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PABLO d’ORS EL OLVIDO DE SI UNA AVENTURA CRISTIANA PRE-TEXTOS CONTEMPORÁNEA ´

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  • PABLO dORS

    EL OLVIDODE SIUNA AVENTURA CRISTIANA

    PRE-TEXTOS CONTEMPORNEA

  • Cualquier forma de reproduccin, distribucin, comunicacin pblica o transformacin de esta obra slo puede ser realizada con la autorizacin de sus titulares, salvo excepcin prevista por la ley.

    Dirjase a CEDRO (Centro Espaol de Derechos Reprogrficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar,escanear o hacer copias digitales de algn fragmento de esta obra.

    Primera edicin: febrero de 2013

    Diseo de la coleccin: Andrs Trapiello y Alfonso MelndezImagen de la cubierta: Variacin con figura negra (1916), Alexej Von Jawlensky

    Pablo dOrs, 2013

    de la presente edicin:

    PRE-TEXTOS, 2013Luis Santngel, 1046005 Valencia

    www-pre-textos.com

    IMPRESO EN ESPAA/PRINTED IN SPAIN

    ISBN: 978-84-15297-96-3 DEPSITO LEGAL: V-2804-2012

    ADVANTIA, S.A. TEL. 91 471 71 00

    Impreso en papel FSC proveniente de bosques bien gestionados y otras fuentes controladas

    Esta obra ha sido publicada con una subvencin del Ministerio de Educacin,

    Cultura y Deporte, para su prstamo pblico en Bibliotecas Pblicas,

    de acuerdo con lo previsto en el artculo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual

  • Conocer el camino es conocerse a s mismo;conocerse a s mismo es olvidarse de s mismo;olvidarse de s es quedar iluminado por todo.

    (DOGEN ZENJI)

  • N D I C E

    I. CONFUSIN: El vizconde de Foucauld (1858-1876)

    II. EXPLORACIN: El explorador de Marruecos (1876-1886)

    III. CONVERSIN: El converso francs (1886-1889)

    IV. MEDITACIN: El novicio de Akbes (1889-1897)

    V. IMITACIN: El jardinero de Nazaret (1897-1900)

    VI. PURGACIN: El ermitao del Sahara (1900-1905)

    VII. COMPASIN: El hermano universal (1905-1910)

    VIII. ILUMINACIN: El mstico itinerante (1910-1916)

  • DRAMATIS PERSONAE

    CONFUSINCharles de Foucauld, vizcondeMorlet, abuelo, tutor y coronelMarie de Bondy, primaDe Mors, camarada

    EXPLORACINOscar MacCarthy, bibliotecarioMim, prostitutaMarguerite Titre, prometidaEugnie Biffet, hija del hospederoMardoqueo, gua judoBu Amama, guerrero enemigoGeorges Latouche, primoEl subgobernador de Bne

    CONVERSINHenri Huvelin, abate

    MEDITACINMara Alberico, novicioDom Martin, maestro de noviciosDom Luis, abad

    IMITACINJess de NazaretMadre san Miguel, abadesa

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  • PURGACINGuerin, prefecto apostlicoLaperrine, comandanteMichel, hermanitoOuksem, muchacho

    COMPASINMoussa Ag Amastane, jefe indgenaMotylinski, erudito

    ILUMINACINLouis Massignon, catedrticoSuzanne Perret, admiradora

    Y ADEMSFranois douard, padre de Foucauld; Isabelle Beaudet, madre; Agns ySegisbert Moitissier, tos; Cataline, prima; Gabriel Tourdes, amigo de lainfancia; Bertrand y Armand de Foucauld, antepasados; Rouget de lIsle,compositor; Charles de Blic, oficial de marina; Lardimali, marqus; Bon-net, monseor; Paul Crozier, cannigo; Cochin, barn; Nieger, oficialde cazadores; Cottenest, teniente; Lyautey; Didier; Grassot; Lemaitre;Matoussaint; Sainville; Radigon; Richemond; Goncourt; Chatelard; Ser-pette; Sourisseau; Sigonney; Gore; Galard; Voillaume; Voillard; De Cas-tries; Tissot; Duclos; Leurent; Grillet; Lapeyre; Quignard; Dinaux; AbdelKader; Mustaf Pach; Isaas Abi Serour; Ibn-al-Mugaffa; Natanael; Pedro;Andrs; Santiago; Vernica; viuda de Nam; viuda de Sarepta; Marta;Mara; Lzaro; el joven rico; Juan el Bautista; Judas; Cirineo; Ingres; Be-rulle; Condreu; Fnelon; Villon; Rgnier; Montalembert; abate Darras;padre Ferretti; padre Mandato; Luciano; Toms de Aquino; Aristfanes;Lope de Vega; Caldern; compaeros de Santa Genoveva; cadetes deSaint-Cyr; camaradas del cuarto de hsares y de cazadores; feligreses dela parroquia parisina de San Agustn; los pobres de la ventana; los con-novicios; las clarisas; los cazadores de Beni Abbs; los tuareg; los desdi-chados; viajeros y otros visitantes y curiosos.

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  • ESCENOGRAFAS

    Estrasburgo, Nancy, vianPars (plaza Klber; rue de la Pompe; rue Miromesnil; rue dAnjou; Mont-martre; avenue Malesherbes, Saint-Germain des Pres)

    Escuela militar de Saint-CyrEscuela de caballera de SaumurGuarnicin de Pont--MoussonStifMascara

    Clamart, Solesmes y SolignyTrapa de Nuestra Seora de las Nieves, en ArdcheTrapa de Akbes, en Siria

    Roma (San Juan de Letrn; Coliseo; Universidad Gregoriana)

    Tierra Santa (Beln, Monte de los Olivos, Betania, Emas, Jordn, Mon-tes Moab y Edom)La cabaa de las herramientas, en NazaretConvento de las clarisas, en JerusalnMonte de las Bienaventuranzas

    MarruecosCasablancaValle de Lalla-MarniaArgeliaTrapa de StaoueliArgelBeni AbbsTamanrasset (bjord y fortn)El Assekrem

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  • Y tambin: Abada de Chancelade; Limoges; Arls; Soubise; Valleom-brosa; Oise; Meuse; Fre-Champenoise; Szanne; Marne de Meaux; Vill;Auteuil; Donon; Rethel; Saint Quentin; Peronne; Compigne; Verdn;Indre; La Barre; Saint-Di; Grardemer; Chamonix; Lembras; Renau-die; Fontgombault; Saint-Laurent-les-Bains; Marseille; Bastide-Saint-Laurent; Maison-Carre; Toulon; Bridoire; Lunville; Barbirey; Viviers;Bergerac; Vosges; Lorraine; Amiens; oasis de Aqqa; Mansurah; Mhamid-el-Rusln; Philippeville; Tlemcen; Xexauen; Nemours; Tisint; Mogador;Bou el Djad; Cheikh; Ain-Sefra; Tidikelt; Djebel-Oudan; Silet; Abalessa;Tagmout; Bab-el Oued; In-Salah; El Golea; Ghardaia; Tombuct; Tnez;Sudn; los desiertos saharianos del sur de Orn y las dunas de Merzuga.

  • IC ON FU S I N

    EL VIZCONDE DE FOUCAULD

  • Es tan raqutica la vida? No ser ms bien tu mano

    la que es demasiado pequea, tus ojos los que estn empaados?

    Eres t quien ha de crecer.

    (DAG HAMMARSKJLD)

    Recuerda que eres pequeo.

    (CHARLES DE FOUCAULD)

    Que alguien que no entienda mi forma de pensarme llame loco si as lo desea,

    que piense que no estoy en mis cabales y que carezco de sentimientos.Los insultos no me molestarn y las alabanzas no las escuchar.

    (YOSHIDA KENKO)

  • 1. LA ORACIN Y EL AYUNO

    Cuando alguien me pregunta qu debe hacer para en-contrarse con Dios, mi respuesta es siempre la misma: ora,ayuna; y no me limito a decrselo, sino que oro y ayuno conl, pues rara vez llegar a hacerlo si al principio no se le acom-paa. Jams debe decirse a nadie que ore o ayune si no seest en disposicin de orar y ayunar a su lado. Es ms: de-cirlo sin hacerlo puede llegar a ser perjudicial.Si ha orado y ayunado, no hay hombre o mujer en el

    mundo a quien Dios no se le revele; y reto a cualquiera querealmente lo haya hecho a que diga lo contrario. Dios no seresiste a quien se pone en esta disposicin. El problema nuncaes que Dios se resista, sino por qu se resiste el hombre adescubrirle o, lo que es lo mismo, por qu desdea el ayunoy la oracin.El silencio y la sobriedad, que es tanto como decir la ora-

    cin y el ayuno, es lo que ms le conviene al hombre parallegar a encontrarse consigo mismo. Sin embargo, hay algoen nosotros que nos impulsa a buscar la plenitud exacta-mente por el camino contrario. De este modo, en lugar defijar nuestras residencias en lugares silenciosos, por ejem-plo, nos instalamos en las poblaciones ms ruidosas y nosaturdimos con toda clase de sonidos. De igual manera, envez de ser sobrios o moderados, nos arrojamos vidamentea todo tipo de alimentos y bebidas, objetos y sustancias conque aturdir nuestros sentidos y confundir nuestro espritu.

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  • El hombre se realiza slo en la simplicidad. Tantas ms cosasposeamos y tantas ms experiencias acumulemos, ms dif-cil y tortuosa ser nuestra realizacin. Por eso, tras empren-der un viaje o leer un libro, pero tambin antes, deberamosorar y ayunar. Tras una conversacin y antes, tras la acome-tida de un trabajo pero tambin antes, tras una noche conel ser amado y antes se debera orar y ayunar. Tanto msse debera orar y ayunar cuanto ms importante sea paranosotros lo que hayamos proyectado realizar a continuacin.Sin oracin y ayuno, siempre hay demasiado ruido y dema-siada avidez. Y el ms pequeo ruido y la menor avidez sonsa es mi experiencia los principales obstculos en la con-quista de la felicidad.Cuando me preguntan qu debe ensearse a los nios en

    las escuelas, mi respuesta es siempre la misma: enseadles aayunar, enseadles a hacer meditacin. El alma no puederobustecerse sin estos dos ejercicios y, todava ms, cualquierreligin o espiritualidad consiste, sobre todo, en esta prc-tica rigurosa y continuada. Doy por supuesto que el mundono podr entender estas afirmaciones, pero qu importaeso?No faltarn, seguramente, quienes al leer esto me califi-

    quen de exagerado. A ellos les dira que los que aman sabenque el amor es siempre exagerado, que no hay amor sin exa-geracin. Es probable que tampoco falten quienes tachen deradical lo que, muy sucintamente, acabo de exponer: gentesque imaginen que, de seguir mis consejos, sucumbiran alfanatismo y a la sinrazn. A esa objecin respondera quecreer firmemente lo que se ha experimentado no es en ab-soluto lo mismo que ser un fantico. En nuestra sociedadactual hemos llegado a un nivel de confusin tal que identi-ficamos el fanatismo con una apuesta decidida por una de-terminada verdad. Slo cuando impide amar a los dems,

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  • una verdad o una moral deberan ser tachadas de fanticas.Porque la verdad, sin amor, no es ms que un dolo. Y por-que por exigentes que mi oracin y ayuno hayan podido lle-gar a ser, jams me han impedido comprender y amar a missemejantes. Si echo la vista atrs no puedo sino sentir asombro, ad-

    miracin y agradecimiento, que son los tres rasgos esencia-les del hombre religioso. Tengo para m que la mayor partede las personas pasa por la vida sin llegar a saber nunca qucamino debe seguir; resulta lamentable que no hayan en-contrado a nadie que les haya dicho que podan y debanorar y ayunar, y que era as, ayunando y orando, como lo en-contraran. Sin oracin ni ayuno es imposible encontrar esesupuesto camino, y sin oracin ni ayuno tampoco es posi-ble mantenerse en l.Tanto ms borroso y lejano resulta Dios para m cuanto

    menos ayuno y medito, de donde se deduce que el senti-miento de Su presencia es directamente proporcional a lavivencia e intensidad de estas prcticas, a las que me aficiondesde que descubr sus enormes y fulgurantes beneficios. Alos pocos meses de haberme puesto en serio a meditar, cons-tat que haba empezado a operarse en m una transforma-cin; no llevaba un ao desde que haba empezado a ayunarcon regularidad y ya perciba que era alguien diferente ymejor. Claro que bast que me propusiera comer algo menospara que mi apetito se avivara y sintiera los antojos y capri-chos ms irresistibles. Contra lo que suele creerse, el primerda de ayuno es mucho ms duro que el segundo, el segundoque el tercero, el tercero que el cuarto, y as sucesivamente.De modo que no tuve que hacer grandes esfuerzos para aden-trarme en la sagrada prctica del ayuno, que es donde cifrojunto a la oracin el dominio de mis deseos y mi someti-miento a la voluntad de Dios.

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  • En esta autobiografa quiero hablar fundamentalmentedel ayuno y de la oracin, que son las nicas actividades enque puedo decir que soy algo experto. Pero tambin quisierahablar aqu del misterio de Dios, pues eso es, al fin y al cabo,lo que encuentro cuando oro y ayuno. As que de lo que voya tratar aqu es de cmo Dios me llam, me condujo y meforj; y de cmo yo deso sus mandamientos, prefer mis vasa las suyas y desaprovech la gracia que l siempre ha de-rrochado sobre m.

    2. COMIENZO DEL LIBRO

    Por extica o extravagante que para algunos pueda re-sultar, no creo que mi vida merezca narrarse ms que paraconocer su dimensin ms mstica o espiritual. Escribo estasmemorias con la esperanza de que, durante su lectura, al-guien pueda escuchar la voz del silencio que yo mismo es-cuch y para que sea capaz de responder a ella, si puede, mejorde lo que yo respond. De manera que el protagonista de estelibro no soy yo, sino Dios: yo slo soy un pobre e insignifi-cante hombrecillo en quien l, inexplicablemente, ha que-rido manifestarse. Ms all de mis muchos viajes, as comodel desconcierto que pueden causar algunas de mis opinio-nes, en mi corazn ha habido una magnfica corriente devida que es lo nico que merece la pena resear. Nadie po-dra hacerlo si yo no lo hiciera; y es que slo l y yo sabe-mos lo que hemos vivido juntos durante mis prolongadasoraciones y estrictos ayunos. Narrar, pues, la historia delamor ms grande que pueda conocer un hombre, que no esotro que el amor de Dios. S, he querido hacer de mi vidaun eco de la Suya; y ahora, a punto ya de abandonar estemundo, temo no haberlo conseguido, o no al menos en lamedida en que l, seguramente, lo esperaba de m.

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  • Os preguntaris cmo he llegado a semejantes conclu-siones y, sobre todo, a una prctica tan intensa como cons-tante del ayuno y de la oracin. Para responder a esto tendraque remontarme a mi juventud; y es que si la sencillez en laindumentaria y en la alimentacin son hoy para m condi-ciones indispensables para la plenitud, cuando contaba vein-tisiete aos mi vida giraba en torno a los trajes y perfumes,a los manjares y al alcohol. Los ideales del ejrcito de caba-llera, en que haba sido alistado ms por deseo de mi abueloque por el mo propio, no lograban encenderme ni librarmedel aburrimiento. Debo a esos aos de cadete, sin embargo,algo que ms tarde se revelara capital: la camaradera y, sobretodo, la amistad, que para m fue siempre un valor sagrado.En 1883 yo era un joven vividor y atolondrado; todo me abu-rra y asqueaba: una sensacin para la que en aquella pocano encontraba una explicacin pero que hoy, tras aos en eldesierto, estimo tan lgica como merecida.Por algunas circunstancias que detallar a su debido mo-

    mento, fue en aquellos das cuando comprend que si desea -ba llegar a ser un hombre de verdad deba buscar siempre yexclusivamente el ltimo lugar. Ser el ltimo: sa era la con-signa. El hecho de que buena parte de la humanidad estu-viera equivocada en su bsqueda de la felicidad tambinesto lo comprend entonces no comportaba que tambinyo tuviera que errar en este empeo. Comprend, en pocaspalabras, que se abra ante m un camino que no podra re-correr sino en la soledad ms estricta, puesto que la verdades siempre un camino poco transitado. Nada hay valioso enel mundo que no haya sido precedido de mucha soledad. Enrealidad, la soledad es la condicin indispensable para cual-quier logro. La soledad es el medio por excelencia para elcultivo de la sensibilidad. Claro que a la gente le cuesta muchoapartarse del resto y mantenerse callada, y por eso suele estartan lejos de la felicidad.

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  • Aconsejado por Henri Huvelin de quien ms tarde ha-blar como merece, tom entonces algunas decisiones delas que, por duras que parecieran a quienes me conocan yqueran, no me he arrepentido hasta ahora. En esta auto-biografa que comienzo hoy, 1 de enero de 1916, quiero darcuenta de cules fueron estas decisiones y de cmo me hanido conduciendo hasta quien soy en la actualidad.

    3. EL VIEJO CORONEL MORLET

    Para empezar dir que mi verdadera vida no comenz el15 de septiembre de 1858, que fue cuando abr los ojos a estemundo, sino un atardecer de finales de octubre del 86, frus-trados tanto mi proyecto de matrimonio como mi breve yagitada carrera militar. Quiso el destino que mi madre mediera a luz en el nmero 3 de la plaza Broglie de Estrasburgo,en la misma casa y probablemente en la misma habitacinen que Rouget de lIsle haba compuesto en 1792 la clebreMarsellesa. Tal vez por esta curiosa coincidencia am tantoa mi pas; y tanto ms lo he amado cuanto ms lejos he es-tado de l, pues los grandes amores yo lo s bien se fra-guan siempre en la distancia. A menudo pienso que Diosnos deja solos para que fragemos nuestro amor por l. Queamar es un juego, dulce y cruel, de cercana y distancia.De modo que si nac en el lugar en que se compuso el

    himno nacional y si viv entre la guerra franco-prusiana y ladel 14, no puede extraar que mi vida haya estado marcadapor la colonizacin del norte de frica que fue lo que tuvolugar entre una conflagracin y otra y que siempre y antetodo me haya sentido francs.Mi nombre completo es Charles Eugene de Foucauld y

    soy fui vizconde de Foucauld, ttulo nobiliario que se re-

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  • monta al siglo X, cuando Hugo de Foucauld don algunasde sus propiedades y de sus bienes a la abada de Chance-lade. Durante mi juventud indagu en archivos y bibliote-cas hasta que di con algunos de mis antepasados. Debomencionar aqu a Bertrand de Foucauld, por ejemplo, quientom parte en las cruzadas de san Luis, donde cay en la ba-talla de Mansurah al defender al rey contra los musulma-nes. Tambin a Jean III de Foucauld, llamado buen y seguroamigo por Enrique IV, que fue quien le nombrara gober-nador del condado de Perigord y vizconde de Limoges. Nome extender sobre mis antepasados; tan slo dir que mu-chos marinos, soldados y sacerdotes salieron de mi familia,y que no pocos entre ellos murieron al servicio de la patriaen Italia, Espaa o Alemania. De la gloria que muchos Fou-cauld conquistaron, la mayor le correspondi al cannigoArmand de Foucauld, prncipe-arzobispo de Arls: un Fou-cauld a quien, ciertamente, me habra gustado estrechar lamano.Polticamente ramos orleanistas, es decir, que ni rene-

    gbamos de la Francia real ni de la que se fragu en 1789.Liberales y capitalistas, para mi familia la nobleza era pocoms o menos lo mismo que la burguesa adinerada. Con graningenuidad, mis compatriotas creyeron que podran vencera los prusianos en 1870 con las tcticas ensayadas en Arge-lia. Pero Estrasburgo, ay!, tuvo que rendirse al enemigo: unaeventualidad que mi abuelo, por fortuna, haba previsto. Enmi candor, exiliado en Suiza, soaba con futuros resarci-mientos: me vea en el campo de batalla desenfundando yblandiendo el sable de mi abuelo y tutor; pero luego, en vezde atacar, en aquellos sueos mos quedaba fascinado por elbrillo azulado de la hoja y me limitaba a contemplarla conestupor. No comprenda que Francia pudiera perder, igno-rante an de cmo la desgracia se hara an mayor con el

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  • tratado de Frncfort, que sellara los siguientes cuarenta y sieteaos de sometimiento y humillacin. S, alsacianos y lorene-ses quedaron sujetos al nuevo imperio alemn: un asunto sobreel que mi tutor, el viejo Morlet, departa a toda hora con quien-quiera que se prestase a ello. Pero la suerte estaba echada y,como tantas otras familias en Estrasburgo, la ma tuvo queretirarse a Nancy, que no fue ocupada por los alemanes hastael 73. Aquella humillante retirada habra de marcarme parasiempre, y todava hoy, en mi vejez, aunque muchos no lo en-tiendan y hasta se escandalicen, sigo viendo en Alemania algoas como la reencarnacin europea de la barbarie. Los ale-manes! Por qu no sabrn quedarse en sus flamantes con-servatorios y en sus reputadas y estriles academias?

    ISABELLE Beaudet de Morlet, mi madre, a quien apenas co-noc por un mal parto que la llev a la tumba, influy en mmucho menos que mi prima Marie, hija de ta Agns y delriqusimo banquero Segisbert Moitissier. Tampoco conocbien a mi padre Franois douard, un subinspector de bos-ques perteneciente a la noble familia de los Perigord; porcausa de una larga y fastidiosa enfermedad, siempre lo man-tuvieron alejado de m.Por contrapartida, estuve muy cerca del ya mencionado

    Morlet, mi abuelo materno, a quien encomendaron mi tu-tela y educacin, as como la de mi hermana pequea, Marie.Aquel viejo militar, campechano y bonachn, nos hablabasiempre con empaque y dignidad, como si disertara. Tantomi hermana como yo sabamos que cuando nos conduca asu despacho era para darnos una conferencia de la que pocoo nada sacaramos en limpio. A m, sin embargo, me agra-daban los libros que se apilaban en las libreras de su des -pacho, sus uniformes y muchas condecoraciones y, porsupuesto, su coleccin de relucientes sables, que no me can-

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  • saba de desenfundar bajo su mirada vigilante. El viejo Mor-let oscilaba entre la dulzura y la intemperancia: era tan tiernocomo exigente, pero no tard en saber que tanto su exigen-cia como su ternura eran impostadas, por lo que siemprepude hacer bajo su aparente e intil autoridad lo que medio la real gana. Fue este viejo soldado quien me educ, oquien no me educ aunque no sera justo que, en este mo-mento, le culpara a l de todo lo que muy pronto me iba asuceder.Ahora, de adulto, casi de anciano, veo al viejo Morlet como

    a un hombre dbil y pusilnime, como a un ser tan bonda-doso como inflado de s. A menudo pienso en l: le veo consus poblados bigotes y sus labios carnosos, desabrochndosela casaca ante el gran espejo del recibidor, sacudiendo la ser-villeta a la hora de comer y anudndosela al cuello en formade babero, encendiendo sus puros y jadeando ruidosamente,pues respiraba con dificultad. Tambin recuerdo a mi abueloen la plaza Klber, donde acostumbraba a llevarme cada ma-ana de domingo para que presenciara un desfile militar. Elregimiento tocaba marchas que mi abuelo escuchaba conms emocin que yo, un entusiasmo que me contagiaba. Deaquellas maanas de domingo data mi supuesta vocacin alas armas, pues mi corazn como el de todos los nios delmundo se inflamaba ante el sonido de las trompetas y losredobles del tambor.

    4. MARIE EN EL JARDN

    Las vacaciones veraniegas las pasbamos en Normanda,en casa de los Moitissier, con ta Agns y sus dos hijas, Cata-line y Marie; a esta ltima como ya dije estuve unido conuna relacin muy, muy especial. Entre aquellas tres mujeres

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  • me senta muy bien, y no slo por la holganza propia de lasvacaciones, sino porque las espiaba y admiraba en secreto:sus modos de vestir y de hablar, la elegancia con que madree hijas se paseaban entre los parterres de los jardines, el olorque desprendan, su enternecedora devocin al Corazn deJess del que ms tarde fui tan acrrimo valedor, su formade cuchichear o de quedarse por las noches suavemente dor-midas en el saln... Sin ta Agns y mis primas, yo no habrasido Charles de Foucauld; y confieso que todava hoy sientoen ocasiones un orgullo tonto por haber formado parte delaristocrtico clan de los Moitissier.En el jardn de esa casa normanda mi prima Marie sola

    mirarme con unos ojos y, sobre todo, en un silencio que medejaba sin saber qu pensar o sentir. Como cualquiera, enmi interior yo estaba constantemente hablando conmigomismo, interpretando, eligiendo... Aquel silencio suyo, encambio, lo dejaba todo intacto y en comunin. Por ello, nisiquiera osaba preguntarle por qu callaba tanto, y muchomenos por qu me miraba de aquel modo tan intenso y es-pecial. Haba algo en su compostura, sin embargo, algo enel silencio con que callaba distinto a los silencios que habaconocido hasta entonces, que me empujaba a ir en su buscauna y otra vez para, finalmente hallado, permanecer embo-bado en su presencia.Qu haces, Charles? me deca ella al cabo.Y yo:Nada.Porque no haca nada ms que estar all, a su vera, y con-

    templarla.Hasta para decir aquel nada con que le responda cada

    tarde y cada maana, me turbaba. Porque mi prima noreaccionaba con simple coquetera, como las dems chicasde Nancy, a quienes ya haba mirado como suelen los mu-

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  • chachos de esa edad. Ella me evocaba algo ms dulce y su-perior: un sentimiento puro y noble que no caba en pala-bras. Ante ella habra querido decir algo quin sabe qu,pero sospechaba que cualquier comentario que hubiera po-dido hacer habra resultado en vano. Marie: era lo nicoque sala de mis labios cuando estaba con ella a solas. Y luego:nada, cuando me preguntaba.Tras cada uno de mis nada, ella me tomaba de la mano

    y me llevaba a pasear por el jardn. Aunque yo conoca bienel jardn de esa casa normanda, durante aquellos paseos ma-tutinos tambin durante los vespertinos los rboles deaquel jardn, sus flores, me parecan nuevos. La vegetacinresplandeca cuando la mano de mi prima estaba en la ma;el sol brillaba con ms fuerza; las mariposas revoloteabanpor doquier quin sabe de dnde saldran; y el tiempoAh, el tiempo dejaba entonces de existir! Muchas veces habacaminado de nio por aquellos senderos, hecho hoyos enlos parterres, correteado por la pradera... Con ella de la manome habra perdido por aquel paraje tan familiar, tal era miazoramiento. Porque Marie desprenda un embriagador per-fume que no era, definitivamente, como el de las dems mu-chachitas. No es que oliera a ptalos de rosas o a agua decolonia como algunos videntes aseguran haber olido en eltrance de las apariciones de Nuestra Seora, sino a un per-fume que, a falta de una palabra ms exacta, designara sim-plemente con el trmino limpieza. S, mi prima ola a limpia.Hoy s que la emocin que Marie me proporcionaba, y

    para la que entonces no tena palabras pues era la primeravez que me estremeca era la emocin religiosa: esa sensa-cin de estar ante algo que es sagrado, esa fuerza magnticaque atrae tanto como repele, esa patria a la que aspiramos ypara la que nunca estamos del todo preparados.

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  • VUELVO a menudo con la imaginacin a los largos veranosen aquella casa normanda de los Moitissier. En mi fantasa,veo a mis primas rezar, algo que me sobrecoga: creaban unparntesis en medio de sus actividades cotidianas y, sin ape-nas descuidar lo domstico, las tres mujeres se recogan enuna actitud devota que yo estaba muy lejos de comprendery, por supuesto, de compartir. Recitaban de memoria rezosque desconoca, y guardaban silencios muy largos que, sinembargo inquieto como cualquier nio, no me atreva ainterrumpir. Luego volvan a la cocina o al piano, a las can-ciones o a los pastelillos con forma de corazn o de estrella,a las mecedoras del porche, donde las tres se mecan incan-sables, como si hubieran nacido sola y simplemente para me-cerse.

    5. PRDIDA DE LA FE

    El recuerdo de los Moitissier rezando el ngelus, su re-cogimiento y devocin, lo califiqu de fatuo y pueril con die-cisis aos, edad a la que me consideraba muy mayor. Dosaos antes, en el 72, haba recibido la primera comunin;pero nada pudieron las pobres catequesis que recib enton-ces contra la magnificencia de los ensayos de Montaigne, quemuy pronto caeran en mis manos adolescentes, o contra lasatrevidas y picantes novelas de Rabelais, que devor a sa-biendas del dao moral que podan ocasionarme.Has ledo a Rabelais? le preguntaba a mi buen amigo

    Gabriel Tourdes, un compaero de colegio con quien com-part una intensa pasin por las letras.Yo apenas haba ledo unas pocas pginas, pero ya presu-

    ma de conocer su obra completa. Como muchos jvenesde mi generacin y, probablemente, como los de cualquier

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