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DIA 30 DE MAYO SAN FERNANDO REY DE CASTILLA Y LEÓN (1199 - 1252) S AN Fernando! ¡Nombre insigne de un defensor de la fe, apóstol de Cristo, rey de Castilla, gloria de España y honor de la Iglesia! Figura ilustre de nuestra historia patria es la de este esclarecido mo- narca que ciñó corona, esgrimió espada, conquistó reinos, levantó catedrales, ilustró pueblos y combatió el mal. Su nombre es digno de aplau- so y admiración, como lo son los de Leandro, Ildefonso, Isidoro y otros mil esclarecidos varones hispanos, que con su sabiduría y santidad unos, y con su valor y heroísmo otros, dieron nombre brillante a España y días gloriosos a la Iglesia. San Fernando, en el conjunto de su vida y en las consecuencias de su actuación, es fiel exponente del exacto cumplimiento de aquellas palabras del Salmista: «Reina por medio de la verdad y de la justicia, y tu diestra te conducirá a obras maravillosas» (Salmo XLIV, 5). Porque este santo rey gobernó a su pueblo con justicia, enalteció el trono con la virtud, y propagó la fe con la espada. Si salió al campo de batalla fué en aras del sublime ideal de extender la religión de Cristo y combatir a los enemigos de su Dios, de quien él se consideraba vasallo humilde y defensor solícito. En consecuencia de este santo celo, Dios hizo que el oro

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D I A 30 DE M A Y O

S A N F E R N A N D OREY DE CASTILLA Y LEÓN (1199 - 1252)

SAN Fernando! ¡Nombre insigne de un defensor de la fe, apóstol de Cristo, rey de Castilla, gloria de España y honor de la Iglesia!

Figura ilustre de nuestra historia patria es la de este esclarecido mo-narca que ciñó corona, esgrimió espada, conquistó reinos, levantó

catedrales, ilustró pueblos y combatió el mal. Su nombre es digno de aplau-so y admiración, como lo son los de Leandro, Ildefonso, Isidoro y otros

mil esclarecidos varones hispanos, que con su sabiduría y santidad unos, y con su valor y heroísmo otros, dieron nombre brillante a España y días

gloriosos a la Iglesia.

San Fernando, en el conjunto de su vida y en las consecuencias de su

actuación, es fiel exponente del exacto cumplimiento de aquellas palabras del Salmista: «Reina por medio de la verdad y de la justicia, y tu diestra

te conducirá a obras maravillosas» (Salmo X L IV , 5).

Porque este santo rey gobernó a su pueblo con justicia, enalteció el trono

con la virtud, y propagó la fe con la espada. Si salió al campo de batalla fué en aras del sublime ideal de extender la religión de Cristo y combatir

a los enemigos de su Dios, de quien él se consideraba vasallo humilde y defensor solícito. En consecuencia de este santo celo, Dios hizo que el oro

de su corona se trocara en santidad brillante, que desde el trono expandía

sus fulgurantes rayos sobre el hispano suelo y bajo el cielo de Castilla.Ni la adulación, ni la intriga, ni el engaño; ni el bastardo interés, ni

el esplendor del solio, ni los placeres de la Corte, ni los triunfos de la guerra, fueron óbice a la constante elevación moral y al incesante progreso espi-

ritual de este monarca, de cuya religiosidad dan fe las suntuosas catedrales de Burgos y Toledo con sus esbeltos cimborrios, altos capiteles, afiladas agujas y afiligranadas torres, que se elevan al cielo como aspiración sublime

de aquel corazón de rey cristiano, y de aquel pueblo creyente, digno del

monarca cuya vida vamos a reseñar.

FAMILIA DE SAN FERNANDO

FUÉ San Fernando una de las glorias del siglo X III . Los primeros años

de este famoso siglo presagiaban grandes calamidades para España: una formidable coalición de los mulsumanes de África y de la Pen-

ínsula esperaba restaurar el imperio de la Media Luna hasta los Pirineos.

Pero merced a la activa intervención del papa Inocencio I I I y de don Ro-drigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, los reyes cristianos de Castilla,

Navarra y Aragón aunaron sus fuerzas y derrotaron a la morisma en la me-morable batalla de las Navas de Tolosa. Era el 16 de julio del año 1212.

Terminada la batalla, el bravo don Diego López de Haro repartió el botín. A los reyes de Navarra y Aragón dióles todas las riquezas de los vencidos,

y al de Castilla le dijo: «En cuanto a vos, Señor, quedaos con la gloria y el

honor del triunfo».Ese rey de Castilla era Alfonso V III. Dos de los hijos a quienes dejó en

herencia esa gloria, fueron las princesas doña Berenguela y doña Blanca. Casé doña Berenguela con el rey Alfonso IX de León y fué madre de San Fer-nando; doña Blanca se casó con Luis V III, rey de Francia y tuvo por hijo a San Luis IX . Con eso, Alfonso V II I de Castilla fué abuelo de dos reyes

santos y muy amados de sus vasallos, si bien el Señor los condujo a la glo-ria y santidad por muy diversos caminos: a San Luis por el de las infelici-dades en lo humano; a San Fernando por el de las dichas y triunfos.

La infanta doña Berenguela fué digna hermana de Blanca de Castilla por sus cristianas virtudes, y también digna madre y maestra de tan santo

y excelente rey como nuestro San Femando. Crióle en el temor de Dios y las buenas costumbres, hasta que tuvo que separarse de él por voluntad de Alfonso IX . Estando doña Berenguela en Castilla, murió su hermano el jo-ven principe Enrique I, después de haber reinado dos años y nueve meses.

SAN FERNANDO, REY DE CASTILLA

EN cuanto la santa reina supo la muerte de Enrique, envió secretamente

y a toda prisa mensajeros a Alfonso IX , pidiéndole que le enviase a su hijo don Fernando, para que la defendiese de la tiranía de los condes

de Lara.

Tenía por entonces Fernando diecisiete años y era dechado de nobleza y virtud. Besó doña Berenguela aquella frente cándida y pura, y estrechó

otra vez con amor al hijo que era toda su esperanza. Había sido educado por maestros excelentes que le enseñaron las letras y artes que convenían

a un príncipe. Ya de niño mostraba tierno amor a la cruz; apretábala entre su manecitas, la besaba y corría a mostrarla a los ministros y gente noble que acudían a palacio. Cuando oía hablar de los moros que blasfemaban de Cristo y ultrajaban a España, lloraba y se llenaba de indignación. Aunque de natural resuelto y ardiente, tenía el corazón muy inclinado a la ternura y a la bondad con los pobres; solía asomarse a menudo al balcón de palacio para ver si pasaba algún mendigo, y, si veía alguno, corría gozoso a buscar una limosna.

Tan bellas prendas habían crecido con la edad. Por eso, cuando doña Be- renguela, después de hacerse jurar reina de Castilla, renunció el reino en su hijo Fernando, el alborozo fué general. Fué proclamado y jurado rey de Castilla en las Cortes de Yalladolid de 1217, reunidas en la iglesia de Santa María la Mayor.

Pero entretanto, en el horizonte asomaba muy recia y negra tormenta;

los tres señores de Lara no acudieron a la asamblea. Descontento y renco-roso don Alvaro de Lara por no haber podido lograr ser tutor de don Fer-nando como antes lo era de don Enrique, se declaró en rebeldía contra el nuevo rey, y se puso de parte del de León, el cual había entrado ya en Cas-tilla con grueso ejército, haciendo tantos estragos en las tierras de su hijo como si fueran las de su mayor enemigo. Afligióse sobremanera don Fer-

nando de tener que hacer guerra al rey de León, su padre; trató antes de paces, y para ello envió a su padre como embajadores a los obispos de Bur-gos y Ávila.

«Señor y padre mío — decíale en una carta— : ¿Cómo es así que estáis tan enojado, que me hacéis guerra sin causa, a mí que soy vuestro hijo y por ningún motivo lo merezco? No parece sino que os da en rostro cuanto de bueno me sucede. Debierais alegraros de tener un hijo rey de Castilla,

el cual honrará toda su vida vuestro linaje, porque no hay rey cristiano

ni moro que por temor de mí se atreva a haceros guerra. ¿Por qué hostili-

záis con tanto enojo este reino? No habéis de temer daños ni guerras de

Castilla mientras yo viviere.»Pero Alfonso no le dió oídos; prosiguió sus hostilidades hasta Burgos y

pretendió apoderarse de esta ciudad por la fuerza de las armas. Entonces don López de Haro, partidario de Fernando, juntó a toda prisa un ejército de

castellanos y salió al encuentro del invasor, con lo que el rey de León se retiró.

El rebelde Alvaro de Lara fué luego vencido y vino a echarse a los pies

de don Fernando pidiendo clemencia. El santo rey le perdonó la vida y le admitió en su gracia. Concedióle grandes mercedes y beneficios; pero no

pudo el de Lara sobreponerse a la humillación de la derrota, y así levantó segunda vez bandera de rebelión. El Santo no le dió tiempo para juntar

fuerzas; salió contra él y muy en breve hizo huir de Castilla a los Laras. Don Alvaro fué a morir en el reino de León, y uno de sus hermanos huyó a tierra de moros.

El santo rey de Castilla restableció el orden y la paz en sus Estados

merced a su valor y liberalidad, y reinó paternalmente sobre sus vasallos.El año de 1219 pidió Fernando, por consejo de su madre, la mano de

doña Beatriz de Suabia, hija del emperador de Alemania don Felipe. Ajus-táronse las bodas, y fué traída la infanta a Castilla, donde se desposó con el rey en la iglesia del famoso monasterio de las Huelgas, de la ciudad de Burgos, con gran alborozo y regocijo de toda Castilla.

REY CATÓLICO

TUVO toda su vida el santo rey don Fernando gran respeto y vene- / ración a su prudentísima y piadosísima madre, y en esto se pareció mucho a su primo San Luis, rey de Francia.

También le gustaba pedir consejo y ayuda a los obispos; su primer consejero,

mejor dicho, su primer ministro, fué el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, el cual era oriundo del reino de Navarra y había cursado los estudios teológicos en la Universidad de París; fué orador, teólogo, ju-

rista, literato, hábil administrador, prudente consejero tanto en tiempo de paz como de guerra, y digno predecesor, en suma, del eminente Cardenal que había de ilustrar ese mismo apellido tres siglos más tarde.

La justicia es el fundamento de la sociedad. Después de visitar todas las provincias de su reino e informarse de las necesidades de sus vasallos y de cómo estaban las cosas, San Fernando mandó modificar y perfeccionar las leyes del reino. Nombró un tribunal supremo, que luego se llamó Consejo real de Castilla, compuesto por los jueces más competentes: venía a ser

SAN Fernando R ey , en trance de muerte, dice a su h ijo : « S irve

a D ios con tem or y reverencia, señor te dejo de toda la tierra

de mar acá que ganaron los moros desde el rey don R odrigo. Toda

queda bajo tu dom inio, parte conquistada y parte tributaria. Si

ganares más, serás m ejor rey que y o ».

como un Tribunal de casación al que se podía apelar de todos los demás tri-bunales. El mismo soberano tenía señaladas las horas de audiencia; acogía

a todos, aun a los más pobres, con paciencia y afabilidad que ganaban los corazones de sus vasallos. Las viudas, huérfanos y desgraciados confiaban en la justicia, protección y misericordia del santo rey.

Las muchas guerras que tuvo que hacer a los moros ocasionaban gran-

dísimos gastos; pero Femando no quería imponer nuevos tributos a sus va-sallos. Solía decir a sus ministros, cuando le aconsejaban que impusiese nuevos

tributos, con el buen pretexto de llevar la guerra a los moros: «Más temo las maldiciones de una viejecita pobre de mi reino, que a todos los moros

de África».Fué protector insigne de las Ciencias y las Artes, a las que él mismo era

aficionadísimo; fundó la Universidad de Salamanca, que llegó n ser de las más famosas de Europa.

Estableció nuevos obispados, edificó iglesias y monasterios, y enriqueció a otros con ornamentos y vasos sagrados. Todo progreso religioso y social re-

cibía estímulo y aliento del santo rey. En su reinado se edificaron las ca-tedrales de Osma, Orense, Valladolid, Túy, Zamora, la gran colegiata de Talavera, el claustro de Astorga, el puente de Orense, las maravillosas cate-drales góticas de Burgos, Sevilla y Toledo, y muchísimos otros edificios,

dignos monumentos de aquel gran siglo.Castilla dió por entonces a Europa y a la Iglesia uno de sus más ilustres

hijos, el insigne Santo Domingo de Guzmán, fundador de la sagrada Orden de Predicadores.

Entretanto, San Femando, incansable conquistador que salía cada pri- mavera en cruzada contra los moros, pudo a ratos gozar tranquila y santa-mente de las alegrías y expansiones del hogar. Era hijo respetuoso de doña

Berenguela, esposo adorado de doña Beatriz, padre queridísimo de siete príncipes y tres princesas; en medio de esta familia bendita del Señor, des-cansaba el santo rey de las fatigas de la guerra y de los cuidados del gobierno.

El año de 1230 murió su padre don Alfonso IX , y con esto pasó Fernando a ser rey de León a la vez que de Castilla, aumentándose así el poder de la España cristiana. Muerta doña Beatriz en 1235, Femando se casó con doña Juana, princesa francesa en la que el rey vió resplandecer las virtudes de

su llorada esposa.Doña Berenguela, hija del santo rey, se hizo monja en el convento de las

Huelgas de Burgos, y tomó el velo de manos del obispo de Osma. De los hijos de San Fernando, uno, el infante don Sancho, llegó a ser arzobispo de Toledo; otro, don Felipe, arzobispo electo de Sevilla, y don Femando, ar-

cediano de Salamanca.

CABALLERO DE LA FE Y DE LA PATRIA

SAN Femando sólo quería ser rey para hacer reinar a Jesucristo, Rey de reyes, y hacer felices a sus vasallos. Era muy amigo de la paz; pero cuando se trataba de la gloria de Dios y del bien de la patria, no

había ninguno más diestro que él en ordenar un ejército, ninguno más va-liente en acometer, ni más constante en perseverar hasta conseguir la vic-toria. «Tú, Señor — decía— , sabes que no busco mi gloria sino la tuya, y que no deseo tanto el aumento de mis reinos, cuanto el aumento de la fe cató-lica y la religión cristiana».

El año 1224 entró en Andalucía; el rey musulmán de Baeza vino a ofre-cerle obediencia, diciéndole que estaba pronto para rendirle la ciudad y asistirle con dineros y vituallas contra los que le hiciesen resistencia.

En 1235, mientras asediaba y tomaba a Úbeda, su hijo don Alfonso, con

solos mil quinientos hombres, venció en Jerez de la Frontera al formidable

ejército de Aben-Hut, rey moro de Sevilla, compuesto de siete cuerpos de soldados, en cada uno de los cuales hábía más hombres que en todo el ejér-cito cristiano. Fué un triunfo milagroso. Por aquella misma época, el rey de Aragón conquistó los reinos de Mallorca y Valencia.

Uno de los primeros días de febrero del año 1236, San Fernando se ha-llaba en Benavente, cerca de León, y, estando para sentarse a la mesa, llegó un caballero a galope, para declararle que unos cuantos caballeros

cristianos acababan de apoderarse de uno de los arrabales de la ciudad de Córdoba, la antigua capital del imperio musulmán de España, con sus tres-

cientos mil habitantes. Levantóse el santo rey sin tomar bocado y voló a socorrer a sus intrépidos soldados. Multitud innumerable de guerreros cris-tianos acudieron a pelear bajo el estandarte de la santa Cruz y cercaron a la ciudad de Córdoba. Apretaron cada vez más el cerco; la resistencia de los moros fué heroica, pero al fin tuvieron que rendirse. El día 29 de junio, festividad de los Santos Pedro y Pablo, el ejército cristiano entró victorioso

en la antigua capital de los califas. Hacía quinientos veinticinco años que

Córdoba había caído en poder de los infieles. Por mandato del santo rey el obispo de Osma purificó y consagró la mezquita mayor, dedicándola a María Santísima, y andando los años vino a ser la catedral de Córdoba. Dos

siglos antes, Almanzor, conquistador de Galicia, había hecho llevar a hom-bros de cristianos las campanas de Santiago a Córdoba, y las había puesto

en la mezquita por lámparas del falso profeta. San Fernando mandó que fuesen restituidas a la iglesia de Compostela a hombros de moros..

Tanto el Papa como toda la Europa cristiana, aplaudieron estos triunfos de los españoles.

ESFORZADO Y PIADOSÍSIMO GUERRERO

SAN Fernando era digno de semejantes victorias. Con sumo cuidado velaba para que en sus ejércitos reinase la piedad y el espíritu cris-tiano, y él era el primero en dar a todos sus vasallos ejemplo de vir-

tud y santa vida. Llevaba siempre consigo en su Corte y en los ejércitos,

doce varones sabios y un obispo que era ordinariamente el de Toledo, don

Rodrigo Jiménez de Rada, el cual presidía las ceremonias religiosas y velaba por el bien espiritual de los soldados. Bajo su refulgente armamento llevaba San Fernando una coraza de muy diferente materia: un cilicio sembrado de menudas puntas de acero. Añadía frecuentes ayunos y sangrientas disci-

plinas, y, en ocasiones, en víspera de las grandes batallas, pasaba toda la noche en oración. Las victorias que conseguía por sí y por sus capitanes, solía atribuirlas a Dios. Tres imágenes llevaba consigo en las batallas: una la de Nuestra Señora de los Reyes; otra, de plata, y la tercera de marfil, que portaba en su caballo sobre el arzón de la silla cuando peleaba: era la de Nuestra Señora de las Victorias.

Recibía con los brazos abiertos a los soldados que se habían portado con valor en alguna acción, aunque fuesen de la ínfima categoría; dábales las

gracias y les limpiaba por su mano el sudor y la sangre. Visitábalos en sus cuarteles, más como compañero que como rey, y en los hospitales, cuando estaban enfermos, con amor de cuidadoso padre. Dijéronle algunos caba-lleros que diese más tiempo al descanso, y él les respondió: «Ya sé que vosotros dormís más; pero si yo que soy rey, no estoy desvelado, ¿cómo podréis dormir vosotros seguros?»

En 1241, el valeroso príncipe don Alfonso se apoderó del reino de Murcia en nombre de su señor padre. Habiendo expirado la época de tregua pactada con los moros, San Femando prosiguió la reconquista de Andalucía y so-

metió al reino de Jaén (1245). El rey moro de Granada, Ben-Alhamar, ven-cido en Arjona, vino a echarse a los pies del cristiano rey, quien le dejó el gobierno de aquella comarca con la condición de que fuese aliado y vasallo

de Castilla.

Una ciudad importante les quedaba por conquistar a los españoles; era Sevilla, la perla de Andalucía, ciudad por entonces más próspera que la misma Córdoba. Fernando dió principio a su conquista el 20 de agosto

de 1247. Tras un año de esfuerzos y encarnizada lucha, la ciudad no pudo resistir más tiempo y se rindió al santo rey, a quien hizo entrega de las llaves. Reconoció Femando que debía esta victoria a la Reina de los Án-

geles, y así quiso que ella triunfase. Se dispuso una solemne procesión en que iban delante los capitanes y gente lucida del ejército, marchando en for-

111:1 militar al son de cajas y clarines; a éstos seguían los maestres de las ordenes Militares, ricos hombres de Castilla y León, y muchos nobles y ca-

balleros de Aragón, algunos religiosos, el clero y los obispos, e inmediata-

mente la venerable efigie de Nuestra Señora de los Reyes en un carro triun-fal de plata. Algo detrás, al lado derecho, el santo rey don Fernando con la espada desnuda, y al lado izquierdo el príncipe don Alfonso y los infantes,

y luego seguía innumerable pueblo.

Los moros que lo desearon tuvieron libertad para partirse llevando todas sus riquezas. Más de trescientos mil pasaron al reino de Granada o al Áfri-ca; pero luego vino a Sevilla tanta gente de Vizcaya, Asturias, Castilla y León, que no se echó de menos la multitud de moros que la habían dejado.

San Luis, rey de Francia, dió cordial enhorabuena a su primo victorioso y le envió un fragmento de la sagrada corona de espinas y otras preciosísi-mas reliquias, que San Fernando mandó colocar en la catedral de Sevilla.

PRECIOSA MUERTE

HABIENDO echado el santo rey a los moros de casi toda España, trataba de pasar al África a continuar sus conquistas y plantar en ella la fe; pero había llegado para él la hora del sempiterno descan-

so. Sobrevínole devoradora hidropesía, y antes que lo mandasen los médicos hizo confesión general para morir y pidió la Sagrada Eucaristía. Al entrar el Santísimo Sacramento en la sala, se arrojó el santo rey de la cama y, postrado en tierra, se puso al cuello una soga, pidió perdón de sus culpas y. habiendo hecho protestación de la fe católica, recibió el Viático con gran-dísima devoción. Llamó luego a la reina doña Juana y a todos sus hijos;

despidióse de ellos dándoles buenos consejos, y a su sucesor Alfonso le hizo un discretísimo razonamiento, recomendándole respetar las franquicias y libertades de sus vasallos, mostrarse padre de sus hermanos y honrar a la reina doña Juana como a su madre.

Cuando sintió que se acercaba su postrer instante, tomó en su mano un santo Cristo y le hizo esta oración: «Señor, tanto padeciste por mí. y yo, ¿qué he hecho por ti? Dísteme, Señor, el reino que no tenía, y más honra y poder que yo merecía; ofrezco ahora en tus manos mi alma y pido perdón de mis culpas a ti, Señor, y a todos los circunstantes». Mandó luego a la clerecía que cantase el Te D eum laudamus, y al segundo verso inclinó la cabeza y dió su espíritu al Señor, un jueves, 30 de mayo de 1252.

Su milagroso sepulcro es una de las glorias de la catedral de Sevilla que él hizo edificar. Este gloriosísimo y santísimo rey fué canonizado por el papa Clemente X el año de 1671.