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1 ADULACIÓN, AMBICIÓN E INTRIGA: LOS CORTESANOS DE LA PRIMITIVA TRAGEDIA ESPAÑOLA Alfredo Hermenegildo Université de Montréal La larga serie de tragedias que pueblan el teatro español de la segunda mitad del siglo XVI, queda reducida por los límites del presente trabajo a aquellas en las que, de una u otra manera, aparece una corte, un palacio real, un rey y uno o varios cortesanos. Las obras y autores aludidos son los siguientes: Nise lastimosa y Nise laureada, de Jerónimo Bermúdez; Tragedia de la Reyna Matilda, de Juan Dominico Bevilaqua; Tragedia de los siete Infantes de Lara y Tragedia del Príncipe tirano, de Juan de la Cueva; Alejandra, de Lupercio Leonardo de Argensola; La destruyción de Constantinopla y La honra de Dido restaurada, de Gabriel Lobo Lasso de la Vega; Marco Antonio y Cleopatra, de Diego López de Castro; Atila furioso, Elisa Dido, La gran Semíramis, La cruel Casandra y La infelices Marcela, de Cristóbal de Virués. Vamos a dejar de lado la Tragedia de la Reyna Matilda, del italiano Bevilaqua, obra más cercana a la concepción de la vida vigente en la Italia renacentista que a la mentalidad reinante en la España de la segunda mitad del siglo XVI. El resto de las tragedias señaladas plantea, de una manera o de otra y en mayor o menor grado, ciertos problemas [La paginacin no coincide con la publicacin]

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ADULACIÓN, AMBICIÓN E INTRIGA: LOS CORTESANOS DE LA PRIMITIVA TRAGEDIA ESPAÑOLA

Alfredo Hermenegildo Université de Montréal

La larga serie de tragedias que pueblan el teatro español de la

segunda mitad del siglo XVI, queda reducida por los límites del presente

trabajo a aquellas en las que, de una u otra manera, aparece una corte, un

palacio real, un rey y uno o varios cortesanos. Las obras y autores

aludidos son los siguientes: Nise lastimosa y Nise laureada, de Jerónimo

Bermúdez; Tragedia de la Reyna Matilda, de Juan Dominico Bevilaqua;

Tragedia de los siete Infantes de Lara y Tragedia del Príncipe tirano,

de Juan de la Cueva; Alejandra, de Lupercio Leonardo de Argensola; La

destruyción de Constantinopla y La honra de Dido restaurada, de

Gabriel Lobo Lasso de la Vega; Marco Antonio y Cleopatra, de Diego

López de Castro; Atila furioso, Elisa Dido, La gran Semíramis, La cruel

Casandra y La infelices Marcela, de Cristóbal de Virués.

Vamos a dejar de lado la Tragedia de la Reyna Matilda, del

italiano Bevilaqua, obra más cercana a la concepción de la vida vigente

en la Italia renacentista que a la mentalidad reinante en la España de la

segunda mitad del siglo XVI. El resto de las tragedias señaladas plantea,

de una manera o de otra y en mayor o menor grado, ciertos problemas

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provocados en una corte real por la presencia de los cortesanos, hombres

y mujeres. Vamos a señalar en la primera parte de este estudio los rasgos

predominantes en los distintos miembros de las variadas cortes reales,

para llegar a establecer de qué manera el papel del cortesano o, mejor

dicho, ciertos papeles de cortesanos son el motor mismo y el origen del

desencadenamiento de los hechos trágicos. En un segundo momento

haremos una selección de obras y, basándonos en la actuación que en

ellas tienen los cortesanos, estableceremos algunos paralelismos

sorprendentes, y nunca señalados antes, entre la acción de las tragedias y

los acontecimientos históricos que conmovieron y alteraron la opinión

pública de la época.

Presencia y caracterización del cortesano

En todas las tragedias señaladas líneas arriba los autores han

presentado la acción en la corte de un rey que mantiene relaciones de

diverso orden con unos cortesanos siempre activos en el desarrollo

dramático. En general, puede decirse que nuestros trágicos adoptan una

actitud común que tiende a denigrar al cortesano1. En todas las obras se

censura duramente al hombre de palacio y se le presenta caracterizado

fundamentalmente de tres maneras: como conspirador, como ambicioso

1 .- ALFREDO HERMENEGILDO, La tragedia en el Renacimiento español, Barcelona, Planeta, 1973, p. 525.

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y como adulador. Si las dos primeras condiciones del cortesano

pertenecen al tipo del “malo”, la tercera define a cortesanos que podrían

calificarse de “buenos”, pero que han sido perfilados por los dramaturgos

con rasgos tendentes a la ridiculización más absoluta. Haremos un rápido

examen de algunos ejemplos que podrán definir cada una de estas tres

condiciones.

Un cortesano conspirador es aquel que juega con las voluntades,

los caprichos y los intereses de dos o más enemigos, y que tiene la

intención de conseguir un beneficio de cualquier orden. Unas veces el

conspirador recurre a la mentira flagrante y denigradora para canalizar la

ira y provocar la venganza del instrumento portador del castigo o de la

muerte, es decir, del rey. Por ejemplo, en la Alejandra de Argensola,

Orodante, futuro soberano, auxiliado por Ostilo y Rémulo, organiza la

confusión del rey Acoreo culpando a la reina de algo que ella nunca

había ordenado hacer:

“ORODANTE: Veneno me mandaba que te echase en el vino, señor, y te le diese al tiempo que la copa te llevase. Algún dios huvo allí que me tuviese de no darle la muerte merecida, y que el fiero puñal su pecho abriese.”2

También le dan al rey la falsa noticia de que otro cortesano a quien

quieren destruir se dirige contra el monarca con un grupo de “vil

2 .- Obras sueltas de Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola. Coleccionadas e ilustradas por el Conde de la Viñaza, Madrid, Imprenta de M. Tello, 1889, t. I, págs. 203-204.

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canalla”. Vemos aquí cómo el autor ha tenido un especial cuidado en

añadir a la condición mentirosa del cortesano conspirador ese rasgo de

frío cinismo del que asegura que algún poder sobrehumano le impidió

hacer justicia en el mismo momento en que la supuesta traición se estaba

urdiendo.

Sin entrar en los motivos históricos que tal vez pudieran justificar

el asesinato de Inés de Castro y ateniéndonos sólo a las obras dramáticas

de Jerónimo Bermúdez, el hecho es que la Nise lastimosa nos presenta a

Pacheco y Coello, dos cortesanos que, llevados de razones desconocidas,

intentan agitar el ánimo del rey, obligándole a que haga justicia y

castigue a Inés con la muerte. Lo que queremos poner de relieve en la

acción de los dos cortesanos es el carácter sinuoso que el autor quiso

darle. Diálogos en los que los cortesanos empujan al rey a una acción

ciega, con toda clase de insinuaciones, se repiten varias veces en la obra.

Sirvan de ejemplo los versos siguientes:

“PACHECO: Durando la ocasión, dura el pecado, quitándola se quita. REY: Extraña cosa endurece así aquel tierno pecho. PACHECO: Endurézcase el tuyo con justicia. ………. COELLO: ¿Señor, qué hay que decir? Muera esta dama”3.

3 .- Tesoro del teatro español desde su origen (año 1356) hasta nuestros días, arreglado y dividido en cuatro partes por don Eugenio de Ochoa, París, Garnier, s.a., t. I, págs. 320 (col. 2) y 321 (col. 1).

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La segunda característica con que nuestros trágicos pintan a los

cortesanos es la de su ambición. Ambición sin límites, que unos casos

servirá para complicar la trama principal sin producir efectos graves ni

provocar la catástrofe final. Así ocurre en la Elisa Dido de Virués, en

que los dos cortesanos Seleuco y Carquedonio obran movidos por su

ambición a impulsos de su deseo de subir al trono casándose con la reina

Dido. En todo caso su ambición no será la causa del desenlace trágico.

No pasa de ser un elemento de la acción secundaria que existe en función

de la pintura del carácter de la reina casta. En la misma línea

característica del cortesano ambicioso se sitúa el personaje Viara,

perteneciente a los Siete Infantes de Lara, de Juan de la Cueva. Viara

quiere alcanzar el poder y dedica a este fin su vida entera. Sin embargo,

tal actitud no influye de manera visible en el desarrollo de la acción.

Parece como si nuestros trágicos, y en este caso específico Juan de la

Cueva, hubieran querido presentar el carácter ambicioso de ciertos

cortesanos de forma gratuita, al no establecer relación de causa a efecto

entre la ambición y la acción principal de la obra. Hemos de añadir que

el dramaturgo sevillano hace que Viara se arrepienta de su pecado de

ambición antes de convertirse al cristianismo, para que así el personaje

pueda gozar de las totales simpatías del público.

En otros casos la ambición que mueve los pasos de los cortesanos

es la chispa que desencadena el incendio trágico. Los autores han tenido

buen cuidado de poner claramente de manifiesto las monstruosas

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intenciones de los ambiciosos cortesanos. Presentaremos más adelante

una larga serie de ejemplos sacados de las más importantes y

significativas tragedias de cortesanos ambiciosos, las de Cristóbal de

Virués. Sirvan de muestra ahora las palabras con que el Rémulo de la

Alejandra de Argensola explica sus intenciones de cambiar al rey Acoreo

por otro monarca más débil, lo que le permitirá en el futuro controlar el

poder y alimentar así su ambición. Rémulo se dirige a Ostilo, otro

capitán cortesano como él:

“El mayor interese ha de ser tuyo: si en el lugar del bárbaro Acoreo cobramos un mancebo blando y tierno, los dos al fin seremos su gobierno”4.

Un poco más adelante se insiste en la maniobra de los dos

ambiciosos:

“RÉMULO: Primero, si os parece, á tratar vamos lo que falta, que al mozo yo confío lo hallaremos á todo aparejado. OSTILO: Dejadme los demás á mi cuidado”5

La tercera y última característica con que se presentan los perfiles

del cortesano es la de ser adulador. En otra ocasión hemos dicho que

“éste es el defecto fundamental que aparece más criticado”6. Creemos,

4 .- Edic. La Viñaza, p. 180. 5 .- Id. 6 .- ALFREDO HERMENEGILDO, Los trágicos españoles del siglo XVI, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1961, pág. 532.

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sin embargo, que es necesario puntualizar el fondo de esta afirmación. Se

trata, desde luego, del defecto que los autores censuran con más

frecuencia, pero no podemos repetir ahora que sea el defecto

fundamental. El adulador existe y es criticado, o, mejor dicho,

violentamente ridiculizado. Pero su poder, como personaje dramático,

como motor del fenómeno trágico, es nulo. El ambicioso ocasiona las

catástrofes en ciertos casos, como hemos señalado líneas arriba. El

adulador, por el contrario, carece de la energía necesaria para hacerlo.

Unas veces dirige el halago a una persona superior, otras a un igual, y

siempre con el único fin de ganarse la voluntad del halagado. Ejemplo de

la segunda posibilidad se encuentra en las palabras que dirige Seleuco a

Ismeria, en la Elisa Dido, de Virués:

“SELEUCO: A ti también, señora, te vi entonces, i, si fuera primero que a la Reina, belleza tienes para ser primera en cautivarme el coraçón, que el cielo no quisso que assi fuera…”7

Tiene importancia mayor el halago que el cortesano adulador dirige

a un personaje superior, normalmente al rey. Los cortesanos del Atila

furioso, de Virués, Lotario, Tebaldo y Danubio, no tienen en la obra más

papel que el de adular al rey. Queremos insistir en esta ausencia de otros

7 .- Poetas dramáticos valencianos. Observaciones preliminares y edición de Eduardo Juliá Martínez, Madrid, Real Academia Española, 1929, t. I, pág. 155. En adelante se identificará con las siglas PDV, seguidas del número de la página. Todas las citas de esta obra utilizadas en el presente trabajo pertenecen al tomo I.

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rasgos en el carácter cortesano. Parece ser una obsesión de algunos de

nuestros trágicos, entre ellos, y de manera notable, Cristóbal de Virués.

También Gabriel Lobo Lasso de la Vega, en su Tragedia de la

destruyción de Constantinopla, presenta cuatro Baxás innominados que

aceptan, casi de manera grotesca, las decisiones de su superior. Aun

cuando sean caracteres más complejos. Ostilo y Rémulo, en la

Alejandra, y Ligurino, en El príncipe tirano, también forman parte de

ese grupo ridiculizado de cortesanos aduladores.

Aunque más adelante dediquemos una atención muy especial a la

presencia del cortesano en algunas tragedias de Virués (Atila furioso, La

gran Semíramis y La cruel Casandra), es útil añadir aquí una variante

del tema del cortesano adulador, tal como aparece en La infelices

Marcela, del mismo Virués. En esta obra no hay corte, rey ni cortesanos,

sino, entre otros elementos, un jefe de ladrones. Formio, cuya voluntad

es acatada de manera ciega por la serie de cuatros bandidos, triste

recuerdo de otras series de cortesanos, no menos tristes, que viven en

diferentes obras de Virués. También aquí el autor ha construido unos

personajes, bandidos-cortesanos, cuya única diferenciación

caracterizadora es la obra de ser aduladores del poder. Es éste un

ejemplo, como tantos otros, de la voluntad ridiculizadota del dramaturgo

valenciano:

“FRACASSO: Nadie de tu opinión, señor, se aparta. TRINCO: Ninguno [h]ai que con ella no convenga. BRANDO: Digo que tienes mil razones. ZAMBO: Digo

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que tus razones i opiniones sigo” (PDV, 138).

Siempre se ha considerado a Lupercio Leonardo de Argensola

como hombre de gran severidad y de criterios no excesivamente

flexibles. Su toma de posición en la polémica sobre la licitud de las

comedias en España es ya lugar común de la crítica. No es de extrañar,

en consecuencia, que, tratándose del tema del cortesano intrigante,

ambicioso y cobarde, Lupercio reaccionara de manera más brutal y

directa que el resto de los trágicos. No se contentó en la Alejandra con

ridiculizar a los cortesanos Ostilo y Rémulo, sino que castigó con la

muerte a ambos personajes, después de poner en boca de Orodante, el

rey que triunfa, los motivos de su decisión: el traidor es siempre

personaje reprensible y digno de que la sociedad lo extirpe de su seno:

“ORODANTE: Y vosotros, inhumanos (que al fin, aunque fue traidor, fué vuestro propio señor el que ponéis en mis manos), ¿cómo os puedo perdonar, pues sé que traidores fuisteis con el señor, que seguisteis mientras que pudo reinar? Bien sé que nos ha movido el velle que fué traidor, pues le amasteis vencedor y le aborrecéis vencido. …………… …………… Pues no tuvisteis pie quedo en el tiempo del furor, no os ha movido mi amor, sino sólo vuestro miedo. Y pues este torpe espanto os dobla las voluntades, si estoy en adversidades

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también haréis otro tanto. Cuanto más que yo he jurado de pasaros á cuchillo de tal gente despoblado. …………… …………… Muy bien parece un traidor colgado de unas almenas”8.

Las notas que definen al cortesano en sus diversas facetas y que

han sido el objeto del análisis anterior aparecen como concentradas y

perfiladas de modo especial en las tres tragedias de Virués a que

hacíamos alusión líneas arriba. Su interés excepcional nos fuerza a hacer

una presentación detallada del contenido de La gran Semíramis, La cruel

Casandra y Atila furioso, utilizando al cortesano y su participación

activa en la tragedia como principal punto de referencia.

La gran Semíramis

En el prólogo de la tragedia el autor nos advierte que su obra no es

gratuita y que está encaminada a mostrarnos

“las miserias que traen nuestros pechos, ………….. y todo para ejemplo con que el alma se despierte el sueño torpe i vano …………...” (PDV, 25).

8 .- Edic. La Viñaza, págs. 263-264.

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Esta primera advertencia del autor nos obliga a situar el contenido

de la tragedia (contenido que, por otra parte, se repite en el resto de sus

obras) entre las preocupaciones profundas de Virués. Y hay que tener en

cuenta que La gran Semíramis ofrece una complejidad mayor que las

otras obras si consideramos la temática del cortesano, ya que la

protagonista es, primero, cortesana turbulenta y, luego, reina déspota.

Así se establece el auténtico círculo trágico que va de la intriga a la

tiranía, círculo en el que Virués parece inscribir definitivamente al

cortesano. En la obra aparecen, sin embargo, distintas formas de

personajes palaciegos. El primero es Menón, casado con Semíramis y

segundo del rey Nino. Se comporta como leal y ejemplar vasallo, pero su

conducta tiene un lunar, ya que actúa

“……………… prosiguiendo de la alta gloria el áspero camino” (PDV, 27)

Parece como si la búsqueda del triunfo personal, del brillo social, fuese

condición ineludible incluso en cortesanos de ejecutoria tan limpia como

Menón.

Semíramis, en tanto que cortesana, es quien inicia los

acontecimientos que han de llevar a la tragedia final. Menón, como

general, está sitiando una ciudad y sólo logrará conquistarla cuando

Semíramis indique la manera de hacerlo. Esta será precisamente la

semilla trágica. Entre los soldados que acompañan a Menón hay dos que

destacan sobre los demás: Zelabo y Zopiro. Ambos actúan como

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valientes militares mientras están en campaña durante el primer acto.

Así, por ejemplo, cuando Menón les manda escalar la muralla por la

trasera de la ciudad, la respuesta de Zelabo no se hace esperar:

“[i] tú, famoso general, advierte que primero verás hechos pedaços los cuerpos de estas fuertes camaradas, i el de Zelabo, tu mejor amigo, que vernos retirar un pie si acaso” (PDV, 28).

La actividad de Zelabo y Zopiro, una vez que el soldado haya

vuelto a la corte, variará notablemente, como veremos. Y se podría

comprender en este contraste el desencanto que atenazaba al Virués

soldado de Lepanto cuando contemplaba la corte española, llena de

intrigas y de ambiciones. No está su pensamiento demasiado alejado del

de Cervantes colaborando de manera tan poco heroica en la preparación

de la Armada Invencible.

El resto de los soldados que acompañan a Zelabo aparece como una

serie de personajes que acepta y sigue unánimemente una sola regla de

conducta. Hemos visto antes un caso semejante en La infelices Marcela.

Virués repite aquí la misma técnica:

“TIGRIS: I yo te sigo con desseo ardiente de ser segundo en tus famosas obras. GIÓN: Yo, a tales dos, procuro ser tercero, para que llegue el nombre de mi espada donde llegan mis altos pensamientos. TELEUCRO: I si entre tales tres yo fuera cuatro, gloria será que podré ser con ella famoso eternamente en todo el mundo” (PDV, 28).

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La serie de tres o cuatro personajes que se suceden en el uso de la

palabra repitiendo casi lo mismo puede verse como una evolución del

coro antiguo, con una previa individualización y una cierta

personificación del mismo. No hacemos más que señalar ahora la técnica

de Virués. Más tarde veremos casos en que esta manera de ordenar la

tragedia tiene un fin ridiculizador de que carece aquí.

Después de la conquista de la ciudad de Batra, cuando Nino, el rey,

sabe que el autor de la victoria ha sido Semíramis, se queda solo con ella.

Nino inicia el asedio amoroso de Semíramis y la astuta mujer no hace

más que empujarle a la acción. Así empieza realmente la tragedia, como

un despliegue de facultades de la ambiciosa Semíramis, dueña del arte

completo de conocer y manejar a los hombres, como ha dicho con

mucho acierto Cecilia V. Sargent9. Tan pronto como Nino descubre su

juego, replica insinuante:

“SEMÍRAMIS: I pues a tus pensamientos tu generoso valor dió siempre fines contentos haziéndote vencedor contra mil fieros intentos, esse valor tan profundo no te falte aora aquí si le quieres sin segundo, pues es más vencerse a sí que vencer a todo el mundo” (PDV, 31)

9 .- CECILIA VENNARD SARGENT, A study of the dramatic works of Cristóbal de Virués, Nueva York, Instituto de las Españas en los Estudios Unidos, 1930.

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Semíramis responde negativamente y empuja al rey a la acción

para conseguir el sí. La contestación de Nino es la esperada:

“No curéis de adelgazar tanto lo que haze un rei, pues es de considerar que su voluntad es lei i cual lei se ha de guardar” (PDV, 31).

Nino propone a Menón que le entregue a su mujer. El capricho del

tirano lleva a Menón al suicidio. El descubrimiento de su cadáver será

ocasión de que veamos actuar a los cortesanos Zopiro y Zelabo en el

final del primer acto. Son dos seres presentados, en esta parte de la

tragedia, como depositarios de una cierta inocencia. No sospechan en

modo alguno la razón de la muerte de Menón ni la maldad del rey.

Cecilia V. Sargent señaló en su obra citada cómo ha presentado Virués el

proceso de corrupción de Zopiro y Zelabo. Para el público espectador

que ya está al corriente de la monstruosa reacción de Nino, la inocente

actitud de los dos soldados aparece de manera muy patente. Zelabo se

refiere al cadáver de Menón, cuando dice a Zopiro: “Quitémosle de aquí, que es lo más justo, i al Rei le presentemos, pues es cierto que según lo que el Rei le debe i ama hará pesquisa i exemplar castigo de maldad tan inorme i tan [h]orrenda” (PDV, 35)

La insistencia de Virués dibujando la inocencia de los dos soldados tal

vez sea la expresión de un nostálgico recuerdo del tiempo pasado.

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La jornada segunda es la presentación de Semíramis, ya casada con

el rey Nino, en marcha hacia el poder absoluto. Es el gran triunfo de la

astucia de una mujer ambiciosa, que no duda en recurrir a todas las

intrigas para sentarse en el trono y asombrar al mundo con su fuerza. El

acto es tan significativo que no dudamos un momento en hacer un

detallado resumen de su contenido. Todo empieza con la llegada de los

consejeros, sumisos personajes que hablan con arreglo al cliché ya

mencionado y exhiben los aduladores deseos de agradar al poderoso. No

hay duda de que Virués pretendió ponerlos en ridículo. Así se presentan:

“XANTO: El hazedor del universo mundo os haga largos siglos venturosos. CREÓN: El que govierna i rige cielo i tierra rija i govierne vuestras reales almas. TROILO: La luz del grande Dios os guíe i salve. ORISTENES: Dios poderoso guarde vuestras vidas” (PDV, 36).

Nino anuncia a su corte que, a ruego de Semíramis, ha decidido

dejarle el trono y el poder a su mujer durante cinco días. Aquí se

manifiesta el carácter intrigante de Semíramis que, para conseguir sus

fines, recurre a las artes femeninas:

“SEMÍRAMIS: Desseo mugeril, mugeril ruego te [h]a de parecer éste, no lo dudo, i como cosa de donaire i juego. ………….. ………….. Esta muger, que como a un Dios te adora, dará con esto fin a un pensamiento que para tu descanso le atesora” (PDV, 35)

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Con el desarrollo de la obra, el espectador comprenderá a qué clase de

pensamiento habrá dado fin Semíramis y qué especie de descanso

reserva ésta a su marido. Virués no desperdiciará ninguna ocasión para

presentar la monstruosidad de la reina. A la proposición de Nino, los

cuatro consejeros responden de la misma manera sumisa y halagadora:

“XANTO: Es mi respuesta en esto, Rei clemente, dar gusto a vuestro intento enamorado. CREÓN: En esse parecer Creón consiente. TROILO: Yo siempre vuestro gusto [h]e desseado. ORISTENES: Ningún inconveniente en esto veo” (PDV, 37).

Esta fórmula de Virués se repite continuamente. Y siempre hablan

los cuatro consejeros en el mismo orden. Otro ejemplo tomado de la

escena en que Nino ya ha pasado el cetro a Semíramis:

“XANTO: Yo inclino ante mi Reina el rostro i pecho. CREÓN: Yo ratifico la obediencia hecha. TROILO: Yo doi, con adoraros, fin al hecho. ORISTENES: Desso mismo Oristenes aprovecha” (PDV, 37).

Igual le da al cortesano adulador arrodillarse ante un rey que ante

otro, parece ser el comentario implícito de Virués. Y la confirmación de

este parecer puede encontrarse en la última intervención de los cuatro

consejeros, entonces ya ante Ninias, el nuevo rey asesino de su madre

Semíramis:

“XANTO: El poderoso Dios contigo quede. CREÓN: El cielo guarde tu real persona. TROILO: Dios, señor, te prospere como puede. ORISTENES: Dios engrandezca tu real corona” (PDV, 57).

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La obra avanza conducida por la pasión de mandar de Semíramis.

Cuando va Nino a recrearse, descansando del peso del poder que deja,

aparece la verdadera dimensión de Semíramis, de manera brutal y

repentina. La reina intenta, y lo conseguirá, matar al rey, urdiendo para

ello una conspiración en la que tomarán parte los ya conocidos Zelabo y

Zopiro, antiguos soldados ahora corrompidos por la vida cortesana.

Elque Semíramis sustituya en el poder a Nino durante cinco días me

parece una forma simbólica usada por Virués para aludir al fenómeno de

la privanza de los validos, tan repetido en aquella época. El hecho de que

una mujer sustituyera en el trono al rey, como por juego, puede

interpretarse como una parábola de alguna situación histórica en que una

mujer se apoderó de la voluntad del rey por medio de intrigas. Más

adelante veremos concretarse esta posible insinuación de Virués.

Es demasiado patente el cambio de carácter de los soldados Zopiro

y Zelabo para que no lo examinemos con detalle. Semíramis los utilizará

como puros instrumentos de su ambición o de su pasión, como meros

apoyos que le permitirán llevar adelante sus planes. Pero el único ser

responsable de la catástrofe es la mujer Semíramis, la cortesana llegada

al poder. Los dos antiguos soldados aceptan y halagan la voluntad de la

reina:

“ZELABO: Sólo con agradarte estoi pagado” (PDV, 38).

O cuando Semíramis descubre la conspiración que ella misma ha

preparado con ayuda de Zelabo:

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“Semíramis: ………….. pero primero ve a echar, Zelabo, a todo el fundamento conforma a nuestro ya tratado intento” (PDV, 38),

éste acepta con la sumisión conocida:

“Zelabo: Yo voi bolando, i ten por hecho el hecho” (PDV, 38).

En la escena en que Semíramis envía a Zopiro a llevar una carta a

su hijo, el príncipe Ninias, el cortesano se dirige a la soberana en estos

términos:

“Puedes tener, señora, por mui cierto, que es lo que mandas hecho” (PDV, 38)

Uno de los aspectos capitales de Semíramis señalados por Virués

en la tragedia es el de su pasión amorosa. Es una mujer eternamente

insatisfecha. Sus ansias amorosas no se apagarán ni ante la persona de su

propio hijo. Pero esto pertenece ya al tercer acto. En el momento

dramático que estudiamos, Zopiro aparece sumisamente como el amante

de Semíramis, como el cortesano que acepta el capricho momentáneo de

la reina para poder compartir sus secretos y su poder. Y llega de esta

manera hasta la abyección mayor el cortesano sumiso y venal que Virués

parece decidido a destruir con sus obras. Dice así:

“Semmíramis: …………….. porque te advierto que [h]as de ser tú, Zopiro, mi recreo, i no te muestro aora más abierto mi corazón, mi intento i mi desseo; ……………..

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………………. Zopiro: En todo estoi, señora, a ti sujeto” (PDV, 38)

Los dos personajes, Zelabo y Zopiro, no son, en realidad, más que

el desdoblamiento escénico de un solo carácter: el del cortesano, antiguo

militar, corrompido, que, manejado por una mujer intrigante y astuta,

acepta tomar parte en una auténtica conjuración política, cuyo trasfondo

íntimo son las relaciones amorosas entre la hembra que manda y el

macho que obedece. Virués ha querido presentar una especie de remanso

monstruoso en la febril actividad política de Semíramis. Inmediatamente

después se lanzará de nuevo a la acción, no sin anunciar antes que

“resuelta estoi, i tengo de gozarle” (PDV, 38).

Y un poco más adelante:

“tiempo tendré después para emplearme en un Zopiro dulce i amoroso” (PDV, 38).

Otra nota que Virués añade al carácter del cortesano, encarnado

ahora en Zelabo y Zopiro, es la de la discreción. Semíramis está en el

remanso amoroso para salir catapultada hacia el vértigo de la acción;

mientras tanto Zelabo ha cumplido el encargo de la reina, es decir, ha

apresado al rey Nino y lo ha metido en un calabozo. Vuelve con la

esperada frase:

“¡O[h]. Reina dichossísima i sublime” (PDV, 39).

Semíramis alaba la discreción del cortesano:

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“Tu discreción, fuerte Zelabo, admiro, pues tan de veras [h]as mi gusto hecho” (PDV, 39).

Inmediatamente después la reina expresa su confianza en que Zopiro

cumpla el encargo que le ha hecho: recluir al príncipe Ninias, vestido de

mujer, entre las vestales del templo, para hacerle pasar por Semíramis

mientras ella misma gobernará como si fuera el príncipe. Dice la reina a

Zelabo, refiriéndose a Zopiro:

“pues es discreto como tú i osado, i a los que tales son ayuda el hado” (PDV, 39).

No podemos entrar ahora en un estudio detallado del tema del

discreto en el teatro trágico de la época. Pero sí hemos de señalar que en

Virués asistimos a una etapa intermedia de la evolución que va del

político de Maquiavelo al discreto de Baltasar Gracián. Como en el autor

aragonés, el discreto de Virués es prudente, no cobarde ni mediocre. Es

hombre que sabe salvar las dificultades y consigue llegar a la realización

de sus fines. Pero carece, en absoluto, de esa cierta moderación cristiana

que ve Gracián en el discreto. En Virués, el discreto está más cerca del

político oportunista de Maquiavelo. Y el juicio de nuestro trágico sobre

este tipo de cortesano es claramente negativo.

El pacto público (ante el espectador) entre Semíramis y sus dos

conjurados ser realiza mientras Zopiro está ausente de escena. Es la

culminación de la serie de idas y venidas de los tres personajes en este

segundo acto. La reina le habla a Zelabo:

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“Zopiro i tú me ayudaréis en todo, i como amigos fieles verdaderos míos i de Menón, haréis de modo que muestren ya sus filos mis azeros; serví mientras mis cosas acomodo, que después yo sabré satisfaceros. ZELABO: Satisfechos, señora, quedaremos cuando con los servicios te agrademos” (PDV, 39).

Semíramis sale de escena y queda solo Zopiro. Después entrará

Zelabo. Es el momento utilizado por Virués para descubrir el fondo de la

conjuración ante los espectadores. La falta de sinceridad entre la reina y

los dos cortesanos, la traición posible, la desconfianza mutua, son la

verdad profunda de las relaciones palaciegas. Zopiro no se fía del amor

del altivo corazón de Semíramis:

“ni tiene amor ni afición sino a ser Reina i mandar” (PDV, 41),

aunque por un momento se deja tentar por la idea de conseguir su triunfo

personal:

“¡Graciosa cosa sería que sucediesse yo a Nino! Mas ¿qué cosas imagino? ¡Qué liviana fantasía! (PDV, 41).

La actitud de Zelabo es mucho más cínica y despreocupada. Creo

que es la faceta más típica del cortesano oportunista. Zopiro está apenado

por la suerte de Nino. Y Zelabo expone toda la filosofía de ese “discreto”

de la oportunidad que con tanta ironía y mordacidad denuncia Virués en

su tragedia:

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“ZELABO: ¿Esso te da pena alguna? Llore quien llorare y gima como yo me vea encima de la rueda de fortuna. Harto [h]a gozado del mundo él i sus privados todos; aora, por varios modos, dennos el lugar segundo. Dexe el Reino Nino i sea Semíramis Reina aora, i si a los dos nos mejora, cien mil años le possea. Aunque la casa se arda no niegues que es ser mejor tú camarero mayor, yo capitán de la guarda; ……………… ……………… Suben i baxan los hombres en el mundo, porque es rueda que siempre sin cesar rueda, i assí desto no te asombres, que es fuerça que si al rodar la rueda en ruedo [h]a de ir, el de abaxo [h] de subir, i el de arriba [h]a de baxar” (PDV, 41-42).

La insistencia en el tema de la fatal mudanza de la fortuna hace de

estos cortesanos dos personajes que siguen la inercia de los hechos,

sacando el mejor partido de ellos. Pero ni uno ni otro provocan el

conflicto trágico. Son caracteres que participan en la tragedia sin

causarla. El motor único de toda la acción es Semíramis.

Aparece la reina en escena disfrazada de príncipe Ninias y les

comunica a los consejeros el contenido de una carta “de Semíramis”.

Asistimos ahora a la más ridícula presentación de los consejeros. Es el

cliché que ya hemos citado varias veces. Aquí se lleva hasta el último

extremo la falta de originalidad de los personajes caricaturizados:

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“SEMÍRAMIS: Leed, Xanto, esta carta; pero quiero que el sello i firma i letra veáis primero. XANTO: De la Reina es la letra i firma i sello. CREÓN: Suyo es el sello i suya es firma i letra. TROILO: Bien conocida es letra i firma i sello. ORISTENES: No [h]ay que dudar en sello o firma o letra” (PDV, 42).

La conspiración está llegando a su clímax. En la carta, la reina dice

que Nino ha sido llevado al cielo en un carro celeste y que los dioses

ordenan que ella, Semíramis, entre en el templo como vestal. Su hijo

Zameis Ninias ocupará el trono. Todos los consejeros aceptan según la

fórmula acostumbrada y, cuando va a terminar el segundo acto,

momentos antes del asesinato de Nino por Zelabo y Zopiro, se reúnen en

escena los tres conjurados para establecer el balance de la situación.

Virués ha dosificado perfectamente la importancia de los personajes. En

primer lugar nos muestra a los tres juntos:

“SEMÍRAMIS: ¿Qué os parece a vosotros de lo hecho? ZELABO: Ques celestial tu espíritu i prudencia. ZOPIRO: Ques divino el valor de tu gran pecho” (PDV, 44).

Se quedan solos a continuación Semíramis y Zopiro. Y dice

“ZOPIRO: Yo por serviros i satisfazeros a ofrezeros la vida estoi dispuesto, i quisiera mil vidas ofreceros” (PDV, 44).

Finalmente, cuando Semíramis está sola en escena, una vez

suprimidos los accesorios de la conspiración, la tragedia muestra el

auténtico eje de la acción:

“SEMÍRAMIS: No [h]a cosa en que repare ya ni dude; mañana seré Rei i Reina junto, i sólo lo sabrá quien me desnude,

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el cual será Zopiro, i si barrunto que por él o Zelabo [h]a de saberse, morirán por mi mano, que en un punto de [h]oi más mi voluntad ha de ponerse” (PDV, 45)

El tercer acto nos presenta una Semíramis ya no conspiradora, sino

tirana. Las dos primeras partes de la tragedia eran el camino para llegar

al poder. La tercera es la caída del tirano, producida, de manera paralela

a la subida, por la acción de su hijo el príncipe Ninias. El cerco trágico se

va cerrando. Semíramis comunica a la corte el cambio practicado entre

ella y su hijo y explica que el autor de las grandes victorias no es el

príncipe, sino ella. Ninias acepta gozoso lo que ha hecho su madre,

mientras ella está presente. Pero al quedarse solo, dándose cuenta de que

su madre está enamorada de él, reniega de ella, la maldice junto con las

otras mujeres que se dejan llevar por las “viles torpezas sensuales”. En

este tercer acto, como el objeto de la pasión real será Ninias, el amante

Zopiro ha desaparecido, asesinado por Semíramis, lo mismo que una

larga serie de mancebos utilizados por la reina para saciar sus pasiones.

Ninias rechaza los deseos de su madre. Y cuando ésta se encuentra

en plena desesperación, entra Zelabo, el superviviente, más astuto y

activo que en los dos primeros actos. Cuando la fortuna de la reina

empieza a decaer, es Zelabo quien, por una parte, se presenta como

futuro heredero del control de la intriga y, por otra, habla de Semíramis

como de un auténtico monstruo de ambición. Ante la reina los otros

cortesanos quedan reducidos al papel de míseros comparsas. Así explica

Zelabo la actividad de Semíramis:

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“Aunque ésta, ni por ser dichosa osa, ni por ser valerosa o avisada, sino por ser sobervia i ambiciosa i verse en real silla entronizada; por ser muger, por verse poderosa, por tener la cruel tiranizada esta infelices i grande Monarquía, que estar en mano varonil devría” (PDV, 50).

Virués insiste repetidas veces en sus obras sobre el carácter maldito

de la mujer, capaz de conmocionar la corte y la vida toda de un pueblo.

Es posible que, en ello, siga el valenciano esa tradición misógina que la

historia de la literatura saca a luz de vez en cuando. Pero se nos antoja

demasiada casualidad el que Virués cargue las tintas antifemeninas en su

dimensión política y que en todas sus tragedias –menos en Elisa Dido–

sea la mujer la causa de todas las desgracias. A medida que se va

profundizando en la lectura de Virués, aparece más clara la idea de que

nuestro autor escribió probablemente motivado por los sucesos de su

época. Pero de esto hablaremos en la última parte de este trabajo.

Zelabo se queja de la mudanza de la fortuna y hace un aterrador

relato de lo que la corte es, fijando así lo que podría constituir el

corolario de toda la tragedia:

“Sirvo en la guerra i en la Corte, donde la fiel lealtad corrida el rostro esconde. La fiel lealtad que de la infiel tirana simulación el rostro esconde i huye, la cual de luz sofisticada i vana vestida, sus bellezas se atribuye, i tendadora [sic] [h]ipócrita in[h]humana paz i quietud, vida i [h]onor destruye, i ambiciosa, insolente i temeraria es de virtud, sacrílega falsaria” (PDV, 50).

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A través de las palabras de Zelabo se pueden ver las ideas del

soldado Virués condenando la traición que triunfa en la corte. Al final de

la tragedia se acumulan las reacciones negativas y directas del autor,

reacciones que están llenas de un regusto amargo por la pérdida del

sentido del honor entre los soldados que frecuentan la corte corruptora:

“ZELABO: ¡Que entre soldados, cuyos fieles pechos tienen en igual del mundo el peso, [h]aya quien pague tan infames pechos a la traición, tan sin juïzio i seso, que por satisfacer viles despechos de guerra den por contraseño el beso a quien de paz, cual es, le da i recibe i ni traición ni culpa en sí concibe!” (PDV, 50).

Y más adelante:

“¡O[h] Corte, cuyo caos se compone de todo cuanto la quietud destruye! Quien siente tus traiciones i mentiras, ¿qué espera de tus furias i tus iras?” (PDV, 51).

La larga intervención de Zelabo denuncia a los cortesanos falsos,

sagaces, cautelosos, disimulados, entremetidos, aduladores, chismosos.

En la corte, para triunfa, hay que tener la lengua maldiciente y ser

malsín, envidioso y traidor.

La tragedia termina con el asesinato de Semíramis por su hijo.

Ninias anuncia a sus cortesanos que la reina se ha convertido en ave.

Miente como hizo ella al comunicar la desaparición de Nino; los cuatro

consejeros “eternos” le consuela igual que la vez anterior y el círculo

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trágico se cierra en el mismo lugar en que comenzó. ¡Triste convicción la

de Virués! ¡Triste constatación la del soldado desengañado de la corte!

La cruel Casandra

Antes de dar la lista de personajes de esta segunda tragedia, señala

el autor que “es el teatro una sala real”, como dejando bien sentada su

intención de hablar de ese medio social. Siguiendo la lógica de las obras

didáctica, el prólogo nos anuncia que la tragedia está

“………….. cortada a la medida de ejemplos de virtud, aunque mostrados tal vez por su contrario el vicio…” (PDV, 59).

Las frases finales del prólogo, aun pidiendo, a primera vista, la

atención del público como ocurre con frecuencia en las obras dramáticas

de la época, muestran una insistencia particular reclamando los cinco

sentidos del espectador para que éste pueda comprender el auténtico

significado de la tragedia: “……………….. sólo advierto que no se podrá ver en modo alguno lo que della prometo, si el silencio i la atención devida no se guarda; i así con el respeto i con la salva que yo devo, suplico que se tenga la atención i el silencio que se deve a la virtud que aquí amparada assiste” (PDV, 59).

El hecho de insistir en pedir la atención del público para que se pueda

ver lo que la pieza guarda, hace a la tragedia sospechosa de ser obra de

clave, o algo muy cercano. Procederemos de la misma manera que en La

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gran Semíramis. Haremos un análisis detallado del tema de la corte y los

cortesanos, sin tener en cuenta las posibilidades de interpretación que

daría la clave. Este punto lo dejaremos para el final del artículo.

Al empezar el acto primero discuten el Príncipe y Filadelfo, su

privado, sobre una fiesta que acaba de terminar y que ha disgustado al

primero. Casandra, la cortesana intrigante, desea hablar al Príncipe y

pide la salida de Filadelfo: “CASANDRA: Pero conviene, Príncipe, que mandes que se retire Filadelfo aora, aunque es quien más tus pensamientos grandes i tus altos secreto atesora” (PDV, 60).

Filadelfo, el segundo del Príncipe, es la persona contra quien se van

a desencadenar las artes de la ambiciosa Casandra, cortesana muy

cercana al poder. La protagonista, que quiere hablar al Príncipe acerca de

su propio hermano, se autorretrata así: “Yo, pues, señor, que no de dura fiera tengo para mi hermano las entrañas, sino, como es razón, de blanda cera, i a cualquier fiera crueldad estrañas, aunque más tibia i encogida fuera, ………………” (PDV, 61).

El Príncipe le dice galantemente que los considera a ella y a Fabio

como hermanos (el rey de España llamaba primos a los Grandes del

reino), y la respuesta de la cortesana la sitúa en la línea tradicional que

ya hemos recogido en otras páginas del presente trabajo: “CASANDRA: Por esse gran favor, Príncipe, beso essas reales manos valerosas, i de tu cana discreción i seso i tus dulces entrañas generosas

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no se espera merced de menor peso, ni puede prometer menores cosas que las mayores que dar puede el mundo quien es en él, cual eres, sin segundo” (PDV, 61).

Una vez que el autor nos ha presentado a la cortesana aduladora y

cercana al Príncipe, puede ya iniciar el auténtico papel de Casandra, que

consistirá en destruir a Filadelfo, el privado, en beneficio propio. El

planteamiento inicial de la obra no es otro que el de una intriga

cortesana, una lucha de palacio por conquistar el favor real y, en

consecuencia, el poder. Todo lo que se produzca a continuación no será

sino resultado del primer impulso. Casandra utilizará todas las artes de la

insinuación para lanzar al Príncipe contra Filadelfo. Cuenta que Fabio y

el privado han reñido la noche anterior, pero no explica las razones. Así

la reacción del Príncipe, juguete en manos de Casandra, no se hace

esperar: “Casandra: Te suplico, señor, que no me mandes que te diga lo que es. Príncipe: Mui bueno es esso; por la misma razón que esso me pides muero yo por saberlo, i assí luego mando yo con enojo que lo digas. CASANDRA: Pues si dessa manera me lo mandas ¿cómo puedo, señor, no obedecerte? PRÍNCIPE: Ea, no más tardar; dilo al momento” (PDV. 62).

Según Casandra, Fulgencia, otra cortesana amante del Príncipe, le

dijo a Fabio: “Mui leal os parece Filadelfo,

mui discreto i mui bueno; pero yo os digo

que no quiero que estéis en esse engaño,

pues que no lo merecen sus traiciones” (PDV, 62).

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La acusación de Casandra sigue haciéndose lenta y astutamente. ¡Siente

vergüenza de comunicar al Príncipe lo que sabe! Finalmente aparece lo

que dijo Fulgencia: “CASANDRA: Filadelfo, tanto de ti amado, está con mi señora la Princesa” (PDV, 62)

Una pequeña frase de Casandra servirá para armar la trampa mortal. Y es

un perfecto ejemplo de cómo empujan a la venganza las heroínas

trágicas de Virués a los otros personajes. Se refiere Casandra a la

situación en que se encuentran las relaciones entre Filadelfo y la

Princesa: “En el punto mayor de la privança que puede dessear un firme amante” (PDV, 62-63).

La tensión trágica producida por Casandra en el ánimo del Príncipe

parece atenuarse por una especie de llamada al sentido común que el

mismo Príncipe experimenta en el soliloquio que sigue a su conversación

con Casandra. El Príncipe va a luchar, en su fuero interno, contra la duda

sembrada por Casandra. Pero será en vano, porque el poder casi

invencible de la cortesana intrigante acabará triunfando. Dice así el

“PRÍNCIPE: Déxame libre el coraçón i el alma, no con esta passión tan brava impidas al discurso, al valor i a la prudencia; pero ¿quién esto en tan inorme caso puede tener en su devido punto? ¡O[h] adúlteros, traidores, desleales!

¡O[h] infiel muger, o[h] fiera, o[h] bravaa ofensa!” (PDV, 64).

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El autor introduce en escena a Fulgencia para que el espectador

comprenda la trágica situación del Príncipe, instrumento en manos de la

Casandra que busca la venganza. Fulgencia, acusada por el Príncipe,

protesta de su inocencia y confiesa su lealtad, al tiempo que cuenta cómo

Fabio, el conde, la deshonró en venganza de que el Príncipe “goza de mi

hermana”, es decir, de Casandra. El Príncipe expresa así su duda en la

trágica encrucijada:

“¿Qué parte [h]avrá de ser la valedora? ¿Es traidor Filadelfo, o eslo el Conde, o cuál de las mugeres es traidora? ¿Qué tengo de creer dellas? ¿De dónde [h]e de tener la cierta prueva desto? ¿Qué confusión aquí lo cierto esconde? ¿En qué tormento es este que me [h]an puesto estas mugeres [h]oi, con el estraño fingir tan disfraçado i tan compuesto? Digo fingir, porque [h]ai, sin duda, engaño, i es cierto que la una o otra, digo, maquina i traça algún notable daño” (PDV, 66).

Cuando queden en escena Fabio y Casandra, se aclarará para el

espectador la maquinación de los dos hermanos. Es todo un engaño

urdido por Casandra, que quiere

“hazer, siguiendo lo que traço i sigo que los tres que a los dos nos dan enojos los llore cada cual con ambos ojos” (PDV, 67).

Casandra lucha e intriga porque, después de haber servido durante

quince años a la Princesa, ésta prefiere la privanza de Laura y Lucrecia,

dos personajes que en la tragedia no aparecen. Fabio forma parte de la

conjuración para deshacer la privanza de Filadelfo. Es digno de señalarse

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este párrafo porque descubre la verdadera motivación de los individuos

que provocarán el desenlace trágico. Se trata de una causa

auténticamente política. Dice así:

“FABIO: ¿I puédesse sufrir que de un moçuelo sacado ayer del baxo vulgo, haga el Príncipe tal caso, que en cielo le ponga, i solo del se satisfaga, i al Conde Fabio, al hijo de Marcelo, i a sus servicios dé bastante paga haziéndole igualmente camarero con filadelfo, un bárbaro estrangero?” (PDV, 68).

Finalmente será Casandra quien lance la gran amenaza contra la

corte. Si el motivo es político, la causa inmediata de la catástrofe será la

mujer, la cortesana Casandra. El final del primer acto presenta, además

de una intriga secundaria que servirá para castigar a Casandra (sus

amores con Leandro no son aceptados por sus hermanos Fabio y

Tancredo), la siguiente advertencia de la protagonista:

“Pues tened confiança i tened pecho que León i el Palacio que [h]abitamos [h]a de quedar en lágrimas deshecho antes que en daño alguno nos veamos, i quien nos causa pena i da despecho i los fieros desgustos en que andamos, grande o pequeño, injusto o justo sea, no [h]a de [h]aver daño que por mí no vea, que no aguardava yo sino ocasiones para vengar mis ásperos desgustos; rebolveré corderos con leones, grandes con chicos, justos con injustos” (PDV, 68).

La tragedia tiene una intriga demasiado compleja para que

podamos resumirla de manera conveniente en unas pocas páginas.

Señalaremos solamente los momentos que nos interesan para

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comprender el sentido general. En el acto segundo Casandra inicia la

acción inmediata enviando a Filadelfo al aposento de la Princesa. El

privado va engañado porque, en el billete, Casandra, de quien él está

enamorado, le dice que vaya a encontrarla a ella misma en el aposento

principesco. Al mismo tiempo, Fabio y Tancredo deciden pasar a la

acción rápidamente para impedir los amores de Casandra y Leandro. La

conocida filosofía de Virués sobre las mujeres aparece en boca de

Tancredo:

“Con muger que de hecho se dispone a seguir su intención con osadía i por su gusto lo demás pospone, sin duda yo de parecer sería que el [h]ombre con rigor i con imperio corrigiese su loca bizarría” (PDV, 71).

Se establece así la intriga secundaria que va a complicar en exceso

la trama de la tragedia. A veces nos hemos preguntado si la confusión

total que reina en la obra es fruto de la impericia teatral de Virués

(impericia no fácilmente demostrable, por otra parte) o es el resultado de

la intención del autor que quiso presentarnos el monstruoso absurdo de

una corte en la que difícilmente llegue a comprenderse la situación. En

todo caso, y aun dejando esta pregunta sin respuesta clara y convincente,

las palabras de Casandra a Fabio, en el acto segundo, donde le cuenta

cómo ha llegado a manos de Filadelfo el billete, explican, y casi

caricaturizan, la confusión absoluta de las relaciones palaciegas:

“CASANDRA: ……………. ten por hecho el caso de manera que el Príncipe a los ojos

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vea, que, lo que dixe que Fulgencia dixo de la Princesa i Filadelfo, es verdad clara, aunque él por otra parte no saque de Fulgencia estas razones, sino las verdaderas de su enojo; más claro está que [h]a de tener más fuerça el ver por obras lo que yo le digo que las palabras de Fulgencia solas” (PDV, 72).

Es decir, la acción completa es manejada por la mujer Casandra,

quien, a su vez, lo es por sus hermanos Fabio y Tancredo, los cuales, a su

vez también, son manipulados por la misma Casandra. El arma usada por

todos es la intriga y la conspiración colectiva: en sus relaciones con el

Príncipe, el halago será el medio más eficaz empleado por los dos

hermanos conjurados. En el diálogo sostenido por Casandra y Fabio se

puede encontrar la denuncia que hace Virués de la vida cortesana,

Casandra le dice a Fabio que vaya al lugar donde se celebra el torneo y

traiga al Príncipe, para que sorprenda a Filadelfo en las habitaciones de

la Princesa. Fabio contesta:

“Esso dexa a mi cargo mui segura que al Príncipe tendré yo persuadido por el término a él más agradable de todo cuanto importe, de manera que, aunque tan claro el caso no se haga, a nuestro intento quede convencido10. CASANDRA: Esso es, pues, lo que más importa en todo, pues si una vez al ánimo se imprime destos vanos señores una cosa, podrán ver la contraria i no creella. FABIO: I más si están de amor apasionados i es de aquella passión lo que se trata, i particularmente si son celos” (PDV, 72).

10 .- Lo que figura en cursiva es nuestro. El término “convencido” tiene claro sentido de “engañado”.

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El carácter de Casandra se hace más patente en cada una de sus

intervenciones. Su crueldad, gratuita en parte, es condición inherente a la

mujer cortesana que puebla y dirige las acciones trágicas de Virués. Pero

es en La cruel Casandra donde el autor ha presentado la quintaesencia

de la crueldad inmotivada. De ahí el monólogo en que la heroína habla

de su injustificada e injustificable manera de actuar:

“CASANDRA: Perdonad, Filadelfo, si os engaño i si os procuro tan de veras daño. Ya veo que es cruel i abominable la ingratitud i la crueldad que os uso, i que de vuestra fe i amor notable injustamente i sin razón abuso; mas ¿de qué sirve que estas cosas hable la que ya tan de veras se dispuso a ser en esta corte tan famosa por ser cruel como por ser hermosa?” (PDV, 72).

Y un poco más adelante añade un tópico sobre la belleza, la belleza cruel

o la crueldad de la belleza:

“porque el no ser cruel es mui de fea” (PDV, 73).

Hay una escena entre Casandra y Filadelfo, durante el acto

segundo, que muestra de manera más patente que nunca cómo es la

mujer Casandra el personaje capaz de manejar la actividad del privado

del Príncipe. Y el privado, Filadelfo, se nos aparece como un espíritu

excesivamente crédulo, demasiado cándido para vivir en la corte. Con

ello consigue Virués poner de relieve de manera más notable el carácter

casi diabólico de Casandra. La cortesana, en la escena citada, dice a

Filadelfo, de forma sibilina, la razón de haberle llamado:

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“[H]a sido solamente para daros, por cumplir mis intentos, cierta muerte; no quiero en modo alguno yo engañaros, ya mi lengua os avisa i os advierte” (PDV, 73).

Filadelfo, como es lógico, no repara en el doble sentido de las palabras

de Casandra, cuando se refieren a la muerte. Filadelfo entiende que esa

muerte es

“la gloriosa vida que procuro” (PDV, 73).

Casandra no abandona la partida y sigue explotando el equívoco con

sadismo inigualable:

“I la muerte que dixe os asseguro del modo que mi alma os la promete si entráis con esta llave en el retrete” (PDV, 73).

Casandra continúa diciendo cínicamente la verdad y jugando con la

credulidad de Filadelfo, que espera alguna “gloria cierta”. La heroína

responderá en el mismo tono:

“No digáis gloria; ya se os [h]a olvidado ques muerte lo que queda concertado” (PDV, 74)

A partir de aquí la obra inicia el descenso hacia la catástrofe. Es el

clímax desde donde se desencadenará la tragedia. Hasta ahora, el fin del

acto segundo, todo han sido preparativos. Ya se empiezan a aclarar las

situaciones. Las muertes se producirán en la tercera jornada. En este final

del segundo acto, los perfiles de Casandra se precisan con un nuevo

rasgo: la heroína tiene instintos asesinos y no dudará en proponer la

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muerte de Fulgencia, que conoce la mentira de Fabio y Casandra y que

se ha desmayado en escena:

“CASANDRA: Muera, señor, aquí; muera Fulgencia en esta tan dichosa coyuntura; pague por nuestra culpa su inocencia, i las dos cosas en la sepultura quedarán con Fulgencia sepultadas en la noche de olvido más escura” (PDV, 77).

Casandra quiere estrangular a Fulgencia con un lienzo, pero Fabio se lo

impide. Cuando Fulgencia se va de la escena, el carácter asesino de

Casandra se manifiesta hasta en el aire “matón” de algunas de sus

expresiones:

“Pero ya ves, señor, de que provecho [h]a sido en no ayudarla en el desmayo: ya te debe pesar no [h]averlo hecho” (PDV, 78).

La frase que hemos puesto en cursiva podría estar perfectamente en boca

de los cofrades del Monipodio cervantino.

El acto segundo termina con una nueva amenaza de Casandra,

paralela a la que hay al final de la primera jornada. Allí era el anuncio de

la agresión de Casandra contra la corte, dentro del marco de una

auténtica conjuración. Aquí la situación se ha complicado y la heroína

arremeterá contra sus propios hermanos, que han decidido eliminar a

Leandro, el amante de Casandra. Es una pincelada dada por el autor al

carácter de la protagonista:

“CASANDRA: Pues con términos menos fanfarrones i con menos robusta i fuerte mano, haré yo de manera que no sea

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lo que por ambos tanto se dessea. ………….. ………….. si no remedio el daño i desconsuelo que me causéis, con un exemplo eterno que a ningún otro debe ser segundo i atemorize i ponga grima al mundo” (PDV, 81).

En el tercer acto se empieza a hacer realidad el resultado de la

maquinación de Casandra. El Príncipe mata a Filadelfo y, en un

monólogo, expresa su pena por haber tenido que castigar la ingratitud del

privado:

“PRÍNCIPE: ¡Quién me dixera que esta mano [h]avia de dar muerte tan triste i desdichada a quien yo tanto amava, a quien hazía merced a todos tan aventajada! Mas ¡quién también imaginar podía tan fiera ingratitud, tan mal pagada voluntad i afición, tan digna injuria desta cruel castigadora furia!” (PDV, 82).

Tancredo y Leandro han muerto peleando en la calle. Casandra

lanza al Príncipe para que aniquile a Fulgencia y cae, junto con Fabio, en

la lucha que tienen los dos fuera de escena. Casandra ha sido herida en la

garganta y muere después de contar lo sucedido entre el Príncipe, Fabio,

Fulgencia y ella misma.

La escena final pretende ser una lección, pero una lección que

utiliza un secreto desconocido de los mismos personajes. La intervención

del Rey, ante el sangriento espectáculo, es muy significativa y tal vez nos

empuje a sospechar el verdadero contenido de la tragedia. Dice así:

“¿Qué vista es ésta tan terrible i fiera?

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¿Qué es esto? ¿Esto es de todos inorado? ¿A todos cosa tal aquí se encubre, i a mí no se declara i se descubre? ¿Qué cosa puede ver, padre, en el mundo que assí le turbe el alma i le confunda? I ¿cómo cosa tal en tan profundo secreto, puede ser que así se hunda, que nadie aquí la sepa? Yo me fundo que de maldad i de malicia abunda en casa tan atroz ser tan oculto; mucho el saberlo nadie dificulto” (PDV, 90-91).

El último parlamento de la Tragedia parece no dejar lugar a dudas.

Habla Virués del carácter verosímil de su acción, ya que está sacada de

la realidad. Pero la coletilla final, en la que afirma que la realidad es

todavía más cruel, hace pensar en la que afirma que la realidad es todavía

más cruel, hace pensar en la gran amargura con que nuestro autor debió

de escribir su obra. Estas son las palabras de la

“TRAGEDIA: Aunque sacadas con cuidado sean las cosas que [h]oi os [h]e representado de las que passan entre los que emplean en palacio su tiempo i su cuidado, sepan los que de verse se recrean que es como de lo bivo a lo pintado, i assí por lo que pinto aquí, lo bivo se entiende ser en término ecessivo” (PDV, 91).

Atila furioso

Es la tercera y última de las tragedias de Virués comentadas de

manera especial en estas páginas. Su interés, en relación con el tema del

cortesano, es algo menor que el de las dos precedentes. Pero sirve, no

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obstante, para completar la visión que el autor valenciano nos dio de la

corte, probablemente de la corte de su patria y de su tiempo.

La tragedia trata de la historia de Atila, con influencias evidentes

del Hércules furens de Séneca. No entraremos en detalles distintos de los

referentes a la corte y los cortesanos. Desde el primer acto nos hallamos

en presencia del auténtico motor del drama, la cortesana Flaminia. El

modelo que hemos encontrado en La gran Semíramis o La cruel

Casandra se repite, pero esta obra añade una variante de singular

importancia. Flaminia aparece en escena (y en la corte) vestida de

hombre, bajo la apariencia y el nombre de Flaminio. Y sólo Atila conoce

su verdadera identidad. Hemos de señalar, sin embargo, que Semíramis

gobierna, durante el segundo acto, tomando el nombre y el aspecto

externo de su hijo Ninias. El fenómeno, pues, se repite en las dos

tragedias, aunque en Atila furioso ocupa toda la obra.

Una vez puesta de manifiesto esta particularidad, es útil hacer notar

que Flaminia es. al mismo tiempo, la amante del rey y el amado de la

reina. De esta manera la ambiciosa cortesana que hemos encontrado en

las obras anteriores se muestra aquí dotada de dobles armas. Al principio

de la tragedia, Virués presenta a la reina declarando su pasión a Flaminia

y alabando la belleza del cuerpo y la crueldad del alma del “hombre”

amado. La reacción de Flaminia está inscrita en la misma órbita de

aduladora falsedad en la que se mueve el cortesano de Virués. Su

respuesta convence a la reina:

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“FLAMINIA: Reina mía, no te alteres ni tengas a mal lo hecho; haz de mí lo que quisieres, que cuanto de mí hizieres estará a mi gusto hecho. …………… …………… Presto estoi a darte gusto en cuanto quieras de mí, ora sea injusto o justo; no puede darme desgusto lo que te dé gusto a ti” (PDV, 94).

El papel directivo de Flaminia en la tragedia consistirá, como en las

obras anteriores, en lanzar a unos personajes contra otros para que la

vida de la corte se altere; la última fase de la operación consistirá, como

siempre, en la utilización por la cortesana del poder inmenso (o de la

fuerza bruta) del rey en provecho propio. El primer paso de Flaminia es

comunicar a Gerardo, camarero real y secreto enamorado de la reina, la

noticia falsa de que la soberana le corresponde. Inmediatamente después

de la acción intrigante de Flaminia, entra Atila, el rey, contando sus

hazañas, exhibiendo su fuerza y superioridad sobre los que le han

injuriado fuera de su reino. Y al mismo tiempo el espectador se da cuenta

de que el gran poderoso no tiene noticia ni sospecha de las infamias que

se están tramando en su propio país y en su propia corte. Su primera

aparición, en la que se pavonea de manera ridícula, veladamente ridícula,

está presentando la verdadera dimensión de un rey que desconoce sus

propias limitaciones. Sus primeras frases de “exhibición de hombría” son

estas:

“A quien la injuria el ánimo no ofende

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no le den entre [h]ombres nombre; quien con injuria el ánimo no enciende no debe ser llamado entre [h]ombres [h]ombre; quien sin vengarse de la injuria entiende entre los [h]ombres alcançar renombre, no tiene frente digna de corona, no merece respeto su persona” (PDV, 95).

Después de una escena en que Atila ordena una larga serie de

monstruosos castigos contra sus distintos prisioneros, hay un pasaje en

que el rey y Flaminia (vestida de hombre) cruzan algunas frases de

interpretación dudosa. El diálogo es el siguiente:

“FLAMINIA: Señor, tu Alteza no nombre al [h]ombre como muger. ATILA: ¿Pues qué, [h]ombre quieres ser? ¿Tanto gustas de ser [h]ombre? FLAMINIA: ¿Dándote a ti tu gusto, quieres que no guste yo del traje, queriendo más ser tu paje que Reina de las mugeres? ATILA: Yo, si assí gusto de verte, es para mejor gozarte. FLAMINIA: Yo sólo por contentarte me gozo en obedecerte” (PDV, 97).

Si en algunos momentos pudiera sospecharse una desviación sexual del

rey, en otros habrá que pensar más bien en unos celos desmesurados de

Atila que pretende evitar así el que alguien pueda poner los ojos en la

persona amada. Pero el hecho de jugar con el tema hombre-mujer o

mujer-hombre me parece ya en sí significativo de una preocupación

subterránea del autor que difícilmente podrá explicarse fuera de una

visión de conjunto de su producción trágica. Sobre lo que no puede haber

duda es sobre el hecho de que se trata de una mujer que actúa en la vida

de la corte a través de una apariencia masculina. Es caso semejante al

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señalado en La gran Semíramis. Más adelante volveremos sobre este

tema.

La segunda jornada empieza cuando la suerte pone en manos de

Flaminia la posibilidad de actuar. La reina ha dado a Flaminia una cinta

para que vaya a encontrarla por la noche. Flaminia reflexiona sobre la

situación y decide obrar en provecho propio, rasgo habitual en el

cortesano ambicioso:

“FLAMINIA: Aunque yo del juego tal si le miro atenta un rato, pienso sacar un barato que acreciente mi caudal. ……………. ……………. Del uno y del otro veo11 el amor i el pensamiento, i para cumplir mi intento lo uno i lo otro preveo. Yo seré Reina de [H]ungría o mal me andarán las manos” (PDV, 100).

Y a continuación empieza Flaminia a actuar. Envía a Gerardo con

la cinta que ella (o él, Flaminio) ha recibido de la reina, a la cita

concertada entre Flaminio y la soberana. Cuando entra después Atila de

manera arrebatada y exhibiendo una fuerza casi infinita, su figura

contrasta con el juego monstruoso de Flaminia, de forma paralela a la

que hemos señalado en el primer acto.. Dice

“ATILA: Assí sucede, tal castigo tiene un temerario i vano pensamiento” (PDV, 101).

11 .- Se refiere al rey y a la reina.

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El espectador se da cuenta de la grotesca situación en que se encuentra el

rey, que castiga los pensamientos temerarios y desconoce la actividad de

Flaminia. Poco después la protagonista anuncia a Atila, con las

dilaciones necesarias para exacerbarle, que Gerardo está con la reina en

“el último aposento”. Atila sale furioso en busca de los dos traidores.

Flaminia saca a la luz pública la finalidad que persigue con su intriga:

“FLAMINIA: Yo con mis manos haré que a la Reina que él corona quite él mismo la corona i a mí me la ponga i dé” (PDV, 103).

Un comentario del cortesano Roberto sobre Flaminia (recordemos

una vez más que está vestida de hombre), dicho en un momento en que

no se habla del personaje, resulta extremadamente curioso y es el

paralelo de otro sobre el Filadelfo de La cruel Casandra. Roberto hace

un juicio crítico sobre la situación privilegiada del privado Flaminio y

sobre su carácter ambicioso:

“¿No es donoso el entono con que habla el rapazillo vano? ¿No es donoso el modo de mostrarse mui privado? ¡A[h], lo que puede, aun hasta en un muchacho de ayer nacido, la ambición, la ardiente sed de valer i de mandar el mundo!” (PDV, 103).

La venganza de Atila se ha consumado con la muerte de la reina y

de Gerardo. Y el acto segundo acaba con una amenaza de Flaminia

contra Atila, cuando se entera de que el rey ha decidido casarse con

Celia, reina de Esclavonia, a quien acaba de hacer prisionera. La rabia y

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la ira de estas amenazas femeninas que cierran algunos actos de las

tragedias de Virués son muy características:

“FLAMINIA: Pues aunque sea tal tu saña y fuerça podrá esta flaca i débil mugercilla, por el celo mortal en que se esfuerça, con su valor i espíritu rendilla. …………… …………… Pues si en lugar de la que aora [h]as muerto no soi Reina de [H]ungría i muger tuya, puedes estar, infiel tirano, cierto de que Flaminia a ambos os destruya” (PDV, 108).

La tercera jornada es, en efecto, la destrucción de ambos y también

de Flaminia. Con lo que queda bien patente que la ambición, el orgullo y

las intrigas de una mujer en palacio dan al traste con la vida misma de la

corte. Flaminia ha envenenado al rey y éste, en un ataque de locura, ha

asesinado a su nueva mujer, Celia, durante el banquete de bodas. Atila

mata a Flaminia y, después de una auténtica exhibición de locura, muere.

En la última escena la Tragedia acaba con unos versos, ya

estereotipados, en los que se puede ver, a pesar de todo, el deseo del

autor de dar una “muestra” de lo que pasa en el mundo. Es de suponer

que Virués se refirió a su mundo, a su época:

“TRAGEDIA: Con estos casos dolorosos, vuestra vida mortal, [h]umana, os represento; assí os doi verdadera i clara muestra del [h]umano contento i descontento; pues la prudencia ilustre que os adiestra, demás del gusto i entretenimiento, procure en cada cual sacar dotrina con que despierte en sí virtud divina” (PDV, 117).

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Virués y la corte de Felipe II

El análisis detallado de las tres tragedias de Virués, utilizando

como patrón el tema del cortesano y su actividad en la corte, nos ha

permitido ver cómo el dramaturgo valenciano lleva hasta los últimos

límites algunos de los rasgos que, según veíamos al principio de este

artículo, caracterizan la figura del cortesano en varias de las tragedias

aparecidas en la segunda mitad del siglo XVI. Es cierto que el tema que

nos ocupa es una preocupación renacentista. El libro de Castiglione es la

plasmación de ese desvelo de la época por el asunto. Pero nuestros

trágicos fueron más lejos en la presentación del cortesano, adoptando

una actitud severa y, en cierto modo, violenta contra el personaje y el

medio ambiente en que vivía. Virués radicaliza la tendencia de los

trágicos españoles del siglo XVI, dedicando tres de sus cinco tragedias (y

de manera parcial las dos restantes, Elisa Dido y La infelices Marcela) a

denunciar violentísimamente las actividades, intrigas, conspiraciones,

envidias, ambiciones y crímenes de los cortesanos en la corte. En toda la

obra de Cristóbal de Virués hay una manifiesta actitud moralizante. Y

sus tragedias no constituyen una excepción en este sentido. Sin embargo,

resultan un caso anómalo por la violencia con que presentan dicha

moralización. Y es justamente la anomalía de esta violencia lo que nos

ha llevado a interrogarnos sobre las razones o los motivos que indujeron

a Virués a llevar el tema del cortesano a sus tragedias.

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Un primer punto que quisiéramos fijar es el de la cronología de las

obras de teatro del valenciano. La fecha de composición sigue estando

sin aclarar con precisión y las conjeturas de los que han estudiado el

tema sitúan el año o los años en que Virués escribió sus tragedias de

forma muy variada. Moratín, Ticknor y Münch fijan la fecha entre 1579

y 1581; Schack, Wolf y Creizenach, entre 1580 y 1590; Mérimée, de

1580 a 1586; Crawford, de 1580 a 1585; Atkinson cree que Virués

empezó a componer sus tragedias en 1583; Eduardo Juliá Martínez pasa

por alto el problema; Cecilia Vennard Sargent adopta las fechas más

extremas entre las que han dado todos los demás y sitúa la composición

entre 1570 y 1590. No hay razones determinantes que nos obliguen a

aceptar ni a rechazar estas fechas. En todo caso son un punto de

referencia útil para la comprensión de algunas de las tragedias.

Cristóbal de Virués, soldado en Lepanto junto a don Juan de

Austria y en las campañas del Milanesado, es, en cierto modo, un caso

paralelo al del Cervantes nostálgico de su participación en la memorable

batalla naval contra los turcos. Virués, en el Monserrate, habla en tono

parecido:

“¡Oh si á mi pluma concediera el cielo en esto lo que en vella á mi persona! ¡Oh, si así como vi la gran batalla supiera describilla yo y cantalla”12.

12 .- CRISTÓBAL DE VIRUÉS, Historia del Monserrate, en “Poemas épicos”, Madrid, Edics. Atlas, 1945, t. I, pág. 515, col. 2.

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Para el capitán Virués la gran batalla, la batalla por antonomasia, es la de

Lepanto. Y se podría afirmar, sin gran riesgo de error, que para Virués

don Juan de Austria fue también el gran general, el general por

antonomasia. El bastardo de Carlos V representaba, durante el reinado de

Felipe II, el ideal de los tiempos pasados, la encarnación de las acciones

heroicas de los imperiales ejércitos españoles. Y su persona se vio

mezclada en acontecimientos políticos de la mayor importancia. Don

Juan de Austria fue parte, consciente o inconsciente, de una intriga

cortesana que ocasionó una de las mayores crisis del reinado de Felipe II,

crisis que pudo dar al traste con la unidad nacional y con la existencia

misma de uno de los tronos más poderosos de todos los tiempos. Nos

referimos al asesinato de Escobedo por obras y gracia de la conspiración

urdida entre la princesa de Éboli y Antonio Pérez. Vamos a recordar

brevemente algunos de los hechos políticos más importantes ocurridos

en la corte de España precisamente durante los años en que Cristóbal de

Virués debió de componer sus tragedias13.

El gran tema de la intriga política en el reinado de Felipe II se

concretó en la muerte de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria.

Detrás de este asesinato quedaron ocultos los hilos de una gran

conspiración palaciega producto de ambiciones personales y de la lucha

13 .- Seguiremos para ello la amplia documentación que ofrece el libro de Gregorio Marañón. Todas nuestras citas se referirán a su obra Antonio Pérez (El hombre, el drama, la época), VII ed., Madrid, Espasa Calpe, 1963, 2 vols., 1007 págs., que comprenden los dos tomos. En adelante se identificará con las siglas AP seguidas del número de la página.

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por el poder surgida entre dos facciones políticas. Por una parte, estaba el

rey, de poder casi ilimitado. “La misma injusticia regia se aceptaba con

la conformidad con que se acepta lo que nos parece injusto si viene de

Dios” (AP, 31). Junto al rey existían dos grupos o “partidos” políticos y

el monarca se inclinaba hacia uno u otro según los imperativos del

momento y “a veces, según los impulsos, en apariencia arbitrarios, de su

carácter” (AP, 32). Felipe II tenía un concepto casi divino de lo que

significaba su gracia. Marañón y Cassou observan que “en la

impasibilidad con que repartía beneficios y castigos, a veces sin aparente

razón, hay un trasunto de la justicia de Dios que puede tener, para los

hombres, apariencia de arbitraria” (AP, 42). Según Marañón, la

prudencia de Felipe II no era tal, sino irresolución, y ésa es la razón de

que rechazara a personajes fuertes, como el duque de Alba, Recasséns o

don Juan de Austria, y aceptase a individuos de personalidad borrosa,

como el príncipe de Éboli, que se mantenía en la sombra de la

discreción; el duque de Medinasidonia, personaje perfectamente

anodino; Mateo Vázquez, ramplón y adulador, y el Antonio Pérez de la

primera época, que se supo presentar “como humilde instrumento de los

designios reales” (AP, 47). cuando Felipe II se dio cuenta de que había

caído en la red de Antonio Pérez, su amor se convirtió en odio

inextinguible.

Felipe II fue un antiaristócrata y Antonio Pérez tuvo que vencer, al

principio de su privanza con el rey, la susceptibilidad de los nobles

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contra él, que había sido elevado desde la clase baja. Los Grandes fueron

cediendo poco a poco a la presencia de Pérez. Pero, en todo caso, se

hallaban divididos en dos bandos difíciles de reconciliar. Por una parte,

el grupo del príncipe de Éboli, más pacifista y partidario de una solución

de compromiso en el problema de los Países Bajos; Antonio Pérez, que

salió de este bando “liberal”, heredó, en cierto modo, su jefatura al

desaparecer el príncipe de Éboli, al mismo tiempo que utilizaba toda

clase de intrigas en sus relaciones con los nobles. “La ambición de

Antonio Pérez concluye despeñándose –según Marañón (AP, 53-54)–

hacia el final de 1576 y comienzos de 1577, cuando don Juan de Austria

es nombrado gobernador de Flandes, y cuando, poco más o menos,

culmina la intimidad de sus relaciones con la viuda de Éboli, doña Ana

de la Cerda.” De hecho, la caída del duque de Alba se produce al mismo

tiempo que la subida al poder de Antonio Pérez, y la rehabilitación

posterior del primero ocurre al declinar la carrera de Pérez y la Éboli.

El grupo de los belicista, de los “duros” en el conflicto de los

Países Bajos, estaba encabezado por el duque de Alba, gran enemigo de

Antonio Pérez porque no toleraba que la gente baja hubiera llegado a

controlar el gobierno del estado. Don Juan de Austria, que militó en el

grupo belicista, evolucionó más adelante hacia el bando contrario.

Más tarde haremos desfilar por estas páginas, siguiendo la obra de

Marañón, las figuras de Antonio Pérez, la princesa y el príncipe de Éboli

e, incluso, la del propio rey Felipe II, junto con las relaciones que

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mantuvieron unos y otros según la historia y según la leyenda. Ahora

quisiéramos presentar brevemente el problema clave de la historia

política de este período y el accidente que provocó la gran crisis. Nos

referimos al asesinato de Escobedo, secretario de don Juan de Austria.

Cuando murió el príncipe Carlos, Felipe II no tenía sucesor para el

trono y en la corte se empezó a pensar en la posibilidad de que don Juan

de Austria heredara el cetro español. Antonio Pérez quería asegurarse la

protección del príncipe por si más tarde llegaba al poder, pero apoyaba al

mismo tiempo el recelo del rey contra su hermanastro. “De ahí su doble

juego de halagar a la vez al Rey y al Príncipe, utilizando, si era preciso,

al uno contra el otro sin el menor escrúpulo; porque en este tejemaneje

de la intriga doble su cinismo no tenía límites” (AP, 216). Los motivos

de todo este drama fueron los celos del rey hacia su hermanastro y los

manejos político-económicos de la Éboli y Pérez con los flamencos. La

leyenda ha tapado con un argumento pasional esta realidad. Felipe II

envió a don Juan de Austria a Flandes contra la voluntad del príncipe. Y

desde allí Escobedo sugería, en nombre de don Juan, que Felipe II

abdicase y dejase a don Juan como regente. Las cartas de Escobedo a

Pérez, en las que se indicaban estos proyectos, eran mostradas a Felipe II

por su secretario. Y Felipe II tomó las medidas necesarias para evitar que

el sueño del grupo de don Juan se hiciera realidad. El día 31 de marzo de

1578 asesinan a Escobedo en Madrid. Y el ejército de don Juan de

Austria, mal pagado y diezmado por la enfermedad, no fue socorrido por

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el rey a pesar de las cartas del príncipe. Don Juan de Austria murió del

tifus el año 1578 en los alrededores de Namur, completamente

abandonado por su hermanastro. Así acabó la lucha entre don Juan y

Felipe II, lucha en la que intervinieron de astuta manera Pérez y la Éboli.

Lo más grave de todo este problema es que, según Marañón, la falta de

lealtad de don Juan al rey no existió nunca. Todo fue invención de doña

Ana de la Cerda y de Antonio Pérez. “Trataba Pérez a don Juan y al Rey

como si fueran niños o retrasados mentales” (AP, 243). Antonio Pérez

convenció a Felipe II de que convenía eliminar a Escobedo como

responsable de los desvaríos de don Juan. El rey no descubrió el fraude

hasta después de morir Escobedo. Y a partir de entonces empezó a

fraguarse la pérdida de Pérez y de la Éboli. Don Juan murió sin

sospechar que Antonio Pérez le había traicionado.

¿Cuál fue la verdadera razón de que Pérez tramase la muerte de

Escobedo y la caída de don Juan de Austria? Marañón dice que Pérez fue

espía doble “por gusto”, pero añade que la auténtica causa fue el impedir

que Escobedo revelase al rey la red de negocios clandestinos y

fructuosos que la Éboli y Pérez habían establecido con los rebeldes

flamencos. No hay que olvidar la tradición pro flamenquista del partido

dirigido por el príncipe de Éboli. Marañón sospecha igualmente que la

princesa conspiró también en el asunto relativo a la sucesión de Portugal

y que quiso casar a su hijo con la hija del duque de Braganza. La

ambición desmesurada de doña Ana hace verosímil la suposición.

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Antonio Pérez comunicó secretos de estado a la Ébolí. Y todo esto

explica el rigor terrible e inexorable del castigo dado por Felipe II. Pérez

y la princesa fueron arrestados por primera vez el 28 de julio de 1579.

El último punto que nos interesa recordar aquí es la participación

de Felipe II en la muerte de Escobedo. El papel de Pérez en este asunto

consintió en convencer al rey de que el ángel malo de don Juan de

Austria era Escobedo y de que, suprimiéndole, el problema donjuanista

quedaría solucionado. Felipe II, según Marañón, accedió pero no ordenó,

fue cómplice de los asesinos y combinó secretamente con Pérez la fuga

de los matones. Antonio Pérez, en sus escritos, puso gran empeño en

demostrar que la idea fue del rey y que él mismo no hizo más que

obedecer. Y esto es lo que creyó todo el mundo, como demuestra, entre

otras cosas, el argumento de La Estrella de Sevilla, “basado en un

homicidio que se comete por orden de un monarca castellano, sufriendo

el ejecutor la persecución de la Justicia por negarse a denunciar al Rey

inductor” (AP, 349). Sólo la investigación posterior nos ha declarado el

verdadero fondo del problema.

La Estrella de Sevilla ha sido la única repercusión literaria,

señalada hasta ahora, del drama de Escobedo. El primero que aludió al

parecido entre el crimen de Pérez y el drama fue Marchena, pero sin

indicar que el autor hiciera referencia directa a la muerte de Escobedo.

Alberto Lista y Alcalá Galiano insisten en señalar el paralelo y apuntan

la idea de que se trata de una obra dramática de clave. Menéndez Pelayo,

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después de haber recogido todos estos datos, evita el dar su opinión

claramente, tal vez por motivos impertinentes a este trabajo. Marañón es

claro en su conclusión: “El argumento de La Estrella no recuerda para

nada el suceso de Escobedo. Sin embargo, el recurso dramático más

importante es idéntico a uno de los episodios centrales del proceso de

Antonio Pérez” (AP, 940). El argumento de La Estrella de Sevilla es

harto conocido para que lo recordemos aquí. Únicamente queremos

señalar el pasaje en que Arias aconseja al rey Sancho el Bravo que mate

a don Busto, que se ha opuesto a sus deseos (iguales a las leyes). Don

Sancho no quiere matarle en público y Arias le invita a hacerlo en

privado. “No tiene duda –aclara Marañón (AP, 942)– que el núcleo de la

tragedia de Lope14 no es la virtud de Estrella, como se ha dicho, sino el

hecho de que don Sancho Ortiz prefiera aparecer como asesino y morir

en el cadalso antes que denunciar al Rey que le había inducido a matar; y

que mantenga su silencio heroico, a pesar de que el mismo Rey le manda

que declare quién le obligó a la ejecución.” La actitud de don Sancho

resulta un calco de la de Antonio Pérez, hasta que le dieron tormento.

Concluye Marañón señalando tres rasgos de La Estrella que dan

luz sobre la muerte de Escobedo y sus consecuencias. Los rasgos son: la

indiferencia y la falta de comentarios con que la corte acoge en la

comedia la decisión real de eliminar sin proceso a un súbdito que le

14 .- La paternidad de la obra está en tela de juicio, pero no es asunto que nos interese en este momento.

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estorba; la presión ejercida por el rey sobre don Sancho Ortiz para que

declare que fue él, el rey, quien ordenó la muerte; “la ausencia total de

alusiones al aspecto religioso del problema, es decir, a que en una corte

catolicísima nadie mencionara lo que en aquel crimen había de ofensa a

Dios” (AP, 943).

La primera y tercera características que indica Marañón determinan

una actitud evidente en el autor de La Estrella de Sevilla. Pero no es ésta

la única obra de teatro que se hizo eco del problema de Escobedo o,

mejor, de sus causas. Hemos analizado con todo detenimiento las tres

tragedias de Virués y han aparecido muchos rasgos extrañamente

cercanos a los de la conspiración urdida por Antonio Pérez y la princesa

de Éboli. Virués toca el problema en su fondo, es decir, la conspiración

de palacio, y, desde luego, sus obras presentan el castigo feroz que

padece una corte que ha asistido impasible a un asesinato realizado por

un rey tirano a impulsos de las intrigas palaciegas. En Virués no es

posible –como no lo era tampoco en La Estrella de Sevilla– encontrar

detalles demasiado precisos o evidentes de la conspiración. Hemos de

ver la referencia global en las tres tragedias y, sobre todo, la repetición

de ciertos detalles fundamentales en unas y otras obras. Además, hay que

tener en cuenta, y esto es lógico, que en las tragedias de Virués pueden

encontrarse ecos de la opinión pública, de los comentarios, de la leyenda,

mucho más que del auténtico fondo del problema que ha sido

descubierto con el transcurso de los siglos. Tendrán que aparecer, para

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dar un ejemplo preciso, como motivo de la intriga los amores del rey y la

Éboli o de Pérez y la Éboli, según contaba el rumor público y desmiente

la investigación. Vamos a proceder a hacer una revisión somera de las

figuras históricas, en su versión legendaria, es decir, doña Ana de la

Cerda, Antonio Pérez, Felipe II y el príncipe de Éboli, así como de las

relaciones mantenidas entre ellos. Al mismo tiempo iremos recordando

los pasajes y de talles de las tres tragedias de Virués en que puede verse

un recuerdo de los hechos referidos. El lector tendrá que revisar el

análisis de las tres tragedias presentadas en las páginas precedentes.

La base de todo el problema es la ambición de la Éboli, de una

mujer. Señala Marañón que las tres hembras que han perturbado de

manera más grave la vida de España en la Edad Moderna han sido tres

miembros de la familia Mendoza: María de Padilla, la Éboli y la duquesa

de Braganza. Parece que el ímpetu dominador de los Mendoza se centró

exclusivamente en el ala femenina. “La Princesa de Éboli […] se sirvió

de Antonio Pérez, varón equívoco, como instrumento de su ambición y

fue la principal responsable del pleito entre Felipe II y su Secretario, que

desmoralizó a la Monarquía” (AP, 168). Hay un paralelo exacto con las

figuras de Semíramis (que utiliza como comparsas de la conspiración a

Zopiro y Zelabo), de Casandra (que emplea a su hermano Fabio como

instrumento) y de la Flaminia de Atila (que usará como ejecutor a su

propia persona disfrazada de hombre, en lo que puede verse el deseo del

autor de fundir en un solo personaje, de doble aspecto masculino y

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femenino, a los dos protagonistas de la tragedia). La princesa de Éboli,

en vida de su marido, le utilizó para enterarse de los secretos políticos y

para mandar. Al morir el Príncipe, fue reemplazado por Antonio Pérez

en esta función. En La gran Semíramis la protagonista usa el poder de su

marido Menón para llegar al rey Nino y, muerto aquél, conspirará para

conquistar el poder y ser reina, es decir, para alcanzar la plenitud del

mando. El paralelo es demasiado evidente para insistir en él.

La condición arbitraria y altiva de doña Ana de la Cerda se

manifestó abiertamente al desaparecer su marido en 1573. Señala

Marañón que la viudedad produce en las mujeres crisis cuyas formas

más corrientes son “en la vida afectiva, el resurgimiento del ímpetu

amoroso, generalmente bajo aspectos inusitados por su exceso o su

extraña dirección; y en la vida social, una tendencia a actuar en misiones

directivas, con ardor y, a veces, con eficacia muy varoniles” (AP, 183).

Recordemos aquí la pasión febril que se desencadena en Semíramis

cuando cambia de mancebo, Zopiro entre otros, cada noche. La rara

actividad de Semíramis es algo que choca profundamente al espectador.

Uno de los rumores más extendidos en la época fue el de los

amores de Felipe II y de Ana de la Cerda. Hay un manuscrito de 1584

que insinúa, maliciosamente, que el duque de Pastrana pasaba por hijo

del rey. Pastrana era, de hecho, hijo de la Éboli. Antonio Pérez declara

en sus Relaciones que el rey se vengó por el menosprecio que le hacía la

Éboli; Pérez lo cuenta de manera muy velada, sin afirmar ni negar nada

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con claridad, alimentando, por el contrario, la habladuría pública. La

leyenda de estos amores existía y contribuyeron a difundirla, incluso

fuera de España, Antonio Pérez, el propio duque de Pastrana y dos

folletinistas, Brantôme y Gregorio Leti. Parece que tales amores no

existieron nunca, pero el hecho es que pasaron a nuestras tragedias. En

La gran Semíramis, la protagonista se deja seducir por el rey y llega a ser

reina consorte y más tarde reina disfrazada de rey; Casandra, para

complicar la intriga, inventa unos amores del Príncipe hacia ella; y en

Atila furioso, Flaminia es el objeto de la pasión real hasta que es

sustituida por Celia, con lo que se producirá el desencadenamiento de los

hechos que llevarán a la catástrofe final.

Hay un detalle de La gran Semíramis que retiene nuestra atención.

Semíramis anuncia que va a entrar a vivir con las vestales del templo,

pero en realidad envía allí a su hijo Ninias disfrazado de Semíramis para

gobernar ella misma bajo la apariencia del príncipe. Esta podría ser la

versión dramática de aquel pasaje histórico en que doña Ana de la Cerda,

el mismo día en que murió su marido, se metió monja en el convento de

Pastrana. Su monjío fue de “carácter claramente anormal” (AP, 174), y

sabemos que Santa Teresa de Jesús amenazó con sacar a sus religiosas

del convento si la Éboli continuaba dentro y que Felipe II y el Consejo

de Castilla obligaron a doña Ana a exclaustrarse. En el fondo se trataba

de una reacción inconsciente del deseo de llamar la atención, de figurar

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en el primer plano de la actualidad y de seguir intrigando desde su

aparente retiro.

Virués ha dado una importancia capital en el planteamiento de sus

tragedias a la mujer, que está en el centro del mismo, en el origen

auténtico de la conspiración. Nuestro autor fue más al fondo del

problema que el de La Estrella de Sevilla y se hizo eco, aprovechando

ciertas tendencias misóginas tradicionales de una parte de la literatura

española, del rumor que corría sobre la participación de la Éboli en los

hechos que conmovieron el trono de España. Virués se sitúa en la línea

de opinión que precisaba el presidente Pazos en su carta del 7 de marzo

de 1579 al rey, cuando, hablando de la muerte de Escobedo, decía:

“Tenemos sospecha de que la hembra [la Éboli] es la levadura de todo

esto” (AP, 210).

Ana de la Cerda murió en 1592, completamente alejada de la corte.

Felipe II fue implacable con quien le había traicionado. En las tragedias

de Virués, todas las heroínas mueren castigadas por el rey, como efecto

último del proceso desordenador que ellas desencadenaron. Estas

muertes son la conclusión lógica del desarrollo de unas tragedias

moralizadoras. Su paralelo con la realidad histórica se termina en lo que

tienen de castigo para la protagonista. Ninias, el Príncipe y Atila son

feroces verdugos de Semíramis, Casandra y Flaminia. Virués ha dejado

al margen la responsabilidad del rey en el problema y ha tendido más

bien a presentar su figura como ignorante de la realidad y de la verdad de

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los hechos. El que esto sea una justificación o una acusación velada

contra Felipe II sería difícil de determinar. Pero las palabras finales del

Rey, en La cruel Casandra, son la expresión máxima de la impotencia

del rey ignorante. Ya hemos hecho alusión a dicho pasaje en el momento

oportuno.

Antonio Pérez es el segundo personaje que podemos rastrear en las

tragedias. En la opinión común, su papel fue secundario al de la Éboli y,

en todo caso, no pasó de ser un instrumento de la mujer en el problema

central, la muerte de Escobedo. En la corte de Felipe II y durante su

privanza, Antonio Pérez fue el depositario de la voluntad y del secreto

real. Hay en las tragedias de Virués algún caso de cortesano cercano al

rey que vamos a considerar en los párrafos que siguen.

Pérez fue hijo de Gonzalo Pérez, clérigo, y de una mujer soltera. La

habladuría cortesana, en parte alimentada por él mismo, le hacía hijo de

Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli. Es éste un primer misterio que

rodea su persona. Otra de las leyendas que corren sobre el secretario real

es la que incluye en su vida licenciosa ciertos indicios de anormalidad

sexual (el homosexualismo, el “pecado nefando” de que le acusó la

Inquisición más tarde). Es verdad que, al principio, Felipe II se negó a

que entrara como secretario, porque quería gran virtud y recogimiento en

sus ministros y oficiales. Desde que tomó posesión de su cargo en

noviembre de 1568 hasta la muerte de Escobedo –1578–, Antonio Pérez

logró captar completamente la voluntad del rey, ganarse también el

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apoyo de muchos nobles y la gran antipatía de otros tantos, y perder su

propio control al encontrarse en la cumbre del poder. Comenta Marañón

que “sorprende la cauta pero enérgica decisión con que despachaba por

su cuenta los negocios, sin dejar a Felipe otra intervención que su visto

bueno” (AP, 38). Antonio Pérez fue el gran adulador, rayano en el

servilismo. Dice Walsh15 que el secretario “parecía tener un don

misterioso, más bien femenino que masculino, para penetrar en el

espíritu y en la voluntad de los demás, hasta lograr por una callada

sugestión y por sutiles halagos ser él quien dirigía muchos sucesos

importantes”. Marañón acepta el juicio de Walsh, pero encuentra que la

actitud halagadora, más que ser un rasgo femenino, “recuerda al

servilismo de las razas perseguidas, a las que casi seguramente

pertenecía Antonio” (AP, 39).

Los tres rasgos claves de la leyenda de Antonio Pérez son, primero,

su origen no noble, su nacimiento irregular y su pertenencia casi segura

al grupo de los españoles conversos. El personaje Filadelfo de La cruel

Casandra es el valido del Príncipe. Fabio, cortesano noble, es quien dice

unas frases, que ya hemos señalado, en las que apunta al “moçuelo

sacado ayer del bajo vulgo” (el caso de Pérez) y al “bárbaro extranjero”

(que se podría interpretar como “perteneciente a un grupo extraño, al de

los conversos”, suposición que también conviene a la figura de Antonio

Pérez). 15 .- W. T. Walsh, Felipe II, Madrid, Espasa-Calpe, 1943, p. 581.

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En el Atila furioso Virués hizo, probablemente, otra alusión al

carácter advenedizo del joven Pérez, lleno de petulancia y de

ambiciones. Es también un cortesano noble, Roberto, quien hace el

extraño comentario sobre Flaminia, Flaminio para él, privado del rey

Atila. Hemos señalado el pasaje al comentar la tragedia.

El segundo rasgo de Antonio Pérez es su ambición desmesurada.

No es difícil encontrar una larga serie de privados ambiciosos en las

tragedias de Virués. Desde Zelabo y Zopiro en La gran Semíramis hasta

el Flaminio de Casandra, pasando por Fabio o Filadelfo, la serie parece

no tener fin. La ambición y el halago del rey son las caracterización

común de los cortesanos en la tragedias.

El tercer rasgo es más importante y decisivo. Es la ambigüedad

sexual de que ha sido rodeada la figura de Antonio Pérez por la voz

pública. Su ímpetu sexual parecía no tener tope y Marañón ha señalado

que en los laberínticos instintos de renacentista del secretario real

coexistían “el sereno amor conyugal, los devaneos ocasionales con estas

o las otras mujeres, su intimidad estable y no se sabe hasta qué límites

pecaminosos con una Princesa, y, finalmente, aventuras de casi cierto

acento homosexual. Esto es lo que veían en él sus contemporáneos…”

(AP, 83). Y esto es lo que pudo recoger Virués en sus tragedias, de

manera muy difusa pero, al mismo tiempo, muy significativa. En Atila

furioso se deja correr, a lo largo de todas la obra, la figura de Flaminia

vestida de Flaminio. La reina está enamorada de Flaminio y el rey de

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Flaminia. Hay una vacilación cuando Atila le dice que prefiere amarla

vestida de hombre. Hace tiempo que indicamos la cierta anomalía de

Atila. Creemos que es mejor insistir en la anomalía de Flaminia, cuyo

verdadero sexo es desconocido por la corte en que vive.

Esta mujer que actúa e intriga en palacio utilizando la figura del

hombre aparece también en La gran Semíramis, cuando la reina gobierna

bajo la apariencia de Ninias, su hijo. Flaminia y Semíramis, disfrazadas

de Flaminio y Ninias, son tal vez la expresión dramática de cómo

contemplaba el rumor público la actuación de la Éboli a través de su

instrumento, de su “disfraz” político, de Antonio Pérez. La voz popular

creó unos amores prohibidos y adúlteros entre Pérez y doña Ana. Y

según la misma vox populi, Pérez mató a Escobedo para evitar que éste

denunciase al rey los amores pecaminosos de Antonio y la princesa, a

quienes había sorprendido en “actitud deshonesta”. Marañón ha

deshecho el mito de estos amores y ha dicho, muy acertadamente, que

“casi sin excepción se trata, en las parejas de esta clase, de mujeres

tocadas de la pasión de mandar que utilizan al hombre como instrumento

para satisfacerla. Así ha ocurrido, desde la antigüedad hasta las

Cleopatras y Antonios de nuestros días, cuyas historias ruedan en libros

escandalosos” (AP, 209). Este es el caso de Antonio Pérez y de la

princesa de Éboli.

Cristóbal de Virués, en sus cinco tragedias, utiliza a la mujer como

motor de la acción. En las tres tragedias que nos interesan, la mujer es el

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monstruoso motor de la acción. Esas tres obras fueron, o por lo menos

hay todos los indicios para sospechar que lo fueron, inspiradas por el

horror que produjo a su autor la gran conspiración de la Éboli. Virués

dejó en sus tragedias una versión literaria, dispersa aquí y allá, mucho

más cercana a la realidad histórica de lo que creía y hablaba la voz

común. Cabría preguntarse por qué. Y creemos que la respuesta se

encontraría fácilmente en la actitud indignada y serena del capitán

Virués, soldado en Lepanto, ante la pérdida del héroe mítico Juan de

Austria a manos de unos conspiradores. O, más exactamente, de una

conspiradora, la princesa de Éboli, que actuaba a través de la acción

política de su aliado Antonio Pérez.

Así podemos comprender que Virués se queje y llore la corrupción

de los soldados Zelabo y Zopiro en la corte de la gran Semíramis. Y se

explicarán mejor los comentarios finales de la tragedia en La cruel

Casandra cuando dice que lo real es aún más trágico y terrible que lo

que la obra dramática nos ha mostrado.

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