo a los turistas.

—Vamos, Hristian, debes contarme con detalle lo que pasó anoche. Quiero la verdad, porque de otra forma no

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podré ayudarte —dijo el inspector Coll. Los dos estaban sen-tados en el vestíbulo del hotel, en un mueble compuesto por un conjunto de cuatro sillas de madera, de una inconfundible forma gaudiniana, cuyos respaldos se tocaban y estaban orientados hacia los cuatro puntos cardinales.

—Ya te lo he dicho. No sé quiénes son, ni dónde viven. No sé nada de ellas, excepto que son preciosas.

—Muy bien, Hristian. Como tú quieras. Con esa actitud nunca encontrarás tu trofeo. —Coll se levantó de la silla. Subió la cremallera de su cazadora de cuero negra y se dis-puso a irse. Caminó con decisión hacia la puerta de salida del hotel, hasta que consiguió la reacción que estaba esperando de Hristian.

—¡Espera! Vale. De acuerdo. Te lo contaré.Coll se detuvo, se giró y volvió sobre sus pasos.—Muy bien. Pero quiero toda la verdad. Si no colaboras

al cien por cien y noto que me ocultas el más mínimo detalle, lo dejaré correr. Tengo muchos casos por solucionar y no puedo jugar contigo al ratón y al gato.

Se sentaron en una butaca del salón Vienés, junto a un amplio ventanal a través de cuya cristalera se contemplaba la agitada actividad de tráfico y transeúntes que circulaban por el final del paseo de Gracia. Hristian empezó a sincerarse.

—No te contaré ningún secreto si te digo que los futbo-listas no nos llevamos bien con la castidad. Y yo menos. Un día decidí que no debía tener activos inmobiliarios: ni casas, ni coches, ni ningún tipo de propiedad. Descubrí lo que la mayoría de la gente no ha descubierto todavía. Las propieda-des no deben ser consideradas como elementos activos, sino como pasivos. Me di cuenta de los enormes gastos que gene-ra tener unas casas del tamaño y el estilo de las que yo tenía.

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Las personas podemos poseer diez motos, veinte coches o cinco casas, pero solo tenemos un cuerpo y una vida. Solo podemos disfrutar de una cama o de un coche simultánea-mente, aunque nos gusten muchos. Así que para qué com-prar, amortizar y mantener los gastos de todas esas propie-dades si es más fácil alquilarlas.

—Me parece una lección interesante sobre economía do-méstica. Pero por qué me cuentas eso a mí. Cuéntaselo a un rico millonario. Yo todavía no me he comprado la primera casa y solo tengo una moto. ¿Qué tiene que ver eso con el Balón de Oro que estamos buscando? —preguntó Coll.

—Pues que esa misma teoría la aplico a las mujeres. Para mí son elementos pasivos. ¿Por qué casarme con una si puedo alquilar decenas? De cualquier tipo: blancas, mulatas, negras, rubias, morenas, asiáticas o eslavas. Además, me ahorro pagar el billete del viaje, ropa, manutención, perfumes y llevarlas de aquí para allá, sin contar dos o tres divorcios en mi vida con sus correspondientes indemnizaciones y pensiones. Puedo alquilar una mujer allí donde esté, en Barcelona, Zu-rich o Nueva York. Pago lo que me cueste una vez, y des-pués «aire».

—¿Me estás contando todo este rollo financiero–sexual para admitir que las chicas de anoche eran prostitutas?

—Bueno, quería explicarte mis razones desde un punto de vista razonable.

—Me has convencido, aunque eso ya lo tenía claro desde el principio. Sabía que eran dos prostitutas y no tus sobrinas. Lo que realmente necesito para poder avanzar es saber dónde localizarlas. Dime quién te las sugirió y acabaremos antes. Pregunta su número de teléfono a quien te las presentó y las interrogaremos.

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Hristian hizo una llamada telefónica, escribió un número sobre una servilleta del bar y se la entregó a Coll. El inspector ya tenía un hilo del que tirar en su investigación.

11. Sicario

Nawaz había desplegado una red de amigos que hacían guar-dia y se iban relevando frente a la puerta del sicario. Iban armados con teléfonos móviles con cámara y zoom. Su mi-sión era esperar a que el delincuente saliera a «trabajar» para sacarle unas fotografías de calidad en las que se le viera bien la cara sin que se diera cuenta.

El sicario apareció sobre las cuatro de la tarde. Iba ducha-do, peinado y encoloniado, como cualquier honesto emplea-do que va a cumplir con su deber. Uno de los muchachos que estaba de guardia le siguió. El hombre iba directo hacia Las Ramblas, la zona que suponían era el escenario de sus acti-vidades. La red de amigos de Nawaz ya estaba advertida. Al llegar a la calle Ferrán, entre la plaça de Sant Jaume y Las Ramblas ya le habían sacado más de diez fotografías con sus móviles.

Media hora más tarde, Alexia recibió una llamada de Nawaz. Le dijo que podía descargarse, de una web llamada Flickr.com, una serie de fotos del presunto agresor que sus amigos habían subido unos minutos antes. Alexia las imprimió en color y colgó un par de ellas en la pared de su despacho.

La detective había solicitado entrevistarse con el inspec-tor Albert Coll en la comisaría de los Mossos d´Esquadra. Eran viejos conocidos. Habían sido novios durante casi un año, prácticamente hasta que Coll aprovechó una oportuni-

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dad para desplazar a Alexia de su puesto como inspectora jefe de Investigación Criminal y ocupar su plaza. Algunas veces, las oportunidades de unos son la tumba para otros, y en aquella ocasión, la tumba de Alexia significó dejar su pues-to y su empleo en el cuerpo de Policía. Coll se aprovechó de su caída. Más tarde habían coincidido en la investigación del robo en el Museo Dalí de Figueres y en algún otro caso. Su relación era tensa, sobre todo por parte de Alexia, todavía resentida con Coll.

—Necesito que me hagas un favor, Albert —dijo mientras le enseñaba las fotos del presunto agresor—. Quiero que identifiques a este hombre, me digas qué tipo de anteceden-tes policiales tiene y con quién se relaciona.

—Sabes que no nos está permitido facilitar esa informa-ción, Alexia. Va contra la ley.

—Por eso te lo pido a ti personalmente. Si no, entregaría una instancia por ventanilla. —Alexia seguía pensando que Coll tenía menos iniciativa que una vagoneta de tren aban-donada en una vía muerta.

—Bueno, déjame que lo piense y te digo algo.Ella no pudo contenerse y estalló.—No seas puñetero, hombre. Estoy persiguiendo a un de-

lincuente. Ese debería ser tu trabajo. No has conseguido tener ningún tipo de autonomía en tus funciones desde que ocu-paste mi puesto.

El inspector cogió la foto de mala gana y salió del despa-cho haciendo un ruido estruendoso con la silla, que estuvo a punto de caer. Regresó, al cabo de unos minutos, provisto de un ordenador portátil y le enseñó a Alexia la pantalla, donde aparecía la ficha de aquel hombre. Lo dejó sobre la mesa frente a él.

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—En efecto, es un tipo muy violento. Parece que ya vino de su país con la lección aprendida. Pero actualmente no tiene ninguna causa pendiente —dijo Coll.

Alexia se apropió del ordenador. Lo giró y se lo puso en-frente. Sus ojos se hicieron pequeños y su mirada se enfocó en la pantalla. Estaba observando con atención la ficha del delincuente. Leía el texto con rapidez. Fue avanzando las pá-ginas del expediente ante la cara de descontento que mostra-ba Coll por aquel abuso de confianza. Había sido su jefa y seguía actuando como tal aunque ya no lo fuese.

Pudo conocer todos los datos disponibles en la ficha. Su nombre: Frank Becerra. Fecha y lugar de nacimiento, estatu-ra, peso, una lista de domicilios donde se suponía que había vivido y una interminable serie de delitos cometidos por él, además de sus detenciones.

Entró en algunas páginas de Internet y navegó por ellas.Coll miraba impresionado cómo trabajaba Alexia. Estaba

sentado frente a ella y veía sus ojos moverse rápidamente, barriendo la pantalla. A veces aguzaba la vista, otras arruga-ba la frente. Era muy expresiva, mostraba sus sensaciones y exteriorizaba sus análisis. Coll pensó que aquella mujer había cambiado mucho desde casi un año atrás, cuando era su jefa. En aquella época, Alexia aparentaba tener un bloque de hielo como cerebro y nunca se podía adivinar lo que estaba pensando.

—Gracias. Hay dos cosas que me sorprenden —dijo Alexia mientras devolvía el ordenador portátil a Coll, como aquel que ha saciado su apetito, ya no puede comer más y regala lo sobrante al compañero.

—Vaya, creía que una investigadora tan brillante como tú no se sorprendía nunca. —Coll se dio cuenta de que Alexia

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volvía a tener la misma imagen fría y reservada de siempre. Atribuyó la vitalidad facial y gesticular de los momentos an-teriores al hecho de que, al estar frente a una pantalla de ordenador, creía que no le estaba viendo nadie y podía dar rienda suelta a la expresión de sus emociones y a su comu-nicación no verbal. De nuevo ante Coll, los gestos de Alexia se habían hecho opacos. Era posible que ocultara las expre-siones de su intensa actividad cerebral como una estrategia de protección adquirida en sus estudios de psicología.

—Me asombra que este tío esté en Facebook. Hay que ser imbécil para colgar esas fotos que él cuelga en la red, siendo un personaje que ha tenido tantos problemas con la policía. También me extraña que no tenga ningún antecedente por violencia. Tenemos testimonios de que es un sicario.

—Dime por qué lo buscas —dijo Coll.—Sospecho que se dedica a dar palizas a algunos vecinos

del barrio del Raval. Gente a la que ni conoce. Todo indica que trabaja a sueldo de alguien. Es un brazo ejecutor, un matón que se te acerca y sin mediar palabra te golpea y se va. Ya son muchos los que se sienten atemorizados.

—Nunca hemos recibido ninguna denuncia sobre lo que me estás contando. Algo tendrán que ocultar los agredidos cuando no lo denuncian. Pero, si me dices para quién traba-jas tú, quizás consiga ayudarte más.

—No puedo, Albert. Es confidencial; si no, te lo diría en-cantada.

—Ahora eres tú la que no tiene autonomía. Te abro la puerta al fichero confidencial de la policía porque me presio-nas y ahora no me correspondes. Sigues guardándome ren-cor. Si compartieras esa información con los Mossos tendrías muchas más oportunidades de encontrar lo que buscas.

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—Es posible, pero de momento no puedo hacerlo.Sonó el teléfono de Coll y cogió la llamada. Alexia se le-

vantó, le dio la mano al inspector y se fue mientras él conti-nuaba hablando.

Era el director del hotel Casa Fuster. Tenía que darle una información importante relacionada con el robo del Balón de Oro. Coll no dudó un momento y se fue urgentemente con un coche patrulla hasta las dependencias del hotel, situado en paseo de Gràcia 131, distante apenas un par de kilómetros de la comisaría.

El director le esperaba en el vestíbulo. Estaba ansioso, caminando de un lado a otro, en cualquier dirección. Por fin, al ver que llegaba un coche de la policía y aparcaba frente a la puerta del hotel, detuvo su errática carrera hacia ninguna parte y fue a encontrarse con el inspector. Le cogió por el brazo y lo llevó hasta un despacho.

—Inspector. Tenemos un problema.—Dígame.—Una de las camareras del servicio de habitaciones no

aparece. Precisamente, la que estaba de turno el día del robo del Balón de Oro en su planta. Debía entrar ayer por la noche y no se presentó. Hemos enviado un empleado a su casa y los vecinos dicen que la vieron salir con una maleta aquella misma tarde, después de que se perpetrase el robo. Es extra-ño, pero parece que se iba de viaje.

—¿Tienen el teléfono móvil de esa camarera?—La hemos llamado, pero no contesta. Está ilocalizable.—Necesito su ficha personal. ¿La tiene a mano?—Sí, claro. —Y le entregó una copia que ya había impreso.—A ver… se llama Ioana, y es rumana. ¿Sabe Hristian algo

de esto?

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—No. Ha salido del hotel y estará fuera un par de días. Le he informado tan solo a usted. Quizás algún empleado haya notado la ausencia de la chica.

—Bien. Sea lo más discreto posible.La desaparición del Balón de Oro no debía trascender a

la prensa. La Policía le había pedido a Hristian que no lo comunicase hasta pasadas setenta y dos horas. Necesitaban retrasar el escándalo hasta resolver el caso o tener alguna pista clara que seguir.

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Barcelona se ve sumergida en una despiadada batalla política. Naima Dati, magrebí y concejal del histórico barrio de Ciutat Vella, tiene poderosos enemigos dispuestos a perseguirla y acosarla para que dimita de su cargo.La investigadora Alexia Hurtado sospecha que se trata del mayor escándalo de especulación y mobbing inmobiliario de la historia de la ciudad. Una trama que desvela la lucha por dos modelos de ciudad: la que defiende el crecimiento y el paisaje, frente a la que se preocupa por el paisanaje. Interés económico frente a política social. Dos mujeres contra un sistema.

«La novela de Luis Campo desborda la ficción y nos sitúa en una ciudad donde la trama negra y

criminal se ceba siempre en los más vulnerables. Hay que leerla como una metáfora y al mismo

tiempo una advertencia. Además, las mujeres que la protagonizan tienen una consistencia que

nos hace buscarlas con la mirada cuando entramos en los lugares que frecuentan».

eva Fernández, expresidenta de la FaVB y activista vecinal de Ciutat Vella

«Alexia, cada vez más sorprendente, vuelve a aparecer más fuerte y segura que nunca, imparable

cuando se trata de desenmascarar a aquellos que anteponen sus intereses a los de todo un

distrito. Una fantástica guía de Barcelona, imprescindible para conocer y querer Ciutat Vella. Una

novela tan real que duele leerla y en la que el autor se supera construyendo unos personajes que

participan en una trama que esperemos que jamás se haga realidad».

Cristina manresa llop, comisaria de los mossos d’esquadra

«Como si del juego Monopoly se tratara, Luis Campo diseña la mejor radiografía del distrito Ciutat

Vella de Barcelona. Aquí se mueven todos los hilos de un mundo corrupto, en que la especulación

inmobiliaria, la vanidad de la alta burguesía y el problema de la inmigración conviven con el amor

y el sentimiento de ternura ante la aparición de un ser adorable. El juego acaba de empezar.

Hagan sus apuestas».

mari Pau Huguet, periodista y presentadora de TV3

iSBn 978-84-92872-06-0

roBo en el muSeo dalÍLuisCampoSe avecina el mayor robo de arte de la historia

mientras la inspectora Alexia Hurtado investiga un

extraño homicidio en Barcelona.

Colección: Volviendo al lugar del crimen

BarCelona

alexia y loS magnaTeS de la ComuniCaCión

LuisCampoAlexia se aventura en el terreno real y virtual mientras

su clienta lucha por el imperioso holding que

pertenecía a su marido desaparecido en el mar.

Colección: Volviendo al lugar del crimen

Zona CeroLuisCampo

luis Campo Vidal, nacido en Camporrells (Huesca),

reside en Barcelona desde 1960. Ingeniero de pro-

fesión, Luis preside Universal TV, consultoría de

televisión, multimedia y telecomunicaciones, con sede

en Barcelona. También es presidente de la empresa

TELENIUM Tecnología y Servicios, con base en Madrid.

Trabajó en American Interactive Media INC., en Nueva

York, empresa dedicada al acceso a Internet a través

de la televisión. Fue Director General de Cable Antena,

participó en el lanzamiento de Canal Satélite Digital

desde el comité de dirección, fue consultor en Antena 3

TV y Director General de Cable Total, diseñó proyectos

de TV en Perú (Antena 3 Perú), Antena 3 TV Internacional

y Telenoticias.

Barcelona Zona Cero es la tercera novela de la saga

sobre Alexia Hurtado, después de Alexia y los magnates

de la comunicación y Robo en el Museo Dalí. Las

novelas, relacionadas entre sí, se leen perfectamente

por separado, aunque a los lectores fieles de la serie

les hará gracia reencontrarse con los personajes

secundarios presentados en los primeros libros.

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