A limpio 26 27may2015

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1.- La primera venta a doña Raimunda. Villancicos por hojas. Tenía cuatro o cinco años y empezaban a despuntar en mí inquietudes de persona que quería tener que ver con el mundo de las ventas. Me subí encima de una silla en la habitación de mis padres para alcanzar la parte superior de un armario de mediana altura. Se encontraba lleno de polvo porque estábamos en la puerta misma del molino de la fábrica que Cementos Rezola tenía en Arrona. Saqué de allí arriba un libreto de villancicos, lo deshojé y -puerta a puerta- fui por toda la vecindad, empezando desde el cuarto piso mano izquierda, vendiendo mis hojas de temas navideños -una a una-. La primera gestión fue con la señora Raimunda, que pertenecía a una familia muy humilde, más bien pobre de solemnidad. Toqué a su puerta con la intención de ofrecerle mi producto y me comunicó que no sabía leer y que, en consecuencia, no me lo podía comprar. Pero le sugerí la posibilidad de que lo adquiriese para sus hijos que sí sabían leer. Y aquella mujer tan buena, recuerdo que, con no muy buena cara, sacó cinco céntimos de peseta de su cartera y cogió la hoja a cambio de la moneda. Desconozco a cuál de los ocho hijos le tocó el villancico de regalo, pero esa había sido la primera venta de mi vida. 2.- El hermano del pintor de Zumaia Narkis Balenziaga y la generosa Juli. Se trataba de una familia sin hijos. El matrimonio regentaba una tienda de alimentación y como único ser vivo de compañía tenían un perro malísimo que, como no podía ser de otra manera se llamaba `Gaixto´. A mis seis años, cuando estaba en aquella cocina, sentía tanto miedo al chucho, me infundía tanto respeto, que no me movía de mi sitio ni para respirar. Aquella familia quería que fuera a su casa cuantas más veces mejor y para despejar dudas ofrecía una gratificación material-emocional que me resultaba irresistible. Tenía que hacerle recados a la señora Juli y por cada cuarenta me premiaba con una linterna. Allí aprendí para mi vida el rentable arte de sumar. Tenía que juntar cuarenta recados explicando al detalle en la factura cuáles habían sido del primero hasta el último. Por ejemplo, uno era “vete al gallinero y mira si las gallinas han

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1.- La primera venta a doña Raimunda. Villancicos por hojas.

Tenía cuatro o cinco años y empezaban a despuntar en mí inquietudes de persona que quería tener que ver con el mundo de las ventas.

Me subí encima de una silla en la habitación de mis padres para alcanzar la parte superior de un armario de mediana altura. Se encontraba lleno de polvo porque estábamos en la puerta misma del molino de la fábrica que Cementos Rezola tenía en Arrona.

Saqué de allí arriba un libreto de villancicos, lo deshojé y -puerta a puerta- fui por toda la vecindad, empezando desde el cuarto piso mano izquierda, vendiendo mis hojas de temas navideños -una a una-.

La primera gestión fue con la señora Raimunda, que pertenecía a una familia muy humilde, más bien pobre de solemnidad. Toqué a su puerta con la intención de ofrecerle mi producto y me comunicó que no sabía leer y que, en consecuencia, no me lo podía comprar.

Pero le sugerí la posibilidad de que lo adquiriese para sus hijos que sí sabían leer. Y aquella mujer tan buena, recuerdo que, con no muy buena cara, sacó cinco céntimos de peseta de su cartera y cogió la hoja a cambio de la moneda.

Desconozco a cuál de los ocho hijos le tocó el villancico de regalo, pero esa había sido la primera venta de mi vida.

2.- El hermano del pintor de Zumaia Narkis Balenziaga y la generosa Juli.

Se trataba de una familia sin hijos. El matrimonio regentaba una tienda de alimentación y como único ser vivo de compañía tenían un perro malísimo que, como no podía ser de otra manera se llamaba `Gaixto´. A mis seis años, cuando estaba en aquella cocina, sentía tanto miedo al chucho, me infundía tanto respeto, que no me movía de mi sitio ni para respirar.

Aquella familia quería que fuera a su casa cuantas más veces mejor y para despejar dudas ofrecía una gratificación material-emocional que me resultaba irresistible. Tenía que hacerle recados a la señora Juli y por cada cuarenta me premiaba con una linterna.

Allí aprendí para mi vida el rentable arte de sumar. Tenía que juntar cuarenta recados explicando al detalle en la factura cuáles habían sido del primero hasta el último. Por ejemplo, uno era “vete al gallinero y mira si las gallinas han

puesto huevos”. Otro, “sube a casa de mi hermana Justa, que vive aquí encima, y mira si la ventana está abierta”. O “dile a don Ramón, el cura, que mi marido José Ramón está en la tienda”. Encargos sencillos y, como decía, por cada cuarenta, caía una linterna.

Por esta rentable operación me percaté de los valores infinitos que entrañaba disponer de cierta habilidad negociadora. Mucho más tarde, en el discurrir hacia la madurez, pude corroborar que las tácticas que empleaba de zagal se reafirmaban implacables y efectivas: “Cara de lástima, silencio absoluto, mirada penetrante y capacidad ilimitada para escuchar”.

Porque las discusiones que se entablaban en el matrimonio sobre el modelo de linterna que me iban a regalar eran para no olvidar. Por Juli, si de ella hubiera dependido, hoy sería dueño del faro de Getaria. Pero a José Ramón, un taba de cuidado, todo le parecía exagerado.

Y como aquel chaval se transformaba en una máquina de hacer recados, porque aunque no los tuviese los provocaba, las disputas eran cada vez más enérgicas y con más frecuencia, mientras me doctoraba en el delicioso género de la negociación.

Cuando conseguía el botín, las linternas las utilizaba únicamente para llegar a casa y meterme bajo la cama y, con un arsenal de luminosos, comprobar cuál de ellas tenía un foco más ancho, de mayor profundidad o que alumbrase mejor, sin que sirvieran aquellos momentos para nada más que para alimentar mi propia fascinación.

3.- La venta de caramelos en el Centro Ederki de Arrona.

Todos los domingos, acompañado de mi madre, vendíamos caramelos que ella compraba en diversos almacenes de San Sebastián. En la fábrica de La Concha, en la Suiza Española, a un almacenista llamado Lacarra y a un artesano que elaboraba los caramelos en su propio domicilio en Rentería.

Estas tareas fueron fundamentales en el aprendizaje del oficio más hermoso del mundo y del que he tenido la inmensa suerte de vivir.

Los compradores eran los niños y padres que se daban cita en el Centro Parroquial Ederki que, con tanta ilusión, creó don Ramón Olaizola, el cura de Arrona. Se hallaba frente a la sacristía y el piso superior del centro lo convirtió en su vivienda ya que oficialmente residía en Zumaia.

Mientras los padres se juntaban para charlar y jugar a las cartas u otros juegos, los niños saboreábamos los caramelos que Elvira traía desde Donostia casi siempre conmigo a su lado.

4.- Escuela en Arrona y yo pescador.

El del maestro de Arrona es uno de los episodios más doloroso y de los que peor recuerdo guardo. Bien es cierto que tenía muchos alumnos -éramos más de cuarenta en clase-. Pero no es menos cierto que muchos días iba con el cinturón de su pantalón suelto desde casa y, como si tratase de domar a las fieras, se lo sacaba y nos molía a correazos.

Niños, de entre seis y diez años, parecíamos el coro de la cárcel que, después de entonar el `Cara al Sol´, en la izada de bandera, bailábamos y cantábamos al mismo tiempo y por el mismo precio en el patio de la Escuela. A cambio de las leches recibidas, durante el recreo nos ponían en fila india y nos daban leche americana, aunque esta vez fuera en polvo.

Cuando se le cruzaban los cables a Joaquín no dudaba en castigarnos físicamente por motivos en mi caso como indecisiones caligráficas o dudas momentáneas por diferencias entre la `be´ y la `uve´.

El y su hijo iban a pescar al río en Arrona y casi nunca cogían nada, mientras que yo, buen pescador, sabía cómo preparar mis aparejos, colocar el cebo que previamente había seleccionando en la tierra, además de poner el corcho y el anzuelo y a qué profundidad era la apropiada.

Al profe le llevaban los demonios el éxito que gozaba como pescador y criticaba mi escasa capacidad de estudiante, aunque, con cierta rabia, no le quedaba más remedio que reconocer mis méritos para la pesca, comentando:

- “Llevábamos aquí toda la tarde y no hemos cogido nada, y llega éste y, en cuanto echa el anzuelo, se pone a pescar”.

Le maltraía que dejase al descubierto su nula capacidad para la pesca y, sin embargo, no dudaba en recriminar ante todos mis discretas dotes de estudiante.

Era tal el temor que infundía que, además, he tenido el infortunio de vivir de cerca dos suicidios de personas muy maltratadas por él.

En compensación a tantos excesos del maestro, valoro con infinito agradecimiento al cura de Arrona –don Ramón Olaizola- del que fui monaguillo algunos años.

Sus enseñanzas, humanidad, capacidad de comprensión y dotes para la motivación y sacar valores ocultos que todos llevamos dentro, eran encomiables. Ha sido después de mis padres quien más ha impulsado y animado mis ilusiones. Una persona que de no existir en mi vida la hubiese tenido que inventar.

Aunque es verdad que se decía entonces “monaguillo, pillo”, más pillo que nosotros era el cura, que, a sabiendas de que le bebíamos el vino dulce, un día puso aceite en la botella. Después de aquella travesura sacerdotal, nunca más volví a probar el vino dulce de la sacristía.

Todavía recuerdo con emoción cuando, a las 5.30 de la mañana, me levantaba de la cama junto a mi hermano para esperar a don Ramón, veinticinco minutos después, delante de casa, en la carretera. Llegaba con su moto y colocaba a Javier detrás y a mí delante, y de esta guisa recorríamos el trío los 150 metros que nos separaban hasta la iglesia. ¡Qué mágico viaje!

Ya en el recinto de Nuestra Señora del Carmen de Arrona, tocábamos las campanas, preparábamos las vinajeras y cumplíamos nuestra labor de monaguillos.

Tras la misa, el inolvidable cura, que compró unos patines, nos los dejaba para ir a corretear y a deslizarnos al frontón. Resultaba indescriptible la satisfacción que sentía con el patinaje.

5.- Botones del Hotel Arocena de Zestoa.

De siempre sentía la necesidad de tener relaciones para comunicarme con personas mayores que yo. Y pensé que de botones en verano, en un hotel, podría conseguir satisfacer esa idea que rondaba insistentemente mi cabeza.

Acompañado de mi madre, fuimos al Hotel Arocena de Zestoa para solicitar el puesto de botones y, tras entrevistarnos con su dueño, me ofreció la plaza sin sueldo y solo las propinas como único pago a mis servicios. El hotel daba empleo a muchas jóvenes de la comarca durante el verano, periodo único en el que permanecía abierto.

Roque Arocena, que era el propietario, llamaba la atención por su seriedad de hombre arisco que imponía más miedo que respeto, pero, sobre todo, porque a mis diez años se dirigía tratándome de usted.

Al servicio del hotel se disponía de un autobús antiguo, clásico, de estilo inglés, rotulado con el nombre de “Gran Hotel Arocena”. Se utilizaba exclusivamente para hacer un recorrido de poco más de un kilómetro y trasladar a los clientes hasta el balneario de Zestoa, donde la historia recuerda que un anarquista italiano asesinó de varios tiros al Presidente del Consejo de Ministros de España, Antonio Cánovas del Castillo, en 1897.

Las bondades sanatorias y las alabadas propiedades medicinales de las aguas del balneario habían traspasado fronteras y entre sus visitantes, que se alojaban en el Arocena, residían personas de todas las condiciones y de distintos países europeos, sobre todo, de Francia y Alemania.

Allí, en el Arocena, comprobé que hay diferentes tipos de personas: unas rebosantes de humanidad, también algunas amables y cariñosas, y otras, chulescas, pijas, tontas y engreídas, como el tipo que al preguntarle a qué piso quería ir, me contestó:

- “He montado veinte veces contigo en el ascensor y te he dicho que voy al tercero. Que sea la última vez que me lo vuelves a preguntar”.

En contraste, recuerdo al alemán que me mandó a una tienda de Zestoa a comprar unas alpargatas y, generosamente, su recompensa fue de una propina muy superior al propio precio de las alpargatas.

Los botones comíamos en la cocina y ese momento suponía cada día un acto de heroicidad. Lo que sentiría hoy si tuviera que alistarme para la guerra en Siria y participar directamente en la refriega. Divisiones de cocineros, pinches y ayudantes que se lanzaban huevos, patatas y demás armas arrojadizas, en una confrontación francamente incomprensible. Discusiones a grito limpio que llegaban en ocasiones a las manos reflejo del trajín y el nerviosismo que generaba la cocina.

En los momentos relajados, me hice amigo de la telefonista del hotel y nos partíamos de risa con tan solo mover una simple clavija. A través de los auriculares, nos convertíamos en oyentes pasivos de las conversaciones de la clientela. Allí fui consciente de que los mayores se contaban vía telefónica estupideces insignificantes que, a mi edad, desde luego, carecían de fundamento.

Después de quince días de rutina laboral, puse en marcha la excusa de que me dolía regularmente la tripa y abandoné ese primer empleo “serio” aunque sólo se tratase de propinas.

6.- Trabajo en la farmacia y estudio en la ikastola de Rentería.

Mi primera asistencia a la ikastola de Rentería fue debida a la insistencia de Ignacio Arrazola Echeverria, que tenía también farmacia en Zestoa y era hermano del médico de la localidad, Juan Arrazola, a su vez, ambos, hermanos del director general de Sarrió de Leitza -fabricante del papel pintado Colowall- .

La ikastola estaba en un piso cualquiera de la calle Magdalena y la andereño se llamaba Lurdes. Supongo que sería una de las primeras ikastolas de Euskadi, pero, desde luego, seguro que era casi clandestina.

Don Ignacio pagaba los honorarios de mi enseñanza y era el más entusiasta de los progresos realmente imaginarios, porque apenas aprendía nada.

Cada tres o cuatro días le contaba: “Hoy he aprendido `Aita gurea´”. Al día siguiente, ‘zeruetan zaudena’. Más adelante, ‘santifikatua…´. En otra ocasión, y en un giro temático, ‘agur María…´ El caso es que meses y meses, para el padrenuestro.

Pero, si he de ser sincero, aquello tranquilizaba el ambiente y a don Ignacio le hacía disfrutar. De lo que nunca se enteró es de que las oraciones las conocía de la época de monaguillo en Arrona, con Ramón María Olaizola.

Cinco meses después de ingresar en la ikastola di por finalizada mi experiencia euskérica para desesperación de don Ignacio que, sin embargo, echó la carne en el asador para que trabajara para siempre como oficial en su farmacia.

Se encontraba en la calle del Medio nº 26, cerca del Ayuntamiento y de la Parroquia. Todavía hoy existe en Rentería, aunque con otro nombre. El trabajo consistía en vender chupetes, biberones, sonajeros y ayudar en todo aquello que precisase la actividad de la farmacia.

Cuando Ignacio Arrazola acudía a la peluquería próxima y me quedaba sólo, cogía las recetas y el producto a dispensar y me desplazaba hasta allí para pedirle su aprobación antes de servirlo. Me animaba diciendo que era el mejor. No en vano y tratándose de un producto delicado, me acercaba hasta la silla del barbero para indicarle:

- “¿Es éste el producto que corresponde a la receta?”.

Y él contestaba: “sí, ése es. Bien, fenómeno, bien”.

La primera vez que subí sin la compañía de mi madre en trolebús fue un domingo por la tarde para un desplazamiento desde Rentería hasta el barrio de Gros. Tenía que ir urgentemente a por un medicamento a la calle Nueva, a los almacenes de Guifarco.

Viajar solo en autobús se convirtió en un momento inolvidable. Tan novedoso para un niño de once años que el regreso desde San Sebastián con el producto hizo sentirme un descubridor. Constituía una aventura sencilla pero seductora.

7.- Ficción para no ir a unos angelicales Hnos. del Sagrado Corazón.

Mi permanencia en Rentería se completó con los dos años que viví con los tíos Aurora y Paco, y la prima Maite, en la calle María de Lezo Nº 1 - 3º. Tenían una casa pequeña, de dos habitaciones, y mi prima dormía con su madre y yo con el tío. El espacio no daba para más. No disponíamos de ducha y había que bañarse en un balde grande.

Comencé a asistir al Sagrado Corazón de Tellerialde, principal objetivo de la estancia renteriana. Mi madre quería que hiciese una carrera y, para ello, era imprescindible salir de Arrona y estudiar en un buen colegio de pago. Los tíos se brindaron a acogerme en su casa y darme esa oportunidad aunque la nueva aventura escolar no me ilusionase nada. Mis pretensiones para al futuro las canalizaba hacia la vía comercial.

El desastre académico no pudo ser mayor. Acudir al cole suponía un tormento y todas las asignaturas que estudiábamos -sin excepción- me eran premiadas con suspenso. Me sentía el hazmerreír de clase, el último de los últimos. Sin futuro. No disponía de gramo alguno de esperanza que me diese ánimo para continuar. Era consciente de que los estudios no formaban parte del futuro, quería trabajar.

Soñaba con cualquier cosa y quería dejar a todo trance los estudios que tanto me hacían sufrir. Encima, la disciplina de los hermanos del Sagrado Corazón no tenía razón de ser con mi sentido de la libertad. Aún recuerdo bien el día que en el patio de Tellerialde dije algo tan grave como “mecagüen la leche” y el hermano Ramón, de cara enjuta y seca como el bacalao, me soltó dos sopapos que, con vuelta al ruedo por el eco, me hicieron rodar.

Para ayudarme a despertar, me obligó a poner durante media hora la lengua bajo el grifo diciendo al que quisiera oírle que la tenía sucia y que se tenía que lavar. Como un estúpido, permanecí treinta interminables minutos bajo el chorro con el fraternal hermano sin moverse de mi lado. Tenía claro que necesitaba vivir con mis padres, principalmente con Elvira a quien echaba tanto en falta. Deseaba regresar a Arrona. Y planteé una guerra de guerrillas, en la que, de forma continuada, fingía fortísimos dolores estomacales. Volví locos a mis padres y visitamos un aluvión de médicos y curanderos. Una curandera de Bilbao, que residía en Begoña, señalaba que tenía que comer jamón de york y que sería muy bueno como tratamiento de la enfermedad tumbarme en el balcón con el torso desnudo dándome el sol en la barriga. Otro día nos hablaron de un cura que, además, era curandero. Estaba en Eguillot (Navarra) y para alcanzar la población de unos diez habitantes, bien lejos en el monte, había que ir previamente a Irurzun. Vestido de cura y ataviado con su bonete, me situó frente a él. Sacó unas fotografías del cuerpo humano y un reloj de esfera, con una cadena larga a modo de péndulo mientras pasaba el reloj por encima de las fotografías. Donde decía que el péndulo se paraba -que en mi caso no podía ser en ningún sitio-, allí estaba el mal.

A tan original tratamiento fuimos con un primo francés de mi madre -Claudio-, que tenía un Simca azul oscuro. Elvira regresó contenta de la consulta con el cura y ahora pienso, sobre todo, porque era cura. Al tener claro que no quería seguir con los estudios y comprobar que la estrategia de las enfermedades fingidas funcionaba, decidí continuar por la senda de la ficción. Así me llevaron en Rentería al doctor Gutiérrez, que, además de ser el médico del seguro, era el forense. Sin duda fue el que se mostró el más expeditivo. No contento con endosarme unas papillas inolvidables para la exploración por rayos, aseguró a mis padres que tenía una enfermedad muy grave, y que disponían de hijo para poco. Motivo más que suficiente para que finalizara la operación Rentería y regresara a Arrona de donde nunca debí salir. Poco tiempo después, el sabio doctor Ignacio María Barriola tranquilizó a mis padres en el Ambulatorio de Gros al asegurarles que su hijo lo único que tenía era una vigorosa invasión de salud. Vivía ya en Arrona y no fue necesario persistir con pócimas, ungüentos ni triquiñuelas. De manera que así concluyeron para mi felicidad los pícaros episodios y pretextos entre la enfermedad fingida y la salud.

8.- Estancia en la Escuela de Zumaia y de soldador.

Tal era el desastre de la cosecha de la siembra infructuosa de mi bagaje cultural que iba creciendo en edad pero para nada en conocimiento académico. Así, que cumplidos los doce años, decidieron en casa enviarme a estudiar a la Escuela de Los Mercedarios en Zumaia.

Fueron varios mis profesores, desde el director, el padre Rafael, hasta los frailes, los padres Pablo y Clemente. Y voy a referirme a este último con especial cariño por ser persona que me comprendió desde el primer momento, siendo capaz de animarme y motivarme encendiendo la llama de la confianza que tenía tan apagada.

Cualquier cosa que por medianamente bien estuviera, estaba sensacional. Y lo que había hecho mal, solo lo había hecho medianamente mal. Lo que sucedía era que con doce años era compañero de clase de niños de ocho y de nueve, con lo que en tierra de ciegos los tuertos íbamos de reyes. Casi siempre fui de los primeros, aunque nunca llegué al primero.

A pesar de que en esta Escuela estaba más a gusto que en ninguna otra, tenía claro que aquello no era lo mío. Entonces, con catorce años, intenté entrar de aprendiz en un taller de Zumaia, cuyo propietario José Ramón Galdona tenía

una tienda de electrodomésticos y televisiones además de hacer montajes y reparaciones eléctricas.

En mi imaginación, pensaba que el trabajo en cuestión era aprender a montar y reparar televisores con un soldador y unos voltímetros y amperímetros en mis manos, cual si del más ilusionante de los juegos se tratara.

JR.Galdona dijo que podía comenzar a trabajar y el primer empleo consistió en acompañar a un instalador de antenas y subirme a un tejado del barrio de Txikierdi. Confieso que pasé más miedo que en un rascacielos neoyorkino.

Por la tarde, me adentré en un barco que arreglaban en el puerto de Zumaia y comprobé que mi reino no era de ese mundo.

De la forma más sutil que pude pregunté a Galdona si se podía ir de noche en bicicleta sin luz. Percibiendo que aquello iba con retranca y más que segundas intenciones confirmó que ya mismo me podía marchar.

Jamás regresé al citado centro de trabajo al que aún hoy siento como de martirio.

9.- El tren del Urola, Borgundóforo y las rifas de la suerte.

Tenía bien claro que el acto de ir a la Escuela cada día no aportaba nada a mi vida excepto el enorme placer que suponía cada mañana, a las 8 en punto, tomar el tren del Urola para dirigirme a Azkoitia, estación a la que llegaba 45 minutos más tarde.

Aprovechaba el viaje en tren para relacionarme con todo el mundo, jugar pasando de vagón a vagón por la puerta que utilizaba el interventor, vender montones de rifas y escuchar por primera vez un nombre propio tan difícil como inolvidable.

Se trataba de una madre que con un niño que se asomaba a la ventanilla, muy nerviosa, le llamaba la atención al grito de “Borgundóforo, hijo, no saques la cabeza por la ventanilla que te la puedes estrellar contra un poste”.

El niño, que era muy travieso, no hacía ni caso y la madre reiteraba con energía su petición con un diminutivo que agravaba la escena: “Borgundoforito, hijo, te lo vuelvo a repetir, te he dicho que no saques la cabeza por la ventanilla”. Y yo allí en medio sin saber qué era peor, si el nombre de pila o el cariñoso acabado en `ito´…

Los viajes del tren del Urola tenían dos partes diferenciadas separadas por la estación de Azpeitia ya que en aquel punto los maquinistas cambiaban la ruta,

haciendo uno de ellos el trayecto Zumaia-Azpeitia, siendo sustituido por otro que hacía la Zumarraga-Azpeitia.

En la estación de Azkoitia había una niña llamada Lurdes, de la que me hice muy amigo. Su padre, maquinista del tren, me cogió cariño y siempre me llevaba en la máquina con él de Azpeitia a Azkoitia. O de regreso.

Conducir aquel tren era más sencillo que caminar. Tenía unos elementos técnicos básicos. Una especie de reloj marcaba del 1 al 10, sirviendo el uno para arrancar y el diez de referencia de su máxima velocidad.

En las curvas se bajaba el reloj manualmente hasta el 2 o el 3 y si eran muy pronunciadas había además que tirar de la cuerda para bajar la percha de conexión eléctrica, ya que por la inercia del tren podía desprenderse.

Siendo la conducción fascinante para mí, nada tenía que ver con el placer que me producía vender rifas. En ese terreno me tenía absoluta confianza conmigo mismo. Era el mejor sin duda, aunque mis técnicas de venta podían rozar en ocasiones con la crueldad. Resultaban implacables.

Vender las rifas a los 11 años era muy fácil. Se trataba de coger a cualquiera de los empleados de Acerías y Forjas de Azkoitia (AFORASA), que cada día iban a Zestoa o a Zumaia, y abordarles en la Estación, donde les cantaba las bondades de la rifa que pretendía venderles.

Siempre decían que no. Salía al andén con ellos, repetían nuevamente que no, nos montábamos en el tren y me sentaba a su lado. Y me seguían diciendo que no, por lo que cuanto más avanzaba el tren menos posibilidades tenía.

Finalmente, aquella persona abordada en la estación de Azkoitia, de resistencia numantina a comprar la rifa, o se bajaba en Zestoa y me dejaba tirado, o me tenía yo que bajar en Arrona sin conseguir el objetivo.

Pero ¡ay de quien se resistiese! Sin arrugarme un pelo, al día siguiente volvía a repetir la operación con la misma persona.

El acoso y derribo era tan contundente que no tenía más remedio que comprar la dichosa rifa porque la paz bien merecía un avemaría, además de servir de lección a todos los viajeros que habían seguido atentamente la operación de desgaste.

De ahí que aquellos observadores de mi técnica de ventas fueran corriendo su voz, aconsejándose unos a otros que comprasen a la primera oportunidad. Ahí se inició mi leyenda en el tren del Urola de inasequible al desaliento.

“Más vale comprarle a tiempo a que te ronde un año”, se convirtió en la frase más repetida. Una leyenda, vamos.

10.- El Restaurante Alameda y la lección de Manuela.

Estudiaba en la Escuela Profesional de Azkoitia, de los Jesuitas, y no me quedaba más remedio que comer fuera de casa. Los niños que íbamos de otros pueblos nos reuníamos para la comida en la cocina del Restaurante Alameda, ya que Manuela, su propietaria y cocinera, no quería que estuviéramos en el comedor, porque las personas mayores nos podían enseñar `cosas malas´.

Nos reuníamos 7 u 8 niños y comían también con nosotros un cura de Azkoitia y el veterinario, que iba con su microscopio, y en nuestra presencia examinaba en la cocina las carnes que se consumían en el restaurante.

El menú de aquella señora mayor, soltera, gruesa y con unas piernas abultadas, era preparado con el arte de una gran cocinera y el cariño de una madre. Nos trataba como a los hijos que no había tenido.

Recuerdo con afecto que un viernes, al ir a liquidarle la semana, que eran 125 pesetas, me faltaba el billete de 100 pesetas que había perdido con enorme disgusto. Manuela me perdonó el pago de aquella cantidad y además me pidió que no dijera nada a mis padres porque sabía que iba a ser motivo de disgusto para ellos.

Fue un gesto humano inolvidable, una lección que marcó en mi vida una línea de comportamiento y que todavía hoy me trae a Manuela a la memoria con admiración y agradecimiento

11.- Calvario en la Escuela Profesional de Azkoitia.

Mis padres ya no sabían qué hacer conmigo. Estaban desesperados. Cualquier cosa que tuviera que ver con los libros representaba un sonoro fracaso. Era incapaz de concentrar la atención y me dispersaba en mis fantasías con facilidad asombrosa.

Aunque estaba en las clases, jamás participaba de ninguna. Creaba mi propio mundo viviendo unos sueños como si de un cuento maravilloso se tratase. Como resultado de la falta de concentración, las notas académicas de cada mes eran desastrosas y las calificaciones sin excepción, salvo la religión que sacaba entre un cinco y un siete, eran suspensos.

No sé qué pudo suceder un mes, ni nadie le encontraba explicación, porque subió el padre Jesús Madinabeitia a la clase y, al leer mis notas ante todo el

alumnado, me encontraron solo con dos suspensos, lo que supuso una hazaña premiada con un aplauso que el director solicitó a todos mis compañeros.

Aquel mismo día, el viaje de regreso a casa en tren resultó interminable porque tenía enorme ilusión para celebrar con mis padres y mi hermano el éxito estudiantil del mes con solo dos suspensos. Una gran noticia, sin duda.

Para ayudarnos en la economía familiar acogíamos a personas de fuera que prestaban sus servicios en la fábrica de Cementos Rezola. Mis padres alquilaban una habitación.

Recuerdo bien que quien convivía con nosotros en aquel momento se llamaba Vicente Rodríguez, era de Añorga. Al verme contento y a mis padres animándome y festejando el éxito, tomó la cartilla de notas y tras examinarla soltó el trallazo:

- “Me trae mi hijo estas notas a casa y le doy una paliza que lo mato”.

Ahí se desinflaron todas las alegrías ambientales. Aquel desaborío me hundió en la miseria.

En clase era el último de los últimos y, a consecuencia de los resultados, los compañeros me lanzaban mensajes ofensivos que minaban mucho la moral y mi autoconfianza.

Ir a la Escuela se convirtió en un auténtico castigo, se me hacía insufrible. Las clases resultaban aburridas e interminables y el pavor que sentía cuando alguno de los profesores me convocaba al encerado resulta casi imposible de explicar.

Además, los Jesuitas tenían un sistema disciplinario que no había conocido en ninguna otra escuela pese a tener curtida experiencia por diferentes centros educativos.

En cada uno de los cursos nombraban a un alumno como jefe de estudios. Este tenía la facultad de extender una papeleta blanca o amarilla que había que entregársela a los padres y devolverla convenientemente firmada.

Las papeletas eran comunicaciones a la familia por actitudes negativas de los alumnos en concepto de comportamiento y falta de aprovechamiento del tiempo, o bien por conductas inapropiadas.

Aquí es donde me sentí obligado a aprender a reproducir la firma de mi madre y a ser yo mismo el que firmaba las papeletas para evitarles disgustos por indisciplinado.

Un día, don Manuel, buen maestro santanderino que imponía miedo a raudales, me castigó con ir un domingo a la escuela lo que me provocó pavor al tener que explicar en casa que estaba castigado.

Así me encontré en la obligación de recurrir a mis artes de precoz negociador, pedirle una entrevista y contarle que el abono del tren no era válido para los domingos y, en consecuencia, mis padres iban a tener que pagar el viaje cuando éramos pobres y no lo podíamos pagar.

Le prometí que iba a ser bueno y le pedí que levantara el castigo, consiguiendo del maestro ese ansiado objetivo.

La convivencia en la escuela era tan negativa que, sin entrar al detalle, me vienen a la cabeza dos personajes de Aizpurutxo -Valenciano y Aramendi- que, como provocadores profesionales, matones de tres al cuarto, generaban peleas entre ellos mismos, o contra todos, en las que por fortuna nunca participé aunque ello no impidió que pasase mucho miedo.

12.- A los 16 años, `se acabaron los estudios´.

ESTE TIENES QUE COMPLETARLO

Me presenté en Cementos Rezola de Arrona. Me puse guapo y fui a casa del director, en Zumaia. La colombiana le recibe en la casa ……. “soy el hijo de Malo”. Mi padre cargaba sacos de cemento de 50 kilos y yo creía que mi padre era el dueño de la empresa. Juan Antonio Calvo Arguelles, el director de la Fábrica, me recibe y “mire voy a la oficina a verle pero como es un señor muy ocupado, seguro que en su casa me podrá recibir. Porque en su casa estará más tranquilo”. ¿quiéres empezar? Mañana no estaré en la fábrica, pero vete a verle a Marcos (200 trabajadores) vivíamos en casas de C.R. “le dices a Marcos que te dé trabajo”.

Cuando vuelvo a casa le digo a mi padre Pedro Francisco “Paco” Malo “he estado en casa del director”. ¿pero qué dices, hijo…”? con su acento de Villafranca de Navarra “quería trabajar y mañana empiezo”. Entonces había en la fábrica cascos de varios colores. El director y la gente de la oficina usaban casco blanco y los de carga y chóferes (cascos verdes). Yo hacía encargos por la fábrica, trayendo y llevando recados. Llevaba uno blanco del mismo color que el director. Y les decía “eh, un respeto que aquí hay clases”. Se partían de la risa.

13.- Treta para conseguir las muestras.

Año y medio después, antes de cumplir los 18 años, me hice vendedor. Mientras trabajaba en la gasolinera, disfrutaba con los coches, sobre todo, con el Renault 8 normal y el TS, del que, por cierto, me volvía loco por sus 4 focos. Así, cada vez que se acercaba un R-8, preguntaba al cliente si era representante y, cuando contestaba que si, disfrutaba, porque el intercambio de ideas me proporcionaba experiencia. Un día vino un señor -Francisco Casado- al que no conocía ni de nombre ni por su domicilio. Decía que era el director comercial de una empresa de Oviedo llamada Iridea y comentó que me proporcionaría unas muestras para que me iniciase como vendedor. Como nunca venía aquel coche -SS-85777, R-8 TS-, yo seguía esperando las muestras, aunque las muestras no llegaban. Harto de esperar, un día, desde el surtidor, llamé a la Jefatura de Tráfico. - “Hola, le llamo de la gasolinera de Arrona y hay un señor que se ha dejado su cartera con papeles y seguro que con documentación muy valiosa para él. Tiene que estar preocupado y yo le quiero ayudar”.

- “Entonces -proseguí- ¿me podría dar su dirección para que le mandemos una carta y se quede tranquilo sabiendo...?”.

De esta manera, logré el contacto del que me enteré que era Francisco, y que vivía en la calle Aduana de Irún. Conseguí su teléfono y le llamé. No creo haber visto a nadie más asustado en su vida. - “Señor Casado, soy José Antonio, el de la gasolinera de Arrona, y estoy esperando las muestras de productos de peluquería que me prometió para comenzar a venderlas…”.

- “Pero, pero… tú, ¿de qué sabes mi teléfono?”, preguntó.

- “He llamado a la Jefatura de Tráfico y ahí me han dado su dirección y luego he podido localizar su teléfono en la guía”, contesté.

- ¿Pero qué dices?, ¿qué les has dicho?, ¿cómo has hecho eso…?

- “No… les he dicho que se ha dejado ud la cartera aquí…”.

A los dos días, allí que vino con una gran caja de cartón conteniendo champús al huevo, suavizantes para el pelo, esmalte para las uñas, colonias refrescantes… No le quedaba otro remedio.

14.- El gran tipo del Dodge Dart.

Otro día en la gasolinera se presentó un señor con un imponente Dodge Dart de la época. Se trataba de un tipo enorme, corpulento, con aspecto que destilaba humanidad. Mientras limpiaba los cristales me ofrecí a revisarle el nivel del aceite del carter del motor, la presión de las ruedas y el agua del radiador. Aunque agradecido, contestó que no.

Pero cuando se marchó, me dio un montón de monedas que, antes de que llegara al stop del surtidor, las tenía contadas. Sumaban ni más ni menos que 70 pesetas, una fortuna en aquellos tiempos.

Raudo y veloz salí tras el coche y golpeándole los cristales ante su asombro le dije: -“Oiga, señor, se ha equivocado”.

- “Pero… ¿por qué?”, contestó. - “Porque me ha dado mucho dinero. Este montón”, le dije, enseñándole las monedas.

- “No chico, no te las he dado, te las has ganado…”.

Aquella persona resultó ser Angel Berazadi, quien años después moriría a manos de ETA. Su ejecutor resultó ser hijo de un compañero de trabajo de mi padre. Excelente persona, por cierto -el padre-, residente en Itziar, mientras su vástago era detenido en un control rutinario de la Guardia Civil al encontrarle una bala que llevaba en el coche.

15.- Bayetas antibao, don Roque y el maldito camión.

El discurrir en la gasolinera deparó otro día la llegada de un vendedor de bayetas antibao. El problema era que el propietario había salido y no podíamos tomar una decisión de compra.

No obstante, tenía tanta confianza en las propiedades del producto y en mí mismo que encargué por cuenta y riesgo personal una caja de 100 unidades.

Cuando don Roque se encontró el paquete allí, lleno de cólera, preguntó quién era yo para tomar tamaña decisión. Su bronca, inenarrable, me disgustó en extremo.

Una vez en casa, tras comentar a mi madre la situación creada, decidí hacerle a Roque una propuesta con cierto riesgo. Compraría las bayetas si me permitía venderlas en la gasolinera. A lo que respondió despectivamente:

- “Pero no quiero lloros si ud no las vende. Se las tendrá que comer y no quiero yo ninguna responsabilidad”.

En tres días había vendido la totalidad del lote y en un ataque de cólera irreprimible don Roque, fuera de sus casillas, me acusó de que no dedicaba tiempo a la gasolinera y sí en cambio a la venta de bayetas. Y la verdad, el producto era curioso y tras mis demostraciones me lo quitaban de las manos.

Un cliente de la gasolinera, chofer de un viejo camión, comentó que la empresa deseaba vender el vehículo. Tras decirle que le podía ayudar, me transmitió que valía 60.000 pesetas, a la vez que me ofrecía 1.500 pesetas de comisión si lo vendía.

Cuando comuniqué al mecánico de talleres de Cementos Rezola -Pedro León- la proposición sobre el objeto de la venta, que sería adecuado para dar servicio a la cantera, se mostró interesado y, poco después de probarlo, la fábrica cementera lo adquirió.

Construcciones Sobrino de Zarautz, dueño hasta entonces del camión, compró con el dinero de la venta un flamante Pegaso nuevo cuyo chofer no me pagó ni una peseta de la comisión además de dejar de repostar para siempre gasoil en el surtidor de Arrona.

El canalla se quedó mis 1.500 pesetas y encima tuve que aguantar durante tiempo verle pasar con descaro por delante de la gasolinera.

Imaginen la cara de pavo que se me quedó. Me traía a los demonios el paso del maldito camión.

16.- Un piloto de rallyes formidable y temerario.

José María Doria Albiñana, hijo de la familia Doria, concesionarios de Seat en San Sebastián y en Pamplona, era así mismo yerno de Angel Berazadi.

Familia de gran fortuna, él era un niño bien, abogado y director comercial de Electrodomésticos Sigma de Elgoibar.

Nuestro protagonista tenía un Seat 124 sport de color verde claro y preparado para participar en rallyes deportivos. Como yo viajaba en autostop, me ponía siempre debajo de casa hasta que por el ruido del motor adivinaba que era JM.Doria el que venía.

Cuando me armaba de valor y le hacía señal para subirme al coche, siempre paraba.

Era el conductor más temerario y formidable que haya conocido. Capaz de conducir con las piernas mientras leía cartas y según adelantaba a toda una larga fila de camiones, subiendo el Alto de Itziar a toda velocidad.

Probablemente, haya sido la persona que más a prueba ha puesto mi adrenalina en esta vida.

17.- Una demostración eficaz, una buena venta.

Mediante la recomendación de José María Doria conseguí que la fábrica Estarta y Ecenarro, empresa de las máquinas de coser Sigma, me comprara los productos Jabón Gringo y Ambientadores Markein.

Este último era fabricado en su propia casa, en el alto de Aldacoenea donostiarra, por el químico José Luis Marijuán Martínez, que producía también unos ambientadores en aerosol que supusieron un gran éxito de ventas.

Resultaba fácil introducirlos en el mercado. Nada más presentarme en oficinas, despachos y comercios sacaba de la cartera el bote de aerosol y ponía fino el escenario al grito de:

- “Mire, así huelen el de lavanda, el de menta y el de limón”.

Tras la demostración era difícil no salir con un pedido en cada visita.

En una ocasión, en una oficina del edificio Albia de Bilbao, al presentar los ambientadores y, después de la buena acogida del producto, a mis 18 años, la responsable del pedido manifestó llena de sentimiento:

- “Hay que ver cuánto hay que luchar para sacar a nuestros hijos adelante…”.

Perplejo ante su reflexión, me envolvió cierto bajón anímico, al ser consciente de que el físico no hacía justicia a mi edad real.

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1.- Los tres días en casa del embaucador Pagola.

Un día cualquiera, a la hora de comer, se presentó en casa una enorme humanidad en forma de hombre castizo y simpático, comunicándonos ser íntimo amigo de un hermano de mi padre -el tío José- que había sido militar en Melilla y que ahora se encontraba destinado en su puesto de teniente del Ejército en Badajoz.

El visitante conocía a la totalidad de la familia. Al tío Jesús, minero en Barruelo de Santullán, provincia de Palencia. Y por supuesto, a los abuelos -Eulogio y María- residentes en Villafranca de Navarra.

Con un apreciable don de gentes nos hizo saber que tenía camiones y por negocio una explotación de viñedos y olivares que vendía por Europa.

Casualmente, había venido a visitarnos en uno de sus camiones, pero, por descuido, olvidó la chaqueta en el interior del vehículo. El chofer, sin apercibirlo, se había marchado con la prenda. Y ahora, en tres días, no regresaría, por lo que se mostraba descompuesto y sin dinero.

Mis padres le ofrecieron residir en casa y organizaron una habitación para que pudiera convivir entre nosotros esos días.

Mi madre compraba las más ricas viandas para el invitado y el dispendio económico quebrantó notablemente la humilde economía, ya que en el hogar el único que trabajaba -y muy duro, por cierto- era nuestro padre, Francisco Malo.

Mi hermano y yo, que éramos pequeños -siete y nueve años, respectivamente-, le acogimos con disfrute ante el hechizo de un `cuentacuentos´.

Nos narraba historias entretenidas relativas a sus numerosos viajes por todo el país. Según explicaba, disponía de amigos ministros, militares de alta graduación -no menos de generales y coroneles- y distinguidos empresarios de la época se contaban entre sus allegados.

Por mor de la inocencia, observábamos con admiración la presencia de aquel personaje socialmente destacado en nuestra casa.

No tardamos en pasearlo por medio Arrona como quien exhibe orgulloso un preciado trofeo después de una cacería.

Pagola, que así se llamaba el individuo, fue presentado entre otros grandes del pueblo a don Ramón, que, siendo más listo que el hambre, se quedó sin quinientas pesetas como sin abuela. Pues, a cambio de aquella cantidad, el escurridizo elemento se comprometió a traerle vino para las misas y un aceite rico para ensaladas e incluso el encendido de las lamparillas de la iglesia.

A la familia levantó otras doscientas pesetas, después de bien comido y bebido durante tres días, al pedir a mis padres esa cantidad para revertirla en vino y en aceite al regreso de su chofer por nuestra ruta.

Con el paso del tiempo, del vino y el aceite, ni noticia; lo que llevó a mis padres a contactar con la familia, y ante el asombro de todos, ninguno le conocía.

Transcurridos unos meses, la crónica de sucesos del popular periódico “El Caso” informaba de un sinvergüenza estafador, que había ido con similar cuento a casa de un militar de alto rango, siendo detenido para tranquilidad de tantas almas cándidas.

Así acabó -a buen recaudo- el rey del vino y del aceite: el farsante y truhán embaucador Pagola.

2.- Historia de un aval al borde del precipicio.

Tenía la DYA casi dos años de andadura y formábamos una piña de amistad entre todos los componentes de la Asociación. Un día cualquiera de 1973, el compañero F.M.F me comunicó la buena nueva de que con su pareja esperaban un niño aún sin haberse casado. Pasados pocos meses, me comentó que habían sido padres de una preciosa niña y que tenían en Bilbao la posibilidad de coger en traspaso un bar que, incluía, además, encima del mismo, la vivienda.

La idea de trasladarse a la capital vizcaína resultaba lógica ya que entre la pareja cuidarían a la criatura a la vez que hacían compatible su trabajo en el bar. En concepto de traspaso, le pedían una cantidad de 70.000 pesetas. Requirió mi ayuda y, aunque quería colaborar, lo cierto es que no era posible. Acababa de comprar mi primera vivienda. No obstante, quería echar una mano y les sugerí si, tal vez un aval, podría serles de utilidad para conseguir su objetivo. Tras su consulta a una sucursal del Banco Popular Español, en Bilbao, me respondió afirmativamente siempre que pudiera acreditar con escrituras a mi nombre la propiedad de mi piso. Con las escrituras, fui a la entidad bancaria y, después de comprobar que era el propietario de la vivienda, aceptaron la garantía como avalista. El director de la sucursal hizo que firmase un documento de solicitud del préstamo y, a la vez, me comunicó que debería regresar a Bilbao más adelante para la firma de la póliza de préstamo. Aquella situación me incomodó y le expliqué que “lástima que tenga que volver de nuevo desde San Sebastián” y él, comprensivamente, contestó “no se preocupe porque ya tenemos su firma en este documento, F.M.F. le podrá llevar los documentos para su firma en San Sebastián”. En aquellos años, la parada del autobús a Bilbao, se situaba en el Paseo de los Fueros, justamente debajo de la “Casa de los Chorizos”, casi en la Avenida de la Libertad, donde hoy se encuentra Radio Nacional de España. Detrás del autobús aparqué mi Dyane 6, matrícula SS-103.888, y nada más verme mi amigo se introdujo en el coche ofreciéndome para firmar un papel que no decía otra cosa más que “…y en prueba de total conformidad, se firma en Bilbao…”, con la cita de la fecha correspondiente. Los firmantes debían ser el receptor del dinero, el avalista, el corredor de comercio y el director de la sucursal bancaria. Me limité a hacer una rúbrica en la casilla correspondiente a “el avalista”, en la que figuraba mi nombre, y donde, por el momento, no había más firmas. F.M.F. abandonó el coche, una vez conseguida la firma, dándome las gracias más sinceras por el gesto que le acababa de ofrecer. Entró directamente al autobús y ocupó un asiento justo detrás del conductor. Mientras tanto, en mi coche, comencé a pensar en lo que acababa de hacer y si tenía sentido, ya que ni más ni menos había firmado un documento en blanco.

Descendí de inmediato del coche para dirigirme al autobús y tocar en la ventanilla con los nudillos, a la vez que invitaba a F.M.F. a bajar del autobús y a reunirnos nuevamente en el interior de mi vehículo. Le solicité el documento que acababa de firmar y de mi puño y letra anoté la siguiente observación: “Conforme por préstamo de 70.000 pesetas”. Realizada la corrección despedí nuevamente al amigo con la tranquilidad al menos de haber podido concretar una cantidad de riesgo. Transcurrieron muchos meses, unos 18, y no volví a saber más de F.M.F. Un día, estando en mi casa, que normalmente no habitaba, una vecina me hizo entrega de una nutrida cantidad de documentos fotocopiados en los que un Juzgado bilbaíno me requería el pago de 160.000 pesetas. 100.000 correspondían a un crédito concedido a F.M.F. y 60.000 pesetas eran en concepto de intereses y de gastos judiciales. Al instante mi cabeza se convirtió en un tiovivo imposible de parar e inmediatamente fui a visitar a un abogado donostiarra -José Villeilla Morera- que me atendió antes de las 4 de la tarde. El joven letrado, estudiada la documentación que le presentaba, valoró el problema “de extrema urgencia y gravedad”, ya que el juicio se celebraba al día siguiente, y en Bilbao. Además, él no podía defenderme por no estar colegiado en la capital vizcaína. No obstante, se puso en contacto con unos compañeros de Barakaldo, a quienes contó el caso y, esa misma tarde, a las 7, me recibían en su despacho bilbaíno. Una vez que revisaron la documentación hice la observación de por qué le habían dado cien mil pesetas cuando yo había reseñado que era avalista por setenta mil. Su respuesta fue que esas treinta mil pesetas más eran con mi aprobación expresa, ya que el corredor de comercio firmaba dos veces. Una como corredor y otra dando fe al cambio de setenta mil a cien mil pesetas, mientras escribía con letras mayúsculas: “LO RECTIFICADO A MANO -100.000- VALE”. Debajo, firmaba nuevamente el corredor. Para mayor precisión, comenté al abogado que el documento lo había firmado en San Sebastián dentro de mi coche y detrás de la parada del autobús de Bilbao. Los jóvenes abogados, aunque bien despiertos, me informaron que eso no podía ser. El documento, necesariamente, lo había tenido que firmar en Bilbao y en presencia del corredor de comercio.

Les insistí que no era así. Ni conocía al corredor de comercio ni, desde luego, él me conocía a mí para nada. Así que en modo alguno había podido autorizar que la cifra se modificara. Los letrados se alteraron notablemente mientras me hacían saber que la situación era de extrema gravedad. Porque de ser cierta mi afirmación iban a pedir pena de cárcel para el corredor de comercio, a quien, según confesaron, le tenían ganas ya que habían sido compañeros de Universidad de su hijo, personaje al parecer escasamente sociable y engreído. Tras garantizarles que la totalidad de lo manifestado era rigurosamente cierto regresé a San Sebastián para, de nuevo, al día siguiente, a las 9 de la mañana, encontrarnos en los Juzgados de Bilbao donde se celebraría la vista contra mi persona como avalista de la operación. En el Juzgado saludé al procurador de los tribunales que representaba al Banco Popular Español, de apellido Olaizola y que resultó ser primo del cura de Arrona, del que había sido monaguillo muchos años. Y aunque la verdad es que el tal Olaizola se mostró cordial, de poco podían servirme sus mejores deseos. Después, mis abogados me indicaron que no entrara a la sala de vistas. Querían negociar ellos personalmente con el abogado del banco el mejor acuerdo para mis intereses. El caso es que antes de un cuarto de hora salieron mis dos representantes resumiéndome la situación: - “Ya puedes ir tranquilo a San Sebastián. No tienes que pagar absolutamente nada y, además, a nosotros tampoco nos debes nada. Nuestros honorarios los va a saldar el Banco Popular Español a quien, lógicamente, pensamos cobrarle bastante más de lo que te íbamos a cobrar a ti”. La noticia me devolvió a casa lleno de paz y de futuro. Cuatro meses más tarde, recibía en mi domicilio, antes de las 3 de la tarde, la visita de un señor que, por talante, presencia y educación, pensé que sería el representante de alguna secta religiosa. Aludiendo a un día tan bonito y a un cielo azul quería darme la mejor de las noticias. Era el director de la nueva sucursal del Banco Popular Español y su buena nueva era que el banco había renunciado a cobrarme 160.000 pesetas y generosamente rebajaba la cifra hasta 70.000. Con satisfacción le indiqué que la noticia no podía ser mejor, aunque, habiéndome emplazado ellos para solucionar nuestras diferencias en un Juzgado, y considerándome un ciudadano ejemplar, no debían preocuparse. Esperaba con interés la resolución de la sentencia judicial, ante la que debían estar tranquilos, porque cumpliría a rajatabla los mandatos del juez.

Nunca llegó la sentencia, porque el juicio no se celebró. Había que salvar de la cárcel al corredor de comercio que tuvo la desfachatez de dar fe a un documento implicándome sin mi participación.