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ABRAZANDO LAS BUENAS NUEVAS EN EL CORAZÓN DE LAS ENSEÑANZAS DE PABLO

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ABRAZANDO LAS BUENAS NUEVAS EN EL CORAZÓN DE

LAS EN SEÑANZAS DE PAB LO

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INTRODUCCIÓN

Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare

el evangelio! [...] la comisión me ha sido encomendada.

—1 Corintios 9.16, 17

Pablo era único entre los apóstoles. A diferencia del resto de ellos, él nunca pasó tiempo con Cristo durante el ministerio terrenal de nuestro Señor.

De hecho, no habría encajado bien en el círculo de los doce discípulos, pues ellos eran en su mayoría galileos corrientes y provincianos y carecían de cual-quier credencial espiritual o habilidades académicas. Entre los más conocidos e influyentes de los Doce se incluían pescadores (Pedro, Andrés, Jacobo y Juan); un recaudador de impuestos (Mateo); y un exzelote (Simón): una mez-cla de hombres trabajadores y marginados.

Como contraste, Pablo (o más precisamente Saulo de Tarso, como era conocido en aquellos tiempos) era un rabino muy respetado, con buena edu-cación formal, nacido en el seno de una familia de fariseos y con una amplia y detallada formación en las tradiciones ultraortodoxas de los fariseos. Era increíblemente cosmopolita: ciudadano romano, experimentado viajero, dis-tinguido erudito legal que nació en Tarso; fue educado en Jerusalén a los pies de Gamaliel (Hechos 22.3) y estaba lleno de celo; era un hebreo de hebreos. Él escribió: «Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más» (Filipenses 3.4). Su currículum vitae siempre sobresalía por encima del de cualquier otra persona. Saulo de Tarso nunca perdía en ninguna competición de logros intelectuales o académicos. A este respecto, él destaca en marcado contraste con todos los demás apóstoles.

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El mentor de Saulo, Gamaliel, era sin lugar a dudas el rabino más presti-gioso e influyente en la Jerusalén de principios del primer siglo. Gamaliel era nieto del legendario Hillel el Anciano, uno de los rabinos más doctos y cita-dos que hubo jamás. Hechos 5.34 nos dice que Gamaliel era «venerado de todo el pueblo». Claramente, él tenía una influencia tremenda entre el Sane-drín (vv. 34–30). Ese Consejo, formado por setenta y un sacerdotes y eruditos de élite, era el tribunal de asuntos religiosos más elevado y más dominante del judaísmo. Como grupo, el Sanedrín de la época de Pablo y Jesús era notoria-mente corrupto y con frecuencia estaba motivado por mero interés político, pero Gamaliel destaca, incluso en la narrativa del Nuevo Testamento, como un hombre docto, pacífico, cauto y básicamente honorable. La Mishná, un registro de la tradición oral hebrea escrito a principios del tercer siglo, se refie-re a él como «Gamaliel el Anciano» y lo cita numerosas veces. Así es como lo conmemora la Mishná: «Cuando Rabban Gamaliel el Anciano murió, la glo-ria de la Ley cesó y murieron la pureza y la abstinencia».1 En todo el mundo no había un erudito hebreo más venerado, y Saulo de Tarso recibió formación a sus pies; por lo tanto, las credenciales académicas del apóstol eran impresio-nantes en todos los aspectos.

Antes de su famoso encuentro con el Jesús resucitado en el camino de Damasco, Saulo de Tarso despreciaba cualquier desafío a las tradiciones de los fariseos. Cuando lo encontramos por primera vez en las Escrituras, él es «un joven» (Hechos 7.58) profundamente reacio a Cristo y tan hostil a la fe de los seguidores de Jesús, que preside el apedreamiento del primer mártir cristiano: Esteban. Al dar su testimonio años después, Pablo confesó:

Yo encerré en cárceles a muchos de los santos, habiendo recibido poderes de

los principales sacerdotes; y cuando los mataron, yo di mi voto. Y muchas

veces, castigándolos en todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfureci-

do sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras.

(Hechos 26.10, 11)

El hecho de que él tuviera voto en tales asuntos sugiere que era un miem-bro del Sanedrín o era parte de un tribunal designado por ellos para juzgar a los disidentes religiosos. En raras ocasiones se designaba a hombres jóvenes para tales posiciones, pero Pablo era claramente un erudito precoz que

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destacaba en su generación como celoso activista, trabajador preparado, dota-do administrador y duro esbirro. (Probablemente él era también un hábil político).

Sin embargo, después de su dramática conversión en el camino de Damas-co, Pablo fue un tipo de hombre completamente distinto. Rechazaba cualquier pretensión de superioridad; abominaba la idea de que la sabiduría humana pudiera añadir algo de valor a la predicación del evangelio. Se oponía enfática-mente a cualquier sugerencia de que la elocuencia y la erudición pudieran mejorar el poder inherente del evangelio; por tanto, se esforzó mucho por no subrayar sus propios logros intelectuales y académicos, y menos aún minar inconscientemente la simplicidad del mensaje evangelístico. A la iglesia en Corinto escribió:

Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de

Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no

saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y

estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi pala-

bra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría,

sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté

fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. (1 Corin-

tios 2.1–5)

En Filipenses 3.5, 6, a fin de refutar las afirmaciones de algunos falsos maestros, se hizo necesario para Pablo enumerar algunos de sus logros religio-sos y académicos más impresionantes; pero rápidamente añadió: «Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelen-cia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdi-do todo, y lo tengo por basura [literalmente, estiércol], para ganar a Cristo» (vv. 7, 8).

Aun así, el sobresaliente intelecto de Pablo es obvio en el modo en que trabajaba y en lo que escribía. Podía recitar con el mismo entusiasmo líneas en griego de poetas mediterráneos antiguos o citar de memoria cualquier número de pasajes de las escrituras hebreas. Habló con una valiente confianza a los filósofos de la más alta élite en Atenas y también se mantuvo firme sin

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temor en tribunales de la realeza donde su vida estaba en juego. No había nadie que lo intimidara; por el contrario, la ambición que lo impulsaba era estar en la sala del trono del Capitolio Romano, dar su testimonio en presen-cia de César y así predicar el evangelio al gobernador más poderoso del mun-do, en el foco del imperio más grande y de mayor alcance que el mundo había visto jamás.

DESIGN A DO PA R A L A DEFENSA DEL EVA NGELIO

De todos los apóstoles, Pablo era el más decidido en guardar la pureza, la pre-cisión y la claridad del mensaje del evangelio. Cristo lo designó de modo único para ese propósito: «la defensa y confirmación del evangelio» (Filipenses 1.7), y él aceptó ese papel como una tarea personal otorgada desde lo alto. Escribió: «estoy puesto para la defensa del evangelio» (v. 17). Esto estaba grabado tan profundamente en la conciencia de Pablo que cuando hablaba del evangelio se refería con frecuencia a él como «mi evangelio» (Romanos 2.16; 16.25; 2 Timoteo 2.8).

No hay duda de que Pablo de ninguna manera se estaba apropiando de ningún mérito por el evangelio ni declarando una posesión privada de él; nun-ca se le ocurrió cuestionar el origen divino del evangelio. Con la misma fre-cuencia se refería a ello como «el evangelio de Dios» (Romanos 1.1; 15.16; 2 Corintios 11.7; 1 Tesalonicenses 2.2, 8, 9), o «el glorioso evangelio del Dios bendito» (1 Timoteo 1.11). Con más frecuencia aún lo llamaba «el evangelio de Cristo» (Romanos 1.16; 15.19; 1 Corintios 9.12, 18; 2 Corintios. 9.13; 10.14; Gálatas 1.7; Filipenses 1.27; 1 Tesalonicenses 3.2) o «el evangelio de la gloria de Cristo» (2 Corintios 4.4). A veces era «el evangelio de la paz» (Efesios 6.15) o «el evangelio de vuestra salvación» (Efesios 1.13).

Estos no eran evangelios discrepantes, sino el conjunto de títulos de Pablo para el único evangelio verdadero. La sugerencia de que haya más de un evan-gelio habría sido confrontada con una feroz oposición por parte del apóstol Pablo. Él instruyó con firmeza a las iglesias en Galacia: «Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gálatas 1.8); y para dar todo el énfasis posible a su

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punto, volvió a repetir la maldición en la siguiente frase: «Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema» (v. 9).

UN EX A MEN DE L A S EPÍSTOL A S DE PA BLO

Prácticamente cada una de las epístolas de Pablo en el Nuevo Testamento defiende y aclara algún punto crucial de doctrina pertinente al mensaje del evangelio. El libro de Romanos es una discusión cuidadosamente ordenada de las doctrinas que constituyen el corazón mismo de la verdad del evangelio y está presentado en un bosquejo cuidadoso, lógico y ordenado. Comenzando con la doctrina del pecado universal y la depravación humana, Pablo recorre sistemáticamente todo el catálogo de la verdad del evangelio, hablando de justificación, santificación, seguridad eterna, elección, reprobación, el injerto de los gentiles en el pueblo de Dios y la restauración final de Israel. Romanos es la exposición de Pablo más ordenada y global de doctrinas del evangelio.

En 1 Corintios él defiende el evangelio contra diversas corrupciones que se estaban introduciendo bajo el disfraz de sabiduría humana o un manto de caos carnal. En 2 Corintios responde a ataques contra el evangelio provenien-tes de falsos maestros que evidentemente se identificaban a sí mismos como «grandes apóstoles» (2 Corintios 11.5; 12.11). Esos herejes parecían entender que a fin de trastocar el verdadero evangelio necesitaban desacreditar al após-tol Pablo, de modo que enfocaron su ataque personalmente en él en particular. Pablo se vio forzado, por tanto, a responder a esos ataques, pero en realidad estaba defendiendo la autoridad y pureza del evangelio y no meramente su propia reputación (2 Corintios 11.1–4).

La Epístola de Pablo a los Gálatas es un argumento completo contra los falsos maestros (comúnmente conocidos como los judaizantes) que insistían en que los convertidos gentiles debían adherirse a la ley ceremonial del Anti-guo Testamento para ser salvos. En particular, enseñaban que los hombres gentiles no podían convertirse en cristianos a menos que antes fueran circun-cidados. Su doctrina era una negación implícita de que la fe es el único instru-mento de justificación. Ese error era tan sutil que incluso Pedro y Bernabé

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parecían preparados para consentirlo (Gálatas 2.11–13); por tanto, Pablo escri-bió la Epístola a los Gálatas para demostrar por qué la doctrina de los judai-zantes era una contaminación fatal del mensaje cristiano, un «evangelio [totalmente] diferente» (Gálatas 1.6). Por eso Gálatas comienza con esa famosa doble maldición contra «otro evangelio» (vv. 8, 9).

Efesios es una sencilla repetición de los principios del evangelio, con énfasis en la verdad esencial que radica en el corazón del mensaje: la salvación es obra de Dios en su totalidad; no es algo que algún pecador pueda ampliar o embellecer con mérito humano, y mucho menos puede una persona caída lograr redención para sí misma. «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Efesios 2.8–10).

Aunque el tema de Filipenses es el gozo, y la epístola está principalmente llena de consejos prácticos y exhortaciones, el capítulo 3 incluye una dura advertencia acerca de «perros», «malos obreros» y «mutiladores del cuerpo» (v. 2). Claramente, estos eran el mismo tipo de contaminadores del evangelio a los que Pablo refutó tan detalladamente en su Epístola a los Gálatas. En Filipenses 3 pasa a dar un testimonio personal que resume de manera ingenio-sa el corazón mismo del mensaje del evangelio.

Había algunos en la iglesia primitiva que intentaban contaminar el evan-gelio con una rimbombante filosofía humana, formas ascéticas de abnegación, tradiciones hechas por los hombres y otros ardides religiosos comunes. La Epístola de Pablo a los Colosenses aborda esos intentos deliberados de hacer que el evangelio parezca complejo u ostentoso. De todos los apóstoles, el Espí-ritu Santo escogió a Pablo, el profundo erudito, para defender la simplicidad del evangelio contra cualquier indicación de elitismo académico o aburguesa-miento filosófico.

Pablo comienza 1 Tesalonicenses con un potente elogio para la iglesia en Tesalónica debido al modo en que ellos habían aceptado rápidamente el evangelio desde el principio. Él escribe: «Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre» (v. 5). Los dos últimos versículos de ese capítulo primero (vv. 9, 10) contienen este nítido resumen de la verdad del evangelio:

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«Y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y ver-dadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera». Pablo pasa en 1 y 2 Tesalonicenses a enseñar y alentar a la iglesia a continuar su paciente espera del regreso de Cristo mientras viven de una manera que honra las trascendentales implica-ciones del evangelio.

Las epístolas a Timoteo y Tito están llenas de ruegos para esos dos jóvenes pastores a continuar el legado de Pablo salvaguardando cuidadosamente la verdad del evangelio. En 1 Timoteo 6.20, por ejemplo, cuando Pablo escribe: «Oh Timoteo, guarda lo que se te ha encomendado», debería estar claro que estaba hablando acerca del evangelio. Anteriormente había descrito «el glorio-so evangelio del Dios bendito» como el que «a mí me ha sido encomendado» (1.11). A Tito, Pablo escribe uno de sus resúmenes marca de la casa del mensaje del evangelio. Es sencillo, profundo y asombrosamente global:

Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hom-

bres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos munda-

nos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la

esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios

y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos

de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas

obras. (Tito 2.11–14)

Entonces añade esta exhortación: «Esto habla, y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te menosprecie» (v. 15).

La epístola más corta de Pablo, la carta a Filemón, es una nota intensa-mente personal y práctica escrita para ayudar a reconciliar a un esclavo hui-do (Onésimo) con su amo (Filemón). Pero, incluso aquí, Pablo se las arregla para dibujar una imagen totalmente clara de la verdad del evangelio a la vez que ejemplifica el espíritu de Cristo mediante sus propias acciones. Incluye este ruego, que engloba de manera perfecta lo que Cristo hizo por su pueblo: «Así que, si me tienes por compañero, recíbele como a mí mismo. Y si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta» (Filemón 17, 18). Así, Pablo ilus-tra de manera muy real y práctica los principios de imputación y expiación vicaria.

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N A DA SINO EL EVA NGELIO

La verdad del evangelio impregna todo lo que Pablo escribió. El evangelio estaba en el centro de sus pensamientos en todo momento y eso era deliberado. Él escribió: «Me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evange-lio!» (1 Corintios 9.16). «Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (1 Corintios 2.2). «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo» (Gálatas 6.14). «Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a anunciaros el evangelio» (Romanos 1.15).

Todos los apóstoles tuvieron papeles importantes que desempeñar en la fundación y la extensión de la iglesia primitiva. Juan fue el único que vivió hasta la vejez y el resto de ellos fueron mártires, comenzando con Jacobo, a quien Herodes «mató a espada» (Hechos 12.2). Algunos de ellos llevaron el evangelio hasta los límites más lejanos del mundo conocido. La historia de la iglesia primitiva registra, por ejemplo, que Tomás llegó hasta la costa oriental del subcontinente indio. La leyenda dice que Natanael (llamado también Bartolomé) llevó el evangelio a Armenia y fue martirizado allí. Aunque las Escrituras no registran los paraderos finales de cada uno de los apóstoles, sabemos con seguridad que ellos difundieron rápidamente el evangelio por todo el mundo conocido. En Hechos 17.6 la turba enojada que agarró a Pablo y Silas en Tesalónica se refirió a ellos como «estos que trastor-nan el mundo entero».

Nadie hizo más que Pablo para difundir el evangelio por todo el Imperio romano. Lucas hizo una crónica detallada de los tres viajes misioneros de Pablo en el libro de Hechos. Comenzando en Hechos 13 hasta el final de este libro, Pablo se convierte en la figura central, y el registro que hace Lucas del ministerio de Pablo es impresionante. La influencia de Pablo era profunda dondequiera que ponía sus pies. Predicó el evangelio, plantó iglesias y dejó nuevos creyentes tras su estela sin importar dónde fuera: desde la tierra de Israel, por todo el Asia Menor, en Grecia, pasando por Malta, Sicilia y final-mente Roma. Y a la vez que hacía todo eso escribió más epístolas del Nuevo Testamento que cualquier otro autor. En una época muy anterior a que las comodidades modernas hicieran que los viajes y las comunicaciones fueran relativamente fáciles, los logros de Pablo fueron extraordinarios.

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Más importante aún, nadie hizo más que Pablo para definir, delimitar y defender el evangelio. Está claro que los otros apóstoles llegaron a apreciar la devoción de Pablo hacia el evangelio. Su creencia en que él fue designado por Cristo para ser un apóstol «como a un abortivo» (1 Corintios 15.8) estaba arraigada en el hecho de que él había aprendido del Cristo resucitado las mis-mas verdades que ellos mismos, durante el ministerio terrenal de su Señor, habían sido entrenados y comisionados para proclamar (Gálatas 2.2; 6–9). Pablo no aprendió nada acerca del evangelio de los otros discípulos que ya no hubiera escuchado de parte de Cristo mediante revelación especial (Gálatas 1.11, 12; 2.6).

PA BLO BAJO A SEDIO

No es extraño que Pablo sintiera un peso de responsabilidad tan importante de predicar y defender el evangelio. Dondequiera que iba era seguido de cerca por agentes de oposición al evangelio, que atacaban el mensaje que él proclamaba. Las potestades de las tinieblas parecían muy conscientes del papel estratégico de Pablo y, por tanto, enfocaban sus ataques implacables contra las iglesias donde su influencia era especialmente fuerte. Así que Pablo estaba ocupado constantemente en «la defensa y confirmación del evangelio» (Filipenses 1.7). La controversia que rodeaba a Pablo y su ministerio era tal, que casi nadie quería ser identificado con él. En la última epístola que escribió antes de entre-gar su vida por el evangelio, describió cómo había ido su lectura de cargos en Roma: «En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon» (2 Timoteo 4.16). En el primer capítulo de esta carta le dijo a Timoteo: «Me abandonaron todos los que están en Asia» (1.15); y sus palabras finales incluyen este triste ruego: «Procura venir pronto a verme, porque Demas me ha desamparado, amando este mundo, y se ha ido a Tesalónica. Crescente fue a Galacia, y Tito a Dalmacia. Sólo Lucas está conmigo. Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio» (4.9–11).

Si Pablo no hubiera sido un hombre de fe tan profunda, podría haber muerto sintiéndose solo y abandonado. Tal como es el caso, probablemente él no llegó a entender plenamente lo mucho que su sombra se extendería sobre la iglesia y cuán profundamente sería sentida su influencia por una generación

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tras otra de creyentes. Pero no murió desalentado; sabía que la verdad del evan-gelio triunfaría al final. Él entendía que las puertas del infierno nunca preva-lecerían contra la iglesia que Cristo estaba edificando y se mantuvo confiado en que los propósitos de Dios sin duda alguna serían cumplidos y que el plan de Dios ciertamente se estaba cumpliendo ya, incluso en el propio martirio inminente de Pablo. Él escribió: «Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justi-cia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Timoteo 4.6–8).

L A BUEN A BATA LL A

Tengo la más alta estima por Pablo y su devoción apasionada al evangelio. Aparte de Cristo mismo, Pablo es el único ejemplo a quien más deseo seguir como un modelo de ministerio evangelístico y pastoral. Escribiendo bajo la dirección del Espíritu Santo, Pablo mismo dijo: «Os ruego que me imitéis» (1 Corintios 4.16); y después más concretamente: «Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo» (11.1). Ese mandato ha estado resonando en mi mente desde que comencé a formarme para el ministerio cuando era alumno universitario.

Desde luego, a cualquiera que aspire sinceramente imitar a Pablo como él imitaba a Cristo le resultará imposible mantenerse alejado de toda controver-sia. Yo he escrito varios libros sobre el evangelio a lo largo de los años, y prác-ticamente todos ellos (por necesidad) han sido de alguna manera polémicos. He señalado y me he opuesto a varios intentos de modificar el evangelio, abre-viarlo, suavizar su tono, alterar su enfoque, o incluso sustituirlo por un men-saje completamente diferente. Dos de mis libros más conocidos sobre el evangelio son análisis profundos de la idea absurda de que el arrepentimiento, la abnegación, el costo del discipulado y el señorío de Cristo son todas ellas verdades innecesarias para la salvación y, por tanto, sería mejor dejarlas fuera de nuestra proclamación del evangelio.2

Claramente, Pablo tenía una comprensión más integral del evangelio. Tan solo las epístolas a los Tesalonicenses destacarían bastante bien como la

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respuesta de Pablo a aquellos que piensan que el señorío de Cristo no tiene lugar alguno en el mensaje del evangelio. En 2 Tesalonicenses 2.13, 14, por ejemplo, él escribe: «Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad, a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo». Así, resume muy bien, y afirma sinceramente, la perspectiva que ciertos críti-cos con frecuencia ridiculizan como «salvación de señorío».

Sin embargo, desde la mitad del siglo XX hasta principios de la década de 1990, una versión gravemente truncada del evangelio fue más o menos domi-nante entre los evangélicos. El argumento que la apoyaba era que el arrepen-timiento y la sumisión al señorío de Cristo son obras humanas y, ya que sabemos que la salvación es «por gracia [...] por medio de la fe [...] no por obras» (Efesios 2.8, 9), deberíamos hacer todo lo posible para que el señorío de Cristo no sea un problema cuando proclamamos el evangelio. Varios escritores evangélicos destacados promovieron agresivamente esa opinión y pusieron el apodo de «salvación del señorío» a la perspectiva a la que se oponían.*

Mis libros El evangelio según Jesucristo y El evangelio según los apóstoles abordaban cada uno de los argumentos que yo había oído o leído alguna vez contra la salvación del señorío. El evangelio según Jesucristo incluía un estudio versículo por versículo prácticamente de cada uno de los encuentros evangelís-ticos que tuvo Jesús mismo y también examinaba varias de sus parábolas clave y sus enseñanzas sobre el arrepentimiento, la fe, la expiación y otros temas del evangelio. Demostró de manera concluyente que el mensaje del evangelio que Jesús proclamó era precisamente el mensaje que estaba siendo descartado como «salvación del señorío». El libro generó una cantidad de respuestas sor-prendente, tanto positivas como negativas. Muchos de los críticos solamente lo desestimaban y otros intentaron emplear argumentos lógicos y teológicos para reafirmar el caso a favor de un evangelio suavizado de tono. Nadie hizo nin-gún intento serio de examinar los relatos mismos de los Evangelios y construir un caso bíblico que mostrara que Jesús mismo predicó el tipo de evangelio a

* El término parece haber sido popularizado, si no acuñado, por A. Ray Stanford en su Manual de evangelismo personal (Pharr, TX: Morillo, 1992), capítulo 7. La idea de que hablar sobre arrepenti-miento de pecado o llamar a rendirse al señorío de Cristo contamina el evangelio fue agresivamente promocionada por Charles Ryrie en Equilibrio en la vida cristiana (Grand Rapids: Portavoz, 1984) y Zane Hodges en El evangelio bajo sitio (Dallas: Redención Viva, 1985), al igual que varios otros libros y tratados populares de esa época.

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favor del que ellos argumentaban. ¿Cómo podían hacerlo? La predicación de Jesús habla bastante bien por sí sola. Ese era mi punto desde el principio.

El evangelio según los apóstoles tomó de igual manera pasajes del Nuevo Testamento (incluidas algunas de las epístolas paulinas) y buscó hacer una defensa exegética demostrando que en la predicación apostólica del evangelio, el señorío de Cristo siempre se mantenía en un primer lugar destacado. De hecho, el mensaje del evangelio predicado por Pablo y los otros apóstoles con-tradecía de manera bastante sencilla todas las reglas del siglo XX contra la salvación del señorío. El evangelio según los apóstoles estaba organizado de modo sistemático; cada capítulo abordaba algún punto importante de la soteriología, o la doctrina de la salvación. Capítulos individuales hablaban de temas como la fe, la gracia, el arrepentimiento, la justificación, la santificación, la confian-za y la seguridad eterna.

Esta vez, la respuesta de los críticos fue más débil. De hecho, solamente un puñado de los críticos más tenaces de la salvación del señorío respondieron negativamente a El evangelio según los apóstoles y esos pocos parecían casi des-animados. En una década y media, solamente una facción bastante pequeña dentro del evangelicalismo seguía haciendo campaña para eliminar del men-saje del evangelio cualquier mención al señorío de Cristo. Era obvio que la marea había cambiado. La doctrina del «no señorío» simplemente no pudo soportar el escrutinio bajo la clara luz de un examen cuidadoso, detallado y bíblico de lo que es el evangelio y cómo debería ser predicado.

Tristemente, sin embargo, incluso antes de que la controversia sobre el señorío se desvaneciera, surgió un tipo de amenaza diferente dentro del movi-miento evangélico en forma de pragmatismo. A principios de la década de 1990, varias megaiglesias amigables con quienes buscan defendían agresiva-mente una filosofía de ministerio que estaba casi vacía de cualquier preocupa-ción por la sana doctrina y tenía muy poco contenido bíblico. El resultado fue un alejamiento de cualquier cosa que pudiera denominarse legítimamente pre-dicación. La Biblia quedó relegada a propósito a ser una nota a pie de página o una idea adicional. Los conferencistas se enfocaban en cambio en temas como el éxito en la vida y los negocios, consejos sobre relaciones personales y cual-quier tema que fuera tendencia en la cultura popular. El evangelio con fre-cuencia se omitía por completo de esas charlas de estilo motivacional. Las meras cifras de asistencia se consideraban en general la principal medida de

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éxito e influencia. Escribí también sobre ese tema en un libro titulado Avergon-zados del evangelio.3

Cuando el movimiento sensible con el que busca llegó a ser lo bastante común y familiar, lo trillado y la frivolidad que alimentó se volvieron desagra-dables para muchos jóvenes que habían crecido con él. La respuesta negativa dio lugar al movimiento Emergente, un rechazo principalmente liberal y muy posmodernizado de prácticamente todo lo que históricamente se consideraba distintivo de la cristiandad evangélica. Voces destacadas en ese movimiento fomentaron agresivamente enseñanzas poco ortodoxas, atacaron la doctrina de la expiación, denigraron la autoridad de las Escrituras y se empeñaron en rediseñar y redefinir el evangelio. Quizá más ominosamente, los Emergentes parecían desdeñar el concepto de la expiación sustitutoria y todas las demás verdades relacionadas con la ira de Dios contra el pecado. Esto (como veremos en nuestro estudio de la enseñanza de Pablo sobre el evangelio) fue como ras-gar y sacar el corazón mismo al mensaje del evangelio.

He abordado esos y otros asaltos al evangelio en varios otros libros en este intervalo de años, entre los que se incluyen Difícil de creer, Reckless Faith, The Love of God, La libertad y el poder del perdón, Diferencias doctrinales entre los carismáticos y los no carismáticos y Fuego extraño. Escribí dos libros: Verdad en guerra y El Jesús que no puedes ignorar para responder a elementos de la confu-sión Emergente.

Al reflexionar sobre todas esas controversias, lo más sorprendente es que en todos los casos la amenaza de la que yo escribía se había originado dentro del movimiento evangélico. Cuando yo estaba en el seminario, había prepa-rado mi mente y corazón para responder a los ataques del mundo contra la autoridad de las Escrituras y la verdad del evangelio. Lo que no preveía era que tanta parte de mi tiempo y energía la emplearía intentando defender el evangelio contra ataques desde el interior de la iglesia visible, incluidos ata-ques a la verdad del evangelio por parte de líderes respetados en el movimien-to evangélico.

He sido vigorizado y alentado, y no me he desalentado en lo más mínimo, al ver lo que sucede inevitablemente cuando el pueblo de Dios contiende «ardientemente por la fe» (Judas v. 3). El Señor siempre reivindica su verdad. Supongo que nunca ha habido un solo momento en la historia de la iglesia en que el evangelio haya estado libre de ataques y controversias; y es asombroso

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cómo son resucitadas viejas herejías y las mismas amenazas al evangelio vuel-ven a surgir una y otra vez, amenazando con desviar a cada nueva generación. Satanás es un enemigo implacable.

Pero «no ignoramos sus maquinaciones» (2 Corintios 2.11). Ciertamente hay momentos en que «estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos» (4.8, 9). Sabemos que todas las fuerzas combinadas del infierno nunca podrían derrotar a Dios. Aunque puede que se enfurezcan contra la verdad y quizá guíen a multitudes hacia el escepticismo y la incredu-lidad, nunca podrán apagar totalmente la verdad de la Palabra de Dios; por tanto, defender la verdad es ser triunfante, incluso cuando parezca que el mun-do entero está contra nosotros. Cristo demostró ese hecho de modo concluyen-te cuando resucitó de la muerte. Satanás, a pesar de su persistencia, es un enemigo que ya está derrotado.

El poder duradero de la verdad es evidente en el discurrir de las tendencias evangélicas contemporáneas. Al principio del nuevo milenio, eruditos evangé-licos aseguraban solemnemente a los jóvenes evangélicos que el abandono des-preocupado del movimiento Emergente de los principios evangélicos históricos iba a revolucionar y revitalizar nuestras iglesias; pero la comunidad Emergente comenzó a desintegrarse antes de 2005 y, afortunadamente, al final de la déca-da el movimiento estaba extinto.

L A V ER DA D TRIUNFA NTE

Mientras tanto, de ninguna manera la verdad está siendo derrotada. Parte del crecimiento más alentador en la iglesia actualmente se está produciendo entre aquellos que se toman en serio la Palabra de Dios. Ellos entienden la impor-tancia de guardar el evangelio y aman la sana doctrina. En la década pasada, por ejemplo, hemos sido testigos del nacimiento y la expansión de Together for the Gospel [Juntos por el evangelio], una amplia coalición de base conser-vadora de jóvenes creyentes que están comprometidos a proclamar una pers-pectiva mucho más robusta del evangelio que cualquiera de los grandes movimientos evangélicos que se desarrollaron desde 1960 hasta 1990.4 En la actualidad hay un resurgimiento de valores de la Reforma entre iglesias

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evangélicas conservadoras; eso ha dado lugar a un énfasis correspondiente sobre la predicación bíblica, un nuevo interés en la historia de la iglesia y muchos jóvenes que han repudiado la total superficialidad que sus padres tole-raron en nombre de ser sensibles con quienes buscan.

Desde luego, ninguna de las viejas aberraciones ha desaparecido por com-pleto. Puede que el movimiento Emergente esté muerto como movimiento, pero muchas de sus ideas equivocadas y falsas doctrinas siguen en el aire. Algunas voces influyentes en el movimiento evangélico actualmente siguen enseñando que la obediencia a Cristo es un anexo opcional e innecesario junto a «aceptarlo a Él» como Salvador. Algunos siguen negando que el evangelio llama a los pecadores al arrepentimiento o les enseña que sigan a Cristo. Hay incluso algunos nuevos sabores de «híper gracia» y antinomianismo. (El anti-nomianismo es la creencia en que los cristianos no están atados por ninguna ley moral, o la idea de que conducta y creencia no están relacionadas). Estas y otras opiniones parecidas siguen planteando una grave amenaza en potencia dentro del movimiento evangélico en general, pero los argumentos bíblicos ofrecidos en El evangelio según Jesucristo y El evangelio según los apóstoles se siguen erigiendo como respuestas decisivas a todos esos errores.

Por tanto, en este volumen, mi principal propósito no es polémico. No voy a citar muchas opiniones a fin de refutarlas, pues si así fuera llenaría estas páginas de notas a pie y documentación. Mi objetivo es simplemente examinar algunos textos bíblicos vitales con tanta claridad como sea posible, adoptando una mirada detallada y honesta al evangelio tal como Pablo lo proclamó, no con un análisis seco o meramente académico, sino de una manera que prende-rá nuestros corazones con la verdad de Jesucristo crucificado, enterrado, resu-citado y ascendido. Ninguna verdad en todo el universo es más alentadora que las Buenas Nuevas de que tenemos un Salvador vivo que quita la gran carga de culpabilidad y cancela el poder del pecado para aquellos que creen en Él verdaderamente.

He escogido un puñado de pasajes de las epístolas de Pablo que están estrechamente enfocados en el evangelio y dedicaremos un capítulo o dos a cada uno de ellos. Desde luego que hay temas recurrentes en todos ellos: las doctrinas de la depravación humana universal, la gracia divina, el llamado a la fe y al arrepentimiento, la naturaleza de la expiación y otros. He intentado evitar la repetición innecesaria, pero, a fin de hacer plena justicia a los diversos

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textos, es esencial volver a visitar algunas de las ideas principales de Pablo más de una vez. Pablo mismo era implacable y repetitivo sin disculparse. Les dijo a los filipenses: «A mí no me es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro» (Filipenses 3.1). O parafraseando: No es un problema volver a afirmar lo que ya he dicho; de hecho, es bueno para ustedes que vuelvan a oírlo de nuevo. Eso es especialmente cierto cuando los temas que se repasan y se repiten son puntos vitales de verdad del evangelio.

Mi diseño en este libro es explicar los textos del evangelio más importan-tes de las epístolas de Pablo con la mayor claridad y detalle que sea posible. Espero subrayar (como hizo Pablo) la eterna importancia de la doctrina del evangelio y la necesidad absoluta de entenderlo correctamente. Mi objetivo es escribir de una manera que cualquier creyente, ya sea un teólogo experimenta-do o un nuevo cristiano, se beneficie del estudio. Se incluye un breve glosario al final del libro para explicar términos con los que puede que los lectores lai-cos no estén familiarizados. Son principalmente términos técnicos que ya resultarán familiares para cualquiera que haya estudiado teología, pero he intentado proporcionar las definiciones más sencillas posibles para el beneficio de los lectores laicos. Cada término también es definido la primera vez que aparece en el cuerpo del texto, pero, si pierde el rastro del significado de una palabra o le resulta difícil recordar las definiciones de palabras teológicas con las que no está familiarizado, el glosario será de ayuda.

También he incluido cuatro apéndices. El primero es el más importante; habla de la naturaleza de la obra expiatoria de Cristo. Este es un tema que aparece repetidamente en los escritos de Pablo y es también una doctrina que actualmente está bajo ataque desde diversos frentes. El apéndice aborda con-troversias acerca de la expiación de manera más detallada y más polémica de la que encontrará en el cuerpo principal del libro; pero, debido a que es esencial tener una perspectiva correcta de la expiación para entender el evangelio según Pablo, quise asegurarme de que este libro incluyera una sólida defensa de la sustitución penal y explicaciones fáciles de entender de las principales teorías contrapuestas acerca de la expiación.

El Apéndice 2 es una transcripción de uno de mis sermones, editado para su lectura. Es un mensaje del evangelio con un lema distintivamente paulino. (He predicado variaciones sobre este tema en escenarios por todo el mundo durante los últimos cuarenta años). Es esencialmente una explicación del

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término bíblico propiciación: una palabra y un concepto que son vitales para la enseñanza de Pablo sobre por qué murió Cristo. Lo incluyo aquí porque varias personas me han pedido un ejemplo del modo en que intento predicar el evan-gelio sin evitar las verdades más difíciles ni simplificar el mensaje.

El Apéndice 3 es un breve artículo que explica la verdad hacia la cual señala en definitiva la soteriología paulina: el propósito supremo para todo lo que existe y todo lo que sucede es la gloria de Dios.

El apéndice final está extraído de los sermones de Charles Spurgeon, des-tacando especialmente los comentarios de Spurgeon acerca de por qué Pablo se refirió repetidamente al evangelio como «mi evangelio». Lo he incluido por-que sus palabras resumen de modo perfecto el tema de este libro.

Confío en que este estudio le resultará beneficioso y también profunda-mente fascinante. Pablo no era otra cosa sino un apasionado por el evangelio. Su pasión me resulta contagiosa y espero que así sea también para usted.

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COSAS DE PRIMERA IMPORTANCIA

Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en

todas las naciones, comenzando desde Jerusalén.

—Lucas 24.46, 47

El apóstol Pablo tenía un don extraordinario para dar luz al mensaje del evangelio con solo unas pocas palabras claras y bien elegidas. Sus

epístolas están llenas de resúmenes del evangelio, de un versículo y brillan-tes. Cada uno de estos textos clave es diferente a los otros y cada uno tiene un énfasis distintivo que destaca algún aspecto esencial de las Buenas Nue-vas. Cualquiera de ellos es capaz de destacar por sí solo como una potente declaración de verdad del evangelio. O poniéndonos todos juntos, tiene usted el marco para una comprensión global de la doctrina bíblica de la salvación.

Ese es el enfoque que adoptaré en este libro. Utilizando algunos de los principales textos evangelísticos de las epístolas de Pablo del Nuevo Testamen-to, examinaremos el evangelio tal como Pablo lo proclamó. Consideraremos varias preguntas importantes, entre las que se incluyen: ¿Qué es el evangelio? ¿Cuáles son los elementos esenciales del mensaje? ¿Cómo podemos estar seguros de entenderlo correctamente? ¿Cómo deberían los cristianos proclamar las Buenas Nuevas al mundo?

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NINGÚN OTRO EVA NGELIO

Pablo mismo podría haber comenzado un estudio de este tema declarando categóricamente que hay un solo evangelio verdadero. Cualquiera que sugiera que Pablo introdujo una versión alterada o adornada del mensaje apostólico tendría que contradecir cada punto que Pablo estableció acerca de la singula-ridad del verdadero evangelio. Aunque él expuso el evangelio de manera mucho más detallada y meticulosa que ningún otro escritor del Nuevo Testa-mento, nada de lo que Pablo predicó o escribió fue en ningún aspecto un ale-jamiento de lo que Cristo o sus apóstoles habían estado enseñando desde el principio. El evangelio de Pablo era exactamente el mismo mensaje que Cristo proclamó y encargó a los Doce que llevaran a todo el mundo. Hay un solo evangelio y es el mismo para judíos y gentiles por igual.

Fueron los falsos maestros, y no Pablo, quienes afirmaban que Dios les había designado para pulir o reescribir el evangelio. Pablo repudió claramente la idea de que el mensaje que Cristo envió a predicar a sus discípulos estaba sujeto a revisión (2 Corintios 11). Lejos de representarse a sí mismo como algún tipo de superapóstol enviado a corregir a los demás, Pablo escribió: «Por-que yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios» (1 Corintios 15.9).

Sin duda alguna, un factor importante que apartaba a Pablo de los otros era la abundancia de gracia divina que le había transformado de lo que él era antes (un feroz perseguidor de la iglesia) al hombre que conocemos por la Escritura (un apóstol de Cristo a los gentiles). El inmenso ámbito de la miseri-cordia mostrada a Pablo nunca dejó de sorprenderle. Su respuesta, por tanto, fue trabajar con mucha más diligencia por la difusión del evangelio y el honor de Cristo a fin de aprovechar al máximo su llamado. Él escribió: «Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios con-migo. Porque o sea yo [Pablo] o sean ellos [el resto de los apóstoles], así predica-mos, y así habéis creído» (1 Corintios 15.10, 11). Observemos que él afirma expresamente que todos los apóstoles predicaban el mismo evangelio.

Sin embargo, hay una parte pequeña pero expresiva en la iglesia visi-ble en la actualidad que niega que el evangelio de Pablo fuera el mismo mensaje que proclamó Pedro en Pentecostés. Denominándose a sí mismos

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«dispensacionalistas paulinos», enseñan que hay al menos tres mensajes del evangelio distintivos dados en el Nuevo Testamento, cada uno de ellos aplica-ble estrechamente a una dispensación diferente o a un grupo étnico concreto. Dicen que «el evangelio del reino» de Jesús (Mateo 9.35; 24.14) era un llamado al discipulado, juntamente con el anuncio y la oferta de un reino terrenal; cuando fue rechazado por la mayoría de aquellos que lo oyeron, se retiró la oferta y «el evangelio del reino» fue puesto a un lado.

Después está, dicen ellos, «el evangelio de la circuncisión» de Pedro (Gálatas 2.7) pertenecía únicamente a la nación judía. Era un llamado al arre-pentimiento (Hechos 2.38; 3.19) y una citación a rendirse al señorío de Cristo (2.36). Este era el mensaje predicado por los apóstoles mientras la iglesia era predominantemente judía.

Pero, con la introducción de gentiles en la iglesia en Hechos 10, ellos afirman que Pablo introdujo un nuevo «evangelio de la incircuncisión» (Gálatas 2.7, 9). Ellos dicen que este mensaje paulino ha sustituido a esos dos evangelios anteriores; lo enseñan como un mensaje distintivo que no puede ser armonizado y no debe ser confundido con el evangelio según Jesús o el evange-lio según Pedro. Además, insisten en que el evangelio de Pablo es el único evan-gelio que tiene una relevancia inmediata para la dispensación presente. En efecto, importantes partes del Nuevo Testamento, incluidos todos los sermones princi-pales y discursos de Jesús, son relegadas a un lugar de menor importancia.

La mayoría de quienes sostienen estas perspectivas insisten también en que es equivocado hablar del señorío de Cristo en relación con el evangelio. La propia enseñanza de nuestro Señor sobre el costo del discipulado y el llamado de Pedro al arrepentimiento en Pentecostés son dejados a un lado por conside-rarlos irrelevantes para la dispensación presente. Cada uno de los temas que da a entender la autoridad de Cristo se considera una adición artificial al mensaje del evangelio, porque cualquier recordatorio de que Cristo merece nuestra obediencia supuestamente contamina la gracia con la implicación de obras.

Tal sistema desafía la Gran Comisión de Jesús: «Haced discípulos a todas las naciones [...] enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mateo 28.19, 20).

Pablo mismo habría sido un feroz oponente del «dispensacionalismo pau-lino». Él denunció vigorosamente la idea de múltiples evangelios; se esforzó para defender su estatus apostólico documentando su perfecto acuerdo con el

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resto de los apóstoles; dijo que aprendió el evangelio directamente de Cristo mismo, al igual que los demás; y subrayó la verdad de que el cristianismo auténtico tiene solamente «un Señor, una fe, un bautismo» (Efesios 4.5).

Como Pablo no era miembro del grupo apostólico original, y como su ministerio raras veces se cruzó directamente con el de ellos, su total acuerdo con ellos puede que no hubiera sido obvio desde el primer momento para todos. Además, en una ocasión, Pablo había estado en desacuerdo pública-mente con Pedro (Gálatas 2.11–21). Ese desacuerdo no fue debido a ningún punto doctrinal, sino que tuvo que ver con la conducta potencialmente diviso-ria de Pedro respecto a algunos hermanos gentiles cuando Pedro estaba en presencia de algunos falsos maestros legalistas.

Pero un vistazo cuidadoso a los relatos bíblicos revelan que Pablo nunca dispuso ni su mensaje ni a sí mismo contra la predicación de los demás apóstoles. Incluso la expresión «mi evangelio» (Romanos 2.16; 16.25; 2 Timoteo 2.8) no fue una afirmación de propiedad o ascendencia exclusiva respecto a los demás. La expresión simplemente indica la profunda devoción personal de Pablo al mensaje que Cristo le había encomendado misericordio-samente que proclamara. Los apóstoles estaban todos en total acuerdo en lo tocante al contenido del evangelio y Pablo estaba preparado para demostrarlo. Él lo hace en Gálatas 1—2.

UN A BIOGR A FÍ A A BR EV I A DA DE PA BLO

En el proceso de documentar la prueba de su acuerdo con los demás, Pablo, quien normalmente evitaba hablar de sí mismo o de sus «visiones y revelacio-nes del Señor» (2 Corintios 12.1), nos da un raro trocito de biografía personal. Él fue el último de los apóstoles en convertirse y ser formalmente encomen-dado, «como a un abortivo» (1 Corintios 15.8). Humanamente hablando, él era probablemente la persona con menos posibilidades del universo para encontrar acuerdo y aceptación de los demás apóstoles. Bien conocido y temi-do por toda la iglesia primitiva como «Saulo de Tarso», entra en las páginas de las Escrituras como el perseguidor más temido y despiadado de los cristianos, «respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor» (Hechos 9.1). Entonces Cristo lo detuvo en seco un día en el camino de

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Damasco, transformando al instante su corazón y cambiando drásticamente todo el curso de su vida (vv. 3–19). En Filipenses 3, Pablo mismo describe cómo su conversión remodeló por completo toda su cosmovisión y religión. (Examinaremos ese pasaje en el epílogo de este libro).

Dada la reputación que Pablo había adquirido como brutal inquisidor, obviamente hubiera sido muy doloroso para él ir de inmediato a Jerusalén para intentar reunirse con los principales apóstoles. Así que en cambio, poco des-pués de su conversión, fue al desierto para pasar un tiempo en aislamiento. En Gálatas 1.17, él dice «fui a Arabia». Eso es, sin lugar a dudas, una referencia al desierto de Nabatea Arabia, una región prácticamente desolada que cubre la península del Sinaí (un área conocida hoy como el Néguev). Regresó de allí a Damasco y comenzó su ministerio público antes ni siquiera de consultar (ni encontrarse personalmente) con ninguno de los Doce originales.

En la primera década y media del ministerio de Pablo, parece que el único con quien se reunió de los Doce fue Pedro, y eso ocurrió cuando Pablo final-mente regresó a Jerusalén, esta vez como cristiano. Por ese entonces, Pablo llevaba siendo cristiano al menos tres años. Se quedó con Pedro algo más de dos semanas (Gálatas 1.18). Quizá aún estaba intentando pasar de incógnito durante esa visita, porque el otro único líder de una iglesia al que vio Pablo fue «Jacobo, el hermano del Señor» (v. 19).

La idea que Pablo tanto quería plasmar cuando escribió esos destalles fue que él no aprendió lo que sabía del evangelio de ninguno de los otros apóstoles, sino que lo recibió directamente de Cristo mediante una revelación especial. «Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revela-ción de Jesucristo» (Gálatas 1.11, 12).

Catorce años después de ese primer encuentro con Pedro, Pablo regresó a Jerusalén nuevamente (Gálatas 2.1). Esta fue probablemente la misma visita que se describe en Hechos 15. Los falsos maestros se habían extendido desde Jerusalén, «algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos» (Hechos 15.1). Como su enseñanza confundía y dividía a las iglesias predominantemente gentiles que Pablo había plantado, pareció urgentemente necesario para los apóstoles juntarse para dar una respuesta a los falsos maestros y anunciar de manera clara y pública el total acuerdo de los apóstoles respecto al único

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evangelio verdadero. De eso se trató el primer concilio de la iglesia que se describe en Hechos 15.

Durante esta visita, uno de los primeros puntos de la agenda de Pablo era reunirse en privado con los principales apóstoles para verificar entre ellos mis-mos que todos estuvieran de acuerdo respecto al contenido del evangelio. Este fue evidentemente el primer encuentro cara a cara de Pablo con el apóstol Juan (Gálatas 2.9).

Lejos de necesitar resolver algún desacuerdo respecto al evangelio o ajustar su predicación en cuanto a algún cambio dispensacional, todos los apóstoles estuvieron en total acuerdo. Pablo describe la escena de una forma que deja clara su profunda indiferencia hacia el prestigio personal, los títulos eclesiásti-cos u otros logros de estatura humana. Igualmente importante es el hecho de que no afirma en modo alguno indicios de superioridad respecto a los demás. No muestra sus credenciales académicas, ni cita las extraordinarias «visiones y revelaciones del Señor» que le habían sido dadas, como un profundo entendi-miento del mensaje del evangelio (2 Corintios 12.1). No existe intención alguna de intimidar a los demás ni con sofisticación ni con santurronería. Él escribe:

Pero de los que tenían reputación de ser algo (lo que hayan sido en otro

tiempo nada me importa; Dios no hace acepción de personas, a mí, pues, los

de reputación nada nuevo me comunicaron. Antes por el contrario, como

vieron que me había sido encomendado el evangelio de la incircuncisión,

como a Pedro el de la circuncisión (pues el que actuó en Pedro para el apos-

tolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los gentiles), y reco-

nociendo la gracia que me había sido dada, Jacobo, Cefas y Juan, que eran

considerados como columnas, nos dieron a mí y a Bernabé la diestra en señal

de compañerismo, para que nosotros fuésemos a los gentiles, y ellos a la cir-

cuncisión. Solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres; lo

cual también procuré con diligencia hacer. (Gálatas 2.6–10)

Cuando Pablo dice que los líderes de la iglesia en Jerusalén «nada nuevo me comunicaron», se refiere a que no le dieron información nueva respecto a la verdad del evangelio. Ellos no intentaron en modo alguno revisar lo que él estaba predicando o matizarlo de otro modo. Vieron enseguida que a Pablo le había enseñado el mismo Maestro que les entrenó a ellos.

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Este no habría sido el caso si Pablo hubiera estado predicando un mensaje distinto. Como Pablo mismo deja claro en ese primer capítulo de Gálatas, él mismo no lo habría tolerado ni por un instante si hubiera descubierto que los demás apóstoles (o un ángel del cielo, si fuera el caso) estaban predicando un evangelio distinto a la verdad que él había aprendido de Cristo. Del mismo modo, Pedro, Jacobo y Juan no habrían recibido a Pablo con tanta disposición si hubieran pensado que él estaba predicando algo distinto a lo que ellos habían aprendido de Cristo.

Así, cuando Pablo habla del «evangelio de la incircuncisión» y «el evange-lio de la circuncisión» en el versículo 7 del texto citado arriba, queda muy claro por el contexto que se está refiriendo a dos audiencias distintas, no a dos evan-gelios distintos. En otras palabras, lo que diferenció al ministerio de Pablo del de Pedro fue solamente la etnia de la gente en la que ellos enfocaron sus res-pectivos ministerios y no el contenido de lo que predicaban.

Entonces Pablo continúa narrando la razón por la que él y Pedro habían tenido su famoso desacuerdo. No fue un desacuerdo respecto a la sustancia del mensaje del evangelio. El problema fue más bien que Pedro «no andaba recta-mente conforme a la verdad del evangelio» (Gálatas 2.14). Estaba siendo hipó-crita, negando de forma no intencionada mediante su conducta lo que había proclamado con su propia voz.

El punto de Pablo al narrar este incidente no es avergonzar o hacer de menos a Pedro, sino defender la integridad del evangelio. La solidez del evan-gelio es infinitamente más importante que la dignidad y el prestigio incluso de los apóstoles más eminentes, incluido Pablo mismo. La importancia de enten-der bien el evangelio supera incluso al honor del más alto ángel. Esta era cohe-rentemente la posición de Pablo: «Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gálatas 1.8).

Pedro admitió implícitamente que merecía la reprensión de Pablo. En su segunda epístola se refirió a Pablo como «amado hermano Pablo». Reconoció la «sabiduría que le ha sido dada [a Pablo]». Ciertamente, citó los escritos de Pablo como «Escrituras». Y amonestó a sus lectores a que prestaran especial atención a los escritos de Pablo y tuvieran cuidado de cómo manejaban las cosas «difíciles de entender» en los escritos de Pablo, para que no torcieran la Palabra de Dios para su propia destrucción (2 Pedro 3.15, 16).

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A SUNTOS DE PRIMER A IMPORTA NCI A

Pablo mismo podría haber dicho que la forma más segura de torcer las Escrituras para nuestra propia destrucción es alterando el evangelio, o incluso tolerando de manera pasiva a quienes predican un evangelio modi-ficado. Él advirtió de manera rigurosa a los lectores que tuvieran cuidado «si viene alguno predicando a otro Jesús que el que os hemos predicado, o si recibís otro espíritu que el que habéis recibido, u otro evangelio que el que habéis aceptado» (2 Corintios 11.4). Dijo que los evangelios alternativos están arraigados en el mismo tipo de engaño que usó la serpiente para enga-ñar a Eva (v. 3).

Así que este tema resuena a lo largo de las epístolas inspiradas de Pablo: hay un solo evangelio.

Ese hecho se volverá incluso más claro según examinemos los princi-pales textos del evangelio en las epístolas de Pablo. Las verdades que él defiende están todas arraigadas en la enseñanza de Cristo y todas ellas resuenan en la predicación de la iglesia primitiva. Cada página del Nuevo Testamento concuerda perfectamente. Desde las Bienaventuranzas de Jesús hasta el libro de Apocalipsis, el mensaje es coherente. Reconoce la desesperanza de la depravación humana, pero señala a Cristo como el úni-co remedio para ese dilema. Comenzando con los datos históricos de su muerte y resurrección, proclama salvación mediante la gracia divina (y no mediante las propias obras del pecador); el perdón completo y gratuito de los pecados; la provisión de la justificación por fe; el principio de la justicia imputada; y la posición eternamente segura del creyente ante Dios. Esas verdades constituyen todas ellas el corazón del evangelio. Son asuntos «de primera importancia» (véase 1 Corintios 15.3) y el papel concreto de Pablo fue destacar y explicar todas estas facetas del evangelio con la mayor clari-dad y precisión.

«EL EVA NGELIO QUE OS HE PR EDIC A DO»

Para cualquiera que esté familiarizado con los escritos de Pablo, uno de los primeros textos que vendrá a su mente como un resumen breve del evangelio

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es 1 Corintios 15.1–5. Pablo mismo identifica este pasaje como un compendio de verdades esenciales del evangelio:

Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual tam-

bién recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si rete-

néis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque

primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por

nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resu-

citó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después

a los doce.

El versículo 3 se traduciría mejor como: «Les resumí los principales asun-tos». Ese es el verdadero sentido de lo que les está diciendo. Varias traducciones dan a entender que los asuntos que Pablo recibió los enseñó como asuntos de primera importancia. Lo que Pablo claramente tiene en su mente aquí son los elementos del evangelio que aparecen primero en orden de importancia. Con-tinúa dando un bosquejo abreviado de datos históricos en orden cronológico. Nombra cuatro eventos que constituyen los eventos climáticos clave de toda la narrativa del evangelio: la crucifixión, la sepultura, la resurrección y las subsi-guientes apariciones del Cristo resucitado.

Esto es importante por varias razones. En primer lugar, es un recordatorio de que el evangelio está cimentado en la historia real. La fe cristiana no es una teoría o especulación. No es algo místico, como si estuviera basada en el sueño o la imaginación de alguien. No es una filosofía abstracta, ni una cosmovisión idealista; y mucho menos es meramente una lista de doctrinas estériles que han sido relegadas a una declaración de fe formal. El evangelio de Jesucristo es la verdad divinamente revelada y establecida en el cumplimiento meticulosa-mente histórico de varias profecías del Antiguo Testamento, documentado por montones de evidencia irrefutable, confirmado por una serie de eventos públi-cos que ningún simple mortal podría haber orquestado y corroborado por una gran abundancia de testimonios de testigos oculares.

Por otro lado, al enumerar datos históricos como asuntos de primera importancia, Pablo no está menospreciando en sentido alguno, ni minimizan-do, el contenido doctrinal del mensaje del evangelio. Tampoco está sugiriendo que la fe cristiana descansa meramente sobre datos históricos y testimonios de

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testigos oculares. Dos veces en este corto pasaje, Pablo nos recuerda que esos eventos ocurrieron «conforme a las Escrituras». Ese, por supuesto, es el verda-dero terreno y cimiento de la fe salvífica. «Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Romanos 10.17). No es «fe» tan solo creer que esos eventos ocurrieron. La verdadera fe salvífica también conlleva el significado bíblico del pecado, la gracia divina y otros elementos de verdad del evangelio, las doctrinas que explican por qué los datos históricos son tan importantes.

Sin duda, embutido en la simple declaración «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras» está todo lo que las Escrituras enseñan sobre la paga del pecado, el principio de la expiación sustitutoria y la perfec-ción sin pecado que permitió que Cristo fuera «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1.29). En otras palabras, lo que Pablo dice aquí en muy pocas palabras tiene importantes implicaciones para la hamartología (la doctrina del pecado), la soteriología (la doctrina de la salvación) y la Cristología (las doctrinas de la persona y obra de Cristo). Por tanto, su breve lista de datos históricos en 1 Corintios 15.3–8 está cargada de implicaciones doctrinales de largo alcance.

EL PROBLEM A EN CORINTO

El contexto es crucial. Pablo escribió este capítulo para lidiar con un error doctrinal, no con una disputa de hechos de la historia. Los corintios ya creían en la muerte y la resurrección de Cristo. Lo que ellos cuestionaban era la futura resurrección corporal de los creyentes que morían, así que Pablo estaba escri-biendo para defender ese punto doctrinal, y lo hace bosquejando el mensaje del evangelio con una lista de eventos históricos que nadie en la asamblea de creyentes corintios podría haber cuestionado jamás. «Así predicamos, y así habéis creído», dice él en 1 Corintios 15.11.

Su repaso de los hechos del evangelio comúnmente creídos en los versícu-los 1–5 fue, por tanto, un mero preludio antes de dar el punto central del capítulo. Pablo esboza su punto principal claramente en los versículos 16, 17: «Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados». Contrariamente, si Cristo resucitó de los muertos, entonces no hay razón para ser escéptico en

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cuanto a la futura resurrección corporal de los santos. «Pero si se predica de Cristo que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?» (v. 12). Todo el capítulo 15 es una exposición de ese sencillo argumento.

Lo que nos interesa aquí, no obstante, es el breve bosquejo del evangelio que Pablo da en los versículos 3–5. Cita cuatro eventos de la historia para construir un firme marco a modo de esqueleto para la pesada sustancia doc-trinal y la importancia espiritual del mensaje del evangelio. Como he mencio-nado, al nombrar estos cuatro hechos históricos en lugar de abordar la doctrina, Pablo no está sugiriendo que el contenido doctrinal del evangelio sea irrelevante o intrascendente. Pablo nunca hubiera caído en esa clase de reduccionismo. (Todo el libro de Gálatas demuestra la fuerza con la que él creía en la solidez doctrinal, especialmente en el asunto de la predicación del evangelio). Aquí meramente está resumiendo y bosquejando, y no truncando, el mensaje. Al usar repetidamente la frase «según las Escrituras», deja claro que un entendimiento correcto y una verdadera creencia en estos cuatro even-tos necesariamente conllevan una visión adecuada de las implicaciones doc-trinales del evangelio.

Además, nada de esto habría sido nuevo para los corintios. Pablo fundó la iglesia y la pastoreó durante más de dieciocho meses antes de que su ministerio lo llevara a otro lugar (Hechos 18.11, 18). Los corintios habían recibido ense-ñanza suficiente de Pablo, así que ya conocían bastante bien las cruciales implicaciones doctrinales de la declaración: «Cristo murió por nuestros peca-dos, conforme a las Escrituras». Ese, claro está, es el primer punto del bosquejo que realiza Pablo.

EXPI ACIÓN

Pablo quiere subrayar no meramente el hecho histórico de que Cristo murió. Es mucho más específico: «Cristo murió por nuestros pecados». Es el lenguaje de la expiación. La frase de Pablo se hace eco precisamente de lo que escribió el apóstol Juan en 1 Juan 2.2: «[Jesús] es la propiciación por nuestros pecados». Esa palabra propiciación habla de un apaciguamiento. Específicamente, signi-fica la satisfacción de la justicia divina. O para decir lo mismo de otra forma,

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una «propiciación» es un sacrificio u ofrenda que aplaca la ira de Dios contra los pecadores.

A muchas personas les resulta repelente este concepto. Ciertamente desa-fía la idea popular de un dios amable que siempre es benigno e indulgente respecto al pecado. Es una doctrina que tiende a exasperar a cualquiera que se haya empapado demasiado de una religión modernista y liberal (la cual inclui-ría, quizá, a una gran mayoría de cristianos profesos de nuestro mundo en la actualidad). En años recientes, unos cuantos escritores y maestros reconocidos en la periferia evangélica han rechazado de forma enfática la afirmación bíbli-ca de que la muerte del propio Hijo de Dios en la cruz fue una propiciación, etiquetando la idea de «abuso infantil cósmico». La teología liberal simplemen-te no puede tolerar la enseñanza bíblica de que Dios «envió a su Hijo en pro-piciación por nuestros pecados» (1 Juan 4.10). Sin duda, este es prácticamente el punto crucial de la religión liberal: subraya el amor de Dios hasta la exclu-sión de su justicia y su ira contra el pecado. Los liberales, por tanto, común-mente adoptan la posición de que la muerte de Cristo en la cruz fue tan solo un noble acto de martirio ejemplar.

Pero el punto de Pablo en 1 Corintios 15.3 no es que Cristo murió debi-do a nuestros pecados. Pablo no está sugiriendo que la muerte de Cristo tuviera alguna conexión vaga, mística y etérea con la caída humana, como si muriera meramente porque gente malvada en un ataque de locura le hizo ser un mártir. El punto es que Jesús de manera voluntaria «murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras». Él es el cumplimiento de todo lo que ilustraba el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento. Él es la respuesta al enigma de cómo un Dios verdaderamente justo puede perdonar la injusti-cia de pecadores impíos. Un correcto entendimiento de la muerte de Cristo, su verdadera importancia y total significado, se puede ver claramente tan solo bajo esa luz.

«La paga del pecado es muerte» y «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Romanos 6.23; Hebreos 9.22). Este principio se establecía clara-mente y se ilustraba detalladamente en el espectáculo diario de los sacrificios del Antiguo Testamento. En Levítico 17.11 el Señor les dijo a los israelitas: «Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expia-ción de la persona».

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Así que los sacrificios de animales ilustraban gráficamente varias verdades vitales: la abundante pecaminosidad del pecado, la inflexibilidad del juicio bajo la ley, el costo incomprensiblemente alto de la expiación y la justicia y la misericordia de Dios.

Y la sangre no era un elemento fortuito. Los sacrificios provocaban una inundación de sangre, un recordatorio intencionalmente impactante y apa-bullador de la paga del pecado. Era imposible no entender el punto. Hebreos 9.18–22 destaca que prácticamente todo en el templo estaba salpica-do de sangre, incluidas las personas que iban a ofrecer sacrificios. La sangre servía así como un emblema necesario de santificación, mostrando el alto cos-to de la expiación y limpieza de todo y de todos los afectados por el pecado.

Pero quedaba claro que la sangre animal no tenía un valor expiatorio real o duradero. «Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados» (Hebreos 10.4). Los sacrificios de sangre se ofrecían dia-riamente (Éxodo 29.38–42). Incontables corderos pascuales se sacrificaban también anualmente cada primavera. Toros y machos cabríos eran sacrifica-dos en Yom Kippur, el día de la Expiación, cada otoño. El trabajo en el templo no se terminaba nunca. Levitas, músicos y guardas trabajaban «día y noche» (1 Crónicas 9.33), y los sacerdotes en el Antiguo Testamento literalmente nunca se sentaban en su trabajo; no había sillas entre el mobiliario del templo. «Y ciertamente todo sacerdote está de pie, día tras día, ministrando y ofre-ciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados» (Hebreos 10.11, lbla).

Para cualquiera que considerase el sacerdocio y el sistema de sacrificios con detenimiento, estaba claro que todos los sacrificios y ceremonias no apor-taban una expiación total y completa por el pecado. Eran simbólicos. ¿Cómo, a fin de cuentas, podría una mera sangre de animales aplacar la justicia divina que demanda la muerte de un pecador? Había una razón por la que los anima-les tenían que ser sacrificados repetidamente, todos los días, indefinidamente. Apuntaba a la verdad de que la sangre de un animal común no es un verdadero sustituto para una vida humana culpable.

Así que los santos del Antiguo Testamento se quedaban con un desconcer-tante misterio: si los sacrificios animales no conseguían ser una expiación ver-dadera y final, ¿qué otra cosa podría causar que Dios fuera propicio a los pecadores? A fin de cuentas, Dios mismo dijo: «Yo no justificaré al impío», y

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cualquiera que justifique al impío es una abominación para Él (Éxodo 23.7; Proverbios 17.15). Por tanto, ¿cómo podría Dios justificar de algún modo al impío sin comprometer su propia justicia?

La respuesta es que Cristo murió voluntariamente en lugar de aquellos a quienes salva. Él es su sustituto y, a diferencia de esos sacrificios animales, Él es la propiciación perfecta. Finalmente, aquí había un sacrificio perfecto. En palabras de Pedro: «Porque también Cristo padeció una sola vez por los peca-dos, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3.18). Pablo coin-cidió: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Corintios 5.21).

Examinaremos este texto de 2 Corintios 5 exhaustivamente en otro capí-tulo posterior, pero el punto aquí (afirmado por Pedro y por Pablo) es que Cristo ocupó el lugar de los pecadores en la cruz. Murió como su representan-te. Absorbió la ira de Dios contra el pecado en lugar de ellos. Tomó el castigo que todos merecíamos. Todo eso es esencial para la idea de Pablo cuando dice: «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras». Este es el principio de la sustitución penal y es vital para un correcto entendimiento del evangelio. Cristo llevó la paga de nuestros pecados. Así es como «Cristo murió por nuestros pecados».

SEPULT UR A

Quizá le sorprenda ver la sepultura de Cristo en una lista tan corta de lo esen-cial del evangelio. El antiguo Credo de los Apóstoles también lo incluye. Ese credo familiar, una de las declaraciones de fe extra bíblicas más antiguas, per-durables e importantes, incluye una confesión formal de que Cristo «fue cru-cificado, murió y fue sepultado».

Pero el entierro de Cristo es un punto que no encontrará necesariamente en intentos evangélicos más recientes de resumir las verdades esenciales del evangelio. Eso se debe principalmente a que este no es un punto que incluso los más firmes escépticos normalmente desafíen directamente. Incluso los ene-migos más antiguos del cristianismo no intentaron argumentar que el cuerpo de Cristo nunca fue colocado en el sepulcro. Es un hecho simple de la historia afirmado por todos los que estuvieron involucrados en el sepelio. Eso incluye

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a líderes judíos, oficiales romanos, soldados, los discípulos de Cristo y las dos Marías que ayudaron a preparar el cuerpo para el entierro.

Entonces ¿por qué lo enumera Pablo aquí? De forma muy simple, aporta una prueba innegable de que Cristo realmente murió. La cruz no fue una pretensión. Jesús no siguió viviendo y se apartó secretamente a algún lugar secreto y recuperó de nuevo la salud. La historia de la crucifixión de Cristo no es una fábula astutamente ideada o una mera historia con una moraleja instructiva. Cristo en verdad murió y todos los que fueron testigos de su muerte (tanto amigos como enemigos) afirmaron este hecho. No hay ningún testigo ocular de la crucifixión que sugiriese jamás que Él sobrevivió a ese sufrimiento.

Los soldados que clavaron a Jesús a la cruz estaban bajo la orden directa de Poncio Pilato. Tenían una posesión legal del cuerpo de Cristo mientras estaba en la cruz. Eran ejecutores profesionales, y supervisar la crucifixión era parte de su trabajo oficial. Tenían todas las destrezas necesarias para determinar con una clara precisión si las víctimas estaban totalmente muertas o no. Ellos no habrían permitido que el cuerpo fuera retirado de la cruz o entregado para enterrarlo si hubiera habido alguna duda de si habían terminado el trabajo que les habían encomendado hacer.

Marcos 15.34–37 dice que era como «la hora novena» (3:00 de la tarde) cuando Jesús «dando una gran voz expiró». Mateo 27.50 dice que en ese preci-so instante «Jesús [...] entregó el espíritu». Juan 19.30 dice: «Dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu».

Poco después esa misma tarde, Pilato ordenó que se acelerasen las ejecu-ciones de la tarde «a fin de que los cuerpos no quedasen en la cruz en el día de reposo» (Juan 19.31). (El método usado para acelerar la crucifixión era espan-toso: rompían las piernas de las víctimas, haciendo imposible que el criminal condenado pudiera empujar su cuerpo hacia arriba, a fin de aliviar la compre-sión sobre el diafragma para poder respirar. Al romper las piernas causaban que la víctima muriese rápidamente por asfixia). Pero, cuando los soldados se acercaron al cuerpo de Jesús, «le vieron ya muerto» (v. 33), lo cual sugiere que en ese momento ya llevaba muerto lo suficiente como para que los síntomas de la muerte fueran visibles. Esto incluía hipóstasis (la acumulación de sangre, haciendo que algunas partes de la piel tengan la apariencia de enormes more-tones y haciendo que el resto de la piel adopte un color pálido o sin vida), rigor

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mortis (que comienza tres horas después de la muerte) y opacidad y decolora-ción de los ojos.

Mateo 27.57 dice que la noche ya había llegado cuando José de Arimatea se acercó a Pilato para pedirle el cuerpo. Cuando Jesús fue retirado de la cruz, su cuerpo ya debía de estar frío y muy rígido. No había duda en la mente de nadie sobre su muerte.

Mateo da la descripción más completa del entierro de Jesús:

Y tomando José el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia, y lo puso en su

sepulcro nuevo, que había labrado en la peña; y después de hacer rodar una

gran piedra a la entrada del sepulcro, se fue. Y estaban allí María Magdalena,

y la otra María, sentadas delante del sepulcro.

Al día siguiente, que es después de la preparación, se reunieron los prin-

cipales sacerdotes y los fariseos ante Pilato, diciendo: Señor, nos acordamos

que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré.

Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que ven-

gan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre

los muertos. Y será el postrer error peor que el primero.

Y Pilato les dijo: Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis.

Entonces ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y ponien-

do la guardia. (Mateo 27.59–66)

El «sello» habría sido una marca oficial con el propio emblema de Pilato, similar al sello de cera usado para cerrar e identificar un documento legal for-mal. Dicho sello solo lo podía romper la autoridad del gobernante o cuerpo administrativo que ordenó el sello. La «guardia» era un destacamento de sol-dados romanos que respondían ante Pilato. Eran fuerzas especiales de élite, no rechazados del ejército. No eran de los que eludían su tarea o se dormían en el trabajo. Eso les costaría la vida.

Pero eran susceptibles al soborno si el precio era justo. Y, cuando encon-traron la tumba vacía la mañana de la resurrección, los guardias y oficiales judíos estaban desesperados por intentar encubrir lo que había ocurrido:

Y reunidos con los ancianos, y habido consejo, dieron mucho dinero a los

soldados, diciendo: Decid vosotros: Sus discípulos vinieron de noche, y lo

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hurtaron, estando nosotros dormidos. Y si esto lo oyere el gobernador, noso-

tros le persuadiremos, y os pondremos a salvo. Y ellos, tomando el dinero,

hicieron como se les había instruido. (Mateo 28.12–15)

Si hubiera existido la más remota posibilidad de haber podido convencer al público de que Jesús realmente nunca había muerto, los sacerdotes y los soldados sin duda alguna habrían usado esa historia en lugar de decirle a uno que pusiera su propia subsistencia en peligro.

Así que el entierro de Jesús es una parte vital de la narración del evangelio, principalmente porque sirve como otro recordatorio de que el evangelio está arraigado en la historia, no en la mitología, la imaginación humana o la alego-ría. Las Buenas Nuevas no son una leyenda sujeta a interpretación, ni una cosmovisión elástica que se pueda reconciliar con la filosofía corintia, el escep-ticismo académico o las preferencias posmodernas. El sacrificio que rindió Cristo por los pecados fue un acontecimiento real, visto por innumerables testigos oculares, verificado por los oficiales romanos y sellado por Pilato mis-mo con el entierro del cuerpo de nuestro Señor.

R ESUR R ECCIÓN

Por supuesto, el entierro de Cristo no supuso en modo alguno el final de la historia. El pináculo de todos estos eventos y la verdad gloriosa que hace que el evangelio de Jesucristo sea buenas nuevas es «que resucitó al tercer día, con-forme a las Escrituras» (1 Corintios 15.4). En palabras del ángel en el sepulcro vacío: «Ha resucitado, como dijo» (Mateo 28.6).

Recordemos el contexto de nuestro pasaje. La primera preocupación de Pablo en 1 Corintios 15 es la doctrina de la resurrección corporal. Este es con mucha diferencia el capítulo más largo de las epístolas del Nuevo Testamento (y 1 Corintios es la más larga de todas las epístolas). Su importancia es propor-cional a su longitud. De todas las verdades que afirman los cristianos, ninguna es más esencial para nuestra fe que una creencia en la resurrección literal y corporal. Eso empieza, por supuesto, con la resurrección literal del cuerpo físico de Cristo y (como argumenta Pablo meticulosamente en este largo capí-tulo) se extiende hasta la resurrección literal de nuestros propios cuerpos. Sin

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ese artículo de fe, dice Pablo, todo lo demás acerca del cristianismo se disuelve para convertirse en irrelevancia: «Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo perecieron. Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dig-nos de conmiseración de todos los hombres» (vv. 17–19).

Lo que sigue inmediatamente es una confesión triunfante: «Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos» (v. 20). La resurrección es el sello de apro-bación de Dios de la obra expiatoria de Cristo. En la cruz, justo antes de incli-nar su cabeza y entregar su espíritu, Jesús dijo: «Consumado es». En la resurrección, Dios Padre añadió su amén. En Romanos 1.4 Pablo escribió que Cristo «fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos». Pablo igualmente les dijo a los intelec-tuales de Atenas: «[Dios] ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levan-tado de los muertos» (Hechos 17.31). En otras palabras, la resurrección de Cristo es la prueba definitiva de la verdad del evangelio.

La resurrección de Cristo es el punto central sobre el que giran todas las verdades bíblicas. Representa la culminación y el triunfo de cada expectativa justa que la precedió, comenzando desde Job 19.25–27 («Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro»). Es la base de la inconmovible fe de los apóstoles y el punto central del mensaje que proclamaron. Es la garantía viva de todas las promesas divinas des-de el comienzo hasta el fin de las Escrituras. Todos los demás milagros descritos en las Escrituras, incluida la creación, decaen en importancia al compararlos.

Aunque los cuatro Evangelios dan testimonio de que Cristo había antici-pado repetidamente su propia resurrección (Mateo 20.19; Marcos 8.31; Lucas 9.22; Juan 2.19–21; 10.18), los discípulos no estaban predispuestos a creerlo. Se sorprendieron en gran manera, incluso rayaron en el escepticismo, cuando descubrieron la tumba vacía. Tomás fue enfático: «Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré» (Juan 20.25). Pero, después de sus múltiples apariciones, a menudo en presencia de múltiples testigos oculares, se convencieron firmemente de la verdad de la resurrección de tal forma que ningún argumento, ninguna amenaza, ninguna forma de tortura podía

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silenciarlos. Todos ellos al final entregaron sus vidas en vez de negar la resu-rrección. A fin de cuentas, le habían visto, tocado, habían comido con Él y habían tenido comunión con Él después de la resurrección. Eso explica la asombrosa valentía y determinación con la que llevaron el evangelio a las naciones. «No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hechos 4.20).

PRUEBA

Ese testimonio ocular es el cuarto y último punto de la historia que cita Pablo en su bosquejo de hechos del evangelio en 1 Corintios 15. Él subraya que no fue solo el círculo íntimo de apóstoles quien vio al Cristo resucitado. Hubo literalmente cientos de testigos oculares de la resurrección, «más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen» (v. 6).

Es como si estuviera diciendo: «No crean lo que yo digo. Vayan y pregun-ten a esas personas». Después de todo, ellos eran fáciles de encontrar, porque se habían esparcido por todo el Imperio romano y habían llegado a todas las partes conocidas del mundo, proclamando el mensaje de Cristo. En palabras de aquellos que los menospreciaban, estos testigos oculares de la resurrección básicamente «trastornan el mundo entero» (Hechos 17.6).

La resurrección no se parece en nada a los pseudomilagros que realizan los charlatanes religiosos en la televisión en la actualidad. Pídale a un tele-evangelista que someta su supuesto milagro a cualquier tipo de examen meticuloso y se opondrá o pondrá excusas. Los supuestos milagros presentados hoy en reuniones carismáticas o bien son totalmente invisibles (alivios de dolo-res de espalda, o migrañas curadas) o comunes trucos de salón, como el alar-gamiento de una pierna o hacer que la gente se caiga de espaldas como si fuera «derribado en el espíritu». No se sostienen ante ningún tipo de examen. De vez en cuando algún charlatán afirmará haber resucitado a alguien de la muerte en una reunión desconocida en un país en desarrollo. Pero no espere ver tales milagros en la televisión; no se moleste en buscar a un testigo ocular creíble y no pida someter dicha afirmación a ningún tipo de investigación cuidadosa. Los que hacen milagros hoy están promoviendo la credulidad, no la fe autén-tica. Pídales evidencias y su deseo de obtener datos automáticamente se consi-derará una creencia pecaminosa y cínica.

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Pablo invitó el examen. Estaba tan seguro de la verdad que animaba a la gente a investigar la evidencia. Y para reafirmar su postura, apeló a la abun-dancia de testigos oculares y su disposición a testificar.

Sin duda, estaban más que dispuestos a testificar. La mayoría entregó su vida antes que negar la resurrección. Como hemos discutido, once de los doce apóstoles originales fueron asesinados (la mayoría de ellos mediante horribles torturas) y ninguno se retractó de su testimonio. El único que vivió hasta la vejez fue el após-tol Juan; e incluso él fue perseguido, amenazado, torturado y finalmente exiliado a una colonia penal en una pequeña isla porque rehusó negar la resurrección.

Tomemos el primero de los ejemplos específicos que cita Pablo como tes-tigo: Pedro. A lo largo de 1 Corintios (y en Gálatas 2.9) Pablo le llama Cefas. Ese es el equivalente arameo de Pedro (que viene de la palabra griega que sig-nifica roca). Su verdadero nombre era Simón, pero, cuando Simón se encontró por primera vez con Jesús, el Señor le apodó «Roca», usando la versión aramea, «Cefas» (Juan 1.42). Así es como le llamaba Pablo normalmente.

Consideremos la resurrección desde el punto de vista de Pedro. Debió de haber parecido sorprendente (y sin duda un tanto embarazoso) para Pedro que Cristo se le apareciera el primero de todos. Cuando la vida de Jesús estaba al filo, Pedro le había negado airadamente, con un juramento. Pedro estaba totalmente roto. Se consideraría sin duda el menos indicado de los apóstoles para afirmarse como un predicador de la resurrección porque estaba muy aver-gonzado. Era un cobarde y un llorón también; había llorado amargamente la última vez que vio a Jesús.

E incluso después de la resurrección, Pedro tenía tan poca confianza que, cuando Jesús le dijo que fuera a Galilea y le esperase, Pedro hizo planes para regresar al negocio de pesca porque se sentía muy inepto como apóstol y predica-dor. Él sabía mejor que nadie que había demostrado ser infiel muchas veces. Se sentía un desastre. Pedro no parecía el más indicado para ser alguien que se levan-taría en Pentecostés y comenzaría a predicar la resurrección con gran valentía.

Pero Jesús acudió a él, sacó de él una triple declaración de su amor por Cristo y lo envió a predicar. En Pentecostés, Pedro era una persona totalmente distinta. El hecho de que pudiera dar un testimonio tan osado acerca del Cristo resucitado es una clara indicación de que sin duda alguna había visto al Cristo resucitado. Pedro no tendría intención de inventar una historia hueca sobre la resurrección de Cristo, ni estaría dispuesto a dar su vida por una

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mentira que él mismo hubiera inventado. Pedro, la misma persona que antes se acobardó cuando una sirvienta joven le confrontó y que negó conocer a Cristo, finalmente fue una persona que prefirió ser crucificado boca abajo con tal de no negar la verdad de la resurrección. Lo único que podría explicar una transformación tan radical es la resurrección de Cristo.

Como vamos a ver en capítulos siguientes, Pablo no menciona necesaria-mente la resurrección de Cristo de modo explícito cada vez que resume el evangelio. A veces su énfasis está en el principio de la sustitución. A veces enfatiza la justicia que se imputa a los creyentes y otras veces pone el enfoque en el precio que se pagó por nuestro perdón. Todos estos elementos son aspec-tos esenciales del evangelio según Pablo.

Pero no vamos a perder de vista el hecho de que el evangelio está arrai-gado en eventos históricos; y ante todo, la resurrección es el sello y eje de la verdad del evangelio. En todos los demás lugares Pablo dice que Cristo «fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justifica-ción» (Romanos 4.25). Cristo «fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos» (Romanos 1.4). Repito: la resurrección fue el sello de aprobación de Dios sobre la propiciación que ofreció Cristo. Sin la resurrección, no habría evangelio.

***

Cada elemento del bosquejo de Pablo es igualmente importante. Es un resu-men ingenioso de los eventos históricos críticos de la historia del evangelio. Pero, como hemos dicho desde el comienzo, Pablo mismo sería el primero en enfatizar que hay muchas otras verdades del evangelio indispensables, doctri-nas principales, como el pecado, la justificación, la expiación vicaria, la gracia, la fe, la seguridad y otras. Pablo explica esas doctrinas y aclara su importancia a lo largo de sus epístolas, como veremos. Pero aquí su diseño es dar el relato más simple y conciso posible de la historia del evangelio, un relato que com-prende y afirma implícitamente también todas las doctrinas vitales. Cada pun-to que enumera es sin duda un asunto de vital importancia: «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras [...] fue sepultado [...] resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras, y [...] apareció a muchos».

Este es el evangelio completo. El resto es explicación.

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