318 BOLETIN DE LA ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA
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CONFORMACION HISTORICA DEL CENTRALISMO EN CHILE
Sergio Villalobos (Chile)
Los excesos del centralismo y los problemas derivados de él forman parte de una constante nacional que permanentemente ha desatado quejas y controversias. Pareciera que la gravitación del centro fuese algo más que un problema de los hombres, porque no obstante existir una conciencia muy antigua del fenómeno y una crítica recurrente, nada ni nadie ha podido resolverlo.
Las soluciones que se han planteado en diversas ocasiones han carecido de vigor o han representado sólo aspectos parciales, probablemente por escasa convicción o porque en definitiva las dimensiones del país o sus características han impedido una descentralización. Es perceptible, a través del tiempo, una reticencia, acaso subconsciente, a los propósitos de regionalización y en la práctica el gobierno ha concluido manejando siempre los asuntos grandes y pequeños de las regiones.
La Cuna del País
Cuando Pedro de Valdivia fundó Santiago el año 1541, lo hizo bajo un concepto bastante aproximado de la realidad geográfica del territorio. Las informaciones de los compañeros de Diego de Almagro en el Perú, veinte de los cuales le seguían, y las noticias dadas por los incas le permitieron elegir con certeza el lugar requerido para el primer asentamiento. Este sería el centro y base para dominar un espacio que el capitán concebía de grandes dimensiones conforme sus ambiciones.
Ese era el plan y los hechos vendrían a comprobar de manera continua que el estratega y político no se había engañado.
Al norte de Santiago, el valle de Aconcagua reservaba su fertilidad para el tiempo futuro. Desde la cuenca del Mapoco el Llano Central se abría hacia el
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sur en una perspectiva casi ininterrumpida, ofreciendo sus tierras para una colonización que sería demorada y dispersa en un comienzo y luego intensa a medida que sus productos adquiriesen valor. También era una ruta para alcanzar diversas regiones que pronto revelarían sus grandes posibilidades.
Desde los inicios, el Llano sería trajinado sin cesar y sus bienes constituirían la base de sustentación de los dominadores y de su empresa de conquista en el sur. Se constituía así el núcleo central desde el Aconcagua al Biobío, que sería el ámbito fundamental de la vida nacional.
El Llano Central poseía condiciones excepcionales para el asentamiento humano. Flanqueado por la Cordillera de los Andes y la Cordillera de la Costa, era un espacio recogido donde la vida rural podía desarrollarse de manera segura, ajena al peligro de enemigos externos. El clima templado, con sus estaciones bien marcadas, la fertilidad del suelo y el agua de los ríos creaban condiciones óptimas para los cultivos de tipo mediterráneo y el desarrollo de una ganadería semisilvestre. Bajo esas condiciones, las faenas rurales se desenvolvieron sin apremio y rindieron frutos con holgura, asegurando la existencia de todos los pobladores y dejando margen para una exportación, también floja, que proporcionaba alguna ganancia a los productores.
Encomenderos y estancieros señorearon el espacio, en una ocupación discontinua en un comienzo y luego completa, hasta constituir las haciendas en el siglo XVII, que serían la base de los latifundios de la aristocracia. En ellas se concentraban las faenas y la población rural y constituyeron el fundamento de la riqueza -nunca desmesurada- de los altos círculos y de su poder social. El hacendado, sin t~bargo, no era un hombre arraigado en el campo. Su vida giraba en torno a la capital, sus círculos sociales, gubernamentales y eclesiásticos, conformando todo lo que podría designarse como vida pública en la época. Se estructuró de ese modo una red de poder económico y social en manos de la aristocracia santiaguina.
En el núcleo central la población nativa no era abundante como para constituir un peligro para la obra colonizadora, ni escasa para su empleo en el trabajo siendo todo ello otra de las ventajas de la zona. El roce con los conquistadores redujo pavorosamente su número; pero no sin fundirse previamente en un mestizaje muy intenso, que con el paso del tiempo daría lugar a un tipo racial homogéneo, el chileno característico, después idealizado como "el roto".
Esa fue la masa predominante, de fisonomía uniforme, poca estatura, tosca y morena, que desde el encierro del Llano Central se desbordaría más adelante hacia las regiones que en forma sucesiva ejercerían sus grandes atractivos.
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La aristocracia y el sector medio, formado también durante la Colonia, no escaparon a la mezcla racial, de modo que los rasgos físicos y culturales poseían cierta fluidez dentro de la pirámide social, a pesar de grados y matices. Un sentido unitario esencial traspasaba a todos los sectores.
En un espacio bien acotado se había estructurado una sociedad de rasgos definidos, con una aristocracia a su cabeza y que tenía en la capital el centro de todas las decisiones. Era el germen del centralismo.
Una Integración de Regiones
Desde el siglo XVI el territorio de la gobernación de Chile quedó señalado por la corona española en forma más o menos precisa. Por el norte comprendía el despoblado de Atacama, por el sur las tierras magallánicas y hacia el este, en un ancho de cien leguas a partir de la costa, la provincia de Cuyo y la Patagonia.
Ese enorme territorio fue ocupado sólo parcialmente durante la Colonia, reduciéndose la dominación efectiva al espacio comprendido entre los ríos Copiapó y Biobío, la provincia de Cuyo -territorio de trasmano- el enclave fortificado de Valdivia y sectores litorales de Chiloé. En todo caso, el núcleo central siguió siendo el ámbito más importante.
En algunos momentos durante el siglo XVI el peso de la región central oscila entre Santiago y Concepción a causa de la importancia militar de esta última. La actividad se concentró en ella y el mismo Valdivia dejó sentir su preferencia. El interés radicaba en la Araucanía, donde el oro fue descubierto en varios puntos y donde la abundante población indígena permitió disponer de importantes masas de operarios a través de las encomiendas. También se agregaba como atractivo la rica vegetación.
Las ciudades de Angol, Cañete, Imperial, Villarica, Valdivia y Osorno, situadas en las cercanías de las arenas auríferas, llevaron una vida accidentada y finalmente desaparecieron durante la rebelión araucana iniciada en 1598. La vida de los dominadores se reconcentró entonces en el núcleo central, afirmando su importancia y la de Santiago, mientras Concepción quedaba reducida a una plaza eminentemente militar en función de la línea fronteriza del Biobío y sus fuertes.
Era el reflejo de la dominación buscando el equilibrio de nuevo en Santiago.
La región de los valles transversales, entre el río Coptapó y el de Aconcagua, que un antiguo documento menciona como "un tejido de montañas" y que
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también se la designa cariñosamente el Norte Chico, jugó durante la Conquista y los siglos coloniales un papel secundario, del que nunca ha podido desprenderse enteramente.
En los comienzos no fue más que una ruta modesta en las comunicaciones terrestres con el Perú. La fundación de la Serena en 1544 por una partida enviada desde Santiago obedeció al propósito de asegurar ese camino y dar oportunidad a unos cuantos hombres en el valle de Elqui y de Limarí, que luego ampliaron débilmente sus tareas a las cuencas de los ríos Copiapó, Huasca y Choapa, aunque este último, junto con el de la Ligua, quedó en la esfera de influencia de los pobladores de Santiago.
Encerrada en los vericuetos de los valles y disponiendo de pobres recursos por la estrechez de las tierras agrícolas y los hallazgos mineros sólo eventuales, la economía y la sociedad colonial del Norte Chico no lograron generar una dinámica propia durante la época colonial. Sin embargo, la situación fue diferente en las décadas centrales del siglo XIX, cuando la riqueza de la plata y del cobre afloró en innumerables yacimientos, algunos de los cuales alcanzaron nombres insignes.
Entre 1840 y 1870, la producción de plata y oro de la zona constituyó la mayor riqueza del país y atrajo a peones, técnicos y empresarios de la región central. Pasada la mitad del siglo, la importancia del quehacer minero en Atacama y Coquimbo y la concentración de un elemento social advenedizo, que tenía sus propios intereses, activo y propenso a la ideología liberal y su versión radical, provocaron los alzamientos fallidos de 1851 y 1859 contra el gobierno conservador y autoritario de la capital.
La burguesía minera no permaneció en la región que le había deparado su fortuna, sino que se radicó en la capital, de la que nunca se había desvinculado, para adoptar el tono y las costumbres de la vieja aristocracia. La adquisición de grandes haciendas, la construcción de palacios y el enlace con las familias tradicionales la asimilaron a este factor, reforzándolo significativamente.
En suma, la riqueza de la región minera contribuyó a consolidar a los altos círculos de la capital, y también de Val paraíso, mientras en el Norte Chico quedaba un sector medio carente de real figuración pública y sujeto a una minería vacilante y una agricultura lánguida.
Hacia la misma época se produjo la incorporación de la región de los Lagos, entre el río Toltén y el seno de Reloncaví. Prácticamente abandonada a su dispersa población aborigen y ocupados solamente los puntos de Valdivia y Osorno, sumidos en una existencia pasiva, la región estaba dominada por for-
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maciones boscosas, que en algunos lugares constituían selvas espesas. La creciente demanda de alimentos en el mundo y las oleadas emigratorias de Europa, favorecieron la colonización de los Lagos y luego de la Araucanía, dentro de un proceso de carácter universal.
La colonización alemana fue auspiciada, dirigida y apoyada por el estado que, incluso, prestó ayuda material a los pobladores y creó los servicios indispensables. También hubo una participación importante de peones que pasaron de Chiloé y la región fronteriza del Biobío. Pero es indudable que la tenacidad y laboriosidad de los alemanes fueron la clave del éxito. Bastaron unos 4.000 en las décadas iniciales, para dinamizar enteramente la región y darle cierta fisonomía propia, tanto en lo material como en lo cultural.
Sería exagerado, no obstante, pensar que se formase un regionalismo muy marcado. El escaso número de alemanes y su vida relativamente segregada en medio de una población chilena que creció incesantemente, significó a la larga una imposición de los rasgos sociales y culturales del núcleo central. La mima acción del estado y su aparato administrativo fue una manifestación más del sentido unificador.
Diferente fue la integración de la Araucania, que al iniciarse la década de 1860 se interponía entre el núcleo central y la región de Los Lagos.
Desde hacía dos siglos la guerra de Arauco había decrecido hasta desaparecer casi por completo, para ser reemplazada por un sistema de relaciones fronterizas, en que la paz permitía toda clase de contactos: comercio, mestizaje, actividad misionera y transculturación. Bajo esas condiciones, se estaba produciendo un desborde continuo de campesinos, tipos fronterizos y aventureros de baja extracción y de hacendados del sector medio, que pugnaban por encontrar mejor situación en la Araucania quitando sus tierras a los indios e introduciendo toda clase de negocios. Provenían de la región de Concepción y Chillán y, en general, del núcleo central.
Ese movimiento espontáneo y la necesidad de manifestar la soberanía y extender el sistema gubernativo al territorio de los araucanos, movió a los círculos oficiales a superponer el aparato militar y administrativo. Más que una ocupación o pacificación, como erróneamente se la ha denominado, fue una etapa final de integración territorial. La comunidad araucana ya estaba traspasada por la economía, la sociedad y la cultura chilena.
Producida la intervención oficial, los indígenas quedaron reducidos a tierras estrechas; grandes espacios fueron hijuelados para ser rematados entre quienes habían impulsado el avance, sin que faltasen oportunistas de última
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hora. También se procedió, en la década de 1880, a instalar colonos suizos, vascos franceses, italianos, alemanes y españoles; pero no fueron tan eficaces como los alemanes en Los Lagos y muchos de ellos -que no eran agricultoresabandonaron las tierras para dirigirse a las ciudades del centro, siendo ocupado su lugar por los chilenos.
La Araucania quedó integrada de ese modo, mientras los indígenas, sometidos, despojados y humillados, quedaban como espectadores silenciosos de las tareas dinámicas llevadas a cabo por los hombres de la región central.
Los desiertos del Norte Grande fueron incorporados también como una expansión de la gente del núcleo central. Hacia allá marcharon obreros, técnicos, exploradores y empresarios cuando el espacio, dominado por el Perú y Bolivia, aun permanecía débilmente poblado. La explotación de sus riquezas también les ligó a la plaza comercial y bancaria de Valparaíso, donde operaban importantes compañías extranjeras y bancos chilenos.
Antes que estallase la Guerra del Pacífico, la vinculación era muy fuerte y ese fue el factor que suscitó los mayores recelos en Lima y La Paz, conduciendo finalmente al conflicto. Concluidas las acciones bélicas y anexado el territorio, su organización bajo la ley y la administración chilena consolidó de inmediato la vinculación con el centro del país. El salitre y luego el cobre fueron explotados con capitales extranjeros y chilenos; los puertos y los campamentos recibieron un permanente flujo de inmigrantes del Norte Chico y del núcleo central, mientras el suministro de alimentos acentuaba su dependencia de esas mismas zonas.
Como un recuerdo del pasado, en las quebradas del interior quedaron comunidades aymaras, alejadas por completo de la actividad nacional, mientras la minería y el comercio dinamizaban los puntos costeros y la pampa. La condición desértica y la precariedad de la vida remarcaron la dependencia del centro.
La ocupación del territorio de Magallanes fue enteramente distinta a los anteriores. En un comienzo se debió a la acción política y militar del gobierno, traducida en la fundación del fuerte Bulnes el año 1843 y de Punta Arenas cuatro años después. Durante tres décadas por lo menos, el último puesto, de marcado sabor pionero, fue mantenido como guarnición y presidio por el estado y sólo en las dos últimas décadas del siglo pasado tuvo una valorización económica debido a la ganadería ovejuna.
La concurrencia de aventureros y colonos de las más diversas nacionalidades dio características diferentes a la población, especialmente en los estratos medios, pero la afluencia de chilotes, marinos y funcionarios del centro y el
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fuerte manejo burocrático de la "colonia", impusieron la vinculación estrecha con el núcleo central a pesar de la distancia. En esos fenómenos jugó un pap~l importante la navegación muy frecuentada del estrecho de Magallanes.
Finalmente, la colonización de Aisen, iniciada por individuos aislados en las primeras décadas del siglo actual, fue respaldada por el estado y estimulada con diversos beneficios.
Todas las regiones, en suma, se integraron en el territorio a consecuencias de una acción que partió del centro y que las marcó definitivamente.
El Poder del Absolutismo
La conquista del país se efectuó por individuos voluntariosos que pusieron su esfuerzo y sus pocos bienes en una tarea concebida dentro del viejo estilo señorial. Ganaban la tierra para ellos y aquí podrían realizar sus grandes ilusiones económicas y sociales. Se desenvolvían, sin embargo, en una época en que el estado monárquico marcaba con tenacidad el absolutismo y el centralismo, procurando dar un sentido unitario a la vida del imperio. El quehacer de aquellos hombres, en la práctica tan personalistas y arbitrarios, se enmarcaba, sin embargo, dentro del estado, que autorizaba sus empresas, las vigilaba y regulaba, en un esfuerzo por establecer la equidad y lograr los grandes objetivos de la corona.
Los privilegios políticos dados en un comienzo a los capitanes, fueron recuperados por los monarcas; se designaron gobernadores dentro de un esquema burocrático y se implantó con gestos solemnes la Real Audiencia, para asegurar el imperio de la ley y tomar la voz del rey, junto con el gobernador, en materias de gran importancia.
Es un hecho bien conocido que la ley se hacía en España y que allá se resolvía toda clase de asuntos. Gobernadores y funcionarios venían desde la metrópoli o de otras de las colonias, creándose una atmósfera de enajenación política y administrativa, que reducía a márgenes estrechos la actividad pública del sector hispanocriollo. Es cierto que las actuaciones de los cabildos se dejaban sentir en el ámbito local y que el derecho de petición y la defensa de. los intereses contaban con resortes de alguna eficacia. Pero por encima de todo estaba la voluntad del rey -digamos la corte- que escuchando a los súbditos y a los diversos organismos, resolvía en definitiva.
Ese espacio de libertad, a nuestros ojos tan precario, entonces parecía suficiente, era aceptado plenamente y terminó por crear una mentalidad sumisa al poder central.
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La imagen del príncipe medieval, justo y bondadoso por naturaleza, se prolongaba en el ordenamiento monárquico y los vasallos no dudaban que el bien superior de la salvación y el bien común en lo temporal estaban perfectamente asegurados.
Existía, en los círculos cultivados, una conciencia política adormecida y complaciente, propicia a un poder que les guiaba desde lejos y con el prestigio que otorga la lejanía.
Durante el siglo XVIII la tendencia absolutista se acentuó debido a la dinastía de los Barbones, que aportó un sentido más estricto del poder del rey y determinó un mayor centralismo en la administración. El gobierno se hizo más eficaz, se ajustaron las piezas de los diversos organismos en España y en América, algunos visitadores de gran rango corrigieron los defectos y, finalmente, se crearon las intendencias, que dividieron los territorios para un mejor manejo. Los intendentes fueron funcionarios de categoría, que para el despacho de sus asuntos se comunicaban directamente con los ministros de la corte y te
nían encargo de preocuparse del progreso de su jurisdicción.
En Chile se creó únicamente la intendencia de Concepción, quedando el territorio de Santiago bajo las órdenes del gobernador.
A la vez que se reestructuraba el aparato administrativo los cabildos languidecían, aunque su poder quedaba latente, como se probó en 1810.
Las transformaciones del siglo XVIII eran parte del Despotismo Ilustrado que como tendencia incluía a los reyes, los ministros, los funcionarios y una élite culta deseosa de impulsar el progreso en todo sentido. Esa política, activa y entusiasta, debió vencer las costumbres rutinarias y la organización antigua y para ello necesitó de toda la fuerza del poder central. No en vano se ha dicho que fue una revolución hecha desde arriba; pero también contó con la colaboración de los espíritus más cultos e inquietos de la sociedad.
Dentro de las concepciones de la época, las iniciativas privadas que de alguna manera se relacionasen con la vida pública, necesitaban de la autorización y el respaldo del estado, si es que no eran alentadas por él mismo, de suerte que no había acción posible sin la intervención oficial. Se produjo, así, el acostumbramiento a la tutela del gobierno central.
Todas las iniciativas del siglo XVIII se originaron en esa simbiosis: creación de la Universidad de San Felipe, Casa de Moneda, Tribunal de Minería, Academia de San Luis, Hospital de Talca, obras públicas, etc. Quedan aparte sólo las que desarrolló estrictamente el estado.
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La mayoría de esas tareas parecieron ser propias del estado; pero el hecho curioso es que toda actividad privada que de alguna manera se relacionase con la vida pública, debía encontrar cabida en los márgenes estatales. Estaba inhibida la voluntad de acometer empresas de bien público por los particulares. Y si alguno o algún círculo experimentaba necesidad de llevar adelante una iniciativa, debía acogerse al amparo del gobernante: el presidente de Chile, en primer lugar, y el rey de España en definitiva. Eficacia y progreso eran vistos como emanación del absolutismo gubernativo.
Irrupción de la Libertad
U na vez que el país logró su independencia, debió ensayar diversos sistemas constitucionales para organizar la existencia republicana. Se carecía de experiencia en esas materias y aún las diversas opciones no estaban bien probadas en Europa ni en América, con la sola excepción de los Estados Unidos.
El asunto primordial era cómo obtener un real ejercicio de la libertad y asegurar su existencia. Para ello se pensó que la soberanía debía ser ejercida de la manera más directa posible, de modo que el poder fuese acercado a los ciudadanos. En los primeros años, los parlamentarios fueron elegidos por asambleas que recuerdan estrechamente los cabildos abiertos y los elegidos quedaban ligados, en cierto modo, al cuerpo electoral que representaban. Se consultaba su parecer y aún se llegó, en algunos casos, a renunciar ante ellos.
Dentro de esa atmósfera se generó, por ejemplo, un documento muy curioso, "Instrucciones generales relativas al procomún de la población de la ciudad de la Serena" que el año 1811 la asamblea local de notables entregó a sus representantes. Es decir, hubo un mandato específico sobre los intereses de la región, que recuerda los cahiers de la Revolución Francesa.
El espíritu regionalista se dejó sentir luego de manera algo más marcada. En 1811 el Primer Congreso Nacional erigió la provincia de Coquimbo, mientras en Concepción los vecinos más connotados reunidos en cabildo abierto procedían a formar una Junta de Gobierno de Concepción, que fue expresión de descontento por la política absorbente de la capital y el carácter conservador del Congreso. Posteriormente, al tomar el poder José Miguel Carrera, se constituyó junto a él a un vocal por Coquimbo, don Gaspar Marín, y otro por Concepción, don Bernardo O'Higgins, quedando conformada una nueva Junta de Gobierno de Chile.
Las actitudes de Carrera acentuaron el descontento en Concepción que bajo la influencia de Juan Martínez de Rozas tomó un carácter agresivo. Las
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artimañas de Carrera y su triunfo sobre Martínez de Rozas pusieron término al conflicto.
En el intermedio también se formó una Junta de Gobierno en Valdivia gracias a un golpe preparado por unos cuantos patriotas; pero su existencia fue de corta duración.
A fines del gobierno de O'Higgins, el descontento regional se mostró duramente en Concepción, debido a la pobreza dejada por la lucha emancipadora y a la discriminación de que creía ser objeto y que motivó el levantamiento del general Ramón Freire. Caído el Director Supremo, la situación se hizo confusa y se temieron grandes perturbaciones. Para evitar mayores divisiones se designó un "plenipotenciario" por Santiago, uno por Concepción y otro por Coquimbo para que concertasen un arreglo político. El resultado fue el "Acta de unión del pueblo de Chile", cuyo primer artículo declaró la unidad del estado y la existencia de un solo gobierno y una sola legislación.
Las tendencias regionales durante la Independencia nunca tuvieron real consistencia y fueron más bien la consecuencia del caudillismo y los roces entre personajes destacados en medio de una sociedad reducida y ligada estrechamente por lazos de parentesco y amistad. También se alimentaban de la ignorancia y falta de hábitos políticos.
Hasta la caída de O'Higgins, el sistema político no había efectuado un avance real. Los ideales de libertad y régimen representativo parecían haber sido ahogados por gobiernos personales y arbitrarfos que no habían sido diferentes al viejo sistema monárquico. Las actuaciones de Carrera y O'Higgins habían suscitado resistencia y fuerte descontento y por eso exacerbó el deseo de disminuir el poder del gobernante y dar mayor participación a los ciudadanos de todo el país mediante un régimen verdaderamente representativo. Por supuesto que los ciudadanos eran los vecinos destacados.
Ya el ''Acta de unión del pueblo de Chile" había establecido una división en seis departamentos y la designación de los intendentes mediante una terna propuesta por la asamblea electoral respectiva. Pero el gran paso fue el establecimiento de un sistema federal mediante ocho leyes de carácter constitucional dictadas en 1826, después que nuevas alteraciones institucionales habían conducido a la entrega de un poder omnímodo al director supremo Freire.
Entre la euforia general, que siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos y de otros países hispanoamericanos, creía haber encontrado la panacea general, se escuchó en el Congreso una voz sensata, la de Don Domingo Eyzaguirre, miembro de una familia patricia, espíritu bienhechor y de una invencible modestia. En su opinión, el federalismo no acordaba con las condiciones de la
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sociedad y sus costumbres y su principal problema sería el desnivel de riqueza entre unas y otras provincias. Algunas de ellas, por su pobreza, no podrían sustentar los gastos públicos. Era indudable que la mayor riqueza se encontraba en la región de Santiago, como asimismo las grandes fortunas familiares, y ni siquiera sus recursos eran suficientes para atender el gasto de las provincias. La pobreza de muchas de éstas crearía una situación de miseria, desorganización y desorden que terminaría por afectar a todo el país.
Sus palabras fueron inútiles, sin embargo, y las cosas siguieron adelante.
El territorio fue dividido en ocho provincias y se declaró que el país se constituía federalmente. Cada provincia tendría una asamblea legislativa y un intendente elegido por las municipalidades. Los gobernadores departamentales, los cabildantes y los curas párrocos serían de elección popular directa.
En medio de un gran entusiasmo, se comenzó a implantar el federalismo en las provincias; pero muy pronto surgieron toda clase de problemas derivados de rivalidades entre las localidades, las ambiciones personales y una total ausencia de moral cívica. Algunas ciudades reclamaron el derecho de ser capitales provinciales, se planteó con vehemencia la revisión de la división territorial, los bandos locales se mostraron amenazantes y perturbaron la tranquilidad en la pugna por el poder, mientras ciertas autoridades y aspirantes al caciquismo político se trenzaban en disputas y disponían sus fuerzas para un choque armado. Una gran confusión se produjo en las elecciones de representantes de las asambleas y de autoridades, formulándose reclamaciones imposibles de resolver.
El caos parecía sumir al país y resultó muy claro que cada localidad no podía resolver sus problemas.
Cabe hacer notar, con todo, que en medio del desbarajuste, la asamblea de la Serena, que entre situaciones legales y de facto venía funcionando desde hacía varios años con relativo acierto y mantenía comunicaciones con otras provincias, pudo exhibir un éxito relativo. Juzgando ella misma esa situación, la atribuía a su riqueza minera, que le proporcionaba buenos recursos y le permitía adquirir en las provincias agrícolas los bienes de consumo que le faltaban.
Muy distinta, en cambio, fue la experiencia de otras provincias y, en definitiva, su opinión sobre el federalismo. Valdivia, que en un comienzo había declarado que el nuevo sistema era teóricamente el mejor, no tardó en comprender y manifestar que carecía de recursos y que de permitir el federalismo estaba condenada a la miseria. La asamblea de Concepción, por su parte, en un oficio dirigido al Congreso se preguntaba si "las provincias de Concepción,
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Valdivia, Chiloé, Cauquenes y Colchagua, en medio de sus miserias, ¿podrían buscar recursos de su interior para subsistir en aquella forma? Quien conoce por experiencia estas porciones del estado, verá que si en sí es liberal el sistema, la situación de cada una de ellas las hace alejarse mucho de recibir este aparente bien y que, por admitir innovaciones de espíritus pensadores, se les encamina a lo último de sus desgracias".
La asamblea estaba convencida de que el federalismo era d3:ñino para la provincia, fuera de ser un régimen débil que facilitaba la anarquía.
Se había formado, así, tanto en Santiago como en la generalidad del país, un ambiente negativo contra la organización federal, la que terminó por derrumbarse a causa de su fragilidad.
La vista volvió entonces a Santiago, de acuerdo con el peso de la tradición y el ordenamiento natural de las cosas. En medio mismo de los altercados locales y del temor a un desastre económico, todos habían planteado sus problemas a la capital, en espera de una solución.
Desde entonces, esa experiencia quedó grabada fuertemente en la conciencia nacional, se perpetuó su recuerdo y los historiadores la exhibieron y siguen exhibiéndola como un desvarío intelectual divorciado por completo de la realidad.
A partir de aquellos hechos, la reacción unitaria avanzó por camino allanado.
La Constitución de 1828, dictada todavía bajo el imperio de la tendencia liberal, mantuvo las asambleas provinciales pero sin carácter legislativo, reduciéndolas a un carácter administrativo, de vigilancia, sobre las municipalidades, y dándoles atribuciones para proponer planes y participar en la generación de algunas autoridades locales. Los intendentes y viceintendentes eran propuestos en terna al Ejecutivo.
En el fondo, las asambleas asesoraban y compartían atribuciones con el intendente.
El Poder Central y Autoritario
La reacción aristocrática y conservadora se dejó sentir duramente desde la guerra civil de 1829 y la dictadura de Diego Portales, quedando institucionalizada en la Constitución de 1833.
La vieja aristocracia colonial y terrateniente, que tenía en Santiago su centro de poder y que había sido desplazada temporalmente del gobierno por el
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elemento intelectual y militar surgido de la Independencia, tenía que volver por sus fueros. Las reformas liberales habían herido sus intereses, sus ideas y sus sentimientos y deseaba que reinase el orden general. Pasada la euforia del inicio republicano y el desconcierto político, hizo_ sentir su poder social, su prestigio y su influencia, encontrando en Portales el caudillo eficaz para entronizar una nueva forma de gobierno.
El propio Ministro, hombre de sus filas, pero a la vez diferenciado por mentalidad y costumbres, buscaba una tranquilidad política que asegurase sus negocios y dotado de gran inteligencia y sentido práctico se empeñó en gobernar con dureza y de manera personal. 1 El centralismo fue, entonces, inherente al mando dictatorial, que necesitaba imponer su voluntad en todas las regiones.
La conservación del orden fue la preocupación dominante del gobierno y quedó asegurada con la dictación de la Constitución de 1833, que regiría la vida del país hasta 1925. En forma muy significativa, el exordio manifestaba que ella no era más que "el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios, a que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia".
Por supuesto que en el nuevo código no había asomo de regionalización en ningún sentido. Desaparecieron las asambleas provinciales, los intendentes eran designados por el presidente de la república y hasta las municipalidades quedaron subordinadas al Ejecutivo, no obstante que los regidores eran de elección popular.
El intendente ejercería su cargo con arreglo a las leyes "y a las órdenes e instrucciones del Presidente, de quien es agente natural e inmediato". Esta última expresión, bastante enigmática, trasunta una dependencia extrema que pareciera rebasar el derecho público y dejar al intendente, por así decirlo, ligado a la persona del primer mandatario.
En la práctica, por lo demás, esa fue la situación, actuando los intendentes como autómatas manejados desde el palacio de gobierno, carentes de iniciativa e ignorantes de sus facultades. Refiriéndose a estas características, Portales comentaba en una de sus cartas el año 1832, después de su primer ministerio: "no encontramos funcionarios que sepan ni puedan expedirse, porque ignoran sus atribuciones. Si hoy pregunta usted al intendente más avisado, cuáles son
El sentido de la acción de Portales lo hemos descrito en Antecedentes históricos, incluido en Visión de Chile (1920-197), publicado por CINDE en 1980, y con mayor precisión en Sugerencias para un enfoque del siglo XIX, publicado en Colección estudios CIEPLAN. Número especial, marzo de 1994.
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las suyas, le responderá que cumplir y hacer cumplir las órdenes del Gobierno y ejercer la subinspección de las guardias cívicas en su respectiva provincia. El país está en un estado de barbarie que hasta los intendentes creen que toda la legislación está contenida en la ley fundamental, y por esto se creen sin más atribuciones que las que leen mal explicadas en la Constitución." Para casi todos ellos no existe el Código de Intendentes, lo juzgan derogado por el Código Constitucional, y el que así no lo cree, ignora la parte que, tanto en el de Intendentes como en su adición, se ha puesto fuera de las facultades de estos funcionarios por habérselas apropiado el gobierno general.
"En el tiempo de mi Ministerio (como dice don j.M. Infante), procuré mantener con maña en este error a los intendentes, porque vi el asombroso abuso que iban a hacer de sus facultades si las conocían".
La concepción y la práctica del poder no eran simplemente expresión del derecho positivo, sino que provenían de un ethos republicano en que se entrecruzaban las modernas formas institucionales con una mentalidad subyacente en que sobrevivían la antigua idea del príncipe justo y equitativo, preocupado del bien común y la del déspota ilustrado, voluntarioso y decidido a usar de su poder para abrir paso mesurado al progreso.
Esa combinación era mucho más que resucitar el régimen colonial e investir al presidente de atribuciones casi monárquicas, como lo ha señalado de manera simple la historiografía a partir de Alberto Edwards. Era la expresión de una ética colectiva, que veía en el jefe del Ejecutivo a una entidad superior, por encima de grupos y bandos políticos, cuya gestión debía ser apoyada por todos los ciudadanos, así como los antiguos reyes habían tenido la adhesión poco razonada de sus súbditos.
Los ciudadanos responsables, los vecinos de antecedentes y posición, los padres probos y los hombres de buena voluntad tenían que identificarse con el gobierno. Formar facciones era indecente y de ahí el apoyo que tuvieron los gobiernos de los decenios conservadores. En ese panorama, las elecciones de presidentes y parlamentarios debían ser la confirmación de la voluntad gubernativa y por eso la llamada "intervención electoral" ejercida casi a plena luz, era justificada y se diría que el Ejecutivo y sus adherentes la veían como una manera de corregir posibles desviaciones respecto del bien general.
En tales condiciones, las provincias, con su intendente a la cabeza, no tenían más que seguir las orientaciones políticas señaladas desde la capital.
Centralizado el poder en el gobierno, con el paso de unos pocos años se inició el choque con la tendencia liberal, que venida de Europa y acogida por
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una juventud intelectual y una incipiente burguesía, comenzó a desafiar el poder de la aristocracia tradicional y su expresión gubernativa.
Durante la administración de Manuel Bulnes aparecieron algunos brotes inquietantes y a partir de 1849 la fundación del Club de la Reforma y luego de la Sociedad de la Igualdad derivaron hacia un enfrentamiento. Las ramificaciones de esta última y la subversión puesta en marcha en San Felipe, sembraron la desconfianza. Luego el motín del 20 de abril de 1851, en la capital y con la participación de tropas, mostró a los círculos aristocráticos de Santiago que la situación era alarmante. Esos hechos consolidaron la candidatura de Manuel Montt, que personificaba el autoritarismo, el orden y la legalidad. En contraposición, los círculos liberales alzaron la candidatura del general José María de la Cruz, jefe prestigioso que no tenía el menor interés por el poder. A la sazón poseía una hacienda en la región de Concepción y gozaba de gran influencia en las guarniciones de la Frontera.
El triunfo de Montt, no obstante algunos atropellos electorales, fue antes que nada una prueba de adhesión al gobierno, del temor al desorden y, en último término, de la vigencia del ethos republicano derivado del monárquico.
En los momentos en que Montt debía asumir el cargo presidencial, la guerra civil estallaba en Concepción y en la Serena, dando un sesgo regional a la política. Podría pensarse que el levantamiento en el sur era la expresión de una fuerte realidad, antagónica con el centralismo capitalino, pues no era la primera vez que sus fuerzas militares se alzaban en armas; pero la apreciación varía bastante si se tiene en cuenta que De la Cruz fue tentado por los círculos opositores de Santiago, que le convencieron de que era liberal, y que probablemente no habría recurrido a las tropas de no haber sido asediado por agentes políticos despachados desde la capital.
En la Serena, la insurrección encontró acogida entre algunos vecinos destacados y oficiales, pero fueron jóvenes de Santiago, entusiastas e inexpertos, los que provocaron el estallido y dinamizaron las acciones.
Puede concluirse que no sólo el orden público era impuesto desde el centro, sino también los movimientos en contra de él.
Una nueva insurrección de tendencia liberal, la de 1859, perturbó los últimos años de gobierno de Montt. Esta vez se trataba de una expresión netamente regional en las provincias mineras de Atacama y Coquimbo y era efecto de su desenvolvimiento económico y de la aparición de una pequeña burguesía formada en el trabajo de las minas e influida por las ideas liberales. Era gente formada esencialmente en la zona, que contaba con dinero y el manejo de los peones mineros. Difería, además, por mentalidad y costumbres, de los secta-
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res agrícolas del centro y no tenía vínculos estrechos con la sociedad capitalina. Su líder fue Pedro León Gallo.
El movimiento, favorecido por la distancia y las condiciones semidesérticas, alcanzó un éxito inicial y sus tropas pudieron avanzar hacia el sur hasta la Serena. Fueron batidas, sin embargo, por una división enviada por el gobierno y una vez más se impuso la voluntad política del núcleo central.
Tanto este alzamiento como el anterior remarcaron por el momento la autoridad del Ejecutivo y estrecharon las filas de los altos sectores sociales en torno suyo. Con todo, el país ya no era el mismo de 1830 y un espíritu de concordia abrió paso al gobierno de transición de José Joaquín Pérez, hasta que en 1871 comenzó la era de los quinquenios liberales.
La ideología triunfante y su concreción gubernativa debió esforzarse en una lucha contra el espíritu conservador, el poder decadente de la aristocracia latifundista y la influencia de la iglesia, que aún pesaban en la sociedad. Fue necesario, entonces, seguir empleando el poder del estado y hacer del gobierno, en consonancia con el parlamento, una fuerza renovadora capaz de imponer cambios decisivos.
Se mantenía el uso del poder a pesar de las transformaciones institucionales de corte liberal, que por el predominio de esa ideología venían a facilitar el apoyo a las reformas. El sentido autoritario de presidentes como Domingo Santa María y José Manuel Balmaceda prolongó el gran poder del Ejecutivo, dándole una orientación profundamente reformista.
La etapa liberal no se tradujo, en suma, en un ablandamiento real de la voluntad autoritaria y, por consiguiente, no hubo ninguna concesión a los ámbitos regionales.
Digamos más: el siglo XIX, después de 1830, consagró el régimen centralista, que por inercia pasó a ser sentido como un orden natural, que en adelante nadie pensó traspasar realmente.
Los planteamientos regionalistas de épocas posteriores han sido limitados y han quedado reducidos a intenciones cerebrales inseguras, a pesar del tono declamativo circunstancial.
En 1920, Arturo Alessandri manifestó en su programa presidencial la necesidad de efectuar una descentralización administrativa para atender mejor los problemas de las provincias y sacarlas de su atraso. Con ese objeto, la Constitución de 1925 estipuló la existencia de asambleas provinciales con representantes designados por las municipalidades, cuya responsabilidad era asesorar al
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intendente y proponer planes de desarrollo local. Tendrían potestad para dictar ordenanzas y resoluciones, que podrían ser vetadas por el intendente, aunque la asamblea imponía su decisión en caso de reunir los dos tercios de los miembros presentes. La ley, además, les otorgaría algunas rentas y les autorizaría para establecer determinadas contribuciones locales.
Los constituyentes, sin embargo, no parecen haber tenido mucha confianza en las asambleas pues consultaron su disolución por el presidente de la república con acuerdo del Senado, sin señalar las causales.
Así concebidas, las asambleas provinciales no eran organismos muy importantes. Eran poco más que las municipalidades y con un territorio jurisdiccional mayor; aunque el manejo de rentas y contribuciones habría podido significar cierto poder.
En el hecho, las asambleas jamás funcionaron pues nunca se dictó la ley que debía darles vida, permaneciendo como una disposición programática no cumplida.
Por otra parte, hay que observar que la Constitución de 1925 reprodujo en forma casi idéntica a la carta de 1833 la disposición relativa a los intendentes como agentes naturales e inmediatos del primer mandatario.
Menos importante aun fue el intento de descentralización administrativa impulsado por el gobierno de Carlos Ibáñez en 1927. El propósito fue reorganizar la división territorial atendiendo a las características regionales y conformar unidades más vastas que permitiesen una mejor administración y el desarrollo de la cultura y el progreso. Se pretendía superar la exagerada subdivisión, que ocasionaba retardo y tropiezos en la acción gubernativa, un mal aprovechamiento de los fondos del estado y dificultades en la fiscalización. Según la ley, los elementos administrativos regionales estarían en mejores condiciones de controlar la inversión de los fondos por su proximidad a las necesidades que debían satisfacer.
La intención era fiscal, antes que nada. No había una preocupación por el desarrollo de las fuerzas regionales de ningún tipo y se comprende que así fuese en un gobierno obsesionado por el autoritarismo -que luego derivó en dictadura- y reticente a todas las manifestaciones de la sociedad. El centralismo seguía operando en todo su vigor.
Finalmente, la reforma quedó sin efecto, volviéndose a la división tradicional.
En años posteriores no se replanteó el problema de las regiones y sólo durante la actual dictadura se ha procedido a intentar una regionalización. El plan
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fue estudiado largamente por expertos y comisiones, atendiendo a los diversos aspectos geográficos, económicos, sociales, organizativos y militares, de manera de constituir unidades bien estructuradas. Se procuró, también, situar en las regiones instancias administrativas con algún poder de decisión. Sin embargo, no ha habido una real descentralización a causa de la preocupación gubernativa de mantener al país férreamente sometido a su voluntad, negando participación a todo sector que no les preste apoyo incondicional. Un sentido unitario ligado estrechamente al gobierno y la desconfianza han guiado todas las actuaciones.
Fuera de la reagrupación territorial y alguna coordinación de servicios bajo e control de intendentes y gobernadores, la regionalización no ha significado mucho más. La política, la planificación y las órdenes siguen emanando de Santiago.
Más aún, puede afirmarse que igual que en el primer gobierno de Ibáñez, la reestructuración ha sido puesta al servicio del gobierno central.
Territorio y Estrategia
La disposición geográfica del país ha significado un problema permanente en la estrategia militar. Su longitud y angostura la hace vulnerable a cualquier ofensiva que procurase cortarlo o apoderarse de sus extremos. Radicado el grueso de la población y los recursos entre el valle de Aconcagua y el seno de Reloncaví, el despliegue del aparato defensivo y logístico se dificulta por la distancia y las características naturales de las regiones más meridionales y septentrionales.
Para salvar esas circunstancias; desde la Guerra del Pacífico (1879-1883) y a medida que las relaciones con Argentina han creado tensiones periódicas ha sido necesario mantener fuertes guarniciones en Tarapacá, Antofagasta y Magallanes, como asimismo una escuadra poderosa. El control de las regiones por el gobierno, especialmente las alejadas ha sido una política constante, nunca formulada de manera explícita, pero que se adivina en muchas medidas y ha llegado a ser un supuesto ineludible.
La existencia de contingentes numerosos en los puntos extremos, que pesan considerablemente en las funciones y la sociedad de cada localidad, ha contribuido también a mantener un vínculo estrecho con el núcleo central, más concretamente con la capital. El hecho es más evidente si se piensa que las fuerzas armadas tienen una estructura jerárquica y rígida.
Desde los tiempos en que la "chilenización" de Tacna y Arica fue impulsada desde la Moneda, hasta el día de hoy, se han sucedido diversos sistemas para
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robustecer las regiones más meridionales y septentrionales. En el segundo gobierno de Ibáñez hubo una política y estrategia a favor de las provincias de Arica, Chiloé y Magallanes, cuya principal medida fue la implantación de zonas de libre comercio, con beneficios especiales para la industria. Posteriormente, las zonas de comercio franco y otras disposiciones, han favorecido a Arica y Magallanes.
Esas mismas han contribuido a arraigar a la población local y han dado por resultado una migración de técnicos, obreros calificados provenientes del centro. Sin embargo, no ha surgido una descentralización y todo sigue el ritmo señalado .desde la capital. Por esas razones, tanto el empresario como el asalariado han vivido en la incertidumbre, a sabiendas de que la situación puede variar por simples resoluciones políticas y estratégicas. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en Arica, donde se han desmantelado industrias por variaciones en las medidas de política económica y actualmente por el retiro paulatino de unidades del Ejército.
El último intento de regionalización, como ya indicamos, ha estado vinculado con la estrategia defensiva.
Conclusión
Las ideas que hemos esbozado constituyen simples sugerencias para el debate y el estudio desde el punto de vista histórico. Tampoco son las únicas.
Por el momento no es posible ensayar una interpretación sólida del tema; pero nos parece indudable que los antecedentes señalados se encuentran en la base del régimen centralista. En algún momento habrá que ponderar en conjunto la explicación histórica con la geográfica, que nos parecen los elementos conformadores de la cuestión en una trayectoria muy larga, diríamos permanente, que ha forjado mentalidades, costumbres, políticas y estrategias. Ellas han relegado el regionalismo a una aspiración quejumbrosa, al folclore y la poesía, con una persistencia monótona y al parecer sin solución.