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38 / REVISTA EL PAÍS, domingo 21 de agosto de 2005 P rimero fue el granizo so- bre el cristal, según el poe- ta; después fueron las le- gendarias sardinas asa- das en una lujosa suite del hotel Waldorf Astoria, de Nue- va York. Todavía hoy huele a glo- ria ese remoto ámbito de leyenda. “Es el granizo sobre los cristales, un grito de golondrina, el cigarro que fuma una mujer soñadora”, declaró Jean Cocteau después de verla bailar en París. “Desde el ba- llet ruso de Serge Diaghliev”, aña- dió el poeta, “no habíamos vuelto a encontrarnos con esa clase de citas de amor en un teatro”. Se refería a la más grande bai- laora de flamenco de todos los tiempos, una artista genial e irrepe- tible, nacida en noviembre de 1913 en el Somorrostro barcelonés, un conglomerado de chabolas en la playa que más tarde daría paso al paseo Marítimo, y, más tarde aún, a la muy celebrada, piropeada y rentable Villa Olímpica. Sobre aquella oscura arena enterrada en los sótanos de la memoria de hace 80 años, en el fantasmal laberinto de barracas ya entonces condena- das a la miseria y el olvido, la niña gitana es un garabato de fuego que todavía baila. El cuerpo pequeño y fibroso palpita junto a la inmensi- dad del mar, la sangre hace suyo el ritmo del oleaje y también algún relámpago azul que sólo ella perci- be en el horizonte... Negros ojos rasgados, nariz ancha, mirada ce- ñuda, siempre interrogándose. Ten- go tan “poco pecho y tan poco culo, que nunca se sabe si voy o vengo”, solía decir. Metro y medio de estatura, 40 kilos de peso, cade- ras escurridas, cabeza rotunda, ca- ra ancha de pantera, expresión gra- ve. Su estampa flamenca, incluso cuando se prodigó en su versión más tópica y tradicional, fue siem- pre notablemente distinta, incon- fundible. Con camisa de lunares y pantalones de muchacho, tensa co- mo un arco, o con vestido blanco de cola y flores clavadas en el mo- ño, en alto el vigoroso reclamo de los brazos, la familia numerosa al fondo el padre, hermanos, palme- ros, guitarristas, bailaores y en su rostro felino la convicción, la preci- sión, la exactitud. Hija de bailaora y tocaor, La Micaela y El Chino, sobrina de La Faraona, otra bai- laora de cierto renombre, Carmen no fue a la escuela, ni tampoco a academia de baile alguna. Se po- dría decir que desde un principio su único alimento espiritual fue el flamenco que florecía en su entor- no, y cuando hizo de su talento un arte, siendo todavía una niña, ali- mentó con ese arte a muchas perso- nas. Nadie le enseñó a bailar. De- cía que aprendió en un pequeño ámbito mágico y muy particular, situado entre las olas del mar y las vías del tren, en el mismo Somo- rrostro que la vio nacer, y sobre todo, a partir de los cinco o seis años, y con su padre a la guitarra, a fuerza de bailar todo el día en los colmaos gitanos más populares de la zona portuaria, como el célebre El Manquet, en el barrio de Atara- zanas. Tascas y tabernas, restauran- tes como el Siete Puertas, merende- ros y chiringuitos fueron los prime- ros escenarios, y enseguida su esti- lo brioso y crispado, de una sensua- lidad dramática innovadora, creó expectativas y adquirió cierta fa- ma, siquiera a nivel callejero y po- pular. No pasaba desapercibida 1a diminuta, raquítica gitanilla, una especie de monicaco negruzco que bailaba rodeada de su parentela por las calles de Barcelona duran- te los años veinte, antes de la Expo- sición Universal. “Lo de la niña es algo serio”, le decían a El Chino Amaya los gitanos y demás enten- didos. El 1929, Carmen y su fami- lia representaron un típico cuadro flamenco para la Exposición Uni- versal. Sólo tenían que interpretar- se a sí mismos en el escenario del Pueblo Español de Montjuïc, en- tonces un flamante decorado fan- tasmagórico que representaba, en- tre otros delirios de cartón piedra, un pueblo típico y depuradamente andaluz. En las fotografías de souvenir que por fortuna se han conservado, en medio de los Ama- ya dispuestos casi a modo de atrez- zo con sus guitarras y sus palmas junto a un carro y un burro, desta- ca la preadolescente Carmen, oscu- ra y pequeña bailaora a la que ya llaman, por sus dotes de mando y la contundencia de su estilo, La Capitana. Las entusiastas reseñas del crítico musical Sebastián Gasch en el semanario catalán Mi- rador hicieron el resto. El mito Car- men Amaya estaba naciendo. Durante su primera época de gloria nacional hizo algunas pelícu- las que aún se conservan, y que nos permiten contemplar el magne- tismo de su rostro en los primeros planos, como La hija de Juan Si- món (1934), dirigida por J. L. Sáenz de Heredia y producida por Luis Buñuel, o María de la O (1936), de Francisco Elías, en su primer papel protagonista y tenien- do como oponente nada menos que al envarado y empaquetado galán español de las primeras pelí- culas de Greta Garbo en Holly- wood, un Antonio Moreno más que maduro y casi esfumándose ya de la pantalla, aunque 20 años después aún nos sorprendería co- mo el anciano mexicano que con- duce a Ethan Edwards (John Way- ne) hasta la tienda del temible in- dio Cicatriz en busca de Natalie Wood en Centauros del desierto, la obra maestra de John Ford. ¡Qué cruce de destinos propiciado por la Meca del cine, adonde también iría a parar Carmen Amaya! Cuan- do en España estalla la Guerra Ci- vil, los Amaya viajan a Portugal y cruzan el Atlántico en el buque Monte Pascoal. Una breve reseña del nacimiento del mito debería empezar en el puerto de Buenos Aires, cuando los periodistas ar- gentinos gritaron “¡Amaya!”, y se giraron 25 personas, la compañía al completo. Actuaron en el teatro Maravillas, iban por unos meses y se quedaron nada menos que 11 años de extenuante gira por toda la América Latina y por Estados Unidos. En los USA, a Carmen la representó el agente de los artistas del siglo, figuras como Nureyev, Karajan y María Callas. El presi- dente Roosevelt la invitó a bailar en la Casa Blanca y le envió su avión privado. La gitana del Somo- rrostro arrasó en el Carnegie Hall de Nueva York y fue aplaudida y admirada por Chaplin, Garbo, Churchill, Toscanini, Fred Astaire, Orson Welles, Marlon Brando o la reina de Inglaterra. Grabó discos, actuó en películas, triunfó en Broadway, y en el Hollywood Bowl Auditorium se vivió una apo- teosis multitudinaria cuando bailó El amor brujo, de Falla, acompaña- da por la Orquesta Filarmónica. El belicoso general McArthur la nombró “Capitana Honorífica de la Marina Americana”, o algo así, y nombramiento similar recibió de l p r s m c b t a n h p f m l y n s n n c j e m b d m h Y t d b d s f l s s n f t d p n b p t b t a MUJERES Y HOMBRES Carmen Amaya LAS FORMAS INMORTALES DE LA HOGUERA Juan Marsé C CULTURA Y ESPECTÁCULOS Su baile por alegrías en medio de las chabolas y el viento, cuando ya el dolor la torturaba, es algo grande, realmente memorable Carmen Amaya retratada en 1963 por Colita.

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38 / REVISTA EL PAÍS, domingo 21 de agosto de 2005

Primero fue el granizo so-bre el cristal, según el poe-ta; después fueron las le-gendarias sardinas asa-das en una lujosa suite

del hotel Waldorf Astoria, de Nue-va York. Todavía hoy huele a glo-ria ese remoto ámbito de leyenda.“Es el granizo sobre los cristales,un grito de golondrina, el cigarroque fuma una mujer soñadora”,declaró Jean Cocteau después deverla bailar en París. “Desde el ba-llet ruso de Serge Diaghliev”, aña-dió el poeta, “no habíamos vueltoa encontrarnos con esa clase decitas de amor en un teatro”.

Se refería a la más grande bai-laora de flamenco de todos lostiempos, una artista genial e irrepe-tible, nacida en noviembre de 1913en el Somorrostro barcelonés, unconglomerado de chabolas en laplaya que más tarde daría paso alpaseo Marítimo, y, más tarde aún,a la muy celebrada, piropeada yrentable Villa Olímpica. Sobreaquella oscura arena enterrada enlos sótanos de la memoria de hace80 años, en el fantasmal laberintode barracas ya entonces condena-das a la miseria y el olvido, la niñagitana es un garabato de fuego quetodavía baila. El cuerpo pequeño yfibroso palpita junto a la inmensi-dad del mar, la sangre hace suyo elritmo del oleaje y también algúnrelámpago azul que sólo ella perci-be en el horizonte... Negros ojosrasgados, nariz ancha, mirada ce-ñuda, siempre interrogándose. Ten-go tan “poco pecho y tan pococulo, que nunca se sabe si voy ovengo”, solía decir. Metro y mediode estatura, 40 kilos de peso, cade-ras escurridas, cabeza rotunda, ca-ra ancha de pantera, expresión gra-ve. Su estampa flamenca, inclusocuando se prodigó en su versiónmás tópica y tradicional, fue siem-pre notablemente distinta, incon-fundible. Con camisa de lunares ypantalones de muchacho, tensa co-mo un arco, o con vestido blancode cola y flores clavadas en el mo-ño, en alto el vigoroso reclamo delos brazos, la familia numerosa alfondo el padre, hermanos, palme-ros, guitarristas, bailaores y en surostro felino la convicción, la preci-sión, la exactitud. Hija de bailaoray tocaor, La Micaela y El Chino,sobrina de La Faraona, otra bai-laora de cierto renombre, Carmenno fue a la escuela, ni tampoco aacademia de baile alguna. Se po-dría decir que desde un principiosu único alimento espiritual fue elflamenco que florecía en su entor-no, y cuando hizo de su talento unarte, siendo todavía una niña, ali-mentó con ese arte a muchas perso-nas. Nadie le enseñó a bailar. De-cía que aprendió en un pequeñoámbito mágico y muy particular,situado entre las olas del mar y lasvías del tren, en el mismo Somo-rrostro que la vio nacer, y sobretodo, a partir de los cinco o seisaños, y con su padre a la guitarra,a fuerza de bailar todo el día en loscolmaos gitanos más populares dela zona portuaria, como el célebreEl Manquet, en el barrio de Atara-zanas. Tascas y tabernas, restauran-tes como el Siete Puertas, merende-ros y chiringuitos fueron los prime-ros escenarios, y enseguida su esti-lo brioso y crispado, de una sensua-lidad dramática innovadora, creóexpectativas y adquirió cierta fa-ma, siquiera a nivel callejero y po-pular. No pasaba desapercibida 1adiminuta, raquítica gitanilla, unaespecie de monicaco negruzco quebailaba rodeada de su parentelapor las calles de Barcelona duran-te los años veinte, antes de la Expo-sición Universal. “Lo de la niña esalgo serio”, le decían a El ChinoAmaya los gitanos y demás enten-didos. El 1929, Carmen y su fami-

lia representaron un típico cuadroflamenco para la Exposición Uni-versal. Sólo tenían que interpretar-se a sí mismos en el escenario delPueblo Español de Montjuïc, en-tonces un flamante decorado fan-tasmagórico que representaba, en-tre otros delirios de cartón piedra,un pueblo típico y depuradamenteandaluz. En las fotografías desouvenir que por fortuna se hanconservado, en medio de los Ama-ya dispuestos casi a modo de atrez-zo con sus guitarras y sus palmasjunto a un carro y un burro, desta-ca la preadolescente Carmen, oscu-ra y pequeña bailaora a la que yallaman, por sus dotes de mando yla contundencia de su estilo, LaCapitana. Las entusiastas reseñasdel crítico musical SebastiánGasch en el semanario catalán Mi-rador hicieron el resto. El mito Car-men Amaya estaba naciendo.

Durante su primera época degloria nacional hizo algunas pelícu-las que aún se conservan, y quenos permiten contemplar el magne-tismo de su rostro en los primerosplanos, como La hija de Juan Si-món (1934), dirigida por J. L.Sáenz de Heredia y producida porLuis Buñuel, o María de la O(1936), de Francisco Elías, en suprimer papel protagonista y tenien-do como oponente nada menosque al envarado y empaquetadogalán español de las primeras pelí-culas de Greta Garbo en Holly-wood, un Antonio Moreno másque maduro y casi esfumándoseya de la pantalla, aunque 20 añosdespués aún nos sorprendería co-mo el anciano mexicano que con-duce a Ethan Edwards (John Way-ne) hasta la tienda del temible in-dio Cicatriz en busca de NatalieWood en Centauros del desierto, laobra maestra de John Ford. ¡Quécruce de destinos propiciado por

la Meca del cine, adonde tambiéniría a parar Carmen Amaya! Cuan-do en España estalla la Guerra Ci-vil, los Amaya viajan a Portugal ycruzan el Atlántico en el buqueMonte Pascoal. Una breve reseñadel nacimiento del mito deberíaempezar en el puerto de BuenosAires, cuando los periodistas ar-gentinos gritaron “¡Amaya!”, y segiraron 25 personas, la compañíaal completo. Actuaron en el teatroMaravillas, iban por unos meses yse quedaron nada menos que 11años de extenuante gira por todala América Latina y por EstadosUnidos. En los USA, a Carmen larepresentó el agente de los artistasdel siglo, figuras como Nureyev,Karajan y María Callas. El presi-dente Roosevelt la invitó a bailaren la Casa Blanca y le envió suavión privado. La gitana del Somo-rrostro arrasó en el Carnegie Hallde Nueva York y fue aplaudida yadmirada por Chaplin, Garbo,Churchill, Toscanini, Fred Astaire,Orson Welles, Marlon Brando o lareina de Inglaterra. Grabó discos,actuó en películas, triunfó enBroadway, y en el HollywoodBowl Auditorium se vivió una apo-teosis multitudinaria cuando bailóEl amor brujo, de Falla, acompaña-da por la Orquesta Filarmónica.El belicoso general McArthur lanombró “Capitana Honorífica dela Marina Americana”, o algo así,y nombramiento similar recibió de

la policía de Nueva York, en fin,por citar sólo algunos de los hono-res más insólitos (y dudosos, dichosea sin menoscabo de una artistamaravillosa y un ser humano ex-cepcional) de los muchos que reci-bió en vida. Sin cultura y sin insti-tución oficial ni subvención que laamparase, la gitana de la Barcelo-neta y sus veinticinco, que ya sehabían convertido en treinta, cum-plieron con creces el sueño de triun-far en América.

De esa época se cuentan lasmás fantásticas historias acerca dela aventura americana de los Ama-ya, personas que, fuera de los esce-narios, gustaban de vivir a su aire,siempre muy unidos y siempre aje-nos a normas y convenciones queno fueran las suyas, una pintores-ca piña familiar que incluía a vie-jos y niños, gitanos próximos aella por vínculos de sangre más omenos cercanos, casi todos analfa-betos, nómadas, enjoyados y carga-dos de pucheros y cacerolas. Lamás sonada y legendaria de estashistorias tuvo lugar en NuevaYork, cuando la trouppe fue “invi-tada” a abandonar el hotel Wal-dorf Astoria debido a su costum-bre de asar sardinas en las depen-dencias de la suite. Existen diver-sas versiones del sabroso y olorosofestín, pero todas coinciden en quela misma Carmen compraba lassardinas y encendía sus hornillossobre el parquet. En otras ocasio-nes fue vista sentada en un bancofrente al lujoso hotel, sola, envuel-ta en su abrigo de visón y comien-do un bocata de arenques.

Aunque al parecer su familiaprocedía del Sacromonte granadi-no, Carmen Amaya se considera-ba una gitana catalana de pura ce-pa y una entusiasta del pa ambtomaca, que pedía allá donde elbaile la llevara. Bailó prácticamen-te durante toda su vida, desde queaprendió a andar hasta que murió,

obtuvo éxito y admiración en todoel mundo, y, sin embargo, no estáde más recordarlo, ni la magnitudde su talento ni su capacidad detrabajo, ni el apego y la fidelidad asus raíces han sido suficientes paraque su nombre figure en los ana-queles de la cultura catalana, enlos proyectos de aniversarios y con-memoraciones con que los artistascatalanes, vivos o muertos, son ho-menajeados puntualmente. Se ca-só casi de “incórnito”, le gustabadecirlo así, con un guitarrista pa-yo, Juan Antonio Agüero. No tu-vo hijos. El agotamiento y el dolorhicieron mella en su pequeño cuer-po, que se fue agarrotando. Bailarempezaba a ser un calvario cuan-do Francisco Rovira Beleta la diri-gió en la por muchas razones nota-bilísima película Los Tarantos, ver-sión gitana de Romeo y Julieta de-bida al dramaturgo Alfredo Ma-ñas, donde Carmen interpretó a lamadre del novio, la Taranta, con

singular realismo y furias de trage-dia clásica. Su arte seguía siendointuitivo, visceral, tanto a la horade bailar como en la composicióndel personaje. Su baile por alegríasen medio de las chabolas y el vien-to, cuando ya el dolor la tortura-ba, es algo grande, realmente me-morable, la poderosa y elegantedespedida de una artista con clase.Carmen tenía una insuficiencia re-nal debido a una malformación denacimiento, tenía riñones de niña.Gracias al baile, sus riñones elimi-naban toxinas que, de otro modo,la habrían matado mucho antes.“Si no puedo bailar, me muero”,decía, y con razón. En el verano de1964, en la Costa del Sol, conocí aMassimo Dellamano, el directorde fotografía italiano que iluminóen Barcelona e1 filme de RoviraBeleta, y me confesó que la secuen-cia cinematográfica más bella, au-téntica, emotiva y asombrosa quehabía fotografiado en toda su vida

profesional fue el baile de CarmenAmaya en lo alto de la montañade Montjuïc y de cara al viento,cuando ya estaba muy enferma yel dolor la consumía. Con su me-moria fotográfica, Dellamano re-cordaba también la mano morenay nervuda de Carmen, sus nudilloslívidos golpeando enérgicamentela mesa de madera al ritmo de laguitarra y las palmas. De esa épo-ca datan también las soberbias fo-tografías que le hizo Colita.

Presintiendo el final, cumpliósu sueño de tener una casita juntoal mar, la masía Mas Pinc, que ellallamaría El Manso, en Bagur, don-de murió el 19 de noviembre de1963 a las nueve de la mañana. Elfinal es parco, brusco y sorpren-dente como uno de sus desplantes.Unos dicen que antes de morir dioorden de repartir lo poco que lequedaba, y otros que la masía fuedesvalijada mientras le daban se-pultura, y que, además de algunos

valiosos recuerdos de su brillantecarrera, se llevaron también el col-chón, su cepillo de dientes, sus pan-tuflas... Rumores que acrecenta-ron la leyenda, diferentes modosde entender la vida y la muerte, talvez. El caso es que a las pocas ho-ras de su entierro multitudinario,El Manso quedó abandonado.Unos años después, cuando ya ha-bían empezado a olvidarse de ella,su viudo se llevó los restos de Car-men a Santander.

Una noche de 1964, en el lo-cal Los Tarantos de la PlazaReal de Barcelona, cuando el éxi-to y la fama empezaban a sonreír-le, Antonio Gades me habló lar-go y tendido de Carmen Amaya.Gades se preguntaba de dóndesalía el arte inaudito y maravillo-so de esta mujer, y me explicóque la primera vez que la vio bai-lar no pudo articular palabra, nidurante el espectáculo ni des-pués, cuando se la presentaron.Aquel rasgo tan personal e inimi-table de su baile recio y al mismotiempo tan femenino le dejó per-plejo: “Antonio Esteve Ródenas,me decía a mí mismo viéndolabailar, olvídate de todo lo quesabes y de todo lo que deseasaprender, porque eso que estásviendo no se aprende. Se siente ybasta”. Y el escritor Néstor Lu-ján, espíritu lúcido y sensible trasuna máscara de amargo escepti-cismo, se despidió de ella con es-tas bellas palabras: “Aplaudidapor tantos públicos, halagadapor tantos éxitos, continuaba fiela su origen con la mayor senci-llez. Emocionaba. Así la recorda-remos siempre, y recordaremostambién, cada vez que pensemosen su baile, a un ser excepcional,de ésos que sirvieron, con absolu-ta donación de sí mismos, a lamisteriosa danza andaluza, quetiene una forma vieja y cambian-te, como la hoguera”.

C armen Amayanació enBarcelona en 1913

y murió en Bagur(Girona) en 1963.Todos los que la vieronbailar recuerdan lafuerza y la emoción desu arte. El coreógrafoJosé Antonio, que llegóa conocerla, montó Laleyenda como homenajea la bailaora. “Ladificultad vino alplantear el personajecon una dualidad muyatractiva: ella, la mujercarnal, lo físico; y ella,la mujer inmortal, el

arte, el espíritu, lointangible”, contó JoséAntonio cuandorepresentó la piezacoincidiendo con el 40ºaniversario de lamuerte de Amaya.

Los fotógrafosColita y Julio Ubiñaestuvieron durantevarios meses en elrodaje de la películaLos Tarantos, deRovira Beleta. Lasimágenes que captaronformaron parte dellibro Carmen Amaya1963: Taranta, Agosto,Luto y Ausencia, con

un texto delflamencólogo FranciscoHidalgo. “Creo en losdioses porque he vistoa dos en mi vida. Unoera Orson Welles, otra,Carmen Amaya”,afirmó en lapresentación de laexposición de lasimágenes en 1999Colita. “Tenía un doninnato que la llevó areformar el baileflamenco. Antes, lasmujeres bailaban decintura para arriba, demanera reposada ytranquila. Ella desplazó

la figura y recorriótodo el escenarioañadiendo ímpetu.Donde una bailarinadaba una vuelta, elladaba tres”, dijoHidalgo. “Ella decíaque había aprendidoa bailar con el son delas olas”.

Colita recordócómo después delrodaje de Los Tarantosla artista invitó alequipo a su casa deBagur. Allí, JulioUbiña, fallecido en1988, capturó su últimaactuación. / EL PAÍS

Con el son de las olas

MUJERES Y HOMBRES

Carmen AmayaLAS FORMASINMORTALES

DE LA HOGUERAJuan Marsé

Carmen Amaya, en una imagen del programa documental de televisión En la azotea del viento.

CULTURA Y ESPECTÁCULOSCULTURA Y ESPECTÁCULOS

Su baile por alegrías enmedio de las chabolasy el viento, cuando yael dolor la torturaba,es algo grande,realmente memorable

Carmen Amaya retratada en 1963 por Colita.

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EL PAÍS, domingo 21 de agosto de 2005 REVISTA / 39

Primero fue el granizo so-bre el cristal, según el poe-ta; después fueron las le-gendarias sardinas asa-das en una lujosa suite

del hotel Waldorf Astoria, de Nue-va York. Todavía hoy huele a glo-ria ese remoto ámbito de leyenda.“Es el granizo sobre los cristales,un grito de golondrina, el cigarroque fuma una mujer soñadora”,declaró Jean Cocteau después deverla bailar en París. “Desde el ba-llet ruso de Serge Diaghliev”, aña-dió el poeta, “no habíamos vueltoa encontrarnos con esa clase decitas de amor en un teatro”.

Se refería a la más grande bai-laora de flamenco de todos lostiempos, una artista genial e irrepe-tible, nacida en noviembre de 1913en el Somorrostro barcelonés, unconglomerado de chabolas en laplaya que más tarde daría paso alpaseo Marítimo, y, más tarde aún,a la muy celebrada, piropeada yrentable Villa Olímpica. Sobreaquella oscura arena enterrada enlos sótanos de la memoria de hace80 años, en el fantasmal laberintode barracas ya entonces condena-das a la miseria y el olvido, la niñagitana es un garabato de fuego quetodavía baila. El cuerpo pequeño yfibroso palpita junto a la inmensi-dad del mar, la sangre hace suyo elritmo del oleaje y también algúnrelámpago azul que sólo ella perci-be en el horizonte... Negros ojosrasgados, nariz ancha, mirada ce-ñuda, siempre interrogándose. Ten-go tan “poco pecho y tan pococulo, que nunca se sabe si voy ovengo”, solía decir. Metro y mediode estatura, 40 kilos de peso, cade-ras escurridas, cabeza rotunda, ca-ra ancha de pantera, expresión gra-ve. Su estampa flamenca, inclusocuando se prodigó en su versiónmás tópica y tradicional, fue siem-pre notablemente distinta, incon-fundible. Con camisa de lunares ypantalones de muchacho, tensa co-mo un arco, o con vestido blancode cola y flores clavadas en el mo-ño, en alto el vigoroso reclamo delos brazos, la familia numerosa alfondo el padre, hermanos, palme-ros, guitarristas, bailaores y en surostro felino la convicción, la preci-sión, la exactitud. Hija de bailaoray tocaor, La Micaela y El Chino,sobrina de La Faraona, otra bai-laora de cierto renombre, Carmenno fue a la escuela, ni tampoco aacademia de baile alguna. Se po-dría decir que desde un principiosu único alimento espiritual fue elflamenco que florecía en su entor-no, y cuando hizo de su talento unarte, siendo todavía una niña, ali-mentó con ese arte a muchas perso-nas. Nadie le enseñó a bailar. De-cía que aprendió en un pequeñoámbito mágico y muy particular,situado entre las olas del mar y lasvías del tren, en el mismo Somo-rrostro que la vio nacer, y sobretodo, a partir de los cinco o seisaños, y con su padre a la guitarra,a fuerza de bailar todo el día en loscolmaos gitanos más populares dela zona portuaria, como el célebreEl Manquet, en el barrio de Atara-zanas. Tascas y tabernas, restauran-tes como el Siete Puertas, merende-ros y chiringuitos fueron los prime-ros escenarios, y enseguida su esti-lo brioso y crispado, de una sensua-lidad dramática innovadora, creóexpectativas y adquirió cierta fa-ma, siquiera a nivel callejero y po-pular. No pasaba desapercibida 1adiminuta, raquítica gitanilla, unaespecie de monicaco negruzco quebailaba rodeada de su parentelapor las calles de Barcelona duran-te los años veinte, antes de la Expo-sición Universal. “Lo de la niña esalgo serio”, le decían a El ChinoAmaya los gitanos y demás enten-didos. El 1929, Carmen y su fami-

lia representaron un típico cuadroflamenco para la Exposición Uni-versal. Sólo tenían que interpretar-se a sí mismos en el escenario delPueblo Español de Montjuïc, en-tonces un flamante decorado fan-tasmagórico que representaba, en-tre otros delirios de cartón piedra,un pueblo típico y depuradamenteandaluz. En las fotografías desouvenir que por fortuna se hanconservado, en medio de los Ama-ya dispuestos casi a modo de atrez-zo con sus guitarras y sus palmasjunto a un carro y un burro, desta-ca la preadolescente Carmen, oscu-ra y pequeña bailaora a la que yallaman, por sus dotes de mando yla contundencia de su estilo, LaCapitana. Las entusiastas reseñasdel crítico musical SebastiánGasch en el semanario catalán Mi-rador hicieron el resto. El mito Car-men Amaya estaba naciendo.

Durante su primera época degloria nacional hizo algunas pelícu-las que aún se conservan, y quenos permiten contemplar el magne-tismo de su rostro en los primerosplanos, como La hija de Juan Si-món (1934), dirigida por J. L.Sáenz de Heredia y producida porLuis Buñuel, o María de la O(1936), de Francisco Elías, en suprimer papel protagonista y tenien-do como oponente nada menosque al envarado y empaquetadogalán español de las primeras pelí-culas de Greta Garbo en Holly-wood, un Antonio Moreno másque maduro y casi esfumándoseya de la pantalla, aunque 20 añosdespués aún nos sorprendería co-mo el anciano mexicano que con-duce a Ethan Edwards (John Way-ne) hasta la tienda del temible in-dio Cicatriz en busca de NatalieWood en Centauros del desierto, laobra maestra de John Ford. ¡Quécruce de destinos propiciado por

la Meca del cine, adonde tambiéniría a parar Carmen Amaya! Cuan-do en España estalla la Guerra Ci-vil, los Amaya viajan a Portugal ycruzan el Atlántico en el buqueMonte Pascoal. Una breve reseñadel nacimiento del mito deberíaempezar en el puerto de BuenosAires, cuando los periodistas ar-gentinos gritaron “¡Amaya!”, y segiraron 25 personas, la compañíaal completo. Actuaron en el teatroMaravillas, iban por unos meses yse quedaron nada menos que 11años de extenuante gira por todala América Latina y por EstadosUnidos. En los USA, a Carmen larepresentó el agente de los artistasdel siglo, figuras como Nureyev,Karajan y María Callas. El presi-dente Roosevelt la invitó a bailaren la Casa Blanca y le envió suavión privado. La gitana del Somo-rrostro arrasó en el Carnegie Hallde Nueva York y fue aplaudida yadmirada por Chaplin, Garbo,Churchill, Toscanini, Fred Astaire,Orson Welles, Marlon Brando o lareina de Inglaterra. Grabó discos,actuó en películas, triunfó enBroadway, y en el HollywoodBowl Auditorium se vivió una apo-teosis multitudinaria cuando bailóEl amor brujo, de Falla, acompaña-da por la Orquesta Filarmónica.El belicoso general McArthur lanombró “Capitana Honorífica dela Marina Americana”, o algo así,y nombramiento similar recibió de

la policía de Nueva York, en fin,por citar sólo algunos de los hono-res más insólitos (y dudosos, dichosea sin menoscabo de una artistamaravillosa y un ser humano ex-cepcional) de los muchos que reci-bió en vida. Sin cultura y sin insti-tución oficial ni subvención que laamparase, la gitana de la Barcelo-neta y sus veinticinco, que ya sehabían convertido en treinta, cum-plieron con creces el sueño de triun-far en América.

De esa época se cuentan lasmás fantásticas historias acerca dela aventura americana de los Ama-ya, personas que, fuera de los esce-narios, gustaban de vivir a su aire,siempre muy unidos y siempre aje-nos a normas y convenciones queno fueran las suyas, una pintores-ca piña familiar que incluía a vie-jos y niños, gitanos próximos aella por vínculos de sangre más omenos cercanos, casi todos analfa-betos, nómadas, enjoyados y carga-dos de pucheros y cacerolas. Lamás sonada y legendaria de estashistorias tuvo lugar en NuevaYork, cuando la trouppe fue “invi-tada” a abandonar el hotel Wal-dorf Astoria debido a su costum-bre de asar sardinas en las depen-dencias de la suite. Existen diver-sas versiones del sabroso y olorosofestín, pero todas coinciden en quela misma Carmen compraba lassardinas y encendía sus hornillossobre el parquet. En otras ocasio-nes fue vista sentada en un bancofrente al lujoso hotel, sola, envuel-ta en su abrigo de visón y comien-do un bocata de arenques.

Aunque al parecer su familiaprocedía del Sacromonte granadi-no, Carmen Amaya se considera-ba una gitana catalana de pura ce-pa y una entusiasta del pa ambtomaca, que pedía allá donde elbaile la llevara. Bailó prácticamen-te durante toda su vida, desde queaprendió a andar hasta que murió,

obtuvo éxito y admiración en todoel mundo, y, sin embargo, no estáde más recordarlo, ni la magnitudde su talento ni su capacidad detrabajo, ni el apego y la fidelidad asus raíces han sido suficientes paraque su nombre figure en los ana-queles de la cultura catalana, enlos proyectos de aniversarios y con-memoraciones con que los artistascatalanes, vivos o muertos, son ho-menajeados puntualmente. Se ca-só casi de “incórnito”, le gustabadecirlo así, con un guitarrista pa-yo, Juan Antonio Agüero. No tu-vo hijos. El agotamiento y el dolorhicieron mella en su pequeño cuer-po, que se fue agarrotando. Bailarempezaba a ser un calvario cuan-do Francisco Rovira Beleta la diri-gió en la por muchas razones nota-bilísima película Los Tarantos, ver-sión gitana de Romeo y Julieta de-bida al dramaturgo Alfredo Ma-ñas, donde Carmen interpretó a lamadre del novio, la Taranta, con

singular realismo y furias de trage-dia clásica. Su arte seguía siendointuitivo, visceral, tanto a la horade bailar como en la composicióndel personaje. Su baile por alegríasen medio de las chabolas y el vien-to, cuando ya el dolor la tortura-ba, es algo grande, realmente me-morable, la poderosa y elegantedespedida de una artista con clase.Carmen tenía una insuficiencia re-nal debido a una malformación denacimiento, tenía riñones de niña.Gracias al baile, sus riñones elimi-naban toxinas que, de otro modo,la habrían matado mucho antes.“Si no puedo bailar, me muero”,decía, y con razón. En el verano de1964, en la Costa del Sol, conocí aMassimo Dellamano, el directorde fotografía italiano que iluminóen Barcelona e1 filme de RoviraBeleta, y me confesó que la secuen-cia cinematográfica más bella, au-téntica, emotiva y asombrosa quehabía fotografiado en toda su vida

profesional fue el baile de CarmenAmaya en lo alto de la montañade Montjuïc y de cara al viento,cuando ya estaba muy enferma yel dolor la consumía. Con su me-moria fotográfica, Dellamano re-cordaba también la mano morenay nervuda de Carmen, sus nudilloslívidos golpeando enérgicamentela mesa de madera al ritmo de laguitarra y las palmas. De esa épo-ca datan también las soberbias fo-tografías que le hizo Colita.

Presintiendo el final, cumpliósu sueño de tener una casita juntoal mar, la masía Mas Pinc, que ellallamaría El Manso, en Bagur, don-de murió el 19 de noviembre de1963 a las nueve de la mañana. Elfinal es parco, brusco y sorpren-dente como uno de sus desplantes.Unos dicen que antes de morir dioorden de repartir lo poco que lequedaba, y otros que la masía fuedesvalijada mientras le daban se-pultura, y que, además de algunos

valiosos recuerdos de su brillantecarrera, se llevaron también el col-chón, su cepillo de dientes, sus pan-tuflas... Rumores que acrecenta-ron la leyenda, diferentes modosde entender la vida y la muerte, talvez. El caso es que a las pocas ho-ras de su entierro multitudinario,El Manso quedó abandonado.Unos años después, cuando ya ha-bían empezado a olvidarse de ella,su viudo se llevó los restos de Car-men a Santander.

Una noche de 1964, en el lo-cal Los Tarantos de la PlazaReal de Barcelona, cuando el éxi-to y la fama empezaban a sonreír-le, Antonio Gades me habló lar-go y tendido de Carmen Amaya.Gades se preguntaba de dóndesalía el arte inaudito y maravillo-so de esta mujer, y me explicóque la primera vez que la vio bai-lar no pudo articular palabra, nidurante el espectáculo ni des-pués, cuando se la presentaron.Aquel rasgo tan personal e inimi-table de su baile recio y al mismotiempo tan femenino le dejó per-plejo: “Antonio Esteve Ródenas,me decía a mí mismo viéndolabailar, olvídate de todo lo quesabes y de todo lo que deseasaprender, porque eso que estásviendo no se aprende. Se siente ybasta”. Y el escritor Néstor Lu-ján, espíritu lúcido y sensible trasuna máscara de amargo escepti-cismo, se despidió de ella con es-tas bellas palabras: “Aplaudidapor tantos públicos, halagadapor tantos éxitos, continuaba fiela su origen con la mayor senci-llez. Emocionaba. Así la recorda-remos siempre, y recordaremostambién, cada vez que pensemosen su baile, a un ser excepcional,de ésos que sirvieron, con absolu-ta donación de sí mismos, a lamisteriosa danza andaluza, quetiene una forma vieja y cambian-te, como la hoguera”.

C armen Amayanació enBarcelona en 1913

y murió en Bagur(Girona) en 1963.Todos los que la vieronbailar recuerdan lafuerza y la emoción desu arte. El coreógrafoJosé Antonio, que llegóa conocerla, montó Laleyenda como homenajea la bailaora. “Ladificultad vino alplantear el personajecon una dualidad muyatractiva: ella, la mujercarnal, lo físico; y ella,la mujer inmortal, el

arte, el espíritu, lointangible”, contó JoséAntonio cuandorepresentó la piezacoincidiendo con el 40ºaniversario de lamuerte de Amaya.

Los fotógrafosColita y Julio Ubiñaestuvieron durantevarios meses en elrodaje de la películaLos Tarantos, deRovira Beleta. Lasimágenes que captaronformaron parte dellibro Carmen Amaya1963: Taranta, Agosto,Luto y Ausencia, con

un texto delflamencólogo FranciscoHidalgo. “Creo en losdioses porque he vistoa dos en mi vida. Unoera Orson Welles, otra,Carmen Amaya”,afirmó en lapresentación de laexposición de lasimágenes en 1999Colita. “Tenía un doninnato que la llevó areformar el baileflamenco. Antes, lasmujeres bailaban decintura para arriba, demanera reposada ytranquila. Ella desplazó

la figura y recorriótodo el escenarioañadiendo ímpetu.Donde una bailarinadaba una vuelta, elladaba tres”, dijoHidalgo. “Ella decíaque había aprendidoa bailar con el son delas olas”.

Colita recordócómo después delrodaje de Los Tarantosla artista invitó alequipo a su casa deBagur. Allí, JulioUbiña, fallecido en1988, capturó su últimaactuación. / EL PAÍS

Con el son de las olas

MUJERES Y HOMBRES

Carmen AmayaLAS FORMASINMORTALES

DE LA HOGUERAJuan Marsé

Carmen Amaya, en una imagen del programa documental de televisión En la azotea del viento.

CULTURA Y ESPECTÁCULOSCULTURA Y ESPECTÁCULOS

Su baile por alegrías enmedio de las chabolasy el viento, cuando yael dolor la torturaba,es algo grande,realmente memorable

Carmen Amaya retratada en 1963 por Colita.