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DÍA 20 DE MAYO SAN BERNARDINO DE SENA FRANCISCANO (1380 - 1444) STE ilustre confesor, esclarecido devoto de la Santísima Virgen, vino al mundo en la ciudad toscana de Massa, el 7 de septiembre de 1380. Sus padres, Tulo y Ñera, pertenecían a la nobleza de su país, pero se distinguieron más por su virtud que por su nobleza. Tulo era magistrado de Sena, su ciudad natal; Ñera, mujer eminentemente piadosa, tuvo la dicha de verse madre de un hijo en quien tenía puestas sus más caras ilusiones y las más halagüeñas esperanzas. Mas no ¡e fué dado presenciar los sublimes ejemplos de virtud que más tarde diera su hijo, pues Ilios le arrebató la vida cuando Bernardino frisaba en los tres años. Mas, aunque huérfano, no se encontró el niño abandonado y falto de edu- cación, pues Diana, tía suya, muy piadosa y adornada de las más bellas prendas fué para él una segunda madre, según el encargo que recibiera de su hermana Ñera, antes de que ésta cerrara sus ojos a la luz de este mundo. A los siete años, Bernardino perdió a su padre y quedó enteramente bajo la dirección y custodia de su tía, la cual, mirando aquél vástago como un depósito sagrado, continuó inspirándole las sabias máximas del Evangelio y educándole con el mismo esmero de sus padres. Bernardino, atento y sumiso siempre a su tía y demás parientes, supo

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D Í A 2 0 D E M A Y O

SAN BERNARDINO DE SENAFRANCISCANO (1380 - 1444)ESTE ilustre confesor, esclarecido devoto de la Santísima Virgen, vino

al mundo en la ciudad toscana de Massa, el 7 de septiembre de 1380.

Sus padres, Tulo y Ñera, pertenecían a la nobleza de su país, pero

se distinguieron más por su virtud que por su nobleza.

Tulo era magistrado de Sena, su ciudad natal; Ñera, mujer eminentemente

piadosa, tuvo la dicha de verse madre de un hijo en quien tenía puestas

sus más caras ilusiones y las más halagüeñas esperanzas. Mas no ¡e fué dado

presenciar los sublimes ejemplos de virtud que más tarde diera su hijo, pues

Ilios le arrebató la vida cuando Bernardino frisaba en los tres años.

Mas, aunque huérfano, no se encontró el niño abandonado y falto de edu-

cación, pues Diana, tía suya, muy piadosa y adornada de las más bellas

prendas fué para él una segunda madre, según el encargo que recibiera de

su hermana Ñera, antes de que ésta cerrara sus ojos a la luz de este mundo.

A los siete años, Bernardino perdió a su padre y quedó enteramente bajo

la dirección y custodia de su tía, la cual, mirando aquél vástago como un

depósito sagrado, continuó inspirándole las sabias máximas del Evangelio

y educándole con el mismo esmero de sus padres.

Bernardino, atento y sumiso siempre a su tía y demás parientes, supo

corresponder a los desvelos que estos se imponían para su educación, y , así.

no es de extrañar que pronto afloraran los gérmenes de virtud que aquella

alma privilegiada encerraba. Ya en tan tierna edad su corazón era un jardín

en el que crecían las fragantes flores de la humildad, modestia, afabilidad,

devoción, caridad y otras virtudes. Se complacía en rezar, visitar iglesias y

oír sermones. Gustábale remedar a los predicadores, cuyos sermones repetía

con mucha gracia y exactitud.

La caridad para con el prójimo fué en él una virtud característica. De

entre los muchos ejemplos que podríamos aducir en confirmación de este

aserto sólo citaremos el siguiente: Un día, después de distribuir las limosnas

que fueron, sin duda, más numerosas que de ordinario, Diana despidió, sin

socorrerle, a un pobre por temor de que escaseara el pan para los de casa,

mas el acto fué visto por Bemardino, quien, aproximándose a su tía, le

dijo: «T ía , por amor de Dios, demos algo a este pobre; prefiero quedarme

yo sin bocado antes que dejar sin pan a este desgraciado». Diana, conmovida

por la nobleza de sentimientos del niño, abrazóle y accedió a sus deseos.

Toda la vida de Bernardino, incluso la de su niñez, fué la de un santo;

aun en los juegos más pueriles se le veía siempre aficionado a lo que podía

excitar la devoción.

Cumplido que hubo los once años, fué a v iv ir con unos tíos paternos.

Cristóbal y Ángel Albizzeschi, los cuales, viendo en Bernardino muy nota-

bles disposiciones para el estudio le confiaron a dos célebres maestros: Ono-

fre el Gramático y Juan de Espoleto, en cuyas aulas se distinguió pronto,

sobresaliendo entre todos sus condiscípulos, no sólo por la inteligencia y

sabiduría sino también por su docilidad y virtud.

Sumamente atento a las inspiraciones del divino Espíritu, supo Bernar-

dino mantenerse inmaculado en un ambiente de alumnos universitarios en-

cenagados en la disolución y liviandad. Cuando oía alguna palabra malso-

nante o poco honesta, encendíase al momento su rostro con subidos colores

que. bien a las claras, declaraban la amargura que su alma experimentaba.

Cierto día en que de los labios de un condiscípulo suyo salió una expre-

sión deshonesta, Bernardino, siempre tan amable, se irguió repentinamente

y, lanzando por los ojos llamas de santa indignación le dió un bofetón

tan violento, que sonó en toda la plaza donde solían reunirse los escolares

antes de entrar en las aulas. E l procaz estudiante, objeto de mofa de sus

demás compañeros, se retiró confuso y sin ganas de replicar. Pero esta elo-

cuente lección le impresionó tan profundamente, que desde entonces resol-

vió corregirse. Fué fiel cumplidor de su promesa. Más tarde, cada vez que

oía predicar a Bernardino, recordaba esta corrección y derramaba abundan-

tes lágrimas.

Ante una virtud tan resuelta, el vicio no tenía más remedio que bajar

la cabeza y ceder terreno; bastó aquel escarmiento para que ningún com-

pañero del Santo pronunciase palabras soeces en su presencia, y si alguno

las pronunciaba en su ausencia, era suficiente que cualquiera exclamase:

«■¡Que viene Bernardino!», para que las lenguas más livianas enmudecieran.

¿Cuál era el secreto de una energía tan extraordinaria para defender los

tueros de la pureza? La ardiente y filial devoción de Bernardino a la Vir-gen Santísima.

EL SIERVO DE MARÍAER A Bernardino tan sumamente devoto de María Santísima, que no

pasaba día que no le ofreciese los debidos obsequios: oraciones, v i-

sitas, sacrificios. Todos los sábados ayunaba en su honor. Estas prác-

ticas recibieron la debida recompensa, pues la Santísima Virgen concedió

a su fiel siervo una fuerza extraordinaria para combatir las pasiones.

Con frecuencia era objeto de las burlas de sus compañeros por negarse al

trato con los demás. Pero cierto día en que estas burlas se extremaron, Ber-

nardino se enfrentó con sus compañeros, a quienes atajó, diciéndoles: «L a

señora de mis amores es la más hermosa del mundo». Y , habiendo ellos mos-

trado interés por verla, el Santo los condujo a una iglesia, donde les mostró

la imagen de la Reina de los cielos.

Una de sus primas, llamada Tobía, terciaria franciscana, mujer devota y

santa, viendo que nuestro bienaventurado era uno de los jóvenes más apues-

tos de la ciudad, quiso prevenirle contra las seducciones de la carne; pero

apenas comenzó a exhortarle, le interrumpió Bernardino exclamando:

— Estoy ya preso en las del amor, hasta el punto de que moriría de

pena el día en que no pudiera ver a la que tanto amo.

Otras veces, al ausentarse de casa, decía: «V oy a ver a mi amada, más

noble y hermosa que todas las doncellas de Sena».

Estas palabras alarmaron a Tobía, quien, interpretando a su modo las

frases de nuestro Santo, se imaginó que, efectivamente, su sobrino se hallaba

preso en las redes de un amor sensual. Para cerciorarse de ello, determinó

seguirle; mas fueron grandes su admiración y alegría cuando observó que

Bernardino, deteniéndose ante una escultura de la Virgen colocada sobre una

de las puertas de la ciudad, cayó de rodillas, y. después de haber orado largo

tiempo ante la imagen, volvióse a su casa sin deternerse en parte alguna.

Tobía había descubierto el secreto de su sobrino y podía estar tranquila

de su porvenir. El pensamiento de la Reina de los cielos llenaba, en efecto,

su espíritu y la pureza inmaculada de María cautivaba su corazón.

A la edad de trece años terminó sus estudios de Filosofía y se dedicó

a los de Derecho civil y canónico y , por último, a los de Teología. La lee-

tura de la Sagrada Escritura era su mayor :ncanto; todas las demás ciencias

perdieron atractivo para él; en las máxim¡s del Evangelio halló el modelo

a que se propuso ajustar todos los actos cb su vida.

SIERVO DE LOS POBRES

BER N AR D IN O , constante admirador de la caridad evangélica, quiso

ejercitarse en ella; para ello, apenas acabó sus estudios, ingresó en la

cofradía llamada de los «Disciplinados de la Virgen», consagrada al

cuidado de los enfermos. Se entregó con un celo extraordinario al servicio de

estos seres dolientes. Contaba a la sazón diecisiete años.

Espectáculo hermoso y conmovedor erí ver a este joven de cuerpo es-

belto y delicado, criado con todos los refinamientos propios de la abundancia

de bienes de fortuna, trocar sus galas poi un hábito grosero, y las como-

didades de su casa por las repulsivas molestias inherentes al cuidado de los

enfermos pobres en un hospital, sin que le desanimaran las heridas del

amor propio, ni las repugnancias de la carne. Alternaba estos penosos ejer-

cicios de caridad con largas meditaciones y asombrosas austeridades.

Hacia el año 1400, durante el pontificido de Bonifacio IX , los pueblos

de aquella comarca viéronse atacados de uta desoladora peste que arruinaba

y dejaba sumidas en la orfandad a millares de familias. No se vió libre de

esta epidemia la ciudad de Sena, cuyo hcspital se hallaba atestado de en-

fermos y en él morían diariamente unas veinte personas.

El personal auxiliar iba exterminándosf poco a poco, de tal manera que

pronto los enfermos se vieron abandonacos a sí mismos, pues no había

quien quisiera reemplazar a los enfermeros fallecidos. Ello produjo el llanto

y la consternación en toda la casa, en la que no se oían más que ayes y

gemidos que desgarraban el corazón. En esta circunstancia, Bemardino dio

admirables ejemplos de caridad, pues nc solamente expuso su vida asis-

tiendo a los pobres apestados, sino que, con sus exhortaciones y ejemplos

consiguió que doce hombres se le juntaran en la meritoria labor; durante

cuatro meses, vióse a estos mártires de la ibnegación, entregados con heroico

celo a la curación de los enfermos, sin que la pestilencia de sus llagas ni

las continuas vigilias bastasen para hacerlts vacilar en su noble empresa.

Poco tiempo después, Bemardino, agorado por tantas fatigas, cayó gra-

vemente enfermo con una calentura que le retuvo en cama por espacio de

cuatro meses. Los que le rodeaban compadecíanse de sus angustias; pero el

Santo, con la frente serena y la sonrisa e» los labios, daba continuas mues-

tras de la tranquilidad de su alma y de la paciencia y resignación con que

sufría aquellos dolores que Dios le enviaba.

EL duque Visconti manda una im portante suma de dinero a San

Bernardino de Sena, rogándole que lo acepte para atender a

sus necesidades. Rehúsalo el Santo; mas, ante la insistencia del du-

que, lo acepta, vase a la prisión y , en presencia del emisario, lo

distribuye entre los que sufren condena por deudas.

Logró al fin restablecerse y, después de haber cuidado y asistido por es-

pacio de u i i año a una tía suya de noventa años, ciega, tullida, cubierta de

llagas y muy necesitada, pensó en dar cumplimiento a sus deseos de per-

fección ingresando en una Orden religiosa.

EN LA ORDEN FRANCISCANA

RETIRÓ SE nuestro Santo a casa de un amigo suyo que vivía en una

barriada extrema de la ciudad. A llí vivió como solitario, entregado

de lleno a la oración y a la penitencia, para atraer las luces del cielo

sobre la senda que debía emprender.

Cierto día que desahogaba su corazón a los pies de un crucifijo, oyó dis-

tintamente una voz que le decía: «Bernardino, heme aquí despojado de

todo y enclavado en una cruz por amor tuyo; si tú me amas y buscas, aquí

me hallarás; pero procura estar desnudo y crucificado como lo estoy yo.

porque de esta manera me hallarás más fácilmente». Para seguir estos conse-

jos, Bernardino resolvió ingresar en la Orden de San Francisco, en la que

vistió el hábito en el convento de Colombario, a pocos kilómetros de Sena,

el 8 de septiembre de 1402, vigésimo segundo aniversario de su natalicio.

Conviene observar cómo en dicha festividad, y en los tres años sucesivos,

profesó, cantó misa y pronunció el primer sermón. Así quiso la Reina del

cielo presidir su triple vocación de religioso, de sacerdote y de apóstol.

Ya desde los comienzos de su vida religiosa, no se contentó Bernardino

con practicar la regla de San Francisco, de suyo tan austera, sino que se

esforzó en destruir en sí mismo, mediante vigilias, ayunos y mortificaciones,

todo apego desordenado al mundo. Corría ansioso tras el desprecio, las hu-

millaciones y malos tratos, y jamás disfrutaba tanto como al verse inju-

riado por los chicos cuando pasaba por la calle, o cuando le tiraban piedras

a causa de la pobreza de su hábito o la desnudez de sus pies: «Dejémosles

que se diviertan — decía a su compañero— , así nos dan ocasión de ganar

el cielo».

PREDICADOR

HECHA la profesión, dispusieron los superiores que hiciera valer su

talento en la predicación. Grande fué la dificultad que se le pre-

sentó para ello, pues la debilidad de su yoz, unida a una pertinaz

ronquera, le hacían poco apto para las tareas del púlpito. Mas no se desani-

mó por eso, sino que acudió a la Santísima Virgen, quien inmediatamente

dio robustez y claridad a su voz y le adornó además con todas las cualida-des de un buen predicador.

No se podía oír su palabra cálida e inflamada de caridad sin quedar

hondamente emocionado. Los pecadores, poseídos súbitamente de arrepenti-

miento y amargura, confesábanse con él y volvían a sus casas enmendados.

Los jugadores iban a entregarle los dados, naipes y todos los instrumentos

de juegos ilícitos; y las mujeres sus atavíos, trenzas, afeites y otros objetos

de vanidad, que realzan el cuerpo con detrimento del alma.

Ardía entonces en Italia la guerra entre güelfos y gibelinos; la discordia

causaba los más terribles estragos entre los habitantes de un mismo pueblo

y los miembros de una misma familia; pero el celo de nuestro Santo supo

poner, en Sena, término a situación tan desastrosa, logrando apaciguar los

ánimos a fuerza de exhortaciones, y reconciliando a los adversarios.

A l don de la elocuencia unía el de milagros, siendo muchos y muy se-

ñalados los que obró durante su vida. He aquí algunos:

Una niña, que padecía de dos úlceras terribles, una de las cuales radi-

caba en el pecho y por la que salía el aire de los pulmones, fué curada por

el Santo con sólo darle su bendición.

Acercósele cierto día un pobre leproso a pedirle limosna y, no teniendo

el Santo otra cosa que darle, le entregó sus zapatos; apenas se los calzó aquel

desventurado, sanó completamente de su repugnante enfermedad.

En otra ocasión tuvo que trasladarse a Mantua para predicar; pero fué

detenido por la caudalosa corriente del río. que no pudo vadear. Pidió a un

batelero que le pasara a la otra orilla, pero se negó a ello porque Bernardino

no tenía dinero con que pagarle; mas no por eso se apuró nuestro bienaven-

turado; antes al contrario, poniendo su confianza en Dios, tendió su manto

sobre las aguas, y montado en él a modo de barco ganó sin dificultad la

orilla opuesta. Dios se complacía muchas veces en obrar señalados prodi-

gios para dar mayor fuerza a la predicación de nuestro Santo, y así sucedió,

entre otras, en ocasión en que. haciendo e l , panegírico de la Santísima V ir-

gen. citó estas palabras del Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el

cielo». En el mismo instante descendió sobre su cabeza una estrella de extra-

ordinario resplandor que deslumbró a todos los oyentes.

Era tan prudente y discreto en sus invectivas, que sabía reprender los

vicios sin señalar a los culpables, de modo que nadie podía ofenderse. Sin

embargo, como la verdad suele ser amarga, el duque de Milán, Felipe María

Visconti, amigo de la lisonja, se dió por aludido en un sermón de Bernardino

contra este defecto. Resentido el duque amenazó al Santo en caso de con-

tinuar abusando — decía él— de su ministerio. Pero el apóstol, sin inmu-

tarse, le contestó humildemente «que su misión era la de combatir el vicio

do quiera se hallase; que no había indicado a persona alguna, y que extra-

ñaba sobremanera que de su doctrina sacase resentimiento y no enmienda,

añadiéndole por último que estaba determinado a hacer oír a los fieles las

verdades del Evangelio, y que tendría a gran dicha el ser perseguido por

esta causa». Convencido Visconti de las razones que asistían a Bernardino,

le envió, por conducto de un oficial de palacb, una bolsa con quinientos

ducados; pero el Santo se resistió a aceptarla, y dijo al enviado:

— Decid a vuestro señor y dueño, que nuestro padre San Francisco atiende

a todas las necesidades de sus hijos y no les deji otro cuidado que el de ser-

vir a Dios y ser útiles a sus prójimos.

Cuando el oficial transmitió tan hermosa respjesta al duque, admiróse éste

en gran manera y volvió a enviar el dinero a luestro bienaventurado, para

que lo distribuyera entre los pobres.

— Si tal es el deseo de vuestro señor — contestó entonces San Bernardi-

no— , venid conmigo a la cárcel y pronto podré.s dar fe de que se han cum-

plido sus caritativos propósitos.

Avínose a ello el mensajero y, una vez llegados a la prisión, con aquellos

ducados libró el Santo a gran número de personas que se hallaban encar-

celadas por deudas. Desde aquel momento la a\ersión injustificada del duque

se convirtió en veneración hacia Bernardino, quien sin obstáculos de nin-

gún género, siguió predicando contra los vicios de los grandes y logró una

saludable mudanza en las costumbres de la mbleza milanesa.

Bernardino, apóstol inspirado y taumaturg* insigne, a ejemplo de Jesu-

cristo, practicaba cuanto enseñaba a los demás. Jamás pudo nadie advertir

la menor contradicción entre sus palabras y sus obras. Predicaba la humildad,

y la practicaba hasta el anonadamiento; exhortaba a la caridad, y se pri-

vaba hasta de lo más necesario a su sustento para socorrer a los desgraciados,

ensalzaba la virtud de la castidad, y su pureza era realmente angelical.

«Haced penitencia», decía a los pecadores, y las mortificaciones corporales

que se imponía infundían espanto en el ánimo de los religiosos más austeros.

LJEDE decirse que San Bernardino de Sena fué el iniciador del culto

al dulcísimo Nombre de Jesús. A l final de sus sermones mostraba al

pueblo una tabla en la que se hallaba grabado en letras de oro el

monograma JHS e invitaba a los fieles a postrarse ante ella para venerar

el nombre del Redentor del mundo.

Esta devoción, tildada en un principio de novedad peligrosa, le atrajo

no pocas contradicciones. Las palabras con que llamaba al pueblo fueron

interpretadas torcidamente, y a tal punto llegaron las calumnias contra el

Santo, que el papa Martín V' le llamó a su presencia y le prohibió propagar

EL SANTO NOMBRE DE JESÚS

el culto mencionado. Bernardino se sometió humildemente sin decir ni una

palabra de justificación; pero Dios se encargó de salir en defensa de su siervo,

y no tardó el Papa en descubrir la impostura de los que acusaban al Santo

de propagar devociones supersticiosas.

Llamó entonces nuevamente a nuestro bienaventurado, y no sólo alabó

su celo por el culto divino, sino que le permitió seguir propagando el del

dulce Nombre de Jesús y le rogó aceptase el obispado de Sena, dignidad

que rehusó humilde pero firmemente, como asimismo los obispados de Ca-

rrara y Urbino, que le ofreció el papa Eugenio IV , sucesor de Martín V.

Fué elegido vicario general de su Orden, cargo que no pudo renunciar

porque le fué impuesto en nombre de la santa obediencia; restableció la

disciplina en algunos conventos en que se hallaba un tanto relajada y fundó

otros nuevos bajo la advocación de Santa M aría de Jesús, advocación que

comprendía las dos devociones tan gratas a su corazón. Como prueba de la

prosperidad que, debido a su celo alcanzó la Orden seráfica en Italia, bas-

tará decir que, no existiendo en aquellos reinos cuando él tomó el hábito

más que veinte monasterios con doscientos religiosos, al morir el Santo se

elevaba el número de los primeros a más de trescientos y el de los segundos

a cinco mil.

A causa de los quebrantos sufridos en su salud por las terribles peni-

tencias que se imponía, a los tres años de su elección hubo de descargar

parte del peso de su espinoso cargo en San Juan de Capistrano, su discípulo,

que le sucedió cuando su creciente debilidad le imposibilitó en absoluto para

desempeñar la vicaría. Su último acto como vicario general fué restablecer

la paz que se había turbado en Massa, lugar de su nacimiento.

Poco después cayó en cama para no levantarse más, acometido de una

calentura violenta, en uno de cuyos accesos se le apareció San Pedro Celes-

tino y le anunció que su fin estaba próximo. Inmediatamente pidió Ber-

nardino que le fueran administrados los Santos Sacramentos, los cuales

recibió con extraordinario fervor. A ejemplo de su padre San Francisco,

rogó a sus Hermanos que le tendieran sobre el duro suelo para entregar su

alma a Dios, la cual voló al cielo el 20 de mayo de 1444, víspera de la

Ascensión, cuando sus Hermanos en religión entonaban la siguiente antífona:

«Padre, he dado a conocer a los hombres tu Santo Nombre, y ahora voy a

T i». Había vivido en la tierra sesenta y cuatro años.

Los grandes prodigios obrados por él en vida, y los que continuaron

después junto a su sepulcro, apresuraron el proceso de su canonización, co-

menzado en el pontificado de Eugenio IV y fallado favorablemente en el de

Nicolás V el año 1440, o sea cinco años después de su dichoso tránsito.