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INTRODUCCIÓNArthur Llewellyn Jones, nació en 1863 en Ca

erleon-on-Usk, en el condado de Gwent, al sur

de Gales, y murió en 1947. El apellido Machenera el apellido de soltera de su madre, RafaeLlopis en su estudio preliminar a su antologíasobre “Los Mitos de Cthulhu” (Alianza), sehace nudos con la pronunciación del seudó-

nimo, según Allan Gullete se pronuncia mak‟n(rima con blacken). Arthur Machen descendíade una larga tradición de ministros anglicanossu propio padre era vicario de la pequeña igle-

sia de Llandewi, cerca de Caerleon, Machenpasó ahí su niñez. En esa época se dieron im-portantes descubrimientos arque-ológicos so-bre la presencia romana en Gran Bretaña, ex-trañas esculturas paganas fueron desenterra-

das, incluyendo el templo al dios romano-británico Nodens en Lynden Park, cerca deCaerleon, mencionado en “El Gran Dios Pan.”El abuelo de Machen el Reverendo Daniel Jo-nes, anticuario y aficionado a la arqueología

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participó también de estos descubrimientoscon el hallazgo de algunas inscripciones depiedra en el patio de su parroquia de St. Ca-

docs, Caerleon; Machen quedó impresio-nadocon estos hallazgos y esto lo impulsaría a se-guir las aficiones de su abuelo.

Por razones económicas Machen no pudocursar estudios superiores. En 1840 emigró a

Londres, dónde intentó ganarse la vida comoperiodista y comenzó a escribir sus primeroscuentos, llenos de referencias a la obscura es-piritualidad precristiana de los antiguos habi

tantes de Gran Bretaña. Se rumora que perte-neció a la Hermetic Order of the Golden Dawn(Orden Hermética de la Aurora Dorada), so-ciedad “secreta” fundada en 1888, a la quepertenecieron personajes como Yeats o Aleis-

ter Crowley; Llopis (en el mismo estudio preli-minar) llega al extremo de decir que tal vez loscuentos de Machen no tenían más pretensiónque la de dar promoción a las doctrinas de laGolden Dawn, pero esa es sólo una más de las

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inexactitudes de que ese estudio esta plagadoEn primer lugar, Machen escribió sus obrasmás notables antes de tener contacto con dicha

Orden, además nunca llegó a estar verdadera-mente convencido de su valor espiritual. Suacercamiento a la Golden Dawn se dio en 1899Machen se encontraba sumido en una profun-da depresión después de que Amy, su primera

esposa muriera de cáncer; su amigo A. E. Wai-te, en un esfuerzo por reanimarlo, le invitó aunirse a las experiencias mágicas y místicas dela Orden. En el capítulo 10 del segundo volu-

men (Things near and far, 1923) de su trilogíaautobiográfica, Machen narra su encuentrocon esta “sociedad secreta”, a la que se refierebajo el nombre The Order of the Twilight StarLa Orden de la Estrella Crepuscular (esto es

una referencia satírica al nombre de una ordenderivada de la Golden Dawn que existía en losaños veinte, bajo los auspicios del poeta ir-landés William Butler Yeats: Stella Matutina)ahí comenta como la materia de sus relatos pa-

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recía estar volviéndose realidad, los personajesde The Three Impostors, parecen salirse al pasoen la vida diaria bajo el disfraz de viejos ami-

gos, mostrándole vías para alcanzar esferas es-pirituales vedadas. Pero la experiencia resultaser un fiasco, Machen creía que entre losmiembros de la Orden había personas intere-santes e inteligentes, pero había también per-

sonas detestables, y hasta uno de los másgrandes criminales (sic) del siglo XX (AleisterCrowley). Pero en lo que respecta a “la sociedad en cuanto sociedad no era más que nece-

dad pura, ocupada en imbéciles e impotentesAbracadabras.” Los miembros de la Ordenpredicaban la antigüedad de su fundaciónafirmaban que en 1809, un aficionado a lasciencias ocultas había encontrado un libro pe-

culiar en una tienda de segunda mano, entrelas páginas de ese libro había encontrado un“Manuscrito Cifrado” en caracteres desconocidos, el hombre no pudo descifrar el contenidodel manuscrito, pero en el mismo libro en-

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contró la dirección de una persona en Alema-nia. El hombre escribió a la susodicha direc-ción, y , a la vuelta de correo recibió no sólo la

traducción del manuscrito, sino también unaconminación por parte de los “DesconocidosLíderes en Alemania” para administrar losmisterios en tierras británicas.

En opinión de Machen la historia era intere-

sante, pero tenía sus defectos: el manuscritocontenía conceptos y conocimientos que esta-ban de moda en la década de 1880, pero no en1809.

Otros defectos que Machen encontró en ladoctrina de la Golden Dawn, es su carácter om-nicomprensivo; una tradición espiritual genui-na se basa en un único y determinado mitofundacional, no en todos los mitos, de todas

las épocas, de todas las naciones, como preten-día dicha Orden. Concluye su recuento con es-tas palabras: “Debo decir que yo no busqué laOrden con el simple ánimo de encontrar unentretenimiento extravagante,[...] he experi-

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mentado cosas extrañas –en cuerpo, mente yespíritu– y supuse que la Orden, de la que ha-bía escuchado vagamente hablar, me podría

brindar algo de luz, de guía y de dirección enestas materias. Pero, como he anotado, estabaen error; la Estrella Crepuscular no arrojó luzde ninguna clase en mi camino.”

****En “Super Natural Horror in Literature”, Love-craft sitúa a Arthur Machen como uno de losmodernos maestros del horror sobrenaturalPero su obra no se limita al horror, escribió en-

sayos, obras autobiográficas, poemas, novelasy cuentos puramente fantásticos, filosóficossatíricos. Entre sus relatos más famosos se encuentran: “The Great God Pan”, “The Bowmen”“The white people”, y una novela episódica yamencionada, “Los Tres Impostores”. El casode The Bowmen, (Los arqueros), es interesantees una breve narración escrita al inicio de laPrimera Guerra Mundial, después de la derro-

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en el tercer volumen de la  Antología de cuentode terror , de Rafael Llopis (3 vols. Alianza Tau-rus 1981, 1982) y otra (con el mismo título) en

Valdemar. Esta traducción se basa en la edi-ción electrónica del texto original que se puedehallar en litrix.com. He agregado algunas no-tas al final, que, aunque no son indispensablespara entender el texto, señalan algunas de las

referencias más inequívocas a tradicionesmísticas o literarias.

Bibliografía.Para mayor información sobre la vida y obra

de Machen:La página de Friends of Arthur Machen

www.machensoc.demon.co.uk, que incluyeuna biografía y una bibliografía comentada ca-si completa. (De ahí tomé las imágenes de Ma-chen y la inscripción de Nodens).

Sobre Machen y la Golden Downwww.cafes.net/ditch/OTS.htm. (De ahí lasimágenes del “Manuscrito” y la portada, y e

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capítulo de “Things near and far.). Sobre “Los arqueros” hay un sitio en la In-

ternet: www.aftermathww1.com, sobre la Pri-

mera Guerra Mundial, donde se puede encon-trar el texto del cuento (inglés) y un artículosobre el fenómeno que le siguió escrito porMachen.

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EL GRAN DIOS PAN

I. El experimento–Estoy contento de que hayas venido, Clarke

de hecho, muy contento. No estaba seguro deque pudieras darte el tiempo.

–Pude hacer algunos arreglos por unos pocosdías; las cosas no están muy activas justamente

ahora. Pero Raymond, ¿no tienes dudas? ¿Esabsolutamente seguro?Los dos hombres paseaban lentamente por la

terraza frente a la casa del doctor Raymond. Elsol oriental aún colgaba sobre la línea monta-

ñosa, pero brillaba con un pálido resplandorrojizo que no producía sombras, y el aire esta-ba en calma; una dulce brisa vino desde elbosque en la ladera, colina arriba, y con ellapor intervalos, el suave y murmurante arrullode las palomas silvestres. Abajo, en el largo yhermoso valle, el río serpenteaba entre las colinas solitarias y, mientras el sol flotaba y sedesvanecía hacia el oeste, una suave bruma, de

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un blanco puro, comenzó a emerger desde lascolinas. El doctor Raymond se volvió seria-mente hacia su amigo:

–¿Seguro? Por supuesto que lo es. La opera-ción es en sí misma una intervención perfecta-mente simple, cualquier cirujano podría hacer-la.

–¿Y no hay peligro durante alguna otra eta-

pa?–Ninguno; absolutamente ningún riesgo físi-

co. Te doy mi palabra. Siempre eres tan tími-do, Clarke, siempre, pero tú conoces mi histo-

ria. Me he dedicado a la medicina trascenden-tal durante los últimos veinte años. He sidollamado farsante, charlatán e impostor, sinembargo, todo el tiempo supe que me encon-traba en el camino correcto. Hace cinco años

alcancé la meta, y cada día desde entonces hasido una preparación para lo que haremos estanoche.

–Me gustaría creer que todo eso es cierto –Clarke frunció el entrecejo y miró dubitativa-

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mente al doctor Raymond–. ¿Estás perfecta-mente seguro, Raymond, que tu teoría no esuna fantasmagoria –por cierto que una visión

espléndida, sin embargo, una mera visión de-pués de todo?El Dr. Raymond detuvo su marcha y se vol-

vió seriamente. Era un hombre de medianaedad, macilento y delgado, de complexión

amarillo pálida, sim embargo, mientras le res-pondía y enfrentaba a Clarke, un rubor asomóen sus mejillas.

–Mira a tu alrededor, Clarke. Puedes ver las

montañas, las colinas, como ondulación trasondulación, puedes ver los bosques y los huertos, los campos maduros de maíz, y las prade-ras que se extienden hasta los lechos de cañajunto al río. Puedes verme aquí a tu lado, y oír

mi voz; mas te digo, que todas estas cosas –sídesde la estrella que acaba de brillar en el cielohasta el suelo sólido bajo tus pies– te digo, quetodas son sólo sueños y sombras; las sombrasque ocultan a nuestros ojos el verdadero mun-

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do. Existe un mundo real, pero trasciende esteglamour y esta visión, y se encuentra más alláde todo esto, tras un velo. No sé si alguna vez

algún ser humano ha corrido ese velo; sin em-bargo, Clarke, sé que tú y yo lo veremos levantarse esta misma noche, en los ojos de otra per-sona. Quizá pienses que todo esto es un sin-sentido extravagante; puede ser extraño, pero

es real, y los antiguos sabían lo que significabadescorrer ese velo. Lo llamaban presenciar adios Pan.

Clarke se estremeció; la bruma blanca que se

juntaba sobre el río estaba helada.–Esto es realmente asombroso–dijo–. Esta-mos parados al borde de un mundo extraño, silo que dices, Raymond, es verdad. ¿Debo su-poner que el cuchillo es absolutamente necesa-

rio?–Sí. Una pequeña lesión en la sustancia gris

eso es todo; un insignificante reordenamientode ciertas células, una alteración microscópicaque escaparía a la atención de noventa y nueve

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de cien especialistas. Clarke, no quiero moles-tarte hablándote de mi oficio; podría dartemuchos detalles técnicos que sonarían impo-

nentes, mas tú quedarías tan iluminado comoestás ahora. Sin embargo, supongo que habrásleído, por casulidad, en las apartadas esquinasde tu periódico, acerca de los inmensos pasosque se han dado recientemente en la fisiología

del cerebro. El otro día divisé un párrafo de lateoría de Digby, y de los descubrimientos deBrowne Feber. ¡Teorías y descubrimientosDonde ellos se encuentran ahora yo ya estuve

hace quince años, y no necesito decirte que nohe estado inactivo durante los últimos quinceaños. Bastará que te diga que, hace cinco añoshice el descubrimiento al que aludí cuando di-je que hace diez años había alcanzado la meta

Luego de años de labor, luego de años de es-fuerzo y de andar a tientas en la oscuridadluego de días y noches de desilusiones y, algu-nas veces, de desesperación, en los cuales, unaque otra vez, temblaba y me ponía helado ante

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el pensamiento de que quizá otros estabanbuscando lo que yo buscaba; pero por fin, des-pués de tanto tiempo, una punzada de alegría

estremeció mi alma y supe que el largo viajehabía llegado a su fin. A través de lo que pa-recía y aún parece suerte, por la sugerencia deun pensamiento fútil desprendido de las líneasfamiliares y los caminos que había recorrido

cientos de veces, la verdad me invadió, y videlineado en líneas de visión, un mundo com-pleto, una esfera desconocida; islas y continen-tes, y grandes océanos, en los cuales barco al-

guno ha navegado (según creo) desde que ehombre alzó por primera vez su mirada y vis-lumbró el sol y las estrellas del cielo, y la tran-quila tierra debajo. Pensarás que esto es sólolenguaje alegórico, Clarke, pero es tan difíci

ser literal. Y, sin embargo, no sé si acaso lo queestoy insinuando no pueda ponerse en térmi-nos sencillos y aislados. Por ejemplo, actual-mente este mundo nuestro se encuentra com-pletamente conectado con cables y alambres

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de telégrafo; y con algo menor que la veloci-dad del pensamiento, cruzan como un relám-pago desde el amanecer al atardecer, desde

norte a sur, a través de las inundaciones y losdesiertos. Supón que un eléctrico de hoy día sediera cuenta que él y sus colegas han estadomeramente jugando con guijarros, confun-diéndolos con las bases del mundo, supón que

un hombre como aquél vislumbrara el espacioinfinito extendiéndose abierto frente a la co-rriente, y las voces de los hombres viajando ala velocidad del trueno hacia el sol y más allá

del sol, hacia los sistemás más alejados, y eleco de la voz articulada de los hombres en eldesolado vacío que confina nuestro pensa-miento. En relación a las analogías, ésta es unamuy buena analogía de lo que he hecho; pue-

des entender ahora un poco de lo que sentíaquí una tarde; una tarde de verano como éstay el valle luciendo como ahora. Yo me encon-traba aquí y, frente a mí, vi el abismo inefablee impensable que se abre profundo entre dos

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mundos, el mundo de la materia y el mundodel espíritu; vi el vacío y gran abismo exten-derse mortecino frente a mí, y, en aquel instan-

te, un puente de luz saltó desde la tierra haciala orilla desconocida, y el abismo fue unidoPuedes mirar en el libro de Browne Faber, si lodeseas, y te darás cuenta que hasta el día dehoy los hombres de ciencia son incapaces de

dar cuenta de la presencia, o de especificar, lasfunciones de un cierto grupo de neuronas decerebro. Aquel grupo es, así como era, tierrade nadie, sólo una pérdida de espacio para po-

ner teorías imaginativas. Yo no estoy en la po-sición de Browne Faber ni de los especialistasyo estoy perfectamente enterado de las posi-bles funciones de aquellos centros nerviososen el esquema de las cosas.Con un toque pue-

do hacerlas entrar en juego, con un toque digopuedo liberar la corriente, con un toque puedocompletar la comunicación entre este mundode los sentidos y... podremos terminar la ora-ción más tarde. Sí, el cuchillo es necesario; mas

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imagina lo que ese cuchillo realizará. Nivelarátotalmente la sólida muralla de los sentidos yprobablemente, por primera vez desde que el

hombre fue creado, un espíritu cotemplará unmundo de espíritus. Clarke, ¡Mary verá al diosPan!

–Pero, ¿recuerdas lo que me escribiste?Pensé que era requisito que ella... –susurró e

resto al oído del doctor.–No, para nada, para nada. Esas son tonter-

ías. Te lo aseguro. De hecho, es mejor comoestá; estoy completamente seguro de eso.

–Considera bien el asunto, Raymond. Es unagran responsabilidad. Algo podría salir malserías un hombre miserable por el resto de tusdías.

–No, no lo creo, aún si lo peor sucediera. Co-

mo sabes, yo rescaté a Mary de la cuneta y deuna muerte casi segura, cuando era una niñapienso que su vida es mía, para usarla comoestime conveniente. Vamos, se está haciendotarde, mejor entramos.

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El doctor Raymond encabezó la marcha ha-cia la casa, a través del hall, y hacia abajo porun largo y oscuro corredor. Sacó una llave de

su bolsillo y abrió una pesada puerta, y le indi-có a Clarke la entrada a su laboratorio. Éstehabía sido alguna vez una sala de billar, ilumi-nado por una cúpula de vidrio en el centro detecho, donde aún brillaba una luz triste y gris

sobre la figura del doctor, mientras encendíauna lámpara de pesada pantalla y la ponía so-bre una mesa en el centro de la habitación.

Clarke miró a su alrededor. Escasamente un

pie del muro se mantenía desnudo; por todoslados había estantes atiborrados con botellas yfrasquitos, de todas las formas y colores, y aun extremo se encontraba un pequeño libreroestilo Chippendale. Raymond le apuntó:

–¿Ves aquel pergamino de Osward Crollius?Él fue uno de los primeros en mostrarme el ca-mino, aunque pienso que él mismo jamás loencontrara. Éste es un extraño dicho suyo: "Encada grano de trigo se esconde el alma de una

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estrella"No había muchos muebles en el laboratorio

La mesa en el centro, en una esquina un

mesón de piedra con un desagüe, las dos bu-tacas en las que Raymond y Clarke estabansentados; eso era todo, excepto una silla de ex-traña apariencia en el extremo más alejado dela ha-bitación. Clarke la miro y alzó sus cejas:

–Sí, ésa es la silla –dijo Raymond–. Debemosponerla en posición. Se levantó y empujó la si-lla hacia la luz, y comenzó a elevarla y a bajar-la, dejando el asiento abajo, poniendo el res-

pando en varios ángulos, y ajustando la pisa-dera. Se veía bastante cómoda, y Clarke pasósu mano sobre el terciopelo verde, mientras edoctor manipulaba las palancas.

–Clarke, ponte cómodo. Yo tengo un par de

horas de trabajo ante mí, tuve que dejar algu-nos asuntos para el final.

Raymond se dirigió hacia el mesón de pie-dra, mientras Clarke, melancólicamente, lo ob-servaba inclinarse sobre una hilera de frascos

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y encender la llama bajo el crisol. El doctortenía una pequeña lámpara de mano, ensom-brecida como la más grande, en una saliente

sobre su instrumental. Clarke, sentado en lassombras, examinó la gran sala en penumbrasasombrándose ante los grotescos efectos decontraste entre la luz brillante y la oscuridadindefinida. Pronto tuvo conciencia de un ex-

traño olor en la habitación, al comienzo la me-ra sugerencia de un olor, pero al hacerse másdefinido se sorprendió de no evocar una far-macia o un pabellón. Clarke se encontró a s

mismo esforzándose inútilmente por analizarla sensación y, poco consciente, comenzó apensar en un día, quince años atrás, que pasóvagando a través de los bosques y praderascercanas a su propio hogar. Era un caluroso

día de comienzos de agosto, el calor había des-dibujado con una suave bruma los contornosde todas las cosas y de todas las distancias, yla gente que observaba el termómetro hablabade un registro anormal, de una temperatura

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que era casi tropical. Extrañamente, aquel ca-luroso día de los cincuentas emergió nueva-mente en la imaginación de Clarke; la sensa

ción de encandilamiento por la luz del sol quelo invadía todo, parecía anular las sombras ylas luces del laboratorio, y sintió nuevamenteel aire caliente golpeando en ráfagas sobre surostro, y vio el resplandor elevándose de la

turba, y oyó los millares de murmullos del ve-rano.

–Espero que el olor no te moleste, Clarke; nohay nada dañino en él. Te pone un tanto soño-

liento, eso es todo.Clarke oyó las palabras claramente, y se diocuenta de que Raymond se dirigía a él, sin em-bargo, no podía salirse de ese letargo. Sólo po-día pensar en la caminata solitaria que había

tomado, quince años atrás; era la última visiónque tenía desde que era niño de los campos ybosques que había conocido, y ahora, todo esosurgía en una luz brillante, como una fotograf-ía, ante él. Y por encima de todo llegó hasta su

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nariz el aroma del verano, el olor mezclado delas flores, de los bosques y de los lugares tem-plados en lo profundo de las verdes profundi

dades, emanando producto del calor del sol; yel aroma de la buena tierra, yaciendo con losbrazos abiertos y los labios sonrientesabrumándolo todo. Sus fantasías le hicieronvagar, como había vagado hace mucho tiempo

atrás, desde los campos hacia el bosque, reco-rriendo un pequeño sendero entre la malezabrillante de las hayas; mientras el hilo de aguaque goteaba desde la piedra caliza sonaba co-

mo una melodía de ensueño. Sus pensamientos comenzaron a extraviarse y a fundirse conotros pensamientos; la avenida de hayas setransformó en un sendero entre las encinas, yeventualmente, alguna parra trepaba de rama

en rama, confinando a los oscilantes zarcillos yse inclinaba a causa de sus uvas púrpuras, ylas escasas hojas verdigrises del olivo silvestrecontrastaban con las oscuras sombras de la en-cina. Clarke, en los profundos pliegues de

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sueño, estaba consciente que el sendero quepartía de la casa de su padre lo había llevadohacia un país desconocido. Repentinamente

mientras reflexionaba sobre la extrañeza de to-do esto, el murmullo del verano fue reempla-zado por un silencio infinito que parecía cer-nirse sobre todas las cosas, el bosque estaba ensilencio. Y por un momento se encontró cara a

cara con una presencia, que no era hombre nbestia, ni vivo ni muerto, sino todas las cosas ala vez, la forma de todas las cosas pero desprovisto de forma. Y en ese momento, el sacra-

mento entre el cuerpo y el ama se disolvió yuna voz pareció gritar: "déjennos salir", y en-tonces vino la oscuridad más oscura, de másallá de las estrellas, la oscuridad de lo eterno.

Clarke se despertó de un sobresalto y vio a

Raymond vertiendo unas cuantas gotas de unlíquido oleoso en un frasquito verde, tapándo-lo apretadamente.

–Estuviste dormitando –le dijo–, el viaje debehaberte agotado. Todo está listo. Iré por Mary

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estaré de vuelta en diez minutos.Clarke se reclinó en su butaca, reflexionando

Le parecía como si solamente hubiera pasado

de un sueño a otro. Casi esperaba ver las pare-des del laboratorio derretirse y disolverse, ydepertar en Londres, estremeciéndose frente asus propias ensoñaciones. Pero finalmente lapuerta se abrió y el doctor regresó. Tras de é

venía una joven de aproximadamente diecisie-te años, toda vestida de blanco. Era tan hermosa que Clarke no se extrañó de lo que el doctorle había escrito. Su rostro, cuello y brazos se

habían sonrojado, pero Raymond se manteníainconmovible.–Mary –le dijo–, ha llegado el momento. Eres

completamente libre. ¿Estás dispuesta a confi-arte enteramente a mí?

–Sí, querido.–¿Oíste eso, Clarke? Tú eres mi testigo. Mary

aquí está la silla. Es bastante simple. Sólo sién-tate y recuéstate. ¿Estás lista?

–Si, querido, completamente lista. Bésame

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antes de comenzar.El doctor se inclinó y la besó benévolamente

en los labios.

–Ahora cierra tus ojos –le dijo.La joven cerró sus párpados, como si estuviera cansada y anhelara dormir, y Raymond pu-so el frasquito verde bajo su nariz. Su rostro sepuso blanco, más blanco que su vestido; luchó

suavemente, mas luego, con el sentimiento desumisión tan fuerte en su interior, cruzó losbrazos sobre su pecho, como una niña peque-ña a punto de decir sus oraciones. El brillo de

la lámpara cayó de lleno sobre ella, y Clarkeobservó los cambios pasar rápidamente por surostro, como cambian las colinas cuando lasnubes del verano flotan sobre el sol. Y luegoallí estaba ella, totalmente quieta y pálida

mientras el doctor levantaba uno de suspárpados.

Estaba completamente inconciente. Ray-mond presionó con fuerza una de las palancase instantáneamente la silla se hundió hacia

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atrás. Clarke osbervó cómo le cortaba el cabe-llo, trazando un círculo parecido a una tonsu-ra. Raymond acercó la lámpara y sacó de su

maletín un pequeño y brillante instrumentoClarke se volteó estremeciéndose. Al mirarnuevamente el doctor estaba vendando la he-rida que había hecho.

–Despertará en cinco minutos –Raymond se

mantenía aún perfectamente tranquilo–. Nohay nada más que hacer, sólo podemos espe-rar.

Los minutos pasaban lentamente; podían oír

el lento y pesado tic tac de un antiguo reloj enel pasillo. Clarke se sentía enfermo y débil; susrodillas temblaban, casi no podía mantenerseen pie.

Repentinamente, mientras vigilaban, perci-

bieron un largo suspiro y, de súbito, el colorperdido regresó a las mejillas de la joven y susojos se abrieron. Clarke se amilanó ante ellosBrillaban con una luz impresionante, mirandoa la distancia, y un gran asombro se dibujó en

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su rostro, y sus brazos se estiraron como paraasir lo invisible; sin embargo, en un instante easombro se disolvió y fue reemplazado por e

más abominable terror.Los músculos de su rostro se convulsionaronhorriblemente, temblando desde la cabeza alos pies; su alma parecía estremecerse y luchardentro de ese hogar de carne. Fue una visión

espantosa, y Clarke se precipitó hacia adelantemientras ella caía al suelo, temblando.

Tres días después Raymond condujo a Clar-ke junto al lecho de Mary. Ella se encontraba

completamente despierta, moviendo su cabezade lado a lado y gesticulando inexpresivamen-te.

–Sí –dijo el doctor, aun completamente sere-no–, es una lástima, se ha convertido en una

idiota sin remedio. Sin embargo, no se pudoevitar y, después de todo, ella ha visto al GranDios Pan.

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II. Las Memorias del Señor ClarkeClarke, el caballero elegido por el Dr. Ray-

mond para presenciar el extraño experimento

del dios Pan, era una persona en cuyo carácterla cautela y la curiosidad estaban peculiarmente mezcladas. En sus momentos de seriedadpensaba en lo inusual y lo excéntrico con unaabierta aversión, sin embargo, en lo profundo

de su corazón, exhibía una ingenua curiosidadrespecto a los elementos más esotéricos yrecónditos de la naturaleza humana. Estaúltima tendencia había prevalecido cuando

aceptó la invitación de Raymond y, aunque sujuicio siempre había repudiado las teorías dedoctor, considerándolas como las necedadesmás extravagantes, secretamente abrazaba lacre-encia en la fantasía, y se hubiera regocijado

de ver confirmada aquella creencia. Los horrores que presenció en aquel espantoso laborato-rio resultaron, hasta cierto punto, terapéuticosera conciente de estar involucrado en un asun-to no del todo honorable, y por muchos años

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después, se aferró firmemente a lo trivial, re-chazando todas las oportunidades de investi-gación ocultista. De hecho, sobre un principio

homeopático, por algún tiempo asisitió a lassesiones de distinguidos médiums, esperandoque los torpes trucos de aquellos caballeros lellevaran a enemistarse con cualquier tipo demisticismo, sin embargo, el remedio, aunque

cáustico, no era eficaz. Clarke sabía que aún seconsumía por lo invisible, y, poco a poco, laantigua pasión comenzó a reafirmarse, atiempo que el rostro de Mary, estremeciéndose

y convulsionado con un desconocido terror, sedesvanecía lentamente en su memoria. Ocu-pado todo el día en labores tanto serias comolucrativas, la tentación de relajarse por la tardeera muy grande, especialmente durante los

meses de invierno, cuando el fuego echaba uncálido fulgor sobre su cómodo departamentode soltero, y una botella de algún vino escogi-do descansaba presto a la mano. Una vez digerida la cena, haría una breve pretensión de leer

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el periódico de la tarde, sin embargo, el merocatálogo de noticias palidecía pronto ante él, yClarke se descubría echando vistazos de cálido

deseo en dirección de un antiguo escritorio ja-ponés, que se erguía a una agradable distanciadel hogar. Como un niño frente a un armarioatestado, por unos pocos minutos lo rondabaindeciso, pero el placer siempre prevalecía, y

Clarke terminaba por acercar su silla, prenderuna vela y sentarse frente al escritorio. Sus ca-silleros y cajones rebosaban con documentosacerca de los más mórbidos temas, y en su es-

pacio cerrado, descansaba un gran volumenmanuscrito, en el cual, esmeradamente, habíaintroducido los tesoros de su colección. Clarkesentía un magnífico desdén hacia la literaturapublicada; la historia más fantasmagórica de-

jaba de interesarle si resultaba estar impresasu único placer se encontraba en la lecturacompilación y reorganización de lo que él lla-maba, sus "Memorias para probar la Existenciadel Diablo" y, entregado a esta ocupación, la

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tarde parecía volar y la noche parecía muycorta.

Durante una velada en particular, una horri-

ble noche de diciembre oscurecida por la niebla y congelada con escarcha, Clarke apuró sucena y, escasamente, se dignó a observar suacostumbrado ritual de tomar el periódico ydejarlo nuevamente a un lado. Se paseó dos o

tres veces por la habitación, abrió el escritoriose mantuvo estático por un momento, y sesentó. Se reclinó, absorbido por una de esasensoñaciones de las que era objeto y, al fin

sacó su libro y lo abrió en la última entradaAllí había tres o cuatro páginas densamentecubiertas por la redonda y ornada caligrafía deClarke, y al principio, había escrito lo siguien-te, a mano y en una letra algo más grande:

"Singular narración relatada por mi Amigoel Doctor Phillips. Me ha asegurado que todoslos hechos relatados aquí son estricta y com-pletamente Verdaderos, pero se niega a entre-gar, ya sea los Apellidos de las Personas Afec-

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tadas, o los Lugares donde estos Extraordina-rios Eventos sucedieron.

El señor Clake comenzó a leer, por décima

vez, la narración, dando un vistazo de vez encuando a las notas que había hecho a lápizcuando su amigo lo sugería. Una de sus gra-cias era enorgullecerse de una cierta habilidadliteraria; pensaba bien de su estilo, y se esforzó

en arreglar de forma dramática las circunstan-cias. Leyó la siguiente historia:

"Las personas involucradas en esta exposi-ción son: Helen V., quien, si aún está viva, de-

be ser una mujer de veintitrés, Rachel M., yafallecida, quien era un año menor que la ante-rior, y Trevor W., un idiota, de 18 años. Estaspersonas, durante el período de la historia, ha-bitaban en una villa en los límites de Gales, un

lugar de alguna importancia durante la épocade ocupación Romana, pero ahora un caseríodisperso de no más de quinientas almas. Seempalma sobre terreno elevado, aproximada-mente a seis millas del mar, y se encuentra

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protegida por un extenso y pintoresco bosque."Hace unos once años atrás, Helen V. llegó a

la aldea bajo circunstancias peculiares. Era sa-

bido que, siendo huérfana, fue adoptada en suinfancia por un pariente lejano, quien la crióen su hogar hasta que cumplió los doce añosSin embargo, pensando que sería mejor para laniña tener compañeros de juegos de su misma

edad, publicó en varios periódicos locales avi-sos buscando un buen hogar para una niña dedoce en una cómoda hacienda. Este aviso fuecontestado por el señor R., un granjero acomo-

dado, de la adea antes mencionada. Siendo susreferencias satisfactorias, el caballero envió asu hija adoptiva con el señor R. La joven portaba una carta, en la cual se estipulaba que la ni-ña debería tener una habitación para ella sola

y afirmaba que sus cuidadores no necesitabanpreocuparse por el tema de su educación, puesella estaba lo suficientemente educada para laposición que ocuparía en la vida. De hecho, elseñor R. fue dado a entender que debía permi-

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tir a la niña encontrar sus propias actividadesy pasar el tiempo como ella deseara. Puntual-mente, el Sr. R. la recibió en la estación más

cercana, a siete millas de su casa, y al parecerno advirtió nada fuera de lo común acerca dela niña, excepto que se mostraba reservadarespecto a su antigua vida y a su padre adoptivo. Sin embargo, ella era diferente a la gente

del pueblo; su piel era de un oliva pálido yclaro, y sus rasgos eran bien marcados, en cierto modo, tenía un tipo extranjero. Al parecerse acostumbró fácilmente a la vida de la gran-

ja, y se convirtió en la favorita de los niñosquienes algunas veces la acompañaban en susvagabundeos por el bosque, ya que éste era supasatiempo favorito. El Señor R. relata que co-nocía los vagabundeos solitarios de la joven

salía inmediatamente después del desayuno, yno retornaba hasta después del atardecer, yque, sintiéndose intranquilo de que una jovencita se encontrara sola fuera de la casa por tan-tas horas, se comunicó con su padre adoptivo

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quién respondió, en una breve nota, que Helendebía hacer lo que eligiera. En el inviernocuando los caminos del bosque son intransita-

bles, pasaba la mayor parte del tiempo en sudormitorio, donde dormía sola, de acuerdo alas instrucciones de su pariente. Fue duranteuna de estas expediciones al bosque cuandosucedió el primero de los singulares incidentes

con los cuales la niña está conectada, siendoaproximadamente un año después de su lle-gada al pueblo. El invierno anterior había sidoextraordinariamente severo, la nieve se había

acumulado hasta grandes profundidades, y laescarcha se había mantenido por un períodosin precedente, y el verano siguiente fue iguade notable por su calor excesivo. Durante unode los días más calurosos de dicho verano, He-

len V. abandonó la casa para dar uno de suslargos paseos por el bosque, llevando con ellacomo era usual, algo de pan y carne para al-morzar. Fue vista por algunos hombres en loscampos dirigiéndose hacia la antigua Calzada

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Romana, un verde sendero que recorre la par-te más alta del bosque. Se sorprendieron al ob-servar que la niña se había quitado el sombre-

ro, a pesar de que el calor del sol era casi tro-pical. Mientras pasaba, un obrero de nombreJoseph W. trabajaba en el bosque cerca de laCalzada Romana. A las doce de día su hijoTrevor le llevó al hombre su comida de pan y

queso. Después de la merienda, el chico, deaproximadamente siete años en aquella épocadejó a su padre en el trabajo para buscar floresen el bosque, y el hombre, que podía escuchar-

lo gritar con deteleite ante sus descubrimientos, no se sintió intranquilo. Sin embargo, re-pentinamente, se horrorizó al escuchar los gri-tos más espantosos, evidentemente productode un gran terror, que procedían de la direc

ción en que su hijo había ido. Rápidamentedejó sus herramientas y corrió para ver quéhabía sucedido. Siguiendo su pista por el so-nido, encontró al pequeño niño corriendo pre-cipitada-mente, y se encontraba, era evidente

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terriblemente asustado. Al preguntarle, ehombre se enteró que el niño, luego de recogerun ramillete de flores se sintió cansado y se

acostó en el pasto quedándose dormido. Fuesúbitamente despertado, como relató, por unruido peculiar, una especie de canto –así lollamó– y, atisbando a través de las ramas, vio aHelen V. jugando en el pasto con un "extraño

hombre desnudo", a quien fue incapaz de des-cribir con más detalle. Dijo haberse sentido te-rriblemente asustado y que corrió alejándose yllamando a su padre. Joseph W. se dirigió a

lugar indicado por su hijo, y encontró a HelenV. sentada en el pasto en el centro de un claroo de un espacio abierto dejado por los quema-dores de carbón. Irritadamente la culpó dehaber asustado a su pequeño hijo, pero ella

negó completamente la acusación y se rió de lahistoria del niño sobre un "hombre extraño"historia a la cual él mismo no le atribuía mu-cho crédito. Joseph W. llegó a la conclusión deque el niño había despertado con un súbito

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temor, como a veces les sucede a los niñosmas Trevor persistía en su historia, y continúoen aquel evidente estrés hasta que finalmente

su padre lo llevó a casa, esperando que sumadre fuese ca-paz de consolarlo. Sin embar-go, por varias se-manas el niño les dio a suspadres muchas preocupaciones: sus manerasse tornaron nerviosas y extrañas, negándose a

abandonar la cabaña solo, y alarmando cons-tantemente a la familia al despertar gritando¡El hombre del bosque! ¡Padre! ¡Padre!"

Con el transcurso del tiempo, sin embargo, la

impresión pareció desgastarse y, cerca de tresmeses después, acompañó a su padre a la casade un caballero del vecindario para el cual Jo-seph W. ocasionalmente trabajaba. El hombrefue conducido al estudio y el pequeño niño

fue dejado sentado en la recepción. Pero pocosminutos después, mientras el caballero dabasus instrucciones a W., los dos fueron espan-tados por un grito desgarrador y el sonido deuna caída. Precipitándose fuera descubrieron

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al chico sin sentido sobre el suelo, su cara des-figurada por el terror. Inmediatamente llama-ron al doctor, quien luego de examinarlo de-

claró que el niño había sufrido una especie deataque, producto de un shock inesperado. Eniño fue llevado a uno de los dormitorios, yluego de un tiempo recuperó la conciencia, pe-ro solo para pasar a un estado, descrito por el

médico, como histeria violenta. El doctor le su-ministró un sedante fuerte, y en el curso dedos horas, le declaro capaz de caminar a casaPero al pasar por la recepción, los paroxismos

de terror retornaron, con más violencia. El pa-dre notó que el niño apuntaba hacia algún ob-jeto y oyó el antiguo grito, "¡El hombre debosque!", y mirando hacia la dirección señala-da vio una cabeza de piedra de apariencia gro-

tesca, que había sido edificada en la pared so-bre una de las puertas. Al parecer, reciente-mente el dueño de la casa había hecho algunasalteraciones en sus establecimientos, y mientras cavaba en las fundaciones de algunas de-

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pendencias el hombre encontró una curiosacabeza, evidentemente del período Romano, laque había sido dispuesta en la manera descri

ta. Los arqueólogos más experimentados dedistrito habían declarado que la cabeza era lade un fauno o de un sátiro. (El doctor Phillipsme cuenta que él ha visto la cabeza en cues-tión, y me asegura que nunca ha percibido una

manifestación tan vívida de intensa maldad).Pero cualquiera haya sido la causa, este se-

gundo golpe pareció demasiado severo para ejoven Trevor, y actualmente sufre de una debi-

lidad del intelecto, que ofrece escasa esperanzade recuperación. El asunto, en aquel tiempocausó una gran de sensación, y Helen fue dete-nidamente interrogada por el señor R., perosin resultados, pues ella negaba resueltamente

que había asustado o molestado a Trevor dealguna forma.

El segundo suceso con el que el nombre de laniña está conectado tuvo lugar hace aproxima-damente seis años, y es de un carácter aún más

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extraordinario.A comienzos del verano de 1882, Helen trabó

una amistad, de características peculiarmente

íntimas, con Rachel M., la hija de un prósperogranjero de la vecindad. Esta joven, un añomenor que Helen, era considerada por la ma-yoría como la más linda de las dos, a pesar deque los rasgos de Helen se habían suavizado

en gran medida mientras crecía. Las dos niñasque estaban juntas cada vez que fuera posibleexhibían un singular contraste, la una con suclara y olivácea piel, casi de apariencia italia-

na, y la otra con el proverbial rojo y blanco denuestros distritos rurales. Debe mencionarseque los pagos que señor R. hacía para la man-tención de Helen, eran conocidos en la villapor su excesiva generosidad, y era de impre-

sión general que algún día ella heredaría de supariente una gran suma de dinero. De esta for-ma, los padres de Rachel no se oponían a laamistad de su hija con la joven, e incluso fo-mentaban la intimidad, aunque ahora se arre-

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pienten amargamente de haberlo hecho. Helenaún conservaba su extraordinaria inclinaciónpor el bosque y, en varias ocasiones Rachel la

acompañaba. Ambas amigas salían tempranopor la mañana y se quedaban en el bosquehasta el crepúsculo. Una o dos veces despuésde aquellas excursiones la señora M. notó algopeculiar en el comportamiento de su hija; se la

veía ida y lánguida, como ha sido expresado"diferente a sí misma", sin embargo, estas pe-culiaridades le parecieron demasiado insignifi-cantes como para ser comentadas. Mas una

tarde, luego del retorno de Rachel al hogar, sumadre oyó un ruido que sonaba como un llan-to reprimido en la habitación de la joven, y aentrar la encontró tirada sobre su cama, mediodesnuda, evidentemente presa de una gran an-

gustia. Tan pronto como vio a su madre excla-mó: "Ah, madre, madre, ¿por qué me permitis-te ir al bosque con Helen?". La señora M. sesorprendió frente a tan extraña pregunta, yprocedió a indagar. Rachel le relató una extra-

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vagante historia. Contó que..."Clarke cerró el libro con un estruendo y vol-

vió su silla hacia el fuego. La tarde en que su

amigo se encontraba sentado en esa misma si-lla, narrando su historia, Clarke lo había inte-rrumpido en un punto algo posterior a estecortando sus palabras en un paroxismo de ho-rror. "¡Dios mío! –exclamó– Piensa, piensa en

lo que estás diciendo. Es demasiado increíbledemasiado monstruoso; cosas como esas nopueden suceder en este modesto mundo, don-de los hombres y mujeres viven y mueren, y

luchan, y conquistan, o quizá caen bajo el do-lor y el arrepentimiento, y sufren de extrañassuertes por varios años; pero no esto, Phillipsno cosas como estas. Debe haber alguna expli-cación, alguna salida de este terror. Porque

hombre, si tal situación fuera posible, nuestratierra sería una pesadilla."

Sin embargo, Phillips había contado su histo-ria hasta el final, concluyendo:

"Su huída permanece hasta hoy como un

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misterio; se desvaneció a plena luz del sol; lavieron caminado por una pradera y, pocos mi-nutos después, ya no estaba allí".

Clarke trató de imaginarse el asunto una vezmás, sentado junto al fuego, y su mente nue-vamente se estremeció y retrocedió, consterna-da ante la visión de tales horribles e innombra-bles elementos, entronados como estaban

triunfantes en la carne humana. Ante él se ex-tendía la oscura visión de la verde calzada enel bosque, como su amigo la había descritovio las hojas oscilantes y las temblorosas som-

bras sobre el pasto, vio la luz del sol y las flo-res, y, en la distancia, ambas figuras se acerca-ban hacia él. Una era Rachel, ¿y la otra?

Clarke ha tratado de no creer en ello, sin em-bargo, al final del relato, como está escrito en

su libro, puso la siguiente inscripción:ET DIABOLUS INCARNATE EST.

ET HOMO FACTUS EST.

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III. Ciudad de Resurrecciones–¡Dios mío, Herbert! ¿Es esto posible?–Sí, mi nombre es Herbert. Creo que conozco

su cara también, pero no recuerdo su nombreMi memoria está estropeada.–¿No recuerdas a Villiers de Wadham?–Así es, así es. Ruego me disculpes Villiers

nunca pensé que le estaba mendigando a un

antiguo amigo de universidad. Buenas noches–Mi querido amigo, esta prisa es innecesaria

Mis habitaciones están cerca de aquí, pero noiremos allí inmediatamente. ¿Qué te parece s

caminamos un poco por Shaftesbury Avenue?Pero Herbert, ¿cómo en nombre del cielo lle-gaste a esta situación?

–Es una larga historia, Villiers, y extrañatambién, pero puedes escucharla si así lo dese-

as.–Vamos, entonces. Toma mi brazo, no luces

muy fuerte.La dispar pareja se movió lentamente por la

calle Rupert; el uno en sucios y funestos an-

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drajos, y el otro, ataviado en el uniforme reglamentario de un hombre de ciudad, ordenadolustroso y distinguidamente acomodado. Vi-

lliers había salido de su restaurant luego deuna excelente cena de muchos platos, asistidopor un congraciador frasco de Chianti. Mas, enaquel marco mental que casi era crónico en élse había demorado junto a la puerta, atisbando

alrededor en la mortecina luz de la calle, enbusca de aquellos misteriosos incidentes y per-sonas que abundan en las calles de Londres acada hora. Villiers se enorgullecía de sí mismo

por ser un hábil explorador de aquellos oscu-ros laberintos y desvíos de la vida londinensey en esta improductiva ocupación desplegabauna asiduidad que era digna de actividadesmás serias. De esta forma, se encontraba junto

al poste de luz examinado a los transeúntescon una abierta curiosidad y con la seriedadsólo conocida por el comensal sistemáticocuando, habiendo recién enunciado en sumente la siguiente fórmula: "Londres ha sido

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llamada la ciudad de los encuentros; pero esmás que eso, es la ciudad de las Resurreccio-nes", sus reflexiones fueron súbitamente inte-

rrumpidas por un lastimero gemido junto a ély un lamentable pedido de limosna. Miró a sualrededor con enojo, y con un súbito impactose vio confrontado con la prueba encarnada desus pomposas fantasías. Allí, a su lado, la cara

alterada y desfigurada por la pobreza y des-gracia, el cuerpo escasamente cubierto porunos grasientos y mal traidos andrajos, se en-contraba su antiguo amigo Charles Herbert

quién se había matriculado el mismo día queél, con el cual había sido feliz y sagaz por docerevueltos períodos académicos. Ocupacionesdiferentes y diversos intereses habían inte-rrumpido la amistad, y hacía seis años que Vi-

lliers no veía a Herbert; y ahora lo encontrabaa esa ruina de hombre, con dolor y desalientomezclado con una cierta curiosidad respecto aqué espantosa cadena de circunstacias lo ha-brían arrastrado a tan triste situación. Villiers

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sintió junto con la compasión, todo el deleitedel aficionado a los misterios, y se felicitó porsus pausadas especulaciones fuera del restau-

rant.Caminaron en silencio por algún tiempo, ymás de algún transeúnte miró sorprendidoaquel insólito espectáculo de un hombre bienvestido con un indiscutible mendigo aferrado

a su brazo. Villiers, dándose cuenta de esto, di-rigió los pasos hacia una oscura calle en el So-ho. Aquí repitió su pregunta:

–¿Cómo diablos sucedió, Herbert? Siempre

creí que asumirías una gran posición en Dor-setshire. ¿Acaso tu padre te desheredó? ¿Segu-ramente no?

–No, Villiers; obtuve toda la propiedad cuan-do mi pobre padre murió, falleció un año des-

pués que dejé Oxford. Fue un buen padre paramí, y lamenté su muerte sinceramente. Pero túsabes cómo son los jovenes; pocos meses des-pués me vine a la ciudad y entré en sociedadTuve, por supuesto, presentaciones excelentes

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y logré divertirme mucho de una forma sanaJugaba un poco ciertamente, pero nunca

grandes riesgos, y las pocas apuestas que hice

en las carreras me dieron dinero –sólo unoscuantos peniques, tú sabes–, pero suficientepara pagar los puros y aquellos placeres insig-nificantes. Fue durante mi segunda temporadaque la marea cambió. ¿Por supuesto supiste

que me casé?–No, nunca escuché nada sobre eso.–Sí, me casé Villiers. Conocí a una joven, una

muchacha de la más maravillosa y extraña be-

lleza en la casa de ciertas personas que conoc-ía. No podría decirte su edad; nunca la supeHasta donde puedo imaginarme, debo pensarque tendría cerca de diecinueve cuando traba-mos conocimiento. Mis amigos la habían cono-

cido en Florencia; les había contadoque erahuérfana, hija de padre Inglés y madre Italia-na, y los cautivó tal como me cautivó a mí. Laprimera vez que la vi fue durante una veladanocturna. Yo estaba junto a la puerta, conver-

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sando con un amigo cuando de repente, sobeel murmullo y barullo de la conversación, es-cuché una voz que pareció estremecer mi cora-

zón. Estaba cantando una canción italiana. Mela presentaron esa tarde, y a los tres meses mecasé con Helen. Villiers, esa mujer, si es quepuedo llamarla mujer, pervirtió mi alma. En lanoche de bodas me encontré sentado en su ha-

bitación de hotel, escuchándola. Ella estabasentada sobre la cama, mientras yo la escucha-ba hablar con su hermosa voz. Habló de cosasque aún ahora no me atrevería a susurrar en la

noche más oscura, aunque estuviera en mediodel desierto. Villiers, puedes creer que conocesla vida, y Londres, y lo que sucede día y nocheen esta horrorosa ciudad; podrás haber escu-chado las palabras de los más viles, pero te di-

go, que no puedes concebir lo que yo sé, ni si-quiera en tus sueños más fantásticos y repug-nantes podrías imaginar una pálida sombra delo que yo he oído... y visto. Sí, visto. He vistolo increíble, horrores tales que incluso yo

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fierno.Villiers llevó al desafortunado a sus habita-

ciones, y le dio alimento. Herbert logró comer

un poco, y escasamente tocó el vaso de vinodispuesto ante él. Se sentó taciturno junto afuego, y pareció aliviado cuando Villiers lodespidió con un pequeño presente en dinero.

–A propósito, Herbert –dijo Villiers, mientras

se separaban en la puerta–, ¿cuál era el nom-bre de tu esposa? Creo que dijiste Helen. ¿He-len cuánto?

–El nombre por el que pasaba cuando la co-

nocí era Helen Vaughan, pero cuál sería suverdadero nombre, no podría decirlo. No creoque tuviera algún nombre. Sólo los seres hu-manos tienen nombres, Villiers, no podría de-cirte nada más. Adiós. Sí, no dejaré de llamar

si necesito algo en lo que puedas ayudarmeBuenas noches.

El hombre salió a la amarga noche, y Villiersregresó junto al fuego. Había algo acerca deHerbert que lo impactó inexpresivamente; no

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sus pobres andrajos ni las marcas que la po-breza había impreso en su rostro, sino másbien un terror indefinido que colgaba de él co-

mo una niebla. Había reconocido que él mis-mo no estaba desprovisto de culpa; la mujerhabía declarado, lo había pervertido en cuerpoy alma, y Villiers sintió que este hombre, algu-na vez su amigo, había actuado en escenas de

una maldad que está más allá del poder de laspalabras. Su historia no necesitaba de confir-mación, él mismo era la prueba encarnada deella. Villiers meditó con curiosidad acerca de

la historia que había oído, y se preguntó si ha-bía oído tanto el principio como el final deella. No –pensó–, ciertamente no el final, pro-bablemente sólo el comienzo. Un caso comoeste es como un nido de cajas Chinas; abres

una tras otra y descubres un exótico artificioen cada caja. Seguramente el pobre Herbert noes más que una de las cajas exteriores; hay algunas más extrañas que le siguen.

Villiers no pudo desligar su mente de Her-

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bert y su historia, la que pareció más desenfrenada a medida que pasaba la noche. El fuegoparecía arder débilmente, y el frío aire de la

mañana se filtraba dentro de la habitación; Vi-lliers se levantó dando una mirada sobre suhombro y, estremeciéndose ligeramente, se fuea la cama.

Unos días después encontró a uno de sus co-

nocidos en su club, se llamaba Austin y era fa-moso por su íntimo conocimiento de la vidalondinense, tanto en sus fases tenebrosas comoluminosas. Villiers, aún repleto de su encuen-

tro en el Soho y sus consecuencias, pensó quequizá Austin podría echarle algo de luz a lahistoria de Herbert, y así, luego de un poco decharla informal, lanzó la pregunta:

–¿Por casualidad sabes algo de un hombre

llamado Herbert –Charles Herbert?Austin se volteó seriamente y miró a Villiers

con asombro.–¿Charles Herbert? ¿No estabas en la ciudad

hace tres años? No; ¿entonces no oíste acerca

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del caso de Paul Street? Causó gran sensaciónen aquel tiempo.

–¿Cuál fue el caso?

–Bueno, un caballero, un hombre de muybuena posición fue hallado muerto, tiesamentemuerto, en el terreno de cierta casa en PaulStreet, lejos de Tottenham Court Road. Por su-puesto que la policía no hizo el descubrimien-

to; si te pasas despierto toda la noche y tienesluz en tu ventana, el policía llamará a tu puer-ta, sin embargo, si sucede que yaces muerto enel patio de alguien, te dejan solo. En este caso

como en muchos otros, la alarma fue dada poruna suerte de vagabundo; no me refiero a unvago común, o a un hargán de alguna tabernasino a un caballero, cuyo negocio o placer, oambos, lo convirtieron en un espectador de

Londres a las cinco de la mañana. Este individuo estaba, como dijo, "yendo a casa", no sesupo desde dónde ni hacia dónde, y tuvo laocasión de pasar por Paul Street entre las cua-tro y las cinco a.m. Algo captó su mirada en el

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número 20; bastante absurdamente dijo, que lacasa tenía la fisonomía más desagradable quehabía visto, pero que de todas formas había

mirado. Se sorprendió bastante al ver a unhombre yaciendo sobre las piedras, sus extre-midades completamente agazapadas, y su ros-tro vuelto hacia arriba. A nuestro caballero erostro le pareció extrañamente espectral y, de

esta forma, partió corriendo en busca del po-licía más cercano. Al comienzo, el alguacil seinclinaba a tratar el caso ligeramente, sospe-chan-do una borrachera común; sin embargo

se dirigió al lugar y, luego de mirar el rostrodel hombre, cambió su tono, bastante rápida-mente. El madrugador, quien había recogidoeste "gusanito", fue enviado en busca del doc-tor, mientras el policía golpeaba y llamaba a la

puerta de la casa, hasta que una desaliñadasirvienta, luciendo más que un poco dormidaabrió la puerta. El alguacil le señaló el conteni-do del terreno a la sirvienta, quien gritó lo su-ficientemente fuerte para despertar a toda la

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calle, mas no sabía nada acerca del hombrenunca lo había visto en la casa, etcétera. Mien-tras tanto, el descubridor original había regre

sado con el médico, y lo siguiente fue ingresaral área. La reja estaba abierta, por lo que elcuarteto completo bajó pesadamente las esca-leras. El doctor escasamente necesitó un mo-mento de inspección; dijo que el pobre tipo ha-

bía estado muerto por varias horas. Entoncesfue cuando el caso se puso interesante. Emuerto no había sido asaltado, y en uno de susbolsillos estaban sus papeles identificándolo

como...bueno, como un hombre de buena fa-milia y medios, un favorito de la sociedad, unenemigo de nadie, hasta donde se puede sa-ber. No te digo su nombre, Villiers, porque na-da tiene que ver con la historia, además no es

nada bueno desentrañar estos asuntos de losmuertos cuando no hay familiares vivos. El si-guiente punto curioso fue que el médico nopudo acordar cómo encontró su muerte. Habíaalgunos ligeros moretones en los hombros, pe

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ro eran tan tenues que parecía como si hubiesesido empujado rudamente fuera por la puertade la cocina, y no arrojado por sobre la reja

desde la calle o, más aún, arrastrado escalerasabajo. Sin embargo, no había absolutamenteninguna otra marca de violencia en él, porcierto ninguna que diera cuenta de su muertey cuando hicieron la autopsia, no habían ras-

tros de veneno, de ningún tipo. La policía, ob-viamente, quería saber todo acerca de las per-sonas del número 20 de Paul Street, y aqunuevamente, como he escuchado de fuentes

privadas, surgieron uno o dos puntos muy cu-riosos. Al parecer los ocupantes de la casa eranel señor y la señora Charles Herbert; se decíaque él era un terrateniente, lo que impactó a lagente pues Paul Street no era exactamente un

lugar en el cual buscar a la burguesía hacenda-da. En cuanto a la señora Herbert, nadie parec-ía saber quién o qué era y, entre nosotrosimagino que los que se sumergieron tras lahistoria, se encontraron en aguas más bien ex-

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trañas. Por supuesto que ambos negaron saberalgo acerca del fallecido y, por falta de eviden-cia en contra de ellos, fueron dejados en liber-

tad. Sin embargo, algunas cosas muy extrañassalieron respecto a ellos. A pesar de que eranentre las cinco y las seis de la mañana cuandoel muerto fue removido, un gran gentío se re-unió, y varios de los vecinos corrieron a ver

qué estaba sucediendo. Eran bastante desata-dos en sus cometarios, en todo caso, y de estosapareció que el número 20 tenía muy mala fa-ma en Paul Street. Los detectives trataron de

rastrear estos rumores hacia algún fundamen-to sólido de los hechos, pero no pudieron aga-rrarse de nada. La gente negaba con su cabezay elevaban sus cejas pues los Herberts les pa-recían más bien "raros", "mejor no ser visto en-

trando a su casa", y etcétera. Pero no había nada tangible. Las autoridades estaban moral-mente convencidas que el hombre había en-contrado su muerte, de alguna u otra formaen la casa y que había sido arrojado fuera por

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la puerta de la cocina, pero no podían probar-lo, y la ausencia de indicios de violencia o en-venenamiento los dejó impotentes. Un caso

singular, ¿no es cierto?. Pero curiosamentehay algo más que no te he dicho. Resulta queconozco a uno de los médicos que fue consul-tado acerca de la causa de muerte, y algúntiempo después de la investigación me lo en-

contré, y le pregunte acerca del tema. "¿Real-mente quieres decirme –le dije–, que te vistedesconcertado con el caso, y que realmente nosabes de qué murió aquel hombre?" "Discúlpa-

me –respondió– conozco perfectamente bien lacausa de la muerte. Blank murió de miedo, deun verdadero y espantoso terror; nunca du-rante el curso de mi práctica he visto rasgostan terriblemente desfigurados, y le he visto

las caras a un sinnúmero de muertos". El doc-tor era usualmente un tipo bastante serenopero un cierta intensidad en sus modos me im-presionó, sin embargo, no pude sonsacarle na-da más. Supongo que Hacienda no encontró la

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manera de procesar a los Herberts por asustara un hombre hasta matarlo; de cualquier forma, nada se hizo, y el caso se retiró de la men-

te de los hombres. ¿Por casualidad, sabes tú al-go sobre Herbert?–Bueno –contestó Villiers–, era un antiguo

amigo de universidad.–No me digas. ¿Viste alguna vez a su esposa?

–No, nunca. Perdí de vista a Herbert por mu-chos años.

–Es extraño, ¿verdad?, separarse de un hom-bre en la puerta de la universidad o en Pad-

dington, no saber nada de él por años, y luegoencontrarlo asomando su cabeza en tan extra-ño lugar. Pero a mí me hubiera gustado ver ala señora Herbert; se dicen cosas extraordina-rias acerca de ella.

–¿Qué clase de cosas?–Bueno, casi no sé cómo contártelo. Todos

los que la vieron en la corte policial dijeronque era, al mismo tiempo, la mujer más her-mosa y la más repulsiva, sobre la que hayan fi-

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jado sus ojos. Hablé con un hombre que lhabía visto, y te lo aseguro, realmente se estre-mecía mientras trataba de describirme a la

mujer, mas no podía decir por qué. Parece queella era una especie de enigma; y yo creo quesi aquel muerto hubiera podido contar cuen-tos, habría narrado unos extraordinariamenteraros. Y nuevamente nos encontramos frente a

otro acertijo, ¿que podría haber querido el se-ñor Blank (lo llamaremos así, si no te molesta)en una casa tan extravagante como la denúmero 20?. Es un caso del todo extraño, ¿no

lo crees?.–Realmente lo es, Austin; un caso extraordi-nario. Nunca pensé, al preguntarte por mi an-tiguo amigo que me encontraría frente a tanextraño metal. Bueno, debo irme, buen día.

Villiers se alejó, pensando en su propia ideaingeniosa de las cajas Chinas; aqui había unartificio exótico, de hecho.

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IV. El Descubrimiento en Paul StreetPocos meses después del encuentro entre Vi-

lliers y Herbert, el señor Clarke se encontraba

como era usual, sentado junto al hogar des-pués de la cena, cuidando resueltamente quesus fantasías no erraran en dirección a su escritorio. Por más de una semana había logradomantenerse lejos de sus "Memorias", abrigan-

do esperanzas de una completa autorefor-mación; sin embargo, a pesar de sus esfuerzosno podía acallar el interés y la extraña curiosi-dad que el caso que había escrito, excitaba en

él. Le había expuesto el caso, o más bien un re-sumen de él , en forma de supuesto, a un ami-go científico, quien meneó su cabeza pensandoque Clarke se estaba volviendo excéntrico, ydurante esta noche en especial, Clarke se es-

forzaba en racionalizar la historia, cuando unrepentino golpe a la puerta lo sacó de sus me-ditaciones

–El señor Villiers le busca, señor.–¡Dios mío! Villiers, es muy amable de tu

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traños también, pero creo que éste, los sobre-pasa a todos. Hace cerca de tres meses veníasaliendo de un restaurant una desagradable

noche de invierno; había consumido una cenaimportante y una buena botella de Chianti, yme detuve un momento en la acera, pensandoacerca del misterio que hay alrededor de lascalles de Londres y de los visitantes que las re-

corren. Una botella de vino rojo da alas a estasfantasías, Clarke, y me atrevo a decir que debohaber pasado a través de una página pero fuiinterrumpido por un mendigo que había apra-

recido trás de mí, y hacía las peticiones usua-les. Pos supuesto mire a mi alrededor y estemendigo resultó ser lo que quedaba de un vie-jo amigo mío, un hombre llamado Herbert. Lepregunté cómo había llegado a tan miserable

pasar, y me lo dijo. Caminamos por una deaquellas largas y oscuras calles del Soho, y allescuché su historia. Dijo que se había casadocon una mujer hermosa, algunos años más jo-ven que él y, según dijo, lo había pervertido en

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cuerpo y alma. No entró en detalles; dijo queno se atrevía, que lo que había visto y oído loacechaba día y noche, y al mirar en su rostro

supe que decía la verdad. Había algo respectoal hombre que me hacía estremecer. No sé porqué, pero estaba allí. Le di algo de dinero y lodespedí, y te aseguro que cuando se fue jadeéal respirar. Su presencia parecía congelar la

sangre.–Yo creo que el pobre tipo contrajo un matri-

monio imprudente, y, en ingles llano, se fuepor las malas.

–Bueno, esucha esto –Villiers le contó a Clarke la historia que había oído de Austin–. Yaves –finalizó– casi no hay duda de que este se-ñor Blank, quienquiera que haya sido, murierade un verdadero terror; presenció algo tan es-

pantoso, tan terrible, que le arrebató la vida. Ylo que vio, seguramente lo vio en aquella casala cual, de una u otra forma, tiene una mala re-putación en el vecindario. Tuve curiosidad deir y ver el lugar por mí mismo. Es una calle de

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tipo deprimente; las casa son sufucientementeantiguas para ser despreciables y terribles, pero no lo suficientemente viejas para ser extra-

vagantes. Hasta donde pude observar, la ma-yoría de ellas eran hospedajes, amobladas y noamobladas, y casi cada casa tenía tres campa-nillas en su puerta. Aquí y allá, los primerospisos habían sido transformados en negocios

de la clase más corriente; es una calle lúgubreen todos los sentidos. Encontré que el número20 estaba en alquiler, y fui donde el agente yobtuve la llave. Por supuesto que no hubiera

escuchado nada de los Herberts en ese cuartopero le pregunté al hombre, directamente, ha-ce cuánto habían dejado la casa y si habían ha-bido otros inquilinos mientras tanto. Me miroextrañamente por un minuto, y me dijo que

los Herberts la habían abandonado inmediata-mente depués de lo enojoso, como lo llamabay desde entonces la casa ha permanecido vac-ía.

Villiers se detuvo por un momento.

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–Siempre me he sentido atraído por entrar alas casa vacías, hay una suerte de fascinaciónen los desolados cuartos vacíos, con los clavos

en las paredes, y el polvo acumulado sobre losalfeízares de las ventanas. Pero no gocé en-trando al número 20 de Paul Street. Difícil-mente había puesto un pie dentro del pasajecuando noté un extraño y pesasdo sentimiento

en el aire de la casa. Por supuesto que todaslas casas vacías son sofocantes, y otras cosaspero esto era algo totalmente diferente; no telo puedo describir, pero parecía cortar la respi-

ración. Fui a la habitación delantera y a la tras-era, y a las cocinas escaleras abajo; todas esta-ban suficientemente sucias y polovorientascomo esperarías, mas había algo extraño en to-das ellas. No podría definirlo, sólo se que me

sentí raro. Sin embargo, una de las habitacio-nes del primer piso era la peor. Era una habita-ción más bien grande, y alguna vez el papemural debió haber sido alegre, pero cuando yola vi, la pintura, el papel, y todo eran de lo

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hacer fue llegar donde el agente con la llave eirme a casa. Estuve en cama por una semanasufriendo de lo que mi doctor diagnosticó co-

mo impacto nervioso y agotamiento. Uno deesos días estaba leyendo el períodico y metopé por casualidad con el siguiente titular"Murió de hambre". Era lo usual, un hospedajetípico en Marleybone, una puerta cerrada du-

rante varios días, y un hombre muerto en susilla cuando forzaron la puerta."El fallecido –decía el párrafo– era conocido como CharlesHerbert, y se cree que alguna vez fue un

próspero hacendado. Su nombre fue familiarpara el público tres años atrás en conexión conla misteriosa muerte en Paul Street, TottenhamCourt Road, siendo el difunto el inquilino dela casa número 20, en cuyo terreno fue encon-

trado muerto un caballero de buena posiciónbajo circunstancias no desprovistas de sospechas". Un trágico final, ¿verdad?. Pero despuésde todo, si lo que me contó era verdad, y estoyseguro que lo era, la vida de aquel hombre era

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una completa tragedia, y una tragedia de lasuerte más extraña que la que pusieron en lastablillas.

–Y esa es la historia, ¿no es cierto?–Sí, esa es la historia.–Bueno, Villiers, realmente no sé qué decir a

respecto. No hay duda que existen circunstan-cias en el caso que parecen peculiares, el des-

cubrimiento de un muerto en el terreno de lacasa de Herbert, por ejemplo, y la extraordina-ria opinión del médico respecto a la causa dela muerte; sin embargo, despues de todo, es

posible que todos esos hechos puedan ser ex-plicados de una forma directa. En relación atus propias sensaciones cuando visitaste la casa, sugiero que pudieron deberse a una imagi-nación vívida; debes haber estado meditando

en un estado semiconsciente, sobre lo que ha-bías escuchado. No veo exactamente qué máspodría decirse o hacerse al respecto; evidente-mente crees que hay un misterio de algún tipopero Herbert está muerto; ¿dónde propones

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buscar?.–Propongo buscar a la mujer; la mujer con la

que se casó. Ella es un misterio.

Los dos hombres estaban en silencio junto alfuego; Clarke se felicitaba por haber manteni-do el personaje de abogado del lugar común, yVilliers se envolvía en sus oscuras fantasías.

–Creo que fumaré un cigarrillo –dijo final-

mente, y pasó su mano por el bolsillo palpan-do la cajetilla de cigarros.

–¡Ah! –dijo, sobresaltándose ligeramente–Había olvidado que tenía algo que mostrarte

¿Recuerdas que te dije que había encontradoun curioso bosquejo entre el montón de periódicos viejos en la casa de Paul Street? Aquestá.

Villiers sacó un pequeño paquete de su bolsi-

llo. Estaba cubierto con un papel marrón, yasegurado con un cordel, y los nudos ofrecíanproblemas. A pesar de sí mismo, Clarke sintiócuriosidad; se inclinó en su silla mientras Vi-lliers deshacía con esfuerzo el cordel, y desen-

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volvía la cubierta exterior. Dentro había unasegunda envoltura de papel que Villiers sacóy sin una palabra, le alcanzó el pequeño peda-

zo de papel a Clarke.Hubo un silencio mortal en la habitación du-rante cinco minutos. Los dos hombres estabantan quietos que podían oír el sonido del anti-cuado reloj que se encontraba afuera en el hall

y en la mente de uno de ellos, la lenta monoto-nía del sonido despertó una memoria lejanaMiraba intensamente el boceto a tinta y lápizde la cabeza de la mujer; era evidente que ha-

bía sido dibujado con gran cuidado y por unverdadero artista, ya que el alma de la mujerasomaba por sus ojos, y los labios se abrían enuna extraña sonrisa. Clarke observaba inmóviel rostro; le trajo a la memoria una tarde de ve-

rano, hace mucho tiempo; nuevamente presen-ció el largo y hermoso valle, el río serpentean-do entre las colinas, las praderas y los maiza-les, el pálido sol rojizo, y la blanca y fría bru-ma elevándose del agua. Escuchó una voz ha-

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blándole a través de las oleadas de años, di-ciendo: "Clarke, ¡Mary verá al Dios Pan!" , yluego se encontraba en la siniestra habitación

junto al doctor, escuchando el pesado tic tadel reloj, esperando y observando, observandola figura que se encontraba tendida en la sillaverde bajo la lámpara. Mary se levantó, émiró en sus ojos y su corazón se enfrío en su

inte-rior.–¿Quién es esta mujer? –dijo finalmente. Su

voz era seca y rasposa.–Es la mujer con la que Herbert se casó.

Clarke miró nuevamente el boceto; no eraMary después de todo. Indudablemente era erostro de Mary, pero había algo más, algo queno había visto en los rasgos de Mary cuandoentró al laboratorio vestida de blanco con e

doctor, tampoco en su horrible despertar, nicuando yacía gesticulando en la cama. Fueralo que fuera, la mirada que venía de aquellosojos, la sonrisa en los labios llenos, o la expre-sión del rostro entero, hizo estremecer a Clar-

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ke en lo más recóndito de su alma, y reflexióde manera inconsciente sobre las palabras dedoctor Phillips: "el presentimiento de maldad

más vívido que he visto". Mecánicamente vol-teó el papel en su mano y miró la parte deatrás.

–¡Dios mío, Clarke! ¿Qué sucede? Estás páli-do como la muerte.

Villiers saltó violentamente de su silla, mien-tras Clarke se reclinaba con un quejido, dejan-do caer el papel de sus manos.

–No me siento muy bien, Villiers, soy objeto

de estos ataques. Sírveme un poco de vinogracias, esto servirá. Me sentí mejor en unosminutos.

Villiers recogió el caído boceto y lo volteó co-mo Clarke había hecho.

–¿Viste eso? –dijo–. Así fue como la identifi-qué como el retrato de la esposa de Herbert, odebo decir su viuda. ¿Cómo te sientes ahora?

–Mejor, gracias, fue sólo un mareo pasajeroNo creo que te entienda claramente. ¿Qué di-

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jiste que te permitió identificar la imagen?–Esta palabra –Helen– estaba escrita atrás

¿No te dije que su nombre era Helen? Sí, He-

len Vaughan.Clarke lanzó un gemido; no había ningunasombra de duda.

–Ahora – dijo Villiers–, ¿no estás de acuerdoque en la historia que te he contado esta no-

che, y el papel que esta mujer juega en ellahay algunos puntos muy extraños?

– Sí, Villiers –musitó Clarke–, realmente esuna historia extraña; una extraña historia, real-

mente. Debes darme tiempo para reflexionarsobre ella, y quizá pueda ayudarte y quizá no¿Te retiras ahora? Bueno, buenas noches Vi-lliers, buenas noches. Ven a visitarme en etranscurso de una semana.

V. La carta de advertencia–¿Sabes Austin –dijo Villiers, mientras ambos

amigos paseaban serenamente a lo largo dePicadilly una agradable mañana de mayo– sa-

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bes que estoy convencido que lo que me con-taste acerca de Paul Street y de los Herberts esun mero episodio de una historia extraordina-

ria? Además, debo cofesarte que cuando tepregunté por Herbert hace unos meses atrásrecién me lo había encontrado.

–¿Lo habías visto? ¿Dónde?–Me pidió limosna una noche en la calle. Se

encontraba en la condición más lamentablepero reconocí al hombre y lo tuve contándomesu historia, o por lo menos un esbozo de ellaEn resumen, llegó a lo siguiente: había sido

arruinado por su mujer.–¿De qué forma?–No me lo dijo; sólo dijo que ella lo había

destruido, en cuerpo y alma. El hombre estámuerto ahora.

–¿Y qué fue de su mujer?–Ah, eso es lo que me gustaría saber, y pre-

tendo encontrarla tarde o temprano. Conozcoa un hombre llamado Clarke, un tipo seco, dehecho, un hombre de negocios, pero suficien-

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temente despierto. Tú comprendes a lo que merefiero, no despierto en el mero sentido comercial de la palabra, sino que un hombre que re-

almente sabe algo acerca del hombre y la vidaBueno, le expuse el caso y realmente se impre-sionó. Dijo que necesitaba ser considerado yme pidió que volviera en el transcurso de unasemana. Pocos días después, recibí esta extra-

ordinaria carta.Austin tomó el sobre, extrajo la carta y leyó

con curiosidad. Decía lo siguiente:"MI QUERIDO VILLIERS, he pensado en e

caso sobre el cual me consultaste la otra nochey mi consejo es el siguiente. Arroja el retrato afuego, borra la historia de tu mente. Nunca ledediques otro pensamiento, Villiers, o te arre-pentirás. Pensarás, sin duda, que poseo alguna

información secreta, y hasta cierto punto esees el caso. Pero sólo conozco un poco; sólo soycomo un viajero que ha atisbado sobre el abis-mo y se ha retirado con horror. Lo que sé, essuficientemente extraño y terrible, sin embar-

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go, más allá de mi conocimiento hay profun-didades y horrores aún más espantosos, másincreíbles que cualquier cuento narrado una

noche de invierno junto al fuego. He resueltono explorar ni un ápice más allá, y nada con-moverá tal resolución, y si valoras tu felicidadtomarás la misma determinación.

Ven a verme de todos modos; pero hablare-

mos de temas más alegres que éste.Austin dobló metódicamente la carta, y se la

devolvió a Villiers.–Ciertamente es una carta particular –dijo–

¿a qué se refiere el hombre con el retrato?–¡Oh! Había olvidado mencionar que estuveen Paul Street e hice un descubrimiento.

Villiers relató su historia como lo había he-cho con Clarke, mientras Austin escuchaba en

silencio. Parecía intrigado.–¡Qué curioso que experimentaras una sen-

sación tan desagradable en aquella habitación–dijo finalmente–. Difícilmente creo que hayasido una mera cuestión de la imaginación; en

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resumen, un sentimiento de repulsión.–No. Era más físico que mental. Era como s

en cada inhalación, respirara alguna emana-

ción mortífera, que parecía penetrar en cadanervio, hueso y tendón de mi cuerpo. Me senttironeado de pies a cabeza, mis ojos comenza-ron a oscurecerse, fue como la entrada a lamuerte.

–Sí, sí, realmente muy extraño. Como ves, tuamigo confesó que hay una historia muy oscu-ra conectada con esta mujer. ¿Percibiste algunaemoción particular en él cuando le relatabas tu

experiencia?–Sí. Se puso muy débil, pero me aseguró queno era más que un ataque pasajero de los cua-les era objeto.

–¿Le creíste?

–En el momento lo hice, pero ahora no. Es-cuchó lo que yo tenía que decir con bastanteindiferencia, hasta que le mostré el retrato. En-tonces fue cuando el ataque del que hablo lesobrevino. Te aseguro que lucía cadavérico.

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–Entonces debe haber visto a la mujer algunavez. Sin embargo, puede haber otra explica-ción; puede haber sido el nombre y no el ros-

tro, el que le era familiar. ¿Qué crees tú?–No podría decírtelo. Hasta donde creo, fueluego de voltear el retrato en su mano que casse cae de la silla. El nombre, como sabes, esta-ba escrito en la parte de atrás.

–¡Correcto! Después de todo, es imposiblellegar a una conclusión en un caso como esteOdio el melodrama, y nada me choca más quela trivialidad y el tedio de las historias comer-

ciales de fantasmas; pero Villiers, realmenteparece que hay algo muy extraño en en fondode todo esto.

Sin darse cuenta, los dos hombres habían do-blado por Ashley Street, dirigiéndose al norte

de Picadilly. Era una calle larga, y más biensombría, mas aquí y allá, un gusto más brillan-te había iluminado las oscuras casas con floresy cortinas alegres, y una agradable pintura enlas puertas. Villiers observaba al tiempo que

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respecto; estuvo allí la tarde del domingo pa-sado. Me ha asegurado que nunca había pro-bado un vino como ese y, como sabes, Argen-

tine es un experto. A propósito, eso me recuer-da, debe ser una mujer del tipo singular, estaseñora Beaumont. Argentine le preguntó acer-ca de la antigüedad del vino y, ¿qué crees quele respondió?. "Al rededor de unos mil años

creo". Lord Argentine pensó que lo estaba en-gañando, tú sabes, pero cuando se río ella ledijo que hablaba totalmente en serio y le ofre-ció mostrarle la jarra. Por supuesto que luego

de eso no pudo decir nada más; pero me pare-ce algo anticuado para una bebida, ¿no te pa-rece? Bueno, ya llegamos a mis habitaciones¿Quieres pasar?

–Gracias, creo que lo haré. No he visto la

tienda de curiosidades hace un buen tiempo.Era una habitación ricamente amoblada, aun-

que extravagantemente, donde cada jarrón, armario y mesa, y cada alfombra, jarra y orna-mento parecían ser una cosa aparte, preser-

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vando cada una su propia individualidad.–¿Algo fresco últimamente? –dijo Villiers

luego de un rato.

–No; creo que no. ¿Ya viste esos cántaros ex-traños, no es cierto? Me lo imaginaba. No creohaberme topado con nada durante las últimassemanas.

Austin examinó la pieza de aparador en apa-

rador, de estante a estante, en busca de algunanueva rareza. Finalmente, sus ojos se posaronsobre un extraño cofre, agradable y exquisita-mente tallado, que se encontraba en una oscu-

ra esquina del cuarto.–Ah –dijo– lo estaba olvidando, tengo algoque mostrarte. Austin abrió el cofre, extrajo ungrueso volumen empastado, lo dejó sobre lamesa, y retomó el cigarro que había dejado a

un lado.–Villiers, ¿conociste a Arthur Meyrick, el pin-

tor?–Algo. Lo vi una o dos veces en la casa de un

amigo mío. ¿Qué ha sido de él? No he escu-

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chado la mención de su nombre por algúntiempo.

–Murió.

–¡Díos mío! Tan joven, ¿verdad?–Si, tenía sólo treinta cuando murió.–¿De qué falleció?–No lo sé. Era un íntimo amigo mío, y un ti-

po realmente bueno. Acostumbraba a venir y

hablar conmigo durante horas, era uno de losmejores conversadores que he conocido. Incluso podía hablar de la pintura, y eso es más delo que se puede decir de la mayoría de los pin-

tores. Hace aproximadamente dieciocho mesescomenzó a sentirse estresado, y en parte si-guiendo mi consejo, se embarcó en una especiede expedición errante, sin un final ni un obje-tivo muy definidos. Me parece que Nueva

York sería uno de sus primeros puertos, peronunca supe de él. Hace tres meses recibí estelibro, acompañado de una cortés nota de undoctor inglés trabajando en Buenos Aires, afir-mando que había atendido al fallecido señor

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Meyrick durante su enfermedad, y que el di-funto había expresado el intenso deseo de queel paquete sellado debía serme enviado luego

de su muerte. Eso era todo.–¿Y no escribiste para pedir nuevos porme-nores?

–He pensado en hacerlo. ¿Tú me aconsejaríasescribirle al doctor?

–Ciertamente. ¿Y el libro?–Estaba sellado cuando lo recibí. No creo que

el doctor lo haya mirado.–¿No es algo muy extraño? ¿Era Meyrick un

coleccionista?–No, no lo creo, difícilmente un coleccionistaDime, ¿qué es lo que piensas de estas vasijasAinu?

–Son singulares, pero me gustan. Pero, ¿no

me vas a mostrar el legado del pobre Meyrick?–Si. Sí, por cierto. Lo que sucede es que es un

objeto bastante peculiar y no se lo he mostradoa nedie. Si yo fuera tú, no diría nada al respec-to. Aqui está.

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Villiers cogió el libro y lo abrió a azar.–No es un volumen impreso, entonces –dijo.–No. Es una colección de dibujos en blanco y

negro hechos por mi pobre amigoMeyrick.Villiers dio vuelta la primera página, estaba

en blanco; la segunda llevaba una pequeñainscripción que decía:

"Silet per diem universus, nec sine horror se-cretus est; lucet mocturnis ignibus, chorusAeipanum undique personatur: audiuntur ecantus tibiarum, et tinnitus cymbalorum per

oram maritimam".En la tercera página había un diseño que so-bresaltó a Villiers y miró inmediatamente aAustin; éste miraba abstraídamente por la ven-tana. Villiers volteó página tras página, absor-

to, a pesar de sí mismo, en las espantosas No-ches de Walpurgis de la maldad, una maldadextraña y monstruosa, que el artista habíaplasmado en duro blanco y negro. Las figurasde Faunos, Sátiros y Aegipos bailaban frente a

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–¿Qué te parecen los diseños?–Son terribles. Sella el libro nuevamente

Austin. Si yo fuera tú, lo quemaría; debe ser

una horrible compañía aún estando en un co-fre.–Sí, son unos dibujos singulares. Pero me

pregunto, ¿qué conexión había entre Meyricky la señora Herbert, o qué vínculo había entre

ella y estos diseños?–¿Quién podría decirlo? Es posible que este

asunto termine aquí, y nunca sepamos, sin em-bargo, en mi opinión, esta Helen Vaughan o

señora Herbert, es sólo el principio. Volverá aLondres, Austin; pierde cuidado, ella regre-sará, y entonces sabremos más acerca de ellaDudo que sean noticias muy agradables.

VI. Los SuicidiosLord Argentine era un gran favorito en la so-

ciedad londinense. A los veinte años había si-do un hombre pobre, adornado por el apellidode una ilustre familia, sin embargo, forzado a

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ganarse el sustento como fuera, y ni el más es-peculativo de los prestamistas le hubiera con-fiado 5 peniques sobre la eventualidad de que

alguna vez cambiara su nombre por un títuloy su pobreza por una gran fortuna. Su padrehabía estado lo suficientemente cerca de lafuente de las cosas buenas como para asegurara uno de los miembros vivos de la familia, pe-

ro el hijo, aún si hubiera tomado los votos, nohubiera obtenido más que eso, además, no ten-ía vocación para la orden eclesiástica. De estaforma, enfrentó al mundo con una armadura

no mejor que la toga de bachiller y el ánimo deun joven nieto del hijo, equipamiento con ecual se las ingeniaba de alguna forma para ha-cer de esa una batalla bastante tolerable. A losveinticinco el señor Charles Aubernon era aún

un hombre de luchas y contiendas contra emundo, sin embargo, de los siete que se en-contraban antes que él en los lugares más altosde su familia, sólo quedaban tres. Estos tresaunque "bien vivos", no eran a prueba de la

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lanza Zulu ni de la fiebre tifoidea, por lo queuna mañana, Aubernon despertó siendo LordArgentine, un hombre de treinta años que ha-

bía enfrentado las dificultades de la existenciay las había conquistado. La situación lo divert-ía inmensamente, y resolvió que la riqueza se-ría tan agradable para él como lo había sidosiempre la pobreza. Luego de algunas conside-

raciones, Argentine llegó a la conclusión deque la cena, mirada como una de las bellas ar-tes, era quizá la ocupación más entretenidaabierta a la humanidad arruinada, de esta for-

ma, sus cenas se hicieron famosas en Londresy una invitación para su mesa era algo codicio-samente deseado. Luego de diez años de se-ñoría y cenas, Argentine aún rehusaba a can-sarse y siguió disfrutando de la vida , y, como

una suerte de infección, era reconocido comocausa de alegría para los demás, en suma, co-mo la mejor de las compañías. De este modosu repentina y trágica muerte causó una ex-tensa y profunda sensación. La gente difícil-

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mente lo creía, aún teniendo el periódico fren-te a sus ojos y el grito de "Misteriosa muertede un noble" resonando por las calles. Mas all

estaba el párrafo: "Lord Argentine fue halladomuerto esta mañana por su asistente bajo cir-cunstancias intranquilizantes. Se ha afirmadoque no hay duda de que su señoría se habríasuicidado, aunque no se ha encontrado un mo

tivo para el acto. El fallecido caballero era am-pliamente conocido en sociedad, y muy queri-do por sus joviales maneras y su regia hospita-lidad. Ha sido sucedido por..." etc, etc.

Lentamente los detalles salieron a la luz, pe-ro el caso era aún un misterio. El testigo prin-cipal del interrogatorio era el ayudante del di-funto, quien afirmó que la noche anterior a lamuerte Lord Argentine había cenado con una

señora de buena posición, cuyo nombre fuesuprimido por los periódicos. Lord Argentinehabía regresado aproximadamente a las once yhabía informado a su hombre que no requerir-ía de sus servicios hasta la mañana siguiente

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Un poco más tarde, el sirviente tuvo la oportu-nidad de pasar por el hall y asombrarse al vera su amo saliendo tranquilamente por la puer-

ta principal. Se había cambiado la tenida denoche y vestía un abrigo Norfolk, unos bom-bachos, y un sombrero bajo color marrón. Eayudante no tenía ninguna razón para supo-ner que Lord Argentine lo había visto, y aun-

que su amo rara vez se quedaba hasta tardejamás pensó en lo que ocurriría a la mañana si-guiente al llamar a su puerta un cuarto paralas nueve, como era usual. No recibió respues-

ta, y luego de golpear una o dos veces, entró ala habitación y vio el cuerpo de Lord Argenti-ne inclinado en ángulo desde los pies de la ca-ma. Descubrió que su amo había atado firme-mente una cuerda a uno de los postes cortos

de la cama, y luego hizo un nudo corredizo yse lo deslizó al redor del cuello, el pobre hom-bre debe haberse dejado caer resueltamentepara morir lentamente estrangulado. Vestía edelgado traje con el que el sirviente lo había

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visto salir, y el doctor que fue llamado declaróque la su vida se había extinguido hacía másde cuatro horas. Todos los papeles, cartas, y

demases, estaban en perfecto orden, y no sedescubrió nada que apuntara remotamente aalgún escándalo, fuera grande o pequeñoHasta aquí llegaba la evidencia; nada más pu-do ser descubierto. Varias personas se encon-

traban presentes en la cena a la que Lord Ar-gentine había asistido, y a todas ellas les pare-ció que se encontraba de un humor afable, co-mo siempre. Sin embargo, el asistente afirmó

que su amo le había parecido algo agitado allegar a casa, mas la alteracióm era a su mane-ra muy tenue, de hecho, difícilmente percepti-ble. Buscar más pistas parecía inútil, y la suge-rencia de que Lord Argentine había sufrido de

un repentino ataque de manía suicida agudafue ampliamente aceptado.

Sin embargo, resultó de otra manera, cuandodentro de las tres semanas siguientes, otrostres caballeros, uno de ellos un noble, y dos

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hombres más de buena posición y abundantesmedios, perecieron atrozmente en casi la mis-ma forma. Lord Swanleigh fue encontrado una

mañana en su vestidor, colgando de un gan-cho fijado a la pared, y el señor Collier-Stuary el señor Herries habían elegido morir comoLord Argentine. Ninguno de los casos teníaexplicación; uno cuantos hechos conocidos: un

hombre vivo en la tarde y un cadáver con elrostro hinchado y amoratado, en la mañanaLa policía se vio obligada a declararse impo-tente para arrestar o explicar los sórdidos ase-

sinatos de Whitechapel; sin embargo, ante loshorribles suicidios de Picadilly y Mayfair seencontraban atónitos, porque ni siquiera la so-la ferocidad que había servido como explica-ción de los crímenes del East End, podía servir

en el West. Todos estos hombres que habíanresuelto morir una muerte tormentosa y ver-gonzosa eran ricos, prósperos y, según las apa-riencias, enamorados del mundo, y ni siquierala investigación más detallada pudo descubrir

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en alguno de los casos alguna sombra de unmotivo latente. Había horror en el aire, y loshombres se miraban unos a otros al encontrar-

se, cada uno preguntándose si el otro sería lavíctima de la quinta tragedia sin nombre. Losperiodistas revisaban en vano sus apuntes enbusca de material con el cual mezclar artículosanteriores. Y el periódico matutino era abierto

en más de algún hogar con un sentimiento deterror; nadie sabía cuándo o dónde atacaría epróximo golpe.

Poco tiempo después del último de estos te-

rribles sucesos, Austin fue a visitar al señor Vi-lliers. Sentía curiosidad por saber si Villiershabía tenido éxito en descubrir alguna pistafresca de la señora Herbert, ya fuera a travésde Clarke o de otra fuente, y a penas se hubo

sentado hizo la pregunta.–No –dijo Villiers–, le escribí a Clarke pero

sigue inexorable, y he tratado por otros cana-les sin resultados. No he podido saber qué hasido de Helen Vaughan después de dejar Pau

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Street, pienso que deber haberse ido al extran-jero. Pero para serte franco Austin, no le hprestado mucha atención al tema durante las

últimas semanas; conocía íntimamemnte al po-bre Herries, y su terrible muerte ha sido ungran golpe para mí, un gran golpe.

–Lo creo –contestó Austin solemnemente–, túsabes que Argentine era amigo mío. Si recuer-

do correctamente, estuvimos hablando de éese día que viniste a mis habitaciones.

–Sí; era en relación a aquella casa en AshleyStreet, la casa de la señora Beaumont. Dijiste

algo acerca de Argentine cenando allá.–De hecho. Seguramente sabrás que fue alldonde Argentine cenó la noche antes... antesde su muerte.

–No, no había escuchado eso.

–Oh, si; el nombre fue excluido de los perió-dicos para ahorrarle molestias a la señora Be-aumont. Argenitne era un gran favorito suyoy se comentaba que ella se encontraba en unterrible estado.

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Una curiosa expresión asomó en el rostro deVillliers; parecía indeciso acerca de hablar ono. Austin comenzó nuevamente.

–Nunca experimenté tal sentimiento de ho-rror como cuando leí el informe de la muertede Argentine. En el momento no lo com-prendí, y tampoco ahora. Lo conocía bien, ymi entendimiento se ve completamente supe-

rado al preguntarme por qué posible causa é–o cualquiera de los otros– podría haber re-suelto morir a sangre fría, de aquella espanto-sa manera. Tú sabes cómo los hombres mur-

muran sobre cada personaje de Londres, y teaseguro que cualquier escándalo enterrado oesqueleto escondido habría aparecido en uncaso como este; pero nada por el estilo ha su-cedido. Y respecto a la teoría de manía, bueno

eso está muy bien para la improvisación deforense, pero todos sabemos que es una tonter-ía. La manía suicida no es una pequeña infec-ción.

Austin se hundió en un oscuro silencio. Vi-

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lliers también estaba en silencio, observando asu amigo. La expresión de indecisión aún semovía por su rostro; parecía sopesar sus pen-

samientos en una balanza, y las consideracio-nes que estaba tomando lo mantenían en silencio. Austin trató de quitarse de encima las me-morias de tragedias tan imposibles y confusascomo el laberinto de Dédalo, y comenzó a ha-

blar con voz indiferente de sucesos más agra-dables y de las aventuras de la temporada.

–Esa señora Beaumont –dijo– de la cual ha-blábamos, es un gran éxito; ha tomado Lon

dres casi por asalto. La conocí la otra noche enFulham; realmente es una mujer extraordinaria.

–¿Conociste a la señora Beaumont?–Sí; estaba rodeada por un verdadero séqui-

to. Supongo que podría decirse que es muyatractiva, sin embargo, hay algo en su rostroque no me agradó. Sus rasgos son exquisitospero la expresión es extraña. Y durante todo etiempo que la estuve observando, y luego

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cuando me dirigía a casa, tuve la curiosa sen-sación de que me era familiar, de alguna u otraforma.

–La debes haber visto en la calle.–No, estoy seguro que nunca había visto a lamujer; eso es lo que lo hace misterioso. Ysegún creo, nunca he visto a nadie como ellalo que sentí fue como un recuerdo lejano y ve-

lado, vago pero persistente. La única sensacióncon la que puedo compararlo es ese extrañosentimiento que se tiene a veces en los sueñoscuando las ciudades fantásticas, las tierras ma-

ravillosas y los personajes fantasmales nos pa-recen familiares y habituales.Villiers asintió y echó un vistazo sin direc-

ción al rededor de la habitación, posiblementeen busca de algo sobre lo que continuar la con-

versación. Sus ojos se posaron en un antiguocofre situado debajo de un escudo gótico, pa-recido en cierta forma a aquél en que el artistahabía escondido su extraño legado.

–¿Le escribiste al doctor acerca del pobre

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Meyrick? –preguntó.–Sí, le escribí pidiéndole todos los pormeno-

res respecto a su enfermedad y su muerte. No

espero recibir respuesta durante otras tres se-manas o un mes. Pensé que también deberíaindagar si Meyrick conocía a alguna mujer in-glesa apellidada Herbert, y si ese era el caso, siel doctor podía entregarme información sobre

ella. Sin embargo, es muy posible que Meyrickse haya encontrado con ella en Nueva York, oMéxico, o San Franciasco. No tengo idea dealcance o dirección de sus viajes.

–Sí, y es muy posible que esta mujer tengamás de un nombre.–Exactamente. Hubiera deseado pensar en

pedirte el retrato de ella que posees. Podríahaberlo incluido en mi carta al doctor Mat-

thews.–Podrías haberlo hecho; nunca se me había

ocurrido. Debemos enviarlo ahora.¡Escucha¿Qué están gritando esos niños?

Mientras los dos hombres conversaban, un

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Sydney Crashaw, de Stoke House, Fulhan yKing's Pomeroy, Devon, fue hallado muerto ala una de esta tarde, luego de una prolongada

búsqueda, colgado a la rama de un árbol en sujardín. El difunto caballero cenó anoche en eClub Carlton y su salud y humor se veían co-mo siempre. Abandonó el club cerca de lasdiez y, algo más tarde fue visto caminando sin

prisa por St. James Street. Luego de esto, se lepierde el rastro a sus movimientos. Apenas en-contrado el cuerpo se llamó al médico, peroera evidente que la vida se había extinguido

hace tiempo. Hasta donde se sabe, el señorCrashaw no tenía ningún tipo de problema oansiedad. Este doloroso suicidio, como se re-cordará, es el quinto de su clase en el últimomes. Las autoridades de Scotland Yard son in-

capaces de sugerir alguna explicación para es-tos terribles sucesos."

Austin dejó el periódico con un mudo ho-rror.

–Dejaré Londres mañana –declaró–, esta es

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una ciudad de pesadilla. ¡Qué espantoso es esto, Villiers!

El señor Villiers estaba sentado junto a la

ventana, tranquilamente mirando a la calleHabía escuchado atentamente al informe deperiódico, y la huella de indecisión había desa-parecido de su rostro.

–Espera, Austin –replicó– he decidido men-

cionarte un asunto que sucedió anoche. ¿Creoque se afirmaba que Crashaw había sido vistocon vida en St. James Street, poco después delas diez?

–Sí, eso creo. Miraré nuevamente. Si, estás enlo cierto.–Correcto. Entonces, me encuentro en la po-

sición de contradecir completamente el relatoCrashaw fue visto después de eso; de hecho

considerablemente más tarde.–¿Cómo lo sabes?–Porque por casualidad vi a Crashaw, cerca

de las dos de esta madrugada.–¿Viste a Crashaw? ¿Tú, Villiers?

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–Sí, lo vi claramente, de hecho, nos separa-ban tan sólo unos pocos pasos.

–¿Dónde, en nombre del cielo, lo viste?

–No lejos de aquí. Lo vi en Ashley StreetPrecisamente cuando salía de una casa.–¿Reconociste cuál era la casa?–Sí. Era la de la señora Beaumont.–¡Villiers! Piensa en lo que estás diciendo; de-

be haber algún error. ¿Cómo podría Crashawhaber estado en casa de la señora Beaumont alas dos de la mañana? Seguro, seguro debeshaber estado soñando, Villiers; siempre has si-

do algo fantaseoso.–No; estaba completamente despierto. Inclu-so si hubiera estado soñando, como tú dices, loque ví me hubiera despertado efectivamente.

–¿Lo que viste? ¿Qué viste? ¿Había algo ex-

traño en Crashaw? Pero no lo puedo creer, esimposible.

–Bueno, si lo deseas te contaré lo que vi, o site place, lo que creo haber visto. Puedes juzgarpor tí mismo.

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–Muy bien, Villiers.El ruido y el clamor de la calle se habían ex-

tinguido, aunque algunos sonidos de gritos

aún llegaban repentinamente desde la distan-cia, y el apagado y pesado silencio se parecía ala calma que sigue al terremoto o a la tormen-ta. Villiers dio la espalda a la ventana y co-menzó a hablar.

–Anoche yo estaba en una casa cerca de Re-gent's Park y al dejarla, me asaltó la idea de ca-minar a casa en vez de tomar un cabriolé. Erauna noche lo suficientemente clara y agrada-

ble, y luego de unos minutos ya tenía las callespara mí solo. Es curioso, Austin, estar solo enLondres de noche, las lámparas alargándoseen perspectiva, y el silencio sin vida, y quizáde repente, la acometida y estruendo de un

coche sobre las piedras y los cascos de los ca-ballos echando chispas. Caminaba vigorosa-mente pues me sentía algo cansado de estarfuera en la noche, y cuando los relojes dabanlas dos, doblé por Ashley Street, la que, como

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aquella podría haber fulgurado en los ojos deningún hombre. Casi me desmayé al mirar. Sa-bía que había atisbado en los ojos de un alma

perdida, Austin. El exterior de ese hombrepermanecía, pero todo el infierno estaba den-tro de él. Una lasciva furiosa y un odio que eracomo el fuego, más la pérdida de toda espe-ranza y la completa oscuridad de la desespera

ción parecían dar alaridos a la noche, aunquesu boca estaba cerrada. Estoy seguro que nome vio; no veía nada de lo que tú o yo pode-mos ver, sin embargo, lo que presenciaba es-

pero que jamás lo veamos. No sé cuándo murió; supongo que dentro de una hora, o quizádos, pero cuando pasé por Ashley Street y ola puerta cerrándose, el hombre ya no perte-necía a este mundo. Lo que ví fue la cara de un

demonio.Hubo un intervalo de silencio en la habita-

ción cuando Villiers terminó de hablar. La luzestaba menguando y todo el tumulto de unahora atrás se había acallado por completo

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Austin había inclinado su cabeza al final derelato, y las manos cubrian sus ojos.

–¿Qué puede significar todo esto? –dijo final-

mente.–Quién sabe, Austin, quién sabe. Este es unasunto oscuro, pero creo que será mejor quequede entre nosotros por ahora, sea como seaVeré si puedo saber algo acerca de esa casa a

través de algunos canales privados de infor-mación, y si me encuentro con algo, te lo harésaber.

VII. Encuentros en el Soho

Tres semanas más tarde Austin recibió unanota de Villiers, pidiéndole que lo visitaraaquella noche o la siguiente. Eligió la fechamás cercana. Encontró a Villiers sentado, como era usual, junto a la ventana, aparentemente perdido en meditaciones en el adormecedortráfico de las calles. A su lado había una mesade bambú, un objeto fantásico, enriquecidocon oropel y exóticas escenas pintadas, y sobre

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ella había una pila de papeles arreglados y rotulados tan pulcramente como cualquier cosaen la oficina del señor Clarke.

–Bueno, Villiers, ¿has hecho algunos descu-brimientos durante las últimas tres semanas?–Eso creo: aquí tengo uno o dos apuntes que

me impactaron por su singularidad, y hay uninforme sobre el cual quisiera llamar tu aten-

ción.–¿Y estos documentos se relacionan con la

señora Beaumont? ¿Era realmente Crashw aquien viste esa noche en la puerta de la casa de

Ashley Street?–En relación a ese asunto mi creencia se man-tiene inalterada, sin embargo, ninguna de misindagaciones ni sus resultados tiene alguna es-pecial relación con Crashaw. Pese a eso, mis

inventigaciones han tenido un extraño resulta-do. ¡He descubierto quién es la señora Beau-mont!

–¿A qué te refieres con quién es ella?–Me refiero a que tú y yo la conocemos mejor

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bajo otro nombre.–¿Cuál es ese nombre?–Herbert.

–¡Herbert! –Austin repitió esta palabra atur-dido por la sorpresa.–Sí, la señora Herbert de Paul Street, o Helen

Vaughan, cuyas anteriores aventuras desco-nocía. Tuviste razón al reconocer la expresión

de su rostro; al llegar a casa observa el rostrodel libro de horrores de Meyrick, y conocerásla fuente de tus recuerdos.

–¿Tienes pruebas de esto?

–Sí, la mejor de las pruebas. He visto a la se-ñora Beaumont, ¿o debo decir la señora Her-bert?

–¿Dónde la viste?–En un lugar donde difícilmente esperarías

ver a una dama que vive en Ashley Street, Pi-cadilly. La vi entrando a una casa en una delas calles más despreciables y de peor reputa-ción del Soho. De hecho, yo había concertadouna cita, aunque no con ella, y ella estaba pre-

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cisamente allí, en el mismo lugar y al mismotiempo.

–Todo esto parece muy sorprendente, pero

no puedo llamarlo increíble. Debes recordarVillliers, que yo he visto a esta mujer en la co-rriente aventura de la sociedad londinenseconversando y riéndose, sorbiendo su café enun salón común y corriente, con gente común

y corriente. Pero tú sabes lo que dices.–Lo sé; no me he permitido ser guiado por

conjeturas ni fantasías. No era con la intenciónde descubrir a Helen Vaughan que buscaba a

la señora Beaumont en las oscuras aguas de lavida londinense, sin embargo, ese ha sido eresultado.

–Debes haber estado en lugares extraños, Vi-lliers.

–Sí, he estado en lugares bastante extrañosComo sabes, hubiera sido inútil dirigirme aAshley Street y haberle pedido a la señora Be-aumont que me hiciera un corto esbozo de suhistoria pasada. No; asumiendo que, como tu-

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lo que quería, y cuando pesqué el pez nopensé ni por un momento que ese era mi pezSin embargo escuché lo que me decían desde

un constitucional aprecio por la informacióninútil, y me encontré en posesión de una histo-ria muy curiosa, aunque como imaginé, no lahistoria que buscaba. Resultó ser lo siguienteAproximadamente cinco o seis años atrás, una

mujer de apellido Raymond apareció repenti-namente en el barrio al que me refiero. Me ladescribieron como una mujer bastante jovenprobablemente de no más de diecisiete o die-

ciocho, muy atractiva, y luciendo como si vi-niera del campo. Me equivocaría si dijera queella encontró su nivel entrando a este barrio enparticular, o asociándose con esta gente, puespor lo que me contaron, pensaría que la peor

pocilga de Londres es demasiado buena paraella. La persona de la cual obtuve la informa-ción, no un gran puritano como puedes supo-ner, se estremeció y se puso pálido al contar-me acerca de las infamias sin nombre de las

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ron con igual puntualidad. Mi amigo y yo nosencontrabamos bajo un pasaje abovedado, al-go retirado de la calle, sin embargo, ella nos

vio y me dirigió una mirada que me tomarátiempo olvidar. Aquella mirada fue suficientepara mí; sabía que la señora Raymond era laseñora Herbert; mientras que la señora Beau-mont se había ido completamente de mi cabe-

za. Entró a la casa, y vigilé hasta las cuatro dela tarde, cuando salió, y luego la seguí. Fueuna larga cacería, y tuve que mantener grancuidado de mantenerme a lo lejos, en un se-

gundo plano, pero sin perder de vista a la mu-jer. Me llevó por el Strand, luego hacia Westminster, para continuar por St Jame's Street, ya lo largo de Picadilly. Me sentí de lo más ex-traño cuando la vi doblar por Ashley Street; la

idea de que la señora Herbert era la señora Be-aumont vino a mi mente, pero parecía dema-siado imposible para ser verdad. Esperé en laesquina, sin perderla de vista en ningún mo-mento, poniendo especial cuidado en identifi-

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car la casa en la que se había detenido. Era lacasa de las cortinas alegres, la casa de las flo-res, la casa de la cual Crashaw salió la noche

en que se colgó en su jardín. Casi me estabayendo con mi descubrimiento, cuando vi queun carruaje vacío viró y se detuvo frente a lacasa, llegué a la conclusión que la señora Her-bert tomaría un paseo, y tenía razón. Allí, de

casualidad, me enconré con un hombre queconocía, y estuvimos conversando a poca distancia del camino por donde pasaría el carrujeque se encontraba a mis espaldas. No había-

mos estado allí ni diez minutos cuando mamigo se quitó el sombrero, di un vistazo a malrededor y allí vi a la dama a la que había es-tado siguiendo todo el día. "¿Quién es ella?" –le pregunté. Y su respuesta fue: "La señora Be-

aumont; vive en Ashley Street". Después deeso no cabía ninguna duda. No sé si ella mevio, pero creo que no lo hizo. Inmediatamenteregresé a casa y, considerándolo, pensé que te-nía un caso suficientemente bueno como para

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presentarme donde Clarke.–¿Por qué donde Clarke?–Porque estoy seguro de que Clarke conoce

hechos acerca de esta mujer, hechos de los queyo no sé nada.–Bueno, ¿qué pasó entonces?El señor Villiers se reclinó en su butaca y

miró a Asutin reflexivamente un momento an-

tes de contestar su pregunta:–Mi idea era que Clake y yo deberíamos visi-

tar a la señora Beaumont.–¿Jamás irías a una casa como esa? No, no

Villiers, no puedes hacerlo. Además, consideraqué resultado...–Pronto te lo diré. Pero iba decirte que mi in-

formación no terminaba aquí; sino que fuecompletada de una forma extraordinaria.

Mira este lindo paquetito manuscrito; estácompaginado, como ves, y tuve que perdonarla atenta coquetería de una banda de cinta ro-ja. ¿Cierto que tiene un aire casi legal? Deslizatus ojos por él, Austin. Es la relación de las di-

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versiones que la señora Beaumont prodigaba asus invitados favoritos. El hombre que escribióesto escapó con vida, pero pienso que no vi-

virá muchos años. Los doctores le han dichoque debe haber sufrido algún severo impactonervioso.

Austín cogió el manuscrito pero nunca loleyó. Al abrir sus elegantes páginas al azar, su

mirada fue atrapada por una palabra y unafrase que le seguían; y, angustiado, con los la-bios pálidos y un sudor frío corriendo comoagua por sus sienes, arrojó los papeles al suelo

–Llévatelo, Villiers, nunca menciones estonuevamente. ¿Estás hecho de piedra, hombre?Porque ni el temor ni el horror de la mismamuerte, ni los pensamientos del hombre quese encuentra en el aire punzate de la mañana

sobre la oscura plataforma, condenado, escu-chando el tañido de las campanas, esperandoque el severo rayo retumbe, no son nada comparados con esto. No lo leeré; y jamás podreconciliar el sueño.

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–Muy bien, puedo imaginarlme lo que visteSí, es lo suficientemente horrible; pero despuésde todo es una vieja historia, un antiguo miste-

rio representado en nuestros días, en las oscu-ras calles de Londres en vez de entre los viñe-dos y los jardines de olivos. Ambos sabemos loque le ocurre a aquellos que llegan a conoceral Gran Dios Pan, y aquellos que son pruden-

tes saben que todos los símbolos son símbolode algo, no de nada. De hecho, fue bajo unsímbolo exquisito que los hombres velaronhace mucho tiempo, su conocimiento de las

fuerzas más terribles y más secretas, fuerzasque se encuentran en el corazón de todas lascosas; fuerzas ante las cuales el alma de loshombres se marchita y muere, y se enegrececomo sus cuerpos al electrocutarse. Tales fuer

zas no pueden ser nombradas, no se puede ha-blar de ellas, no pueden ser imaginadas excep-to bajo un velo y un símbolo, un símbolo que ala mayoría nos parece una imagen exótica ypoética, mientras para otros es un disparate

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De todos modos, tú y yo hemos conocido algodel terror que debe habitar en el secreto lugarde la vida, manifestado en carne humana

aquello que no tiene forma tomando para síuna forma. Oh, Austin, ¿cómo eso puede pue-de existir? ¿Cómo es que la misma luz del solno se oscurece frente a esta cosa ni la sólidatierra se derrite y hierve bajo tal carga?

Villiers se movía de un lado a otro por la ha-bitación, y las gotas de sudor resaltaban en sufrente. Austin se mantuvo en silencio por unrato, sin embargo, Villiers lo vio realizando un

signo sobre su pecho.–Nuevamente te digo, Villiers, ¿no serás ca-paz de entrar en una casa como esa? Jamás sal-drías de ella con vida.

–Sí, Austin. Saldré con vida... y Clarke con-

migo.–¿A qué te refieres? No puedes, no te atre-

verías...–Espera un momento. Esta mañana el aire es-

taba muy fresco y agradable; soplaba una bri-

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en la lechería, y sorprendido por la incon-gruente mezcla de pipas de un penique, taba-co negro, dulces, y canciones cómicas, que

aquí y allá se empujaban unas a otras en el re-ducido espacio de una sola ventana. Creo queun escalofrío que me recorrió repentinamentefue lo que en un principio me indicó que habíaencontrado lo que quería. Miré desde la acera

y me detuve frente a un polvoriento negociosobre el cual la inscripción se había borradodonde los ladrillos de doscientos años se ha-bían tiznado, donde las ventanas habían acu-

mulado el polvo de los innumerables invier-nos. Vi lo que necesitaba; sin embargo, creoque pasaron cinco minutos antes de que mecalmara y pudiera entrar y pedir con una voztranquila y un rostro impasible. Creo que aún

así hubo un ligero temblor en mis palabraspues el viejo que salió de la recepción, tamba-leándose lentamente entre su mercancía, meobservó de un manera extraña al envolvermeel paquete. Le pagué lo que pedía, y me man-

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tuve inclinado sobre el mostrador con un ex-traño rechazo a tomar mi mercadería e irmeLe pregunté por el negocio y me entré que las

ventas no estaban buenas y que los beneficioshabían bajado deprimentemente; que la calleno era la misma que antes de que el tráficofuera desviado, pero eso había sido hace cua-renta años, "justo antes que mi padre muriera"

–dijo. Finalmente me alejé y caminé solemne-mente; era realmente una calle lúgubre y estu-ve feliz de volver a bullicio y al ruido. ¿Quisie-ras ver mi adquisición?

Austín no dijo nada, pero asintió suavementecon su cabeza; aún se veía pálido y enfermoVilliers abrió uno de los cajones de la mesa debambú y le enseño a Austin un largo rollo ecuerda, nueva y resistente; y en un extremo

había un nudo corredizo.–Es la mejor cuerda de cáñamo –dijo Villiers

tal como las que se hacían antes, según me dijoel hombre. Ni una sola pulgada de yuta depunta a cabo.

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Austin apretó los dientes y miró a Villierspalideciendo cada vez más.

–No deberías hacerlo –murmuró finalmente

¡Por Dios! No te ensuciarías las manos consangre –exclamó con una repentina vehemen-cia–, ¿no hablas en serio, Villiers, eso te con-vertiría en un verdugo?

–No. Ofreceré la opción, dejaré a Helen

Vaughan sola con esta soga por quince minu-tos en una habitación cerrada. Si cuando entrela cosa no está hecha, llamaré al policía máscercano. Eso es todo.

–Debo irme. No puedo quedarme ni unmiunto más, no puedo soportar esto. Buenasnoches.

–Buenas noches, Austin.La puerta se cerró, pero se abrió nuevamente

en un momento. Austin estaba en la entradapálido y cadavérico.

–Se me estaba olvidando –dijo–, que yo tam-bién tengo algo que contarte. Recibí una cartadel doctor Hardon desde Buenos Aires. Me di-

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ce que él atendió a Meytick durante los tresmeses anteriores a su muerte.

–¿Y menciona qué se lo llevó a la tumba en la

flor de su vida? ¿No fue la fiebre?–No, no fue la fiebre. De acuerdo al doctorfue un colapso total del sistema, probablemen-te causado por algún shock severo. Pero ase-gura que el paciente no le mencionó nada, por

lo que se encontraba en cierta desventaja paratratar el caso.

–¿Hay algo más?–Sí, el doctor Harding concluye su carta di-

ciendo: "Creo que esta es toda la informaciónque puedo darle acerca de su pobre amigo. Noestuvo mucho tiempo en Buenos Aires, y casno conocía a nadie, a excepción de una perso-na que no ostentaba el mejor de los caracteres

y que desde entonces se ha marchado... una taseñora Vaughan.

VIII. Los Fragmentos[Hoja de un manuscrito, cubierta con anota-

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además porque los detalles son demasiadoabominables. Probablemente, luego de unaconsideración madura y luego de sopesar el

bien y el mal, destruiré este texto, o por lo me-nos se lo entregaré sellado a mi amigo D, con-fiando en su discreción, para usarlo o quemar-lo, como él estime apropiado.

Como era apropiado, hice todo lo que mis

conocimientos me sugería para estar seguro deque no me encontraba delirando. Pasmado enel comienzo difícilmente podía pensar, pero enpoco tiempo estuve seguro que mi pulso era

estable y regular, y que yo me encontraba enmis cabales. Después de eso fijé tranquilamen-te mis ojos en lo que estaba frente a mí.

A pesar que dentro de mí surgieron el horrory la náusea, y un hedor de podredumbre so-

focó mi respiración, me mantuve firme. Fuentonces privilegiado o maldito, no me atrevoa decir cuál de las dos, de ver aquello que seencontraba sobre la cama, yaciendo negro co-mo la tinta, transformándose frente a mis ojos

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los objetos se perciben difusamente, pues yopodía ver claramente y sin dificultad. Sin embargo, era la negación de la luz; los objetos se

presentaban a mi visión, si puedo decirlo deesta manera, sin ninguna mediación, de tamanera que si hubiera habido un prisma en lahabitación no hubiera visto ningún color re-presentado sobre él.

Miré y al final no vi nada más que una sus-tancia gelatinosa. Luego ascendió nuevamenteel escalafón... [aquí el manuscrito se hace ile-gible]... por un momento vi un Forma, perfila-

da frente a mí en la oscuridad , la cual no des-cribiré en detalle. Sin embargo, el símbolo deesta forma puede ser vista en antiguas escultu-ras y en las pinturas que sobrevivieron a la la-va, demasiado obscenas para ser nombradas..

como una horrible e indescriptible figura, nhombre ni bestia, fue cambiando hasta tomarforma humana, cuando finalmente llegó lamuerte.

Yo, que presencié todas estas cosas, no sin el

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gran horror y aversión de mi alma, escriboaquí mi nombre, declarando que todo lo quepuse en este papel es verdad.

ROBERT METHESON, Med. Dr.****

...Raymond, este es el relato de lo que se y hevisto. La carga era demasiado pesada para lle-

varla yo solo y, sin embargo, no podía contár-selo a nadie más que a ti. Villiers, quien se en-contraba conmigo en el final no sabe nada deaquel terrible secreto del bosque, de cómoaquello que ambos vimos perecer sobre la ver-

de y suve hierba, entre las flores del varanomitad en la luz mitad en penumbra, soste-niendo la mano de la joven Rachel, llamó yconvocó a aquellos compañeros que adopta-ron la forma de sólidas figuras sobre la tierraque pisamos, convocó al terror que nosotrossólo podemos insinuar, aquel que sólo pode-mos nombrar bajo una figura. No le contaré aVilliers de esto, ni tampoco acerca de aquel pa-

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recido que me impactó como un golpe en ecorazón al ver el retrato, que colmó en el finalla copa del terror. No me atrevo a adivina qué

puede significar esto. Estoy seguro de que loque vi perecer no era Mary, sin embargo, en laúltima agonía fueron los ojos de Mary los queme miraron. No sé si existe alguien que puedamostrarme el último eslabón de la cadena de

este horrible misterio, pero si hay alguien quepuede hacerlo, ese eres tú, Raymond. Y si co-noces el secreto, depende de tí si lo revelas ono, como prefieras.

Te escribo esta carta inmediatamente al re-gresar a la ciudad. He estado en el campo du-rante los últimos días; posiblemente seas ca-paz de adivinar dónde. Mientras en Londres elterror y asombro estaban en su punto máximo

–pues la señora Beaumont, como te había con-tado, era conocida en sociedad–, le escribí a mamigo el doctor Phillips, dándole un breve re-sumen, más bien una insinuación, de lo quehabía sucedido, y pidiéndole que me revelara

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el nombre de la aldea donde sucedieron loseventos que me había relatado. Me dio el nom-bre, pues como dijo sin el menor titubeo, los

padres de Rachel habían fallecido, y el resto dela familia se habían marchado donde un pariente en el estado de Washington, seis mesesatrás. Me dijo que los padres habían muertoindudablemente, debido al dolor y el espanto

causados por la terrible muerte de la hija, ypor aquello que había acontecido antes de esamuerte. La misma tarde del día que recibí lacarta de Phillips, ya me encontraba en Caer-

maen Y bajo las desmoronadas murallas romanas, blancas por los inviernos de diecisiete si-glos, miré hacia la pradera donde alguna vezse irguió el templo al "Dios de los Abismos", yví una casa brillando en la luz del sol. Era la

casa donde Helen había vivido. Me quedé enCaermaen por varios días. La gente del lugardescubrí, poco sabían y aún menos habían adi-vinado. Aquellos con los que hablé sobre lamateria parecían asombrarse de que un anti

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cuario (asi fue como me presenté) se preocu-para por la tragedia del pueblo, sobre la cualme dieron una versión muy trivial y, como

puedes imaginarte, no les revelé nada de loque yo sabía. Pasé la mayoría del tiempo en egran bosque que se eleva justo sobre la aldeaescalando la ladera, y se descuelga hacia el ríoen el valle; otro hermoso y extenso valle, Ray-

mond, como aquel que observamos una nocheyendo de un lado a otro frente a tu casa. Porvarias horas me extraviaba en el laberínticobosque, ahora virando hacia la derecha y aho-

ra hacia la izquierda, caminando lentamente alo largo de pasadizos de maleza, sombríos yhelados, incluso bajo el sol del mediodía y de-teniéndome bajo los inmensos robles. Yacien-do en la hierba rala de algún claro donde el

suave y dulce aroma de las rosas silvestres meera traído por el viento, mezclado con el fuerteperfume del saúco, cuyos aromas mezcladosse parecen al hedor que hay en la habitaciónde un muerto, un vaho de incienso y podre

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dumbre. Estuve en los confines del bosqueobservando toda la pompa y desfile de las de-daleras, elevándose entre los helechos y bri-

llando rojizas en el pronunciado atardecer, ymás allá de ellas, hacía la espesura de la male-za abigarrada, donde los manantiales bullendesde la roca, regando los juncos, húmedos ynocivos. Sin embargo, durante todos mis vaga-

bundeos, evité una parte del bosque; no fue si-no hasta ayer que ascendí hasta la cima de lacolina, y me paré sobre la antigua calzada ro-mana que se abre paso a través de la cresta

más alta del bosque. Por aquí habían camina-do ellas, Helen y Rachel, a lo largo de estatranquila calzada, sobre el pavimento de hier-ba verde, encerrada a ambos lados por bancosde tierra roja y protegida por los elevados se-

tos de hayas. Y por aquí seguí sus pasos, una yotra vez mirando a través de los espacios entrelas ramas, viendo a un lado el alcance del bos-que, extendiéndose lejos hacia la derecha y hacia la izquierda, y sumergiéndose en el valle

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Y, más allá, el océano amarillo, y la tierraallende del mar. Al otro lado se encontraba elvalle y el río, y colina tras colina como onda

tras onda, y el bosque, y la pradera, y los mai-zales, las brillantes casa blancas, la gran paredmontañosa, y los lejanos picos azules en elnorte. Hasta que finalmente llegué al lugar. Lahuella ascendía por una suave pendiente y se

ensanchaba hacia el espacio abierto, rodeadapor una espesa muralla de maleza, y se estrechaba nuevamente, para perderse en la distan-cia y en la tenue y azulosa niebla de verano.Y

en este agradable claro estival Rachel le entregó y le dejó algo a una joven, quién sabequé. No me quedé allí por mucho tiempo.

En un pequeño pueblo cercano a Caermaenhay un museo, que contiene la mayor parte de

los vestigios romanos que se han encontradodurante todas las épocas en los alrededores. Edía siguiente a mi llegada a Caermaen me diri-gí al pueblo en cuestión, y aproveché la opor-tunidad de inspeccionar el museo. Luego de

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haber visto la mayor parte de las esculturas enpiedra, los baúles, anillos, monedas y frag-mentos de pavimento teselado que contiene e

lugar, fui llevado ante un pequeño pilar rec-tangular de piedra blanca, el cual había sidorecientemente descubierto en el bosque sobreel cual he estado hablando y, como me enteréindagando, en aquel espacio abierto donde la

calzada romana se ensancha. A un lado del pi-lar había una inscripción, de la cual tomé notaAlguna de las letras han sido borradas, sin em-bargo pienso que no cabe duda sobre las otras

que puedo proveer. La inscripción es la si-guiente:

DEVOMNODENTiFLAvIVSSENILISPOSSvit

PROPTERNVPtias quaSVIDITSVBVMra

"Al gran dios Nodens (el Gran Dios de las Pro-fundidades o de los Abismos), Flavius Senilisha erguido este pilar en consideración del ma-trimonio que presenció bajo esta sombra"

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El guardia del museo me informó que los an-ticuarios locales se encontraban muy intriga-dos, no por la inscripción, o por alguna dificul-

tad en traducirla, sino por la circunstancia o ri-to al que se alude.

****...Y ahora, mi querido Clarke, acerca de lo

que me cuentas sobre Helen Vaughan, a quienme dices que viste morir bajo ciscunstanciasde lo más y del más increíble horror. Me sentíinteresado por tu relato, sin embargo, de loque me contaste yo ya sabía, si no todo, una

buena parte. Comprendo el extraño parecidoque notaste entre el retrato y el rostro mismotú viste a la madre de Helen. Recuerdas aque-lla tranquila noche de verano, hace muchosaños atrás, cuando te hablé del mundo másallá de las sombras y del dios Pan. Recuerdas aMary. Ella era la madre de Helen Vaughanquien nació nueve meses después de aquellanoche.

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Mary jamás recobró la razón. Todo el tiempoyació en cama, como tú la viste, y pocos díasdespués del parto murió. Tengo la idea de que

justo al final me reconoció; me encontraba jun-to a su cama cuando la antigua mirada asomóen sus ojos por un segundo, y luego se estre-meció y gimió, y estaba muerta. Hice un fu-nesto trabajo aquella noche en que estuviste

presente; forcé la entrada a la casa de la vidasin saber o sin importarme lo que sucedería alentrar allí. Te recuerdo en ese momento di-ciéndome, solemne y correctamente también

que, en cierto sentido, había arruinado larazón de un ser humano a causa de un ridícu-lo experimento basado en una teoría absurdaHiciste bien en culparme, sin embargo, mi te-oría no era del todo absurda. Lo que dije que

Mary vería, lo vio, pero olvidé que ningún ojohumano puede presenciar tal visión sin impu-nidad. Y, como recién mencioné, olvidé quecuando la casa de la vida es echada abajo deesa manera, puede entrar aquello para lo cua

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que mandé a Helen lejos. Ahora sabes quéasustó al niño en el bosque. El resto de esta es-pantosa historia, y todo lo demás que me has

contado que tu amigó descubrió, me las he in-geniado para conocerlo, de tiempo en tiempohasta casi el último capítulo. Y Helen ahoraestá con sus compañeros...

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LA LUZ INTERIORUna tarde de otoño, cuando las fealdades de

Londres estaban veladas por una leve neblina

azulada, y sus vistas y sus largas calles pare-cían espléndidas, el señor Charles Salisburypaseaba por Rupert Street, aproximándose po-co a poco a su restaurante favorito. Miraba ha-cia abajo estudiando el pavimento, y así fue

como chocó, al pasar por la angosta puertacon un hombre que subía del fondo de la calle.

–Le ruego que me disculpe; no miraba dondeiba. ¡Toma, es Dyson!

–Sí, en efecto. ¿Cómo está usted, Salisbury?–Muy bien. Pero ¿dónde ha estado, Dyson?No creo haberle visto en los últimos cincoaños.

–No, me atrevería a decir que no.

¿Recuerda que me encontraba más bien apu-rado cuando vino usted a mi casa de CharlotteStreet?

–Perfectamente. Creo recordar que me contóusted que debía cinco semanas de alquiler, y

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que se había desprendido de su reloj por unainsignificante suma.

–Mi querido Salisbury, su memoria es admi-

rable. Sí, estaba apurado.Pero lo curioso es que poco después de queusted me viera aumentaron mis apuros. Mi si-tuación financiera fue descrita por un amigocomo „sin blanca‟. No apruebo los vulgaris-

mos, acuérdese usted, pero ésa era mi condi-ción. ¿Qué tal si entramos? Podría haber otraspersonas igualmente interesadas en comer. Esuna debilidad humana, Salisbury.

–En efecto, vayamos. Mientras paseaba mepreguntaba si estaría libre la mesa de la esqui-na. Como usted sabe tiene respaldos de tercio-pelo.

–Conozco el lugar, está vacío.

Sí, como le decía, llegué a estar más apuradotodavía.

–¿Qué hizo entonces? –preguntó Salisburyquitándose el sombrero y acomodándose aborde del asiento, mientras ojeaba el menú con

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vivo interés.–¿Que qué hice? Pues me senté y reflexioné

Había recibido una excelente educación clásica

y sentía una categórica aversión por cualquierclase de negocio: ése fue el capital con el queme enfrenté al mundo. Sabe usted, he oído agente calificar a las aceitunas de desagrada-bles. ¡Qué lamentable prosaísmo! A menudo

he pensado, Salisbury, que podría escribir po-esía sincera bajo la influencia de las aceitunasy el vino tinto. Pidamos Chianti; puede que nosea muy bueno, pero la botella es sencillamen-

te encantadora.–Se está muy bien aquí. También podemospedir una botella grande.

–De acuerdo. Entonces reflexioné sobre mausencia de perspectivas y determiné embar-

carme en la literatura.–Realmente es extraño. Parece usted encon-

trarse en circunstancias bastante confortablesaunque...

–¡Aunque! ¡Qué sátira sobre tan noble profe-

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sión! Me temo, Salisbury, que no tiene usteduna buena opinión acerca de la dignidad deun artista.

Me ve sentado frente al escritorio –o al me-nos puede verme si se molesta en llamar– conpluma y tinta, y la pura nada ante mí, y svuelve a las pocas horas con toda probabilidadencontrará una obra de creación.

–Sí, completamente de acuerdo.Tengo idea de que la literatura no es remune-

rativa.–Está usted equivocado; sus recompensas

son inmensas. Puedo mencionar, de paso, quepoco después de verle a usted logré un pe-queño ingreso. Un tío murió y resultó inespe-radamente generoso.

–¡Ah!, ya veo. Debe haber sido oportuno.

–Fue agradable, innegablemente agradableSiempre lo he considerado como una dotaciónpara mis investigaciones. Le decía a usted queyo era un hombre de letras; quizás sería máscorrecto describirme a mí mismo como un

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A veces me siento todavía absolutamenteabrumado cuando pienso en la inmensidad ycomplejidad de Londres.

París puede llegar a entenderse a fondo me-diante una razonable dosis de estudio; peroLondres es siempre un misterio. En París sepuede decir:

„Aquí viven las actrices, aquí los bohemios y

los ratés’; pero en Londres es diferente. Sepuede señalar con bastante exactitud una callecomo morada de las lavanderas; pero en el segundo piso pude haber un hombre estudiando

los orígenes de los caldeos, y en el desván, unartista olvidado agoniza lentamente.–Veo que es usted, Dyson, inconmovible e

inmutable –dijo Salisbury sorbiendo lentamen-te su Chianti–.

Pienso que le engaña su imaginación dema-siado ferviente; el misterio de Londres única-mente existe en su imaginación. A mí me parece un lugar bastante aburrido. Rara vez se oyehablar en Londres de algún verdadero crimen

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artístico, mientras que, según creo, París abun-da en este tipo de cosas.

–Sírvame más vino. Gracias. Está usted equi-

vocado, mi querido compañero, realmenteequivocado. Londres no tiene nada de quéavergonzarse en la senda del crimen. Si fraca-samos, es por falta de Homeros, no de Agame-nones. Como usted sabe: “Carent quia vate sa

cro”. –Recuerdo la cita. Pero no creo poder seguir-

le del todo.–Bien, en lenguaje llano, no tenemos en Lon-

dres buenos escritores especializados en estegénero de cosas.Nuestros cronistas más comunes son torpes

sabuesos; cada historia que cuentan la echan aperder al contarla.

Su idea del terror y de lo que suscita terror eslamentablemente deficiente. Nada los contentasalvo la sangre, la vulgar sangre roja, y cuandola encuentran cargan las tintas, considerandoque han producido un artículo eficaz. Es una

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pobre concepción.Y, por alguna curiosa fatalidad, son siempre

los asesinos más comunes y brutales los que

atraen mayormente la atención y consiguen lasmás de las veces que se escriba de ellos. Porejemplo, ¿ha oído usted hablar tal vez del casoHarlesden?

–No, no. No recuerdo nada de él.

–Por supuesto que no. Y, sin embargo, la his-toria es muy curiosa. Se la contaré mientras to-mamos café.

Harlesden, como usted sabe, o más bien es-

pero que no, es realmente un barrio en lasafueras de Londres; curiosamente algo dife-rente de suburbios venerables y primorososcomo Norwood o Hampstead, tan diferentecomo cada uno de ellos lo es del otro. Hamps-

tead, quiero decir, es donde uno buscaría eculmen de una gran casa china con tres acresde terreno y varios pabellones, aunque recien-temente hay un substrato artístico; mientrasque Norwood es el hogar de las prósperas fa-

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milias de clase media que eligieron la casa„porque estaba cercana a palacio‟, y seis mesesdespués se hartaron del palacio. Sin embargo

Harlesden es un lugar sin carácter. Es todavíademasiado nuevo para tener carácter.Hay hileras de casas rojas e hileras de casas

blancas con brillantes celosías verdes, y porta-les descascarillados y pequeños patios traseros

que llaman jardines, y unas pocas tiendas en-debles, y luego todo se desvanece, precisa-mente cuando uno se cree a punto de captar lafisonomía del lugar.

–¿Qué diablos significa eso? ¡Supongo quelas cosas no se desplomarán ante nuestrosojos!

–Bueno, no, no es eso exactamente.Pero como entidad, Harlesden desaparece

Sus calles se convierten en silenciosas callejue-las, y sus llamativas casas en olmos, y los jar-dines traseros en verdes praderas. Inmediata-mente se pasa de la ciudad al campo; no haytransición como en una pequeña población ru-

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ral, ni suaves graduaciones de césped y árbo-les frutales, con una densidad paulatinamentemenor de casas, sino un cese repentino. Creo

que la mayor parte de la gente que allí vive ca-be en la City. Una o dos veces he visto un au-tobús repleto dirigiéndose hacia allá, pero co-mo quiera que sea, no puedo concebir una so-ledad mayor en un desierto a medianoche que

la que allí existe a mediodía.Parece una ciudad muerta; las calles refulgen

en su desolación, y al pasar descubre uno re-pentinamente que también ellas son parte de

Londres. Hace uno o dos años vivía allí unmédico. Había instalado su placa metálica y sulámpara roja en el mismo límite de una de esascalles relucientes, y a espaldas de la casa loscampos se extendían a lo lejos hacia el norte.

Desconozco la causa por la que se establecióen un lugar tan apartado; quizás el doctorBlack, como le llamaremos, fuera un hombreprecavido y mirara al futuro. Sus amistadessegún se supo luego, le habían perdido de vis-

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ta durante muchos años, e incluso no sabíanque fuera médico y mucho menos dónde viv-ía. Sin embargo, se había establecido en Har-

lesden con los restos de una clientela y una es-posa extraordinariamente bella. Al poco de lle-gar a Harlesden la gente solía verles paseandojuntos en las tardes veraniegas, y, por lo que sepodía observar, parecían una pareja muy cari-

ñosa. Estos paseos continuaron durante el oto-ño y luego cesaron, pero, naturalmente, segúnlos días se oscurecían y el tiempo refrescabapodía esperarse que las callejuelas cercanas a

Harlesden perderían muchos de sus atracti-vos. Terminado el verano, nadie volvió a ver ala señora Black; el doctor solía responder a laspreguntas de sus pacientes que ella se encon-traba „un poco indispuesta y que, sin duda, es-

taría mejor en la primavera‟. Pero la primaverallegó, y el verano, y la señora Black no apare-ció, y finalmente la gente comenzó a murmu-rar y a hablar entre ellos, y se dijeron todo tipode cosas curiosas a la „hora del té‟, que como

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usted posiblemente sabrá es el único entreteni-miento conocido en esos suburbios.

El doctor Black empezó a sorprender mira-

das muy extrañas a él dirigidas, y la clientelaque era numerosa, disminuyó visiblementeEn suma, cuando los vecinos cuchicheaban so-bre el tema, susurraban que la señora Black es-taba muerta y que el doctor se había deshecho

de ella. Pero éste no era el caso; la señora Blackfue vista con vida en junio. Fue una tarde dedomingo, uno de esos pocos días exquisitosque ofrece el clima inglés, y la mitad de los

londinenses se habíanextraviado por los cam-pos, en todas direcciones, para aspirar el per-fume del florido mayo y comprobar si habíanflorecido ya las rosas silvestres en los setosAquella mañana había salido temprano y ha-

bía dado un largo paseo, y de un modo u otrocuando iba de regreso a casa me encontré en emismo Harlesden del que hemos estado ha-blando. Para ser exacto, tomé una jarra de cer-veza en el General Gordon, el más floreciente

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establecimiento de la vecindad, y mientras de-ambulaba sin objeto vi un boquete extraordi-nariamente tentador en un cercado de arbus-

tos y decidí explorar el prado.Después de la infernal gravilla esparcida porlas aceras suburbanas la suave hierba es muyagradable de pisar, y luego de caminar unbuen rato pensé que me gustaría sentarme en

un banco y fumarme un cigarrillo. Mientrassacaba la petaca miré en dirección a las casas ysegún miraba sentí que se me cortaba la respi-ración y que mis dientes empezaban a castañe-

tear, y el bastón que llevaba en una mano separtió en dos del apretón que le dí.Fue como si una corriente eléctrica me bajara

por el espinazo y, sin embargo, durante algúntiempo que me pareció largo, pero que debe

haber sido muy corto, me contuve preguntán-dome qué diablos ocurría. Entonces com-prendí lo que había hecho estremecer mi co-razón y había helado mis huesos de angustiaAl mirar en dirección a la última casa de la

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la calle: allí vi el nombre „Dr. Black‟ en ebuzón de la puerta principal. El destino o msuerte quiso que la puerta se abriera y un

hombre bajase las escaleras cuando yo pasabaNo tuve ninguna duda de que era el mismodoctor. Era de un tipo bastante corriente enLondres: alto y delgado, pálido de cara y conun deslucido bigote negro. Cuando nos cruza-

mos sobre el pavimento me dirigió una mira-da, y aunque fue simplemente la ojeada casuaque un peatón dedica a otro, mentalmente lle-gué a la conclusión de que era un tipo de trato

peligroso. Como usted puede imaginar, segumi camino bastante perplejo y también horro-rizado por lo que había visto. Después visitéde nuevo el General Gordon, e hice acopio dela mayoría de los chismes que circulaban por

el lugar en relación con los Black. No men-cioné que había visto en la ventana un rostrode mujer; pero me enteré de que la señoraBlack había sido muy admirada por su hermo-sa cabellera dorada, y el rostro que me había

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impresionado con tan desconocido terror esta-ba rodeado por vaho de flotantes cabellos ru-bios, como una aureola de gloria alrededor de

rostro de un sátiro. Todo el asunto me inco-modaba de manera indescriptible, y cuandovolvía a casa hice todo lo posible por conven-cerme de que la impresión recibida había sidouna ilusión, pero de nada sirvió. Sabía muy

bien que había visto lo que he intentado des-cribirle; moralmente estaba seguro de habervisto a la señora Black.

Además estaban los chismes del lugar, la sos-

pecha de juego sucio, que sabía que era falsa, ymi propia convicción de que existía algunamalicia fatal o cualquier otra anomalía en esacasa de color rojo chillón de la esquina de De-von Road. ¿Cómo construir una teoría razona-

ble con estos dos elementos? En resumen, meencontraba inmerso en un mundo de misteriotraté de descifrarlo y llené mis ratos de ocioatando los cabos sueltos de la especulaciónpero no avancé ni un solo paso hacia la solu-

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ción verdadera, y cuando llegó el verano easunto parecía más nebuloso y confuso, y pro-yectaba un vago temor, como una antigua pe-

sadilla. Supuse que en breve se habría desva-necido en el fondo de mi cerebro –no deberíaolvidarlo, pues semejante cosa nunca puedeolvidarse–; pero una mañana cuando leía eperiódico me llamó la atención un titular de

unas dos docenas de renglones de letra peque-ña. Las palabras que había visto eran simple-mente: „El caso Harlesden‟, y sabía lo que iba aleer. La señora Black había muerto. Black ha-

bía llamado a otro médico para certificar lacausa de la muerte, pero algo o alguien des-pertó las sospechas del extraño doctor y hubouna investigación judicial con autopsia. El re-sultado, lo confesaré, me asombró considera-

blemente: fue el triunfo de lo inesperado. Losdos médicos que practicaron la autopsia sevieron obligados a confesar que no pudierondescubrir el menor rastro de cualquier tipo deengaño; sus ensayos y reactivos más exquisitos

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no consiguieron detectar presencia de venenoni aun en la más infinitesimal cantidad. Lamuerte había sido producida, descubrieron

por una especie de enfermedad cerebral, encierto modo confusa y científicamente intere-sante. El tejido del cerebro y las moléculas demateria gris habían experimentado una extra-ordinaria serie de cambios; y el más joven de

los dos médicos, que tenía cierta reputacióncreo, como especialista en enfermedades men-tales, hizo algunas observaciones al dar su tes-timonio que al momento me impresionaron

profundamente, aunque entonces no comprendí su significado por completo.„–Al comenzar mi examen –dijo– estaba

asombrado de encontrar apariencias de unaíndole completamente nueva para mí, no obs-

tante mi en cierto modo amplia experienciaDe momento no tengo necesidad de especifi-car estas apariencias; me bastará con manifestar que mientras ejecutaba mi tarea apenas po-día creer que el cerebro que tenía delante fuera

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de un ser humano.„–Esta declaración causó cierta sorpresa, co-

mo usted puede imaginar, y el juez preguntó

al médico si quería decir que el cerebro se pa-recía al de un animal.„–No –contestó él–, yo no diría tanto. He ob-

servado algunas apariencias que parecíanapuntar en esa dirección; pero otras todavía

más sorprendentes, indicaban una estructuranerviosa de una índole completamente diferente a la del hombre o el más ínfimo de losanimales.

„–La declaración causó extrañeza, pero el ju-rado, naturalmente, presentó un veredicto demuerte por causas naturales, y el caso se acabópara el público. No obstante, después de haberleído la declaración del doctor, resolví que me

gustaría saber bastante más, y me puse a tra-bajar en lo que prometía ser una interesanteinvestigación. Realmente tuve bastantes pro-blemas, pero hasta cierto punto tuve éxitoAunque entonces, mi querido compañero, no

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tenía ni idea del porqué. ¿Se ha dado cuentade que hemos estado aquí casi cuatro horas?Pidamos la cuenta y vayámonos.

Los dos hombres salieron en silencio y per-manecieron un momento en el frío ambienteviendo pasar frente a ellos el apresurado tráfi-co de Conventry Street, acompañado de los re-tumbantes timbres de los cabriolés y los gritos

de los vendedores de periódicos: en intensomurmullo lejano de Londres agitándose una yotra vez por debajo de esos ruidos más estrepitosos.

„–Es un caso extraño, ¿no es cierto? –dijo Dy-son finalmente–. ¿Qué opina usted?–Mi querido colega, no he escuchado el final

por tanto me reservaré la opinión. ¿Cuándome contará el resto?

–Venga a verme alguna tarde; digamos ejueves próximo. Aquí tiene mi dirección. Buenas noches; deseo descender hasta el Strand.

Dyson llamó a un cabriolé que pasaba, y Sa-lisbury giró hacia el norte en dirección a su ca-

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sa.El señor Salisbury, como puede haberse de-

ducido de las escasas observaciones que había

sido capaz de hacer en el transcurso de la tar-de, era un joven caballero de intelecto singu-larmente sólido, recatado y retraído ante losmisterios y lo insólito, y con una aversión tem-peramental por la paradoja. Durante el al-

muerzo en el restaurante se había visto obliga-do a escuchar casi en completo silencio un ex-traño tejido de inverosimilitudes ensartadascon la ingenuidad de un curioseador nato de

intrigas y misterios, y se sentía cansado al cru-zar Shaftesbury Avenue y zambullirse en lasentrañas del Soho, pues su vivienda se encon-traba en las proximidades del lado norte deOxford Street.

Mientras caminaba, especulaba sobre el pro-bable destino de Dyson, dependiendo de la li-teratura, sin el amparo de algún pariente con-siderado, y no pudo menos de concluir que es-taba tan sutilmente imbuido de una imagina-

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ción excesivamente brillante que, con todaprobabilidad, sería recompensado con un parde tablillas para anuncios o una pancarta de

comparsa. Absorto en este hilo de pensamien-to, y admirando la perversa destreza capaz detransmutar el rostro de una mujer enfermiza yun caso de enfermedad mental en los toscoselementos de un romance, Salisbury se extra-

vió entre las calles débilmente iluminadas, sinadvertir el impetuoso viento que golpeaba confuerza por las esquinas y elevaba en remolinosla basura dispersa sobre el pavimento, mien-

tras negros nubarrones se acumulaban sobre laamarillenta luna. Ni siquiera la caída en surostro de una o dos gotas aisladas de lluvia lesacó de sus meditaciones, y sólo comenzó aconsiderar la conveniencia de buscar algún re-

fugio cuando la tormenta estalló de pronto enplena calle. Impelida por el viento, la lluviadescargó con la violencia de una tronada, sal-picando al caer sobre las piedras y silbandopor el aire, y pronto un verdadero torrente de

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agua corría por los arroyos y se acumulaba encharcos sobre los obstruidos desagües. Los es-casos viandantes extraviados, que más que pa-

sear por la calle holgazaneaban, echaron a co-rrer como conejos asustados hacia algún invi-sible refugio, y aunque Salisbury silbó ruidosay repetidamente en busca de un cabriolé, noapareció ninguno.

Miró a su alrededor, como para descubrir lolejos que podía estar del abrigo de OxfordStreet, pero vagando indiferentemente se había apartado de su camino y se encontró en

una zona desconocida con toda la aparienciade estar desprovista incluso de hoteles dondepudiera uno guarecerse por la modesta sumade dos peniques. Las farolas escaseaban y estaban muy espaciadas, y lucían, tras los sucios

cristales, por el pálido flujo de aceite; a esta va-cilante luz pudo vislumbrar Salisbury lossombríos e inmensos caserones de que secomponía la calle. Alpasar junto a ellos, apre-surado y encogido bajo la avalancha de lluvia

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reparó en los innumerables tiradores de laspuertas, cuyas inscripciones, grabadas en cha-pas de bronce, parecían desvanecerse de vie-

jas, y aquí y allá un alero ricamente esculpidosobresalía de la puerta, ennegrecido por lamugre de cincuenta años.

La tormenta parecía agravarse con furia cre-ciente; Salisbury estaba completamente moja-

do y había echado a perder su sombrero nue-vo, y con todo Oxford Street parecía tan lejanacomo siempre; con profundo alivio el empapa-do hombre alcanzó a ver una sombría arcada

que parecía brindar protección de la lluvia, sno del viento. Salisbury tomó posición en laesquina más seca y miró en torno suyo; se en-contraba en una especie de pasaje artificial ba-jo parte de una casa y tras él se extendía una

estrecha acera que conducía entre blancas pa-redes a regiones desconocidas. Había perma-necido allí algún tiempo, esforzándose vana-mente por desembarazarse en parte de su superflua humedad, y alerta al paso de algún ca-

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briolé, cuando le llamó la atención un ruidoestrepitoso procedente del pasaje dejado atrásy que aumentaba al acercarse. En un par de

minutos pudo distinguir la voz ronca y chillona de una mujer, amenazando y repudiandocuyos acentos resonaban en las mismísimaspiedras mientras, de cuando en cuando, unhombre gruñía y protestaba. Sin embargo

contra toda apariencia exenta de romance, aSalisbury le agradaban las peleas callejeras yacababa de iniciarse en las más divertidas fa-ses de la embriaguez; por consiguiente, se

apaciguó y se dispuso a escuchar y observarcon el aspecto de un abonado a la ópera. Noobstante, para su fastidio, la tempestad pare-ció apaciguarse repentinamente, y pudo oír nomás que los impacientes pasos de la mujer y e

lento vaivén del hombre acercándose a él.Ocultándose en la sombra de la pared pudo

ver cómo se aproximaban los dos; el hombreestaba evidentemente borracho, y tenía susmás y sus menos para evitar chocar con las pa-

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redes, a las que se agarraba a uno y otro ladocomo una barca golpeada por el viento. Lamujer miraba al frente, con lágrimas en sus

resplandecientes ojos, que volvieron a brillarcuando aquéllas desaparecieron, y finalmenteestalló en una sarta de insultos dirigidos con-tra su compañero.

–Vil granuja, ruin, despreciable canalla –si

guió ella diciendo, tras una incoherente ava-lancha de maldiciones–. ¿Piensas que voy a se-guir toda la vida trabajando para ti como unaesclava mientras tú persigues a esa chica de

Green Street y te bebes cada penique que tie-nes? Te equivocas, Sam; de veras no lo soportomás.

Maldito ladrón, estoy cansada de ti y de tupatrón, así es que ya puedes hacerte tus pro-

pios recados, y únicamente espero que te me-tan en apuros.

La mujer abrió su regazo y, sacando algo pa-recido a un papel, lo arrugó y lo tiró. Cayó alos pies de Salisbury. Luego se fue y desapare-

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ció en la oscuridad, mientras el hombre setambaleaba en la calle, refunfuñando vaga-mente contra sí mismo con voz aturdida. Salis

bury le siguió, viéndole hacer eses sobre el pa-vimento, detenerse de vez en cuando y ladear-se indeciso, para luego tomar súbitamente unnuevo rumbo.

El cielo había aclarado, y blancas nubes abo-

rregadas cruzaban fugaces frente a la luna, al-ta en el firmamento. La luz iba y venía inter-mitentemente, según las nubes pasaban, des-pejando y volviendo a cubrir el cielo.

Cuando los blancos rayos alumbraron el pa-saje, Salisbury divisó la bolita de papel arruga-do que la mujer había tirado. Extrañamentecurioso por saber lo que podía contener, la re-cogió y se la metió en el bolsillo, poniéndose

de nuevo en camino.Salisbury era un hombre de costumbres

Cuando llegó a casa, empapado hasta los hue-sos, colgándole la ropa, y con el sombrero impregnado de un lívido rocío, su único pensa-

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miento fue acerca de su salud, de la que seocupaba solícito. Por tanto, después de cam-biarse de ropa y embutirse en un cálido batín

procedió a prepararse un sudorífico a base deginebra y agua, calentada ésta en una de esaslámparas de alcohol, que mitigan las austeridades de la vida de un moderno ermitaño.

Cuando se hubo administrado la prepara-

ción, y hubo calmado su excitación con una pi-pa de tabaco, Salisbury pudo irse a la cama enun alegre estado de ociosidad, sin pensar en suaventura en la sombría arcada, ni en las omi-

nosas fantasías con que Dyson había sazonadosu comida. Lo mismo ocurrió la mañana si-guiente durante el desayuno, pues Salisburyinsistió en no pensar en nada hasta terminarde comer. Pero cuando retiraron la taza y el

plato, y encendió su pipa mañanera, recordó labolita de papel y empezó a revolver en los bol-sillos de su mojado abrigo. No recordaba enqué bolsillo la había puesto y, al meter la ma-no primero en uno y luego en el otro, experi-

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mentó una extraña sensación de temor a queno estuviera allí, aunque ciertamente no podr-ía haber explicado la importancia que atribuía

a lo que con toda probabilidad no era más queun desecho. Sin embargo, suspiró con aliviocuando sus dedos tocaron la arrugada superfi-cie en su bolsillo interior, sacándola despacio ycolocándola sobre el pequeño escritorio al lado

de su sillón, con el mismo cuidado que si setratara de una rara joya. Salisbury se sentó afumar, y miró fijamente su hallazgo duranteunos cuantos minutos, con la extraña tentación

de arrojarlo al fuego, y evitarse con ello tantola especulación acerca de su posible contenidocomo la razón por la que la ofendida mujerhabía arrojado un trozo de papel con tanta ve-hemencia. Como puede suponerse, el último

sentimiento fue el que se impuso, y, finalmen-te, no sin algo de repugnancia, cogió el papel ylo desarrugó, colocándolo frente a él.

Era un simple trozo de papel sucio, a todasluces arrancado de un bloc barato, y en el cen-

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avergonzado de su propia especulación anhe-lante, como el que se quema las cejas con losaltisonantes comunicados de los ecos de socie-

dad del periódico y sólo encuentra anuncios ytrivialidades. Se dirigió a la ventana y contem-pló la lánguida vida matinal de su barrio; lascriadas con desaliñados vestidos estampadosfregando los escalones de entrada en la casa, e

pescadero y el carnicero en sus rondas, y loscomerciantes de pie junto a las puertas de suspequeñas tiendas, abatidos por la falta de ne-gocio y de emoción. A lo lejos una bruma azu-

lada proporcionaba una cierta grandeza a todala vista, pero en conjunto ésta era deprimentey sólo había interesado a un estudioso de la vi-da londinense, que siempre encuentra algoexquisito y selecto en cada una de sus facetas

Salisbury se alejó disgustado y se aposentó enel sillón, tapizado en un tono verde brillante yadornado con tachones dorados, que constitu-ía el orgullo y la atracción de sus aposentosVolvió a su ocupación matinal: la lectura aten

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ta de una novela que trataba de deporte yamor de tal forma que sugería la colaboraciónde un mozo de cuadra y un internado de seño-

ritas. Sin embargo, en circunstancias normalesSalisbury habría seguido interesándose por lahistoria hasta la hora del almuerzo, pero esamañana se agitaba en su silla, cogía el libro ylo volvía a dejar, y finalmente juraba y maldec-

ía de simple irritación. En realidad, la rima depapel hallado en la arcada „se le había metidoen la cabeza‟, e hiciera lo que hiciese no podíamenos de rezongar una y otra vez: „Una vez

alrededor del césped, dos veces alrededor dela amada, y tres veces alrededor del arce‟. Seconvirtió en un verdadero tormento, como eridículo estribillo de una canción de “music–hall”, eternamente citada, cantada a todas

horas del día y de la noche, y apreciada por losgolfillos callejeros como un infalible recursocada seis meses. Salisbury salió a la calle ytrató de olvidar a su enemigo entre los empu-jones de la multitud y el rugido y el estruendo

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del tráfico, pero al instante se encontró a smismo alejándose silenciosamente y deambu-lando por parajes desiertos, devanándose los

sesos en vano tratando de hallar algún sentidoa frases que no lo tenían. La llegada del juevesfue un gran alivio, pues recordó que tenía unacita con Dyson. Los fútiles ensueños del que sehacía llamar hombre de letras parecían diver-

tidos en comparación con esta incesante repe-tición, esta perplejidad de la que no parecíapoder escapar. Dyson estaba domiciliado enuna de las calles más tranquilas que llevan de

Strand al río y, al pasar Salisbury por la estre-cha escalera que conducía a la morada de suamigo, vio que el tío había sido de veras bené-fico. El suelo resplandecía y flameaba con to-dos los colores del Oriente; era, como Dyson

observó pomposamente, „un ocaso de ensue-ño‟, y sus cortinas extrañamente elaboradasen las que brillaban hilos dorados aquí y alláimpedían ver el crepúsculo de las calles londi-nenses, con sus faroles encendidos. En los es-

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tantes de un armario de roble había vasos yplatos de vieja cerámica francesa, y grabadosen blanco y negro, de los que no pueden en-

contrarse en el Haymarket o Bond Street, des-tacaban esplendorosamente sobre papel japonés. Salisbury se sentó en el banco que hab-ía junto al hogar y aspiró y mezcló lo humosde incienso y de tabaco, maravillado y atónito

ante todo este esplendor del reps verde y lasoleografías, el espejo de marco dorado y el lus-tre de su propio apartamento.

–Me alegra que haya venido –dijo Dyson–

Es confortable este pequeño aposento, ¿no escierto? No parece encontrarse usted muy bienSalisbury. No le ocurre nada, ¿verdad?

–No; pero he estado bastante fastidiado estosúltimos días. La verdad es que tuve una espe

cie de extraña aventura, supongo que así podr-ía llamarla, la noche que nos encontramos, yme ha preocupado bastante. Y lo más irritantees que se trata del disparate más simple: sinembargo, luego se lo contaré todo. Iba usted a

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referirme el resto de esa extraña historia queempezó en el restaurante.

–Sí. Pero me da miedo, Salisbury, es usted in-

corregible. Es usted esclavo de lo que llamaevidencias.Sabe usted muy bien que en el fondo cree

que la singularidad de este caso es creaciónmía únicamente, y que en realidad todo es tan

natural como manifiesta la policía. Pero prime-ro beberemos algo y usted puede además en-cender su pipa.

Dyson se llegó hasta la alacena de roble y

sacó del fondo una botella redonda y dos vasi-tos, pintorescamente dorados.–Es Benedictine –dijo–. Tomará un poco ¿no?Salisbury asintió, y los dos hombres se senta-

ron, bebiendo y fumando reflexivamente du-

rante algunos minutos antes de que Dyson co-menzara a hablar.

–Veamos –dijo finalmente–, estábamos en lapesquisa judicial, ¿verdad?

No, ya terminamos con eso. ¡Ah!, ya recuer-

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modo u otro me las arreglé para ser presenta-do al hombre: me citó para ir a verle. Resultóser un tipo simpático y afable, bastante joven y

de ninguna manera como los típicos médicosy comenzó la charla ofreciéndome whisky y cigarros.

No creí que valiera la pena andar con rodeosasí que empecé diciéndole que parte de su de-

claración en la investigación del caso Harles-den me había impresionado por su peculiari-dad, y le mostré el recorte impreso con laslíneas en cuestión subrayadas. Echó sólo un

vistazo al trozo de papel y me miró con extra-ñeza.„–Así que le impresionó por su peculiaridad

¡eh! –dijo–. Bien, debe usted recordar que ecaso Harlesden fue muy peculiar. De hecho

creo que felizmente puedo decir que en lo re-ferente a algunos rasgos específicos fue únicoverdaderamente único.

„–Completamente de acuerdo –repliqué yo–y por eso es por lo que me interesa y quiero

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saber más de él. Y pensé que si alguien podíadarme alguna información ése sería usted¿Qué opina usted?

„–Era un tipo de pregunta bastante categóri-ca, y mi doctor pareció bastante desconcerta-do.

„–Bien –dijo–. Como me imagino que el mo-tivo de su pregunta debe ser simple curiosi-

dad, creo que puedo contarle mi opinión unpoco libremente.

Así que señor –?señor Dyson?– si quiere us-ted saber mi teoría, ahí va: creo que el doctor

Black mató a su mujer.„–Pero el veredicto –contesté yose extrajo desu propia declaración.

„–Cierto; el veredicto se dictó de acuerdo conla declaración de mi colega y con la mía y, da-

das las circunstancias, creo que el jurado actuócon mucha sensatez. De hecho, no veo quéotra cosa podían haber hecho. Pero yo me afe-rro a mi opinión, entiéndalo, y digo tambiénesto: no me sorprendería que Black hubiera

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hecho lo que yo creo firmemente que hizoPienso que estaba justificado.

„–¿Justificado? ¿Cómo es eso?

–pregunté. Estaba asombrado, como ustedpuede imaginar, por la respuesta obtenida. Edoctor giró suavemente su silla y por un ins-tante me miró resueltamente antes de contes-tar.

„–Supongo que no es usted un hombre deciencia. Pues en ese caso no serviría de nadaque yo le diera más detalles. Siempre me heopuesto firmemente a cualquier tipo de rela-

ción entre la fisiología y la psicología.Creo que ambas apuestan por el sufrimientoNadie reconoce más decididamente que yo laimpracticable sima, el insondable abismo quesepara al mundo consciente de todo cuanto ro-

dea a la materia. Sabemos que cada cambio deconsciencia suele venir acompañado de unanueva disposición de las moléculas de la sus-tancia gris; y eso es todo.

Cuál es el vínculo entre ellos, o por qué coin-

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ciden, no lo sabemos, y la mayoría de los ex-pertos cree que nunca podremos saberlo. Contodo, le diré que mientras hacía mi trabajo, con

el escalpelo en la mano, tuve la convicción deque, a despecho de todas las teorías, lo queyacía frente a mí no era el cerebro de una mu-jer muerta, ni de ningún modo el cerebro deun ser humano. Por supuesto vi el rostro; pero

estaba muy tranquilo, desprovisto de expre-sión. Debió haber sido, sin duda, un rostrohermoso, pero debo decir honestamente queno ha-bría mirado ese rostro cuando todavía

tenía vi-da ni por un millar de guineas, ni si-quiera por dos veces esa suma.„–Mi querido señor –dije–, me sorprende us-

ted en extremo. Dice usted que no era el cerebro de un ser humano. ¿Qué era entonces?

„–El cerebro de un demonio –replicó–, y nome cabe la menor duda de que Black encontróalguna forma de acabar con él. Sea lo que fue-se la señora Black, no estaba en condiciones depermanecer en este mundo. ¿Algo más?

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bía lo que había visto. Por tanto, después depensar en ello y atar cabos, me pareció que laúnica persona que probablemente podría ayu-

darme era el mismo Black, y decidí encontrar-le. Por supuesto no se le podía encontrar enHarlesden; había abandonado el barrio, ya lodije, inmediatamente después del funeral. To-do lo que contenía la casa había sido vendido

y un buen día Black tomó el tren con un baúl yse fue, nadie sabe dónde. Fortuitamente volva oír hablar de él, y por pura casualidad le en-contré finalmente. Un día paseaba por Gray.s

Inn Road, sin ningún destino en particular, mi-rando a mi alrededor, como solía, y sostenien-do fuerte mi sombrero, pues era un día borras-coso a comienzos de marzo y el viento hacíaque se mecieran y temblaran las copas de los

árboles de la posada. Había subido desde el fi-nal de Holborn y casi había tomado Theo-bald.s Road cuando reparé en un hombre quecaminaba frente a mí, apoyado en un bastón, yaparentemente muy débil. Había algo en su

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mirada que incitó mi curiosidad, no sé porqué, y comencé a caminar más rápido con laidea de alcanzarle, cuando de pronto su som-

brero voló y, saltando sobre el pavimentollegó a mis pies. Rescaté, por supuesto, elsombrero y le eché un vistazo mientras me di-rigía hacia su propietario. Era toda una bio-grafía: llevaba en su interior el nombre de un

fabricante de Piccadilly, pero creo que ni unmendigo lo habría recogido del arroyo. Enton-ces levanté la mirada y vi al doctor Black deHarlesden esperándome. Cosa extraña, ¿no?

Pero ¡qué cambio!, Salisbury. Cuando con-templé al doctor Black bajando las escaleras desu casa de Harlesden era un hombre erguidoque caminaba con firmeza sobre sus bien for-mados miembros; un hombre, diríamos, en la

flor de la vida. Y ahora esta miserable criaturase inclinaba ante mí, encorvado y débil, mar-chitas las mejillas y el pelo prematuramenteencanecido, los miembros temblorosos y ren-queantes, y el sufrimiento en los ojos. Me dio

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las gracias por recoger su sombrero diciendo:„–Creí que nunca podría alcanzarlo, no pue-

do correr mucho ahora. ¡Qué día más desapa-

cible!, ¿verdad señor?„–Y dicho esto se despidió; pero poco a pocoprocuré meterle en conversación y caminamosjuntos en dirección este. Creo que el hombre sehabría alegrado de librarse de mí, pero me

propuse no abandonarle, y finalmente se detu-vo frente a una miserable casa en una misera-ble calle. En verdad, creo que era uno de losbarrios más pobres que jamás he visto: casas

que debían haber sido bastante sórdidas y horribles de nuevas, que habían acumulado por-quería con los años, y ahora parecían desmo-ronarse y amenazaban con caerse.

„–Allá arriba vivo yo –dijo Black, señalando

al tejado–, no en el frente, sino detrás. Aquí estoy muy tranquilo. No le pediré que suba aho-ra, pero tal vez algún otro día...

„–Le cogí la palabra y le dije que me alegraríamucho ir a verle. Me lanzó una extraña mira-

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da, como si se preguntara por qué demoniosyo o cualquier otro se preocupaban de él, y ledejé tanteando con su llavín en la cerradura

Supongo que me dirá usted que hice muy biencuando le cuente que en unas pocas semanasme convertí en amigo íntimo de Black. Nuncaolvidaré la primera vez que fui a su habita-ción; espero no volver nunca a ver una miseria

tan abyecta y mugrienta. Un espantoso papelen el que había desaparecido hacía tiempocualquier dibujo o huellas de él, colgaba de lasparedes en enmohecidos pendones, dominado

y poseído por la mugre de la aciaga calle. Sóloera posible mantenerse en posición erguida alfondo de la habitación, y la visión de la miserable cama y el olor a corrupción que lo im-pregnaba todo me hizo sentir mareos y me pu-

so enfermo. Allí le encontré mascando un pe-dazo de pan; parecía sorprendido al compro-bar que había cumplido mi promesa, pero meofreció su silla y se sentó en la cama mientrashablamos. Solía ir a verle a menudo y tuvimos

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largas conversaciones, pero nunca mencionóHarlesden o a su mujer. Imagino que él mecreía ignorante del asunto, o pensaba que s

había oído hablar de él, nunca relacionaría arespetable doctor Black de Harlesden con epobre morador de una buhardilla en lo másapartado de Londres. Era un hombre raro, ycuando nos sentábamos a fumar, a menudo

me preguntaba si estaría loco o cuerdo, puescreo que los más insensatos sueños de Paracel-so y de los rosacruces parecerían hechos co-rrientes en comparación con las teorías que le

oí exponer sinceramente en aquel mugrientocuchitril. En una ocasión me aventuré a insi-nuarle algo por el estilo. Sugerí que algo de loque había dicho estaba en rotunda contradic-ción con la ciencia y la experiencia.

„–No –contestó él–, con toda la experienciano, pues la mía también cuenta. Yo no comer-cio con teorías no comprobadas; lo que digo lohe probado por mí mismo, y a un costo terri-ble.

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Existe un área del conocimiento que ustedsiempre ignorará, y que los sabios que la con-templan desde lejos rehúyen como la peste

mientras pueden, pero que yo he visitado. Susted supiera, si pudiera siquiera soñar lo quees posible hacer, lo que uno o dos hombreshan hecho en este tranquilo mundo nuestrosu propia alma se estremecería y desfallecería

dentro de usted. Lo que le he dicho no es sinola más simple envoltura, la capa externa de laverdadera ciencia; esa ciencia que significamuerte y que es más espantosa que la muerte

misma para aquellos que la adquieren. Nocuando los hombres dicen que en el mundoocurren cosas extrañas, saben muy poco del te-rror y el espanto que siempre las acompaña.

„–Alrededor del hombre flotaba una especie

de fascinación que me atraía hacia él, y sentíbastante tener que abandonar Londres duran-te uno o dos meses: me perdería su singularcharla.

Pocos días después de regresar a la ciudad

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pensé ir a verle, pero cuando pulsé dos vecesel timbre que solía utilizar, no obtuve respues-ta. Volví a tocar de nuevo y ya me iba cuando

se abrió la puerta y una sucia mujer me pre-guntó qué quería. Por su aspecto supuse queme había tomado por un policía de paisanoque buscaba a alguno de sus inquilinos, perocuando pregunté si estaba el señor Black, me

dirigió una mirada bien distinta.„–Aquí no vive el señor Black –dijo–. Se fue

Murió hace seis semanas. Siempre creí que es-taba un poco chiflado, o que lo había estado y

se había metido en cualquier lío. Solía salir to-das las mañanas desde las diez a la una, y unlunes por la mañana le oímos llegar, meterseen su habitación y cerrar la puerta, y pocos mi-nutos después, cuando nos sentábamos a al-

morzar, oímos tal grito que pensé que se ha-bría ido en seguida. Luego se oyeron pisadas ybajó enfurecido, maldiciendo espantosamentey jurando que le habían robado algo que valíamillones. Después se cayó en el pasillo y creí-

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mos que había muerto. Le subimos a su habi-tación y le metimos en la cama, y me senté aesperar mientras mi marido fue a buscar a un

médico. La ventana estaba abierta de par enpar y había una cajita de hojalata, abierta yvacía, que él había dejado en el suelo, peropor supuesto, nadie podía haber entrado porla ventana, y en cuanto a él es un disparate

que tuviera algo de valor, pues frecuentemen-te se retrasaba varias semanas en el pago dealquiler, y mi marido le amenazaba muchasveces con echarle a la calle, pues, como él de-

cía, tenemos una vida que proteger como elresto de la gente y, verdaderamente, eso escierto; pero, de una forma u otra, no me gus-taba hacerlo, aunque él era un tipo raro, y meimagino que hubiese sido mejor. Y luego llegó

el doctor y le miró, y dijo que no podía hacernada, y esa no-che murió estando yo sentadajunto a su cama; y puedo decirle que, entrunas cosas y otras, perdimos dinero con élpues la poca ropa que tenía no valió casi nada

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cuando la llevaron a vender.„–Le di a la mujer medio soberano por las

molestias y me marché a casa pensando en e

doctor Black y en el epitafio que ella había he-cho de él, asombrándome ante la extraña ideade que hubiera sido objeto de un robo.

Supongo que tenía muy poco que temer a eserespecto el pobre tipo; pero imagino que esta

ba realmente loco, y que murió en un accesosúbito de su manía. Su patrona dijo que una odos veces que tuvo ocasión de entrar en su ha-bitación (para apremiar al pobre desgraciado a

pagar su alquiler, lo más probable) la tuvo enla puerta cerca de un minuto, y que cuandoentró le vio guardar una caja de hojalata en laesquina junto a la ventana; supongo que estar-ía poseído con la idea de algún tesoro fabulo-

so, y se creería un hombre rico en medio de to-da su miseria. “Explicit”, mi cuento se acabóy, como verá usted, aunque conocí a Black, na-da supe de su mujer o de la historia de sumuerte. Así está el caso Harlesden, Salisbury

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y creo que me interesa aún más profundamen-te porque no parece existir ni la más remotaposibilidad de que yo o cualquier otro sepa-

mos algo más sobre él. ¿Qué piensa usted?–Bueno, Dyson, debo decir que creo que haconseguido usted rodear a todo el asunto deun misterio de su propia creación. Voto por lasolución del doctor: Black asesinó a su esposa

estando con toda probabilidad en un estadolatente de locura.

–¿Qué? ¿Cree usted entonces que la mujerera demasiado espantosa, demasiado terrible

para permitírsele permanecer sobre la tierra?Recordará que el doctor dijo que se trataba delcerebro de un diablo.

–Sí, sí, pero hablaba metafóricamente, porsupuesto. Realmente es una cuestión simple s

usted lo considera solamente así.–¡Ah!, bueno, puede que esté usted en lo cier

to; pero todavía no estoy seguro de que lo estáMuy bien, mejor es que no discutamos más¿Un poco más de Benedictine? Eso es; pruebe

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un poco de este tabaco. Decía usted que habíaestado preocupado por algo..., algo que suce-dió la noche que cenamos juntos.

–Sí, había estado inquieto, Dyson, muy in-quieto. Yo... la verdad es que es un asunto tantrivial, tan absurdo, que me avergüenzo demolestarle con él.

–No importa, absurdo o no, dígamelo.

Con muchas vacilaciones y mucho rencoríntimo por lo disparatado del asunto, Salisbu-ry contó su historia, y repitió de mala gana laabsurda información y las todavía más absur-

das rimas del recorte de papel, esperando queDyson estallara en carcajadas.–¿No es una pena que me deje preocupar por

cosas como ésas? –preguntó, después de balbucear las rimas una vez, dos veces, tres veces

Dyson escuchó gravemente hasta el final ymeditó unos minutos en silencio.

–Sí –dijo finalmente–, fue una curiosa casua-lidad que se refugiara usted en la arcada justocuando pasaban aquellos dos. Pero no sé si de-

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bería calificar de tonterías a lo que estaba es-crito en el papel; por supuesto es extraño, perosupongo que para alguien tiene sentido

¿Quiere repetirlo otra vez? Yo lo anotaréQuizás podamos encontrar algún tipo de cla-ve, aunque lo considero poco probable.

De nuevo los reacios labios de Salisbury bal-bucearon lentamente los disparates que tanto

aborrecía, mientras Dyson tomaba nota en unahoja de papel.

–¿Quiere echar un vistazo a esto?–dijo, cuando acabó de anotar–. Puede ser

importante que cada palabra esté en su debidolugar. ¿De acuerdo?–Sí; es una copia fiel. Pero no creo que saque

usted mucho de ella.Seguro que es una simple bobada, un gali-

matías sin sentido. Ahora debo marcharmeDyson. No, no me diga más; ese asunto suyoes bastante complicado. Buenas noches.

–Supongo que le gustaría tener noticias míassi descubro algo.

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visitar a sus amigos franceses. Pero ¿qué hacercon la frase „atravesar Handel s‟?. Aquí estabala raíz y el origen del enigma, y ni todo el ta-

baco de Virginia parecía probable que le pro-porcionara alguna pista. La situación parecíacasi desesperada, pero Dyson se consideraba así mismo el Wellington de los misterios y sefue a la cama en la seguridad de que más

pronto o más tarde daría con la pista adecua-da. Los días siguientes estuvo enfrascado ensu trabajo literario, que constituía un profundomisterio incluso para el más íntimo de sus

amigos, el cual buscaba infructuosamente enel quiosco del ferrocarril el resultado de tantashoras pasadas ante el escritorio japonés encompañía de tabaco fuerte y té cargado. En es-ta ocasión Dyson se confinó en su habitación

durante cuatro días, y con verdadero aliviodejó su pluma y salió a la calle en busca dedescanso y aire fresco. Acababan de encenderlas farolas de gas y la quinta edición de los pe-riódicos de la tarde era voceada por las calles

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Buscando tranquilidad, Dyson se desvió declamoroso Strand y empezó a dirigirse hacia enoroeste. Pronto se encontró en calles en don-

de resonaban sus pasos y, cruzando una nuevay amplia vía y torciendo luego hacia el oesteDyson descubrió que había penetrado en lomás profundo del Soho. Aquí había vida denuevo: raras cosechas de Francia y de Italia, a

precios que parecían desdeñosamente bajosatraían a los transeúntes; aquí había quesosenormes y sabrosos, allí aceite de oliva, y alláun bosque de rabelesianas salchichas; mien-

tras, en una tienda cercana parecía estar a laventa toda la prensa de París. En medio de lacalzada deambulaba de un lado para otro unaextraña mezcla de naciones, raramente seaventuraban por allí las berlinas y los ca-

briolés; y desde sus ventanas los habitantescontemplaban complacidos la escena. Dysonsiguió su camino lentamente, mezclándose conla multitud sobre el adoquinado, escuchandola extraña babel del francés, el alemán, el ita-

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liano y el inglés, y echando un vistazo de vezen cuando a los escaparates de las tiendas consus filas de botellas alineadas; casi había llega-

do al final de la calle cuando le llamó la aten-ción una pequeña tienda en la esquina, quecontrastaba vivamente con sus vecinas. Era latipica tienda de barrio pobre; una tienda com-pletamente inglesa. En ella se vendían tabaco

y dulces, baratas pipas de barro y de maderade cerezo; cuadernos y palilleros de a peniquealternaban preferentemente con cancionesburlescas; y folletines por entregas con espan-

tosos grabados mostraban que el romance re-clamaba su lugar junto a las realidades de laprensa vespertina, cuyos carteles ondeaban enel portal. Dyson echó una ojeada al nombreque figuraba encima de la puerta, y permane-

ció tembloroso junto a la acera, pues una an-gustia profunda, como la de alguien que haceun descubrimiento, le había dejado momentá-neamente inmóvil. El nombre de la tienda eraTravers. Dyson miró de nuevo hacia arriba, es-

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El vendedor de misceláneas quedó con la bocaabierta como un pez y se apoyó en el mostra-dor.

Cuando habló, después de un breve interva-lo, lo hizo con voz ronca, trémula y vacilante.–¿Le importaría repetirlo, señor?No le he entendido del todo.–Desde luego no pienso hacer nada por el es-

tilo, buen hombre. Oyó usted perfectamentebien lo que le dije.

Veo que tiene usted un reloj en su tienda; unadmirable cronómetro, sin duda. Bien, le doy

un minuto por su propio reloj.El hombre miró en torno con perpleja indeci-sión, y a Dyson le pareció que ya iba siendohora de mostrarse atrevido.

–Mire allí, Travers, casi se le ha terminado el

tiempo. Creo que usted ha oído hablar de QRecuerde, su vida está en mis manos. ¡Vamos!

Dyson se sobresaltó por el resultado de supropia audacia. El hombre se contrajo y quedóparalizado por el terror, el sudor caía por su

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todavía lívido por el miedo y una mano sobrelos ojos y, mientras se iba rápidamente, Dysonespeculó mucho sobre lo que podrían ser esos

extraños acordes que tan toscamente habíapulsado. Llamó al primer cabriolé que vio yregresó a casa; y en cuanto hubo encendido sulámpara suspendida y dejado el paquete sobrela mesa, se detuvo unos instantes preguntán-

dose por la extraña cosa que pronto iluminaríala luz de la lámpara. Cerró la puerta, cortó lascuerdas, desplegó el papel capa a capa, y final-mente dio con una pequeña caja de madera

sencilla pero sólida. No tenía cerradura, y Dy-son no tuvo más que levantar la tapa: cuandolo hizo exhaló un prolongado suspiro y retro-cedió. La lámpara parecía brillar tenuementecomo una vela; sin embargo, toda la habita-

ción resplandecía de luz, y no de un solo tonosino con miles de colores, como una vidrierapintada; en las paredes de la habitación y so-bre los muebles familiares, el resplandor bri-llaba de nuevo y parecía volver a su origen, la

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pequeña caja de madera. Pues en ella, sobreun blanco lecho de lana, descansaba la más es-pléndida joya, una joya como jamás pudo so-

ñar Dyson, en cuyo interior brillaba el azul delejanos cielos, el verde del mar junto a la costael rojo del rubí, y rayos violeta oscuro, y enmedio de todo parecía llamear, como si unsurtidor de fuego ascendiera y descendiera y

volviera a ascender entre destellos, como enlos colgantes estrellados. Dyson lanzó un pro-fundo suspiro, se dejó caer en su silla, y setapó los ojos con las manos para pensar. La jo-

ya parecía un ópalo, pero en su larga experiencia de escaparates de tiendas no sabía deningún ópalo que alcanzara una cuarta o unaoctava parte de ese tamaño. Miró de nuevo ala piedra casi con temor, y la colocó suave-

mente sobre la mesa, bajo la lámpara, pudien-do contemplar el maravilloso reflejo que bri-llaba y centelleaba en su centro; entonces vol-vió a la caja, curioso por saber si contendríaotras maravillas. Levantó el lecho de lana so-

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bre el que se recostaba el ópalo y encontró de-bajo no más joyas, sino un viejo libro de bolsi-llo, desgastado y raído por el uso. Dyson lo

abrió por la primera página y lo dejó caer es-pantado. Ha-bía leído el nombre de su dueñoesmeradamente escrito con tinta azul.

Dr. Steven Black Oranmore, Devon RoadHarlesden.

Pasaron varios minutos antes de que Dysonse resignara a abrir por segunda vez el libroRememoró el espantoso cautiverio en su bu-hardilla; y su extraña conversación, y también

el recuerdo del rostro que había visto en laventana, y lo que había dicho el especialista, seapoderaron de su mente y, mientras sus dedosasían la cubierta, se estremeció, temeroso de loque podía haber escrito en su interior. Cuando

finalmente lo abrió y pasó las páginas, en-contró las dos primeras en blanco, pero la ter-cera estaba cubierta por una escritura clara ymeunda, y Dyson empezó a leer con la luz deópalo brillando en sus ojos.

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„Desde que era joven –comenzaba la anota-ción– he dedicado todo mi ocio, y buena partedel tiempo que debería haber empleado en

otros estudios, a la investigación de las máscuriosas y ocultas ramas del saber. Nunca mehe sentido atraído por los llamados común-mente placeres de la vida, y vivía solitario enLondres, eludiendo a mis compañeros de estu-

dios, y a la vez evitado por ellos a causa de miensimismamiento y mi indiferencia. Era enor-memente feliz con tal de poder satisfacer mideseo de conocimientos de cierta índole pecu-

liar, cuya misma existencia constituye un pro-fundo secreto para la mayoría de la humani-dad, y a menudo he pasado noches enterassentado en la oscuridad de mi habitación, pen-sando en el extraño mundo a cuyo borde me

había asomado. Mis estudios profesionales, sinembargo, y la necesidad de obtener un títulome obligaron por algún tiempo a posponermis investigaciones secretas, y poco despuésde doctorarme conocí a Agnes, que se convir-

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tió en mi esposa. Alquilamos una casa nuevaen este remoto suburbio, y comencé la habi-tual rutina de una discreta práctica, y durante

algunos meses viví bastante feliz, participandoen la vida que me rodeaba y pensando sólo enraras ocasiones en esa ciencia oculta que unavez me había fascinado. Conocía lo suficienteacerca de los caminos que había empezado a

transitar como para saber que eran difíciles ypeligrosos, que en su perseverancia implica-ban con toda probabilidad la destrucción de lavida, y que conducían a regiones tan terribles

que la mente humana retrocedía horrorizadacon sólo pensarlo. Además, la tranquilidad yla paz que había gozado desde que me caséme había alejado en gran parte de lugares don-de sabía que no podía haber paz. Pero súbita-

mente –creo de veras que fue producto de unasola noche, mientras yacía sobre la cama con-templando la oscuridad–, súbitamente, decíael viejo deseo, el pasado anhelo, volvió, y lohizo con una fuerza que, en su ausencia, se ha-

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bía intensificado diez veces. Cuando despuntóel día y me asomé a la ventana, viendo conojos extraviados la salida del sol por el este

supe que mi destino estaba marcado; que ahaber llegado tan lejos, ahora debía ir todavíamás allá con paso firme. Volví a la cama don-de mi esposa dormía apaciblemente, y meacosté de nuevo, derramando amargas lágri

mas, pues el sol se había puesto sobre nuestraexistencia feliz para cernirse como una horri-ble amenaza sobre ambos. No pondré aquí porescrito con todo detalle lo que siguió; aparen-

temente fui a mi trabajo como antes y no dijenada a mi esposa.Pero pronto ella notó que yo había cambiado

pasaba mi tiempo libre en una habitación quehabía equipado como un laboratorio, y a

meundo me deslizaba escaleras arriba en elgris amanecer, cuando todavía brillaban sobreLondres las luces de innumerables farolas; ycada noche me acercaba más a esa gran simaque iba a salvar, el abismo entre el mundo

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consciente y el mundo material. Realicé nume-rosos experimentos de índole complicada, ypasaron algunos meses antes de que me diera

cuenta de la dirección en que apuntabancuando, por un momento, los pude probar enmí mismo, sentí que mi rostro palidecía y quemi corazón enmudecía dentro de mí. Pero ha-ce ya tiempo que perdí la facultad de volver-

me atrás, la facultad de detenerme ante laspuertas que ahora se me abren de par en par yno entrar; la retirada estaba cortada, y yo úni-camente podía seguir adelante. Mi posición

era tan absolutamente desesperada como la deun prisionero en una mazmorra, cuya únicaluz es la de la mazmorra de arriba; las puertasestaban cerradas y la huida era imposible. Losexperimentos dieron, uno tras otro, el mismo

resultado, y yo sabía, y me acobardaba encuanto el pensamiento cruzaba mi mente, quepara la tarea que tenía que hacer necesitabamedios que ningún laboratorio podía suminis-trar, que ninguna escala podía medir. En esa

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tarea, de la cual incluso dudaba de escapar convida, debía tomar parte la vida misma. Habíaque arrancar de algún ser humano esa esencia

que los hombres llaman alma, y en su lugar(pues en el esquema del mundo no hay apo-sentos vacantes) poner algo que los labios difí-cilmente pueden pronunciar, que la mente nopuede concebir sin un terror más espantoso

que el terror a la muerte misma. Y cuando su-pe esto, supe también sobre quién recaería estedestino: escruté los ojos de mi esposa. Si en esemomento hubiera salido y, cogiendo una cuer-

da, me hubiera ahorcado, podría haberme li-brado, y ella también, pero de ninguna otramanera. Finalmente se lo conté todo.

Ella se estremeció y se lamentó, y solicitó laayuda de su madre muerta, y me pidió cle-

mencia, y yo solamente pude suspirar. No leoculté nada; le conté en lo que se convertiría ylo que se introduciría en lugar de su vida; lehablé de toda la infamia y de todo el horrorUsted, que ha abierto la caja y ha visto su con-

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tenido, y que leerá esto cuando yo esté muerto–si de veras permito que esta relación subsis-ta–, no sé si podrá entender lo que yace oculto

en el ópalo. Pues una noche mi esposa consin-tió en lo que yo le pedí, con lágrimas corrién-dole por el hermoso rostro y el cuello y el pe-cho ruborizados por la sofocante vergüenzaconsintió en sufrir esto por mí. Abrí la ventana

de par en par y juntos contemplamos por Alti-ma vez el cielo y la sombría tierra; era una es-tupenda noche estrellada, y soplaba una agra-dable brisa; la besé en los labios y sus lágrimas

me resbalaron por las mejillas. Aquella nocheella bajó a mi laboratorio, y allí, con los posti-gos cerrados y atrancados, con las cortinas tu-pidamente corridas, de manera que hasta lasmismas estrellas quedasen fuera del alcance

de la vista, mientras el crisol siseaba y lalámpara rebosaba, hice lo que tenía que hacery conduje afuera a lo que ya no era una mujerPero el ópalo flameaba y destellaba sobre lamesa con un brillo como jamás contemplaron

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ojos humanos, y los rayos del fuego que ardíaen su interior deslumbraban y relucían, y res-plandecían incluso en mi corazón. Mi esposa

solamente me pidió una cosa: que la mataracuando finalmente sucediera lo que yo le ha-bía contado. He cumplido esta promesa.‟ 

No había nada más. Dyson dejó caer el pe-queño libro y volvió a mirar de nuevo el ópalo

con su llameante luz interior, y luego, con elcorazón embargado de indecible e irresistiblehorror, cogió la joya, la arrojó al suelo, y la pi-soteó con sus tacones.

Mientras se alejaba su rostro palideció de te-rror y, por un momento, se sintió enfermo ytembloroso, y luego con un sobresalto cruzó lahabitación y se apoyó contra la puerta. Podíaescucharse un siseo amenazador, como un es-

cape de vapor a elevada presión, y al mirar, in-móvil, la joya, vio que de su mismo centro brotaba lentamente un denso reguero de humoamarillo, que subía en espirales en forma deserpiente. Entonces, del humo brotó una tenue

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llama blanca que ardió vertiginosamente y de-sapareció en el aire; y en el suelo quedó unaespecie de ceniza negra que se pulverizaba a

tacto.

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LA PIRÁMIDE BRILLANTE

I. El mensaje cuneiforme–¿Obsesionado, dice usted?

–Sí, obsesionado. Cuando nos conocimos, ha-ce tres años, me habló usted de la región don-de vivía, con sus antiguos bosques, sus agres-tes y majestuosas colinas, y sus ásperas tierras

El cuadro que usted me describió quedó gra-bado en mi mente, y lo recuerdo siempre, deun modo especial cuando estoy sentado en mescritorio y oigo el intenso rumor del tránsitode las calles de Londres. Pero, ¿cuándo ha lle-

gado usted?–La verdad, Dyron, es que he venido direc-

tamente desde la estación. He salido esta ma-ñana temprano para tomar el tren de las 10,45.

–Bueno, me alegro mucho de que haya veni-do a verme. ¿Qué ha sido de su vida desde laúltima vez que nos vimos? Supongo que noexiste ninguna Mrs. Vaughan...

–No –dijo Vaughan–, continúo siendo un ere-

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mita, como usted. No he hecho más que vaga-bundear de un lado para otro.

Vaughan había encendido su pipa y estaba

sentado en el brazo del sillón, mirando a su al-rededor con una mezcla de asombro y de in-tranquilidad. Dyson había hecho correr su sillacuando entró su visitante, y tenía un brazoapoyado en su escritorio, lleno de papeles y de

libros en desorden.–Y usted, ¿sigue ocupado en la antigua ta-

rea? –inquirió Vaughan, señalando el montónde papeles y de abultadas carpetas.

–Sí, el sueño de la literatura es tan vano y tanabsorbente como el de la alquimia. Bueno, su-pongo que se quedará algún tiempo en la ciu-dad. ¿Qué haremos esta noche?

–En realidad, me gustaría convencerle para

que viniera a pasar unos días en el oeste. Estoypersuadido de que le sentarían estupenda-mente.

–Es usted muy amable, Vaughan, pero resul-ta difícil abandonar Londres en septiembre

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Doré no podía haber dibujado nada más mara-villoso y místico que la Oxford Street, tal comola vi hace un par de días, al atardecer; el reflejo

del sol poniente, la calina azul, transformabanla calle en un sendero que conducía «a la ciu-dad espiritual».

–A pesar de todo, me gustaría que vinieraDisfrutaría usted paseando por nuestras coli-

nas. Estoy asombrado: me pregunto cómopuede trabajar en medio de este ruido. Creoque gozaría de veras con la tranquilidad de miviejo hogar entre los bosques.

Vaughan volvió a encender su pipa y miróansiosamente a Dyson, para comprobar si suspalabras habían producido algún efecto, perosu amigo sacudió la cabeza, sonriendo, y en loíntimo de su corazón hizo un voto de fidelidad

a las calles ciudadanas.–No puede usted tentarme –dijo.–Bien, quizá tenga usted razón. Después de

todo, tal vez estaba equivocado al hablar de latranquilidad del campo. Allí, cuando se pro-

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duce una tragedia, es como una piedra arroja-da en una charca; los círculos que forma eagua se van ensanchando, y parece que no ha-

yan de terminar nunca de agrandarse.–¿Han tenido ustedes alguna tragedia allí?–Bueno, no me atrevo a calificarla de tal. Pe-

ro, hace cosa de un mes, me preocupó muchoalgo que ocurrió; puede o no puede haber sido

una tragedia, en el sentido corriente de la pala-bra.

–¿Qué fue lo que sucedió?–Verá, el hecho es que desapareció una mu-

chacha de un modo bastante misterioso. Suspadres, que responden al nombre de Trevorson unos granjeros acomodados, y su hija ma-yor, Annie, era una especie de belleza local; enrealidad, era muy guapa. Una tarde, decidió ir

a visitar a su tía, una viuda que cultiva suspropias tierras, y como las dos casas se en-cuentran solamente separadas por una distan-cia de cinco o seis millas, Annie les dijo a suspadres que iría por el atajo que pasa por las

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sado.–Sí –dijo–, la palabra «hadas» suena algo rara

al oído en la época actual. Pero, ¿qué dice la

policía? Supongo que no aceptará la hipótesisdel cuento de hadas...–No. Pero tengo la impresión de que anda

completamente despistada. Lo que temo esque Annie Trevor tropezara con algunos faci-

nerosos en su camino. Castletown, como ya sa-be, es un importante puerto de mar, y algunosde los peores marinos extranjeros desertan decuando en cuando de sus barcos y se dedican

al bandolerismo. No hace muchos años, unmarinero español llamado García asesinó a to-da una familia por un botín que no valía seispeniques. Algunos de esos tipos apenas sonhumanos, y mucho me temo que la pobre mu-

chacha haya tenido un final espantoso.–¿Vieron merodear por allí a algún marinero

extranjero?–No. Y la gente del campo se fija inmediata-

mente en cualquiera que tenga un aspecto o

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vista de un modo «anormal». A pesar de todoparece como si mi teoría fuese la única explicación posible.

–¿No hay ningún dato que pueda servir depunto de partida? –inquirió Dyson pensativa-mente–. ¿Un asunto amoroso, o algo por el es-tilo?

–¡Oh, no! Ni pensarlo. Estoy seguro de que si

Annie estuviera viva, se lo hubiera hecho saber a su madre.

–Desde luego, desde luego. Pero existe la po-sibilidad de que esté viva, y no pueda comuni-

carse con sus amigos. Todo esto debe haberleproducido muchas preocupaciones.–En efecto. Aborrezco los misterios, especial-

mente los que pueden ser el velo del horrorPero, francamente, Dyson, prefiero no recor-

darlo; no he venido aquí para hablarle de esto.–Naturalmente –dijo Dyson, un poco sor-

prendido por la actitud de Vaughan–. Ha ve-nido para conversar de temás más alegres.

–No, eso tampoco. Lo que acabo de contarle

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ocurrió hace cosa de un mes, pero en estosúltimos días ha sucedido algo que me afectade un modo más personal, y, para ser absolu-

tamente sincero, he venido a verle con la ideade que podía ayudarme. ¿Recuerda el extrañocaso de que me habló cuando nos vimos porúlti-ma vez? Algo acerca de un fabricante degafas...

–¡Oh, sí, lo recuerdo perfectamente! En aque-lla época estaba muy orgulloso de mi perspi-cacia; incluso ahora, la policía no tiene la me-nor idea del motivo de que fueran deseadas

aquellas extrañas gafas amarillas. Pero, tieneusted un aspecto realmente preocupado, Vau-ghan. Espero que no será nada grave.

–No; creo que he estado exagerando, y quie-ro que usted me tranquilice. Pero lo que ha su-

cedido es muy raro.–¿Y qué ha sucedido?–Estoy convencido de que se reirá de mí, pe-

ro ésta es la historia. Como usted ya sabe, hayun camino, un derecho de paso, que cruza mis

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tierras y, para ser exacto, discurre junto al muro de la huerta. No es utilizado por muchaspersonas; algún leñador, de cuando en cuan-

do, y cinco o seis chiquillos que van a la escue-la del pueblo y pasan por allí dos veces al díaHace unos días, decidí dar un paseo antes dedesayunar, y me detuve a llenar mi pipa al la-do mismo de las grandes puertas del muro de

la huerta. El bosque se extiende hasta muy cer-ca del muro, y el camino de que le he habladodiscurre a la sombra de los árboles. Soplaba unvientecillo fresco, y aproveché la protección de

la pared para encender la pipa. Al hacerlo, incliné la mirada al suelo y vi una cosa que mellamó la atención. Debajo mismo del muro, so-bre la corta hierba, había unas piedrecitas queformaban un dibujo; algo así...

Y Mr. Vaughan cogió un lápiz y un trozo depapel y trazó unas cuantas rayas.

–Como puede ver –continuó–, las piedrecitaseran doce, y estaban simétricamente espacia-das. Las piedras eran puntiagudas, y todas las

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puntas estaban dirigidas en la misma direc-ción.

–Sí–dijo Dyson, sin mucho interés–, no cabe

duda de que los chiquillos que usted ha men-cionado estuvieron jugando cuando regresaban de la escuela. Los niños son muy aficionados a entretenerse haciendo dibujos con pie-dras, flores, conchas, o cualquier otra cosa que

encuentren.–Eso fue lo que yo pensé; vi aquellas piedras

que formaban una especie de dibujo, y memarché. Pero, a la mañana siguiente, volví a

pasar por allí, y vi otra vez las piedrecitas, enel mismo lugar. El dibujo, sin embargo, eradistinto: las piedras estaban dispuestas comolos rayos de una rueda, uniéndose todas en uncentro común, y este centro estaba formado

por otro dibujo que parecía una copa; tododesde luego, a base de piedrecitas.

–Sí, la cosa resulta curiosa –dijo Dyson–Aunque lo más probable es que los responsa-bles de esas fantasías en piedra sean los chi-

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quillos que van a la escuela.–Intrigado, decidí hacer una prueba. Los ni-

ños regresan de la escuela a las cinco y media

de la tarde, y fui a aquel lugar a las seis: en-contré el dibujo tal como lo había dejado por lamañana. Al día siguiente, repetí la visita a lassiete menos cuarto de la mañana, y descubrque el dibujo había cambiado. Ahora formaba

una pirámide. Vi pasar a los chiquillos hora ymedia más tarde, y no se detuvieron para na-da allí. Por la tarde les vi regresar, y tampocose detuvieron. Y esta mañana, a las seis, el di-

bujo formaba una especie de media luna.–De modo que la serie de dibujos es la si-guiente: primero, líneas simétricas; luego, losradios y la copa; después la pirámide, y final-mente, esta mañana, la media luna. Ese es el

orden, ¿no es cierto?–Sí, en efecto. Pero, ¿sabe usted lo que me ha

hecho sentirme intranquilo? Supongo que va aparecerle absurdo, pero no puedo evitar laidea de que alguien los utiliza para comuni-

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carse con otros..., o para amenazarme.–¿Amenazarle? ¿Acaso tiene usted enemi

gos?

–No. Pero tengo algunas piezas de platamuy antiguas y valiosas.–Entonces, ¿piensa usted en los ladrones? –

inquirió Dyson, cuyo interés parecía haber au-mentado considerablemente–. Conoce usted a

todos sus vecinos. ¿Hay algún personaje sospechoso?

–Que yo sepa, no. Pero recuerde lo que he di-cho de los marineros.

–¿Puede usted confiar en sus criados?–Desde luego. La plata se encuentra en unahabitación a prueba de ladrones; el único quesabe dónde está la llave es el mayordomo, unhombre que lleva muchos años al servicio de

la familia. Por ese lado no hay problema. Sinembargo, todo el mundo sabe que tengo unmontón de plata antigua, y la gente del campoes muy aficionada al comadreo, de modo quela información puede haber llegado a oídos de

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algún indeseable.–Es probable, aunque confieso que la teoría

de los ladrones me parece algo insatisfactoria

¿Quién se comunica con quién? Me resisto aaceptar esa explicación. ¿Qué fue lo que le hi-zo relacionar la plata con aquellos dibujos?

–La figura de la copa –dijo Vaughan–. Da lacasualidad de que poseo una ponchera muy

grande y muy valiosa de la época de Carlos IIEl cincelado es realmente exquisito, y la piezavale un montón de dinero. El dibujo que ledescribí a usted, tenía la misma forma de m

ponchera.–Una extraña cuincidencia, desde luegu. Pe-ro, ¿y los otros dibujos? ¿Tiene usted algo enforma de pirámide?

–¡Ah! Eso es lo más raro de todo. La ponche-

ra en cuestión, juntamente con un juego de cu-charas antiguas, está guardada en un pequeñoarcón de caoba, de forma piramidal.

–Confieso que todo esto me interesa muchísimo –dijo Dyson–. Continúe. ¿Qué me dice de

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los otros dibujos? El Ejército, como podríamosllamar al primero, y la Media Luna...

–No he podido relacionarlos con nada. Sin

embargo, creo que admitirá usted que mi cu-riosidad y mi preocupación están justificadasMe disgustaría mucho perder alguna de laspiezas antiguas de plata; casi todas ellas hanpertenecido a mi familia desde hace generacio

nes. Y no puedo quitarme de la cabeza la ideade que algunos facinerosos tratan de hacermevíctima de un robo, y se comunican unos conotros todas las noches por medio de esos dibu-

jos.–Sinceramente –dijo Dyson–, no sé qué decir-le; estoy tan a oscuras como usted. Su teoríaparece la única explicación posible, y, sin em-bargo, las dificultades que existen son enor-

mes.Se reclinó hacia atrás en su asiento, y los dos

hombres se miraron, con el ceño fruncidoperplejos ante un problema tan raro.

–A propósito –dijo Dyson, después de una

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larga pausa–, ¿qué formación geológica tienenustedes allí?

Mr. Vaughan levantó la mirada, muy sor-

prendido por la pregunta.–Arenisca y caliza roja, creo –respondió–Nos encontramos un poco más allá de las ca-pas que contienen carbón mineral.

–Pero, ni en la arenisca ni en la caliza hay

piedras, ¿verdad?–No, nunca he visto piedras en los campos. Y

confieso que el hecho me había llamado laatención.

–¡Lo que yo suponía! Es un detalle muy im-portante. A propósito, ¿qué tamaño tenían laspiedras utilizadas en aquellos dibujos?

–Da la casualidad de que me he traído unala cogí esta mañana.

–¿De la Media Luna?–Exactamente. Aquí está.Sacó de uno de sus bolsillos una piedra de

forma alargada y terminada en punta, de unastres pulgadas de longitud.

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El rostro de Dyson brilló de excitación al co-gerla de manos de Vaughan.

–Desde luego –dijo, después de un breve si

lencio–, tiene usted unos vecinos muy rarosMe cuesta trabajo creer que puedan albergaralgún propósito acerca de su ponchera. ¿Sabeusted que esto es una piedra cuneiforme anti-quísima, y que además tiene forma única? He

visto ejemplares que procedían de todas laspartes del mundo, pero ninguno como ésteque posee unas características muy especiales.

Dejó su pipa sobre el escritorio y sacó un li

bro de uno de los cajones.–Tenemos el tiempo justo para tomar el trenque sale a las 5,45 para Castletown –dijo.

II. Los ojos en el muroMr. Dyson aspiró profundamente el aire pu-

ro de las colinas y sintió todo el encanto del es-cenario que le rodeaba. Era por la mañanatemprano, y se encontraba en la terraza de laparte delantera de la casa. Los antepasados de

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Vaughan la habían construido en la falda deuna alta colina, al amparo de un antiguo y tu-pido bosque que rodeaba el edificio por tres

de sus puntos cardinales; por el cuarto, al su-doeste, el terreno descendía suavemente hastahundirse en el valle, por cuyo fondo discurríaun rumoroso riachuelo. En la terraza, perfecta-mente resguardada, no corría ni un soplo de

viento, y los árboles permanecían inmóvilesUn solo rumor turbaba el silencio: el murmu-llo cantarín del agua al deslizarse entre las ro-cas. Debajo mismo de la casa, el riachuelo esta

ba cruzado por un puente de piedras grisesque se remontaba a la Edad Media, y más alládel puente se alzaban de nuevo las colinas, an-chas y redondeadas como baluartes, cubiertasaquí y allá de oscuros bosques, aunque las al-

turas estaban desnudas de árboles. Dysonmiró al norte y al sur, y sólo vio la pared de lascolinas, y los antiguos bosques, y el riachueloregateando entre ellos; todo gris y difuso conla niebla matinal, bajo el cielo plomizo.

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La voz de Mr. Vaughan rompió el silencio.–Pensé que estaría usted demasiado cansado

para levantarse tan temprano –dijo–. Veo que

está admirando el paisaje. Es hermoso, ¿ver-dad? Aunque supongo que el viejo MeyrickVaughan no pensó mucho en el escenariocuando edificó la casa. Un hogar antiguo y ex-traño, ¿no es cierto?

–Sí, pero encaja perfectamente con los alre-dedores; sus piedras son tan grises como lasdel puente y como las colinas.

–Temo haberle traído aquí para nada, Dyson

–dijo Vaughan–. Esta mañana he estado allí, yno he visto rastro de ningún dibujo.Echaron a andar a través del césped, hasta

llegar a un sendero que pasaba por la parteposterior de la casa. Avanzaron por él, y súbi-

tamente Vaughan se detuvo; estaban junto a lapuerta del muro de la huerta.

–Mire, aquí era –dijo Vaughan, señalando esuelo–. La primera mañana que vi las piedrasestaba en el lugar en que usted se encuentra

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ahora.–Ya. Aquella mañana fue el Ejército; luego la

Taza, luego la Pirámide, y ayer la Media Luna

¡Qué piedra más rara! –continuó Dyson, seña-lando un bloque de piedra caliza que sobresal-ía del suelo, debajo del mismo muro–. Pareceuna especie de columna enana, pero supongoque es natural.

–Sí, lo mismo creo yo. Imagino que la traje-ron aquí para utilizarla en los cimientos deotro edificio más antiguo que el nuestro.

–Es muy probable.

Dyson miraba a su alrededor atentamentetendiendo la vista desde el suelo al muro, ydesde el muro al profundo bosque que cascolgaba sobre la huerta, oscureciendo el lugarincluso en plena mañana.

–Mire aquí –dijo Dyson, al cabo de un rato–Desde luego, eso tiene que ser obra de los chi-quillos. Mire...

Se había inclinado, y examinaba la roja su-perficie del muro, que había sido levantado

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con ladrillos blancos. Vaughan se acercó ymiró fijamente el lugar señalado por el dedode Dyson; apenas pudo distinguir una leve

señal en la rojiza superficie.–¿Qué es eso? –preguntó–. Apenas puedodistinguirlo.

–Mírelo más de cerca. ¿No le parece una ten-tativa de dibujar un ojo humano?

–¡Ah! Ahora lo veo. Mi vista no es muy agu-da. Sí, han tratado de dibujar un ojo, como usted dice. Creí que a los chiquillos les enseña-ban a dibujar en la escuela.

–Bueno, es un ojo bastante raro. Tiene unaforma muy extraña; diríase que es el ojo de unchino.

Dyson contempló pensativamente la obra deartista en agraz, y, arrodillándose, examinó de

nuevo el muro minuciosamente.–Me gustaría mucho saber –dijo, finalmente–

cómo es posible que un chiquillo de estos an-durriales conozca la forma que tienen los ojosmongólicos. La mayoría de los niños tienen

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una impresión muy distinta dcl tema; dibujanun círculo, o algo parecido a un círculo, y po-nen una manchita en el centro. No creo que

ningún chiquillo imagine que el ojo está hechorealmente como ése. Quizá pueda derivar derostro grabado en una lata de té... Pero no meparece probable.

–Pero, ¿por qué está tan seguro de que lo di-

bujó un chiquillo?–Mire la altura. Esos ladrillos tienen unas dos

pulgadas de espesor, aproximadamente; desdeel suelo hasta el dibujo, hay veinte tongadas

de ladrillos; esto nos da una altura de tres piesy medio. Ahora, imagine que va,a dibujar algoen ese muro. Exactamente; su lápiz, si tuvierauno, tocaría el muro al nivel aproximado desus ojos, es decir, a una distancia de más de

cinco pies del suelo. Por lo tanto, resulta fácilcolegir que ese ojo fue dibujado por un niñode unos diez años.

–Sí, no se me había ocurrido. Desde luegotiene que haberlo hecho uno de los chiquillos.

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–Lo mismo creo yo. Sin embargo, como ya lehe dicho, en esas dos lineas hay algo muy po-co infantil, y el propio globo ocular tiene una

forma casi ovalada. Tal y como yo lo veo, el di-bujo tiene un aire antiguo y raro; y, en conjun-to, resulta bastante desagradable. No puedoevitar la idea de que si pudiéramos ver todauna cara dibujada por la misma mano, no seria

nada agradable. Pero, después de todo, esto esuna tontería, que no nos hace avanzar en nues-tras investigaciones. Es muy raro que la seriede dibujos a base de piedras haya tenido un fi-

nal tan brusco.Los dos hombres emprendieron el camino deregreso a la casa, y en el momento que entra-ban en el porche se abrió un claro en el cielogris, y un rayo de sol bañó las grisáceas colinas

delante de ellos.Durante todo el día, Dyson vagabundeó pen-

sativamente por los campos y los bosques querodeaban la casa. Estaba intrigado por las ex-trañas circunstancias que se proponía aclarar

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y en un momento determinado sacó de su bol-sillo la piedra cuneiforme y la examinó conprofunda atención. Había algo en ella que la

hacía completamente distinta de los ejempla-res que había visto en museos y en coleccionesparticulares; la forma era de un tipo distinto, yalrededor del filo había una línea de puntitosque tenía toda la apariencia de un adorno

¿Quién, pensó Dyson, podía poseer tales cosasen un lugar tan apartado? ¿Y quién, poseyen-do las piedras, podía haberles dado el fantásti-co uso de dibujar figuras incomprensibles bajo

la tapia de la huerta de Vaughan? Lo absurdode todo el asunto le molestaba indescriptible-mente; y a medida que su mente rechazabauna teoría tras otra, se sentía fuertemente tentado de tomar el primer tren y regresar a la

ciudad. Había visto la plata antigua que poseíaVaughan, y había examinado la ponchera, lagema de la colección, con suma atención; y loque vio, y su conversación con el mayordomole convencieron de que un complot para robar

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la ponchera tenía muy pocos visos de verosi-militud. El arcón donde estaba guardada laponchera, una pesada pieza de caoba, que da-

taba evidentemente de principios de siglo, re-cordaba ciertamente una pirámide, y Dyson sesintió inclinado, en el primer momento, a rea-lizar un trabajo de detective; pero, una refle-xión más detenida le convenció de la imposibi

lidad de la hipótesis del robo. Tenía que en-contrar algo más satisfactorio. Le preguntó aVaughan si había gitanos por aquellos alrede-dores, y Vaughan le respondió que no habían

visto uno desde hacía años. Esto le desanimóbastante, ya que sabía que los gitanos tienen lacostumbre de dejar extraños jeroglíficos a supaso, y había depositado ciertas esperanzas enaquella idea, cuando se le ocurrió. Al oír la

respuesta de Vaughan, que significaba la des-trucción de su teoría, se reclinó hacia atrás ensu asiento, con expresión de disgusto.

–Es raro –dijo Vaughan–, pero los gitanos nonos han producido nunca molestias. De vez en

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cuando, los campesinos encuentran restos defogatas en la parte más agreste de las colinaspero nadie parece saber quién las enciende.

–Serán obra de los gitanos.–¿En aquellos lugares tan apartados? No locreo. Los gitanos y los vagabundos de todasclases suelen andar por las carreteras y cami-nos próximos a los lugares habitados.

–Bueno, no sé qué decirle. Esta tarde he vistoa los chiquillos cuando regresaban de la escue-la, y, como usted dijo, no se han detenido paranada junto al muro. De modo que no tendre-

mos más ojos en la tapia, por lo menos.–Uno de estos días me dedicaré a espiarles ydescubriré quién es el artista.

A la mañana siguiente, cuando Vaughan sa-lió a dar su acostumbrado paseo, encontró a

Dyson, que le estaba esperando junto a lapuerta de la huerta, y al parecer en un estadode intensa excitación, ya que le hizo señas paraque se acercara, gesticulando violentamente.

–¿Qué sucede? –preguntó Vaughan–. ¿Otra

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vez las piedras?–No; pero mire ahí, mire la tapia. ¿Lo ve?–¡Hay otro ojo!

–Exactamente. Dibujado a muy poca distan-cia del primero, casi al mismo nivel, aunque ligeramente más abajo.

–¿Quién diablos será el autor? No puedenhaber sido los chiquillos; anoche no estaban

ahí, y los niños no pasarán hasta dentro deuna hora. ¿Qué significado puede tener?

–Creo que en el fondo de todo esto se en-cuentra el propio diablo –dijo Dyson–. Desde

luego, resulta difícil no llegar a la conclusiónde que esos infernales ojos almendrados hansido dibujados por la misma mano que trazólos dibujos con las piedras cuneiformes; y adónde puede llevarnos esa conclusión, es más

de lo que puedo decir. Por mi parte, he tenidoque echarle un freno a mi imaginación, puesde lo contrario se hubiera desbocado.

Los dos hombres permanecieron calladosunos instantes. Luego, Dyson continuó:

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–Vaughan, ¿se ha fijado usted en que existeun detalle, un detalle muy curioso, en comúnentre las figuras hechas con piedras y los ojos

dibujados en el muro?–¿A qué se refiere? –preguntó Vaughan, sobre cuyo rostro había caído una sombra de in-definido temor.

–A esto: sabemos que los dibujos del Ejército

la Copa, la Pirámide y la Media Luna tienenque haber sido hechos durante la noche. Pro-bablemente, eso significa que estaban destina-dos a ser vistos también durante la noche

Bueno, el mismo razonamiento es aplicable aesos ojos del muro.–No acabo de comprenderle, Dyson.–Verá, las últimas noches han sido muy os-

curas, ya que el cielo ha estado cubierto de un-

bes. Además, los árboles del bosque proyectanuna intensa sombra sobre el muro, incluso enlas noches más claras.

–¿Y bien? –Lo que me sorprende es estoquienquiera que sea el autor, debe tener una

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vista particularmente aguda para poder dibu-jar a oscuras.

–He leído que algunas personas encerradas

en calabozos oscuros durante muchos añoshan adquirido la facultad de ver perfectamen-te en la oscuridad.

–Sí –dijo Dyson–. El abate Faria, de El condede Montecristo, por ejemplo. Pero es un deta-

lle muy curioso.III. La búsqueda de la Ponchera

–¿Quién es el anciano que acaba de saludar-le? –preguntó Dyson, cuando llegaban a la

curva del sendero próxima a la casa.–¡Oh! Es el viejo Trevor. Está muy decaído, e

pobre.–¿Quién es Trevor? –¿No lo recuerda? Le

conté la historia el día que fui a su casa..., acer-ca de una muchacha llamada Annie Trevorque desapareció de un modo inexplicable hacecinco semanas. Ese anciano es su padre.

–Sí, sí, ahora lo recuerdo. A decir verdad, lo

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había olvidado por completo. ¿No se ha sabi-do nada de la muchacha?

–Absolutamente nada.

–Temo que no presté mucha atención a losdetalles que usted me dio. ¿Qué camino seguíala muchacha?

–Un atajo que pasa por las colinas que hayencima de la casa. Se encuentra a unas dos mi-

llas de aquí.–¿Está cerca de aquel caserío que vi ayer?–¿Se refiere usted a Croesyceiliog? No, está

más al norte. Entraron en la casa, y Dyson se

encerró en su habitación, debatiéndose aún enun mar de dudas, pero con la sombra de unasospecha creciendo en su interior, una sospe-cha vaga y fantástica, que se negaba a tomaruna forma definida. Estaba sentado junto a la

abierta ventana contemplando el valle, viendocomo en un cuadro el intrincado regateo deriachuelo, el puente gris, y las enormes colinasque se erguían más allá; todo difuminado poruna niebla blanquecina, que se levantaba de

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riachuelo. Empezó a oscurecer, y las enormescolinas parecieron más enormes y más vagasy los oscuros bosques se hicieron más oscuros

y la sospecha que le había asaltado dejó de pa-recerle imposible. Pasó el resto de la veladasumido en una especie de ensueño, sin apenasoír lo que Vaughan decía; y cuando recogió sucandelabro en el vestíbulo, se detuvo un mo-

mento antes de darle las buenas noches a suamigo.

–Necesito un buen descanso –dijo–. Mañanava a ser un día de trabajo para mí.

–¿Va a escribir algo, quizá?–No. Voy a buscar la Ponchera.–¿La Ponchera? Si se refiere usted a la mía

está segura en el arcón.–No me refiero a ella. Puedo garantizarle que

su plata no ha estado nunca amenazada. Nono voy a importunarle con suposiciones. Creoque no pasará mucho tiempo sin que tenga-mos algo más positivo que unas simples supo-siciones. Buenas noches, Vaughan. A la maña-

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na siguiente, Dyson salió de la casa despuésde desayunar. Tomó el sendero que discurríajunto al muro de la huerta, y observó que e

número de ojos almendrados dibujados en latapia ascendía ahora a ocho.«Seis días más», se dijo a sí mismo. Pero

cuanto más pensaba en la teoría que había ela-borado, más le hacía estremecer la posibilidad

de que fuera cierta. Siguió andando a través delas densas sombras del bosque, hasta llegar alfinal de los árboles, y fue trepando cada vezmás alto, manteniendo el rumbo norte y ate-

niéndose a las indicaciones que le había dadoVaughan. A medida que ascendía, le parecíaelevarse más y más por encima del mundo dela vida humana y de las cosas acostumbradasa su derecha, a lo lejos, una columna de humo

azulado se erguía hacia el cielo; allí estaba laaldea donde los chiquillos iban a la escuela, yaquél era el único signo de vida, ya que ebosque ocultaba la antigua casa gris de Vaug-han. Cuando llegó a lo que parecía ser la cum-

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bre de la colina, se dio cuenta por primera vezde la desolada soledad que le rodeaba por to-das partes; allí sólo había cielo gris y grisácea

colina, o colina gris y cielo grisáceo, una eleva-da y amplia llanura que parecía extenderse in-terminablemente, y la vaga silueta del azuladopico de una montaña, muy lejos y al norte. Afinal llegó al sendero, y por su posición y por

lo que le había dicho Vaughan, supo que era ecamino que había tomado Annie Trevor, lamuchacha desaparecida. Dyson avanzó por élobservando las grandes rocas de piedra caliza

que surgían del suelo, de un aspecto tan repul-sivo como un ídolo de los mares del Sur. Y derepente se detuvo, asombrado, a pesar de quehabía encontrado lo que estaba buscando. Casisin transición, el terreno se hundía súbitamen-

te en todas direcciones, y Dyson pudo ver unaespecie de hoyo circular, que podía haber sidoperfectamente un anfiteatro romano. Dysondio una vuelta completa alrededor del hoyoobservó la posición de las piedras que forma

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ban las paredes y emprendió el camino de re-greso.

«Esto –se dijo a sí mismo– es más que curio-

so. He descubierto la Ponchera, pero, ¿dóndeestá la Pirámide?»–Mi querido Vaughan –le dijo a su amigo

cuando llegó a la casa–, puedo decirle que heencontrado la Ponchera, y esto es lo único que

le diré, de momento. Tenemos seis días de ab-soluta inactividad ante nosotros; no puede ha-cerse nada.

IV. El secreto de la Pirámide

–He estado dando la vuelta por la huerta –di-jo Vaughan una mañana–, he contado esos in-fernales ojos y he visto que había catorce. Porel amor de Dios, Dyson, dígame el significadode todo esto.

–Lamento no estar en condiciones de hacerloPuedo haber supuesto esto o aquello, perosiempre me he atenido al principio de guardarmis suposiciones para mí mismo. Además, no

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vale la pena adelantar los acontecimientos: re-cordará que le dije que teníamos seis días deinactividad ante nosotros. Bien, el de hoy es el

sexto día, y el final de la ociosidad. Propongoque esta noche nos demos un paseo.–¡Un paseo! ¿Es ésa toda la actividad que

piensa usted desarrollar?–Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy

curiosas. Para ser sincero, deseo que esta no-che, a las nueve, venga conmigo a las colinasTal vez tengamos que pasar toda la noche fue-ra, de modo que será mejor que se tape bien y

que lleve un poco de aquel brandy...–¿Es una broma? –dijo Vaughan, que estabadesconcertado por la sucesión de extrañosacontecimientos.

–No, no creo que tenga nada de broma. A

menos que esté muy equivocado, encontrare-mos una solución muy seria del rompecabe-zas. Vendrá conmigo, ¿verdad?

–Muy bien. ¿Qué dirección piensa usted se-guir?

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–La del sendero de que usted me habló; eatajo que se supone tomó Annie Trevor.

Vaughan palideció al oír el nombre de la mu-

chacha.–No creí que siguiera usted esa pista –dijo–Pensaba que se estaba usted ocupando deasunto de los dibujos en el suelo y en el murode la huerta. En fin, le acompañaré.

Aquella noche, a las nueve menos cuarto, losdos hombres salieron de la casa y tomaron esendero que cruzaba el bosque, hacia la cum-bre de la colina. Era una noche muy oscura. El

cielo estaba encapotado, y el valle lleno de nie-bla; parecían andar en un mundo de sombrasy de tristeza, sin apenas hablar, temerosos deromper el agobiante silencio. Andaron y anda-ron, hata que, finalmente, Dyson cogió a su

compañero por el brazo.–Nos detendremos aquí –dijo–. Creo que no

hay nada todavía.–Conozco el lugar –dijo Vaughan, al cabo de

unos instantes–. He venido a menudo durante

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el día. Los campesinos temen venir aquísegún creo; suponen que es un castillo encan-tado, o algo por el estilo. Pero, ¿qué diablos

he-mos venido a hacer aquí?–Hable un poco más bajo –dijo Dyson–. Nonos favorecería en nada que nos oyeran ha-blar.

–¡Que nos oyeran hablar! No hay un alma

viviente en tres millas a la redonda.–Posiblemente, no; en realidad, debería decir

que desde luego que no. Pero puede haber uncuerpo algo más cerca.

–No comprendo absolutamente nada –dijoVaughan, bajando el tono de su voz por com-placer a Dyson–. Pero, ¿por qué hemos venidoaquí?

–Ese hoyo que hay ante nosotros es la Pon-

chera. Creo que será mejor que no hablemosni siquiera en voz baja.

Se tendieron sobre la hierba. De cuando encuando, Dyson levantaba ligeramente la cabe-za para echar una ojeada y retrocedía inmedia-

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tamente, no atreviéndose a mirar durante mu-cho rato. Volvía a aplicar el oído al suelo paraescuchar, y las horas fueron pasando, y la os-

curidad pareció hacerse más intensa, y el úni-co sonido audible era el débil suspiro del vien-to.

La impaciencia de Vaughan iba en aumentoa medida que transcurría el tiempo; empezaba

a encontrar absurda aquella inútil espera.–¿Cuánto tiempo va a durar esto? –le susurró

a Dyson.Y Dyson, que había estado conteniendo la

respiración en la agonía de su vigilia, acercósu boca al oído de Vaughan y dijo, con pausasentre cada sílaba y en el tono de voz que el sa-cerdote emplea para pronunciar las terriblespalabras:

–¿Quiere usted escuchar?Vaughan pegó el oído al suelo, preguntándo-

se qué era lo que tenía que oír. Al principio nooyó nada; luego, un leve ruido procedente dela Ponchera llegó hasta él, un ruido extraño

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indescriptible, como si alguien apoyara la len-gua contra el paladar y expeliera la respira-ción. Vaughan escuchó ávidamente, y de pron-

to el ruido se hizo más intenso, convirtiéndoseen un estridente y horrible silbido, como si latierra, debajo de él, hirviera de insoportablecalor. Incapaz de soportar por más tiempo latensión, Vaughan alzó la cabeza y miró en di-

rección a la Ponchera.Al principio, se negó a dar crédito a sus ojos

La Ponchera hervía realmente como una caldera infernal. Pero hervía de formas vagas que se

movían continuamente sin que se oyera el so-nido de sus pasos, reuniéndose en grupos aquy allí, y hablándose unas a otras con un horri-ble sonido sibilante, como el que emiten lasserpientes. Vaughan no pudo apartar su rostro

de allí, a pesar de que notó la presión de losdedos de Dyson advirtiéndole para que lo hi-ciera; por el contrario, aguzó la mirada y viovagamente algo parecido a rostros y miembroshumanos, aunque su corazón se estremeció

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con la seguridad de que ningún ser humanopodía producir aquellos sibilantes y horriblessonidos. Miró y miró, conteniendo una excla-

mación de terror, y al final las espantosas for-mas se reunieron más espesas alrededor dealgún vago objeto situado en el centro de lacavidad, y los sonidos sibilantes crecieron enintensidad, y Vaughan vio a la incierta clari-

dad los abominables miembros, vagos y, sinembargo, demasiado perceptibles, y creyó oírmuy débilmente, un lamento humano a travésdel rumor de una charla que no era de hom-

bres. La horrible parodia continuó, mientras esudor empapaba las sienes de Vaughan y susmanos quedaban heladas.

Luego, la espantosa masa se precipitó hacialos costados de la Ponchera, y por un instante

Vaughan vio agitarse unos brazos humanos enel centro de la cavidad. Pero debajo de ellosbrilló una chispa, ardió un fuego, y mientras lavoz de una mujer profería un alarido de an-gustia y de terror, una gran pirámide de lla-

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mas se elevó hacia el cielo, iluminando toda lamontaña. En aquel instante, Vaughan vio loque pululaba en la Ponchera; los seres que ten-

ían forma de hombres, pero que eran como ni-ños espantosamente deformes, los rostros deojos almendrados ardiendo de diabólica con-cupiscencia, el fantasmal color amarillento dela masa de carne desnuda. Luego, como por

arte de magia, el lugar quedó vacío, mientrasel fuego rugía y crepitaba, y las llamas seguíaniluminando la montaña.

–Ha visto usted la Pirámide –dijo Dyson a su

oído–. La Pirámide de fuego.V. Los enanos

–Entonces, ¿lo reconoce usted?–Desde luego. Es un broche que Annie Tre-

vor solía ponerse los domingos: recuerdo el di-bujo. Pero, ¿dónde lo encontró usted? No irá adecirme que ha descubierto a la muchacha...?

–Mi querido Vaughan, me maravilla que nosospeche usted dónde encontré el broche. ¿No

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habrá olvidado ya la pasada noche? –Dyson –dijo Vaughan, hablando muy seriamente–, lehe estado dando vueltas en mi cerebro esta

mañana, mientras usted estaba fuera. He pen-sado en lo que vi, aunque tal vez debería deciren lo que creí ver, y la única conclusión a quehe podido llegar es que mis sentidos sufrieronuna aberración. He vivido siempre honrada-

mente, en el santo temor de Dios, y lo únicoque puedo creer es que fui víctima de unamonstruosa alucinación. Usted sabe que regresamos a casa en silencio, que no pronunciamos

una sola palabra acerca de lo que imaginé ha-ber visto. ¿No cree que es preferible seguirmanteniendo silencio? Esta mañana, cuandohe salido a dar mi acostumbrado paseo, he ex-perimentado la sensación de que la tierra esta-

ba llena de paz, y al pasar junto al muro hevisto que no había más dibujos, y he borradolos que quedaban. El misterio ha terminado, ypodemos volver a vivir en paz. Creo que du-rante las últimas semanas mi mente estuvo en-

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venenada; he estado al borde de la locura, pe-ro ahora vuelvo a estar cuerdo.

Mr. Vaughan había hablado apresuradamen-

te; cuando terminó, se inclinó hacia adelante ymiró a Dyson con expresión suplicante.–Mi querido Vaughan –dijo Dyson, tras una

breve pausa–, ¿qué ganaríamos con eso? Esdemasiado tarde para esconder la cabeza de-

bajo del ala; hemos llegado dcmasiado lejosAdemás, usted sabe perfectamente que no haexistido ninguna alucinación; ojalá fuera asíNo, debo contarle a usted toda la historia, has-

ta donde la conozco.–Muy bien –suspiró Vaughan–. Adelante.–Si no le importa –dijo Dyson–, empezare-

mos por el final. He encontrado el broche queusted acaba de identificar en el lugar al que di-

mos el nombre de la Ponchera. En el centro deaquella cavidad había un montón de cenizascomo si hubiese ardido una fogata; en reali-dad, las cenizas estaban aún calientes, y estebroche se hallaba en el suelo, en el borde mis-

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mo del círculo que debieron formar las llamasSupongo que se desprendería accidentalmentedel vestido de la persona que lo llevaba. No

no me interrumpa; ahora podemos pasar aprincipio; retrocedamos al día en que vino us-ted a verme a Londres. Por lo que recuerdopoco después de su llegada mencionó ustedun desgraciado y misterioso accidente que se

había producido aquí; una muchacha llamadaAnnie Trevor había ido a ver a una tía suya, yhabía desaparecido. Confieso sinceramenteque lo que usted dijo apenas me interesó; exis-

ten demasiados motivos que pueden hacerconveniente para un hombre, y más especial-mente para una mujer, desvanecerse del círcu-lo de sus parientes y amigos. Si fuéramos aconsultar a la policía, descubriríamos que en

Londres se produce una desaparición miste-riosa una semana sí y otra también, y los ofi-ciales se encogerían de hombros y nos diríanque, de acuerdo con la ley de los promediosno puede menos de suceder. De modo que no

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presté demasiada atención a su historiaademás, existía otro motivo para mi falta deinterés: su historia era inexplicable. Usted sólo

pu-do sugerir la intervención de un marinerodesertor, pero yo rechacé inmediatamente laexplicación. Por muchos motivos, pero princi-pal-mente porque un criminal ocasional, unaficio-nado que comete un crimen brutal

siempre es descubierto, especialmente si esco-ge el campo como escenario de sus operaciones. Recordará usted el caso de aquel Garcíaque mencionó; se dirigió a una estación de fe-

rrocarril el día después del asesinato, con lospantalones manchados de sangre y su mez-quino botín en un hatillo. De modo que al re-chazar su única sugerencia, la historia se con-vertía, como ya he dicho, en inexplicable y, en

consecuencia, carente de interés. Sí, es unaconclusión perfectamente válida. ¿Ha perdidousted nunca el tiempo dándole vueltas en sucerebro a problemas que sabía que eran inso-lubles? ¿Se ha devanado usted los sesos con e

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antiguo rompecabezas de Aquiles y la tortu-ga? Desde luego que no, porque sabía que eraperder el tiempo. Por eso, cuando me contó

usted la historia de una muchacha campesinaque había desaparecido, me limité a clasificarel caso co-mo insoluble, y no pensé más en easunto. Estaba equivocado, ahora lo sé; perosi lo recuer-da, inmediatamente pasó usted a

otro asunto que le interesaba más profunda-mente, porque era de tipo personal. No necesi-to repetirle lo extraño que me pareció su relatoacerca de los dibujos a base de piedras cunei-

formes; al principio, creí que se trataba de unsimple juego de chiquillos; pero cuando meenseñó usted aquella piedra, sentí que se des-pertaba mi interés. Allí había algo que se salíade lo corriente, un motivo de verdadera curio-

sidad; y en cuanto llegué aquí empecé a trabajar para encontrar la solución, repitiéndome amí mismo una y otra vez los dibujos que ustedme había descrito. En primer lugar, el dibujoal que dimos el nombre de Ejército; una serie

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de piedras simétricamente alineadas, apun-tando todas en la misma dirección. Luego laslineas, como los radios de una rueda, todos

convergiendo hacia la figura de una Poncheraluego el triángulo de una Pirámide, y final-mente la Media Luna. Confieso que agoté to-das las conjeturas en mis esfuerzos para des-velar el misterio, y como usted comprenderá

era un problema doble, o más bien triple. Yaque no tenía que limitarme a preguntarme amí mismo: «¿Qué significan esas figuras?», si-no también: «¿Quién puede ser el responsable

de ellas?» Además, quedaba el problema desaber quién podía poseer unas piedras tan va-liosas, y, conociendo su valor, utilizarlas paralo que parecía un pasatiempo y dejarlas aban-donadas. Esto último me condujo a suponer

que la persona o personas en cuestión desco-nocían el valor de aquellas piedras cuneifor-mes, aunque la conclusión no me permitióavanzar más, ya que incluso un hombre cultopuede ignorar lo que es una piedra cuneifor-

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me. Luego se presentó la complicación del ojoen el muro, y, co-mo usted recordará, llegamosa la conclusión de que su autor o autores eran

los mismos que habían hecho los dibujos conlas piedras. La posición de los ojos en el murome hizo investigar si había algún enano porestos alrededores, pero descubrí que no habíaninguno, y sabía que los chiquillos que pasan

por allí camino de la escuela no tenían nadaque ver con el asunto. Sin embargo, estabaconvencido de que la persona que dibujó losojos no podía te-ner más de tres pies y medio

de estatura, ya que, como le indiqué cuando loencontramos, cualquiera que dibuje sobre unasuperficie perpendicular escoge instintivamen-te un lugar que quede al nivel de su rostroLuego se presentó el problema de la forma de

los ojos; aquel acusado carácter mongólico decual un campesino inglés no podía tener no-ción, y, co-mo remate, el hecho evidente deque el dibujante o dibujantes tenían que sercapaces de ver prácticamente en la oscuridad

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Tal como usted observó, un hombre que ha es-tado encerrado durante muchos años en unoscuro calabozo puede adquirir aquella carac-

terística; pero, desde la época de EdmundoDantés, ¿dónde podría encontrarse una cárceasí en Europa? Un marinero, que hubierapermanecido largo tiempo en una mazmorrachina, parecía ser el individuo a localizar, y

aunque ello parecía improbable, no era absolutamente imposible que un marinero, o, diga-mos, un hombre empleado en un barco, fueraun enano. Pero, ¿cómo explicar el hecho de

que mi marinero estuviera en posesión deunas piedras cuneiformes prehistóricas? Yaceptada la posesión, ¿cuál era el significado yobjeto de aquellos misteriosos dibujos a basede piedras primero, en el muro después? Des-

de el primer momento me di cuenta de que suteoría acerca de un proyectado robo era insos-tenible. Y confieso que lo que me puso sobre laverdadera pista fue una simple casualidadCuando nos cruza-mos con el viejo Trevor, y

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usted mencionó su nombre y la desapariciónde su hija, recordé la historia que había olvi-dado. Aquí, me dije a mí mismo, hay otro pro-

blema, falto de interés, es cierto, por sí mismopero, ¿y si estuviera re-lacionado con losenigmas que me atormentan? Me encerré enmi habitación, aparté de mi mente toda clasede prejuicios, y repasé todo lo sucedido par-

tiendo de la base de que la de-saparición deAnnie Trevor estaba relacionada con los dibu-jos de piedras y los ojos del muro. Esta suposi-ción no me condujo muy lejos, y es-taba a pun-

to de renunciar definitivamente al asuntocuando se me ocurrió un posible significadode la Ponchera. Como usted sabe, en Surreyexiste una «Ponchera del Diablo», y me dcuenta de que el símbolo podía referirse a al-

guna característica de la región. Entonces decidí buscar la Ponchera cerca del camino quehabía recorrido la muchacha cuando desapareció, y ya sabe usted que la encontré. Traduclos dibujos de acuerdo con lo que sabía, y leí e

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primero, el Ejército, así: «Habrá una reunión oasamblea..., en la Ponchera... dentro de quincedías (cuarto creciente de la luna)..., para ver la

Pirámide o para construir la Pirámide». Losojos, dibujados uno a uno, día por día, señala-ban evidentemente las fechas a transcurrir, yyo sabía que no habría más que catorce. Nome preocupé preguntándome cuál sería la na-

turaleza de la asamblea, ni quién iba a reunirseen el paraje más solitario y más temido de esasagrestes colinas. En Irlanda, en China o en eOeste americano, la pregunta hubiera tenido

una fácil respuesta: rebeldes, miembros de unasociedad secreta, «vigilantes»... Pero en estetranquilo rincón de Inglaterra, habitado porgentes tranquilas, tales suposiciones no eranposibles. Pero yo sabía que tendría la oportu-

nidad de presenciar aquella reunión, y no qui-se perder el tiempo en inútiles pesquisas. Depronto, recordé lo que la gente había comen-tado a raíz de la desaparición de Annie Tre-vor, diciendo que se la habían llevado «las ha-

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das». Le aseguro, Vaughan, que soy un hom-bre tan cuerdo como usted, y que suelo contro-lar mi cerebro para que no se pierda en diva-

gaciones ni en fantasías. Pero aquella alusión alas hadas me llevó a recordar a los «enanos»del bosque, una creencia que representa unatradición de los prehistóricos habitantes tura-nios de la región, que vivían en cuevas: y en-

tonces me di cuenta de que estaba buscando aun ser de menos de cuatro pies de estaturaacostumbrado a vivir en la oscuridad, posee-dor de instrumentos de piedra y familiarizado

con los rasgos mongólicos... Confieso que meavergonzaría hablarle de una cosa tan fantásti-ca, tan increíble, si no fuera por lo que ustedvio con sus propios ojos anoche, y diría quepuedo dudar de la evidencia de mis sentidos

si no estuvieran corroborados por los de ustedPero usted y yo no podemos mirarnos a la caray pretender que fue una alucinación; cuandousted estaba tendido en la hierba, a mi ladonoté que se estremecía, y vi sus ojos a la luz de

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las llamas. Y por eso puedo decirle sin aver-gonzarme lo que había en mi mente anochecuando cruzamos el bosque, trepamos a la co-

lina y nos ocultamos junto a la Ponchera.»Había una cosa, que hubiera tenido que serla más evidente y que me intrigó hasta el últi-mo instante. Ya le he dicho a usted cómo leí eldibujo de Pirámide; la asamblea iba a ver una

Pirámide, y el verdadero significado desímbolo se me escapó hasta el último momen-to. El antiguo derivado de , fuego, me hubierapuesto sobre la pista, pero no se me ocurrió.

»Creo que eso es todo lo que puedo decirUsted sabe que estábamos completamente in-defensos, aun en el caso de que hubiéramosprevisto lo que iba a suceder. ¡Ah! ¿El lugardonde aparecieron los dibujos? Sí, es una pre-

gunta muy curiosa. Pero esta casa, por lo quehe podido observar, se encuentra en el centroexacto de las colinas; y, posiblemente, aquellaextraña y antigua columna de piedra calizaque hay junto a su huerta era un lugar de reu-

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nión antes de que los celtas pusieran el pie enInglaterra. Pero hay una cosa que debo añadirno lamento nuestra incapacidad para rescatar

a la muchacha. Usted vio la aparición de aque-llos seres que pululaban en la Ponchera; puedeestar seguro de que lo que había en medio deellos no era ya apto para la tierra.

–De modo que... –empezó a decir Vaughan.

–De modo que ella se hundió en la Pirámidede Fuego –dijo Dyson–, y ellos volvieron ahundirse en el mundo subterráneo, en sus ho-gares situados debajo de las colinas.

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LA GENTE BLANCA

Prólogo–Hechicería y santidad– dijo Ambrose –estas

son las únicas realidades. Cada una es un éxtasis, un alejamiento de la vida común.

Cotgrave escuchaba, interesado. Había sidotraído por un amigo a esta ruinosa casa en e

suburbio del norte, a través de un viejo jardínhasta la habitación donde Ambrose, reclusodormitaba y soñaba sobre sus libros.

– Sí –prosiguió– la magia se justifica por susretoños. Hay muchos, creo yo, que comen cos-

tras secas y beben simple agua, con un goce in-finitamente superior a cualquier cosa al alcan-ce del epicúreo “práctico”. 

–¿Habla usted de los santos?–Sí, y de los pecadores también. Pienso que

está usted cayendo en el muy difundido errorde confinar el alcance del mundo espiritual tansólo a los supremamente buenos; pero los su-premamente malos, necesariamente, partici-

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pan también de él. El hombre meramente car-nal, concupiscente, no puede ser un verdaderopecador, de la misma manera que no puede al-

canzar la santidad. La mayoría somos simple-mente indiferentes, criaturas mixtas, andamosa tientas por el mundo sin darnos cuenta designificado y del sentido interno de las cosasy, consecuentemente, nuestra bondad o nues-

tra malignidad son fútiles, de segunda clase.–¿Y usted cree, entonces, que el verdadero

pecador sería un asceta, al igual que el verda-dero santo?

–Los individuos notables, de todo géneroabandonan siempre las copias imperfectas ensu búsqueda por la perfección del original. Nodudo en lo absoluto que muchos de los másgrandes entre los santos nunca realizaron una

“buena acción” (usando las palabras en susentido ordinario). Y, por el otro lado, ha ha-bido quienes han sondeado en las mismas profundidades del Pecado, sin haber realizado entoda su vida un “acto perverso”. 

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Salió del cuarto por un momento, y Cotgra-ve, grandemente entusiasmado, se volvió ha-cia su amigo y le agradeció por la presenta-

ción.–Es grande –dijo– nunca antes había visto es-ta clase de lunático.

Ambrose regresó con más whisky y sirvió li-beralmente en las copas de los dos hombres

Injurió furiosamente la secta de los abstemiosal tiempo que alargaba la botella de Seltz, ysirviendo para sí mismo un vaso de agua, sedisponía a reanudar su monólogo, cuando

Cotgrave le interrumpió.–No puedo tolerarlo, –dijo– sus paradojasson demasiado monstruosas. Un hombre pue-de ser un verdadero pecador y sin embargonunca haber realizado un acto pecaminoso

¡Por favor!–Está usted completamente equivocado, –di-

jo Ambrose– yo nunca construyo paradojasdesearía poder hacerlo. Simplemente he dichoque un hombre puede tener un exquisito gusto

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para el Romanée Conti, y sin embargo, nuncahaber olido siquiera la cerveza barata. Eso estodo, y eso es más un lugar común que una

paradoja, ¿no es cierto? Su sorpresa ante mobservación se debe al hecho de que usted nose ha dado cuenta de lo que el pecado es real-mente. Sí, claro; existe cierta conexión entre ePecado con mayúsculas, y las acciones común-

mente catalogadas pecaminosas: como el ase-sinato, el robo, el adulterio. La misma cone-xión que hay entre el ABC y la alta literaturaPero yo creo que este equívoco, este universa

equívoco, surge en gran medida de nuestroempeño en mirar la cuestión desde una pers-pectiva social. Pensamos que un hombre quenos causa mal a nosotros y a nuestros vecinosdebe ser maligno. Y lo es, desde el punto de

vista social; pero, ¿no puede usted darse cuen-ta de que el Mal es, en su esencia, un asuntoeremítico, una pasión de las almas individua-les, solitarias? Realmente, el asesino promedioen tanto que asesino, no es de ninguna manera

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un pecador en el verdadero sentido de la pala-bra. Es simplemente una bestia salvaje, de laque tenemos que librarnos en orden de mante-

ner nuestros cuellos fuera del alcance de su cu-chillo. Yo lo agruparía más entre los tigres queentre los pecadores.

–Eso parece un tanto extraño.–Yo no lo creo. El asesino no mata impulsado

por cualidades positivas, sino por negativascarece de algo que las personas normales poseen. El Mal, por supuesto, es enteramente po-sitivo; sólo que los es en el sentido equivoca-

do. Usted puede fiarse de mí cuando le digoque el pecado en sentido estricto es algo real-mente raro, es probable que haya habido me-nos pecadores que santos. Sí, su punto de vistafunciona muy bien para propósitos prácticos

sociales; estamos inclinados naturalmente acreer que alguien que nos es repugnante debeser un gran pecador. En verdad, se trata mera-mente un hombre no desarrollado. No puedeser un santo, desde luego; pero puede ser, y

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muchas veces los es, una criatura infinitamen-te mejor que los miles que nunca han roto unsolo mandamiento. Es una gran molestia para

nosotros, lo admito, y lo mantenemos justa-mente encerrado si llegamos a atraparlo; peroentre esa acción problemática y antisocial y eMal, me temo que la conexión es de lo más dé-bil.

Se estaba haciendo tarde. El hombre que ha-bía traído a Cotgrave probablemente ya habíaoído todo esto antes, dado que escuchaba conuna blanda y juiciosa sonrisa, pero Cotgrave

comenzaba a pensar que este “lunático” estabatransformándose en sabio ante sus ojos.–¿Sabe? –dijo– Usted me interesa inmensa-

mente. ¿Cree usted entonces que no compren-demos la verdadera naturaleza del Mal?

–No, me parece que no. Lo sobrestimamos ylo subestimamos. Consideramos las numerosas infracciones de nuestras leyes sociales (lasmuy necesarias y muy apropiadas regulacio-nes que mantienen la sociedad unida), y nos

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asustamos por la incidencia del “pecado” y de“mal”. Pero esto es un contrasentido. Tome-mos el robo por ejemplo. ¿Le causa usted

algún horror pensar en Robin Hood, en las Cate-ranos de las Tierras Altas del siglo XVII, enlos Soldados del Pantano1, o en los promotoresde compañía de nuestros días?

”Y, por el otro lado, subestimamos el Mal. Le

otorgamos tan enorme importancia al “pecado” de entremetimiento con nuestros bolsillos(o con nuestras esposas), que hemos olvidadocompletamente el horror del verdadero peca-

do.–Y ¿qué es el pecado? –dijo Cotgrave.–Me parece que he de contestar a su pregun-

ta con otra. ¿Cuáles serían sus sentimientoshablando seriamente, si su gato o su perro co-

menzaran a conversar con usted, y a discutircon acentos humanos? El horror le abrumaría

1 Highland Caterans y  Moss Troopers, bandas de ladrones

que operaban en los caminos y bosques de Gran Bretaña.

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Estoy seguro de ello. Y si las rosas de su jardíncomenzaran a cantar una extraña canción, us-ted perdería la razón. E imagine que las pie-

dras del camino comenzaran a hincharse y acrecer ante sus ojos, ¿y si un guijarro que ustedhubiera observado durante la noche, disparararocosos capullos por la mañana?

”Pues bien, estos ejemplos pueden darle una

noción acerca de lo que el pecado es realmen-te.

–¡Miren nada más! – dijo el tercer hombrehasta entonces tranquilo – Ustedes dos lucen

bastante enfrascados en su conversación. Peroyo me marcho. Ya he perdido el tranvía ytendré que caminar.

Ambrose y Cotgrave parecieron relajarsemás profundamente cuando el otro se hubo

marchado, atravesando la prematura niebla dela madrugada bajo el brillo de las lámparas.

–Usted me deja perplejo. –dijo Cotgrave–Nunca había pensado en estas cosas. Si es re-almente así, uno debe invertirlo todo. Enton-

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ces la esencia del pecado realmente consiste...–En la usurpación del Paraíso por la fuerza

me parece. –dijo Ambrose– En mi opinión es

simplemente un intento por acceder a una es-fera más elevada por vías prohibidas. Ahorapuede entender porque es tan raro. Hay ver-daderamente, muy pocas personas que deseenpenetrar en otras esferas, bajas o altas, por vías

autorizadas o prohibidas. Por lo tanto existenpocos santos; y, pecadores, propiamente ha-blando, aún menos; y los hombres de genioque participen de cualquiera de estas disposi-

ciones, son también raros. Sí; considerándolotodo, es tal vez más difícil ser un verdaderopecador que un verdadero santo.

–¿Hay algo profundamente antinatural en ePecado? ¿Es lo que usted está tratando de de-

cir?–Exactamente. La Beatitud requiere esfuer-

zos tan grandes, o casi tan grandes como el Pe-cado; pero la Beatitud opera sobre líneas quefueron naturales una vez, es un esfuerzo por

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recuperar el éxtasis anterior a la Caída. El Pe-cado, en cambio, es un esfuerzo por apoderar-se de éxtasis y conocimientos que pertenecen

sólo a los ángeles; y en la consecución de esteesfuerzo, el hombre se convierte en demonioLe comenté antes que el asesino no es per se unpecador, eso es verdad, pero el pecador tam-bién es asesino algunas veces. Gilles de Rais2

2 Gilles de Laval, Barón de Rais, nacido en 1404, uno delos hombres más ricos de Francia, bebedor y mujeriegogran militar. Fue compañero de Santa Juana de Arco ensu campaña contra los ingleses por la liberación de Fran

cia. Recibió en brazos a Juana cuando fue herida en easalto de París. Después de que ella fuera traicionadavendida a los ingleses y quemada en la hoguera, Gillesde Rais, se retiró a su castillo y organizó grandes fiestas ytorneos, fue conocido por su generosidad con todos, incluso financió la construcción de capillas y templos. Después de años de derroches, su fortuna se agotó y tuvoque vender sus propiedades; pero, siendo un noble, Carlos VII prohibió su compra. Entonces conoció a un italiano, Francesco Prelati, famoso por su conocimiento de lasciencias ocultas. Este hombre la aseguró que obtendría

oro mediante el sacrificio de niños pequeños a Satanás

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Gilles de Rais, se convirtió en violador y asesino de niños, tomaba a los hijos de sus siervos y les desnudaba

los dejaba correr en el bosque y les daba caza acompañado de sus perros. O los degollaba en los calabozos de sucastillo, utilizaba la sangre en rituales mágicos, y quemaba los cuerpos. (Ver el artículo sobre sadismo en “El librode la vida sexual”, de J. J. López Ibor, Danae). Sus críme

nes fueron descubiertos y fue juzgado y ejecutado el 26de octubre 1440, colgado sobre una pira ardiente. Margaret Alice Murray en un apéndice a “The Witch-Cult inWestern Euro pe”(Appendix V”Notes on the Trials of Joanof Arc and Gilles de Rais”, edición electrónica dewww.sacred-texts.com), apunta que hay evidencias acer

ca de que los antepasados de Gilles de Rais eran hadas (alas que identifica, desmitificándolas, con un pueblo pigmeo viviendo en Europa), además especula sobre la pertenencia de Gilles de Rais y Juana de Arco a un movimiento religioso subterráneo, al Culto Diánico, religiónde la brujería ritual, en la que estarían envueltos una parte importante de la población, desde el pueblo bajo hastala misma Corte del Rey. El cuerpo de Gilles de Rais, fueretirado de las llamas rápidamente por sus seguidores, yen el lugar de su suplicio su hija levantó un monumentodonde las mujeres lactantes iban a rezar para tener leche

abundante. Dos años después de su ejecución Carlos VI

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es un ejemplo. Y así, puede usted ver queaunque tanto el Bien como el Mal sean antina-turales para el hombre tal como es ahora (el

hombre civilizado, el ente social), el Mal lo esun sentido mucho más profundo. El santo seafana por recuperar un bien que ha perdido, epecador intenta alcanzar algo que nunca leperteneció. En breve: él repite la Caída.

–Pero, ¿es usted católico? –dijo Cotgrave.–Sí, soy miembro de la perseguida Iglesia

Anglicana.–Entonces, ¿qué hay de esos pasajes que pa-

recen reconocer como pecado aquello que us-ted clasificaría como mera negligencia?–Sí, pero en alguna parte la palabra “hechice

ros” surge en la misma oración, ¿no es cierto?3

Me parece que ahí está la clave. Considérelo

anuló sus sentencia y rehabilitó su figura.3 Éxodo, XXII, 15; en medio de la exposición de las Tablasde Ley, el primer precepto de las leyes morales y religi

sas es: “No dejarás con vida a la bruja.” 

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¿puede usted concebir que una falsa declara-ción que salva la vida de un inocente es un pe-cado? No; muy bien. Entonces, no es el menti-

roso en tanto que tal el que queda excluido poresa oración; son los “hechiceros” más que nadie, quienes usan la vida material, los defectosincidentales de la vida material, como instru-mentos para obtener sus perversos fines. Y

permítame decirle esto: nuestros sentidos máselevados están tan embotados, estamos tanempapados de materialismo, que difícilmentereconoceríamos la verdadera perversidad s

nos topáramos con ella.–Pero, ¿no experimentaríamos un cierto te-rror, el horror que usted insinuó con respectoal canto de las rosas, ante la mera presencia deun hombre maligno?

–Lo haríamos si estuviéramos en contactocon nuestra naturaleza: las mujeres y los niñossienten ese terror que usted menciona, inclusolos animales. Pero a la mayoría de nosotros lasconvenciones, la educación y la civilización

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nos han cegado y ensordecido, y han obscure-cido nuestra razón natural. No, algunas vecesreconocemos la presencia del Mal por su odio

del bien, uno no necesita demasiada penetra-ción para adivinar que influencia dictó, de ma-nera absolutamente inconsciente, las críticasdel Blackwood sobre Keats4. Pero esto es mera-

 4 John Keats , (1795-1821), uno de los más grandes poetasingleses, fue vapuleado por la crítica de su tiempo y porestá razón huyó a Italia, dónde murió. Uno de las críticasmás ultrajantes fue la que John Gibson Lockhart, publicara en el Blackwood’s Edinburgh Magazine, en 1818; en el ar

tículo hay poco de crítica literaria, es más bien un muestrario de insultos: “nuestros propios lacayos componentragedias”, [Keats] “parece haber recibido de la naturaleza talentos [...] de un orden superior, que dedicados acualquier profesión útil lo hubieran convertido en unciudadano, si no eminente, por lo menos respetable”“incultos y endebles mozalbetes”, “es mejor ser un boticario hambriento que un poeta hambriento, así que devuelta la tienda Mr. John, [...] pero por el amor de Dios séun poco más ahorrativo en soporíficos de la que lo hassido en tu poesía.” Hay un extracto de ese artículo en

www.englishhistory.net/keats/criticism-lockhart.html.

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mente incidental; y, por regla general, yo sos-pecho que los Jerarcas de Tophet5 pasan com-pletamente inadvertidos, o, en algunos casos

pasan por hombres buenos que han errado ecamino.–Pero, usted acaba de utilizar la palabra in-

consciente, refiriéndose a los críticos de Keats¿es la perversidad alguna vez inconsciente?

–Siempre. Así debe ser. Es como la Beatitudy la Genialidad en éste y otros aspectos; es uncierto transporte o éxtasis del alma, un esfuer-zo trascendental para sobrepasar los límites

5 Tófet es el nombre del lugar donde se arrojan los restosmortales, pero también tiene un sentido bíblico , la palabra se menciona en Jeremías,VII,31; Isaías,XXXV,33; y en2 Reyes, XXIII, 10, dónde se dice: “Profanó el Tófet quehabía en el valle de Ben Hirón, para que nadie pudieraarrojar a su hijo o hija a la pira de fuego en honor aMólec.” (Biblia de Jerusalén) Tófet era, entonces, el lugardónde se hacían sacrificios de niños a Moloch, la nota dela Biblia de Jerusalén dice que el término significa “quemadero”, pero se le han incorporado las vocales de la pa

labra Boset, “vergüenza / infamia.” 

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ordinarios. De tal manera que, sobrepasandoestos límites, sobrepasa también al entendi-miento, esa facultad que toma nota de todo lo

que le pasa enfrente. No, un hombre puede serinfinita y horriblemente perverso y nunca sos-pecharlo. Pero, como le digo, el Mal en éste, suverdadero sentido, es raro; y me parece quecada vez se torna más.

–Estoy tratando de seguirlo. –dijo Cotgrave–De sus afirmaciones, me parece que se puedededucir que hay un diferencia genérica entreel verdadero Mal y aquello que llamamos

“Mal”.–Absolutamente. Existe, no hay duda, unaanalogía entre los dos; una semejanza tal, co-mo la que nos permite utilizar legítimamentetérminos como “pie de montaña” o “pata de

mesa”. Y algunas veces ambos usos del térmi-no se utilizan como si pertenecieran a un mis-mo lenguaje. Un tosco minero, un inexperto ysubdesarrollado “hombre-tigre”; enardecidopor un cuarto o dos de aguardiente por enci-

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ma de su consumo habitual, llega a casa y pa-tea brutalmente a su esposa hasta matarla. Esun asesino. Y Gilles de Rais fue un asesino

¿Pero, no ve usted el abismo que separa a losdos? La palabra es accidentalmente la mismaen ambos casos, pero el significado es absolu-tamente diferente. Es una verdadera falaciapor homonimia confundir los dos, sería como

suponer que Némesis y la nemotecnia tienenla misma raíz etimológica6. Y no hay duda deque los mismos débiles lazos y analogías operan sobre los “pecados” sociales y los verdade-

ros pecados espirituales, y en algunos casostal vez, los menores se convierten en guía paralos mayores, como avanzar de la sombra a larealidad. Si hay algo de teólogo en usted, verála importancia de todo esto.

–Lamento decir –observó Cotgrave– que hededicado muy poco de mi tiempo a la teología

6 En el original la falsa relación se establece entre  Jugger

naut y argonauts. 

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De hecho, frecuentemente me he preguntadoacerca de sobre cuál fundamento reclaman losteólogos el título de Ciencia de las Ciencias pa-

ra su materia predilecta; dado que en todos loslibros “teológicos” que he hojeado, me ha pa-recido que su único tema son los principiosedificantes más obvios, o los reyes de Israel yJudea. No me interesa escuchar sobre tales re

yes.Ambrose esbozo una sardónica sonrisa.–Debemos de evitar, en lo posible, toda dis-

cusión teológica. –dijo– Percibo que usted ser-

ía un amargo contendiente. Pero tal vez las“efemérides de los reyes” tienen tanto que vercon la teología, como las patanerías del minerohomicida con la verdadera Maldad.

–Entonces, volviendo a nuestro tema, ¿piensa

usted que el Pecado es algo oculto, esotérico?–Sí. Es el milagro infernal, tal como la Beati-

tud es el celestial. De cuando en cuando se al-za a tal altura que fallamos completamente ensospechar su existencia; es como la nota de los

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pedales del órgano, tan profunda que no po-demos escucharla. En otros casos conduce almanicomio, o a destinos aún más extraños. Pe-

ro nunca debe confundirse con la mera des-obediencia social. Recuerde cómo el Apóstolhablando del “otro lado”, distingue entre lasactos de caridad y la Caridad7. Y, mientras queuno puede dar todos sus bienes a los pobres, y

aun así carecer de caridad; así también, recuérdelo, uno puede evitar todo crimen y aun asser un pecador.

–Su psicología es muy extraña para mí –dijo

Cotgrave– pero confieso que me agrada, y supongo que se puede legítimamente deducir desus premisas que el verdadero pecador puedellegar a parecer un personaje inofensivo parael observador.

7 Esta es tal vez una interpretación de un pasaje de laPrimera Epístola de Pablo a los Corintios, el “Himno a laCaridad”, XIII, “Aunque reparta todos mis bienes, y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad nada

me aprovecha”(v.3), “La caridad no acaba nunca.”(v.8). 

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–Ciertamente, porque el verdadero Mal notiene nada que ver con la vida social o con susleyes; o sí llega a tenerlo, es sólo incidental-

mente y por accidente. Es una solitaria pasióndel alma, o una pasión del alma solitaria, como usted quiera. Si, por azar, llegamos a en-tenderla, y a asir su completo significado, en-tonces, en verdad nos llenará de horror y te-

mor reverente. Pero esta emoción se distinguecompletamente del miedo y la repugnanciacon que consideramos al criminal ordinariodado que estas últimas emociones son causa-

das en su mayoría, sino completamente, por laconsideración que tenemos por nuestro propiopellejo y nuestro propio bolsillo. Odiamos aun asesino, porque odiaríamos ser asesinadoso sufrir el asesinato de alguno de nuestros se-

res queridos. Y, por el “otro lado”, veneramosa los santos, pero no los apreciamos más que anuestros amigos. ¿Puede usted persuadirse así mismo de que la compañía de San Pablo sería en algún modo “agradable”? ¿Piensa usted

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que usted y yo podríamos haber llegado a ha-cer migas con Sir Gallahad8?

”Lo mismo ocurre con los pecadores. Si us-

ted llegara a conocer a un hombre maligno enrealidad, y reconociera su malignidad; no hayninguna duda de que esto le llenaría de ho-rror, pero no tendría que haber necesariamente alguna razón para encontrar desagradable a

esa persona. Por el contrario, es más que pro-bable que; si usted pudiera mantener el hechodel Pecado fuera de su mente, podría encon-trar muy agradable la compañía de ese hom-

 8 Un personaje de los mitos artúricos, Sir Gallahad o Galaor, llamado El Casto, es el prototipo del caballero puroy sin mancha, hijo de Sir Launcelot du Lake. Su llegadala Corte del Rey Arturo desató la Búsqueda del SantoGrial, pero sólo Gallahad fue digno de encontrar la copade la Última Cena. Al tocar la copa Gallahad sufrió unéxtasis místico y abrazó la muerte. La leyenda del ReyArturo fue otro de los temas que atrajeron a Machen, escribió varios ensayos sobre el tema y un cuento: The Grea

Return, 1915.

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bre, y en poco tiempo usted tendría que haceruso de la reflexión para volver a encontrar lasensación de horror. Y aun así, sería un horror

verdadero. Como si las rosas y los lirios ento-naran súbitamente una canción la próximamañana, o los muebles comenzaran a marcharen procesión, ¡como en el relato de Maupas-sant!9 

–Me alegra que haya regresado a esa compa-ración, –dijo Cotgrave– porque quería pregun-tarle que es lo que corresponde en la humanidad, a estas imaginarias proezas de los seres

inanimados. En una palabra, ¿qué es el Peca-do? Usted me ha dado, ya lo sé, una definiciónabstracta, pero me gustaría un ejemplo concreto

–Ya le dije que es algo muy raro. –dijo Am-

 9 “¿Quién sabe?” (Qui sait?) de Guy de Maupassant, unode los mejores relatos fantásticos, incluido en “Antologíade la Literatura Fantástica” de Borges, Bioy Casares y Sil

vina Ocampo.

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brose, que parecía estar tratando de evitar unarespuesta directa – El materialismo de la épo-ca, que ha realizado una estupenda labor su-

primiendo la Santidad, ha hecho quizás máspara suprimir la Maldad. Encontramos la Tie-rra tan cómoda, que no tenemos ninguna incli-nación hacia las ascensiones o descensos. Pare-ciera que el estudioso que eligiera “especiali-

zarse” en Tophet, quedaría limitado a investigaciones puramente anticuarias. Ningún pale-ontólogo podría mostrarle un pterodáctilo vi-vo.

–Y aun así, pienso que usted se ha “especializado”, y me parece que sus investigacionesdeben descender hasta los tiempos modernos.

–Ya veo, está usted realmente interesadoBueno, confieso que he curioseado un poco, y

si usted gusta puedo mostrarle algo que ejem-plifica la muy peculiar materia que hemos es-tado discutiendo.

Ambrose tomó una vela y se dirigió a un leja-no y sombrío rincón de la habitación. Cotgrave

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le observó abrir un viejo buró ahí situado, yde un secreto alojamiento sacar un paquetevolviendo posteriormente a la ventana donde

habían estado sentados.Ambrose deshizo la envoltura, y extrajo unlibro verde, era un libro de bolsillo

–¿Cuidará de él? –dijo– No lo deje a la vistaEs una de las piezas más preciadas de mi co-

lección, y lamentaría mucho que se perdiera. –Manoseó la deslucida cubierta. –Conocí a la jo-ven que escribió esto. Cuando lo lea, ustedverá como ilustra la conversación que hemos

tenido esta noche. Hay una continuación tam-bién, pero no voy ha hablar de eso.“Leí una extraño artículo en una revista hace

algunos meses, –comentó, con el aire de al-guien que cambia de tema– escrito por un

médico, Dr. Coryn, creo. Él comenta que unaseñora, al estar observando a su hija jugar enla ventana del cuarto de dibujo, vio caer súbi-tamente el pesado marco de la ventana sobrelos dedos de la pequeña. La señora se des-

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mayó, me parece, pero de algún modo el doc-tor fue llamado, y cuando éste hubo vendadolos maltrechos dedos de la niña fue solicitado

por la madre. Estaba gimiendo de dolor, sehalló que tres dedos de su mano, correspon-dientes a aquellos lastimados en la mano de laniña, se hallaban hinchados e inflamados, ymás tarde, hablando en lenguaje médico

“aparecieron es-carificaciones purulentas”. Ambrose aún sostenía delicadamente el vo-

lumen verde.–Muy bien, aquí lo tiene –dijo finalmente

soltando su tesoro con aparente dificultad–Ha de devolverlo tan pronto como lo haya leí-do.

Dijo, al tiempo que caminaban fuera del reci-bidor, penetrando en el viejo jardín inundado

por el tenue olor de los lirios blancos. Habíauna ancha banda roja en el oriente cuandoCotgrave se dio la vuelta para partir, y desdeel elevado punto desde donde se encontrabavio, como en un sueño, ese horrible espectácu-

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lo que es Londres.

El libro verdeLa encuadernación del libro estaba gastada

y el color desvaído; pero no había manchas, nraspones, ni marcas de uso. El libro lucía comosi hubiese sido comprado “en una visita aLondres” unos setenta u ochenta años antes, y

hubiera quedado olvidado de alguna maneraabandonado en algún lugar escondido. Habíaun antiguo, delicado y laguidecente olor en élun olor como él que a veces habita, por un si-glo o más, en los muebles antiguos. El pape

que recubría las partes interiores de las tapasestaba extrañamente decorado con patrones decolor y desvanecido oro. Parecía pequeño, pe-ro el papel era bueno, y tenía muchas hojasabarrotadas con pequeñas letras trazadas conminuciosidad.

“Encontré este libro (comenzaba el manus-crito) en un cajón del viejo buró que está en edescanso. Era un día lluvioso y yo no podía sa

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lir, así que, en la tarde tomé una vela y me pu-se a escudriñar en el buró. Casi todos los cajo-nes estaban llenos de vestidos viejos, pero uno

de los más chicos parecía estar vacío, y ahí en-contré este libro metido hasta el fondo. Yoquería un libro como éste, y por eso me lollevé para escribir en él. Está lleno de secretosYo tengo escondidos un montón de libros más

libros de secretos que yo he escrito, están enun lugar seguro; voy a poner aquí muchos delos secretos viejos y algunos nuevos; pero hayalgunos que nunca voy a poner. No debo po-

ner los verdaderos nombres de los días y delos meses, que descubrí hace un año; ni la ma-nera de hacer las letras Aklo, o el lenguajeChian, o los grandes y hermosos Círculos, nlos Juegos Mao, ni las mejores canciones. A lo

mejor escribo algo acerca de estas cosas, perono la manera de hacerlas; por ciertas razonesY no debo decir quiénes son las Ninfas, o losDôls, o Jeelo, o lo que significa voolas. Todosestos son los más secretos de los secretos, y me

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gusta recordar lo que son, y cuántos lenguajesmaravillosos conozco; pero hay algunas cosasque yo llamo los secretos de los secretos de los

secretos, de las que no me atrevo a pensar amenos que esté completamente sola, y enton-ces cierro mis ojos, y me los tapo con las ma-nos, y susurro la palabra, y el Alala viene. Sólohago esto en la noche, en mi cuarto, o en cier-

tos bosques que yo sé; pero esos no debo des-cribirlos, porque son bosques secretos. Y luegoestán las Ceremonias, que son todas muy im-portantes, pero unas son más divertidas que

otras. Están las Ceremonias Blancas, y las Ce-remonias Escarlata. Las Ceremonias Escarlatason las mejores, pero sólo hay un lugar dondepueden realizarse apropiadamente, aunquehay una muy buena imitación que he hecho en

otros lugares. Además de estos, tengo las dan-zas, y la Comedia; en ocasiones he hecho laComedia cuando los otros están viendo, y noentienden nada. Yo era muy pequeña cuandosupe por primera vez de estas cosas.

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Cuando era muy chica, y mi mamá estaba vi-va, yo recuerdo que recordaba cosas de antessólo que se me revolvieron todas. Pero me

acuerdo que cuando tenía cinco o seis los ohablando de mí cuando pensaban que no esta-ba oyendo. Estaban diciendo que, uno o dosaños atrás, yo era muy rara, y de cómo nana lehabía hablado a mí mamá para que me viera

hablando sola, y que yo estaba diciendo pala-bras que nadie podía comprender. Estaba ha-blando el lenguaje Xu, pero ya sólo me acuer-do de algunas palabras, porque era acerca de

las pequeñas caras blancas que solían mirarmecuando estaba en mi cuna. Ellos me hablabany yo aprendí su lenguaje y platiqué con ellosme platicaban sobre una inmenso lugar blancoque era donde ellos vivían, donde los árboles y

el césped eran todos blancos, y había lomasblancas tan altas como la luna, y un viento he-lado. He soñado muchas veces con eso, perolas caras se fueron cuando yo era muy peque-ña. Pero; cuando tenía como cinco años, pasó

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algo maravilloso. Mi nana me llevaba sobresus hombros, había un campo de maíz amari-llo, y lo atravesamos, hacía mucho calor. En-

tonces nos fuimos por un camino a través debosque, y un hombre alto no siguió, y vino connosotros hasta que llegamos a un lugar dondehabía un estanque profundo, y estaba muy os-curo y lleno de sombras. Nana me bajó y me

puso sobre el suave musgo que había bajo unárbol, y dijo: “Ahora no se irá para el estan-que”. Así que me dejaron ahí, y yo me quedéquieta y observé; y saliendo del agua y del

bosque llegaron dos maravillosas gentes blan-cas, y comenzaron a jugar y a danzar y a can-tar. Eran de un tipo de blanco cremoso cómola figura de marfil que hay en el cuarto de di-bujo; una era una hermosa señora con amables

ojos negros, y un rostro grave, y un largo cabe-llo negro; y ella dirigía una sonrisa extraña ytriste hacia el otro, que se reía acercándose aella. Ellos jugaron juntos, y bailaron dandovueltas y vueltas sobre el estanque, y cantaron

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una canción hasta que me quede dormida. Na-na me despertó cuando volvió, y ella se veíaun poco como la señora, así que se lo conté to-

do, y le pregunté porque se veía así. Primerolloró, y luego me miró muy asustada, y se pu-so completamente pálida. Me bajó al suelo y seme quedó viendo, y yo pude ver que ella esta-ba temblando. Luego me dijo que yo había es-

tado soñando, pero yo sabía que no. Luego mehizo prometer que no le diría nada a nadie, yque si lo hacía merecería que me aventaran aun pozo negro. Yo no estaba nada asustada

aunque nana si lo estuviera; y nunca se me ol-vidó, porque cuando cierro mis ojos y todoestá silencio, y estoy sola, puedo verlos denuevo, muy tenues y lejanos, pero espléndi-dos; y pedacitos de la canción que ellos cantan

llegan a mi cabeza, pero no puedo cantarlaTenía tre-ce, casi catorce, cuando tuve unaaventura muy singular, tan extraña que al díaen que ocurrió siempre lo llamo el Día BlancoMi ma-dre llevaba muerta más de un año, y en

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la mañana yo tenía lecciones, pero en la tardeme dejaban salir a caminar. Esa tarde caminéde una manera diferente, y un pequeño arroyo

me condujo a un nuevo país, pero me rompmi vestido al pasar por algunos de los lugaresdifíciles, porque el camino pasaba por muchosarbustos, y por las ramas bajas de algunosárboles, y a través de los matorrales espinosos

sobre las lomas, y por los bosques oscuros lle-nos de espinas reptantes. Era un camino muymuy largo. Parecía continuar por siempre, ytuve que arrastrarme por un lugar como un tú-

nel donde debía haber estado antes un arroyopero toda el agua se había secado, y el piso erarocoso, y los arbustos habían crecido por arri-ba hasta cerrarse, por eso estaba muy oscuroY yo avancé y avancé por ese oscuro lugar, era

un camino muy, muy largo. Y llegué a una co-lina que nunca había visto. Estaba entre unoslúgubres matorrales lleno de ramas negras yretorcidas que me rasguñaban al pasar entreellas, y empecé a gritar porque me escocía to-

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do el cuerpo, y luego me di cuenta de que es-taba escalando, y subí por mucho tiempo, has-ta que al final los matorrales se terminaron y

salí quejándome justo debajo de la cima de ungran paisaje desnudo, donde había unas feaspiedras grises sobre el pasto, y aquí y alláalgún árbol achaparrado y retorcido brotabadebajo de una piedra, como una serpiente. Y

subí de nuevo hasta la cima, un largo caminoNun-ca vi unas piedras tan grandes y feas; al-gunas salían de la tierra, y algunas parecíacomo si las hubieran rodado hasta ahí; y se ex-

tendían tan lejos como alcanzaba la vista. Dejéde mirar las piedras y observé el paisaje, peroera muy extraño. Era invierno, y había terri-bles bosques negros colgando de las colinasalrede-dor, era como ver un gran cuarto ro-

deado de cortinas negras, y la forma de losárboles parecía muy diferente de cualquieraque yo haya visto antes. Estaba asustada. Ymás allá de los bosques había otras colinas gi-gantescas que rodeaban en un gran anillo, pe-

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ro yo nunca ha-bía visto ninguna de ellas; todose veía negro y todo estaba lleno de voor. Todo estaba tan quieto y silencioso, y el cielo es

taba pesado y gris, y triste; como un perversodomo voorico en el Abismo de Dendo. Seguavanzando ha-cia las horribles rocas. Habíacientos y cientos de ellas. Algunos eran comohombres haciendo muecas horribles; yo podía

ver sus caras como si fueran a saltar sobre mdesde las rocas, y a agarrarme, y a arrastrarmecon ellos dentro de la roca para que me queda-ra con ellos para siempre.10 Y había otras rocas

que eran como animales, animales reptantes yho-rribles, con la lengua colgando; y otras erancomo palabras que yo no podía pronunciar, y

10 “The Book of Hallowe’en” de Ruth Edna Kelley: “Pontypridd, al sur de Gales, era el centro religioso Druida Aún está marcado por un círculo de piedras y un altar enuna colina. En años posteriores se creyó que las piedraseran personas transformadas en esas formas por el poderde una bruja.”(Chapter X. In Wales, edición de sacred

texts.com).

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otras como gente muerta tirada en el pastoAvancé entre las piedras, aunque me asusta-ran, mi corazón estaba lleno de canciones per-

versas que habían metido dentro de ellas, yme dieron ganas de hacer muecas y retorcer-me de la manera en que ellos lo hacían; segucaminando por mucho rato hasta que al finalas piedras me gustaron, y ya no me asusta-

ban. Y empecé a cantar las canciones que esta-ban en mi mente, canciones llenas de palabrasque no deben ser pronunciadas ni anotadas.

Y entonces hice muecas como las de las caras

en las rocas, y me retorcí como las que estabanretorcidas, y me quede tirada en el suelo comola gente muerta, y luego me levanté y me acer-qué a una de las que hacían muecas, y la rodeécon mis brazos y la abracé. Y seguí a través de

las rocas hasta que llegué a una pequeña coli-na redonda, situado en el centro. Era más altoque una loma, casi tan alto como nuestra casaera como un gran cuenco puesto boca abajotodo liso y redondo y verde, con una roca co-

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mo un poste saliendo de su cima. Trepé porlos lados, pero estaba tan inclinado que me tu-ve que detener o me hubiera ido rodando has-

ta abajo y me hubiera pegado en las rocas, y alo mejor ahora estaría muerta. Pero yo queríasubirme hasta la cima de ese montículo, asque me pegué al piso boca abajo, y me agarrédel pasto con las manos y me fui jalando, des-

pacio, hasta que llegue hasta arriba. Entoncesme senté sobre la piedra que había allí, y miréalrededor. Me sentía como si hubiera hecho unlargo viaje, como si estuviera a cien millas de

casa, o en algún otro país, o en uno de los ex-traños lugares de que había leído en “Loscuentos del Genio” y “Noches de Arabia”, ocomo si me hubiera ido por el mar, avanzandomuy lejos, durante años, y hubiera encontrado

otro mundo, un mundo que nadie hubiera vis-to u oído antes, o como si de alguna manerame hubiera ido volando por el cielo y caído enuna de las estrellas de las que he leído dondetodo esta frío y gris, y no hay aire, y el viento

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no sopla. Me quedé sentada en la piedra ymiré todo alrededor arriba y abajo. Era comosi estuviera sentada en una torre en medio de

un enorme pueblo abandonado, porque nopodía ver nada alrededor excepto las rocasgrises sobre el suelo. Ya no podía distinguirsus formas, pero podía mirarlas esparcidasuna tras otra en la lejanía, y las vi, parecía que

las hu-bieran colocado para formar patronesformas, figuras. Sabía que eso no podía serporque ha-bía visto que muchas surgían desdeabajo de la tierra, unidas a rocas profundas y

subterráneas; así que miré de nuevo, pero se-guía viendo círculos, y pequeños círculos de-ntro de los grandes, y pirámides, y domos, yespirales, y parecían todos dar vueltas alrededor del lugar donde yo estaba sentada, y entre

más miraba, más veía esos grandes anillos derocas, ha-ciéndose cada vez más grandes, ymiré por tanto rato que al final sentí como stodos se estuvieran moviendo y girando, comouna gran rueda, y yo también giraba, en e

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centro11. Sentí mi cabeza toda mareada y con-fundida, todo se nubló y se hizo borroso, y vipequeñas chispas de luz azul, y las rocas pa-

recían elevarse, bailando, retorciéndose, gi-rando y girando y girando. Me asusté de nue-vo, y empecé a llorar a gritos, salté de la piedra en que estaba sentada y me caí. Cuandome levanté, me alegré de ver que ya estaban

quietas, luego me senté y me fui resbalandopor el montículo, y seguí caminando. Bailabaal caminar, de la extraña manera en que laspiedras bailaron cuando me mareé, me puse

muy contenta de poder hacerlo tan bien, y se-guí bailando y bailando, y cantando canciones

11 M. A. Murray, en la obra citada, (“El Culto de la Brujasen Europa Occidental”), habla de que el lugar predilectode las brujas para celebrar el rito del Sabbat, eran loscírculos de piedra. “Es también notable cuántos de nuestros círculos de pierda [Gran Bretaña], tales como LasNueve Doncellas, o Las Doncellas Danzantes, y otrosestán tradicionalmente conectados con mujeres que bai

laban en el Sabbat.” 

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extraordinarias que me venían a la cabeza. Afinal llegué al filo de una gran meseta, y ya nohabía rocas, y el camino volvía a atravesar por

oscuros matorrales en un valle. Era tan horri-ble como los otros matorrales que escalé, peroéste no me importaba, porque estaba muy con-tenta de ha-ber visto aquellas danzas singula-res y poder imitarlas. Bajé, arrastrándome por

los arbustos, y una alta ortiga me picó en lapierna, e hi-zo que me ardiera, pero no meimportó; y me rasguñé con las ramas y las es-pinas, pero sólo me reí y seguí cantando. En-

tonces salí de los matorrales y entré en el fon-do valle, un lugar pequeño y secreto como unoscuro pasadizo del que nadie sabe, porqueera muy estrecho y muy profundo, y el bosqueera muy espeso a su alrededor. Ahí hay un

banco escarpado con árboles colgando encimay ahí los helechos se mantienen verdes por to-do el invierno, cuando se encuentran pardos ymuertos en la colina, los helechos ahí tienenun olor rico y dulce, como el de esa cosa que

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babea en los troncos de los pinos. Había unapequeña corriente de agua , tan pequeña queyo podía fácilmente cruzarla caminando. Beb

el agua con las manos, y sabía como a un vinobrillante y amarillo, chispeaba y burbujeaba apasar sobre her-mosas piedras rojas y amari-llas y verdes, parecía estar vivo y teñido detodos los colores al mismo tiempo. Bebí mu-

chas veces con mis manos, pero no podía be-ber lo suficiente, así que me agaché y bebí di-rectamente del agua con mis labios. Sabía mu-cho mejor al beberla de esa manera, y una on-

dulación del agua llegó hasta mi boca y la rozócomo un beso, y yo me reí, y volví a beber, yme imaginé que era una ninfa como la queaparecía en una vieja ilustración que había encasa, una ninfa que vi-vía en el agua y me es-

taba besando. Así que me incliné un poco mássobre el agua, y pegué suavemente mis labiosa la superficie, y le susurré a la ninfa que yoiba a venir de nuevo. Estaba segura de que esano podía ser agua normal y me levanté alegre

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caminando de nuevo, y volví a danzar y subpor el valle, bajo colinas escarpadas. Y cuandollegué al otro lado, vi que el suelo se elevaba

enfrente de mí, alto y empinado como un mu-ro, y no había nada excepto el verde muro y ecielo. Y pensé en “por los siglos de los sigloshasta el fin de los tiempos, Amén”, y penséque realmente yo había encontrado el fin de

los tiempos, por que eso era como el final detodo, como si no pudiera haber nada más alláexcepto el reino de Voor, donde la luz se apa-ga cuando alguien la quita, y el agua desapa-

rece cuando el sol se la lleva. Comencé a pen-sar en el largo, largo camino que había reco-rrido, cómo había encontrado un arroyo y lohabía seguido, y luego había atravesado losarbustos y matorrales espinosos, y los bosques

oscuros llenos de espinas reptantes. Luego mehabía arrastrado por un túnel bajo los árbolesy escalado unos matorrales, había visto las ro-cas grises, y me ha-bía sentado en el centrocuando todas comenzaron a girar, y luego

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había seguido a través de las rocas y había ba-jado hasta el valle a través de otros matorralespunzantes, y luego había subido de nuevo a

otro lado del valle oscuro; todo un largo, largocamino. Y me pregunté cómo iba a regresar acasa, y si podría encontrar algún día el caminode regreso, y si me casa seguiría todavía allí, osi al llegar encontraría a todos convertidos en

piedra, como en las “Noches de Arabia”. Mesenté en el césped y pensé en lo que iba ahacer. Estaba cansada, y mis pies estaban hin-chados de caminar, pero cuando miré alrede-

dor descubrí un pozo justo debajo de los em-pinados muros de vegetación. Todo el sueloque lo rodeaba estaba cubierto de un musgobrillante y verde, del que brotaban gotas deagua; había musgo de todo tipo ahí, musgos

que parecían pequeños helechos, y otros comopalmeras y pinos, y todo era verde como pie-zas de joyería, las gotas de agua colgaban en-tre ellos como diamantes. Y en el centro estabael gran pozo, profundo y brillante y bello, tan

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claro que parecía que se podía tocar la arenaroja del fondo, pero estaba muy abajo. Mequedé ahí viendo el fondo del pozo, como si

estuviera mirando en un cristal. Ahí los granosde arena se agitaban, moviéndose todo etiempo, y yo veía como el agua hervía ahí en efondo, pero la superficie estaba lisa y tranqui-la, lleno el pozo hasta el borde. Era un gran

pozo, como una enorme tina, con el musgobrillante alrededor parecía una gran gemablanca, rodeada de adornos verdes. Mis piesestaban tan cansados e hinchados que me

quité las botas y las medias, y dejé que mispies se sumergieran en el agua, el agua erasuave y fría, y cuando me levanté ya no estabacansada; sentí que debía continuar, e ir cadavez más lejos, ver lo que había detrás del mu-

ro. Lo escalé muy lentamente, yendo siemprede lado, y cuando llegué hasta arriba y miré aotro lado, observé la región más extraña queyo haya visto, aún más extraña que la colinade las piedras grises. Parecía como si niños hu-

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manos hubieran estado jugando allí con susespátulas, pues era todo colinas y agujeroscastillos y muros hechos de tierra y cubiertos

de césped. Había dos montículos parecidos acolmenas, redondos y enormes e imponentesy agujeros como cuencos, y unos muros eleva-dos e inclinados como los que vi una vez en laplaya donde había grandes cañones y solda-

dos. Casi caí en uno de esos redondos aguje-ros, el suelo bajo mis pies desapareció súbita-mente y tuve que correr por el borde del cuen-co, me detuve en un saliente y miré hacia arri-

ba. Había una sensación de extrañeza y solem-nidad. Nada, más que el cielo gris y pesado, ylos bordes del agujero; todo lo demás habíadesaparecido, y ese inmenso agujero era emundo, pensé que de noche debía estar lleno

de fantasmas y sombras vivas y cosas pálidascuando la luna brillara sobre el fondo del agu-jero en la quietud de la noche, y arriba el vien-to emitiera un lamento apagado. Era tan extra-ño y solemne, y solitario; como un templo vac-

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ío dedicado a dioses bárbaros, a dioses muer-tos. Me recordaba acerca de un cuento que na-na me contó cuando yo era pequeña, la misma

nana que me llevó al bosque dónde vi a la her-mosa gente blanca. Y yo recordaba como naname había contado la historia un noche de invierno, cuando el viento hacía que los árbolesgolpearan contra las paredes, aullando en la

chimenea del cuarto. Ella dijo que, en algúnlugar, había un foso vacío, como éste en el queyo ahora estaba, todo el mundo tenía miedode meterse en él o incluso acercarse, era un lu-

gar muy malo. Pero una vez hubo una niñapobre que dijo que ella se iba meter en el fosoy todo el mundo trató de detenerla, pero ellafue de todos modos. Y ella bajó al foso y re-gresó riéndose, y dijo que no había nada de

nada allí abajo, excepto hierba verde y piedrasrojas, piedras blancas y flores amarillas. Y po-co después la gente vio que ella tenía los máshermosos aretes de esmeraldas, y le pregunta-ron de dónde los había sacado si ella y su ma-

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dre eran tan pobres. Pero ella se rió, y dijo quesus aretes no estaban de ninguna manerahechos de esmeraldas, sino de hierba verde

Luego, un día, ella llevaba en el pecho el másrojo rubí que nadie hubiera visto, era tangrande como un huevo de gallina y brillaba ychispeaba co-mo un carbón al rojo vivo. Y lepreguntaron de dónde lo había sacado si ella y

su madre eran tan pobres. Pero ella se rió, ydijo que no era de ninguna manera un rubísino una piedra roja. Entonces, un día, ella lle-vaba en su cuello el collar más hermoso que

nadie hubiera visto, mucha más fino que emás fino collar de la reina, y estaba hecho degrandes y vistosos dia-mantes, cientos deellos, y brillaban como todas las estrellas enuna noche de junio. Y le preguntaron de

dónde lo había sacado si ella y su madre erantan pobres. Pero ella se río y dijo que de nin-guna manera era diamantes, sino sólo piedrasblancas. Y un día ella fue a la Corte, y ella lle-vaba en su cabeza una corona de angélico oro

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puro, eso me contó nana, y brillaba como esol, y era mucho más espléndida que la coronaque llevaba el mismísimo rey, y en sus orejas

llevaba las esmeraldas, el enorme rubí era ebroche en su pecho, y el gran collar de di-amantes brillaba en su cuello. Y el rey y la re-ina creyeron que era alguna importante prin-cesa que venía de tierras lejanas, y bajaron de

sus tronos para conocerla, pero alguien le dijoa los reyes quién era ella, y que ella era muypobre. Y entonces el rey preguntó porqué lle-vaba una corona de oro y de dónde lo había

sacado si ella y su madre eran tan pobres. Yella se rió, y dijo que de ninguna manera erauna corona de oro, sino sólo unas flores amari-llas que se había puesto en el cabello. Y el reypensó que eso era muy extraño, y dijo que ella

debía quedarse en la Corte, y ya verían quepasaba. Y ella lucía tan adorable que todos de-cían que sus ojos eran más verdes que las es-meraldas, que sus labios eran más rojos que erubí, que su piel era más blanca que los dia-

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mantes, y que su cabello era más brillante quela corona dorada. Y entonces el hijo del rey di-jo que se casaría con ella, y el rey dijo “lo ha-

rás.” Y el obispo los casó, y hubo una gran ce-na, y después el hijo del rey fue a la habitaciónde su esposa. Pero, justo cuando tenía su manoen la puerta, vio un alto hombre negro, con unrostro temible, parado frente a la puerta, y una

voz dijo: 

Venture not upon you lifethis my own wedded wife12. 

12  No te aventures, por tú vida,/Ésta mujer a mí estáunida. En el “ Malleus Maleficarum”, o “El Martillo de lasBrujas”, (un manual de cacería de brujas escrito en 1486por los inquisidores alemanes Henrich Kraemer y  Jacobus Sprenger) se narra una historia vagamente similarpero el protagonista es un varón: “relata Pedro de Paludes en su cuarto libro, acerca de un joven que se habíaprometido en matrimonio a cierto ídolo, pese a lo cual secasó con una doncella, con la cual fue incapaz de mantener contacto alguno porque siempre intervenía el dia

blo, apareciéndose en forma física.” 

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Entonces el hijo del rey cayó al suelo fulmi-nado. Y vinieron y trataron de entrar al cuartopero no pudieron, y atacaron la puerta con ha-

chas, pero la madera se había vuelto dura como el hierro, y al final todos huyeron, estabantan asustados por los gritos y risas y alaridos yllantos que salían del cuarto. Pero al día si-guiente entraron, y descubrieron que no había

nada en la habitación excepto un espeso humonegro, porque el hombre negro había venido yse la había llevado.

Y en la cama había dos nudos de hierba mar-

chita y una piedra roja, y algunas piedrasblancas y algunas marchitas flores amarillasYo recordé este cuento de nana mientras estu-ve ahí en el fondo del profundo agujero; eratan extraño y solitario allí, y me dio miedo. No

podía ver ninguna piedra ni flores, pero medaba miedo llevármelas sin saber, y pensé queharía un encantamiento que venía a mí mentepara mantener al hombre negro alejado. Asque me paré derecha justo en el centro del va-

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lle, y me aseguré de no traer ninguna de esascosas, y entonces caminé alrededor del lugary toqué mis ojos, y mis labios, y mi cabello de

una forma peculiar, y susurré algunas pala-bras raras que nana me enseñó, para alejar lascosas malas. Entonces me sentí segura y escaléfuera del agujero, y seguí caminando entremontículos y agujeros y muros, hasta que lle-

gué al final, que estaba muy elevado sobre eresto, y pude ver que las diferentes formas dela tierra estaban ordenadas en patrones, unpoco como las piedras grises, sólo que el

patrón era diferente. Se estaba haciendo tardey el aire era indistinto, pero parecía desdedonde yo estaba parada como si fueran dosgrandes dibujos de personas yaciendo sobre epasto. Y seguí avanzando, y al final encontré

cierto bos-que, que es demasiado secreto paraser descrito, y nadie sabe del pasaje que con-duce a él, yo lo descubrí de una manera muy

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curiosa, al ver a un pequeño animal correr yadentrarse en a través del bosque.13 Así quecorrí detrás del animal por un camino muy os-

curo y angosto, bajo espinas y arbustos, y eracasi de noche cuando llegué a una especie delugar abierto en el medio. Y yo vi la más her-mosa vista que yo haya visto jamás, pero fuesólo por un minuto, porque me fui corriendo

en seguida, y me arrastré fuera del bosque porel pasaje por el que había venido, y corrí ycorrí tan rápido como podía, porque estabaasustada, lo que yo había visto ara tan maravi-

lloso y tan extraño y hermoso. Pero quería lle-gar a casa y pensar en eso, y no supe que

13 Parecería una referencia a “Alicia en el País de las Maravillas”, Mary Lewis en su artículo “Wicthcraft and W izardry in Wales” (“Brujería y Hechicería en Gales), comenta que la liebre es una de las formas que adoptan lasbrujas en Gales, y que los movimientos de las liebres corriendo eran para los Druidas signos reveladores de cosas secretas, y en ocasiones basaban sus augurios en di

chos movimientos.

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hubiera dejado de suceder si me hubiera que-dado en el bosque. Estaba completamente acalorada y temblorosa, y mi corazón palpitaba, y

extraños llantos que no podía controlar salíande mí mientras corría le-jos del bosque. Y mealegré al ver que una gran luna blanca habíasalido detrás de una re-donda colina y memostraba el camino, así que volví: a través los

montículos y los agujeros y bajando el vallecercano, y subiendo a través de los matorralessobre el lugar de las rocas grises, y así final-mente llegué a casa. Mi padre estaba ocupado

en su estudio, y los sirvientes no habían dadoaviso de que yo no había llegado, aunque es-taban asustados y dudosos de lo que debíanhacer, así que les dije que había perdido ecamino, pero no los dije dónde ha-bía estado

Me fui a la cama y estuve ahí acostada perodespierta durante toda la noche, pensando enlo que había visto. Cuando salí del estrechopasaje, y se vio todo brillante a pesar de que ecielo estaba oscuro, parecía tan verdadero; y

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durante todo el camino a casa yo estaba com-pletamente segura de que lo había visto, yquería estar sola en mi cuarto, y disfrutarlo en

secreto, y cerrar mis ojos fingiendo que estabaahí, y hacer todas las cosas que ha-bría hechosi no hubiera estado tan asustada. Pero cuandocerré mis ojos, la visión no volvió; y comencé apensar de nuevo en mis aventuras, y recordé

qué oscuro y extraño estaba al final, y temíaque todo hubiera sido un error, porque parecíaimposible que hubiera pasado. Parecía uno delos cuentos de nana, en los cuáles yo no creía

realmente, a pesar del miedo que me diocuando estaba en el agujero; y las historias queella me contó cuando era pequeña volvieron ami mente, y me pregunté si realmente estabaahí lo que creía haber visto, o si sus cuentos

pudieran haber ocurrido de verdad hace mu-cho tiempo. Era tan extraño, estaba ahí acosta-da en mi cuarto, en la parte trasera de la casay la luna brillaba por el otro lado, hacia el ríode tal manera que la luz brillante no daba so-

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bre mi pared. Y la casa estaba completamenteen silencio. Había escuchado a mi padre subirlas escaleras, e inmediatamente después el re-

loj dio las doce, y después la casa estuvo in-móvil y vacía, como si no hubiera na-die vivodentro. Y a pesar de que todo estaba oscuro eindistinto en mi habitación, una especie de luzpálida y trémula brillaba a través de las per-

sianas blancas, y de repente me levanté y miréhacia fuera, y la casa proyectaba una gransombra negra cubriendo el jardín, parecía unacárcel donde los prisioneros eran ahorcados; y

más allá estaba todo blanco; y el bosque brilla-ba con luz blanca y abismos de negrura entrelos árboles. Todo estaba claro y silencioso, yno había nubes en el cielo. Yo quería pensar enlo que había visto pero no podía, y comencé a

pensar en todos esos cuentos que nana mehabía contado mucho tiempo atrás; tanto, queyo pensaba que los había olvidado, pero todosvolvieron, y se mezclaron con los matorrales ylas rocas grises y los agujeros en la tierra y el

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bosque secreto, hasta que al final yo difícil-mente podía saber qué era nuevo y qué eraviejo, o si todo no era más que un sueño. Y en-

tonces recordé ese verano caluroso, hacía tantotiempo, cuando nana me dejó sola en la som-bra, y la gente blanca salió del agua y del bos-que, y jugaron, y bailaron, y cantaron; y co-mencé a figurarme que nana me había contado

algo parecido antes de que yo los viera, sóloque no podía recordar exactamente qué. En-tonces comencé a preguntarme si ella no ha-bría sido la dama blanca; tal como lo recuerdo

ella era igual de blanca y hermosa, y tenía losmismos ojos oscuros y cabello negro, y algu-nas veces ella sonreía y se veía como la yo ha-bía visto a la dama, cuando ella me contabasus historias, que empezaban con “Érase una

vez,” o “En el tiempo de las hadas.” Pero yopensé que ella no podía ser la dama, porqueen el bosque ella se había ido en una direccióndiferente, y no creí que el hombre que nos siguió pudiera ser el otro, o yo no podría haber

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visto el secreto maravilloso que yo vi en ebosque secreto. Pensé en la luna: pero eso fuedespués cuando estaba en medio de la tierra

salvaje, donde la tierra tenía la forma de gran-des figuras, y todo era murallas y misteriososagujeros, y montículos suaves y redondosdonde yo vi a la gran luna blanca subir sobreuna colina redonda. Me preguntaba sobre to-

das estas cosas, hasta que al final me dio mu-cho miedo, me asustaba algo que me había pa-sado, y recordé el cuento de nana acerca de laniña pobre que se metió en el foso, y que fi-

nalmente el hombre negro se la llevó. Sabíaque yo también me había metido en un fosovacío, y a lo mejor era lo mismo, y yo había he-cho algo horrible. Así que hice de nuevo el en-cantamiento, y toqué mis ojos y mis labios y

mi cabello de una manera peculiar, y dije lasantiguas palabras del lenguaje de las hadaspara estar segura de que nadie mi iba a llevarDe nuevo traté de ver el bosque secreto, yarrastrarme por el pasaje y ver lo que había

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visto ahí, pero por alguna razón no pude, y se-guí pensando en las historias de nana. Habíauna que yo recordaba, sobre un joven que una

vez se fue de cacería, y todo el día él y sus pe-rros cazaron por todos lados, y cruzaron losríos y penetraron todos los bosques, y rodea-ron los pantanos, pero no pudieron encontrarnada, y cazaron todo el día hasta que el sol

bajó y comenzó a ponerse sobre la montañasY el joven estaba furioso porque no podía en-contrar nada, y se iba a dar la vuelta, cuandojusto cuando el sol tocó la montaña, él vio salir

de un soto frente a él, un hermoso ciervo blan-co. Y animó a sus perros, pero ellos gimieron yse resistieron a seguir, y animó a su caballopero éste tembló y se quedó quieto como untronco, y el joven saltó de su caballo y aban-

donó a sus perros y comenzó a seguir al ciervoblanco completamente solo. Y pronto todo sehizo completamente oscuro, y el cielo estabanegro, sin una sola estrella brillando, y el cier-vo penetró en la oscuridad. Y a pesar de que e

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hombre había traído su fusil, nunca le disparóal ciervo, porque quería atraparlo, tenía miedode perderlo en la noche. Pero no lo perdió ni

una sola vez, aunque el cielo estuviera tan ne-gro y el aire tan oscuro; y el ciervo avanzó yavanzó hasta que el hombre ya no tuvo ni lamás remota de idea del lugar en que se encon-traba. Y avanzaron por enormes bosques don-

de el aire estaba lleno de susurros y una páliday agonizante luz brotaba de los troncos podri-dos que yacían en el suelo, y justo cuando ehombre creía haber perdido al ciervo, lo veía

todo blanco y brillante frente a él, y entoncesél corría rápidamente para atraparlo, pero eciervo siempre corría más rápido, y no lo pod-ía atrapar. Y cruzaron los enormes bosques, ynadaron a través de ríos, y vadearon a través

de negros pantanos donde el piso burbujeabay el aire estaba lleno de fuegos fatuos14,  y e

14  La palabra que utiliza Machen es “will-o’-the-wisps”

que no significa exactamente “fuegos fatuos.” Los “will

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ciervo voló a través de estrechos valles, dondeel aire tenía el olor de una cripta, y el hombrelo siguió. Y atravesaron las grandes montañas

y el hombre escuchó el aire bajar del cielo, y eciervo siguió avanzando y el hombre lo siguióAl final el sol se alzó y el joven descubrió queestaba en un país que nunca había visto; eraun valle hermoso con un arroyo de superficie

lisa corriendo a través de él, y una enorme ygrandiosa colina redonda en el centro. Y eciervo bajó al valle, hacia la colina, y parecíaestar ya cansándose yendo cada vez más y

más lento; y a pesar de que estaba cansadotambién, el hombre empezó a ir más rápido, yestaba seguro de que atraparía finalmente aciervo. Pero al tiempo en que llegaban a lasfaldas de la colina, y el hombre estiraba su ma-

 o’-the-wisps,” (o Guillermo de los Fuegos Fatuos) comoapunta Ruth E. Kelley en su libro sobre el Halloween yacitado, son espíritus del folklore teutónico que aparecenen los pantanos en forma de luces flotantes, buscando

confundir y extraviar a los viajeros.

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no para atrapar al ciervo, éste desapareció de-ntro de la tierra, y el hombre comenzó a llorarapesadumbrado por haberlo perdido después

de su larga cacería. Pero mientras lloraba vioque había una puerta en la colina, justo enfrente de él, y se metió, y estaba muy oscuro, peroél siguió, porque pensaba que encontraría aciervo blanco. Y de repente se hizo la luz, y ah

estaba el cielo, y el sol brillando, y pájaros can-tando en los árboles, y había una hermosafuente. Y junto a la fuente estaba sentada unadama encantadora, ella era la reina de las ha-

das, y le dijo al hombre que ella se había con-vertido en un ciervo para atraerlo porque esta-ba enamorada de él.

Entonces ella trajo de su palacio feérico unagran copa de oro, cubierta de joyas, y le ofre-

ció vino en esa copa para que bebiera. Y él be-bió, y entre más bebía más anhelaba beberporque el vino era encantado. Y entonces ébesó a la encantadora dama, y ella se convirtióen sus esposa, y él se quedó todo ese día y to-

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da esa noche en la colina donde ella vivía, ycuando despertó descubrió que estaba tiradoen el suelo, cerca de donde había visto al cier-

vo por primera vez, y su caballo y sus perrosestaban ahí esperando, y miró al cielo, el sol sehundió detrás de la montaña. Volvió a casa yvivió mucho tiempo, pero nunca besó a ningu-na otra mujer, porque él había besado a la re-

ina de las hadas; y nunca bebió vino comúnporque él había bebido del vino encantado.15 Y

15 En esta historia hay 2 elementos: el mito griego de Ac

teón y la leyenda alemana de Tannhäuser.A) Acteón, un gran cazador nieto de Cadmo, al términode una jornada de cacería llega al valle de Gargaphiedonde vaga alejándose de sus compañeros, mientras esol se mete; y entonces sorprende a Diana, la diosa virgen de la cacería, bañándose en un lago. Diana, llena defuria, transforma a Acteón en un ciervo, y el cazadormuere devorado pos sus propios perros de caza ; en unacélebre traducción rimada al inglés de “Las Metamorfosis” de Ovidio (hecha por Dryden, Pope, Addison yotros) por necesidades de métrica se ven obligados a de

cir que Acteón iba persiguiendo un ciervo.

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B) Tannhäusser, fue un poeta y trovador alemán queexistió realmente en el siglo XIII, sobre él se tejió una le

yenda que inspiraría la ópera homónima de WagnerTannhäusser, deseoso de gozar de amores y placeresbusca a la diosa Venus, la cual se había ido a vivir dentrode una montaña después del triunfo de Cristo. Tannhäusser vive durante siete años dentro de la montaña de Ve

nus, bebiendo los más exquisitos vinos y gozando de lamás prodigiosa de las amantes. Pero al final se harta yhuye de la montaña, vive una vida de abstinencia y celibato, pero no puede olvidar a Venus; todo el día sientesu mirada sobre él llamándolo a que vuelva, y por las noches sus sueños lo devuelven al interior de la montaña

Hace un peregrinaje hasta Roma dónde pide confesión aPapa Urbano, éste al oír su historia se horroriza y le contesta: “¡Desdichado Tannhäuser! El encanto de que estásposeído no es posible romperlo. El diablo que se llamaVenus es el peor de los diablos y nunca te podré arrancarde sus garras seductoras.” Tannhäuser, al oír esto, abandona sus intenciones piadosas y vuelve a la montaña deVenus, donde ha de permanecer eternamente. En realidad la leyenda original es un poco más piadosa y moralista, aquí doy la versión del poeta alemán Heinrich Heine. Quien se interese en la leyenda original puede con

sultar el ensayo de Heine “Los dioses en el destie

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algunas veces nana me contaba historias quehabía oído de su bisabuela, que era muy ancia-na, y vivía en una choza en la montaña com-

pletamente sola, y la mayor parte de estas his-torias eran acerca de una colina donde la gentesolía reunirse hace mucho tiempo, y solían ju-gar todo tipo de extraños juegos y hacer cosasextravagantes que nana me contaba, pero yo

no entendía; y ahora, decía ella, todos menossu bisabuela se han olvidado completamentede eso, y nadie sabe donde estaba la colina, nsiquiera su bisabuela. Pero me contó una his-

toria muy extraña acerca de la colina, y temblécuando la recordé. Ella dijo que la gente siem-pre iba ahí en el verano, cuando hacía muchocalor, y tenían que bailar un buen rato.

Primero estaría todo oscuro, y habría árboles

ahí, lo que oscurecería aún más el ambiente, y

rro”(Porrúa), el cual es muy útil para profundizar el tema de la supervivencia de la espiritualidad pagana des

pués del triunfo del cristianismo.

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la gente vendría, una por una, de todas las di-recciones, por un camino secreto que nadiemás conocía, y dos personas guardarían la en-

trada, y todas lo que fueran subiendo tendríanque dar una curiosa señal, la cual nana intentomostrarme, pero dijo que no podía hacerlaapropiadamente. Y todo tipo de personas ven-drían; habría nobles y campesinos, algunos an-

cianos, muchachos y muchachas, y niños muypequeños, que se sentaban y observaban. Todoestaría oscuro mientras llegaban, excepto en erincón donde alguien estaba quemando algo

que tenía un olor dulce y fuerte, y los hacíareír, y ahí uno podría ver la luz deslumbrantede las brasas, y el humo rojizo remontándoseAsí vendrían todos, y cuando el último hubie-ra llegado ya no habría puerta, de tal manera

que nadie pudiera entrar, aunque supieranque ha-bía algo más allá. Y una vez un caballe-ro que venía de otro país y había cabalgadolargamente, se perdió en la noche; y su caballolo llevó al mismo centro del país salvaje, don-

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de todo estaba invertido, y había letales pan-tanos y rocas enormes por todo lados, y aguje-ros en el suelo, y los árboles parecían postes de

horcas, porque tenían enormes brazos negrosque se estiraban obstruyendo el camino. Y esteextraño caballero estaba muy asustado, y sucaballo comenzó estremecerse, y al final se de-tuvo y ni quiso avanzar más, y el caballero se

bajó y trató de guiar al caballo, pero éste no semovía, y estaba todo cubierto con un sudor co-mo de muerte. Así que el caballero tuvo quecontinuar sólo, penetrando cada vez más en

los bosques salvajes, hasta que al fin llegó a unlugar oscuro, donde oyó gritos y canciones yllantos, sin parecido a nada que hubiera oídoantes. Todo sonaba muy cercano, pero no pod-ía entrar, y así él comenzó a llamar, y mientras

llamaba, algo se acercó por detrás de él, y enun minuto su mano y sus brazos y sus pier-nasestaban atados, y se desmayó. Y cuando volvióen sí, yacía al lado del camino, justo donde sehabía perdido, bajo un roble muerto de tronco

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negro, y su caballo estaba atado junto a él. Ca-balgó hacia el pueblo e informó a la gente loque había pasado, y algunos de ellos estaban

asombrados; pero otros sabían. Así, una vezque todas hubieran llegado, la puerta desapa-recía por completo para todo él que quisieracruzarla. Y cuando todos estaban reu-nidosformando un círculo, apretados unos contra

otros, alguien comenzaba a cantar en la oscu-ridad, y alguien más haría un sonido como detruenos con una cosa que ellos tenían para talpropósito, y ,en las noches silenciosas, la gente

escucharía el sonido atronador hasta muymuy lejos de la tierra salvaje, y algunos deellos, que creían saber lo que era aquello, sol-ían hacer una señal en sobre su pecho cuandodespertaban de sus camas en la quietud de la

noche y oían ese terrible y profundo sonidocomo un trueno en la montañas. Y el ruido y elcanto proseguiría por un largo tiem-po, y lagente en círculo se balanceaba hacia atrás yhacia adelante; y la canción era cantada en un

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lenguaje muy, muy antiguo que ya nadie co-noce, y la melodía era excéntrica. Nana dijoque su bisabuela, cuando era niña, había cono-

cido a alguien que recordaba un poco de eselenguaje, y nana trató de cantar un pedacitopara mí, y era una melodía tan extraña que mpiel se heló y tuve escalofríos, como si hu-biera puesto mi mano en algo muerto. Algu-

nas veces era un hombre el que cantaba, yotras una mujer, y a veces el que lo cantaba lohacía tan bien que dos o tres de las personasque ahí estaban caían al suelo aullando y des-

garrando con sus manos. El canto continuó, yla gente en círculo siguió en su vaivén, y final-mente la luna se elevaría sobre un lugar queellos llamaban Tole Deol, y subió y se mostrómeciéndose y balanceándose de lado a lado

con el dulce y espeso humo ondulando sobrelas brasas ardientes, flotando en círculos a sualrededor. Entonces tomaban la cena. Un niñoy una niña la repartían; el niño llevaba unagran copa de vino, y la niña llevaba un pastel

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de pan, y ellos pasaban el vino y el pan a to-dos, pero sabía diferente del pan y el vinocomún, y transformaban a todo el que lo pro-

baba. Entonces todos se levantaban y bailabany cosas secretas eran traídas de un escondite, yjugaban juegos extraordinarios, y bailaba

dando vueltas y vueltas bajo la luz de la lu-na16, y a veces algunos desaparecían súbita-

mente y nunca se volvía a saber de ellos, nadiesabía lo que le pasaba a esas personas17. Y beb-

 16 Murray, comenta varios tipos de danzas realizadas en

el Sabbat, pero el tipo más común era una danza encírculos, dando vueltas y vueltas vertiginosas. Cita arespecto a Henry More (“ Antidote against atheism”,1655)“Sería razonable preguntarnos aquí sobre la naturalezade esos grandes Anillos obscuros sobre la hierba, a los quellaman Círculos de las Hadas, si podrán ser sitios de Reunión de las Brujas, o los lugares de la danza de esos pequeños Espíritus Espantajos a los que llaman Elfos oHadas.”(V. The rites, 3. Tha dances, sacred-texts.com).17 En el mismo capítulo, un poco más adelante, Murraycomenta: “Como la marcha parecía ser de gran impor

tancia, y como al parecer el quedarse atrás en la danza

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ían más de ese curioso vino, y hacían imáge-nes para adorar, y nana me enseñó como sehacían las imágenes un día que salimos de pa-

seo y encontramos un lugar lleno de barroNana me preguntó si quería saber como eranesas cosas que la gente moldeaba en la colinay yo le dije que sí. Luego ella me dijo que pro-metiera no decirle a nadie en absoluto acerca

de eso, y que si lo hacía sería arrojada al fosonegro con los muertos, y yo dije que no le iba adecir a nadie, y ella repitió la mismo una yotra vez, y yo se lo prometí. Y entonces ella to-

mo mi espátula de madera y cavó para sacarun gran terrón de barro y la puso en mi cubode hojalata, y me dijo que dijera que iba a ha-cer pastelitos en mi casa, si nos encontrábamoscon alguien. Entonces caminamos un poco

hasta que llegamos a una pequeña arboledaque crecía camino abajo, y nana se detuvo, y

era una ofensa punible, posiblemente este sea el origen

de la expresión: “Que el diablo se lleve al último.” 

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miró a ambos lados del camino, y luego seasomó a través de la cerca hacía el campo quehabía al otro lado, y luego dijo, “¡Rápido!”, y

corrimos dentro de la arboleda, y nos arrastramos entre los matorrales hasta alejarnos unbuen tramo fuera del camino. Entonces nossentamos bajo un matorral, y yo estaba ansiosapor saber lo que nana iba a hacer con el barro

pero antes de empezar me hizo prometerleuna vez más no decir ni una palabra, y se alejóde nuevo y espió por todos lados a través delos matorrales, a pesar de que, estando la vere-

da tan angosta y escondida, era muy difícique alguien fuera nunca ahí. Así que nos sen-tamos, y nana sacó el barro del cubo, y co-menzó a amasarlo con sus manos, y a hacercosas extrañas con él, y a voltearlo. Ella lo es-

condió bajo una gran hoja de acedera por unminuto o dos y entonces lo sacó, y entoncesella se puso de pie y se sentó, y caminó alre-dedor del barro de una manera peculiar, y todo el tiempo ella estaba cantando una especie

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de rima, y su cara se puso muy roja.Entonces se sentó de nuevo, y tomó el barro

entre sus manos y comenzó a darle la forma de

un muñeca, pero no como la de las muñecasque tengo en casa, ella hizo la muñeca más ex-traña que yo haya visto, completamente for-mada del barro húmedo, y la escondió bajo unmatorral para que se secara y endureciera, y

todo el tiempo que estuvo haciendo eso, ellaestaba cantando esas rimas para sí misma, ycara se ponía cada vez más roja. Así que deja-mos la muñeca ahí, escondida entre los mato-

rrales donde nadie la podría encontrar. Y unosdías más tarde fuimos por el mismo camino, ycuando llegamos a esa angosta y oscura partede la vereda donde la arboleda se hunde en ebanco, nana me hizo prometerlo todo de nue-

vo, y miró alrededor, justo como lo había he-cho antes, y no arrastramos por los matorraleshasta que llegamos al lugar verde donde el pe-queño hombre de barro estaba escondido. Lorecuerdo todo muy bien, a pesar de que sólo

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tenía ocho años, y ya han pasado otros ochoahora que lo estoy escribiendo, pero el cieloestaba de un profundo azul violeta, y en e

centro de la arboleda donde estábamos senta-das había una gran árbol de saúco cubierto deflores, y en el otro lado había un macizo de ul-marias18, y cuando pienso en ese día el olor lasulmarias y las flores de saúco llenan la habita-

ción, y si cierro mis ojos puedo observar edeslumbrante cielo azul, con pequeñas nubesmuy blancas flotando a través de él, y nanaque se ha ido lejos hace mucho tiempo, senta-

da frente a mí luciendo como la bella damablanca en el bosque. Entonces tomamos asien-

 18  Meadowsweet. La ulmaria (Filipendula ulmaria) llamadatambién “Reina de los Prados,” es una planta perenneque crece en setos o pantanos, su tallo es rojizo y su florde un blanco cremoso. Era una de las hierbas más sagradas para los druidas y tiene grandes propiedades medicinales (de ella se deriva la Aspirina). Se le asocia con Aine, el Hada Brillante, hija de Egogaba, rey de los Tuatha

de Dannan.

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to, y nana sacó el muñeco de barro del lugarsecreto donde la había escondido, y dijo quedebíamos “ofrecer nuestros respetos”, y que

ella me enseñaría lo que tenía que hacer, y yodebía observarla todo el tiempo. Así que ellahizo todo tipo de cosas extrañas con el peque-ño hombre de barro, y noté que ella estaba ro-deada del vapor de su transpiración, a pesar

de que habíamos venido caminando lento, yentonces ella me dijo que “ofreciera mis respetos”, y yo hice todo lo que ella hizo porque ellame agradaba, y era un juego tan raro. Y ella

dijo que, si una amaba mucho, el hombre debarro era muy bueno, siempre que se hicieranciertas cosas con él; y si una odiaba mucho, éera igual de bueno, sólo que una tenía que ha-cer cosas diferentes; y jugamos con él un largo

rato, y jugamos a que éramos muchas cosasNana dijo que su bisabuela le había contadotodo sobre estas cosas, pero lo que estábamoshaciendo no nos podía hacer daño, sólo era unjuego. Pero ella me contó una historia acerca

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de estas imágenes que me asustaban mucho, yeso era lo que yo recordaba esa noche cuandoestaba acostada y despierta en la pálida y vac-

ía oscuridad, pensando en lo que había vistoen el bosque secreto. Nana contó que una vezhabía una joven dama de alta condición, quevivía en un gran castillo. Y ella era tan hermo-sa que todos los caballeros querían casarse con

ella, porque ella era la dama más encantadoraque nadie hubiera visto, y ella era amable contodas las personas, y todos pensaban que ellaera muy buena. Pero, a pesar de que ella era

cortés con todos los caballeros que deseabancasarse con ella, siempre los rechazaba, y decíaque no podía decidirse, y que no estaba segurade querer casarse en lo absoluto. Y su padrequien era un gran señor, estaba furioso, aun-

que por otro lado sintiera por ella un gran ca-riño, y le preguntó porque no elegía un esposode entre todos los apuestos jóvenes que fre-cuentaban el castillo. Pero ella sólo decía queno amaba realmente a ninguno de ellos, y que

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debía esperar, y si la acosaban, decía que marcharía y se haría monja en un convento. Asque todos los caballeros dijeron que se mar-

charían y esperarían un año y un día, y cuando un año y un día hubieran pasado, ellos vol-verían y pedirían que dijera con cuál de ellosse iba a casar. La fecha fue fijada y todos sefueron, la dama había prometido que dentro

de un año y un día se celebraría su boda conuno de ellos. Pero la verdad era que ella era lareina de la gente que danzaba en la colina enlas noches de verano, y en las noches indica-

das ella cerraba la puerta de su cuarto, y ella ysu doncella dejaban el castillo por un secretopasaje que sólo ellas sabían, y se marchaban ala colina en la tierra salvaje. Y ella sabía mássobre las cosas secretas que cualquier otra per-

sona, y más que lo que cualquiera hubiera sa-bido nunca, porque no le contaba a nadie acer-ca de los más secretos de los secretos. Ella sab-ía como hacer todas las cosas horribles, cómodestruir hombres jóvenes, cómo maldecir a la

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gente, y otras cosas que no pude entender. Ysu verdadero nombre era Lady Avelin19, perola gente danzante le llamaba Cassap, que

quería decir alguien muy sabio, en el lenguajeantiguo. Y ella era más blanca que cualquierade ellos, y más alta, y sus ojos brillaban en laoscuridad como rubíes ardientes; y ella podíacantar canciones que nadie más podía cantar

y cuando ella cantaba todos caían boca abajo yle adoraban. Y ella podía hace eso que llama-ban shib-show, que era un maravilloso encan-tamiento. Ella le decía al gran señor, su padre

que quería a ir a los bosques para recolectar

19 Hay una Lady Avenel, Mary Avenel, en la novela “ThMonastery”(1820) de Sir Walter Scott. Habiendo nacidoen una víspera de Todos los Santos, Mary Avenel poseíala facultad de comunicarse con los poderes sobrenaturales. Una especie de banshee o hada era su protectora, laDama Blanca de Avenel, este espíritu anunciaba la fortuna buena o mala, manifestaba un gran interés en la familia Avenel, pero hacia otras personas actuaba de manera

caprichosa, en ocasiones con una inmensa malignidad.

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flores, y él le dejaba ir, y ella y su doncella seadentraban en los bosques donde nadie iba, yla doncella mantenía guardia mientras la da-

ma yacía tirada bajo los árboles y cantaba unacanción particular, y ella estiraba los brazos, ydesde todas las partes del bosque, grandes serpientes venían, siseando y deslizándose porentre los árboles, y disparando sus lenguas bi-

furcadas al tiempo que se arrastraban hacia ladama. Y todas llegaron a ella, y se retorcieronalrededor, sobre su cuerpo, sobre sus brazossobre su cuello, hasta que ella estuvo cubierta

por un hervidero de serpientes, y sólo su cabe-za era visible. Y ella les susurró, y cantó paraellas, y ellas se retorcieron dando vueltas yvueltas, cada vez más y más rápido, hasta queella les ordenó que se marcharan. Y todas ellas

se fueron directamente, de vuelta a sus madri-gueras, y en el pecho de la dama quedaba lamás curiosa y bella piedra, de forma parecidaa la de un huevo, y coloreada de azul oscuro yamarillo, y rojo, y verde, marcada como las es-

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camas de una serpiente. Se le llamaba piedraglame20, y con ella una podía hacer todo tipode cosas maravillosas, y nana dijo que su bis-

abuela había visto una piedra glame con suspropios ojos, y estaba completamente brillantey escamosa como una serpiente. Y la dama podía hacer otras muchas cosas, pero permanecíacompletamente inalterable en su idea de no ca-

sarse. Y había una multitud de grandes caba-lleros que querían casarse con ella, pero cincode ellos eran los mejores, y sus nombres eran

20Glame stone: la palabra  glame parece invención de Machen, tal vez derivada de “gleam”: brillo. El objeto a quese refiere no es de su invención; R. E. Kelley, op-cit.: “Lainsignia del Druida iniciado era una esfera de cristal dela que se dice que era fabricada en verano a partir de la

saliva de las serpientes, atrapada por los sacerdotescuando las serpientes arrojaban su saliva al aire.“Y la potente piedra-áspid

Producida antes de la luna otoñalCuando en undulante trenzaLas efervescentes sierpes prolíficas se unen.” 

MASON: Cacractacus 

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Sir Simon, Sir John, Sir Oliver, Sir Richard ySir Rowland. Todos los demás creían que elladecía la verdad, que ella realmente iba a esco-

ger a una de ellos para que fuera su maridocuando un año y un día hubieran pasado; erasólo Sir Simon, quien era muy astuto, él quepensaba que los estaba engañando a todos, yjuró que vigilaría e intentaría ver si podía des

cubrir algo. Y a pesar de que todavía era muyjoven, él era muy sabio, y tenía una cara suavey lisa como la de una niña; y él fingió que ha-ría como el resto, que no visitaría al castillo

por un período de un año y un día, y dijo quese iba a ir lejos, más allá del mar, a tierras ex-tranjeras. Pero realmente sólo se alejó un po-quito, y regresó vestido como una muchachade la servidumbre, y así obtuvo un puesto en

el castillo como lavaplatos. Y él esperó y vi-giló, y escuchó todo sin decir nada, y se es-condió en lugares oscuros, y se despertó en lasno-ches para mirar, y escuchó y vio cosas quecre-yó muy extrañas. Y era tan astuto que le

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dijo a la muchacha que atendía a la dama queél era realmente un joven, y que estaba vestidocomo una chica porque la amaba demasiado y

quería estar en la misma casa que ella, y lamucha-cha quedó tan complacida que le contómuchas cosas, y él estuvo más seguro quenunca de que Lady Avelin lo engañaba a él y alos otros. Y fue tan hábil, y le dijo a la criada

tantas mentiras, que una noche logró esconderse en las cortinas de la habitación de LadyAvelin. Y permaneció completamente silencio-so, sin moverse, y finalmente la dama llegó. Y

ella se agachó debajo de la cama, y alzó unaroca; debajo de esa roca había una cavidad, yde esa cavidad ella sacó una figura de ceraexactamente como la que yo y nana habíamoshecho con barro en la arboleda. Y todo e

tiempo los ojos de ella ardían como rubíes. Yella tomó el pequeño muñeco de cera en susbrazos y lo presionó contra su pecho, y mur-muró y susurró, y lo levantó y lo acostó denuevo, y lo sostuvo sobre su cabeza, y luego lo

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sostuvo bajo su cintura, y luego lo acostó denuevo. Y dijo, “Feliz aquel que engendró alobispo, que ordenó al cura, que casó al hom-

bre, que tuvo a la esposa, que cuidó de la col-mena, que abrigó a la abeja, que reunió la cerade la que mi verdadero amor fue hecho.” Ysacó de una hornacina un gran tazón, y de unarmario sacó una gran jarra de vino, y vertió

un poco de vino en el tazón, y colocó muygentilmente al maniquí en el vino, y lo bañócompletamente en él. Entonces se dirigió a unavitrina y tomó un pequeño pastel redondo y lo

colocó en la boca de la imagen, y entonces locargó en brazos suavemente y lo cubrió. Y SirSimon, quien estaba vigilante todo el tiempo, apesar de que estaba terriblemente asustadovio a la dama inclinarse y estirar su brazos y

susurrar y cantar, y entonces Sir Simon vio alado de ella un hermoso joven, que la besó enlos labios. Y ellos bebieron juntos del tazóndorado, y comieron del pastel. Pero cuando elsol salió, sólo estaba ahí el pequeño muñeco

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de cera, y la dama lo ocultó de nuevo debajode la cama. De esta manera Sir Simon supocon seguridad lo que era la da-ma, y esperó y

vigilo, hasta que el tiempo fijado estuvo a pun-to de terminar, sólo faltaba una semana paraque se cumplieran un año y un día. Y una no-che, cuando observaba escondido tras las cor-tinas, le vio fabricar más muñecos de cera. Y

ella hizo cinco, y los ocultó. La noche siguientesacó uno, y lo levantó, llenó el tazón doradocon agua, y tomó al muñeco por el cuello man-teniéndolo bajo el agua. Luego dijo:

Sir Dickon, Sir Dickon, your day is done,You shall be drowned in the water wan.21. 

Y al día siguiente noticias llegaron al castilloacerca de Sir Richard , que había perecido aho

gado en el vado. Y en la noche ella tomó otromuñeco, y ató una cordón violeta alrededor de

21 Sir Dickon, Sir Dickon, tus días han terminado,

en la claridad del agua serás ahogado

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su cuello, luego lo colgó de un clavo. Entoncesdijo: 

Sir Rowland, your life has ended its span,

High on a tree I see you hang.22 

Y al día siguiente noticias llegaron al castilloacerca de Sir Rowland, que había sido ahorca-do por ladrones en el bosque. Y en la noche

ella tomó otro muñeco, y le clavó su punzóndirecto en el corazón. Entonces dijo: 

Sir Noll, Sir Noll, so cease your life,Your heart piercèd with the knife.23 

Y al día siguiente noticias llegaron al castilloacerca de Sir Oliver, que había tenido una riñaen una taberna, y un forastero le había apuña-lado en el corazón. Y en la noche ella tomóotro muñeco, y la sostuvo sobre la llama de

22 Sir Rowland, tu vida a llegado a su final,en lo alto de un árbol te veré colgar 23 Sir Noll, Sir Noll, así tu vida acaba,

tu corazón perforado por la daga 

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unos carbones hasta que se derritió. Entoncesdijo: 

Sir John, return, and turn to clay,In fire of fever you waste away.24 

24 Sir John, regresa, retorna al barro,en el fuego de la fiebre serás abrasado..La confección de figuras de cera para propósitos de ma

gia negra es un hecho documentado. Uno de los casosmás célebres es el que apunta M. A. Murray en la obra yacitada, el caso de las brujas de North Berwick en 1590, enel cual 3 covens (agrupaciones de 13 brujos para propósitos rituales), fueron juzgadas por el cargo de alta traicióny complot para asesinar al rey y a la reina de Inglaterra

El diablo de Sabbat (jefe máximo) de estas covens, eraFrancis Stewart, conde de Bothwell; el padre de Francisera hijo ilegítimo de James V, así que si James VI moríasin tener hijos, Bothwell heredaría el trono. Durante unviaje de los reyes a Escocia, las brujas de North Berwickrealizaron rituales para llamar una tormenta; y la tormenta realmente tuvo lugar, la nave de los reyes apenasse salvó. Después de que este primer intento fallara, lasbrujas y brujos moldearon muñecos de cera de los reyes a los que insertaron clavos; al mismo tiempo habían formulado un plan para envenenarlos, pero la conspiración

fue descubierta antes. Bothwell murió, empobrecido, en

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Y al día siguiente noticias llegaron al castilloacerca de Sir John, que había muerto de unafiebre ardiente. Así que entonces, Sir Simon sa-

lió del castillo y montó su caballo, y cabalgóhasta donde el obispo, y le contó todo. Y eobispo envió a sus hombres, y prendieron aLady Avelin, y todo lo que ella había hecho sedescubrió. Y así, un día después del plazo de

un año y un día, cuando tenía que haber elegi-do un marido, ella fue llevada a través delpueblo vistiendo una bata, y la ataron a unagran estaca en la plaza central, y la quemaron

viva ante los ojos del obispo, con su muñecode cera colgando de su cuello. Y la gente quelo vio dijo después, que oyeron al hombre decera gritar entre el ardor de las llamas. Y yopensé mucho en esa historia mientras estaba

despierta en la cama, y me pareció ver a LadyAvelin en la plaza, con las llamas amarillas de-vorando su hermoso cuerpo blanco. Y pensé

la ciudad de Nápoles. (II. The god. 3. Identification).

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tanto acerca de eso que sentí que entraba yomisma en la historia, e imaginé que yo era ladama, y que venían a llevarme para que que-

marme en la hoguera, con toda la gente depueblo observándome. Y me pregunté si a ellale habría importado, después de todas las co-sas extrañas que había hecho, y si dolería mu-cho que te quemaran atada a una estaca. Traté

y traté de no acordarme de las historias de nana, y de recordar lo que había visto en esa tar-de, y lo que había en el bosque secreto, perosólo pude ver la oscuridad y un resplandor en

esa oscuridad, y luego todo se fue, y sólo mevi a mí misma corriendo, y luego una gran lu-na surgió toda blanca sobre una colina redon-da. Y entonces todas las historias volvieron, ylas extrañas rimas que nana solía cantarme; y

había una que empezaba: “Halsy cumsy Helenmusty,” que ella solía cantar muy suavementecuando quería arrullarme. Y yo empecé a can-tarla para mí dentro de mi cabeza, y me dormí

A la mañana siguiente yo estaba muy cansa-

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da y soñolienta, y difícilmente podía hacer mislecciones, y me dio mucho gusto cuando ter-minaron y fue hora de la comida, porque yo

quería salir de la casa y estar sola. Era un díacaluroso, y yo me dirigí a una bonita colina cu-bierta de césped junto al río, y me senté sobreel viejo chal de mi madre que me había traídoa propósito. El cielo estaba gris, como el del

día anterior, pero había una especie de deste-llo blanco detrás, y desde donde yo estaba sentada podía mirar el pueblo allá abajo, y estabatodo quieto y silencioso y blanco, como un

cuadro. Recordé que había sido en esa colinadonde nana me había enseñado a jugar un an-tiguo juego llamado “Troy Town”, en el queuna tenía que bailar, y dar vueltas hacia den-tro y hacia fuera de un diseño dibujado sobre

la hierba, y entonces, cuando una ha bailado ygirado lo suficiente, la otra persona te hacepreguntas, y no puedes evitar contestarle quie-ras o no, y cualquier cosa que te ordenen ha-cer, tú sientes que tienes que hacerlo. Nana de-

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cía que antes había muchos juegos como eseque algunas personas los conocían, y habíauno por el que una persona podía ser converti-

da en lo que tú quisieras, y un anciano que subisabuela conocía había conocido a una niña ala que habían convertido en una serpienteenorme. Y había otro juego muy antiguo quese trataba de bailar y girar y dar vueltas, por e

cual tú podías sacar a una persona fuera de smisma y esconderla todo el tiempo que tú qui-sieras, y su cuerpo se iba caminando comple-tamente vacío, sin ninguna sensación. Pero fu

a esa colina porque quería pensar acerca de loque había pasado el día anterior, y acerca delbosque secreto. Desde el lugar en que estabasentada yo podía mirar más allá del pueblohacia la abertura que había encontrado, donde

un pequeño arroyo me había guiado a una re-gión desconocida. Y me imaginé que estaba siguiendo el arroyo de nuevo, y recorrí todo ecamino en mi mente, y al final encontré ebosque, y me arrastré adentrándome en él de-

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bajo de los arbustos, y luego en la oscuridad valgo que mi hizo sentir como si estuviera llenade fuego por dentro, como si quisiera bailar y

cantar y volar sobre el aire, porque estabatransformada y hermosa. Pero lo que vi no ha-bía cambiado en lo absoluto, ni había envejecido, y me pregunté una y otra vez como talescosas podrían ser, y si realmente las historias

de nana podrían ser verdad, porque bajo la luzdel día, al aire abierto, todo parecía tan dife-rente a como era en la noche, cuando estabaasustada, y creía que me iban a quemar viva

Una vez le conté a mi padre uno de los cuen-tos de ella, que era acerca de un fantasma, y lepregunté si era cierto, y el me dijo que no erade ninguna manera cierto, y que sólo la gentevulgar e ignorante creía en tales disparates

Estaba muy enojado con nana por habermecontado esa historia, y la regañó, y después deeso yo le prometí a ella que nunca diría unapalabra de lo que me contara, y que si lo hacíame mordiera una gran serpiente negra que

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vivía en un estanque en el bosque. Y ahí, com-pletamente sola en la colina, yo me pregunta-ba qué era verdad. Yo había visto algo muy

asombroso y encantador, y yo sabía una histo-ria, y si realmente lo había visto, y no imagina-do ahí afuera en la oscuridad; y esa rama ne-gra, y ese brillante resplandor que estaba re-montándose hacia el cielo sobre la gran colina

redonda; pero si yo en verdad lo había vistoentonces existían todo tipo de cosas maravillo-sas, y atrayentes, y terribles en que pensar; yasí, sentí una gran nostalgia y un temblor, y

sentí que mi cuerpo ardía y se congelaba. Ybajé la mirada al pueblo, tan inmóvil y silencioso, como un pequeño cuadro blanco, y luego pensé una y otra vez si aquello podía serverdad. Estaba muy lejos de decidirme en

algún sentido; había una extraña agitación enmi corazón que parecía susurrarme todo etiempo que yo no lo había imaginado, y aúnasí parecía imposible, y sabía que mi padre ytodos los demás dirían que todo eso eran

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horrendos dis-parates. Nunca soñé en contarlea él o a nadie una palabra al respecto, porquesabía que sería inútil, y lo que obtendría sería

que se burlaran de mí y me reprendieran, asque por un largo tiempo estuve muy callada, yla pasaba pensativa y extrañada, y por las no-ches soñaba con cosas asombrosas, y algunasveces despertaba en la madrugada llorando y

con los brazos levantados. Y estaba asustadatambién, porque había peligros, y alguna cosahorrible me podía pasar si la historia era ver-dad, a menos que tuviera mucho cuidado. Es

tas viejas historias estaban siempre en mi ca-beza, noche y día, y yo volvía a ellas y me lascontaba a mí misma una y otra vez, y volvía alos caminos donde nana me las había contadoy cuando me sentaba en el cuarto de los niños

junto al fuego, por las tardes, imaginaba quenana se sentaba en la otra silla, contándomealguna historia maravillosa en voz baja, paraque nadie nos oyera. Pero a ella le gustabamás contarme cosas cuando estábamos afuera

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en el campo, lejos de la casa, porque ella decíaque me estaba contando cosas muy secretas, ylas paredes oyen. Y si era sobre cosas más se-

cretas que nunca, teníamos que escondernosen los bosques o arboledas; y yo solía pensarque era tan divertido arrastrarse por los bosquecillos, y avanzar muy suavemente, y luegometerse detrás de los matorrales o irse co-

rriendo de pronto dentro del bosque, segurasde que nadie nos veía; y por eso sabíamos queteníamos nuestros secretos para nosotras solasy nadie más sabía nada de ninguna manera

De vez en cuando, después de habernos es-condido como ya dije, ella me enseñaba mu-chas cosas extravagantes. Un día, recuerdoestábamos en un bosquecillo de avellanos, mi-rando descuidadamente el arroyo, y estaba tan

cómodo y tem-plado, como si estuviéramos enabril; el sol estaba bastante fuerte, y las hojasapenas estaban brotando. Nana dijo que meiba a enseñar algo chistoso que me iba a hacerreír, y entonces me mostró, como había dicho

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la manera de poner de cabeza una casa enterasin que nadie pudiera descubrirlo, y las cazue-las y ollas salta-rían, y la vajilla se quebraría, y

las sillas que-darían derribadas sobre sí mis-mas. Lo intenté una vez en la cocina, y des-cubrí que lo podía hacer muy bien, y toda unafila de platos cayeron de su estante, y la pe-queña mesa de la cocinera se inclinó y quedó

volteada “justo en frente de sus ojos”, comodijo ella, pero estaba tan asustada y se pusotan blanca que no lo hi-ce de nuevo, porqueella me agradaba. Y luego, en el soto de ave-

llanos, después de enseñarme como hacer quelas cosas se cayeran, me enseñó como hacerque se oigan sonidos como de golpecitos, yaprendí como hacer eso también. Luego meenseñó rimas para decir en ciertas ocasiones, y

otras cosas que su bisabuela le había enseñadocuando era niña. Y estas eran todas las cosasen que yo pensaba en esos días después de laextraña caminata cuando pensé que había vis-to un gran secreto, y deseaba que nana estu-

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viera ahí para preguntarle, pero ella se habíamarchado hacía más de dos años, y nadie sab-ía que había sido de ella, o a dónde se había

ido. Pero siempre recordaré esos días aunqueviva por muchos años, porque todo el tiempome sentí tan raro, extrañada y llena de dudasa ratos muy segura, decidida, pero luego com-pletamente convencida de que tales cosas no

podían pasar en realidad, y todo empezaba denuevo. Pero tuve mucho cuidado de no hacerciertas cosas que serían muy peligrosas. Asque esperé y reflexioné por un largo tiempo, y

a pesar de que no estaba segura de nada, nun-ca me atreví a tratar de descubrir la verdadPero una día quedé completamente convenci-da de que las historias de nana eran verdad, yestaba sola cuando eso ocurrió. Tembló todo

mi cuerpo lleno de gozo y de terror, y tanrápido como pude corrí dentro de una de losantiguos sotos donde solíamos ir –el que estaba junto al camino, donde nana hizo al peque-ño hombre de barro– y corrí dentro de él, me

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arrastré; y cuando llegué al lugar donde estabael saúco, me tapé la cara con las manos y medejé caer sobre el césped, y me quedé ahí por

dos horas sin moverme, susurrando para mmisma cosas deliciosas y terribles, y repitiendoalgunas palabras una y otra vez. Todo fueverdadero y maravillosos y espléndido, ycuando recordé la historia yo supe y pensé en

lo que realmente había visto, me dio calor yme dio frío, y al aire pareció llenarse de per-fumes, y de flores, y de cantos. Y primero medieron ganas de hacer un pequeño hombre de

barro, como el que nana había hecho hacíamucho tiempo, y tuve que pensar en planes yestratagemas, y vigilar, y pensar en las cosasde antemano, porque na-die debía sospecharlo que estaba haciendo o iba a hacer, y yo ya

estaba muy grande para ir cargando barro enun cubo de hojalata. Al final pensé en un plany logré llevar el barro húmedo a la arboleda, ehice todo lo que nana había hecho, sólo quehice una imagen mucho más hermosa que la

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de ella; y cuando estuvo listo, hice todo lo quepude imaginar y muchas cosas más que lo queella hizo, porque era la imagen de algo mucho

mejor. Y unos días más tarde, un día en quehabía terminado mis lecciones más tempranofui por segunda vez por el camino del peque-ño arroyo que me había llevado a la extrañaregión. Y seguí el arroyo, y avancé a través los

arbustos, y bajo las ramas bajas de los árbolesy subí por los matorrales espinosos hasta la co-lina, y luego por bosques oscuros llenos de es-pinas reptantes; un largo, largo camino. Y en-

tonces me arrastré a través del túnel oscurodonde había estado el arroyo y el suelo era ro-coso, hasta que al final llegué a los matorralesque trepaban por la colina, y aunque las hojasestuvieran desprendiéndose de los árboles

todo lucía casi tan negro como el primer díaque fui. Y los matorrales estaban iguales, sublentamente hasta que salí a la gran colina des-nuda, y comencé a caminar entre las fantásti-cas rocas. Vi de nuevo el terrible voor sobre

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todo aquello, porque, aunque el cielo estabamás brillante, el anillo de colinas salvajes quela rodeaban era aún oscuro, y los bosques col-

gantes lucían oscuros y temibles, y las extrañasrocas estaban tan grises como siempre; ycuando las miré desde el gran montículo, sen-tada en la piedra, vi todos sus asombrososcírculos y vueltas dentro de otras vueltas, y

me tuve que estar muy quieta y vigilarlasmientras comenzaban a girar a mi alrededor, ycada piedra bailaba en su lugar, y parecían irdando vueltas y vueltas en un gran remolino

como si una estuviera en el centro de todas lasestrellas y las mirara precipitarse a través deaire. Y así, yo bajé de ahí para estar entre lasrocas y bailar con ellas y cantar extraordina-rias canciones; y bajé por los otros matorrales

y bebí de la brillante corriente en el cercanovalle secreto, poniendo mis labios sobre eagua burbujeante; y entonces seguí avanzandohasta que llegué al profundo y rebosante pozoentre el musgo brillante, y me senté. Miré ade-

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lante dentro de la secreta oscuridad del valley detrás de mí estaba el grande y elevado mu-ro de hierba, y todo a mi alrededor había bos-

ques colgantes que convertían al valle en unlugar tan secreto. Sabía que no ha-bía absolu-tamente nadie allí a parte de mí, y que nadiepodía verme. Así que me quité las botas y lasmedias, y dejé que mis pies bajaran al agua

diciendo las palabras que yo sé. Y no estabafría, como yo pensaba, sino tibia y muy agra-dable, y cuando mis pies estaban en ella sesentía como si estuvieran cubiertos de seda, o

como si la ninfa los estuviera besando. Asque, cuando terminé, dije las otras palabras ehice los signos, y entonces sequé mis pies conuna toalla que había traído a propósito, y mepuse mis medias y mis botas. Entonces escalé

el inclinado muro, y fui al lugar donde estánlos agujeros, y los dos hermosos montículos, ylas redondas crestas de tierra, y todas las ex-trañas figuras. No bajé al agujero esta vez, pe-ro al final me di la vuelta y descifré las figuras

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de manera muy simple, porque estaba másclaro entonces, y había recordado la historiaque antes había olvidado completamente, y en

la historia las dos figuras se llaman Adán yEva, y sólo aquellos que conocen la historiaentienden los que significan. Y entonces, seguavanzando hasta que llegué al bosque secretoque no debe ser descrito, y me arrastré dentro

de él de la manera que había descubierto. Ycuando había llegado a la mitad del caminome detuve, y me di la vuelta, y me preparé, yaté el pañuelo muy fuerte sobre mis ojos, y me

aseguré de que no pudiera ver nada, ni una ra-ma, ni el borde de una hoja, ni la luz del cieloporque era una viejo pañuelo de seda roja congrandes círculos amarillos, que daba dos vuel-tas en mi cabeza y cubría mis ojos, para que no

pudiera ver nada. Y entonces comencé a avan-zar, paso a paso, muy lentamente. Mi corazónlatía cada vez más rápido, y algo se elevó enmi garganta que me ahogaba y me hacía tenerganas de llorar, pero apreté mis labios, y seguí

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Las ramas atrapaban mi cabello, y grandes es-pinas me desgarraban; pero seguí hasta el finadel camino. Entonces me detuve, y estiré mis

brazos y me incliné, y la primera vez tuve quedar vueltas, tanteando con las manos, y no ha-bía nada. Di vueltas la segunda vez, tanteandocon las manos, y no había nada. Entonces dvuelta por tercera vez, tanteando con las ma-

nos, y la historia era toda verdad, y deseé quelos años hubieran pasado ya, y que no tuvieraque esperar un tiempo tan largo para ser felizpor siempre y para siempre.

Nana debe haber sido un profeta como losque se leen en la Biblia. Todo lo que ella dijo sehizo realidad, y desde entonces otras cosasque ella me dijo han pasado. Así fue como lle-gué a saber que sus historias eran verdad y

que yo no había inventado ese secreto. Perohubo otra cosa que pasó ese día. Fui una se-gunda vez al lugar secreto. Estaba en el pozorebosante, y cuando estaba parada en el mus-go me agaché y miré adentro, y entonces supe

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quién era aquella dama blanca que había vistosalir del agua en el bosque hacía mucho tiem-po, cuando era pequeña. Y mi cuerpo tembló

porque eso me hizo ver otras cosas. Luego re-cordé como algún tiempo después de que ha-bía visto a la gente blanca en el bosque, naname preguntó más sobre ellos, y yo le conté to-do de nuevo, y ella escuchó, y no me dijo nada

por mucho tiempo, y finalmente ella dijo, “Laverás de nuevo.” Así que ahora entendía loque había pasado y lo que iba a pasar. Y com-prendí lo de las ninfas; cómo yo las encontra-

ría en toda clase de lugares, y siempre me ayu-darían, y siempre debía buscar por ellas, y en-contrarlas bajo toda clase de formas y aparien-cias. Y sin las ninfas yo nunca podría haberdescubierto el secreto, y sin ellas ninguna de

las otras cosas hubiera pasado. Nana me habíacontado todo sobre ellas hacía mucho tiempopero ella las llamaba por otro nombre, y yo nosabía a que se refería, o de que trataban sushistorias, sólo que eran muy raras. Y había dos

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chos casos de niñas-brujas, el más notable es el ocurridoen Lille, Francia, en 1661. Madame Antoinette Bourignon

fundó en esa época una casa para muchachas de las clases más bajas. “Después de unos años, en 1661, ella descubrió que treinta y dos de estas chicas eran adoradorasdel Diablo, y tenían el hábito de asistir al Sabbat de lasBrujas.”(III. Admission Ceremonies. 1.General).

En la Segunda Parte del “  Malleus Malleficarum”, se citatambién el caso de una niña bruja:“En el ducado de Suabia, cierto campesino fue a suscampos con su hijita, de apenas ocho años de edad paraobservar sus cosechas, y se quejó de la sequía y dijo„¡Ay! ¿Cuándo lloverá?‟ La niña lo oyó, y en la sencillez

de su corazón dijo: „Padre, si quieres que llueva, yo puedo conseguirlo‟. Y el padre le contestó: „¿Qué? ¿Sabeshacer llover?‟ Y la niña respondió: „Puedo hacer llover ypuedo provocar granizos y tormentas también‟. Y el padre preguntó: „¿Quién te enseñó?‟ Y ella dijo: „Mi madrepero me dijo que no se lo contara a nadie‟. Y entonces epadre interrogó: „¿Cómo te lo enseñó?‟ Y ella contestó„Me envió a un maestro que hará todo lo que le pida encualquier momento‟. Pero el padre dijo: „¿Alguna vez loviste?‟ Y ella: „A veces vi a hombres que entraban a ver amamá y salían; y cuando le pregunté quiénes eran, me

dijo que eran nuestros amos, a quienes ella me había en

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Epílogo.–Esa es un extraña historia– dijo Cotgrave

entregando el libro a Ambrose, el recluso.–Per-

cibo en gran medida el sentido de la historiapero muchas cosas me resultan incomprensi-bles. En la última página, por ejemplo, ¿a quése refiere con las palabras “ninfas”? 

–Bueno, me parece que a lo largo de todo el

tregado, y que eran patronos poderosos y ricos‟. El padrese aterrorizó, y le preguntó si podía provocar entoncesuna tormenta. Y la niña dijo: „Sí, si tengo un poco de

agua‟. Entonces llevó a la niña de la mano a un arroyo, yle dijo: „Hazlo, pero sólo en nuestras tierras‟. Entonces laniña metió la mano en el agua y la agitó en el nombre desu amo, como le había enseñado su madre, y he aquí quela lluvia cayó sólo sobre esa tierra. Y al verlo, el padredijo: „Ahora conviértelo en granizo, pero sólo en uno denuestros campos‟. Y cuando la niña lo hizo, el padrequedó convencido, y acusó a su esposa ante el juez. Y laesposa fue apresada y condenada y quemada; pero lahija se reconcilió y fue dedicada a Dios con solemnidadpues desde entonces ya no pudo efectuar esos hechizos y

encantamientos.” 

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manuscrito hay referencias a ciertos “procesos” que han sido trasmitidos por medio de latradición a través de las edades. Algunos de

estos procesos apenas comienzan a estar al al-cance de la ciencia, la cuál ha llegado a ellos, omás bien a los pasos que conducen a ellos, porvías completamente distintas. Yo he interpre-tado la referencia a las “ninfas” como una refe-

rencia a uno de estos procesos.–¿Y usted cree que tales cosas existen?–¡Oh, así lo creo! Sí, creo que podría darle

evidencias convincentes en ese punto. Me te-

mo que.. ¿habrá descuidado usted el estudiode la alquimia? Es una pena; por el simbolis-mo, principalmente, es muy hermoso, y aúnmás si usted estuviera al tanto de ciertos librosen la materia, podría recordarle frases que

podrían explicar una buena parte de lo queestá en el manuscrito que usted ha estado le-yendo.

–Sí; pero yo quisiera saber si usted piensa re-almente que hay algún fundamento fáctico

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detrás de estas fantasías. ¿No es todo esto unramo de la poesía, un curioso sueño en el queel hombre se ha abandonado?

–Sólo puedo decir que, sin duda alguna, esmejor para la gran mayoría de las personasechar a un lado todo esto como un sueño... Pe-ro si usted me pregunta por mi verdadera con-vicción, apuntaría absolutamente en la direc-

ción opuesta. No; no diré convicción, si nomás bien conocimiento. Puedo decirle que heconocido casos en los que los hombres hantropezado de manera completamente acciden-

tal con estos “procesos”, y han quedado pas-mados ante consecuencias completamente in-esperadas. En los casos en los que estoy pen-sando no podría haber posibilidad alguna de“sugestión” o acción subconsciente de ningún

tipo. Uno podría, así mismo, suponer a un es-colar infiriendo para sí mismo por “sugestión”la existencia de Esquilo, mientras repasamecánicamente las declinaciones.

”Pero usted habrá notado la obscuridad, –

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prosiguió Ambrose– y en este caso particulardebe haber sido dictada por el instinto, desdeel momento que el autor nunca pensó en que

sus manuscritos caerían en otras manos. Perotal práctica es universal, y por las más excelen-tes razones. Los medicamentos poderosos ysoberanos, los cuáles son también, por necesi-dad, virulentos venenos, son mantenidos ence

rrados en los armarios. Los niños podrán en-contrar la llave por azar, y beber su propiamuerte; pero en la mayoría de los casos, labúsqueda es educacional, y los frascos contie-

nen preciosos elíxires para aquel que se ha for-jado pacientemente para sí mismo una llave.–No le interesa entrar en detalles, ¿verdad?–No, francamente, no. Usted habrá de per-

manecer en la incertidumbre. Pero, ¿vio usted

la manera en que el manuscrito ilustra la con-versación que tuvimos la semana pasada?

–¿Vive aún la chica?–No. Yo fui uno de los que la encontraron

Conocía bien al padre; era un abogado, y siem-

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pre le había dejado mucho tiempo para ellamisma. No pensaba en nada más que en escri-turas y contratos, y las noticias llegaron a él

como una horrenda sorpresa. Ella estaba per-dida una mañana, supongo que era un añodespués de haber escrito lo que usted leyó. Lossirvientes fueron llamados, e hicieron comen-tarios, y les dieron la única interpretación na-

tural: una perfectamente errónea.”Descubrieron el libro verde en algún lugar

de su habitación, y yo la encontré en el lugarque ella había descrito con tanto temor, ya-

ciendo en el piso frente a la imagen.–¿Era una imagen?–Sí, estaba escondida por las espinas y la ma-

leza que la rodeaba. Era un campo salvaje, ysolitario; pero usted conoce cómo era por la

descripción que ella hizo, aunque por supues-to, usted comprenderá que se le había agrega-do algo de color al relato. La imaginación deun niño siempre hace más altas las elevacionesy más hondas las profundidades de lo que re-

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almente son; y ella tenía, desafortunadamentepara ella, algo más que imaginación. Unapodría decir, tal vez, que la imagen en su men

te, la cuál fue exitosamente traducida en pala-bras, era la escena tal como habría aparecidoen la imaginación de un artista. Pero era unaextraño, desolado paisaje.

–¿Y estaba muerta?

–Sí. Se había envenenado a sí misma, a tiem-po. No; no había una palabra que decir contraella en el sentido ordinario. Recordara usteduna historia que le conté la otra noche acerca

de una dama que vio los dedos de su hijaaplastados por una ventana.–¿Y qué era esta estatua?–Bueno, era una confección romana, de un ti-

po de piedra que no se había ennegrecido con

los años, sino que se había tornado blanca yluminosa. Los matorrales habían crecido a sualrededor y la habían ocultado, y en la EdadMedia los seguidores de una muy antigua tra-dición habían sabido como usarla para sus

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propios propósitos. De hecho había sido incorporada dentro de la monstruosa mitología deSabbat. Habrá usted tomado nota de que, a

aquellos a quienes una visión de esa brillanteblancura ha sido concedida por azar, o tal vezmás bien, por aparente azar, se les exigía ven-darse los ojos en su segunda aproximaciónEso es muy significativo.

–¿Y está aún ahí?–Yo envíe por herramientas, y lo martillea-

mos hasta convertirlo en polvo y fragmentos.–La persistencia de la tradición no me sor-

prende.– dijo Ambrose, después de una pausa–Podría mencionar muchas jurisdicciones in-glesas en donde tradiciones tales como la queesa chica había escuchado en su niñez estánaún vivas con un oculto, pero intacto vigor

No; para mí es la “historia”, no la “secuela”, loque es extraño y poderoso, porque siempre hecreído que lo maravilloso surge del alma.

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DE LAS PROFUNDIDADES DE LA TIERRADurante el pasado agosto hubo una especie

de confusa queja acerca de la mala conducta

de los niños en ciertos balnearios de GalesSemejantes informes y vagos rumores son su-mamente difíciles de rastrear hasta sus oríge-nes; nadie tiene mejor razón que yo para sa-berlo. No necesito recorrer el ancestral suelo

galés; pero me temo que por estas fechas mu-cha gente desearía no haber oído nunca mnombre.

Por otra parte, un considerable número de

personas estimables están preocupadas muyseriamente, desde mi punto de vista, con mieterno bienestar. Me escriben cartas, algunascon amables censuras, rogándome que no pri-ve a las pobres almas enfermas del pequeño

consuelo que encuentran en medio de sus pe-nas. Otros me envían octavillas y folletos iz-quierdistas con alusiones a „la hija de un canónigo muy conocido‟; los demás son de nuevoviolenta y anónimamente injuriosos. Y

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además, con escritura espaciada, en hermosaforma de libro, el señor Begbie se ha enfrenta-do a mí justa aunque en mi opinión severa-

mente.Sin embargo, por mi parte, todo era comple-tamente inocente, más bien casual. Yo, que enprosa soy un pardillo, no hice sino expresar minsignificante lamento en el “Evening News”

porque así lo quise, pues sentía que la historiade „Los arqueros‟ debía ser contada. Cuandotodo el mundo está en guerra, un inventor defantasmas es, el cielo lo sabe, una despreciable

criatura; pero pensé que, de todos modos, anadie perjudicaría que yo atestiguara, a la ma-nera del arte fantástico, mi creencia en la he-roica gesta de las huestes inglesas que regresa-ron de Mons tras combatir y vencer.

Y entonces, de un modo u otro, fue como shubiera pulsado un botón y hubiese puesto enfuncionamiento un terrible y complicado me-canismo propulsor de rumores que se pretendían auténticos, de cotilleos que se las daban de

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evidentes, de extravagantes disparates, en losque la buena gente creía muy firmemente. Esupuesto testimonio de esa „hija de un canó-

nigo muy conocido‟ tomó al asalto las revistasparroquiales, e igualmente disfrutó de la con-fianza de los eclesiásticos disidentes. La „hijanegó saber algo del asunto, pero la gente toda-vía citaba sus supuestas palabras textuales; y

las publicaciones se hacían un lío con los rela-tos, probablemente verídicos, de las angustio-sas alucinaciones y delirios de nuestros solda-dos en retirada, hombres fatigados y destrui-

dos hasta el borde mismo de la muerte. Todoresultó peor que los mitos rusos, y como en lasfábulas rusas, parecía imposible seguir el cur-so del engaño hasta su fuente o fuentes¿Quién fue el que dijo que „la señorita M. co

noció a dos oficiales que, etc‟?. Supongo quenunca sabremos su falso y engañoso nombre.

Y eso ocurrirá, en mi opinión, con este extra-ño asunto de los impertinentes niños de unaciudad galesa de la costa, o mejor de un grupo

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de ciudades pequeñas y pueblos situados endeterminada región o comarca que no voy aprecisar tan exactamente como quisiera, pues

amo a este país y mis recientes experienciascon „Los arqueros‟ me han enseñado queningún cuento es demasiado fútil para sercreído. Y, por supuesto, para empezar nadiesabía có-mo se originó este extraño y malicioso

chisme. Que yo sepa, se parece más a los mitosrusos que el cuento de „Los ángeles de Mons‟Es decir, el rumor precedió a la impresión; sehabló del asunto por todas partes y pasó de

una carta a otra mucho antes de que los perió-dicos advirtieran su existencia. Y –aquí seasemeja bastante al incidente de Mons– Lon-dres y Manchester, Leeds y Birminghammurmuraron cosas desagradables mientras los

pequeños pueblos implicados disfrutaban ino-centemente de una prosperidad desacostum-brada.

En esta última circunstancia, como creen al-gunos, hay que buscar el fundamento de todo

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el asunto. Es bien sabido que ciertas ciudadesde la costa este padecieron el terror de los ata-ques aéreos, y que una buena parte de sus visi-

tantes usuales se dirigieron por vez primera aoeste. Así pues, existe la teoría de que la costaeste fue lo bastante ruin como para divulgarrumores contra la costa oeste por pura maliciay envidia. Puede que así sea; no pretendo sa-

berlo. Pero ahí va una experiencia personal, tacual, que ilustra la forma en que se divulgó erumor. Estaba yo un día almorzando en mi ta-berna de Fleet Street –a comienzos de julio–

cuando entró un amigo mío, abogado de la fir-ma Serjeant.s Inn, y se sentó a mi mesa. Empe-zamos a hablar de las vacaciones y mi amigoEddis me preguntó adónde pensaba ir.

–Al mismo lugar de siempre –dije–.

Manavon. Ya sabe usted que siempre vamosallá.

–¿De veras? –dijo el jurista–.Pensé que la costa había dejado de gustar. M

esposa tiene un amigo que ha oído decir que

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no es ni mucho menos lo que era.Me asombró oír eso, pues no entendía que

una ciudad como Manavon pudiera „dejar de

gustar‟. La había conocido durante diez añoshabiéndome alojado en ella en mis alrededorde veinte visitas, y no podía creer que hubie-ran surgido alborotos en las casas de huéspe-des desde agosto de 1914. No obstante, hice

una pregunta a Eddis:–¿Turistas? –lo pregunté sabiendo, en primer

lugar, que los turistas odian los lugares solita-rios, tanto en el campo como en la playa; en

segundo lugar, que no había ciudades indus-triales a una distancia asequible y cómoda, yen tercer lugar, que los ferrocarriles no exped-ían billetes de ida y vuelta durante la guerra.

–No, no exactamente turistas –replicó el abo-

gado–. Pero el amigo de mi esposa conoce a unclérigo que afirma que la playa de Tremaen noes ahora en modo alguno agradable, y Trema-en está sólo a unas cuantas millas de Mana-von, ¿no es así?

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–¿De qué forma no es agradable?–proseguí con mi interrogatorio–.¿Payasos, ferias y esa clase de cosas? Pienso

que no puede ser así, ya que las solemnes ro-cas de Tremaen convertirían en piedra al másanimado Pierrot. Se quedaría inmóvil en unrisco sobre la playa, y las gaviotas se llevaríansu canción y la convertirían en un lamento a

través de las solitarias y resonantes cavernasque miran a Avalon. Eddis dijo que no habíaoído nada acerca de los feriantes, pero teníaentendido que desde la guerra los niños de

distrito estaban completamente fuera de con-trol.–Palabrotas, ya sabe usted –dijo–, y todo ese

género de cosas, peores que los niños de lossuburbios de Londres. Nadie desea que su es-

posa e hijos escuchen conversaciones groserasa cada momento, mucho menos durante susvacaciones. Y se dice que Castell Coch estáverdaderamente imposible; ninguna mujer de-cente se dejaría ver por allí.

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–Realmente es una pena –dije yo, y cambiéde tema. Pero no podía entenderlo del todoConocía bien Castell Coch: una pequeña bahía

rodeada de dunas y acantilados de areniscaroja repletos de verdor. Una corriente de aguafría desciende hasta el mar; allí se encuentranel castillo Norman en ruinas, la antigua iglesiay la dispersa aldea; en conjunto es un lugar pa-

cífico, tranquilo y de gran belleza.Allí la gente, tanto los niños como los adul-

tos, no es simplemente amable, sino atenta; salguien agradece a un niño que le abra la

puerta, recibirá la inevitable respuesta: „Y seacariñosamente bienvenido, señor‟. No podíaentenderlo del todo. No me había creído loschismes del jurista; por mucho que lo intentaseno podía comprender lo que él me insinuaba

Y, para evitar cualquier misterio innecesariopuedo añadir que tanto mi esposa como mi hi-jo y yo mismo fuimos el pasado agosto a Manavon y pasamos unas deliciosas vacacionesEntonces no fuimos conscientes, por supuesto

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de ningún tipo de molestia o desavenenciaDespués, lo confieso, me contaron una historiaque me desconcertó y todavía me desconcier-

ta, y esta historia, si la aceptamos, puede proporcionar su propia interpretación a una o doscircunstancias que en sí mismas parecían com-pletamente insignificantes.

Pero durante todo julio encontré indicios de

perversos rumores que afectaban a este suma-mente grato rincón de la tierra. Algunos de es-tos rumores coincidían con los chismes de Ed-dis; otros ampliaban su vaga historia y la pre-

cisaban todavía más. Por supuesto, no se dis-ponía de ninguna prueba de primera manoEn estos casos nunca existen pruebas de pri-mera mano. Pero A conocía a B, que había oí-do decir a C que la hija menor de su primo se-

gundo había sido atacada y golpeada por unapandilla de jóvenes salvajes galeses. Luego, lagente mencionó a „un doctor con una numero-sa clientela en una ciudad muy conocida de lasMidlands‟, en el sentido de que Tremaen era

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una cloaca de depravación juvenil. Opinabanque la prueba de un médico responsable eraterminante y convincente; pero no se molesta-

ron en averiguar quién era el doctor, ni siquie-ra si había algún doctor relacionado con lacuestión. Entonces el asunto comenzó a apare-cer en los periódicos en una especie de formaindirecta, como entre paréntesis. La gente

mencionó el caso de estos imaginarios niñostraviesos en apoyo de sus opiniones en mate-ria de educación.

Alguien dijo que estos „desgraciados peque

ños‟ se habrían portado bien si no hubieran te-nido ningún tipo de educación; la oposicióndeclaró que la permanencia en la escuela losreformaría rápidamente, transformándolos enciudadanos admirables. Luego, los pobres ni-

ños del condado de Arfon parecieron verse en-vueltos en disputas acerca de la separación dela Iglesia y el Estado en Gales y la cuestión minera; y todo el tiempo se preocuparon de com-portarse cortés y admirablemente como siem-

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pre hacían. Supe todo el tiempo que todo eraun disparate, pero no pude comprender en lomás mínimo lo que quería decir, ni quién

movía los hilos del rumor, ni cuales eran suspropósitos al hacerlo. Empecé a pensar si lapresión, la ansiedad y la tensión de una terri-ble guerra no habrían desquiciado a la opiniónpública, de manera que estuviera dispuesta a

creer cualquier fábula, a discutir los motivosde unos sucesos que nunca habían ocurridoFinalmente empezaron las murmuracionesacerca de cosas del todo increíbles: los niños

visitantes no solamente habían sido golpea-dos, sino también torturados; un chico fue en-contrado empalado con una estaca en un cam-po solitario cercano a Manavon; otro niño ha-bía sido incitado con engaño a despeñarse por

los acantilados de Castell Coch. Un periódicode Londres envió discretamente a Arfon a uncompetente investigador. Estuvo ausente unasemana, y al final de ese período volvió a suoficina y, en sus propias palabras, „echó por

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tierra toda la historia‟. No existía una sola pa-labra de verdad, dijo, en ninguno de esos ru-mores; ni un solo rastro que diera pie a la más

inofensiva forma de cotilleo. Nunca había vis-to un país tan hermoso; jamás encontró hom-bres, mujeres y niños más agradables; no habíani un solo caso de enfado o inquietud en ninguna de sus formas.

Sin embargo, la historia siguió creciendo, ha-ciéndose cada vez más monstruosa e increíbleYo estaba demasiado ocupado en observar eavance de mi propio monstruo mitológico pa-

ra prestarle atención. El secretario del ayunta-miento de Tremaen, al que finalmente alcanzóla leyenda, escribió una breve carta a la prensanegando con indignación que existiera la másmínima base para „los desagradables rumores‟

que, según él entendía, estaban haciendo cir-cular; y casi por aquellas fechas fuimos noso-tros a Manavon y, como dije antes, disfruta-mos extremadamente. El tiempo fue perfectoazules paradisíacos en el cielo, el mar todo un

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prodigio reluciente, con verdes oliva y esme-raldas, violetas vivos y zafiros cristalinos alter-nando entre las rocas; y a lo lejos una confu-

sión de mágicas luces y colores en la confluen-cia de mar y cielo.El trabajo y la preocupación me acosaban; no

encontré nada mejor que detenerme junto a lacosta repleta de tomillo, donde hallaba alivio y

descanso infinitos en la gran extensión de marfrente a mí y en las minúsculas flores a mi la-do. O nos quedábamos toda la tarde estival enun alto saliente sobre los acantilados grises

observando a la marea batirse y encresparseentre las rocas, y escuchando su bramido enlos agujeros y cuevas del fondo. Más tarde, co-mo digo, hubo una o dos cosas que me sobre-cogieron.

Pero entonces no les hice caso. Ves pasar aun hombre con un extraño sombrero blanco ypiensas muy poco o nada en él. Despuéscuando te enteras de que un hombre que lleva-ba un sombrero así ha cometido un asesinato

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en una calle próxima cinco minutos antes, des-cubres en ese sombrero un cierto interés e im-portancia. „Extraños niños‟ fue la frase utiliza

da por mi hijo pequeño; y empecé a pensarque verdaderamente eran „extraños‟. Si existe alguna explicación de todo este tur-

bio asunto, creo que debe buscarse en una conversación que sostuve no hace mucho con un

amigo mío llamado Morgan. Como buen galéses un soñador, y algunos dicen que parece unniño recién crecido que todavía no ha madura-do como los demás. Aunque no lo supe mien-

tras permanecí en Manavon, mi amigo pasósus vacaciones en Castell Coch. Era un hombresolitario, amante de los lugares solitarios, ycuando nos vimos en otoño me contó que solíair, día tras día, a un lejano promontorio en la

costa conocido por el Campamento Viejo, lle-vando en una cesta su pan con queso y su cer-veza. Allí, por encima de las aguas, hay impresionantes y enormes murallas cubiertas de cés-ped, así como defensas redondeadas y pulidas

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por el transcurso de varios millares de añosEn un extremo de este lugar tan antiguo existeun túmulo, una torre de observación quizás, y

debajo el verde y engañoso foso parece finali-zar en el centro del campo, cuando en realidadse precipita hacia las escarpadas rocas y el precipicio sobre las aguas.

A este lugar venía Morgan a diario, según di-

jo, a soñar con Avalon, a purificarse de la fuliginosa corrupción de las calles.

Y así, según me contó, una tarde, mientrasdormitaba y soñaba, abriendo los ojos de vez

en cuando para admirar el milagro y la magiadel mar, mientras escuchaba los innumerablesmurmullos de las olas, su meditación fue inte-rrumpida pavorosamente por un repentino es-tallido de horribles y estridentes gritos, acom-

pañados de gritos infantiles, pero de niños dela peor especie. Morgan dice que se echó atemblar con sólo oírlos. „Eran para el oído loque el légamo para el tacto.‟ Luego identificólas palabras: todas las groserías y obscenida-

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des posibles del vocabulario; blasfemias queponían el grito en el cielo, para luego sumer-girse en las puras y radiantes profundidades

desafiándolas. Morgan estaba asombradoMiró con atención la verde muralla de la forta-leza y vio en el fondo un enjambre de repulsi-vos niños, pequeñas y horribles criaturas cani-jas con caras de viejo, rostros abotagados d

ojos hundidos y lascivos. Era peor que desta-par una nidada de serpientes o una madrigue-ra de gusanos.

No; no llegó a describir lo que eran en reali-

dad.–Lea usted lo de Bélgica –dijo Morgan– ypiense que no podían tener más de cinco o seisaños.

No hubo infamia, dijo, que no perpetraran

ni crueldad que escatimaran.–Vi correr la sangre a raudales, mientras

ellos se reían a carcajadas, pero después nopude hallar ni rastro de ella en la hierba.

Morgan dijo que les observó sin pronunciar

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palabra; fue como si una mano amordazara suboca. Al fin recuperó su voz y les chilló, y ellosestallaron en obscenas carcajadas, devolvién-

dole los gritos y desapareciendo de su vistaNo pudo seguirlos; supone que se ocultaronentre los espesos helechos por detrás del Cam-pamento Viejo.

–A veces no puedo entender a mi casero de

Castell Coch –prosiguió Morgan–. Es el admi-nistrador de correos del pueblo y tiene unagranja propia: una especie de tipo corrientehonrado y agradable. Pero a veces habla extra-

ñamente. Iba a contarle lo de esos niños bestia-les y a preguntarle quiénes podían ser, cuandoempezó a hablar en galés, algo así como „la lucha generacional de siempre; y la gente se de-leita con ella‟. Morgan no añadió nada más

era evidente que no había entendido nada. Pe-ro este extraño relato suyo me recordó un parde circunstancias extrañas que había observa-do: el caso de nuestro pequeño que se extraviómás de una vez y anduvo perdido entre las

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dunas, y que regresó horriblemente asustadogritando y balbuceando algo acerca de „extraños niños‟. Entonces no le prestamos atención

no nos preocupaba, creo yo, si era o no ciertoque algunos niños vagaban por las dunasEstábamos acostumbrados a sus pequeñas fan-tasías. Pero después de oír la historia de Mor-gan me volvió a interesar el asunto y escribí a

mi amigo el anciano doctor Duthoit, de Here-ford.

Su respuesta fue la siguiente:„–Sólo los pueden ver y oír los niños y los

inocentes. He aquí la explicación a lo que ledesconcertó al principio: cómo surgieron losrumores.

Surgieron de los chismes infantiles, de resi-duos y sobras del habla semiarticulada de los

niños, de los horrores que no entendían, depalabras que avergonzaban a sus niñeras y asus madres.

„–Esta gente pequeña sale del interior de latierra y disfruta de nuestra época. Pues, como

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dijo el galés, se alegran cuando saben que loshombres siguen su propio camino.‟ 

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UN CHICO LISTOHabiendo abandonado definitivamente la

universidad de Oxford, el joven Joseph Last se

preguntaba insistentemente por lo que haríapróximamente y en los años venideros. Erahuérfano desde su temprana infancia, pues suspadres habían muerto de fiebres tifoideas conmuy pocos días de diferencia cuando Joseph

tenía diez años, y recordaba muy poco deDunham, donde su padre fue el último de unvasto linaje de procuradores que ejercieron enel lugar desde 1797. Hace tiempo los Last ha-

bían vivido con holgura. De cuando en cuandose habían casado con la alta burguesía de losalrededores y dirigieron la mayoría de los ne-gocios del condado, desempeñando las fun-ciones de mayordomo en varias casas solarie

gas, viviendo generalmente en un mundo dediscreta pero confortable prosperidad y alcan-zando sus cotas más altas, tal vez, durante lasguerras napoleónicas y después. Luego empe-zaron a declinar, nada violentamente, sino

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muy despacio, de manera que pasaron mu-chos años antes de que se dieran cuenta dellento pero firme proceso en marcha. Los eco-

nomistas entienden muy bien, sin duda, porqué el campo y sus poblaciones perdieron gra-dualmente importancia poco después de la ba-talla de Waterloo; y las causas de la decaden-cia y el cambio que, según él imaginaba, o cre-

ía imaginar, maltrataron tan lamentablementea Cobbett, absorbiendo la vida y la resistenciade la tierra para nutrir la monstruosa excres-cencia de Londres. De cualquier modo, incluso

antes de la llegada del ferrocarril, las salas dereunión de las poblaciones rurales se volvie-ron polvorientas y desiertas, las familias decondado dejaron de ir a sus „casas de la ciudad‟ en la estación veraniega, los pequeños

teatros, donde la señora Siddons y Grimaldhabían actuado en sus diversos papeles, rara-mente abrían sus puertas, y los diestros artesa-nos, relojeros, ebanistas y otros por el estiloempezaron a encaminarse a las grandes ciuda-

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des y a la capital. Eso ocurría en Dunham.Desde luego, las fortunas de los Last se hun-

dieron a la par que las de la ciudad; hubo es-

peculaciones que no salieron bien, y la gentehabló de una gran pérdida en bonos extranje-ros.

Cuando murió el padre de Joseph, se com-probó que había suficiente para educar al chi-

co y suministrarle un bienestar estrictamentemodesto, y poco mas.

Se estableció con un tío suyo que vivía enBlackheath y, tras unos pocos años en la muy

conocida escuela preparatoria del señor Jonesfue a Merchant Taylors y de allí a OxfordConsiguió una decorosa licenciatura (segundoen Mayores) y, comenzó entonces aquella per-plejidad sobre qué haría consigo mismo. Su

renta no le permitía más que chuletas y filetescon algún ocasional asado de aves, y tres ocuatro semanas en el Continente una vez aaño. De haberlo querido, podría haber hechoalgo, pero la perspectiva la encontraba sosa y

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aburrida. Él era un humanista bastante acepta-ble, con algo más que el conocimiento pura-mente técnico del latín y el griego y el interés

profesional por ambos, propio de un profesorde tipo medio; con todo, la enseñanza parecíaser su única opción de empleo evidente y ob-via. Pero no parecía probable que pudiera ob-tener un puesto en ninguno de los grandes co-

legios privados. En primer lugar, había des-perdiciado sus oportunidades en Oxford. Había ido a una de las facultades más desconocidas, una de esas que aparecen en memorias

que tratan de los primeros años del siglo die-cinueve como centro y origen de la vida inte-lectual, y que por alguna razón o sin razón ha-bían caído en el olvido. Nada existe contraellas; pero nadie habla ya más de ellas. En uno

de estos lugares Joseph Last hizo amistad conexcelentes compañeros, tranquilos y alegrescomo él; pero no fueron, en el estricto sentidodel término, los „buenos amigos‟ que un jovenprudente suele hacer en la universidad. Uno o

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dos tenían en mente la abogacía, y dos o tres laadministración pública; pero la mayoría deellos estaban vinculados a coadjutorías y otros

cargos rurales.Generalmente, y por razones prácticas, no es-taban „en el ajo‟: no eran hombres cuyos cuchicheos en las altas esferas pudieran conducir aalgo provechoso. Además, aun en aquellos

días, los deportes adquirían otra vez impor-tancia en los colegios mejor acreditados, y eneso el joven Last quedaba categóricamente ex-cluido.

Llevaba gafas con dos lentes partidas de unmodo raro: su incapacidad atlética era termi-nante y total.

Después de mucho reflexionar, al principiopensó fundar una pequeña escuela preparato

ria en uno de los suburbios prósperos de Lon-dres; una escuela diurna donde los padres pu-dieran proporcionar a sus chicos una buenabase desde el principio por unos honorarioscomparativamente modestos, teniendo, no

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obstante, en sus propias manos su educaciónA menudo le había parecido a Last que era co-sa de bárbaros sacar a un muchacho de siete u

ocho años de su confortable y afectuoso hogarpara enviarle por las mañanas, con el estómago vacío, a un extraño lugar entre poco amis-tosos desconocidos, tableros desnudos, olor atinta y gramática. Pero tras consultar con su

antiguo compañero de facultad Jim Newmaneste sabio le aconsejó renunciar a su proyectoy abandonarlo sobre la marcha. Newman se-ñaló en primer lugar que la enseñanza no era

rentable a menos que estuviese combinada conel alojamiento. Dijo que todo saldría bien, ymás que bien; y supuso que mucha gente quecorrientemente regentaba hoteles con sumogusto se dedicaría a practicar su misterioso ar-

te bajo normas docentes.–Sabes, no necesitas gastarte mucho en mobi

liario. No hace falta que los chicos se hagan si-baritas. Además, no hay nada que un mucha-cho en su sano juicio odie más que la falta de

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ventilación: lo que quiere es aire puro, y enabundancia. Y como sabes, viejo amigo, el airepuro es bastante barato. Y en cuanto a la comi-

da, en un hotel ordinario es conveniente preo-cuparse de si es comestible; pero en un hotelde los que estamos hablando, un pequeño ac-cidente en el buey o el cordero proporcionauna excelente oportunidad para ejercitar la

virtud de la abnegación.Last oyó todo esto con una mueca lúgubre.–Pareces saberlo todo –dijo–.¿Por qué no te dedicas a eso tú mismo?

–No pude evitar la ironía. Además, no creoque sea muy deportivo.Me voy a la India en otoño a la caza del jabal

con lanza y a caballo.„–Y hay otra cosa –continuó tras una pausa

reflexiva–. Tu idea de un externado es pésimaLos padres no te agradecerían que les permi-tieras tener a sus chicos en casa mientras sonpequeños. Algunos llegan a decir que el prin-cipal propósito de los colegios es permitir a los

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padres una buena excusa para deshacerse desus hijos. No es ninguna tontería. La mayoríade los padres y madres quieren a sus hijos y

les gusta tenerlos en casa: en todo caso cuandoson jóvenes. Pero, de un modo u otro, se les hametido en la cabeza que los profesores desconocidos saben más acerca de cómo educar aun muchacho que su propia gente; y así es. En

suma, desecha esa idea tuya.Last lo pensó con detenimiento y consideró

los pormenores del ámbito docente, llegando ala conclusión de que Newman tenía razón. Por

espacio de dos o tres años se encargó de recitales poéticos durante el verano. En el inviernoencontró ocupación dando clases particularesa niños atrasados y preparando muchachos notan atrasados para su examen de beca; y su

pequeño manual, “Griego para principiantes”se había revelado bastante útil en los primeroscursos. En general lo hizo bastante bien yaunque el trabajo empezaba a aburrirle mor-talmente, el dinero que ganaba, añadido a su

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renta, le permitía vivir como quería: bastanteconfortablemente. Ocupaba un par de habita-ciones en una de las calles que bajaban de

Strand al río, por las que pagaba una libra a lasemana; almorzaba pan y queso y otras frus-lerías, con cerveza de su propio barril, y cena-ba sencilla y suficientemente ora en una, oraen otra de esas confortables tabernas que por

entonces abundaban en el barrio. Y, de cuandoen cuando, una vez al mes o algo así, en lugarde sus cenas en tabernas, iba tal vez al teatroel Vaudeville o el Olympic, el Globe o e

Strand, para terminar con algo caliente. La tar-de podía depararle una pequeña reunión: en-tre las seis y las siete iban a visitarle a sus ha-bitaciones antiguos amigos de Oxford; Zouchprocedente de Temple y Medwin de la calle

Buckingham; y Garraway posiblemente to-maría el autobús Yellow Albion, descenderíade su remota cuesta al norte de Londres, llamaría al número 14 de Mowbray Street, y exi-giría fu-mar en pipa, cerveza negra y una bue-

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na función teatral. Y en raras ocasiones se pre-sentaba Noel, otro miembro de nuestra pe-queña asociación. Noel vivía en Turnham Gre-

en en una casa de ladrillo rojo que entoncesera considerada simplemente anticuada, peroque ahora –pues fue derribada hace tiempo–sería célebre por haber sido objeto de la predi-lección de la reina Ana o de los primeros ge-

orgianos. Vivía allí con su padre, funcionarioretirado del Museo Británico, y, a través de unhombre que ha-bía conocido en Oxford, sehabía abierto camino en el periodismo litera-

rio, colaborando nor-malmente en un impor-tante semanario. De ahí la importancia de susocasionales descensos a Buckingham StreetMowbray Street, y el Tem-ple. Noel, comohombre de letras en cierta ma-nera, o, al me-

nos, periodista profesional, era miembro deBlacks. Club, que en aquellos días tenía exi-guos locales en Maiden Lane. Noel solía visitarlas guaridas de sus amigos y tomaba con elloscerveza de malta y ostras, y los arrastraba al

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patio de butacas de cualquier teatro del vecin-dario, donde contemplaban una excelente in-terpretación y una animada y disparatada fun-

ción, disfrutaban de ambas, y lue-go cenabanen el Tavistock.Después de esto, Noel les llevaba al Blacks.

donde, muy probablemente, verían a algunode los actores que les habían divertido por la

tarde, y a sus amigos los periodistas y hom-bres de letras, así como algún ocasional pintoro fotógrafo. Last disfrutaba mucho en este lu-gar, especialmente entre los actores, que le pa-

recían más geniales que los literatos. Sobre to-do se hizo amigo de uno de los actores, el viejoMeredith Mandeville, que había conocido aanciano Kean, era un fiable intérprete de losmás modestos personajes de Shakespeare, y se

empeñaba en contar chismes acerca de los pri-meros tiempos del condado.

–Para empezar disponías de nueve chelines ala semana. Cuando llegabas a quince chelinesle dabas a tu casera ocho o nueve y el resto lo

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tenías para gastar. Te sentías como un prínci-pe.

Y las familias del condado solían venir a ver-

nos a menudo a la Habitación Verde: de lomás agradable.A Last le encantaba conversar con este ama-

ble y anciano caballero, cuya plácida y cordiaserenidad no se había echado del todo a per

der a causa de las incalculables cantidades deginebra que ingería, vislumbrando una vidaextrañamente alejada de la suya propia: vaga-bundeo, inseguridad, malas rachas, y jolgorio

y, como fondo de todo, el encendido murmu-llo del escenario, voces profiriendo cosas tre-mendas, y la sensación de moverse en dosmundos. El anciano, por su parte, no había si-do especialmente próspero o afortunado, y, no

obstante, había disfrutado de su vida, se burla-ba de sus inconvenientes, y hacía de los malostiempos una aventura. Last solía expresar suenvidia por la carrera del actor, haciendo hin-capié en la insignificancia de su propio trabajo

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el cual, decía él, consistía en manipular los cerebros de los pequeños, enseñar a los mayoreslos trucos de los exámenes, y, en general, hacer

cosas sin importancia.–Tiene tanto que ver con la educación comola albañilería con la arquitectura –dijo él unanoche–. Y no es nada divertido.

El viejo Mandeville, por su parte, escuchaba

con interés estas revelaciones acerca de unmundo tan extraño y desconocido para él co-mo el de las candilejas lo era para el preceptor.

Hablando en términos generales, nada sabía

de libros a excepción de los textos teatralesHabía oído hablar, sin duda, de cosas llama-das exámenes, como la mayoría de la gente haoído hablar de los ritos de iniciación de lospieles rojas, pero era tan ajeno a unos como a

los otros. Encontraba interesante y extraño es-tar sentado en Blacks., hablando en realidadcon un buen compañero que estaba dedicadoseriamente a esta curiosa profesión. Y existíancuestiones –advirtió Last con asombro– en las

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que los dos círculos coincidían, o así lo parec-ía. El preceptor, deseando mostrarse agrada-ble, empezó una noche a hablar acerca de los

orígenes del “Rey Lear”. El actor se sorprendióescuchando leyendas celtas que le sonaban aincomprensible disparate. Y cuando llegaronal episodio del Caballero que lucha con el reydel País de las Hadas por la mano de Cordelia

hasta el día del juicio Final, estalló:–Lear es una bicoca; de eso no hay duda

Eres demasiado joven para haber visto el Learde Barry O.Brien: magnífico. Desde entonces

se ha ensayado mucho el papel. Pero nunca hasido representado. Yo mismo he interpretadoal Loco, y debo decirlo, no sin alguna recom-pensa aprobatoria.

Recuerdo una vez en Stafford...

Y a Last le alegró dejarle contar su historiaque acababa, bastante extrañamente, con uncorazón de buey para cenar.

Pero una noche, cuando Last se quejaba, co-mo solía hacer frecuentemente, de la fragmen-

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taria, inconexa y nada satisfactoria índole desu ocupación, el anciano le interrumpió de unaforma completamente inesperada.

–Es posible –empezó–, es posible, fíjese, queyo disponga de medios para aliviar el tedio desu destino. Hace unos días hablaba con unaprima mía, la señorita Lucy Pilliner, una mujermuy agradable. Ella conoce el mundo a fondo

y en el curso de nuestra conversación le men-cioné, espero que me permita la libertad, queúltimamente había conocido a un joven caba-llero de considerable eminencia docente, que

estaba algo molesto con las demasiado bruscasy frecuentes admisiones y despidos en su ac-tual empleo de preceptor. Me sorprendió quemi prima recibiera estas observaciones concierto interés, pero no contaba con recibir esta

carta.Mandeville entregó la carta a Last. Ésta co-

menzaba así: „Mi querido Ezequiel‟, y Last ad-virtió de reojo una mirada del actor que abo-gaba por el silencio y la discreción en esta

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cuestión. La carta venía a decir en un estilo ca-si tan digno como el de Mandeville que la re-mitente había considerado detenidamente las

circunstancias que rodeaban al joven precep-tor, según se las refirió su primo en el trans-curso de su muy agradable conversación deúltimo viernes, y se inclinaba a pensar quesabía de un puesto docente, de lo más estable

y satisfactorio, disponible dentro de poco enuna familia que ella conocía.

„Si le interesa a su amigo‟, terminaba la señorita Pilliner, „me encantaría que se pusiera en

contacto conmigo con vistas a prepararle unaentrevista en la que pudiera discutir el asuntocon mayor precisión y detalle‟. 

–¿Qué le parece? –dijo Mandeville, mientrasLast le devolvía la carta de la señorita Pilliner.

Last vaciló por un momento. Existe unaatracción y también una repulsión en lo pococorriente e improbable, y Last dudaba que etrabajo docente obtenido en el Blacks. a travésde un actor y una dama de Islington –había

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visto el nombre al comienzo de la carta– fuerasólido o conveniente. Pero prevalecieron lospensamientos más luminosos, y le aseguró a

Mandeville que estaría encantado de llegar afondo del asunto, agradeciéndole muy afec-tuosamente su interés. El anciano asintió favo-rablemente, le devolvió la carta para que to-mara nota de la dirección de la señorita Pilli-

ner, y le sugirió una nota inmediata solicitan-do una cita.

–Y ahora –dijo–, a pesar de las censurablesobjeciones del Príncipe Taciturno, propongo

beber esta noche a su jocunda salud.Y le deseó a Last la mejor suerte del mundocon sincera amabilidad.

Dos días más tarde, la señorita Pilliner pre-sentó sus respetos al señor Joseph Last y le

rogó que hiciese el favor de visitarla tres díasdespués, al mediodía, „si el día y la hora noson incompatibles con su conveniencia‟. Entonces podrían aprovechar la ocasión, prosi-guió ella, para discutir cierta propuesta, cuya

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índole, creía ella, había sido significada al se-ñor Last por su buen primo, el señor MeredithMandeville.

Corunna Square, donde vivía la señorita Pi-lliner, era una pequeña, casi diminuta, plazoleta en los más remotos parajes de Islington. Susedificios de dos plantas, de ladrillos amarillen-tos, estaban completamente cubiertos de pa-

rras, clemátides y toda clase de enredaderasFrente a las casas había pequeños arriates ajar-dinados, vistosamente florecidos, y el recintode la plaza contenía poco más aparte de un ve-

nerable y enorme moral, mucho más antiguoque los edificios circundantes. La señorita Pi-lliner vivía en la esquina más tranquila de laplaza. Recibió a Last con una especie de mez-cla de saludo y reverencia, y le rogó que se

sentara en un sillón de respaldo alto, tapizadocon crines de caballo. La señorita Pillinersegún advirtió él, aparentaba unos sesentaaños, pero era, tal vez, un poco mayor. Era so-bria, íntegra y sosegada; y, sin embargo, podía

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uno imaginar en ella una oculta extravaganciaEn seguida, mientras discutían sobre el tiem-po, la señorita Pilliner le ofreció un oporto o

un jerez de primera calidad, galletas dulces obizcocho de pasas. Y después fue derecha aasunto del día.

–Mi primo, el señor Mandeville, me habló –comenzó ella– de un joven amigo suyo de gran

experiencia docente, quien, no obstante, estabadescontento con la, en cierto modo, informal yocasional índole de su empleo. Por una singu-lar coincidencia, uno o dos días antes había re-

cibido una carta de una amiga mía, la señoraMarsh. En realidad es parienta lejana, una es-pecie de prima creo, pero al no ser montañesani galesa, realmente no puedo decir en quégrado. Era una criatura encantadora, y todavía

una mujer hermosa. Se llamaba Manning, Ara-bella Manning, y realmente no sabría decirlepor qué razón se casó con el señor Marsh. So-lamente le vi una vez, y le encontré inferior aella desde todos los puntos de vista posibles, y

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considerablemente mayor. Sin embargo, ellaproclama que es un marido fiel y una excelen-te persona, en todos los aspectos. Se conocie-

ron, por extraño que pueda parecer, en Pekíndonde Arabella era institutriz de una de lasfamilias de la legación extranjera.

El señor Marsh, tenía yo entendido, repre-sentaba intereses comerciales muy importan-

tes en la capital del País Florido, y al ser pre-sentado a mi parienta, se produjo inmediata-mente una atracción mutua. Arabella Manningrenunció a su puesto en la familia del agrega-

do, y, a su debido tiempo, se celebró el matri-monio. Recibí esta información hace nueveaños en una carta de Arabella, fechada enPekín, y mi parienta acabó por decir que temíale fuera imposible facilitarme una dirección

para mi inmediata respuesta, ya que el señorMarsh estaba a punto de ponerse en caminopara una misión sumamente urgente en nom-bre de su empresa, que implicaba viajar mu-cho y frecuentes cambios de domicilio. Sent

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mucho de-sasosiego a causa de Arabella, porlo inestable que me parecía su forma de viday tan poco hogareña.

No obstante, un amigo mío que trabaja en laCity me aseguró que no había nada raro en ta-les circunstancias, y que no debía alarmarmepor ello. Sin embargo, cuando pasaron losaños y no recibí más correspondencia de m

prima, decidí que probablemente habría con-traído alguna enfermedad tropical que se lahabría llevado, y que el señor Marsh se habríaolvidado cruelmente de comunicarme la noti-

cia del triste suceso. Pero hace un mes más omenos –la señorita Pilliner consultó un alma-naque en la mesa a su ladoquedé asombrada yencantada al recibir una carta de Arabella. Es-cribía desde uno de los más lujosos y selectos

hoteles del West End londinense, anunciándo-me la vuelta a su tierra natal de ella y de sumarido tras muchos años de vagabundeo. Evivo interés del señor Marsh por los negociosal parecer, había concluido finalmente de una

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forma sumamente próspera y afortunada, yestaba ahora en negociaciones para adquiriruna pequeña propiedad en el campo, donde

esperaba pasar el resto de sus días en pacíficoretiro.La señorita Pilliner hizo una pausa y rellenó

la copa de Last.–Siento molestarle –prosiguió– con esta larga

historia, que estoy segura debe ser un deplora-ble tormento para su paciencia. Pero, comoverá usted dentro de poco, las circunstanciasse salen un poco de lo normal, Y. como usted

debe tener, confío, un particular interés enellas, pienso que es conveniente que esté in-formado de todo... a carta cabal, y en toda re-gla, como solía decir mi pobre padre con susbruscos modales.

„–Bien, señor Last, como le he dicho, recibesta carta de Arabella con su extremadamentegratificante información. Como usted puedesuponer, me alegró mucho enterarme de quetodo se había resuelto tan felizmente. Y al fina

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de la carta, Arabella me rogaba que fuera a vi-sitarles al hotel Billing, añadiendo que su marido estaba muy deseoso de tener el gusto de

conocerme.La señorita Pilliner se acercó al cajón del escritorio que había junto a la ventana y sacóuna carta.

–Arabella fue siempre muy considerada. Di-

ce: „Sé que siempre has vivido muy discreta-mente y no estás acostumbrada a la agitacióndel elegante Londres. Pero no tienes por quéalarmarte. El hotel Billing no es ningún bulli-

cioso caravasar moderno. Todo es muy tran-quilo, y además tenemos nuestra propia ‟suite‟. 

Herbert –su marido, señor Last– insiste ro-tundamente en que nos hagas una visita, y no

debes defraudarnos.Si te conviene, el próximo jueves, día 22, te

enviaré un carruaje a las cuatro en punto quete traiga al hotel, y estarás de vuelta en Coru-nna Square después de compartir con nosotros

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un pequeño refrigerio‟. „–Muy amable, de lo más considerado, ¿no

está de acuerdo conmigo, señor Last? Pero mi-

re la posdata.Last cogió la carta, de escritura apretada ypulcra, y leyó: „P.S.

Tenemos que darte una maravillosa noticiaEs demasiado buena para ponerla por escrito

así es que la reservaré para nuestra entrevista‟.Last devolvió la carta de la señora Marsh. E

prolongado y ceremonioso recibimiento de laseñorita Pilliner le estaba sumiendo en un dul-

ce sopor; se preguntaba vagamente cuando ir-ía ella al grano y cual sería éste, y, sobre todoqué diablos tenía que ver con él esta historiafamiliar algo insulsa.

La señorita Pilliner prosiguió.

–Naturalmente, acepté tan amable y urgenteinvitación. Estaba ansiosa por ver a Arabellauna vez más tras su larga ausencia, y me ale-graba gozar de la oportunidad de formarmemi propia opinión con respecto a su marido

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del cual lo ignoraba absolutamente todo. Yademás, debo confesar señor Last, que no carezco de ese espíritu curioso que los caballeros

raramente han contado entre las virtudes fe-meninas. Deseaba ardientemente que me hi-cieran partícipe de la maravillosa noticia queArabella había prometido comunicarme ennuestra reunión, y pasé muchas horas especu-

lando acerca de su naturaleza.„–Llegó el día. A la hora convenida apareció

una elegante berlina con su correspondientelacayo, y fui conducida entre refinados lujos al

hotel Billing en Manners Street, en MayfairAllí un mayordomo me guió a la „suite‟ deprimer piso, ocupada por el señor y la señoraMarsh. No malgastaré su valioso tiempo, se-ñor Last, reparando en el suntuoso y sobrio lu-

jo de aquellos aposentos; simplemente mencionaré que mi parienta me aseguró que laspiezas de Sévres de su saloncito habían sidovaloradas en novecientas guineas. Encontré to-davía hermosa a Arabella, pero no pude me-

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nos de comprobar que los países tropicales enlos que había vivido por tantos años habíancausado estragos en su resplandeciente belle-

za; había en su aspecto y en su comportamien-to un cansancio, una lasitud, que me angustia-ba observar. En cuanto a su marido, el señorMarsh, soy consciente de que formarse unaopinión desfavorable tras sólo unas pocas ho-

ras de relación es poco caritativo y a la vez in-sensato; y no olvidaré con facilidad el discursoque el querido señor Venn pronunció en laiglesia de Emmanuel el domingo siguiente a la

visita a mi parienta: realmente parecía, lo con-fieso avergonzada, como si el señor Venn tu-viera en mente mi propio caso, y se sintieraobligado a advertirme mientras todavía habíatiempo. Sin embargo, debo decir que no le

tomé del todo simpatía al señor Marsh. Real-mente no podría decir por qué. Lo encontrabaextremadamente educado; no podía serlo másMás de una vez comentó el excepcional placerque le producía conocer al fin a una de las per-

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sonas de las que tanto le había hablado suquerida Bella; confiaba en que ahora que ha-bían finalizado sus vagabundeos, el placer

podría repetirse con frecuencia; no omitió na-da de lo que la más cordial cortesía pudierasugerir. Y, sin embargo, no podía decir que laimpresión recibida fuera favorable. A pesar deeso, me atrevo a decir que estaba equivocada.

Hubo una pausa. Last estaba resignado. Esentido de la larga historia parecía perderse enla lejanía, esfumarse en el horizonte.

–¿Algo en concreto? –insinuó él.

–No; nada. Podía haber imaginado que per-cibí una falta de sinceridad, una oculta reser-va, detrás de toda la generosidad de las expre-siones del señor Marsh. No obstante, esperoestar equivocada.

„–Pero voy a olvidarme de esas trivialidadesy a fiarme de observaciones erróneas, únicoasunto de importancia; al menos para ustedseñor Last. Poco después de mi llegada, y an-tes de que apareciera el señor Marsh, Arabella

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me confió su importante información. Su ma-trimonio había sido bendecido con un retoñoDos años después de su unión con el señor

Marsh había nacido un niño varón. El naci-miento tuvo lugar en una ciudad de Sudamé-rica, Santiago de Chile –he comprobado el lu-gar en mi atlas–, donde la estancia del señorMarsh había sido más prolongada de lo usual.

Afortunadamente, había un médico inglésdisponible, y el pequeño tuvo buena saluddesde el principio, y, como Arabella, su orgu-llosa madre, se jactaba, era ahora un precioso

muchacho, apuesto e inteligente en grado su-mo. Naturalmente; pregunté por el niño, peroArabella dijo que no estaba en el hotel conellos. Después de unos pocos días se pensóque el denso y húmedo aire de Londres no era

muy adecuado al pequeño Henry, y le envia-ron con una niñera a un balneario en la isla deThanet, donde se dice que goza de excelentesalud y ánimos.

„–Y ahora, señor Last, después de este tedio-

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so aunque necesario preámbulo, llegamos apunto que, espero, pueda interesarle. En cual-quier caso, como usted puede suponer, la vida

que las exigencias comerciales obligaron a lle-var a los Marsh, que implicaba viajes casi con-tinuos, habría sido poco favorable para el de-sarrollo sistemático de la educación del niñoPero, aparte de este obstáculo, deduje que e

señor Marsh sostenía opiniones muy drásticasen lo referente al desatino de la instrucciónprematura. Me declaró su convicción de quemuchas mentes agudas habían sido lamenta-

blemente dañadas al verse obligadas a sopor-tar el sistema de estímulos prematuros; y se-ñaló que, por la naturaleza del caso, los encar-gados de los niños más pequeños no eran losmás sabios e inteligentes. „Como reconocerá en

seguida, señorita Pilliner‟, me comentó, „losgrandes eruditos no enseñan el alfabeto a losniños, y no es probable que los misterios de latabla de multiplicar los imparta un licenciadoen matemáticas. En consecuencia‟, alegó él, „la

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inteligencia en ciernes suele despertar en contacto con mentes obtusas e inferiores, y el da-ño bien puede ser irreparable‟. 

Hubo mucho más, pero gradualmente co-menzó a imponerse en el aturdido hombre laluz de la razón. El señor Marsh había manteni-do la virginal inteligencia de su hijo Henryfuera del contacto y la corrupción de la cultura

inferior e incompetente. Juzgando que el mu-chacho estaba ya maduro para la auténticaeducación, el señor y la señora Marsh habíansuplicado a la señorita Pilliner que hiciera ave-

riguaciones y encontrara, si era posible, unerudito que se hiciera cargo de la completaeducación mental del pequeño Henry. Si am-bas partes llegaban a un acuerdo, el compro-miso sería por siete años al menos, y las asig-

naciones, como la señorita Pilliner llamaba asalario, comenzarían con quinientas libras aaño, con un incremento anual de cincuenta li-bras. Se requerían referencias y pormenores delas distinciones académicas: el señor Marsh

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ausente de Inglaterra por tanto tiempo, estabadispuesto a dar instrucciones a sus banquerosLa señorita Pilliner, sin embargo, estaba com-

pletamente segura de que el señor Last podíaconsiderarse contratado, si le interesaba epuesto.

Last dio las gracias de todo corazón a la se-ñorita Pilliner, y le dijo que le gustaría dispo-

ner de un par de días para pensárselo. Des-pués la escribiría, y ella le pondría en contactocon el señor Marsh. Y de esta manera aban-donó Corunna Square en un estado de ánimo

de gran desconcierto y duda. Incuestionable-mente, el puesto ofrecía muchas ventajas. Lapaga era muy buena. Y estaría bien alojado ybien alimentado. Los Marsh eran ricos, y la se-ñorita Pilliner le había asegurado que „no

tendría motivo de queja en cuanto a la hospi-talidad‟. Y desde el punto de vista pedagógicohabría, sin duda, una mejoría con respecto atrabajo que había estado desempeñando desdeque abandonó la universidad. Hasta entonces

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había sido un remendón, un chapucero detrabajo de los demás; ahora tenía la oportuni-dad de demostrar que era un consumado artis-

ta. Muy poca gente de la profesión docente, ses que hay alguna, había disfrutado algunavez de una oportunidad como ésta. Incluso losprofesores de sexto curso de los grandes cole-gios privados deben padecer a veces el tener

que apuntalar y reemplazar los malos cimien-tos del quinto y cuarto cursos. Él iba a empe-zar por el principio, sin ningún falso trabajoque le estorbara: „desde el abecedario a Platón

Esquilo y Aristóteles‟, se susurraba a sí mismoIndudablemente era una gran oportunidad.Y en cuanto a su contrapartida, tendría que

abandonar Londres, pese a haber crecido enca-riñado con la familiar y animada ciudad que

tan bien conocía; y sus confortables habitacio-nes en Mowbray Street, junto al poco frecuen-tado Victoria Embankment, bastante tranqui-las y, no obstante, a sólo un minuto o dos delestruendoso Strand. Las reuniones con los vie-

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jos amigos de Oxford, las veladas en el teatrolas agradables tabernas con sus compartimen-tos secretos, y sus excelentes chuletas y filetes

y cerveza negra, las campanadas a media no-che y después, oídas en cordial compañía en elBlacks.: todo eso desaparecería.

La señorita Pilliner había hablado de que eseñor Marsh buscaba algún lugar a considera-

ble distancia de la ciudad, „en el verdaderocampo‟. Tenía puesto el ojo, dijo ella, en unacasa en la frontera con Gales, que pensaba al-quilar amueblada, con una opción de compra

si definitivamente la encontraba apropiadaViviendo en alguna parte de la frontera galesano podría ir a Londres a visitar a sus viejosamigos y regresar en la misma noche. Sin em-bargo, tendría vacaciones, y en vacaciones

puede hacerse mucho.No obstante, todavía existían muchas dudas

en su mente cuando se sentó a comer su pancon queso y carne en conserva, y a beber sucerveza en su salita de estar de la tranquila

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Mowbray Street. Estaba influenciado, pensópor la evidente antipatía de la señorita Pillinerhacia el señor Marsh, y aunque aquélla habla-

ba al estilo del Dr. Johnson, tenía la impresiónde que, como una dama de la propia época dedoctor, tenía un fondo de sensatez. Evidente-mente no confiaba demasiado en el señorMarsh.

Sin embargo, ¿qué puede hacerle el más as-tuto estafador a su preceptor permanente?¿Darle cordero frío para comer u olvidarse depagarle el salario? En ambos casos el remedio

era simple: el preceptor abandonaría rápida-mente la residencia y regresaría a Londres, yno sería mucho peor. Después de todo, refle-xionaba Last, nadie puede imponer al precep-tor de su hijo que invierta en plata uruguaya o

en especias de Java o cualquier otra falaz em-presa comercial; por tanto, ¿qué le importabana él las presuntas astucias de Marsh?

Pero una vez más, resumidos y consideradostodos los pros y los contras, quedaba pendien-

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te una vaga objeción. Last no podía aportar ar-gumentos para oponerse a ella, ya que no es-taba formulada en palabras y era variable co-

mo una nube.Sin embargo, a la mañana siguiente, llegaronun par de cartas invitándole a atiborrar a dosjóvenes estúpidos de datos, cifras y verbos en“mi”. La perspectiva era tan terriblemente de-

sagradable que escribió a la señorita Pilliner encuanto desayunó, adjuntando informes de sucolegio y otras cartas elogiosas que tenía en suescritorio. A su debido tiempo se entrevistó

con el señor Marsh en el hotel Billing. En gene-ral se agradaron mutuamente. Last encontró aMarsh enjuto, mordaz, sombrío y de medianaedad. Su pelo negro encanecía en las sienes, ysu rostro estaba surcado de arrugas alrededor

de los ojos. Sus cejas eran espesas y en su man-díbula había indicios de amenaza; pero la son-risa con que recibió a Last iluminó sus severasfacciones con reconfortante cordialidad. Habíaalgo raro en su acento y en el tono de su voz

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algo, tal vez, extranjero. Last recordó que du-rante muchos años había estado viajando portodo el mundo, y supuso que en su habla reso-

naban ecos de muchas lenguas. Su comporta-miento y modales eran desde luego amablespero Last no tenía prejuicios contra la amabilidad, más bien sentía inclinación por las deli-cadezas en el trato común. No obstante, Marsh

no era, sin duda alguna, el tipo de hombre quela señorita Pilliner estaba acostumbrada a tra-tar en Corunna Square o en la congregacióndel señor Venn.

Probablemente sospechaba que había sidopirata.El señor Marsh, por su parte, estaba encanta-

do con Last. Como aparece en una carta suya ala señorita Pilliner –‟o ¿puedo permitirme lla

marla prima Lucy?‟–, el señor Last era exacta-mente el tipo de hombre que él y Arabellahabían esperado conseguir por consejo deaquélla. Ellos no querían dejar a su hijo en ma-nos de cualquier ostentoso hombre de mundo

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con un sustrato de conocimientos. El señorLast era, evidentemente, un erudito reservadoy poco mundano, más acostumbrado a tratar

con libros que con personas; el verdadero pre-ceptor que Arabella y él mismo habían desea-do para su hijo. El señor Marsh se sentía pro-fundamente agradecido a la señorita Pillinerpor el gran servicio que ella le había prestado

a Arabella, a él mismo y a Henry.Y, en efecto, como había dicho el señor Mere-

dith Mandeville, Last encajaba muy bien en epapel. Sin duda, las gafas ayudaban a crear la

impresión del distante y recatado DominieSampson.Resolvieron que pasada una semana comen-

zarían sus deberes. El señor Marsh extendióun generoso cheque, „para costear pequeñas

cuestiones de equipamiento, gastos de viaje, ycosas así; nada tiene que ver con su sueldo‟Last tomaría el tren para determinada granciudad del oeste, y allí le irían a buscar y leconducirían a la casa, donde ya estaban insta-

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lados la señora Marsh y su alumno. „Hermosopaís, señor Last; estoy seguro que lo apre-ciará.‟ 

Hubo una magnífica reunión de despedidacon los viejos amigos. Zouch y Medwin, Ga-rraway y Noel, llegaron de todas partes. Hubolenguado a la plancha antes del enorme filetey después pollo asado. Habían decidido que

como posiblemente sería la última vez, no ir-ían al teatro, sino que se sentarían a hablar al-rededor de la mesa de caoba. Zouch, que sesobreentendía que llevaba la voz cantante, ha-

bía consultado con el jefe de los camareros ycuando quitaron el mantel, les sirvieron so-lemnemente un raro y curioso oporto. Habla-ron de los viejos tiempos cuando iban juntos acolegio Wells, fingieron –aunque sabían que

no debían hacerlo– que el estudiante que habíaacuchillado a su propio padre en Piccadilly eraamigo suyo, volvieron a contar chistes quedebían ser más viejos que el vino, relataroncuentos de Moll y Meg,

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Moll Cutpurse, ladrona, falsificadora y adivi-na, y Meg of Westminster, sucesivamente ca-marera, soldado y la famosa historia de Mel-

combe, que atornilló al decano en sus propiashabitaciones. Y luego el asunto de las PosesPlásticas. Algunos compañeros lascivos, enexpresión de uno de los catedráticos del cole-gio Wells, se habían procurado ciertas escan-

dalosas figuras de cera del barracón correspondiente de la feria, y durante la noche lashabían colocado en el jardín del colegio de ma-nera más vergonzosamente escandalosa to-

davía. Los autores de esta infamia nunca fueron descubiertos: los cinco amigos se miraronastutamente uno al otro, apretaron los labiosy se pasaron el oporto.

El vino añejo y las viejas historias juntas pro-

dujeron un estado de ánimo ligeramente re-flexivo; y, entonces, Noel los llevó al Blacks.donde Last buscó entre la nueva compañía alanciano Mandeville y le contó con cordial gra-titud el feliz resultado de su intervención.

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Cuando repicaron las campanas cada uno sefue por su camino.

Aunque Joseph Last no era, de ninguna ma-

nera, un prodigio de observación y deduccióntampoco era del todo el simplón encerrado ensus libros que creía el señor Marsh. Todavía nohabía pasado mucho tiempo cuando una ciertainquietud le asaltó en su nuevo empleo.

Al principio todo parecía muy bien.El señor Marsh tenía razón en creer que es-

taría encantado con el lugar en el que estabainstalada la Casa Blanca. Ésta se levantaba, so-

bre terrazas en la ladera, por encima de un ríogris y plateado, que serpentea por un preciosoy solitario valle.

Por encima de ella, hacia el este, existía unvasto, sombrío y viejo bosque, que trepaba

hasta el más elevado risco de la colina y des-cendía hasta el nivel de las praderas y el mar.

Situado en el extremo más alto del bosqueLast miró hacia el oeste entre las ramas y con-templó las tierras del otro lado del río, la ele-

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vación y declive de la región en sucesivas on-dulaciones, la inmensa y borrosa murallamontañosa, azul en la distancia, y las blancas

granjas brillando al sol en la vasta ladera. Eraun hombre en un mundo nuevo. No existíaotra región como ésta alrededor de Dunhamen las Midlands, o en las cercanías de Blackhe-ath u Oxford; jamás había visitado nada pare-

cido en sus recitales. Estaba asombrado y en-cantado por la cortina de verdor, por ese granprodigio que podía contemplar. Cerca de él, emanantial descendía a borbotones de las grises

rocas, abriéndose camino desde las entrañasde la colina.Y en la Casa Blanca las condiciones de vida

eran del todo agradables.Le había impresionado la belleza morena de

la señora Marsh, que, evidentemente, era, co-mo la señorita Pilliner le había contado, bas-tante más joven que su marido. También notólos efectos que su prima atribuía a los añosque aquélla vivió en los trópicos, aunque difí-

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cilmente podía llamarlos cansancio o desfalle-cimiento como hacía ella. Había algo todavíamás extraño: el rostro de la señora Marsh esta-

ba marcado por la rubicundez, pero Last nosabía si era debido al sol o a las desconocidasemociones de los lugares en donde se habíametido, hace mucho tiempo tal vez.

Pero el alumno, el pequeño Henry, era toda

una sorpresa y un encanto.Parecía algo mayor para sus siete años; pero

Last estimó que esta impresión no estaba basa-da tanto en su estatura o en su físico como en

la brillante viveza e inteligencia de su miradaEl preceptor había tratado a muchos niñosaunque ninguno tan joven como Henry; y engeneral los había encontrado gordinflones ypesados, con rostros en los que se leía un deci-

dido odio al saber y la resolución de aprenderlo menos posible. A Last nunca le había sor-prendido esta expresión habitual. Le parecíaeminentemente natural. Sabía que los rudi-mentos de cualquier disciplina eran siempre

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condenadamente aburridos y difíciles. Se pre-guntaba por qué estaba inexorablemente fijadoque la desafortunada criatura humana pasara

gran parte de su vida desde el principio mis-mo haciendo cosas que detesta; pero así era, yahora por la sintaxis del modo optativo.

Pero no existían tan obstinados atrinchera-mientos en el rostro o en los modales de Hen-

ry Marsh. Era un muchacho apuesto, de aspec-to brillante y que hablaba brillantemente, ycon toda evidencia, no consideraba a su pre-ceptor como una fuerza hostil dirigida en con-

tra suya. Era lo que algunos, por extraño queparezca, llamarían anticuado; ingenuo, perono infantil, con una caprichosa expresión devez en cuando más evocadora de un hombregracioso que de un muchacho.

Este antiguo hábito tenía, sin duda, que seratribuido en parte a las enseñanzas de los via-jes, el espectáculo del paisaje cambiante y lacambiantes apariencias de personas y cosaspero sobre todo al hecho de que siempre había

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estado con su padre y su madre y nada sabíade la compañía de niños de su edad.

–Henry no ha tenido compañeros de juegos –

explicó su padre–. Debió contentarse con sumadre y conmigo. No hubo más remedio. To-do el tiempo estuvimos viajando; a bordo deun barco o alojados durante unas pocas sema-nas en hoteles cosmopolitas, y después otra

vez en ruta. El muchacho no tuvo oportunidadde hacer ningún amigo.

Y la consecuencia fue, sin duda, la carenciade puerilidad que Last había advertido. Proba

blemente fue una lástima que fuera así. Des-pués de todo, puerilidad es una maravillosapalabra, y Henry la desconocía: había perdidolo que, tal vez, fuera tan valioso como cual-quier otro aspecto, de la experiencia humana

y podía comprobar su carencia según iba cre-ciendo. Con todo, ésa era la situación, y Lastdejó de pensar en estas carencias, posiblemen-te imaginarias, cuando empezó a instruir amuchacho desde el principio mismo, tal y co-

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mo había prometido.Realmente, no desde el principio, pues e

muchacho confesó con una sonrisa apacigua-

dora que había aprendido a leer un poco porsu cuenta.–Pero, por favor, señor, no se lo diga a mi pa-

dre, pues sé que no le gustaría. Entienda, se-ñor, mi padre y mi madre tuvieron que dejar-

me a veces solo, y eso era tan aburrido quepensé lo divertido que sería que aprendierapor mi cuenta a leer libros.

„He aquí‟, pensó Last, „una buena lección pa-

ra un profesor‟. ¿Puede convertirse el saber enun atractivo secreto, una excelente diversiónen vez de una horrorosa penitencia? Tomó no-ta mentalmente y se puso manos a la obra quetenía ante sí. Descubrió en el muchacho una

extraordinaria aptitud, una prontitud en cap-tar sus indicaciones y explicaciones como nun-ca había visto antes: „ni en chicos que le dobla-ban o triplicaban la edad‟, meditó él. El afortu-nado preceptor estaba inclinado a creer que

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este niño, sacado a duras penas de su estrictainfancia, poseía algo muy semejante al genioDe vez en cuando, con su „Sí, señor, compren-

do. Y después, por supuesto...‟, verdaderamente le quitaba a Last las palabras de la bocay anticipaba lo que, sin duda, era lógicamenteel siguiente paso en la demostración. Pero Lasno estaba acostumbrado a alumnos que se an-

ticipasen a nada, excepto al momento de vol-ver a poner los libros en las estanterías. Y so-bre todo, el profesor se sentía atraído por laapasionada e intensa curiosidad del alumno

Parecía un lector de “La piedra lunar”, o cualquier otra novela sensacional, incapaz de dejarel libro hasta haber leído la última página ydescubrir el secreto. Sencillamente, el mucha-cho aportaba este espíritu de insaciable curio-

sidad a cualquier tema que se le propusiera„Desearía haberle enseñado a leer‟, pensó Laspara sí mismo.

„Sin duda habría considerado el alfabeto conel mismo miramiento que nosotros empleamos

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con aquellas fascinantes y misteriosas clavesde los cuentos de Edgar Allan Poe. Y, despuésde todo, ¿acaso no es ésa la forma apropiada y

lógica de enfocar el alfabeto?‟ Y después continuó preguntándose si la cu-riosidad, considerada a menudo como un de-fecto, casi un vicio, no sería, en realidad, unade las mayores virtudes del alma humana, la

clave de todos los conocimientos y todos losmisterios, el verdadero significado del secretoque hay que desvelar.

Entre unas cosas y otras: este modelo de

alumno, el encanto del extraño y hermoso paísen que residía, y la excepcional amabilidad yconsideración hacia él mostradas por el señory la señora Marsh, Last gozaba de una vida deabundancia plena. Escribió a sus amigos de la

capital, contándoles sus felices experiencias, yZouch y Noel, casualmente reunidos en El SolEl Perro o El Triple Tonel, comentaron la felici-dad de su amigo.

–Está orgulloso de su cachorro –dijo Zouch.

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–Y contento con las perspectivas –respondióNoel, pensando en los versos de Last acerca delos bosques y las aguas, y en las vistas de la

Casa Blanca–. Con todo, “timeo Hesperides edona ferentes”. Desconfío de occidente. Comodijo uno de sus propios habitantes, es una tie-rra de hechizo e ilusión. Nunca se sabe quépuede ocurrir después. Es una suerte que Sha-

kespeare naciera dentro de la zona de seguri-dad. Si Stratford estuviese veinte o treinta mi-llas más hacia el oeste..., no quiero ni pensarloEstoy completamente seguro de que en las mi-

nas galesas, únicamente se extrae oro mágicoY ya sabe usted lo que pasa.Entretanto, ajeno a las luces y rumores del

Strand, Last seguía feliz en su apartado lugarbajo el gran bosque. Pero muy pronto recibió

un sobresalto. Una tarde, entre la hora del té yla cena, estaba paseando por el jardín una vezfinalizado su trabajo diario y, sintiendo ganasde fumar en paz, se encaminó al cenador depiedra –o, tal vez, belvedere– que había al bor-

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de del césped a la sombra de los acebos. Allpodía uno sentarse y dominar el plateado ser-penteo del río, atravesado por un viejo puente

de piedra gris. Cuando iba a instalarse, reparóen un libro sobre la mesa frente a él. Lo cogióle echó un vistazo, suspiró, y, pasando unascuantas páginas más, se derrumbó sobre ebanco horrorizado. El señor Marsh siempre

había deplorado su ignorancia acerca de los li-bros.

–Sabía leer y escribir, y poco más –decía–cuando fui arrojado al mundo de los nego-

cios... en el escalón más bajo. Y he estado tanocupado desde entonces que temo que ahorasea demasiado tarde para recuperar el tiempoperdido.

En efecto, Last había advertido que aunque

Marsh solía hablar con bastante esmero, tavez con excesivo esmero, podía equivocarse enel calor de la conversación: por ejemplo diría„expontáneo‟ en lugar de „espontáneo‟. 

Y sin embargo parecía que, no solamente ha-

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bía tenido tiempo para leer, sino que había ad-quirido suficientes conocimientos como paradescifrar el latín de un terrible tratado rena-

centista, por lo general desconocido inclusopara los coleccionistas de semejantes cosasLast había oído hablar del libro, y las pocaspáginas que había hojeado le indicaron quebien se merecía su pésima reputación.

Fue una desagradable sorpresa.Last admitía abiertamente que la moral de su

patrón no era asunto suyo.Pero ¿por qué se molestaría el hombre en

contar mentiras? Last recordó que la extrava-gante señorita Pilliner le había contado sus im-presiones sobre Marsh: había detectado „unafalta de sinceridad‟, una especie de reserva ba-jo una cortés fachada de cordialidad. La seño

rita Pilliner era, desde luego, una mujer pers-picaz: existía en Marsh una indudable falta desinceridad.

Last dejó sobre la mesa el espantoso volu-men y anduvo por el jardín de un lado a otro

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sintiéndose muy preocupado. Sabía que habíaestado violento durante la cena, y dijo que sesentía un poco pachucho, con tendencia al do-

lor de cabeza. Marsh estuvo afable y alegrecomo siempre, y su esposa simpatizó con LastApenas había dormido en toda la noche, se la-mentaba, y se sentía abatida y cansada. Pensa-ba que había amenazas en el ambiente. Last

admirando su belleza, confesó una vez másque la señorita Pilliner llevaba razón. Dejandoaparte su fatiga momentánea, había en ellauna cierta languidez tropical, algo de las no-

ches apacibles y ardientes y de la fragancia delas flores exóticas.Marsh sacó un brandy muy especial que ad-

ministró con el café, diciendo que curaría aambos enfermos y les haría compañía. Efecti-

vamente, Last tuvo que confesar que se sentíaconsiderablemente más a gusto después de laexcelente cena, el buen vino y el raro brandyAunque humillante, era imposible, segura-mente, negar la influencia del estómago. Last

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se retiró pronto a su habitación, tratando deconvencerse de que la doblez de Marsh no eraasunto suyo. Encontró una inocente, o cas

inocente, explicación antes de que se le acaba-ra la última pipa, sentado junto a la ventanaabierta, escuchando vagamente el murmullodel río y contemplando las sombrías tierras demás allá.

–He aquí –reflexionó– una forma modificadadel Mal de Bounderby. Decía Bounderby queél empezó siendo un miserable paria, ham-briento y desaliñado. Marsh dice que se con-

virtió en recadero o algo por el estilo antes depoder aprender algo.Bounderby mentía, y Marsh, sin duda, mien-

te. Es una manía de los ricos: exageran sus éxi-tos recientes exagerando sus primitivas des-

ventajas.Cuando se fue a dormir casi había decidido

que el joven Marsh había estado en un bueninstituto de segunda enseñanza, y había hechobien.

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A la mañana siguiente, Last se despertó casrelajado. Fue, sin duda, una lástima que Marshadoptara una sutil y falsa jactancia; sus gustos

literarios eran ciertamente deplorables, peroeso era únicamente asunto suyo. Y el mucha-cho compensaba de todo. Mostraba un domi-nio tan claro de la gramática inglesa que Laspensó que muy pronto podría empezar con el

latín. Una noche, durante la cena, lo mencionómirando a Marsh con jocosa atención. PeroMarsh no dio muestras de que el dardo le hu-biera alcanzado.

–Eso demuestra que tenía razón –observó–Siempre he dicho que no hay equivocaciónmayor que obligar a los niños a estudiar antesde estar capacitados para ello. La gente suelecometerla, y en nueve de cada diez casos las

cabezas de esos niños quedan confundidas pa-ra el resto de sus vidas. Ya ve usted lo queocurre con Henry; le he mantenido apartadode los libros hasta ahora, y puede usted com-probar por sí mismo que no he perdido el

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tiempo con él. Está maduro para aprender, yno me extrañaría que en seis meses adelantaraa chicos corrientes prematuramente atiborra-

dos de conocimientos durante seis años.Puede ser, pensó Last, pero, en general, esta-ba dispuesto a atribuir el rápido progreso dechico antes a su propia inteligencia excepcio-nal que al sistema, o falta de sistema, de su pa-

dre. Y, en cualquier caso, era un gran placerenseñar a un muchacho así.

A buen seguro su aplicación a los libros nohabía sido perjudicial para su espíritu. En las

cercanías de la Casa Blanca había escaso vecin-dario, y además la gente ignoraba si los Marshiban a instalarse definitivamente o eran visi-tantes pasajeros: vacilaban en visitarlos mien-tras persistiera esta incertidumbre. Sin embar-

go, el párroco les había visitado; el párroco ysu esposa fueron los primeros; ella, animadajovial y parlanchina, y él, algo sombrío e indeciso.

Se suponía que el párroco, en sus tiempos un

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gran pendenciero, repartía su ocio entre sujardín y la invención de un ingenio voladorTenía la reputación de ser ligeramente ex-

céntrico.Él nunca volvió, pero la señora Winslow sol-ía pasar por el camino forestal en su carruajede dos ruedas con sus dos hijos: Nancy, unapreciosa chica rubia de diecisiete años, y Ted

un muchacho de once o doce años, de esa claseque Last catalogó como „gordinflones y pesa-dos‟, de corpulenta y tosca complexión, conabultados ojos y mejillas y un poco de la re-

suelta expresión de un cachorro de bulldogDespués del té, Nancy solía organizar juegospara los dos niños en el jardín, a los que se un-ía personalmente con aparente fruición. Hen-ry, que conocía a pocos compañeros aparte de

sus padres, y probablemente nunca había ju-gado a ningún tipo de juego, protestaba condeleite, corría de un lado para otro, se escond-ía detrás del cenador, y, con el mayor placerabandonaba súbitamente la protección de las

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judías verdes, y Ted Winslow se le unía con unaire de protesta. Estaba de vacaciones y su ex-presión indicaba que ese tipo de cosas sólo

eran apropiadas para chicas y críos. A Last leagradaba ver a Henry tan dispuesto y tan de-seoso de divertirse; después de todo, él mismotenía algo de niño. Parecía un poco incómodocuando Nancy Winslow lo ponía sobre sus ro-

dillas al acabarse los juegos; evidentementetemía la desdeñosa mirada de Ted WinslowEn efecto, parecía como si el joven bulldog te-miera ver comprometida su reputación al aso-

ciársele con un tan evidente y declarado niñoLa siguiente vez que la señora Winslow tomóel té en la Casa Blanca, Ted tenía un diplomático dolor de cabeza y se quedó en su casa.

Pero Nancy propuso juegos para dos perso-

nas, y a ella y a Henry se les oyó gritar alegre-mente por el parque.

Henry quería mostrar a Nancy un maravillo-so pozo que había descubierto en el bosque, yque, según dijo, procedía de la base de un

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enorme tejo.Pero la señora Marsh parecía creer que po-

dían perderse.

Last había pasado por alto el incómodo inci-dente de ese infame libro del cenador. En cartaa Noel le había comentado que temía que supatrón fuera en algunos aspectos un poco gra-nuja, pero de confianza por lo que a él se refer-

ía; y así era. Hacía progresos en su trabajo y nose metía en lo que no le importaba. Sin embar-go, de vez en cuando, se renovaba su vaga inquietud por el hombre. Ocurrió un mal asunto

en una aldea a un par de millas, donde unachica de doce o trece años, que después de os-curecer volvía a casa de visitar a un vecino, fueatacada en el bosque y vilmente maltratadaLa desgraciada niña, según parecía, había sido

abandonada por el canalla en lo más recónditodel bosque, a poca distancia del sende-ro queella debía haber tomado a su regreso a casaUn hombre que había estado bebiendo hastatarde en el „Fox and Hounds‟ oyó que al-guien

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lloraba y gritaba „como presa de un arre-bato‟en expresión suya, y encontró a la chica en unestado lastimoso, en el que permanece desde

entonces. Era incapaz de describir a la personaque tan vergonzosamente la había maltratadola conmoción la había dejado fuera de sí; gri-taba cada vez que alguien aparecía por detrásde ella en la oscuridad, pero no podía añadir

nada más, y era imposible tratar de conseguirque describiera a una persona a la que, proba-blemente, ni siquiera había visto. Naturalmen-te, esta horrible historia se convirtió en la

atracción principal del periódico local, y unanoche, estando Last y Marsh fumando senta-dos después de la cena, el preceptor ha-bló decaso; dijo algo acerca del contraste entre lapaz, belleza y tranquilidad del lugar y el infa-

me crimen que tan cerca se había cometido. Lesorprendió comprobar que inmediatamenteaumentó la inquietud de Marsh. Se levantó dela silla y recorrió la habitación de acá para allámurmurando „terrible asunto, vergonzoso

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asunto‟, y, cuando volvió a sentarse dándole laluz de lleno, Last vio el rostro de un hombreasustado. La mano que Marsh ha-bía puesto

sobre la mesa estaba crispada por la ansiedadgolpeaba el suelo con el pie como si tratara decalmar el temblor de sus labios, y había unmiedo mortal en sus ojos.

A Last le chocaba y le asombraba el efecto

que había producido con unas cuantas frasesconvencionales. Tímidamente, dispuesto a su-perar una situación difícil, comenzó a decir al-go todavía más convencional como que la be-

lleza de la naturaleza jamás había conferidoinmunidad para el crimen, o cualquier otranecedad parecida. Pero estaba claro que Marshno iba a calmarse con nada por el estilo. Se le-vantó otra vez de la silla y golpeó su mano

contra la mesa, en un fiero gesto de rechazo yne-gativa.

–Por favor, déjelo, señor Last.No diga nada más. Verdaderamente nos ha

afectado mucho a la señora Marsh y a mí. Nos

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horroriza pensar que hemos traído a nuestrohijo aquí, a este pacífico lugar según teníamosentendido, sólo para exponerle al contagio de

este espantoso incidente. Por supuesto, hemosdado a los sirvientes órdenes estrictas de queno digan ni una palabra en presencia de Hen-ry; pero usted sabe cómo son los sirvientes y elfinísimo oído que tienen los niños.

Una o dos palabras casuales pueden arraigaren una mente infantil y contaminar todo sutemperamento. Realmente es un pensamientoterrible. Debe usted haber advertido lo angus-

tiada que ha estado la señora Marsh estos Alti-mos días. Lo único que podemos hacer es tra-tar de olvidarlo todo, y confiar en que no sehaya producido ningún daño irreparable en elmuchacho.

Last murmuró un par de palabras de discul-pa y asentimiento, y la conversación tomóotros derroteros menos conflictivos. Perocuando el preceptor se quedó solo, examinócon curiosidad lo que había visto y oído

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Pensó que el aspecto de Marsh no se corres-pondía con sus palabras. Hablaba como unpadre devoto, temeroso de que su pequeño

pudiera sorprender algún nauseabundo y re-pugnante chismorreo o hiciera conjeturasacerca de un crimen horrible y obsceno. Parec-ía como si hu-biera divisado el patíbulo, y sumiedo, Last lo presentía, fuera de un género

completamente diferente. Y además estaba lareferencia a su esposa. Last había advertidoque desde el crimen en el bosque algo le pasa-ba; pero de nuevo desconfió de la observación

de Marsh. Su esposa era una mujer habitual-mente de un buen humor algo lánguido; perorecientemente mostraba un aspecto y un sem-blante de furia contenida, la ardiente miradade una mujer celosa, la rabia de la belleza des-

deñada. Ha-blaba poco, y cuando lo hacía eralo más concisa posible; pero podía uno imagi-narse en su interior el fuego de la pasión. Lasthabía comprendido esto y se asombraba, aun-que no demasiado, decidiendo no meterse en

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lo que no le importaba. Suponía que había al-guna diferencia de opinión entre ella y su ma-rido; muy posiblemente acerca de la nueva

disposición del mobiliario del salón y del alquiler de un gran piano. Desde luego no se lehabía ocurrido achacar el semblante alteradode la señora Marsh al infame crimen que sehabía cometido. Y ahora Marsh le contaba que

esos destellos de rabia oculta eran los signosexternos de su compasiva ansiedad maternaPero no le creyó ni una sola palabra. Comparóel mal disimulado terror de Marsh con la ma

disimula-da furia de su esposa; se acordó delibro del cenador y de las cosas que se rumo-reaban acerca del horror en el bosque: la repugnancia y el pavor se apoderaron de él. Eracierto que no tenía pruebas sino simples conje-

turas; pero no dudaba. No podía haber otraexplicación. Y ¿qué podía hacer él sino aban-donar este terrible lugar?

Last no pudo conciliar el sueño.Se desvistió y se metió en la cama, y estuvo

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dando vueltas en la penumbra de la noche ve-raniega. Luego encendió su lámpara y se vol-vió a vestir, preguntándose si no sería mejor

escabullirse sin decir palabra, caminar las ochomillas hasta la estación, y escaparse en el pri-mer tren que fuera a Londres. No era solamente su aversión por el hombre y sus obras; emiedo también le incitaba a huir de la Casa

Blanca. Estaba seguro de que si Marsh adivinaba sus sospechas, su vida podía correr peli-gro. Aquel hombre maligno no conocía la cle-mencia ni los escrúpulos. Incluso podía estar

en su puerta, escuchando, acechando. Sólo depensarlo se le helaba el corazón y el sudor fríole caía a borbotones.

Iba y venía por la habitación, descalzo, dete-niéndose de vez en cuando a escuchar hasta e

más leve paso en el exterior. Cerró la puerta lomás silenciosamente que pudo y se sintió másseguro. Esperaría hasta el amanecer en que lagente alborota toda la casa, y entonces podríaaventurarse a salir y escaparse.

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Y, sin embargo, cuando oyó la agitación delos criados en sus ocupaciones, vaciló. El sobrillaba en el valle, y la niebla que cubría el

plateado río se elevó y desapareció; la dulcefragancia del bosque penetraba por la ventanade su habitación. El miedo y el terror ciego habían desaparecido de su ánimo. Comenzó avacilar, a recelar de su juicio, a preguntarse si

no se habría precipitado en sus negras conclu-siones por el pavor de la noche. Sus lógicasconclusiones a medianoche parecían sugeriruna pesadilla en la transparencia de aquel va-

lle; pero el canto de una alondra en lo alto selo refutaba. Recordó el argumento de Garraway después de una excelente cena en La Ca-beza del Turco: siempre era peligroso que laimprobabilidad fuera consejera de la vida. Se

demoraría un poco, permanecería alerta, y seaseguraría antes de pasar a la acción repentinay violentamente. Y quizás fuera cierto que Lastestaba fuertemente influido por su aversión adejar al joven Henry, cuya extraordinaria bri-

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llantez e inteligencia le asombraban y deleita-ban cada vez más.

Todavía era temprano cuando, finalmente

abandonó su habitación y salió al aire puro dela mañana. Era poco más de una hora despuésdel desayuno, y Last se puso en camino por elsendero que conducía, pasada la tapia dehuerto, a lo alto de la colina y al corazón del

bosque. Se detuvo un instante en la curva su-perior y, dándose la vuelta, contempló, al otrolado del río, el alegre país con toda su magia yencanto matutinos. Mientras andaba despacio

mirando en torno suyo, oyó unos débiles pa-sos que se aproximaban por el otro lado de latapia y unos murmullos en voz baja. Despuéscuando los pasos se acercaron, una de las vo-ces se elevó un poco, y Last oyó a la señora

Marsh diciendo:–¿Demasiado vieja yo? Y trece años son de-

masiado pocos. ¿Habrá que esperar a los próx-imos diecisiete para que puedas introducirlaen el bosque?

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Después de todo lo que he hecho por ti, y loque tú me has hecho a mí.

La señora Marsh enumeró todas esas cosas

sin remisión y sin ningún vergonzoso tembloren la voz. Se detuvo momentáneamente. Tavez le sofocaba la rabia; y pudo escucharseuna estridente risa burlona, como si la voz deMarsh se hubiera cascado de desprecio.

Silenciosa, pero rápidamente, Last, con la ca-ra triste y los ojos desorbitados, se largó des-esperadamente de la Casa Blanca. Una vez enel camino, libre de sembrados y de maleza

aminoró su carrera sin detenerse nunca, hastallegar con un suspiro de alivio a las feas callesde una gran ciudad industrial. En seguida sedirigió a la estación, y comprobó que todavíafaltaba una hora para el expreso de Londres

Por tanto, disponía de mucho tiempo para sudesayuno, que consistió en aguardiente.

El preceptor volvió a su antigua vida y a susantiguas costumbres, haciendo todo lo posiblepor olvidar este extraño y horrible interludio

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de la Casa Blanca. Se rodeó una vez más desus gordinflones cachorros; dio clases intensi-vas y durante sus largas vacaciones preparó

para los exámenes a los alumnos suspendidosestando moderadamente satisfecho, en gene-ral, con el curso de los acontecimientos. De vezen cuando, procurando convencer a los gor-dinflones de que el latín y el griego eran len-

guas habladas anteriormente por seres huma-nos y no enigmas sin sentido inventados pordemonios, pensaba, suspirando de pena, en emuchacho que tan bien las entendía y tanto las

deseaba comprender. Y se preguntaba si nohabría sido un cobarde por dejar a este encan-tador niño en las nefastas manos de sus espan-tosos padres. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?Era horrible pensar en Henry, corrompido más

o menos rápidamente por sus detestables pa-dre y madre y creciendo con el fango de susabominaciones gravitando sobre él.

No entró en detalles con sus viejos amigosLes dio a entender que había surgido una gra-

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ve desavenencia que le hizo imposible conti-nuar. Sus amigos asintieron con la cabeza, ycomprendiendo que el asunto era delicado, no

le hicieron preguntas, hablándole en su lugarde libros antiguos y de filetes recientes. De he-cho, todos coincidieron en que el filete erademasiado reciente, y emplazaron a William aque explicara este horror. ¿No sabía que el file-

te, que sirve para el consumo de los cristianoslo que los distingue de los hotentotes, necesitaairearse tanto como la caza? El benigno y labo-rioso William probó, analizó y asintió con gran

pesar suyo.Se disculpó y a continuación les dijo que co-mo a los caballeros no les gustaría esperar aque cocinaran unas aves, les sugeriría unaenorme, tierna y jugosa rodaja de ternera asa-

da, recién cortada. La sugerencia fue aceptaday la encontraron excelente. La conversaciónvolvió a la métrica coral y a Florence St. John yel Strand.

Más tarde hubo oporto.

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Muchos años después, cuando su vida, des-truida desde mucho tiempo atrás, se había de-rrumbado en un estallido final, Last se enteró

de la verdadera historia de su empleo comopreceptor en la Casa Blanca. Tres terribles per-sonas fueron sentadas en el banquillo del OldBailey. Un anciano, con aspecto de mortíferaserpiente; una deplorable mujer, gorda y desa-

liñada, de colgantes carrillos y ojos con un va-go indicio de belleza marchita; y, para totaasombro de aquellos que no conocían la histo-ria, un maravilloso niño. La gente que le vio

en el estrado dijo que aparentaba nueve o diezaños, no más. Pero la evidencia mostraba quedebía tener entre cincuenta y sesenta por lomenos, quizás incluso más.

La acusación imputó a estas tres personas un

crimen incalificable y horroroso. Fueron acu-sados bajo el nombre de Mailey, que llevabancuando fueron detenidos; pero al final del pro-ceso resultó que habían sido conocidos pormuchos nombres en el transcurso de su carre-

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ra: Mailey, Despasse, Lartigan, Delarue, Fal-con, Lecossic, Hammond, Marsh, Haring-worth. Se estableció que el presunto mucha-

cho, a quien Last había conocido como HenryMarsh, no tenía ningún tipo de parentesco conlos prisioneros de más edad. Sus orígenes erancompletamente desconocidos. Se creía que erahijo ilegítimo de un importante diplomático

inglés, cuya influencia había contado muchoen el Extremo Oriente. Nadie sabía nada acer-ca de su madre. El muchacho prometía muchodesde su más tierna infancia, y el padre, que

era soltero y a quien desagradaba lo poco quesabía de su parentela, le legó su enorme fortu-na. El diplomático murió cuando el muchachotenía doce años; y era ya bastante mayor cuan-do el niño nació.

La gente comentaba que Arthur Wesley, co-mo le llamaban entonces, era de muy baja es-tatura para su edad, y así permaneció, conser-vando el rostro de un niño de siete u ochoaños.

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Como no se le podía mandar a la escuela, fueeducado en privado. Cuando fue mayor deedad, los albaceas tuvieron la extraordinaria

experiencia de poner una propiedad bastanteconsiderable en manos de un joven que parec-ía un niño. Muy poco después, Arthur Wesleydesapareció. Dudosos rumores hablaron dereapariciones suyas, ora aquí, ora allá, por to-

das partes del mundo. Se comentó que Wesleyhabía adoptado las costumbres de lo que en-tonces se llamaba la desconocida África, cuan-do las Montañas de la Luna todavía persistían

en los mapas más antiguos. También se dijoque había ido a explorar las crecidas aguas delAmazonas, y jamás había regresado; aunquepocos años más tarde un personaje que debióhaber sido Arthur Wesley desplega-ba activi-

dades desagradables en Macao. De acuerdocon el proceso, fue poco después de este per-íodo cuando –en palabras del fiscal– com-prendió la necesidad de „ponerse a cubierto‟Su extraordinaria personalidad, con suficien-

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tes dotes de naturalidad, atrajo la atención so-bre él y sus actividades, y dado que esas acti-vidades eran por lo general, o siempre, odio-

sas, semejante atención era a la vez molesta ypeligrosa. En alguna parte de Oriente, estandomuy mal acompañado, encontró a las dos per-sonas que luego fueron procesadas con élArabella Manning, de quien se decía que tenía

respetables parientes en Wiltshire, se había idoa Oriente como institutriz, pero pronto habíahallado otras ocupaciones.

Meers había trabajado como empleado de

una firma comercial de Shanghai.Su ingeniosísimo sistema de fraude le valióel despido, pero, por una razón u otra, la em-presa rehusó demandarle, y Meers se fue al lu-gar donde Arthur Wesley le encontró. A Wes-

ley se le ocurrió un gran plan. Manning y Me-ers pretendían ser el señor y la señora Marsh –ése parece haber sido su primer trata-miento–y él iba a ser su hijo pequeño. Les pa-gó biensus variados servicios: durante algunos años

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Arabella fue su gobernanta, la compañera ensus momentos más discretos. Ocasionalmentecontrataron a un preceptor para hacer la situa-

ción más plausible. De esta guisa, el horrorosotrío recorría el mundo.El tribunal escuchó todo esto, y mucho más

después que el jurado encontrara culpables alos tres del concreto delito del que les acusa-

ban.Este último crimen –que la prensa tuvo que

envolver en paráfrasis y perífrasis– había sidodescubierto, por extraño que parezca, como

consecuencia en gran parte de los celos de lamujer. Los afectos de Wesley, llamémoslos asítodavía estaban dispuestos a extraviarse, y lacelosa furia de Arabella la llevó más allá de to-da cautela y de todo control. Ella era el punto

vulnerable de la armadura de Wesley, la grietaen su protección.

La gente de la sala les miró a los dos; a lapervertida y deplorable mujer de carrillos flo-jos y colgantes, en cuyos fatigados ojos todavía

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brillaba un débil fuego, y a Wesley, que, al pa-recer, todavía era un guapo y listo muchachi-to. Se quedaron boquiabiertos de asombro an-

te el grotesco e insoportable horror de la esce-na.El juez levantó la vista de sus anotaciones y

miró fijamente a los convictos durante algunossegundos, con los labios fuertemente apreta-

dos.El acusador llegó al final de su portentosa

historia. La trayectoria de estas personas, dijohabía estado marcada por terribles escándalos

pero hasta hacía bastante poco nadie habíasospechado de su culpabilidad. Dos de estoscasos concernían a la acusación principal, perofaltaba una evidencia formal.

El juicio llegaba a su fin.

„A pesar de su diminuta estatura y su aspec-to juvenil, el preso Charles Mailey, “alias” Ar-thur Wesley, se resistió desesperadamente a suarresto. Poseía una inmensa fuerza para su ta-lla, y casi estranguló a uno de los agentes que

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lo arrestó.‟ Las fórmulas procesales fueron proferidas. E

juez, sin un solo comentario, sentenció a Mai

ley, o Wesley, a cadena perpetua; a John Me-ers, a quince años de cárcel, y diez años, paraArabella Manning.

El viejo mundo, ya ha sido señalado, habíacaído con gran estrépito.

Habían pasado muchísimos años desde queecharan a Last de Mowbray Street, desde quedescendiera sórdida y tranquilamente deStrand. Mowbray Street estaba ahora repleta

de resplandecientes edificios de oficinas.Después fue de un cómodo escondrijo a otrosegún Londres crecía en majestad y esplendorPero durante un año más o menos, estuvooculto en una callejuela que tenía la ventaja de

conducir a un cementerio abandonado, cercade Gray.s Inn Road. Medwin y Garraway ha-bían muerto; pero una noche Last convocó ensu domicilio a los supervivientes Zouch y No-el, e inmediatamente preparó para ellos un ex

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celente ponche.–Es tan estupendo que debe ser pecaminoso

–dijo, mientras pelaba los limones–, pero hasta

el presente creo que no es ilegal. Y todavía ten-go unas cuantas botellas de aquel oporto quecompré en el noventa y dos.

Y entonces les contó por primera vez toda lahistoria de su empleo en la Casa Blanca.

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LOS NIÑOS DE LA CHARCAHace un par de veranos, en compañía de vie

jos amigos, me detuve en mi condado natal, en

la frontera galesa.Era un año seco y caluroso, y penetré enaquellos valles verdes y bien regados con unasensación muy reconfortante. Fue un alivio deardor de las calles londinenses, de las noches

sofocantes y cargadas, en las que los innume-rables muros de ladrillo, piedra y hormigón ylos interminables pavimentos arrojan a la ce-rrada oscuridad el fuego que a lo largo de todo

el día han extraído del sol. Después de aque-llas calzadas, que se han convertido en vías deferrocarril con sus luces cambiantes, sus glo-bos amarillos y sus barras y pernos de acero, yque amenazan de muerte instantánea si los

pies no están al tanto, ¡qué descanso poder ca-minar en silencio bajo el verde follaje y escu-char el discurrir del arroyo desde el corazónde la colina!

Mis amigos eran viejos conocidos y me ur-

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gieron a que obrara a mi antojo.El desayuno se servía a las nueve, pero era

igual de excelente y copioso a las diez; y s

quería podía tomar algo frío en el almuerzo oen caso contrario, podía ausentarme hasta lacena a las siete y media. Entonces teníamos to-da la noche para hablar de los viejos tiempos yde los cambios, confortados por la bebida, y

luego acostarnos tranquilizados por los re-cuerdos y el tabaco, así como por el arroyo queserpenteaba abajo en el prado entre los sombr-íos alisos. ¡Y no se veía un solo “bungalow” en

muchas millas a la redonda! A veces, cuandoel calor era abrasador, incluso en esta lozanatierra, y el viento procedente de las montañasal oeste dejaba de soplar, pasaba todo el día ala sombra sobre el césped, pero, más a menu-

do, iba al campo y recorría los caminos que meeran familiares, tratando de descubrir otrosnuevos en este feliz y desconcertante país. Va-gaba por valles desconocidos y, a través deprofundos y angostos senderos bordeados de

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setos, todavía más estrechos, supongo, que losviejos caminos de herradura, trepaba disimu-ladamente sin dirigirme obviamente a ningún

lugar en particular.El día en que me aventuré a emprender se-mejante expedición el viento era muy frío. Eraun „día encapotado‟. 

No había nubes en el cielo, pero una espesa y

luminosa niebla grisácea lo cubría todo. Porun momento parecía que el sol iba a brillardejando ver el azul del cielo; entonces, losárboles del bosque parecían florecer y los pra-

dos iluminarse; pero de nuevo la cargazón locubría todo. Me impresionó el pedregoso camino que subía desde la parte posterior de lacasa hasta lo alto de la colina. Hacía muchosaños que lo había recorrido por última vez

una tarde invernal en que las roderas estabanendurecidas por la helada, en los lugares altoslos sombríos pinos sobresalían por encima dela nieve, y el sol estaba inflamado y todavíalucía por encima de la montaña. Recordé que

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el camino me había resultado bastante laborioso, con recodos a diestro y siniestro, y declivesinesperados, seguidos de subidas a helechales

y otros lugares espinosos que perturbaban laquietud de la noche invernal, y que volví a ca-sa de mala gana. Entonces aproveché la opor-tunidad que me brindaba el día veraniego yresolví de alguna forma terminar con el asun-

to.Pensé que habría sobrepasado el lugar en

donde me detuve la otra vez, y retrocedí mien-tras la fría oscuridad y las resplandecientes es-

trellas se abalanzaban sobre mí. Recordé la in-clinación del seto desde el que contemplé el redondo túmulo en lo alto de la barrera monta-ñosa; en la ladera había una granja blanca, cu-ya granjera todavía llamaba a su perro con voz

aguda y débil a lo lejos, como antes lo habíahecho él o su padre. A partir de ahí, creí en-contrarme en un país desconocido; los fresnosse apiñaban a ambos lados del camino y con-fluían por encima de él: proseguí mi camino

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hacia lo desconocido a la manera de las únicasbuenas guías turísticas, o sea los cuentos de loscaballeros de antaño.

El camino bajaba, subía y volvía a descendera través de la espesura del bosque. Luego des-aparecieron los árboles a ambos lados, aunquelos setos eran tan altos que no me dejaban verel resto del camino. Y precisamente al final del

bosque había una de esas sendas o pequeñossenderos de los que he hablado, que partía ami derecha y serpenteaba rápidamente fueradel alcance de la vista, bajo el follaje de avella-

nos, rosas silvestres, arces y carpes, con algúnacebo salteado y la dorada madreselva y la os-cura brionia brillando y trepando por todaspartes.

No pude resistir la invitación de un sendero

tan recóndito e incierto, que comenzaba conun rastro de verde y profusa hierba sobre tie-rra todavía blanda pese a la sequía de este ca-luroso verano. Hasta donde pude divisar, ecamino serpenteaba por la falda de una colina

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sin ascender ni descender, y bruscamente cesaba, después de poco más de una milla, y meencontré en una ladera rasa con una senda pe-

dregosa que descendía hasta una casa gris. Porsu aspecto y sus alrededores, en la actualidadera una granja, pero había indicios de su anti-guo esplendor: ventanas con maineles del si-glo XVI y un pórtico jacobino en el centro, con

un confuso blasón moldeado encima del din-tel.

Se me ocurrió que sería agradable un pocode pan con queso y sidra, y golpeé la puerta

con mi bastón; me abrió una simpática mujer.–¿Sería usted tan amable...?–empecé yo.Entonces, en alguna parte al fondo del corre-

dor de piedra, se oyó un grito y una soberbia

voz.–Adelante, pase, bribón, si se llama Meyrick

de lo cual estoy seguro.Estaba asombrado. La simpática mujer son-

rió abiertamente y dijo:

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–Parece que es usted muy conocido aquí, se-ñor. Pero tal vez haya oído que el señor Ro-berts reside aquí.

Mi viejo conocido James Roberts salió tamba-leante de su guarida en la parte trasera. Le ha-bía conocido hacía mucho tiempo, pero nomuy bien.

Nuestros negocios en Londres seguían cami

nos diferentes y, por lo tanto, no nos vimos amenudo. Pero me alegraba verle en este ines-perado lugar: era un hombre rechoncho, con erostro cada vez más rubicundo con el paso de

los años. Era paisano mío, pero apenas le ha-bía conocido antes de que ambos nos viniéra-mos a la ciudad, ya que vivía en el extremoseptentrional del condado.

Me estrechó la mano cordialmente, parecién-

dome como si quisiera darme una palmada enla espalda –era un poco ese tipo de personas–y repitió su „¡adelante!, ¡adelante!‟, añadiendoa la simpática mujer:

–Traiga otro plato, señora Morgan, y todo lo

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demás. Espero que no se habrá olvidado dequeso de Caerphilly, Meyrick. Le aseguro quenadie lo prepara mejor que la señora Morgan

Otra jarra de sidra, señora Morgan, y “seidrdda”, ¿le importa? Nunca supe si de niño le habían enseñado a

hablar en galés. En Londres había perdidohasta el más ligero rastro de acento, pero aqu

en Gwent había recuperado en buena medidalos dejos locales; su habla olía a tierra galesatan intensamente como la de la alegre esposadel granjero. Estimé que su acento formaba

parte de sus vacaciones.Me condujo a un pequeño salón de vetustomobiliario, agradable decoración pasada demoda y empapelado de flores casi imperceptibles; hizo que me sentara en un sillón junto a

la mesa redonda, y me dio, como luego le dijeexactamente lo que tenía intención de pedirlepan con queso y sidra. Todo muy bueno; esta-ba claro que la señora Morgan tenía la habili-dad de hacer un suculento queso de Caerp-

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hilly –una especie de “bel paese” blanco–, muydiferente de los secos y pétreos quesos que amenudo deshonran el nombre de Caerphilly

Después hubo mermelada de grosellas con na-ta. Y el tabaco que se utiliza en el país:Shagon–the–Back, de Welsh Back, en Bristol

Y luego ginebra.Esta última la compartimos al aire libre, en

un viejo cenador de piedra, junto al jardín. Unrosal blanco había crecido por todo el cenadordándole sombra y glorificándolo. Precisamen-te el agua de la gran jarra la habían sacado de

un manantial en la roca caliza, y le dije a Ro-berts con gratitud que me sentía mucho mejorque cuando había golpeado la puerta de lagranja. Le conté en dónde me había hospeda-do –conocía a mi anfitrión por el nombre–, y

él, a su vez, me informó que ésta era su prime-ra visita a Lanypwll, como se llamaba la gran-ja.

Un vecino suyo en Lee le había recomendadoencarecidamente la cocina de la señora Mor-

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gan, y, como él dijo, no se podía hablar dema-siado bien de ella en ese aspecto ni en ningunootro.

Estuvimos toda la tarde bebiendo tragos yfumando en aquel agradable refugio bajo erosal blanco. Meditaba gratamente sobre el he-cho de que en Londres no me atrevería a dis-frutar tan profusamente del Shagon–theBack

un tabaco fuerte, de sabor pleno y en sazónpero inadecuado a las duras calles.

–¿Dice usted que la granja se llama Lany-pwll? –interpuse yo–. Eso quiere decir „junto a

la charca‟, ¿no? ¿Dónde está la charca? No la veo.–Venga –dijo Roberts– y se la mostraré.Me llevó por una pequeña puerta a través

del jardín, rodeado de un espeso y alto seto de

laurel, y torcimos a la izquierda de la casafrente al lugar por donde había entrado. Esca-lamos un baluarte de los viejos tiempos rode-ado de verdor, desde donde Roberts me señalóun angosto valle, circundando de escarpadas

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colinas pobladas de árboles. Al fondo había unllano, mitad marisma, mitad charca negra deaguas estancadas, con verdes islas de lirios y

toda esa exuberante y rara vegetación que sue-le arraigar en el cieno.–Ahí tiene usted la charca que buscaba –dijo

Roberts.Era un lugar de lo más extraño, pensé, escon-

dido entre las colinas como si guardara algúnsecreto. Las empinadas cuestas que descendían hasta ella eran una maraña de malezaformada por todo tipo de ramas entremezcla-

das, por encima de la cual sobresalían losárboles más altos, algunos de los cuales habíansucumbido a las aguas pantanosas, aparecien-do sus troncos descoloridos, pelados y cadavé-ricos, y sus ramas descortezadas.

–Un lugar inquietante –dije a Roberts.–Estoy completamente de acuerdo con usted

Es un lugar bastante inquietante. Me han con-tado en la granja que no es prudente acercarsea él, pues puede uno coger unas fiebres y no sé

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qué cosas más. Y, efectivamente, si uno nodesciende con cuidado, vigilando sus propiospasos, fácilmente puede encontrarse metido

hasta el cuello en aquel lodo negro.Regresamos al jardín y a nuestro cenador, ypoco después tuve que volver a casa.

–¿Cuánto tiempo ha estado con Nichol? –mepreguntó Roberts cuando partíamos. Se lo dije

y él insistió en cenar conmigo el fin de semana–‟Enviaré‟ por usted –dijo–. Le llevaré por un

atajo a través de los campos y verá usted cómono se extravía. Pato asado y guisantes –añadió

con fascinación–, y algo bueno para la diges-tión después.La siguiente vez que visité la granja hacía

una tarde excelente, pero, efectivamente, aquemaravilloso verano nos hartamos de procla-

mar „tiempo excelente‟. Encontré a Robertsanimado y acogedor, pero, pensé para mí, aduras penas tan optimista como en mi visitaanterior. Estábamos en el cenador tomando uncóctel que él había preparado, mientras el

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magnífico pato alcanzaba el perfecto punto ensu dorado, y advertí que su conversación nofluía tan libremente como la vez anterior. Una

o dos veces se calló y pareció pensativo.Me contó que se había aventurado a bajar ala charca, el lugar pantanoso del fondo.

–Y no parece mejor cuando se ve de cercaUn líquido negruzco y aceitoso que no parece

agua, cubierto de espuma y de algas comomonstruos. Nunca vi plantas tan raras y tandesagradables.

Allá abajo existe una tupida exuberancia cu-

bierta de sombrías flores carmesí, hinchadas ymoteadas como un sapo.–Usted no es botánico, ¿verdad?–observé yo.–No, no lo soy. Conozco los ranúnculos y las

margaritas y poco más.La señora Morgan se asustó mucho cuando

le conté dónde había estado.Dijo que esperaba que no tuviera que arre-

pentirme. Pero me siento igual que siempre

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No creo que queden muchos lugares en estepaís en los que todavía pueda cogerse la mala-ria.

Continuamos con el pato y los guisantes ygozamos de su perfección.Quedaba un poco de “ale” que el señor Mor-

gan había comprado cuando quebró una viejataberna de los alrededores; su vejez y su exce-

lencia original combinadas la habían converti-do en una bebida rara. El „algo bueno para ladigestión‟ resultó ser un brandy añejo que Ro-berts se había traído de la ciudad. Le dije que

nunca lo había pasado mejor. Se animó con laexcelente comida y bebida y estaba bastantealegre; sin embargo, pensé que había una reserva, algo oscuro en el fondo de su mente quede ningún modo era alegre.

Nos servimos una segunda copa del brandyañejo, y Roberts, tras una indecisión momentá-nea, habló con claridad. Abandonó completa-mente el festivo asunto del campesino galés.

–¿Creería usted –empezó– que un hombre

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vendría a un lugar como éste para ser chanta-jeado al final del viaje?

–¡Dios mío! –dije con voz entrecortada por el

asombro–. En efecto, no lo creería. ¿Qué haocurrido?Me miró muy serio. Incluso pensé que parec-

ía asustado.–Bien, se lo contaré todo. Hace un par de no-

ches fui a dar una vuelta después de cenar. Erauna noche hermosa en que brillaba la luna ysoplaba una brisa suave y limpia. Así es queascendí por la colina y luego tomé la senda

que conduce hacia abajo, desde el bosque aarroyo. Me había introducido en el bosqueunas cincuenta yardas más o menos cuando oque una voz aguda y penetrante, una voz dejovencita, me llamaba por mi nombre: „¡Ro

berts!, ¡James Roberts!‟; me llevé un susto tre-mendo, se lo aseguro. Me detuve en seco ymiré fijamente en torno mío. Por supuesto, nopude ver nada más que el radiante claro de lu-na, sombras negras y todos aquellos árboles

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cualquiera podía ocultarse tras ellos. Entoncesse me ocurrió que podía ser alguna joven lugareña jugando al escondite con su novio: James

Roberts es un nombre bastante común, espe-cialmente en esta parte del país. Así es que ibaa proseguir mi camino, sin preocuparme porlos asuntos amorosos locales, cuando aquegrito me llegó directamente al oído: „¡Roberts

¡James Roberts!‟, y luego media docena de pa-labras con las que no le molestaré; en todo caso, todavía no.

Ya he dicho que Roberts no era, de ninguna

manera, íntimo amigo mío. Pero siempre lohabía considerado un tipo afable y cordialuna persona perfectamente amable; y sentía, yasimismo me indignaba, verle allí sentadodesdichado y consternado. Parecía que hubie

ra visto un fantasma; peor que eso: parecía co-mo si hubiese visto el terror.

Pero era demasiado prematuro apremiarleLe dije:

–¿Qué hizo usted entonces?

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–Di media vuelta y regresé corriendo a travésdel bosque, saltando por encima de la vallaLlegué a casa más rápidamente de lo que nun-

ca pude y me encerré en esta habitación, baña-do en sudor del susto y respirando con dificul-tad. Creo que casi enloquecí.

Anduve de un lado para otro. Me sentaba enla silla y volvía a levantarme. Me preguntaba

si despertaría en mi cama comprobando quehabía tenido una pesadilla. Finalmente lloré, laverdad sea dicha: apoyé la cabeza en mis ma-nos y las lágrimas corrieron por mis mejillas

Estaba completamente deshecho.–Pero, oiga –le dije–, ¿no está armando ungran jaleo por muy poco?

Puedo entender perfectamente que ha debi-do ser un sobresalto desagradable.

Pero ¿cuánto tiempo dice usted que ha per-manecido aquí? ¿Diez días?

–Mañana se cumplirán dos semanas.–Bien; usted conoce las costumbres de esta

tierra tan bien como yo. Tenga la seguridad

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que todo el mundo en un radio de tres o cua-tro millas alrededor de Lanypwll sabe de uncaballero de Londres, un tal señor James Ro-

berts, hospedado en la granja. Y dondequieraque uno vaya, siempre encuentra jóvenes mo-lestos. Deduzco que esta chica utilizó un len-guaje insultante cuando le llamó. Probable-mente pensó que era gracioso. ¿No ha admiti-

do usted que anteriormente caminó por el bos-que un par de veces por la tarde? Sin duda re-pararon en usted siguiendo ese camino y lachica y su amigo o amigos planearon darle un

susto. Si yo fuera usted, no pensaría más enello.Casi clamó.–¡No pensar más en ello! ¿Qué pensará e

mundo?

En su voz había una terrible congoja. Penséque era ya hora de pasar a los hechos. Hablébastante enérgicamente.

–Mire, Roberts, de nada sirve andarse conrodeos. Antes de poder hacer algo, tenemos

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que conocer todo el asunto, directamente. Loque yo he deducido es lo siguiente: una tardeusted fue a dar un paseo por un bosque cerca-

no, y una chica –dice usted que fue una vozfemenina– le llamó por su nombre y a conti-nuación vociferó una sarta de insultos. ¿Hayalgo más?

–Bastante más que eso. Iba a pedirle a usted

que no permita ir allá a nadie más; pero, por loque veo, ya no podrá mantenerse el secretopor más tiempo. Existe otro final de esta histo-ria, y se remonta a un buen número de años, a

la época en que llegué a Londres de joven. Esoocurrió hace veinticinco años.Dejó de hablar. Cuando comenzó de nuevo

tuve la impresión de que hablaba con indeci-ble repugnancia. Cada palabra era para él un

suplicio.–Usted sabe tan bien como yo que en Lon-

dres existe toda clase de caminos que un jovenpuede seguir: buenos, malos e indiferentes. Eneso hubo bastante mala suerte. Lo creo de ver-

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dad. Era demasiado joven para saber o pre-ocuparme de adónde iba; pero me metí poruna senda que terminaba en un negro abismo.

Me hizo señas para que me inclinara sobre lamesa, y durante uno o dos minutos me hablóal oído. Por mi parte, yo escuché con horrorNo dije nada.

–”Eso” fue lo que oí gritar en el bosque. ¿Qué

dice usted?–¿Hace tiempo que acabó todo eso?–Acabó tan pronto como empezó. No fue

más que un mal sueño. Y luego todo volvió a

mí de repente como un rayo devastador. ¿Quéme dice usted? ¿Qué puedo hacer?Le dije que debía admitir que de nada servía

tratar de atribuir el asunto del bosque a unsimple accidente, el fortuito lenguaje obsceno

de una depravada chica pueblerina. Como di-je, no podía tratarse de una simple casualidad.

–Debe haber alguien detrás de todo esto¿Piensa usted en alguien?

–Deben quedar uno o dos. No puedo decirlo

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con exactitud. No he tenido noticias de ningu-no de ellos en años.

Pensé que se habían ido; muertos, o a otra

parte del mundo.–Sí; pero en estos tiempos la gente puede re-gresar de cualquier parte del mundo bastanterápidamente. Yokohama no está mucho máslejos que Yarmouth. Pero ¿ha tenido noticias

de alguno de ellos recientemente?–Como dije, hace años que no. Pero el secreto

se ha desvelado.–Veamos. ¿Quién es la chica?

¿Dónde vive? Debemos ponernos en contac-to con ella y tratar de asustarla por todos losmedios. En primer lugar, descubriremos el ori-gen de su información. Entonces sabremosdónde nos encontramos. Supongo que habrá

descubierto quién es ella.–Tengo una idea de quién es ella y en dónde

vive.–Quizás no le importe hacer más preguntas a

los Morgan. Pero, volviendo al principio, us-

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ted habló de chantaje. ¿Le ha pedido dineroesa condenada chica por mantener cerrada laboca?

–No; no debería llamarlo chantaje.Ella no habló para nada de dinero.–Bien, eso parece más alentador.Veamos: hoy es sábado. Su desgraciado pa-

seo fue hace un par de noches; el jueves por la

noche. Y desde entonces no ha vuelto a tenermás noticias. Yo en su lugar me mantendríaalejado del bosque y trataría de descubrirquién es la joven dama. Evidentemente eso es

lo primero que hay que hacer.Intentaba animarle un poco, pero él única-mente fijó en mí sus horrorizados ojos.

–Esto no acabó en el bosque –dijo con vozquejumbrosa–. Mi dormitorio está contiguo a

esta habitación en donde estamos ahoraCuando me hube tranquilizado un poco aque-lla noche, me serví una copa bien cargada, conel doble de mi ración habitual, y me fui a la ca-ma. Me despertaron unos golpecitos en la ven-

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tana, exactamente junto a la cabecera de la ca-ma. Tac, tac, volvió a sonar. Pensé que seríauna rama golpeando en el cristal. Entonces o

esa voz que me llamaba:„ James Roberts, ¡abra, abra!‟ „–Le confieso que se me puso la carne de ga-

llina. Habría gritado si hubiese podido emitiralgún ruido. La luna había descendido, y exist-

ía un enorme y viejo peral cerca de la ventanatodo estaba a oscuras. Me incorporé en la ca-ma, tembloroso de miedo. Había calma chichay empecé a pensar que el susto recibido en e

bosque me había provocado una pesadilla. En-tonces la voz llamó de nuevo, y más fuerte:„ James Roberts ¡abra, rápido!‟ „–Y tuve que abrir. Saqué medio cuerpo de la

cama, alcancé el picaporte, y abrí un poco la

ventana. No me atrevía a mirar. Pero la excesi-va oscuridad impedía que pudiera verse nadabajo el árbol. Entonces ella empezó a hablar-me. Me contó todo desde el principio. Conocíatodos los nombres.

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Sabía dónde trabajaba yo en Londres ydónde vivía, y quiénes eran mis amigos. Dijoque ellos lo sabrían todo.

Y añadió:„Usted mismo se lo contará, ¡y no podrá ocultar ni una simple palabra!‟ 

El desdichado hombre cayó de espaldas ensu silla, estremeciéndose y jadeando. Batió

palmas de arriba abajo con un gesto de dolormiedo y desesperación; y sus labios expresa-ron una mueca de pavor.

No diré que empezaba a ver claro.

Pero vislumbré un indicio acerca de ciertasposibilidades de claridad o –digamos– dismi-nución de la oscuridad.

Le dije una o dos palabras tranquilizadorasy dejé que se apaciguara un poco. La narración

de esta extraordinaria y espantosa experienciale había puesto muy nervioso; y, sin embargohabiéndolo confesado todo, pude comprobarque se sentía más aliviado.

Sus manos permanecieron quietas sobre la

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mesa, y sus labios dejaron de hacer muecashorribles. Me miró con una ligera expectaciónpensé; como si hubiera empezado a abrigar la

débil esperanza de que yo podía ayudarle dealguna manera. No era capaz por sí mismo dedescubrir alguna posibilidad de salvación; sinembargo, uno nunca sabe los recursos y des-trezas que puede aportar otro hombre.

Eso fue, al menos, lo que me pareció a mque expresaba su pobre y miserable rostro; yesperaba estar en lo cierto, permitiéndole quese calmara un poco e hiciera acopio de toda la

esperanza de que fuera capaz. Entonces co-mencé de nuevo:–Eso fue la noche del jueves. Pero ¿y la pasa-

da noche? ¿Hubo alguna otra visita?–Igual que la anterior. Casi palabra por pala-

bra.–Y ¿era verdad todo lo que decía?¿No mentía la chica?–Todo lo que dijo era cierto. Había algunas

cosas que yo había olvidado, pero cuando me

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habló de ellas las recordé inmediatamenteUna de ellas, por ejemplo, era el número deuna casa en determinada calle. Si usted me hu-

biera preguntado por ese número hace una se-mana, le habría dicho, con toda sinceridadque no sabía nada de él.

Pero cuando lo oí, al momento lo reconocípodía ver ese número a la luz de un farol calle-

jero. Aquella noche de noviembre el cielo esta-ba oscuro y encapotado, y soplaba un vientocortante que provocaba el arremolinamientode las hojas sobre el pavimento.

–¿Cuándo se encendió el fuego?–Aquella noche. Cuando aparecieron ellos.–¿Vio usted a la chica? ¿Podría describirla?–Ya le confesé que tenía miedo de mirar. Es-

peré a que dejara de hablar.

Estuve sentado durante medía hora o unahora. Luego encendí mi vela y cerré el pestillode la ventana. Eran las tres en punto y la luzaumentaba.

Estuve pensándomelo bien. Advertí que Ro-

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berts confesó que todas las palabras pronun-ciadas por su visitante eran auténticas. No lehabían cogido por sorpresa; no existía indica-

ción alguna acerca de la existencia de nuevosdetalles, nombres o circunstancias. Se me ocu-rrió que tendría cierto –posible– significado; ytambién era interesante conocer las circunstan-cias actuales de Roberts, su dirección comer-

cial, su domicilio particular, y los nombres desus amigos.

Había atisbos de una posible hipótesis. Nopodía estar seguro; pero le comuniqué a Ro-

berts que pensaba que podía hacerse algo. Pa-ra empezar, dije, le iba a hacer compañía du-rante la noche. Nichol supondrá que he evita-do regresar a casa después del anochecer; queserá mucho mejor. Y por la mañana iba a pa-

garle a la señora Morgan las dos semanas ex-tras que había decidido quedarse, un poco amodo de compensación.

–Debe ser algo bueno –añadí yo, emociona-do, pensando en el pato y en la añeja “ale”–. Y

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luego –terminé– le despacharé al otro lado dela isla.

Le hice beber una generosa dosis de aquella

añeja “ale” para provocarle sueño. No necesi-taba la hipnosis para nada; el terror que habíapadecido y la tensión al contarlo le habíanagotado. Le vi caerse sobre la cama y quedarsedormido en un momento, y mientras, yo me

arrellané, bastante confortablemente, en un es-pacioso sillón. No hubo problemas durante lanoche, y cuando me desperté vi a Roberts dur-miendo plácidamente. Le dejé a solas y me pa-

seé por la casa y el radiante jardín matutinohasta tropezar con la señora Morgan, atareadaen la cocina.

Acabé con su preocupación. Le dije que tem-ía que el lugar no fuera del todo conveniente

para el señor Roberts.–En efecto –dije–, se puso tan mal la pasada

noche que temí dejarle solo.Sus nervios estaban en muy mal estado.–Realmente, no me sorprende nada –replicó

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la señora Morgan, con cara solemne. Pero yopensé bastante en esta observación suya, al notener ni idea de lo que quería decir.

Pasé a explicar lo que había decidido paranuestro paciente, como le llamaba: brisas cos-teras del este, y multitudes de gente, cuantomás ruidosas mejor, Y, efectivamente, ése erael remedio que yo tenía en mente. Dije que es-

taba seguro de que el señor Roberts haría exac-tamente lo que debía.

–Estoy segura, señor, que todo saldrá bienno se preocupe por eso.

Pero cuanto más pronto se marche usted des-pués de que les sirva a ambos el desayunomás contenta estaré yo.

Puedo decirle que estoy muerta de miedopor su suerte.

Y se puso manos a la obra, murmurando al-go que sonaba como „Plant y pwll, plant ypwll‟. 

No le di tiempo a Roberts para reflexionarLe desperté, le hice salir apresuradamente de

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la cama, le llevé a toda prisa a desayunar, le vhacer su maleta, se despidió de los Morgan, yantes de que la familia regresara de la iglesia

aguardaba sentado a la sombra en el césped deNichol. Ofrecí a Nichol un resumen de los de-talles –depresión nerviosa y todo lo demás–los expuse uno a uno, y dejé que hablaran porsí mismos de las Montañas Negras, lugar de

procedencia de Roberts. Al día siguiente fui adespedirle a la estación; se iba a Great Yar-mouth, vía Londres. Le dije con aire autorita-rio que ya no tendría más problemas, „de

ningún tipo‟, subrayé. Y quedó en escribirmeal cabo de una semana a mi domicilio particu-lar en la ciudad.

–De paso –dije, un poco antes de que el trense deslizara por el andén–, voy a hacerle una

pregunta en galés. ¿Qué significa „plant ypwll‟? 

¿Algo de una charca?–‟Plant y pwll‟ –explicó–  significa „niños de

la charca‟. 

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Cuando se terminaron mis vacaciones y huberegresado a la ciudad, comencé a investigar ecaso de James Roberts y su visitante nocturno

Al comenzar a contarme su historia me angus-tió sumamente –podía estar seguro de su vera-cidad– y me sobresaltó pensar en un hombretan amable amenazado por la desgracia y edesastre más abrumadores. Nada parecía im-

posible en el relato, extensamente detallado, nen su primer esbozo. No es del todo inauditoque los hombres más decentes tengan un malmomento en sus vidas, y hagan todo lo posible

por expiarlo y conseguir olvidarlo. Bastante amenudo no es difícil buscar la explicación desemejante desventura.

Supongamos que un joven, de comporta-miento ejemplar y sencilla educación campe-

sina, irrumpe súbitamente, como hizo el des-graciado de Roberts, en el laberinto de Lon-dres: sus muchos recovecos le llevarán al de-sastre o a algo peor. Los hombres más exper-tos, de agudos instintos y percepciones, cono-

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cen el aspecto de estos atractivos pasadizos ylos evitan; algunos tienen el buen juicio de re-troceder a tiempo; unos pocos caen finalmente

en la trampa. Y en algunos casos, aunque pue-da haber una presunta escapatoria, y paz y se-guridad por muchos años, los dientes del ceporondan todo el tiempo las piernas humanas, yse cierran finalmente sobre los sumamente ho-

norables jefes, prebostes y pilares de todo tipode instituciones decentes. Y después la cárcelo a lo más el abucheo y la extinción.

Así pues, a primera vista, no estaba yo de

ningún modo preparado para despreciar el re-lato de Roberts.Pero cuando entró en detalles, y tuve tiempo

para pensar con calma, esa facultad completa-mente ilógica, que a veces se hace cargo de

nuestros pensamientos y opiniones, me revelóque en todo este asunto había un fallo enormeque de una forma u otra las cosas no habíansucedido así. Este proceso mental, debo decires estrictamente indefinible e injustificable pa-

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ra cualquier escuela de pensamiento de lasque tengo noticias. Lo cual no es razón paraque nos basemos en el obispo Butler y declare-

mos con él que la probabilidad es ley de vidadeduciendo de esta premisa la conclusión deque lo improbable no sucede. Cualquiera quese moleste en echar un vistazo a su propia ex-periencia del mundo y de las cosas en genera

es consciente que los sucesos más insensatamente improbables constantemente acontecen.

Por ejemplo, tomo el periódico de hoy segu-ro de encontrar algo que me sirva, y en un mo-

mento tropiezo con el titular „Destrozado unmodelo de elefante‟. Un padre, hombre de for-tuna manifiesta, acusa a su hijo de este extrañodelito. El verano pasado, contó el padre al tri-bunal, su hijo construyó en el jardín delantero

un modelo gigantesco de elefante, con mate-riales comprados ante testigos. Hizo el esque-leto del elefante con tubería, lo cubrió de tierray fibras, y lo sujetó con tela metálica. Plantóflores encima, y costó todo tres libras y cinco

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chelines.Una fotografía del elefante fue mostrada en

el tribunal, y el escribano comentó: „es algo es

pantoso‟. Y entonces se produjo la catástrofe. El hijoconoció a una mujer casada mucho mayor queél, sus padres lo desaprobaron y hubo peleasY así, una noche, el joven fue a casa de su pa-

dre, saltó la tapia del jardín e intentó volcar elelefante. Al no conseguirlo, procedió a destri-parlo con un par de cizallas.

¡Vaya! Esa historia parece de lo más impro-

bable, pero todo sucedió de esa manera, comoasegura el “Daily Telegraph”, y yo me lo creoY no dudo de que si me molestara en buscarencontraría en las columnas del periódico algotan improbable, o incluso más, tres o tal vez

cuatro veces por semana. ¿Qué ha sido del viejo desconocido sin identificar encontrado en eTámesis con un Buda de piedra en el bolsillo yen el otro una cartera de cuero con la inscrip-ción: „la gallina que incuba huevos de porcela-

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na es mejor que lo deje‟? Constantemente acontece lo improbable; pe-

ro, utilizando esa facultad que me siento inca-

paz de definir, rechacé el relato de Roberts so-bre la chica del bosque y de la ventana. Nosospeché que estuviera bromeando de unamanera ofensiva y malintencionada.

Su aflicción y su pavor eran demasiado evi-

dentes para eso, y, aunque estaba seguro deque padecía una espantosa y grave conmo-ción, no me creí la historia que me había con-tado. Estaba convencido de que no había

habido ninguna chica, ni en el bosque ni en laventana. Y, cuando Roberts me contó, con cre-ciente terror, que todo lo que había referidoera cierto, que ella incluso le había recordadocuestiones por él ya olvidadas, sentí que mi

creciente suposición se fortalecía enormemen-te. Pues me parecía al menos probable que, stodo había ocurrido como él suponía, deberíanexistir en la historia nuevas e irrefutables cir-cunstancias, absolutamente desconocidas e in-

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sospechadas para él. Pero, tal como estaban lascosas, él aceptaba todo lo que me había conta-do, como en sueños se aceptan sin vacilar las

fantasías más disparatadas tal cual si se tratasede asuntos e incidentes de la propia experien-cia diaria. Decididamente, no existía ningunachica.

El domingo que pasó conmigo en el Wern

local de Nichol, me aproveché de su mayor so-siego –el descanso nocturno le había sentadobien– para sonsacarle algunos datos y fechasy, al regresar a la ciudad, los puse a prueba

Era una investigación nada fácil ya que, enapariencia al menos, los asuntos investigadoseran eminentemente triviales: los primeros pa-sos de un joven campesino en Londres en de-terminada firma comercial; y hace veinticinco

años. Hasta los más escandalosos juicios porasesinato y los cambios ministeriales acabanpor volverse confusos e inciertos, si no olvida-dos, en veinticinco años, o doce en este caso; yen comparación con tales sucesos, el asunto de

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James Roberts parecía peligrosamente insignificante.

Sin embargo, saqué el mejor partido posible

de la información que me había dado Robertsy una carta que recibí de él me reafirmó en mcometido. Me contaba en ella que no se habíarepetido el apuro (así lo expresaba), que sesentía perfectamente bien, y que se estaba di-

virtiendo enormemente en Yarmouth. Decíaque los espectáculos y las distracciones en laplaya le estaban haciendo „un bien inmensoHay un verdugo retirado que desempeña su

viejo oficio en una tienda de campaña, contelón y todo lo demás. Y también un tipo quese llama a sí mismo Arzobispo de Londres, ecual ayuna en una vitrina con la mitra y lasvestiduras puestas‟. Desde luego, mi paciente

estaba recuperado, o en vías de una recupera-ción muy favorable: podía ponerme a investi-gar con un sosegado espíritu de curiosidadcientífica, desprovisto de la tensión nerviosadel cirujano convocado con poca antelación

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para llevar a cabo una operación a vida omuerte.

En realidad, todo era más simple de lo que

yo había pensado. Verdaderamente los resul-tados fueron nulos o casi nulos; pero eso eraexactamente, lo que había esperado y deseado

Progresé bastante, partiendo de un leve bosquejo de sus primeros años en Londres, que

me proporcionó Roberts , con omisión de loshorrores, a petición mía, y tras manejar un parde nombres y fechas. ¿Hasta dónde llegué?Simplemente a esto: un muchacho –diecisiete

años recién cumplidoscriado en las solitariascolinas y educado en una pequeña escuela ru-ral, a quien un tío de Londres había proporcio-nado un pequeño puesto en una oficina de laCity. De mutuo acuerdo, establecido tras una

larga y complicada correspondencia, debíaalojarse en casa de unos primos lejanos que vi-vían en la zona de Cricklewood–Kilburn–Brondesbury, y se instaló bastante cómodamente, según parece, aunque Prima Ellen se

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opuso a que fumara en el dormitorio, y le rogóque desistiera. La familia consistía en PrimaEllen, su marido, Henry Watts, y sus dos hijas

Helen y Justine. Esta última tenía, más o me-nos, la edad de ROBERTS; Helen tres o cuatroaños más. El señor Watts se había casado bas-tante tarde y alrededor de un año después sehabía retirado. Le interesaban sobre todo las

begonias de raíces tuberosas, y en la tempora-da recorría unas pocas millas hasta su club decricket y veía los partidos los sábados por latarde.

Todas las mañanas desayunaba a las ocho, ytodas las tardes tomaba el té a las siete; entre-tanto, el joven Roberts hacía todo lo que podíaen la City y disfrutaba lo bastante con su tra-bajo. Al principio era tímido con las dos chi-

cas; Justine era alegre y no podía evitar teneruna voz de pavo; Helen era adorable. Las co-sas continuaron muy agradables durante unaño, o tal vez dieciocho meses, sobre las mis-mas bases: Justine era una gran bromista y He-

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len era adorable. El problema fue que Justineno creía ser una gran bromista.

Pues debe decirse que la estancia de Roberts

con sus primos acabó desastrosamente. Tengoentendido que el joven y la silenciosa Helenfueron culpables de –digamos– amables indiscreciones, aunque sin graves consecuenciasPero parece ser que Prima Justine, de ojos y

pelo negro, hizo unos descubrimientos que laofendieron cruelmente, y denunció a voces alos ofensores, con esa aguda voz suya, durantelas horas muertas de una noche de Brondesbu

ry, ante la enorme rabia y consternación de to-da la casa. En realidad, alguien tenía que pa-gar el pato, y el señor Watts expulsó inmedia-tamente de la casa al joven ROBERTS. Y nocabe duda de que debería avergonzarse de s

mismo. Pero los jóvenes...Poco más sucedió. El viejo Watts gritó furio-

so que contaría toda la historia al jefe de Ro-berts en la City; pero, pensándolo bien, se contuvo la lengua. Durante el resto de la noche

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Roberts vagó por Londres, refrescándose devez en cuando en puestos ambulantes de caféCuando abrieron las tiendas, tomó un baño y

se arregló, y fue a su oficina, radiante y pun-tualmente. Al mediodía, en la sala para fuma-dores en los bajos de la tienda de té, consultócon un compañero de oficina mientras jugabanal dominó, y decidió compartir unas habitacio

nes con él lejos del camino de Norwood. Des-de entonces, la carrera de Roberts ha sido emi-nentemente sobria, sin incidentes, próspera.

Ahora, todo el mundo, supongo, se da cuen-

ta de que en los últimos años el absurdo nego-cio de la interpretación de los sueños ha deja-do de ser una broma para convertirse en unaciencia muy seria. La llaman „psicoanálisis‟, yes complicada. Yo diría que es una mezcla de

una parte de sentido común y cien de purodisparate.

De los sueños más simples y más obvios, epsicoanalista deduce las más incongruentes yextravagantes consecuencias. Un negro salvaje

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le cuenta que ha soñado que le perseguíanleones, o quizás cocodrilos, y el psicoanalistasabe inmediatamente que el negro padece el

complejo de Edipo.Es decir, está locamente enamorado de supropia madre, y teme, por tanto, la venganzade su padre. Todo el mundo sabe, por supues-to, que el „león‟ y el „cocodrilo‟ son símbolos

del padre. Y tengo entendido que hay genteculta que se cree estas tonterías.

Es un completo disparate, por supuesto; emayor de los disparates, ya que la verdadera

interpretación de muchos sueños –de cual-quier modo no todos– apunta, puede decirseen dirección contraria al método del psicoanálisis. El psicoanalista infiere lo monstruoso y loanormal a partir de una insignificancia; con to-

da seguridad, a menudo se invierte el proceso.Si un hombre sueña haber cometido un ver-

gonzoso pecado, con toda seguridad conjetu-rará que, por puro despiste, llevaba corbata ro-ja, o botas marrones, con el traje de etiqueta

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Una ligera discusión con el pastor puede lle-varle en sueños a las garras de la Inquisiciónespañola, y al suplicio de la hoguera. Dejar de

recibir cartas importantes en el buzón arrui-nará a veces un gran reino en el mundo de lossueños. Y aquí tenemos, no me cabe la menorduda, la explicación o parte de la explicacióndel caso ROBERTS. Sin duda había sido ma

chico; en el fondo de su problema existía algomás que una fruslería.

Pero su falta primera, por grave que nos pa-reciera, había crecido desmesuradamente en

su oculta conciencia hasta convertirse en unamonstruosa mitología del mal. Hace algúntiempo, un docto y extraño investigador de-mostró que Coleridge había tomado una es-cueta frase de un viejo cronista, convirtiéndola

en el núcleo de “El Viejo Marino”. Con unavasta muestra de vitalidad había pescado in-conscientemente en su red toda clase de cria-turas procedentes de los cuatro mares de susvastas lecturas: hasta que la escueta idea de

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viejo libro se transmutó brillantemente en unade las grandes obras maestras de la poesía universal. Roberts carecía de las facultades poéti-

cas, del poder transformador de la imagina-ción, y de las dotes expresivas mediante lascuales el artista libera su alma de su carga. Enél, como en muchos otros, había un profundoabismo entre la conciencia y el inconsciente, de

manera que lo que no podía salir a la luz crec-ía y se inflamaba en la oscuridad secretamen-te, enormemente, terriblemente. Si Roberts hu-biera sido un poeta o un pintor o un músico

podíamos haber obtenido una obra maestraComo no era ninguna de esas cosas, tuvimosun monstruo. Y no me creo del todo que seviera afectado conscientemente por un profundo sentimiento de culpabilidad. Descubr

en el curso de mis investigaciones que, pocodespués de la huida de Brondesbury, Robertsse enteró de unos desgraciados incidentes dela saga de los Watts –si se nos permite este ho-norable término– que le convencieron de que

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existían circunstancias atenuantes en su delitoy excusas para su comportamiento. Había ol-vidado, sin duda, la realidad o la recordaba

muy ligeramente, raramente, ocasionalmentesin que ningún sentimiento de solemnidad oculpabilidad le atara a ella. Mientras tanto, to-do el tiempo iba tomando forma secretamenteen los recovecos de su alma un desfile de ho-

rrores. Y, finalmente, tras varios años de creci-miento y expansión en la oscuridad, el mons-truo salió a la luz y, con tal violencia, que lavíctima lo tomó por una entidad concreta y

objetiva.Y, en cierto sentido, había surgido de lasaguas negras de la charca. Hace unos pocosdías leía yo, en una reseña de un serio libro depsicología, las siguientes palabras tan sorpren-

dentes:„Las cosas que distinguimos como cualidades

o valores son inherentes al verdadero entornoque configura nuestra respuesta sensorial aellas.

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Existe algo parecido a un paisaje ‟triste‟, in-cluso cuando los que lo contemplamos somosjoviales; y si creemos que es ‟triste‟ solamente

porque le atribuimos una parte de nuestrospropios recuerdos de la tristeza, el profesorKoffka nos da buenas razones para consideraresta opinión como superficial. Pues no se acha-can atributos humanos a aquello que en el en-

torno solemos describir como ‟personajes exi-gentes‟, más que dando reconocimiento apropiado al otro extremo de un vínculo, del cuasolamente un extremo está organizado en

nuestra propia mente.‟ La psicología, estoy seguro, es una cienciadifícil y sutil, que, tal vez por naturaleza, debaexpresarse en una lengua difícil y sutil. Peroen resumen, lo único que puedo deducir de es-

te pasaje que he citado es que un paisaje, unacierta configuración de bosques, agua, cum-bres y abismos, luces y sombras, flores y rocases, de hecho, una realidad objetiva, una cosalo mismo que el opio y el vino son cosas, no

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fantasías amazacotadas, simples creaciones denuestra simulación, a las que concedemos unaespecie de realidad y eficiencia espúreas. Los

sueños de De Quincey eran una síntesis depropio De Quincey, “más” el opio; la desenfrenada alegría de Charles Surface y sus amigosera el producto y resultado del vino que ha-bían bebido, más sus personalidades.

Así, el profundo profesor Koffka –cuyo librose titula “Principios de Psicología de la For-ma”– insiste en que la „tristeza‟ que atribuimosa un paisaje concreto está realmente en el pai-

saje y no sólo en nosotros mismos; y, en conse-cuencia, que el paisaje puede afectarnos y ac-tuar sobre nosotros, exactamente igual que lasdrogas, la comida y la bebida nos afectan cadauna a su manera. Poe, que conocía muchos se-

cretos, conocía también éste, y nos enseñó quela jardinería paisajista era tan artística como lapoesía o la pintura, ya que sirve para difundirlos misterios del espíritu humano.

Y quizás la señora Morgan de Lanypwl

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Farm se refería a todo esto en forma simbólicacuando murmuró acerca de los niños de lacharca.

Pues si existe un paisaje de la tristeza, existetambién, por supuesto, un paisaje del horror alas tinieblas y al mal; y ese abismo negro ygrasiento, con su vegetación de hierbas fétidasy sus árboles muertos de ramas descortezadas

era, ciertamente, un potente foco de terror. Pa-ra Roberts era como una droga dura, una dro-ga evocadora; el abismo negro de afuera lla-mando al abismo negro de adentro, y convo-

cando a comparecer a los habitantes del mismo. No he tratado de sonsacarle a la señoraMorgan la leyenda de aquel tenebroso lugarsupongo que ella no habría estado muy comu-nicativa si le hubiera preguntado. Pero me pa-

rece posible, e incluso probable, que Robertsno fuera el primero en experimentar el poderde la charca.

Las viejas historias a menudo resultan serauténticas.

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Un grupo de tres hombres, congregados enlas dependencias de Perrott en una reuniónpoco corriente, hablaban de los viejos tiempos

las viejas costumbres y los cambios que habíanacontecido en Londres en los últimos y enojosos años.

Uno de ellos, el más joven de los tres, un in-dividuo de unos cincuenta y cinco años, había

comenzado a decir:–Conozco cada rincón de ese vecindario, y le

digo que semejante lugar no existe.Su nombre era Harliss y se suponía que tenía

algo que ver con sustancias químicas, garrafasy cristales.Los tres habían estado recordando numero-

sas vicisitudes de Londres, y debe advertirseque el más joven de la reunión, Harliss, podía

acordarse muy bien del Strand tal como eraantes de que lo estropearan completamenteEn efecto, si no hubiese podido retroceder alos años de aquellos acontecimientos, es dudo-so que Perrott le hubiera dejado participar en

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la reunión de Mitre Place, un callejón que dedía servía de entrada a la posada y no tenía sa-lida después de las nueve de la noche, cuando

se cerraban las puertas de hierro y el pavimen-to permanecía en silencio. Las habitaciones es-taban situadas en el segundo piso y desde lasventanas de la fachada podían verse los olmosdel jardín de la posada, donde los grajos solían

construir sus nidos antes de la guerra.En el interior, la amplia y baja estancia estaba

completamente alfombrada de pared a paredespesas cortinas carmesí ocultaban la noche in

vernal, en la que un viento cortante y secoarreciaba y gemía incluso en el corazón mismode Londres. Los tres hombres se sentaron alre-dedor de un buen fuego, en una vieja chime-nea de gran altura de boca, en una de cuyas

jambas laterales una olla empezaba a borbotear. Los sillones en donde estaban los tres sen-tados eran como aquel sobre el que el señorPickwick descansa para siempre en su frontis-picio. La mesa redonda de caoba oscura se

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apoyaba en una sola pata, intensa y profusa-mente tallada, y Perrott decía que era de laépoca de Jorge IV, aunque el tercer contertulio

Arnold, consideraba que era más probable quefuera del tiempo de Guillermo IV, o incluso delos primeros años de Victoria.

Sobre la pared, empapelada en rojo oscurohabía grabados dieciochescos de las catedrales

de Durham y Peterborough, que venían a de-mostrar que, pese a Horace Walpole y su ami-go el señor Gray, el siglo XVIII no supo dibu-jar un edificio gótico teniendo a la vista sus to-

rres y tracerías: „porque no podían verlas‟, ha-bía insistido Arnold hacia el final de una no-che, cuando los astros estaban muy adelanta-dos en sus órbitas y el ponche de la jarra em-pezaba a espesar un poco sus sabores. Había

en las paredes otros grabados de fecha poste-rior, cosas de los años treinta y cuarenta de ar-tistas hoy olvidados aunque muy conocidos ensu tiempo: paisajes del Valle del Usk, de laMontaña Sagrada, y de Llanthony. Todos ellos

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con cierto encanto y belleza, como si sus coli-nas de redondeadas cumbres y sus solemnesbosques debieran más a la inspiración del ar-

tista que a la propia Naturaleza. Encima dehogar estaba “Bolton Abbey in the Olden Time”. 

Perrott solía disculparse por eso.–Ya sé –solía decir–. Lo sé todo acerca de él

Es un cerdo, y una cabra, y un perro, y un con-denado disparate –citaba un cuento galés–, pe-ro solía colgar encima del fuego en el comedorde mi casa. Y a menudo desearía haberme traí-

do también “Te Deum Laudamus”. –¿Qué es eso? –preguntó Harliss.–¡Ah!, es usted demasiado joven para haber-

lo vivido. Representa a tres niños de coro consobrepelliz; uno cantando desesperadamente y

los otros dos mirando a su alrededor, sencilla-mente como dos niños de coro. Y siempre noscontaban que el niño fue colgado finalmenteEl cuadro de al lado muestra a tres hospicia-nas, cantando también. Se llama “Te Domi

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num Confitemur”. Jamás supe su historia.–Yo la conozco –se animó Harliss–. Tropecé

con ambos en unas pensiones cerca de la esta-

ción de Brighton, el año de Mafeking. Y, uno odos años más tarde, vi “Sherry, Sir” en un ho-tel de Tenby.

–La fruta de cera más hermosa que he cono-cido –intervino Arnold– la vi en un escaparate

de King.s Cross Road.De esta manera solían divagar, más sobre lo

anticuado que sobre lo antiguo. Y así, esta no-che invernal de viento helado vagabundearon

por las calles londinenses de hace cuarentacuarenta y cinco o cincuenta años.Uno de ellos se extendió acerca de Blooms-

bury, en la época en que se levantaron los tri-bunales de justicia y los porteros del Duque te-

nían garitas junto a las puertas, y todo erapacífico, por no decir profundamente monó-tono, dentro de aquellos solemnes límitesAquí estaba la iglesia abovedada de una ex-traña secta, donde, según decían, mientras

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emanaba humo de incienso en un solemne ri-tual, se alzaba repentinamente una quejum-brosa voz que sonaba a conjuro mágico.

Allí, otra iglesia, donde fue bautizada Cristi-na Rossetti; por todas partes, sombrías plazoletas por donde nadie paseaba y en las que lashojas de los árboles estaban ennegrecidas porel humo y el hollín.

–Recuerdo una primavera –dijo Arnold–, enque los árboles tenían el verde más vivo quejamás he visto.

Fue en Bloomsbury Square. Hace mucho

tiempo.–Aquel maravilloso leoncito reposaba sobrepostes de hierro frente al Museo Británico –di-jo Perrott–.

Creo que han conservado unos pocos, ocul-

tos en museos. Ésa es una de las razones porlas que las calles se han vuelto más y más sombrías. Si hay algo curioso, algo hermoso en unacalle, se lo llevan y lo ponen en un museo.

Me pregunto qué habrá sido de aquella im-

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par figurilla, creo que llevaba un sombrero detres picos, que estaba junto a la puerta del re-servado que había en el patio de la campana

en Holborn.Bajaron por Fetter Lane y se lamentaron de lacasa de Dryden –‟creo que fue en 1887 cuandola derribaron‟– y se demoraron en el antiguoemplazamiento de la Posada de Clifford –‟en

el siglo Xvii se podía entrar‟y finalmente llegaron al Strand.

–Alguien ha dicho que era la calle más her-mosa de Europa.

–Sí, sin duda, en cierto sentido.De ningún modo en el sentido obvio; no era“belle architecture de ville”. 

Era una mezcla de todas las épocas, todos lostamaños, alturas y estilos: un incomparable

encanto de calle; un conjuro, lleno de palabrasque nada quieren decir a los no iniciados.

Siguió una especie de letanía.–The Shop of the Pale Puddings, donde e

pequeño David Copperfield podría haber

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comprado su almuerzo.–Estaba cerca de Bookseller.s Row: viviendas

del siglo Xvi.

–Y de Chocolate as in Spain, frente a CharingCross.–Las oficinas del “Globe”, donde uno solía

enviar sus primeros artículos.–Los angostos callejones con escalones que

descienden hasta el río.–El aroma de la fabricación de jabón en la

perfumería.–La librería de Nutt, cerca de la carnicería de

corderos galeses, donde se estrechaba la calle.–Las oficinas del “Family Herald”, con unafotografía en el escaparate de una primitivamáquina de componer, en la que se muestra aun operario manejando un artefacto de largos

brazos, que se ciernen sobre la caja.–Y Garden House en medio del césped, en

Clement.s Inn.–Y el parpadeo de aquellas viejas lámparas

amarillas de gas, cuando el viento soplaba por

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la calle y la gente atestaba el pasaje que condu-cía al paraíso del Lyceum.

Uno de los amigos, al captar su oído una fra-

se que otro había utilizado, empezó a susurrarversos a partir de „Oh, rechoncho maître deCock‟. 

–¡Cuántos cambios! –susurró Perrott. Y em-pezó a preparar el ponche, rallando lo primero

de todo los terrones de azúcar contra los limo-nes, extrayendo así las delicadas y aromáticasesencias de la cáscara de la fruta mediterráneaSacaron varias sustancias de alacenas situadas

en un rincón oscuro de la habitación: ron de laJamaica Coffe House de la City, especias en ca-jas de porcelana azul, una o dos viejas botellasconteniendo esencias secretas. El agua co-menzó a hervir, los ingredientes fueron espol-

vore-ados y vertidos en la vasija marrón oscu-ro, la cual fue entonces tapada y puesta a ca-lentar en el hogar, en el centro del fuego.

–”Misce, fiat mistura” –dijo Harliss.–Muy bien –contestó Arnold–. Pero recuerde

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que los verdaderos ingredientes del preparadoson invisibles.

Nadie hizo caso de él ni de su alquimia. Y

tras la debida pausa, los vasos quedaron pen-dientes del fragante vapor de la vasija y luegolos llenaron. Los tres se sentaron alrededor defuego, bebiendo y sorbiendo con ánimos agra-decidos.

Hay que hacer notar que los vasos en cues-tión no contenían gran cantidad del licor ca-liente. Realmente eran lo que suele llamarsevasos altos; redondos y estrechados ligera-

mente en la parte central, pero comparativa-mente de poca capacidad. Por tanto, nada per-judicial para la claridad de aquellas venerablescabezas debe deducirse cuando decimos queentre la tercera y la cuarta vez que se rellena-

ron los vasos, la conversación se apartó decentro de Londres y del perdido y amadoStrand, y comenzó a internarse en territoriosmenos conocidos. Perrott empezó por rastrearun curioso pasaje que en cierta ocasión reco-

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rrió en dirección norte, esquivando los teatrosGlobe y Olympic en el sombrío laberinto deClare Market, bajo arcadas y entre callejones

hasta llegar a Great Queen Street, cerca de laTaberna de Freemason y las pilastras rojas deInigo Jones. Alguien reanudó la narración en-caminándose a Holborn a través de Whetsto-ne.s Park, y tras extraviarse un poco para visi-

tar Kingsgate Street –‟igual que en la planchade Phiz: sórdida, estrecha y deplorable; perome gustaría que no la hubieran echado aba jofinalmente llegó a Theobald.s Road.

Allí se demoraron un poco para examinar losaljibes de plomo curiosamente decorados queantes podían verse en los patios de algunas delas casas más antiguas, y también para especu-lar acerca de la leyenda de una antigua posada

porticada, utilizada ahora como almacén, quehabía sobrevivido hasta hace muy poco a es-paldas de Tibbles Road, de donde le venía eapelativo.

De allí fueron hacia el norte y hacia el este

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más arriba de Gray.s Inn Road, cruzandoKing‟s Cross Road y subiendo la colina.

–Y entonces –dijo Arnold– empezamos a ha-

cer conjeturas. Habíamos dejado atrás el mun-do conocido.Realmente era él quien se encargaba ahora

del grupo.–¿Saben ustedes? –dijo PerrottParece una tre-

menda tontería pero es cierto; al menos por loque a mí se refiere. No creo haber ido nuncamás allá de Holborn Town Hall como erausual, quiero decir paseando. Por supuesto he

ido en cabriolé a la estación de ferrocarril deKing‟s Cross, y una o dos veces al MilitaryTournement, cuando estaba en el AgriculturaHall, en Islington; pero no recuerdo cómo llegué hasta allí.

Harliss dijo que él había sido criado en elnorte de Londres, pero mucho más al nortecerca de Stoke Newington.

–Una vez conocí a un hombre –dijo Perrott–que sabía todo acerca de Stoke Newington

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por lo menos debería haberlo sabido. Era unentusiasta de Poe y quiso averiguar si todavíapermanecía en pie la escuela en donde Poe es-

tuvo internado cuando niño.Fue allí una y otra vez. Y lo raro es que, pesea su interés por el asunto, no pareció enterarsesi la escuela estaba todavía allí, o si la habíavisto. Hablaba de ciertas supervivencias de

Stoke Newington que Poe indica en una o dosfrases de “William Wilson”: el pueblo de ensueño, los nebulosos árboles, las tortuosas ca-sas antiguas de ladrillo rojo, con sus jardines

rodeados de altas tapias.Pero aunque confesó haber llegado incluso aentrevistarse con el vicario, y podía describirla vieja iglesia con ventanas abuhardilladasnunca precisó si realmente había visto la es-

cuela de Poe.–Nunca oí hablar de ella cuando viví allí –di-

jo Harliss–. Pero yo procedía del mundo mer-cantil. Apenas chismorreamos de los escrito-res. Tengo la vaga idea de que una vez oí a al-

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guien hablar de Poe como un notorio borra-cho, y eso es más o menos lo único que supede él hasta mucho después.

–Es raro, pero ciertamente –intervino Ar-nold– existe una tendencia general a echar ma-no de lo accidental, ignorando lo esencial. Po-demos ser bastante imprecisos acerca de lasmurallas triples o los vastos diseños de las pe-

sadas líneas de defensa; pero, por lo menossabemos que el duque de Wellington tenía unanariz enorme.

La recuerdo en las latas de pulimento para

cubertería.–Pero a aquel tipo del que hablaba –dijo Pe-rrott, volviendo a su asuntono pude entender-le. Se lo dije: „Seguramente sabe usted lo uno olo otro; si aquella antigua escuela todavía está

–o estaba– en pie o no; una u otra cosa vería ono; no puede haber ninguna duda al respecto‟Pero no pudimos obtener una respuesta positi-va o negativa. Confesó que era extraño. „Peropalabra de honor que no lo sé.

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Fui una vez, hacia 1895, y luego otra vez en1899, visitando en esta ocasión al vicario. Peronunca he vuelto a ir desde entonces.‟ Hablaba

como alguien que habiendo penetrado en laniebla no puede hablar con certeza de las for-mas que ha visto.

–Y a propósito, mucho después de mi con-versación con Hare –el hombre interesado en

Poe–, un lejano primo mío vino a la ciudad aocuparse de los asuntos de una anciana tía su-ya que había pasado toda su vida cerca deStoke Newington y acababa de morir.

Una tarde vino a visitarme –hacía muchosaños que no nos veíamos– y me comentababastante sinceramente, estoy seguro, lo pocoque los londinenses medios conocían de Lon-dres cuando los sacas de su camino habitual

„Por ejemplo‟, me dijo, „¿ha estado usted alguna vez en Stoke Newington?‟. 

Confesé que no había estado, que nunca tuvemotivo alguno para ir allá.

„Precisamente; y supongo que ni siquiera ha

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oído hablar de Canon.s Park.‟ De nuevo con-fesé mi ignorancia. Él me dijo que era extraor-dinario que un lugar tan hermoso como ése, a

sólo cuatro o cinco millas del centro de Lon-dres, fuera absolutamente desconocido paranueve de cada diez londinenses.

–Conozco cada rincón de ese barrio –intervi-no Harliss–. Allí nací y viví hasta que cumpl

los dieciséis años. No existe un lugar semejan-te en las cercanías de Stoke Newington.

–Pero escuche, Harliss –dijo Arnold–. Nocreo que sea usted realmente una autoridad en

la materia.–¿Ni aún habiendo conocido al dedillo el lu-gar durante dieciséis años?

Además, posteriormente representé a Cros-bies en aquel distrito, poco después de meter-

me en negocios.–Sí, por supuesto. Pero supongo que también

conocerá bastante bien el Haymarket, ¿no esasí?

–Por supuesto que sí; por negocios y por pla-

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cer. Todo el mundo conoce el Haymarket.–Muy bien. Entonces dígame cómo se va a

St. James Market.

–No existe tal mercado.–Le creemos –dijo Arnold, con afable regoci-jo–. Literalmente está usted en lo cierto: creoque en la actualidad lo han derribado. Pero semantenía en pie durante la guerra: un peque-

ño espacio abierto rodeado de edificios anti-guos y bajos, a tiro de piedra de la parte tras-era de la estación de metro. Bajando el Hay-market, había que torcer a la derecha.

–Estoy de acuerdo –confirmó Perrott–. Fuallí, una vez solamente, por razones profesio-nales relacionadas con una extraña revista quese editaba en uno de aquellos edificios bajos.

Pero yo me refería a Canon.s Park, en Stoke

Newington.–Discúlpeme –dijo Harliss–. Ahora lo re-

cuerdo. Existe una zona en Stoke Newingtono cerca, llamada Canon.s Park. Pero no se tra-ta, en absoluto, de un parque; no parece un

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parque. Es solamente un nombre que le pusoel constructor. Sólo es un conjunto de callesCreo que hay un Canon Square, un Park Cres-

cent, y una Explanade; hay algunas tiendas decorosas, pero todo es bastante corriente; nadaes hermoso allí.

–Pues mi primo me dijo que era un lugarasombroso. Nada parecido a los parques usua-

les de Londres o a cualquiera otra cosa por elestilo que él hubiera visto en el extranjero. Seentraba a través de una verja, y mi primo diceque era como encontrarse en otro país. Seme-

jantes árboles debían de haberlos traído de losconfines del mundo: en Inglaterra no habíaninguno que se les pareciera, aunque uno odos le recordaban a los árboles de Kew Gar-dens. Profundas depresiones surcadas por co-

rrientes procedentes de las rocas: céspedpúrpura y oro con flores, y también lirios ama-rillos, que ascienden a los árboles y se mezclancon el carmesí de las flores que cuelgan de lasramas. Y aquí y allá, pequeños cenadores y

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templos, brillando al sol, como en una vista deChina, según él.

Harliss no dejó de responder.

–Le digo que semejante lugar no existe.Y añadió:–Y, de cualquier manera, todo parece un po-

co demasiado florido. Quizás su primo fuerael tipo de persona dispuesto a entusiasmarse

con una mata de diente de león en un huertoUn amigo mío me envió una vez un telegrama„Ven en seguida , Muy importante , Nos ve-mos en la estación St.

  John.s Wood‟. Desde luego fui, pensandoque debía tratarse de algo verdaderamente importante; y lo que quería era mostrarme eljardín de una casa que se alquilaba en GroveEnd Road, que era una explosión de diente de

león.–Y una vista muy hermosa –dijo Arnold, con

fervor.–Era una vista estupenda; pero no justificaba

que por ella se telegrafiara a nadie. Y supongo

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que ahí está el misterio de todas esas cosas quele contó su primo, Perrott. Había uno o dosjardines grandes y bien cuidados en Stok

Newington; imagino que él se paseó sin quererpor uno de ellos, y quedó entusiasmado con loque vio.

–Es posible, por supuesto –dijo Perrott–, peropor regla general no era ese tipo de hombre

Tenía una granja experimental, no lejos deWells, donde cultivaba nuevas modalidadesde trigo y mejoraba los pastos.

He oído decir que le consideraban pesado

aunque yo siempre le encontré agradablecuando nos veíamos.–Bien, le he dicho que no existe lugar seme-

jante en Stoke Newington o en sus cercaníasEn ese caso, tendría que conocerlo.

–¿Y qué me dice del St. James Market? –pre-guntó Arnold.

Entonces „dejaron las cosas así‟. Realmente, durante algún tiempo habían te-

nido la sensación de haberse alejado demasia

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do de su mundo conocido, y de los acogedoresfuegos de las tabernas del Strand, penetrandoen la salvaje tierra de nadie del norte. A Har-

liss, por supuesto, aquellos parajes le habíansido alguna vez familiares, vulgares y faltos deinterés: no podía volver a ellos en una conver-sación, rebosante de emoción. Para los otrosdos eran hostiles y remotos, como una diserta-

ción sobre exploraciones árticas o tierras de ti-nieblas perpetuas.

Regresaron con alivio a sus terrenos de cazahabituales, y asistieron a teatros que habían

sido derribados hacía treinta y cinco años omás, y más tarde tomaron bistecs y cervezafuerte en el compartimento junto al fuego, esefuego que finalmente había sido apagado pocodespués de que se abriera el nuevo palacio de

justicia.Así, por lo menos, pareció en su momento

pero había algo en la historia de ese parquesuburbano que se le quedó grabado a Arnoldy que le perseguía, remitiéndole finalmente al

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remoto norte del relato. Mientras reflexionabasobre esta vaga atracción, se topó casualmentecon un ajado libro marrón en su desordenada

estantería; un libro adquirido en un puestoambulante de Farrington Street, donde fue en-contrado el manuscrito de “Centuries of Meditations” de Traherne. Hasta entonces, Arnoldapenas lo había hojeado. Se llamaba “A Lon-

don Walk: Meditations in the Streets of theMetropolis”. Su autor era el reverendo Tho-mas Hampole y el libro estaba fechado en1853.

En su mayor parte trataba de reflexiones mo-rales y obvias, como puede esperarse de unpiadoso y afable clérigo de su tiempo. En ple-no siglo XIX, el entusiasmo por moralizar quefloreció en tiempos de Addison, Pope y John-

son –quien popularizó el “Rambler” y enriqueció a los editores de sermones– tenía todavía bastante vigencia. A la gente le gustabaser advertida acerca de las consecuencias desus actos, tomar lecciones de puntualidad

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aprender la importancia de las cosas peque-ñas, oír sermones a las piedras, e instruirse enel hecho de que se pueden sacar reflexiones

lóbregas de casi todo.Así pues, el reverendo Thomas Hampole acechaba las calles de Londres desde un punto devista moral y admonitorio: veía Regent Streeten su primitivo esplendor y recordaba las rui-

nas de la poderosa Roma, sermoneaba acercade la soledad en medio de la multitud mien-tras contemplaba lo que él llamaba las hormi-gueantes miríadas, y permitía que una desola-

da casa medio en ruinas „en Chancery‟ le evocara las felices fiestas navideñas de que hacetiempo disfrutaron irreflexivamente tras lasdesmoronadas paredes y rotas ventanas.

Pero, de vez en cuando, el señor Hampole se

mostraba menos evidente, y posiblemente másprovechoso en realidad. Por ejemplo, hay unpasaje –ya citado, según creo, por algunos au-tores modernos– que me parece bastante cu-rioso.

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„¿Alguna vez has tenido la fortuna, atentolector [preguntaba el señor Hampole], de le-vantarte muy de madrugada un día de verano

aun antes de que los radiantes rayos del sohubieran hecho algo más que acariciar con suluz las cúpulas y chapiteles de la gran ciu-dad?... Si has tenido esa suerte, ¿no has observado que aparentemente han estado actuando

ciertos poderes mágicos?La escena acostumbrada ha perdido su apa-

riencia familiar. Las casas con las que te hascruzado a diario, posiblemente durante años

cuando salías por razones profesionales o porplacer, ahora parece como si las percibieraspor vez primera. Han experimentado un mis-terioso cambio, “hacia algo espléndido y extraño”. 

Aunque es posible que hayan sido diseñadassin emplear apenas el arte de la arquitectura..sin embargo uno está dispuesto a admitir queahora ‟se alzan gloriosas y brillan como astrosornadas de una luminosa serenidad‟. Se han

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convertido en mágicas habitaciones, excelsasmoradas, más atractivas a la vista que la fabu-losa cúpula del placer del potentado oriental, o

el enjoyado palacio construido por el Geniopara Aladino en el cuento árabe.‟ Continúa en este estilo, y luego, cuando era

de esperar la obvia advertencia contra nuestraexcesiva fe en las apariencias, al mismo tiempo

transitorias e ilusorias, surge un pasaje muypoco corriente.

„Algunos han declarado que es una opcióncompletamente nuestra el contemplar conti-

nuamente un mundo igual de prodigioso y be-llo o incluso más.Dicen éstos que los experimentos de los al-

quimistas de la Edad de las Tinieblas... estánde hecho, relacionados no con la transmuta-

ción de los metales, sino con la transmutacióndel universo entero... Este método, o arte, ociencia, o como queramos llamarlo (suponien-do que exista, o haya existido alguna vez), sepreocupa simplemente de restablecer los en

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cantos del Paraíso original; de permitir a loshombres, si ésa es su voluntad, que habiten unmundo de júbilo y esplendor. Es posible ta

vez que exista semejante experimento, y quealgunos lo hayan llevado a cabo.‟ El lector era remitido a una nota –de las va-

rias– al final del volumen, y Arnold, muy inte-resado ya por esta inesperada vena del reve-

rendo Thomas, la consultó. Y de esta manerarezaba:

„Soy consciente de que esas especulacionespueden parecer al lector a la vez singulares y

(tal vez puedo añadir) quiméricas; y, por su-puesto, puedo haber sido algo precipitado eimprudente al consignarlas a la página impre-sa. Si he obrado mal, espero ser perdonado; ypor supuesto, estoy lejos de aconsejar a cual-

quiera que pueda leer estas líneas que se em-barque en el dudoso y difícil experimento queellas bosquejan.

Sin embargo, nos vemos obligados a buscarla verdad: “veritas contra mundum”. 

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Me afirmo en la creencia de que existe al me-nos algún fundamento para las extrañas teor-ías que he insinuado, por una experiencia que

aconteció en los primeros días de mi ministe-rio. Poco después de la terminación de mi pri-mera coadjutoría, y tras ser admitido en la or-den sacerdotal, pasé algunos meses en Lon-dres, viviendo con unos parientes en Kensing-

ton. Estaba al corriente de que un amigo decolegio, al cual llamaré reverendo señor S., eracoadjutor de un suburbio al norte de LondresS.N. Le escribí, y después le visité en su aloja-

miento por invitación suya. Encontré a S. algoperturbado. Padecía, al parecer, una afecciónpulmonar, y su asesor médico insistía en queabandonara Londres por algún tiempo y pasa-ra los cuatro meses del invierno en el clima

más suave de Devonshire. A menos que hicie-ra esto, declaró el doctor, las consecuencias para la salud de mi amigo podían ser muy gra-ves. S. estaba muy dispuesto a dejarse guiarpor el consejo y, por supuesto, ansioso de se-

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guirlo; pero, por otra parte, no quería renun-ciar a su coadjutoría, en la que, como él decíaera al mismo tiempo feliz y, eso confiaba, útil

Al oír esto, le ofrecí en seguida mis serviciosdiciéndole que si su vicario lo aprobaba, meencantaría servirle de algo hasta finales depróximo marzo; o incluso después, si losmédicos consideraban aconsejable una larga

estancia en el sur. S. no cabía en sí de contentoEn seguida me llevó a ver al vicario; hechoslos oportunos trámites, comencé mis obliga-ciones temporales al cabo de dos semanas.

„Fue durante este breve ministerio en las cer-canías de Londres cuando conocí a una perso-na muy particular, a la que llamaré GlanvilleEstaba habitualmente a nuestro servicio y, enel transcurso de mi quehacer, recurrí a él, y le

expresé mi satisfacción por su manifiesto ape-go a la liturgia de la Iglesia de Inglaterra. Res-pondió con la debida cortesía, rogándome queme sentara y compartiera con él una taza decordial, y pronto nos enzarzamos en una con-

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versación. Al principio de nuestra relacióndescubrí que estaba versado en los ensueñosdel teosofista alemán Behmen, y en las más re-

cientes obras de su discípulo inglés WilliamLaw; y tuve claro que miraba con simpatíaesos laberintos de la teología mística. Era unhombre de mediana edad, reservado, y decomplexión morena; y su rostro se iluminaba

de manera impresionante cuando discutía lasespeculaciones que durante muchos años ha-bían ocupado manifiestamente sus pensamien-tos. Basadas en las doctrinas (si podemos lla-

marlas así) de Law y Behmen, estas teorías meparecieron de una índole sumamente fantásti-ca, incluso diría yo fabulosa, pero confieso quelas escuché con un considerable grado de in-terés, aunque era evidente que como ministro

de la Iglesia de Inglaterra estaba yo lejos deaceptar libremente las proposiciones que mepresentaba. Es verdad que no se oponían ma-nifiestamente a las creencias ortodoxas, peroeran ciertamente extrañas, y como tales, las re

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cibí con saludable cautela. Como ejemplo delas ideas que acosan a una mente ingeniosa ysi se me permite, devota, puedo mencionar

que el señor Glanville insistía a menudo en laimportancia, por lo general no reconocida, dela Caída del Hombre.

„–Cuando un hombre cede –decíaa las miste-riosas tentaciones insinuadas en el lenguaje fi-

gurativo de las Sagradas Escrituras, el univer-so, originariamente fluido y al servicio de suespíritu, se torna sólido, y se derrumba congran estrépito sobre él, aplastándolo bajo su

peso y su masa inerte.„Le pedí que me proporcionara más luz acer-ca de esta extraordinaria creencia; y descubríque su idea original, que ahora nosotros Fonsideramos obstinada, era utilizar su singular fra-

seología, el Caos Celestial, una sustancia blan-da y dúctil, que puede ser moldeada por laimaginación del hombre incorrupto hasta asu-mir cualquier forma que él elija.

„–Por extraño que pueda parecer –añadió–

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las delirantes invenciones (así las considera-mos nosotros) de los cuentos de “Las mil yuna noches” nos proporcionan algún indicio

acerca de los poderes del “homo protoplas-tus”. La ciudad próspera se convierte en un la-go, la alfombra nos transporta en una fracciónde tiempo, o más bien atemporal, de un confínal otro del mundo, el palacio surge de la nada

con sólo pronunciar una palabra. A todo estolo llamamos magia, mientras ridiculizamos laposibilidad de semejantes proezas; pero estamagia oriental no es sino un confuso y frag-

mentario reflejo de otras actividades que for-maron parte de la naturaleza primigenia dehombre, y del “fiat” que entonces le fue confiado.

„Como he señalado, escuché con cierto in-

terés estas y otras similares exposiciones de lasextraordinarias creencias del señor Glanville.

No podía dejar de pensar que semejantesopiniones estaban en muchos aspectos más deacuerdo con la doctrina que yo me había com-

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prometido a comentar que muchas de las en-señanzas de los filósofos actuales, que parecenexaltar el racionalismo a expensas de la Razón

tal como nos muestra Coleridge a esta divinafacultad. Sin embargo, cuando asentí, dejé cla-ro a Glanville que mi asentimiento estaba res-tringido por mi firme adhesión a los principiosque solemnemente había profesado al orde-

narme.„Pasaron los meses en el tranquilo cumpli-

miento de los deberes pastorales propios demi oficio. A comienzos de marzo recibí una

carta de mi amigo el señor S., en la que me in-formaba que el aire de Torquay le había bene-ficiado enormemente, y que su consejeromédico le había asegurado que no debía titu-bear más en reasumir sus obligaciones en

Londres. Por consiguiente, S. se proponía vol-ver en seguida y, tras expresarme afectuosa-mente su agradecimiento por mi excepcionaamabilidad, así la llamó, me anunció su deseode cumplir con su deber en los servicios ecle-

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siales del próximo domingo. En consecuenciavisité por última vez a aquellos feligreses conlos que más particularmente me había tratado

reservando mi visita al señor Glanville para elúltimo día de mi estancia en S.N. Sentía, creoyo, enterarse de mi inminente partida, y medijo que siempre recordaría con sumo placernuestros intercambios de impresiones.

„–Yo también abandono S.N.–añadió–. A comienzos de la próxima sema-

na embarco para Oriente, donde mi estanciapuede prolongarse durante mucho tiempo.

„Tras expresarnos cortésmente nuestro mu-tuo pesar, me levanté de la silla y ya iba a des-pedirme cuando noté que Glanville me observaba con una extraña mirada fija.

„–Un momento –dijo, atrayéndome a la ven

tana en donde estaba–.Quiero mostrarle el panorama. No creo que

lo haya visto nunca.„La sugerencia me pareció rara, por no decir

otra cosa peor. Por supuesto conocía la calle en

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donde residía Glanville, como la mayoría delas calles de S.N.; y, por su parte, él debía serbastante consciente de que ninguna perspecti-

va que me pudiera brindar su ventana podríamostrarme nada que no hubiera visto muchasveces a lo largo de mis cuatro meses de estan-cia en la parroquia. Además, las calles denuestros suburbios londinenses no suelen

ofrecer espectáculos que atraigan a los aficio-nados al paisajismo y al tipismo. Dudaba entreacceder al ruego de Glanville, o tomarlo enbroma, cuando se me ocurrió que era posible

que el piso de altura de su ventana pudieraproporcionar una vista lejana de la catedral deSt. Paul. En consecuencia, me acerqué a él y es-peré que me señalara la vista que, presumible-mente, deseaba que admirase.

„Sus rasgos mostraban todavía la extraña ex-presión que ya he comentado.

„–Ahora –dijo–, asómese y dígame lo que ve.„Todavía perplejo, miré a través de la venta

na y vi exactamente lo que esperaba ver: una

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“terrace” o hilera de edificios diseñados congusto, separados de la vía pública por un par-terre o jardín en miniatura, adornado con

árboles y arbustos.La calle que cruzaba a la derecha de la “terrace” ofrecía una perspectiva de calles y“crescents” de construcción más reciente y decierta elegancia. Sin embargo, en toda aquella

escena conocida no vi nada que justificara nin-guna atención especial; y se lo dije a Glanvillede una manera más o menos jocosa.

„A manera de respuesta, me tocó en el hom-

bro con la yema de los dedos y dijo:„–Mire de nuevo.„Eso hice. Por un momento, mi corazón se

paralizó y respiré con dificultad. Ante mí, enlugar de los edificios conocidos, aparecía un

panorama de fantástica y asombrosa bellezaEn profundas hondonadas, ocultas entre lasramas de grandes árboles, prosperaban ciertasflores que sólo pueden aparecer en sueños; deun color púrpura tan subido que todavía pa-

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recían brillar cual piedras preciosas con unresplandor oculto pero omnipresente. Rosascuyos colores eclipsaban a cualquier otro que

pueda verse en nuestros jardines, altos liriosrebosantes de luz, y capullos como el oro bati-do.

Contemplé sombreados paseos que descend-ían hasta las verdes hondonadas bordeadas de

tomillo; y aquí y allá la herbácea eminencia dearriba, y el burbujeante manantial de abajo, es-taban coronados por una arquitectura defantástica e insólita belleza, que parecía remitir

al mismísimo país de las hadas. Casi podríadecir que mi alma estaba embelesada con elespectáculo desplegado ante mí. Estaba poseí-do por un tipo de éxtasis y deleite como nuncahabía experimentado antes. Un sentimiento de

beatitud impregnaba todo mi ser; mi dicha eratan grande que no podía expresarla con pala-bras.

Lancé un inarticulado grito de júbilo y de ad-miración. Y entonces, bajo la influencia de una

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súbita reacción de miedo, que incluso ahorano puedo explicar, me alejé precipitadamentede la habitación y de la casa, sin hacer ningún

comentario ni despedirme del extraordinariohombre que había hecho yo no sabía bien qué.„Salí a la calle en medio de una gran inquie-

tud y confusión mental.Ni que decir tiene que no había ningún indi-

cio de la fantasmagoría que me había sidomostrada. La familiar calle había recuperadosu aspecto usual, la “terrace” permanecía co-mo siempre la había visto, y más allá los nue

vos edificios, donde había visto aquellas deli-ciosas hondonadas y aquellas gloriosas floresconservaban como antes su pulcro aunquemodesto orden. Donde yo había visto vallesescondidos entre el verde follaje, ondeando

suavemente al sol bajo la brisa estival, no ha-bía ahora más que ramas peladas y ennegreci-das, que a duras penas mostraban algún broteComo he mencionado, estábamos a comienzosde marzo, y una negra escarcha que había caí-

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do en los últimos diez o quince días constreñíatodavía la tierra y su vegetación.

„Me fui apresuradamente a mis aposentos

que estaban a cierta distancia de la residenciade Glanville. Me alegraba sinceramente el pen-sar que abandonaría la vecindad al día si-guiente. Puedo decir que hasta el presentenunca he vuelto a visitar S.N.

„Unos meses más tarde encontré a mi amigoel señor S. y, so pretexto de interesarme porlos asuntos de la parroquia que todavía atend-ía, pregunté por Glanville al que, dije, había

conocido. Al parecer había cumplido su inten-ción de abandonar la vecindad a los pocos díasde mi propia partida. No había confiado a na-die de la parroquia ni su destino ni sus planespara el futuro.

„–Le conocí muy poco –dijo S.–, y no creo quehiciera ninguna amistad en la localidad, aun-que residió en S.N. más de cinco años.

„Han pasado unos quince años desde que meacaeciera esta experiencia tan extraña, y du-

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rante ese tiempo no he oído nada de GlanvilleIgnoro completamente si todavía vive en el le-jano Oriente, o si ha muerto.‟ 

En términos generales Arnold estaba consi-derado como un hombre perezoso y, como émismo decía, apenas conocía por dentro unaoficina. Pero era laborioso en su ociosidad, ysiempre estaba dispuesto a esmerarse en todo

aquello que le interesaba. Y estaba muy intere-sado en este asunto de Canon.s Park. Estabaseguro de que existía alguna relación entre laextraña historia del señor Hampole –‟más que

extraña‟, pensaba él– y la experiencia del pri-mo de Perrott, el plantador de trigo de la parteoeste del país. Se dirigió a Stoke Newington, ylo recorrió de una parte a otra, mirando a sualrededor con ojos inquisitivos. Encontró sin

ningún problema Canon.s Park, o lo que que-daba de él. Era tan bonito como Harliss lo ha-bía descrito: un barrio trazado en los añosveinte o treinta del siglo pasado para ciudada-nos de decentes hasta aceptables ingresos.

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Algunas de estas casas seguían en pie y toda-vía sobrevivía una atractiva hilera de anticua-das tiendas. En un sitio había un modesto cha-

let de diseño georgiano tardío o victorianotemprano, con su porche emparrado de undescolorido azul verdoso, su balcón de hierromodelado, nada desagradable, su jardincillodelantero y su huerto cercado por una tapia en

la parte de atrás, un pequeño cobertizo y unpequeño establo. En otro lugar, algo más exu-berante y de escala mucho mayor, ambiciosaspilastras y estuco, bastante césped y amplios

caminos privados, colosales arbustos, y hierbaen el solar trasero. Pero el modernismo habíainiciado su ataque en todo el conjunto. Lasgrandes casas que quedaban se habían conver-tido en casitas, y las pequeñas estaban ajadas

ya no eran objeto de adoración; y por todaspartes había bloques de pisos de inmundo la-drillo rojo, como si se tratara de un proyectode cárcel moderna elaborado por el señorPecksniff bajo indicaciones de la señora Tod-

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gers. Frente a Canon.s Parks, ocupando el so-lar en que debió ubicarse la casa del señorGlanville, había un instituto laboral y una fa-

cultad de económicas. Ambos edificios hela-ban la sangre: por su utilidad y su arquitectu-ra. Parecía como si los peores sueños del señorH.G. Wells se hubieran hecho realidad.

En ninguno de ellos, fuera moderadamente

antiguo o totalmente moderno, pudo encon-trar Arnold nada que le sirviera. En la épocade la que escribió el señor Hampole, Canon.sPark debió haber sido medianamente agrada-

ble; ahora era inadmisiblemente desagradablePero, en el mejor de los casos, no pudo habernada en su aspecto que sugiriera la maravillo-sa visión que el clérigo creyó ver desde la ven-tana de Glanville. Y los jardines suburbanos

aunque bien conservados, no podían explicarlos entusiasmos del granjero. Arnold repitiólas palabras sagradas de la fórmula explicati-va: telepatía, alucinación, hipnotismo; peroapenas se sintió más cómodo. El hipnotismo

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por ejemplo, fue usado comúnmente para ex-plicar el truco de la cuerda india. Pero noexistía semejante truco, y, en cualquier caso, e

hipnotismo no podía explicar aquella o cual-quiera otra maravilla contemplada a la vez porun grupo de personas, ya que sólo puede aplicarse a individuos, y ello con su total conoci-miento, consentimiento y atención consciente

Podía haber habido telepatía entre Glanville yHampole; pero ¿dónde recibió el primo de Pe-rrott la impresión no sólo de haber visto unaespecie de Kubla Khan, o Viejo de la Montaña

sino incluso de haberse paseado? Podía decirse que la S.P.R. había descubierto la telepatía yhabía dedicado gran parte de sus energías durante los últimos cuarenta y cinco o más añosa la realización de una minuciosa y completa

investigación en torno a ella; pero, a su enten-der, en los casos recogidos no quedaba cons-tancia de nada tan elaborado como este asuntode Canon.s Park. Y, por otra parte, hasta don-de él podía recordar, las apariencias atribuidas

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a la mediación telepática eran siempre indivi-duales; visiones de gente, no de lugares: noexistían paisajes telepáticos. Y en cuanto a la

alucinación, eso no nos llevaría muy lejos. Ex-ponía los hechos, pero no ofrecía explicaciónde ellos. Arnold había padecido trastornos hepáticos: una mañana había bajado a desayunary le había molestado ver el aire lleno de motas

negras. Aunque no olfateó el nauseabundoolor de una humeante chimenea, en principiopodía estar seguro de que la chimenea habíaestado echando humo, o que las motas negras

eran hollín flotante. Pasó algún tiempo antesde que se diera cuenta de que, objetivamenteno había motas negras, que se trataba de ilu-siones ópticas, que había sufrido una alucina-ción. Sin duda, el vicario y el granjero habían

sufrido una alucinación, pero había que buscarla causa, la fuerza motriz. Dickens nos contóque al despertar una mañana vio a su padresentado a su cabecera, y se preguntó qué esta-ba haciendo allí. Se dirigió al anciano y al no

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obtener respuesta, alargó la mano para tocarleno había nadie. Dickens había sufrido una alu-cinación; pero ya que en aquella época su pa-

dre se encontraba perfectamente bien y librede dificultades, el misterio permanece insolu-ble, inexplicable. Debía admitirse, aunque noexistiera razón alguna para ello. Era un enig-ma que había que dejar por imposible.

Pero a Arnold no le gustaba dejar los enig-mas por imposibles. Recorrió todos los escon-drijos de Stoke Newington y se metió en pubsde aspecto prometedor, esperando encontrar

viejos charlatanes que pudieran recordar y re-petir historias de sus padres.Encontró unos pocos, pues aunque Londres

ha sido siempre un lugar de tribus inquietas ynómadas, y de poblaciones cambiantes, y aho-

ra más que nunca, todavía conserva en mu-chos lugares, y sobre todo en los más remotossuburbios del norte, un elemento conocido yfijo cuya memoria puede remontarse a cien oincluso ciento cincuenta años. Así es que en-

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contró en una venerable taberna –sería ofensi-vo y engañoso llamarla “pub”– en los márge-nes de Canon.s Park una tertulia de amigos

que se reunían una o dos horas por las nochesen un confortable, aunque sórdido, reservadoBebían poco y despacio, y se iban pronto a ca-sa.

Eran pequeños tenderos de la vecindad, y

hablaban de su negocio y de los cambios quehabían contemplado: la maldición de las su-cursales, el pésimo género que se vendía enellas, y la reducción de los precios y las ganan-

cias. Arnold se introdujo cautelosa y gradualmente en la conversación, después de una odos visitas –‟Bien, señor, le estoy muy agrade-cido y no quiero negarme‟–, y dijo que pensa-ba establecerse en el vecindario, pues le parec-

ía tranquilo.–Mis mejores deseos, por supuesto.¿Tranquilo Stoke Newington? Bueno, lo fue

una vez; pero ahora no lo es mucho. Ahora to-do es orgullo, vestimenta y bullicio; y la gente

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que tenía dinero y se lo gastaba, hace tiempoque se ha ido.

–¿Hubo aquí gente acaudalada?

–preguntó Arnold cautelosamente, tanteando el terreno poco a poco.–La hubo, se lo aseguro. Mi padre solía lla-

marles hombres solventes o ricos. Estaba el se-ñor Tredegar, director del Banco Tredegar

que se había fusionado con el City and Natio-nal hacía muchos años, más cerca de cincuentaque de cuarenta, supongo.

Era un perfecto caballero y cultivaba piñas

tropicales. Recuerdo que nos mandó una cuan-do mi esposa estuvo enferma un verano. Aho-ra no se pueden encontrar piñas como aquélla.

–Tiene usted razón, señor Reynolds, toda larazón. Suelo vender lo que llaman piñas, pero

yo mismo no las tomaría. Sin aroma, ni saborduras y estropajosas; no se puede compararuna manzana silvestre con una reineta de Cox.

Esta declaración obtuvo un asentimiento ge-neral y Arnold pensó que el suyo iba a ser un

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trabajo lento.E incluso cuando llegó a lo que le interesaba

no consiguió gran cosa.

Dijo que tenía entendido que Canon.s Parkera un paraje tranquilo, alejado del tránsitoprincipal.

–Bueno, algo de eso hay –dijo el anciano quehabía aceptado la media pinta–. No encontrará

mucho tráfico allí, es cierto: ni tranvías ni au-tobuses ni autocares. Pero lo han destrozadotodo, construyendo nuevos bloques de vivien-das cada dos por tres.

Por supuesto, esto puede interesarle.Estos pisos son, sin duda, muy populares, ymuy económicos, según me han dicho. Pero yohe preferido siempre una casa propia, mía.

–Le contaré a usted de qué forma es econó-

mico uno de estos pisos –dijo el verdulero conuna risita preliminar–. Si a usted le gusta la ra-dio, puede ahorrarse el precio del aparato y epermiso. Oirá la radio en el piso de arriba, enel piso de abajo, y en uno o dos más, cuando

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tengan abiertas las ventanas en las noches deverano.

–Muy cierto, señor Batts, muy cierto. Sin em-

bargo, debo decir que yo también soy partida-rio de la radio.Me encanta oír una melodía alegre, ya sabe

usted, a la hora del té.–No me diga usted, señor Potter, que le gusta

esa cosa horrible que llaman jazz.–Bueno, señor Dickson, debo confesarlo... –y

así sucesivamente.Era evidente que incluso allí había modernis-

tas. Arnold creyó oír el término „hot blues‟ claramente pronunciado. Obligó a aceptar otramedia pinta a su vecino, que resultó ser el se-ñor Reynolds, el químico farmacéutico, yprobó de nuevo.

–Así es que usted recomendaría Canon.sPark como una residencia conveniente.

–Bueno, no señor; no a un caballero que quie-ra tranquilidad, no lo haría. No se puede estartranquilo en un sitio que derriban ante sus

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propios ojos, como podría decirse. Desde luego, era bastante tranquilo en tiempos pasados¿Está de acuerdo, señor Batts? –dijo, interrum-

piendo la discusión musical–. Canon.s Parkera bastante tranquilo en nuestros años mozos¿no es cierto? Entonces le habría agradado aeste caballero, estoy seguro.

–Tal vez –dijo el señor Batts–.

Tal vez sí, tal vez no. Hay tranquilidad ytranquilidad.

Una cierta calma se abatió sobre el reducidogrupo de ancianos. Parecían rumiar, beber su

cerveza a sorbos muy cortos.–Siempre hubo algo en ese lugar que no megustó del todo –dijo al fin uno de ellos–. Peropor supuesto, no sé por qué.

–¿No existió en ese lugar, hace mucho tiem-

po, cierta historia acerca de un asesino? ¿O fueun hombre que se suicidó y fue enterrado enun cruce de caminos con una estaca atravesán-dole el corazón?

–Nunca oí hablar de eso, pero he oído decir a

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mi padre que antiguamente hubo en ese lugarbastante agitación.

–Creo, caballero, que anda usted bastante

desencaminado, si me permite el atrevimiento–dijo el más anciano que, sentado en unrincón, había hablado muy poco hasta enton-ces–. Yo no diría que Canon.s Park tenía malareputación, ni mucho menos. Pero, natural-

mente, sucedió algo allí que a mucha gente nole gustó; lo evitó, podría decirse. Y estoy con-vencido de que todo fue a causa del manico-mio que allí existió hace algún tiempo.

–¿Había allí un manicomio? –preguntó el pe-culiar amigo de Arnold–.Bien, creo recordar haber oído algo por el es-

tilo en mi infancia, ahora que usted recuerdalas circunstancias.

Sé que de niños no nos atrevíamos a atrave-sar Canon.s Park después de anochecer. Mpadre solía mandarme de vez en cuando a ha-cer recados en aquella dirección, y siempreque pude hice que otro niño viniera conmigo.

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Pero no recuerdo que a ninguno de los dosnos asustaran especialmente los locos. En rea-lidad, ahora que me pongo a pensar en ello

difícilmente sabría decir de qué teníamos mie-do.–Bien, señor Reynolds, eso fue hace mucho

tiempo; pero creo de veras que fue aquel ma-nicomio lo que, en primer lugar, alejó a la gen-

te de Canon.s Park. ¿Sabe usted dónde estuvosituado?

–No podría decirlo.–Bien, fue en aquel caserón a la derecha, en

medio del parque, que ha estado vacío duran-te años y años, cuarenta años me atrevería adecir, hasta convertirse en ruinas.

–¿Quieres decir el sitio que ahora ocupa laEmpress Mansion? ¡Oh!, sí, desde luego. Lo

derribaron hace más de veinte años, y el solarpermaneció vacío durante toda la guerra ymucho tiempo después. Era un lugar depri-mente; lo recuerdo bien: la hierba creciendoentre los guardavientos de las chimeneas, y las

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ventanas rotas, y las tablillas con la inscripción„Se alquila‟ cubiertas de enredaderas. 

¿Fue aquella casa un manicomio en sus tiem-

pos?–Fue la misma casa, señor. La llamaban Hi-malaya House. En un principio la construyósobre una antigua granja un rico caballero dela India, y cuando éste murió sin descendencia

sus parientes vendieron la propiedad a un mé-dico. Él la convirtió en manicomio. Y, comoiba diciendo, creo que a la gente no le gustódemasiado la idea. Ya sabe usted, aquellos lu-

gares no tenían entonces tan buen aspecto co-mo, según dicen, ahora lo tienen, y se propa-garon algunas historias muy desagradablesMe parece que el doctor se vio envuelto en unpleito con un caballero, de buena familia creo

cuyos parientes le habían encerrado en Himalaya House durante años, estando todo etiempo tan cuerdo como usted o yo. Despuésvino lo de aquel joven que consiguió escaparfue un caso lleno de misterio. Pues no cabía la

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menor duda de que estaba loco de remate.–¿Dice usted que uno de ellos se escapó? –

preguntó Arnold, deseando romper el silencio

que había caído de nuevo sobre el grupo.–Así fue. Ignoro cómo lo conseguiría, puessegún decían, el manicomio estaba severamente vigilado; pero consiguió salir trepando oreptando de una forma u otra, una tarde a la

hora del té, y se fue caminando calle arriba tansilenciosamente como puede usted imaginar-se, y se alojó cerca de aquí, en aquella hilera decasas de ladrillo rojo que había donde ahora se

alza el instituto laboral. Recuerdo muy bienhaber oído a la señora Wilson, encargada dealojamiento –donde vivió hasta muy anciana–contarle a mi madre que nunca vio un joventan guapo y tan bien hablado como este señor

Vallance, como creo que se hacía llamar, aun-que, por supuesto, no era su verdadero nom-bre. Este señor le contó a ella una historia bas-tante convincente acerca de su llegada proce-dente de Norwich y su obligación de ser muy

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reservado a causa de sus estudios y cosas porel estilo. Traía en una mano su bolsa de viaje yle dijo que el equipaje de peso llegaría des-

pués, pagándole una quincena por adelantadocomo era habitual. Desde luego, los emplea-dos del doctor le buscaron inmediatamente ehicieron indagaciones en todas direccionespero a la señora Wilson de momento no se le

ocurrió pensar que este silencioso y jovenhuésped fuese el loco desaparecido. Es decirno durante algún tiempo.

Arnold se aprovechó de una pausa retórica

en la narración. Hizo una seña al patrón, queestaba reclinado sobre la barra, escuchando co-mo los demás. Hicieron nuevos pedidos, y cada integrante del grupo solicitó un poquito deginebra, considerando que una bebida „flo ja‟ o

incluso „amarga‟ sería inadecuada al desenlacede semejante historia. Entonces, con expresio-nes corteses, bebieron a la salud de „nuestroamigo sentado junto al señor Reynolds‟. Y unode ellos dijo:

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–Así es que le descubrió, ¿no?–Creo –prosiguió el narrador– que pasó una

semana, más o menos, antes de que la señora

Wilson se diera cuenta de que pasaba algo ra-ro. Cuando le estaba retirando su servicio deté, él le dijo:

–‟Lo que me gusta de estas habitaciones su-yas, señora Wilson, es la asombrosa vista que

ofrecen desde las ventanas.‟ –„Aquello fue suficiente para sobresaltarla

Todos nosotros sabemos lo que se veía desdelas ventanas de Rodman.s Row: Fothergill Te-

rrace, Chatham Street y Canon.s Park; sin du-da propiedades todas ellas muy bonitas aun-que nada del otro mundo, como suelen decirlos jóvenes. Así es que la señora Wilson nosabía cómo tomarse aquello y pensó que debía

ser una broma. Dejó en la mesa la bandeja delté y miró a su huésped a los ojos.

–‟¿Qué es, señor, lo que usted admira en par-ticular?, si puedo preguntárselo.‟ 

–‟¿Que qué admiro? –dijo–. Todo.‟ 

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–„Y entonces, al parecer, empezó a decir losmás extravagantes disparates acerca de floresdoradas, plateadas y purpúreas, de un manan-

tial burbujeante, de un paseo que se internabaen el bosque, de la casa de hadas en la colinay no sé qué más. Luego le pidió a la señoraWilson que se acercara a la ventana y miraratodo eso. Ella se asustó, cogió la bandeja, y sa-

lió de la habitación tan rápidamente como pu-do; lo cual no me extraña. Aquella nochecuando iba a acostarse, pasó por delante de lapuerta de su huésped y, al oírle hablar en voz

alta, se detuvo a escuchar. En realidad, no creoque se pueda culpar a la mujer por escucharEn mi opinión, quería saber a quién había me-tido en su casa. Al principio no podía entenderlo que estaba diciendo. Hablaba atropellada-

mente en lo que parecía una lengua extranjerapero luego siguió en inglés corriente, como sise dirigiera a una joven dama, haciendo uso deexpresiones de gran afectación.

„Aquello fue demasiado para la señora Wil-

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son, que se marchó a la cama con el alma envilo, y casi no consiguió dormirse en toda lanoche. A la mañana siguiente, el caballero pa-

recía bastante calmado, pero la señora Wilsonsabía que no era de fiar, e inmediatamentedespués del desayuno se fue a ver a sus veci-nos y empezó a hacerles preguntas. Entoncesdescubrió quién debía ser su huésped, y avisó

a la Himalaya House. Los empleados del doc-tor se llevaron de nuevo al joven. ¡Dios mío!caballeros, son casi las diez en punto.

La reunión se disolvió en medio de un cor-

dial bullicio. El anciano que había contado lahistoria del loco fugado se había dado cuentaal parecer, de que Arnold prestaba muchaatención al relato. Evidentemente se alegraba.

Estrechó afectuosamente la mano de Arnold

comentando:–Como verá, señor, tengo razones para pen-

sar que fue aquel manicomio el causante de lamala reputación de Canon.s Park en nuestrovecindario.

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Y Arnold se puso en camino, de vuelta aLondres, dándole vueltas en la cabeza muchascosas. La mayoría de ellas parecían muy con-

fusas, pero él se preguntaba si el huésped de laseñora Wilson estaría completamente locomás loco que el señor Hampole, o el granjerode Somerset, o Charles Dickens, cuando vioaparecerse a su padre junto a su lecho.

Arnold contó el resultado de sus indagacio-nes y perplejidades en la siguiente reunión delos tres amigos en el tranquilo patio delanterode la posada. El escenario se había transforma-

do: era una noche de junio, en la que los árbo-les del jardín se agitaban a expensas de la fres-ca brisa, que transportaba al mismo corazónde Londres un vago aroma de los lejanos cam-pos de heno. El licor de la jarra marrón olía a

viñas y a huertas gasconas, y le pusieron hielopero no por mucho tiempo.

Lo único que dijo Harliss durante todo el re-lato de Arnold fue:

–Conozco cada rincón de ese vecindario, y le

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digo que no existe semejante lugar.Perrott fue sensato. Admitió que la historia

era extraordinaria.

–Disponemos de tres testigos –señaló Arnold.–Sí –dijo Perrott–, pero, ¿ha tenido usted en

cuenta, la maravillosa aplicación de la ley delas coincidencias? Un caso, bastante trivia

pensará usted posiblemente, me produjo unaprofunda impresión cuando lo leí, hace unoscuantos años. Cuarenta años atrás un hombrecompró un reloj en Singapur, o Hong Kong

quizás. El reloj se estropeó y lo llevó a unatienda de Holborn para que lo revisaran. Ehombre que le cogió el reloj sobre el mostradorera el mismo que se lo había vendido enOriente años antes. Nunca se debe despreciar

la coincidencia, ni descartarla como soluciónimposible. Sus posibilidades son infinitas.

Entonces Arnold contó el último, interrumpido e incompleto capítulo de la historia.

–Después de aquella noche en el King of Ja-

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maica –comenzó–, me fui a casa y me puse ameditar. Parecía no poder hacerse nada másSin embargo, sentí que me gustaría echarle

otra mirada a ese singular parque, y fui alláuna noche oscura. Inmediatamente encontré aun joven que se había extraviado y había per-dido, según dijo, a la mujer que vivía en la ca-sa blanca de la colina. No voy a hablarles de

ella, ni de su casa o sus jardines encantadosPero estoy seguro de que el joven se perdiótambién para siempre.

Y, tras una pausa, añadió:

–Creo que existe una perikhoresis, una com-penetración mutua.Es posible, efectivamente, que nosotros tres

estemos ahora sentados entre rocas desiertasjunto a corrientes glaciales.

–...Y, ¿con quién?

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LOS ARQUEROSHe sido invitado a escribir una introducción

al cuento “Los Arqueros”, para su publicación

en forma de libro. Y he dudado. Este asunto de“Los Arqueros” ha sido raro desde principio afin, a causa de diversas complicaciones y devarios rumores y especulaciones concernientesal mismo, que honestamente no se por donde

comenzar. Propongo, entonces, resolver la difi-cultad pidiendo disculpas antes de comenzar.

Usualmente, ante la presencia de una intro-ducción se tiene a suponer que se va a presen-

tar algo de importancia o consecuencia. Porejemplo, si un hombre realiza una antología degrandes poetas, bien podría escribir una intro-ducción justificando sus principios de selec-ción, señalando una y otra causa, como su espí-

ritu se conmovió, las supremas excelencias yaltas bellezas, discurriendo acerca de los seño-res y príncipes de la literatura, para quienes élsirve como mera compañía. Las introducciones

pertenecen, por lo tanto, al mundo de las obras

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maestras y los clásicos, a las grandes y anti-guas cosas aceptadas; y yo vengo aquí a intro-ducir un cuento, una pequeña historia mía apa-

recida en “The Evening News” hace cosa dediez meses atrás (septiembre de 1914).Aprecio lo absurdo y la enormidad de la posi-

ción en todo su grosor. Y mi excusa para estaspáginas es la siguiente: creo que la historia en

sí, no es nada, y que solo reviste algún interéssus extrañas e imprevistas consecuencias. Haycierta moraleja de matiz psicológico para ex-traer del tema de la narración y la secuela de

rumores y discusiones no son, según creo, me-recedoras de consecuencia; y recién estamoscomenzando.

Esto pasó a fines de agosto, para ser más pre-ciso, el último domingo de agosto. Había noti-

cias terribles para leer en el periódico esa ma-ñana. Fue en “The Weekly Dispatch” que leí edesagradable relato de la retirada de Mons. Yano recuerdo bien los detalles; pero no olvidaré

nunca la impresión que dejó en mi mente. Me

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pareció ver tormenta, muerte y agonía, y un terror infernal, y en el medio del fuego estaba elEjército Británico. En el medio de las llamas

consumido y en forma de aureola, reducido acenizas y aún triunfante, martirizado y porsiempre glorioso. Así que vi a nuestros hom-bres con un resplandor encima de ellos, y fui ala iglesia con ese pensamiento, y, siento decir-

lo, pero estaba imaginando la historia en mi ca-beza mientras el cura cantaba el Evangelio.

Ese no fue el relato “Los Arqueros”, sino suprimer boceto, “El descanso de los soldados”

Solo desearía haber sido capaz de escribirlo tay como lo concebí. Aquel relato, según creoera una mejor obra de arte que “Los Arqueros”

pero vino a mí como el incienso azulado queflotaba sobre el libro de las Sagradas Escritu-

ras: era una historia noble, tal y como todasaquellas que nunca llegan a escribirse. Concebíque los hombres muertos se levantaban por en-tre el fuego, y eran recibidos en la Taberna de

la Eternidad con canciones y copas de alaban-

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za. Pero cada hombre es el niño de su edad, apesar de lo mucho que puedan odiarlo; y nuestra propia religión ha determinado que la diver-

sión es perversa. Hasta donde se, el modernoprotestantismo cree que el Cielo es algo así co-mo un salmo en una catedral inglesa, con unsacerdote predicando. Para aquellos opuestos adogmas de cualquier especie (hasta los más

suaves), supongo que esto les sonará como unCurso de Lecturas Éticas.

Bueno, durante mucho tiempo he mantenidoque la iglesia común, considerada como lugar

de predicamiento, es un lugar mucho más ve-nenoso que la más corriente de las tabernas; sinembargo, la verdadera historia de “Los Arque-ros”, con su "sonus epulantium in æterno con-vivio", fue arruinada al momento de su naci-

miento, y fue algún tiempo después que pudeescribir la genuina idea del cuento. Y en el lap-so, la trama de “Los Arqueros” se me ocurrióHa sido murmurado y sugerido que antes de

llevar al papel el relato yo ya había escuchado

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algo. La más decorativa de estas leyendas estambién la más precisa: "Es un hecho que lahistoria completa le fue dada por una dama en

espera." Este no fue el caso; y todo tipo de re-portes al respecto que yo había escuchado rumores o sugerencias son igualmente carentesde cualquier validez. Nuevamente me disculpo por iniciar tan pom-

posamente el minutiæ de mi pequeño relatocomo si se tratase de los poemas perdidos deSafo; pero parecería que el tema es de interéspúblico y trato de cumplir con mi instrucción

Vamos ahora con el origen de la composiciónde “Los Arqueros”. Primero de todo, todas lasnaciones han celebrado la idea que los seres es-pirituales puede acudir en auxilio de los serehumanos, que estos dioses, héroes y santos

pueden descender desde sus inmortales hogares para luchar por sus devotos. Entonces mevino a la cabeza la historia de Kipling acercadel fantasmal regimiento indio y se mezcló con

un latente medievalismo; y así se escribió “Los

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arqueros”. No me satisfizo, según recuerdo, yla consideré (tal como sigo haciéndolo) comouna historia ordinaria. Sin embargo, he tratado

de escribir a lo largo de estos largos treinta ycinco años, y como si nunca fuera hábil con lasletras, me creo un maestro en la Posada de laInsatisfacción. Tal como fue, “Los Arqueros”

apareció publicado en “The Evening News” e

29 de Septiembre de 1914.El periodista, como regla, no alberga mucho

prospecto de fama; y sus anticipaciones de inmortalidad están presas hasta las doce de la no-

che como máximo; esto puede ser como esosinsectos que inician su vida en la mañana y ca-en muertos al atardecer, se crean a sí mismosinmortales. Luego de escribir mi historia, unavez que se imprimió y publicó, ciertamente no

pensaba volver a escuchar comentarios o palabras sobre la misma. Mi colega “The Londo-ner” la alabó cálidamente; una de sus sugeren-cias técnicas fue sobre el lenguaje de los arque-

ros. "¿Por qué arqueros ingleses deberían utili-

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zar términos en francés?" me preguntó. Repli-qué que la única razón posible era esta: que un"monseigneur" aquí y otro allá, hacían más

pintoresca la historia; y también le recordé quecomo materia histórica, la mayoría de los ar-queros de Agincourt eran mercenarios deGwent (mi pueblo natal), que pudieron haberparecido como ángeles para los sajones (Teilo

Iltyd, Dewi, Cadwaladyr Vendigeid). Creí queesa sería la primera y última discusión sobre“Los Arqueros”. Pero pocos días después de supublicación, el editor de “The Occult Review”

me escribió. Quería saber si la historia tenía al-guna fundación en la realidad. Le contesté queno tenía ningún asidero histórico; ya olvidé sle añadí que tampoco lo tenía en rumores, perosupongo que no lo hice, ya que tengo seguri-

dad de que no hay rumores ni historias sobreintervenciones celestiales en aquella épocaCiertamente no había escuchado nada. Pronta-mente el editor de “Light” me escribió con una

pequeña pregunta, y le repliqué brevemente

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Me pareció que había terminado con cualquiermito en torno a “Los arqueros” en la hora de sunacimiento.

Uno o dos meses después, recibí varias peti-ciones de editores de revistas parroquiales parareproducir el cuento. Yo, o mejor dicho, mieditor, rápidamente las permitió; y luego deotros dos meses, el director de una de estas re-

vistas me escribió, diciéndome que el númerode febrero, que contenía la historia, se habíaagotado, y aún seguía habiendo demanda poresa revista. ¿Permitiría una reimpresión de

“Los arqueros” como panfleto, y le escribiríaun corto prefacio dando las exactas fuentes dela historia? Repliqué que con todo mi corazónpodría reimprimirse la historia como panfletopero que no podría brindar las fuentes, ya que

no había tales, dado que el relato era pura in-vención. El vicario me volvió a escribir con lasugerencia, para mi desconcierto, que debía es-tar equivocado, que los "hechos" referidos en

“Los arqueros” debían ser ciertos, que mi parte

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en la tarea seguramente habría estado limitadaa la elaboración y decoración de una históricaverídica. Parecía como si mi ficción hubiera si-

do aceptada por la congregación de esa iglesiaparticular como la más sólida de las verdadesy fue entonces que comenzó a tomar forma laidea de que habiendo fracasado en el campo delas letras, había logrado éxito, de manera invo-

luntaria, en el campo del engaño. Esto sucediócreería, en algún momento de abril, y la bolade nieve del rumor ha ido creciendo desde en-tonces, haciéndose cada vez más grande, hasta

haberse hinchado a monstruosas proporciones.Fue por esta época en que variantes de mhistoria comenzaron a ser contadas como he-cho auténtico. Al principio, esos relatos traicio-naron su relación con el original. En varias

versiones aparecía el restaurante vegetariano, ySan Jorge era el personaje principal. En un ca-so un oficial (nombre y domicilio desconoci-do), dijo que había un cuadro de San Jorge en

cierto restaurant de Londres, y que esa figura

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tal como la pintura, se le apareció en el campode combate, y fue invocada por él, con los másfelices resultados. Otra variante, esta creo que

nunca se llegó a imprimir, hablaba de prusia-nos muertos que habían sido hallados en ecampo de batalla con sus cuerpos traspasadospor flechas. Esta noción me divirtió, dado queimaginé una escena en que un general alemán

aparecía frente al Kaiser para tratar de explicarsu fracaso al tratar de aniquilar a los ingleses.

"Su Excelencia," tenía que decir el general"es verdad, no es posible negarlo. Los hombres

fueron muertos por flechas; fueron hallados asípor las partidas de rescate de cuerpos."Rechacé la idea como muy precipitada, hasta

para una mera fantasía. Pero me divertí cuandosupe que lo que había rechazado como muy

fantástico incluso para una fantasía, era acepta-do en ciertos círculos ocultos como hecho ver-dadero.

Otras versiones de la historia citaban una nu-

be que se interponía entre los alemanes atacan-

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tes y los defensores británicos. En algunosejemplos, la nube servía para cubrir a nuestroshombres de los avances del enemigo; en otras

adoptaba formas extrañas que asustaba a loscaballos alemanes. San Jorge ha desaparecido(aunque persiste en algunas versiones católicasromanas) y ya no hay arqueros, no más flechasPero los ángeles siempre están listos para apa-

recer, y creo haber detectado la maquinaria quelos inserta en la historia.

En “Los arqueros” mi imaginario soldado ve-ía una "larga línea de formas, como con un res-

plandor encima de ellas." Y Mr. A.P. Sinnettescribiendo en el número de mayo de “The

Occult Review”, reportaba que había escucha-do a "quienes decían haber visto 'una columnade seres resplandecientes' entre los dos ejérci-

tos." Yo conjeturo que la palabra "resplandor"es el vínculo entre mi cuento y la forma deriva-da del mismo. En la visión popular, resplando-res y seres sobrenaturales de carácter benevo-

lente son ángeles, y según creo, los arqueros de

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mi cuento se han convertido en "los Ángeles deMons." En esta forma han sido recibidos en lacreencia de las personas de todas partes.

Y aquí, conjeturo, tenemos la clave de la lar-ga popularidad de la ficción (como yo la Fonsi-dero). Hace tiempo que ha cesado en Inglaterrael excesivo interés en los santos, y en el recien-te renacimiento del culto por San Jorge, el san-

to es casi una figura patriótica. Y el atractivohacia los santos no es ciertamente una prácticainglesa; creo que ha sido sostenido por las au-toridades papales. Pero los ángeles, con ciertas

reservas, han mantenido su popularidad y, deesta manera, cuando se estableció que el ejérci-to británico había sido librado de un peligro ca-lamitoso por intervención celestial, fue clarotanto para la creencia general y para los entu-

siastas de la religión como del hombre comúnY pronto surgió la leyenda de "los Ángeles deMons" y ya fue imposible de evitarlo. Y llegó ala prensa: no podría ser negado; apareció en las

más disímiles publicaciones (en “Truth” y

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“Town Topics, The New Church Weekly” -detendencias swedenborgianas- y “John Bull”)El editor de “The Church Times”, que ejerció

una amplia reserva, esperó a que la evidenciaestuviera lejana; pero en un número de su pu-blicación, noté que la historia estaba equipandouno de los sermones, era sujeto de una carta ymateria de un artículo. La gente me enviaba

cartas de periódicos provinciales conteniendosfuertes controversias sobre la exacta naturalezade las apariciones; el "Office Window" de“The Daily Chronicle” sugiere explicaciones

científicas de una alucinación; el “Pall Mall”en una nota sobre San Jaime, señala que él per-tenecía a la hermandad de los Arqueros deMons. Los púlpitos de ambos bandos, la Igle-sia y los no conformistas, han estado ocupados

el obispo Welldon, el canónigo Hensley Hen-son (un incrédulo), el obispo Taylor Smith (elcapellán general), y muchos otros clérigos seocuparon del tema. El Dr. Horton predicó acer-

ca de los ángeles en Manchester; Sir Joseph

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Compton Rickett (presidente de la FederaciónNacional de los Consejos de la Iglesia Libredeclaró que los soldados en el frente habían

visto visiones, y que habían testimoniado depoderes y principados luchando a su favor o ensu contra. Desde todos los confines de la Tierrallegaron cartas al editor del “The Evening

News” con teorías, creencias, explicaciones

sugerencias. Todo eso es maravilloso; uno pue-de decir que el asunto entero es un fenómenopsicológico de considerable interés, tal ve

comparable a la gran ilusión rusa de agosto y

septiembre últimos.Es posible que algunas personas, a juzgar porel tono de estas remarcaciones, puedan aunar laimpresión que soy un profundo ateo a la posi-bilidad de cualquier intervención de fuerzas de

orden supra-físicas en lo concerniente al órdenfísico. Estarían errados si razonaran de estamanera; se equivocarán si suponen que yo creolos milagros ocurridos en Judea pero no doy

crédito a los milagros producidos en Flandes o

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Francia. No sostengo cosas tan absurdas. Peroconfieso con franqueza, que no brindo la míni-ma credibilidad a la leyenda de estos "ángeles

de Mons", debido en parte a que se, o creo sa-ber, que derivan de mi propia ficción y también porque no tuve un ápice de evidencia queme dispusiera a creerla. Sin embargo, es inváli-do y estúpido el razonamiento de que "creo que

esta historia es una mentira, debido a que in-cluye un elemento sobrenatural;" aquí, en cam-bio, tenemos el gusano retorciéndose en el me-dio de los despojos corruptos, negando la exis-

tencia del sol. Pero si esta persona es estúpidaigualmente lo es quien afirma: "si el relato noposee nada sobrenatural, es verdadero, y la me-nor evidencia es confiable;" y me temo que es-ta es la actitud a la que tienden la mayoría de

quienes se denominan ocultistas. Espero nuncallegar a ese estado mental. Así que digo, noque las intervenciones sobrenaturales sean im-posibles, no que no hayan tenido lugar durante

esta guerra (desconozco otros relatos al respec-

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to), solo que no hay un átomo de evidencia pa-ra apoyar las actuales historias acerca de losángeles de Mons. Por lo tanto, debemos remar-

car, estas historias son tan solo historias. Todasse basan en relatos de segunda, tercera, cuartay quinta mano, contados por "un soldado", por"un oficial", por "un corresponsal católico"por "una enfermera", y por otras personas anó

nimas. Sin embargo, han sido mencionados al-gunos nombres. Una de las supuestas "testi-gos", nombrada en uno de los casos, se ha con-vertido en objeto de molestia y fastidio, y es-

cribió al editor de “The Evening News” paranegar todo conocimiento del supuesto milagroUna de las representantes de la Sociedad de In-vestigación Psíquica confesó que no hubo evi-dencias reales enviadas a su sociedad. Y enton-

ces, para mi sorpresa, ella dio por sentado quealgunos hombres en el campo de batalla habíansufrido una "alucinación" y luego dio la teoríade la alucinación sensorial. Olvidó que, al mo-

mento presente, no hay razón para suponer que

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nadie hubiera alucinado nada. Alguien (desco-nocido) conoció a una enfermera (sin nombre)que había hablado con un soldado (anónimo)

quien había visto ángeles. Pero ESO no es evi-dencia; y ni siquiera Sam Weller en su estadode mayor alegría, se atrevería a sostenerlo en laCorte de Declaraciones Comunes. Así que nin-guna prueba remótamente aproximada ha sido

ofrecida de una intervención sobrenatural du-rante la retirada de Mons. Empero, las pruebaspueden llegar, y si así fuera, sería más que inte-resante.

Pero tomando el asunto al momento presente¿cómo es que una nación firmemente ancladaen el materialismo más ordinario haya acepta-do vagos rumores y chismes de lo sobrenaturacomo verdad absoluta? La respuesta está con-

tenida en la pregunta: es precisamente pornuestra entera atmósfera materialista, la quenos predispone para dar crédito a cualquier co-sa salvo la verdad.

Separe a un hombre de la buena bebida, y co-

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menzará a ingerir espíritu metílico con alegríaEl Hombre ha sido creado para estar sobriopara ser "noble, no loco." Sufrir las. Sufra las

Profecías de Cocoa y su compañía le seduciráen cuerpo y alma, y el individuo se convertiráen "innoble y muy loco".Y resulta que hom-bres prácticos, hombres de negocios, pensadores avanzados, librepensadores, creen en Ma-

dame Blavatsky, Mahatmas varios y en el fa-moso mensaje de la Golden Shore. "El plan delJuez es correcto; síguelo bien recto."

Y la principal responsabilidad para este triste

estado de cosas recae indudablemente en loshombros de la mayoría de la clerecía de laIglesia de Inglaterra. El Cristianismo, como elSr. W.L. Courtney admirablemente señaló, esuna gran religión de misterios; es la Religión

Misteriosa. Sus sacerdotes son llamados a con-vertirse en un puente entre el mundo de lossentidos y el espiritual. Y, de hecho, pasan sutiempo predicando, no los eternos misterios

sino la moral de dos peniques, cambiando e

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Vino de los Ángeles y el Pan del Cielo en cer-veza y gin y bizcochitos surtidos: una lamenta-ble transustanciación, una triste alquimia, ta

como me parece a mí.* * * * 

Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y laautoridad de la censura es suficiente excusa pa-

ra no ser más explícito. Pero pasó durante elmás terrible día de aquella terrible época, el díaen que la ruina y el desastre llegó tan cerca quesu sombra cayó sobre Londres; y, sin ningunanoticia certera, los corazones de los hombres se

angustiaron; como si la agonía de los ejércitosen el campo de batalla hubiera ingresado ensus almas.

En este amargo día, cuando trescientos mil

soldados con sus artillerías se desbordaron co-mo una inundación contra la pequeña compañ-ía inglesa, había un punto específico en nuestralínea de batalla que estaba en peligro atroz, node mera derrota, sino de suprema aniquilación

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Con el permiso de la Censura y de los expertosmilitares, esa posición podía ser descripta co-mo una saliente, y si esa unidad que la defend-

ía era aplastada y quebrada, entonces, todas lasfuerzas británicas serían despedazadas, y losAliados deberían retroceder y se perdería ine-vitablemente el Sedán.

Durante toda la mañana los cañones alemanes

habían tronado y desgarrado el área, y a loscientos o más de hombres que la defendíanLos hombres bromeaban sobre los cañonazos yencontraban nombres graciosos para estos, ha-

cían apuestas y los recibían con pequeñas can-ciones. Pero las balas seguían explotando ydesgarrando las extremidades de buenos ingle-ses, y a medida que las horas del día avanza-ban, también lo hacían los terribles cañonazos

Parecía que no había auxilio. La artillería in-glesa era buena, pero no había suficientes uni-dades cerca y las que quedaban, habían sido rá-pidamente reducidas a chatarra por las explo

siones.

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Hay momentos en una tormenta en el mar enque la gente se dice entre sí, "esto es lo peor;no puede ser más duro." y entonces hay un

trueno diez veces más fiero que todos los ante-riores. Así estaban en esa trinchera los británi-cos. No había corazones más fuertes en el mundo

entero que los de aquellos hombres; pero igual-

mente se veían espantados por esos mortíferoscañonazos alemanes que les caían encima y losaplastaban. Y en un momento pudieron divisardesde sus cubrimientos, que una tremenda mu-

chedumbre se estaba movilizando hacia suslíneas. Los quinientos superviventes que aúnresistían pudiero divisar a lo lejos a la infanter-ía alemana que venía a presionarlos, columnatras columna, una hueste de hombres grises

diez mil de ellos. No había mucha esperanza. Algunos de ellos

se chocaron las manos. Un hombre improvisóuna nueva versión del canto de batalla, "Adiós

adiós a Tipperary," terminando con "y no vol-

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veremos más". Todos se comenzaron a despe-dir con rapidez. Los oficiales creían que estasería una buena oportunidad de ascenso; en

tanto los alemanes avanzaban línea tras líneaEl humorista de Tipperary preguntó: "¿qué pre-cio tiene en Sidney Street?" Y un par de ame-tralladoras hicieron lo mejor posible. Pero to-dos sabían que era inútil. Los cuerpos grises

seguían su avance en compañías y batallones, yotros se les unían, y se expandían y avanzabanmás y más.

"Mundo sin fin. Amen," dijo uno de los sol-

dados con cierta irrelevancia, mientras apunta-ba y disparaba. Y luego recordó, no podía saber el porque, un extraño restaurant vegetariano en Londres, donde había ido una o dos ve-ces a comer excéntricos platos de coteletas he-

chas de lentejas y nueces que pretendían serbistecs. Todos los platos de ese restaurant tenían impresos una figura azulada de San Jorgecon la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius

que San Jorge ayude a los ingleses. Este solda-

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do resultó que sabía latín y otras cosas inútilesy en ese momento, mientras disparaba a suhombre en la masa que avanzaba, a 300 yardas

de distancia, vociferó aquella pía frase vegeta-riana. Y siguió disparando hasta el fin, y al fi-nal Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo ale-gremente para obligarlo a detenerse, diciéndoleque si seguía así, malgastaría las municiones

de Su Majestad y no podía desperdiciarlas enhoradar pequeños parches de alemanes muer-tos.

El estudiante de latín, luego de pronunciar su

invocación, sintió algo así como una sensaciónde entre estremecimiento y shock eléctrico. Erugido de la batalla se acalló en sus oídos y setrocó en un apacible murmullo, y en vez de talsonido, escuchó, según dijo luego, una gran

voz, que resonaba como el trueno: "¡Forma-ción, formación, formación!"

Su corazón comenzó a arder como una brasay luego se enfrió como el hielo, ya que le pare-

ció escuchar como un tumulto de voces res-

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pondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: "¡San Jorge, SanJorge!"

"¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo, sálvanos!""¡San Jorge por la feliz Inglaterra!""¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge

socórrenos.""¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un fuerte

y enorme arco.""¡Caballero del Cielo, ayúdanos!"Y mientras el soldado escuchaba esas voces

vio frente a sí mismo, más allá de la trinchera

una larga línea de formas, con aureólas res-plandescientes a su alrededor. Eran como hom-bres que llevaban arcos, y luego de un gritolanzaron su nube de flechas, silbando y zum-bando a través del aire, hacia la masa de ale

manes.Los otros hombres en la trinchera seguían

disparando. No tenían esperanza; pero seguíanapuntando como si estuvieran disparando en

Bisley. De pronto uno de ellos elevó su voz en

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inglés, "¡Dios nos ayuda!" gritó al hombre queestaba a su lado, "¡esto es maravilloso! ¡Mira a