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Agradecimientos

Transcripción

Bren'DG, Flopyna, Lucy511, Karina27, Mary Ann, Sandriuus, Layla, Alex

Yop EO, Kte Belikov , Anaid, Lornian, Andylove, Susana, Darkiel, Vania,

Estereta, Linda Abby, Airin, Joy98, Karlaberlusconi.

Corrección

Carol, Kte belikov, Ladypandora, Lia Belikov, Karla Mich, LizC, Anaid,

Mary Ann, Patite cour, Anaid, Alex Yop EO, Eneritz.

Moderación

Karlaberlusconi

Revisión & Recopilación

Karlaberlusconi

Diseño

Eneritz

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Índice: Sinopsis 4

Prólogo 5

Capítulo 1 6

Capítulo 2 27

Capítulo 3 57

Capítulo 4 90

Capítulo 5 118

Capítulo 6 141

Capítulo 7 167

Capítulo 8 189

Capítulo 9 221

Capítulo 10 273

Capítulo 11 300

Capítulo 12 316

Capítulo 13 342

Capítulo 14 365

Capítulo 15 382

Capítulo 16 406

Capítulo 17 421

Epílogo 448

Sobre la Autora… Amanda Grange 450

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Sinopsis

i queridísima Jane:

La mano me tiembla al escribir esta carta. Tengo los

nervios deshechos y estoy tan alterada que creo que no

me reconocerías. Los dos últimos meses han sido un

espeluznante remolino de circunstancias extrañas y perturbadoras, y el

futuro... Tengo miedo, Jane...

La mañana de su boda, Elizabeth Bennet se sentía la mujer más feliz del

mundo, pero tras iniciar el viaje de luna de miel rumbo a París, se ve

inesperadamente involucrada en una trágica maldición que pondrá a

prueba su amor por Darcy. Una tenebroso, conmovedora y visionaria

historia llena de peligro, oscuridad y amor mortal.

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PRÓLOGO

DICIEMBRE 1802

Transcrito por karlaberlusconi

Corregido por Carol

i queridísima Jane:

La mano me tiembla al escribir esta carta. Tengo los

nervios deshechos y estoy tan alterada que creo que no

me reconocerías. Los dos últimos meses han sido un

espeluznante remolino de circunstancias extrañas y perturbadoras, y el

futuro…

Tengo miedo, Jane.

Si algo me pasa, recuerda que te quiero y que mi espíritu siempre estará

contigo, aunque quizás no nos volvamos a ver. El mundo es un lugar

sombrío y aterrador en donde nada es lo que parece.

Todo era tan distinto hace apenas unos meses. Cuando amanecí la

mañana del día de mi boda, me creí la mujer más feliz del mundo…

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Capítulo 1

OCTUBRE 1802

Transcrito por Bren'DG & flopyna

Corregido por Carol

a mañana del día de la boda de Elizabeth Bennet había una

suave niebla y una agradable luz solar. Elizabeth abrió las

cortinas de su habitación para ver el ensoñador paisaje inglés,

sereno y bello debajo de una suave capa blanca. La niebla era más espesa

en el río; ahí se posaba voluptuosamente sobre el agua y luego iba

adelgazándose sobre los campos y pastizales para finalmente desaparecer,

sin dejar rastro, en los árboles.

Los pájaros estaban en silencio, pero había una sensación de expectativa

en el aire. Era como si el mundo estuviera esperando que el sol se

levantara, eliminara con su calor el brumoso velo, y revelara los

verdaderos colores de la campiña, no el blanco apagado y gris de ahora,

sino verde, azul y dorado.

Elizabeth se sumió en el asiento junto a la ventana y dobló las piernas

hasta que sus rodillas quedaron frente a ella. Se abrazó las piernas y sus

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pensamientos volaron hacia la ceremonia que habría de tener lugar un

poco más tarde. Le pasaban las imágenes por la mente: ella y su padre

caminando por el pasillo central de la iglesia, Darcy esperándola al final, el

anillo deslizándose en su dedo…

No sólo ella se había levantado temprano. Su madre ya estaba despierta

quejándose, con todo aquel que estuviera dispuesto a escucharla, de lo

nerviosa que estaba; Mary estaba tocando el piano; Kitty preguntaba a

gritos «¿Alguien ha visto mi moño? » y el señor Bennet ponía punto final a

su seca respuesta al cerrar la puerta de la biblioteca.

Al lado de Elizabeth estaba Jane, todavía durmiendo.

Mientras miraba por la ventana el despertar del mundo, Elizabeth pensó

en el último año y en lo afortunadas que eran ella y su hermana. Ambas

habían conocido a hombres a los que ahora amaban y, después de muchas

tribulaciones y dificultades, se iban a casar con ellos.

Elizabeth no pudo recordar de quién había sido la idea de hacer una

ceremonia conjunta, pero estaba contenta de saber que su hermana

habría de compartir con ella el días más feliz de su vida; no, no el día más

feliz de su vida, pues estaba segura de que ese estaba todavía por venir,

pero sí el día más feliz de su vida hasta ese momento.

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Conforme salía el sol y la niebla se disipaba, Jane se movió, parpadeó y se

colocó de costado sobre su codo; luego se acomodó el pelo quitándoselo de

la cara y poco a poco lució su hermosa sonrisa.

—Te despertaste temprano —le dijo a Lizzy.

—También tú.

—Ten. —Jane se bajó de la cama, fue detrás de la puerta, descolgó una

bata y se la echó sobre los hombros a su hermana—. No querrás resfriarte.

Lizzy tomó la bata y se la puso, luego, impulsivamente tomó la mano de su

hermana y dijo:

—Imagínate, en unas horas más estaremos casadas. Yo estaré camino al

Distrito de los Lagos para mi viaje de bodas y tú, camino a Londres para

visitar a los parientes de Bingley.

Jane se sentó frente a Elizabeth en el asiento junto a la ventana y

Elizabeth se recorrió un poco para hacerle más espacio. Jane dobló una

pierna frente a ella, dejó la otra recargada sobre el asiento y meneó el pie

que colgaba a unos cuantos centímetros del suelo.

Mientras veía en dirección a la ventana, con la mirada ausente, se

enrollaba uno de sus hermosos rizos con el dedo; luego volteó la mirada a

su hermana y le dijo:

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—¿Hubieras preferido que fuéramos juntas a nuestros viajes de bodas?

—Sí —respondió Lizzy— y no.

Jane asintió reflexiva.

—Voy a extrañarte, Jane, pero necesitamos pasar tiempo a solas con

nuestros esposos —dijo Lizzy—, en especial durante los primeros tiempos.

Pero vas a escribirme, ¿no?

—Claro, ¿y tú a mí?

—Todos los días bueno quizás no todos los días —dijo Lizzy con una

sonrisa repentina—, y quizás al principio no voy a escribirte en lo absoluto,

pero escribiré continuamente para contarte de mí y tú deberías hacer lo

mismo.

Escucharon el sonido de pasos en la escalera y supieron que era su madre,

que venía para apurarlas a arreglarse a pesar de que la ceremonia no

empezaría sino hasta después de unas tres horas. La saludaron

afectuosamente, con una alegría que les impedía agobiarse por nada y

escucharon todas sus preocupaciones, reales e imaginarias. Le aseguraron

que Kitty no tosería durante la ceremonia y que la señora Long no se

robaría al señor Bingley para su sobrina en el último momento.

—Estoy segura de que sería capaz de hacerlo —dijo la señora Bennet.

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—El señor Bingley ama a Jane —dijo Lizzy.

La señora Bennet sonrió complacida.

—No me sorprende. Sabía que la hermosa de Jane no sería en vano. Bueno,

niñas, bajen ya. El desayuno está servido en el comedor.

Elizabeth y Jane se miraron. No soportaban la idea de un desayuno

familiar con su madre quejándose y Mary dando lecciones de moral.

—No tengo hambre —dijo Elizabeth.

—Tampoco yo —dijo Jane.

Su madre protestó, pero no hubo forma de persuadirlas; así que la señora

Bennet bajó la escalera gritando.

—¡Kitty! ¡Kitty, corazón, quiero hablar contigo!…

Elizabeth y Jane suspiraron aliviadas cuando volvieron a estar a solas.

—Sí deberíamos comer algo, aunque no tengamos ganas —dijo Jane.

—No podría comer nada —dijo Lizzy—, estoy demasiado emocionada.

—Deberías intentarlo —dijo Jane mientras se ponía de pie y la miró con

afecto—. Va a ser una mañana muy larga y no querrás desmayarte en la

iglesia.

—De acuerdo —dijo Lizzy—, lo haré por ti, pero sólo si no tenemos que

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bajar.

Jane descolgó su bata y se la acomodó sobre los hombros, después salió

de la habitación.

Elizabeth se recargó sobre la ventana y sus ojos miraron hacia Netherfield.

Imaginó a Darcy levantándose también y preparándose para la boda.

Jane interrumpió sus pensamientos al llegar con una charola con pan y

chocolate y juntas hicieron un desayuno aceptable. Cortaron trozos de

roles calientes que comieron entre sorbos de chocolate caliente.

—¿Cómo piensas que va a ser? —preguntó Elizabeth.

—No lo sé —dijo Jane—, diferente.

—Tú te quedarás aquí en Netherfield —dijo Elizabeth—, pero yo voy a vivir

en Derbyshire.

—Con el señor Darcy —dijo Jane.

—Sí, con mi querido Darcy —dijo con una gran sonrisa.

Pensó en ella y en Darcy en Pemberley, paseando por sus exuberantes

terrenos y viviendo sus vidas dentro de sus lujosas habitaciones, y se

quedó perdida en felices ensueños hasta que su madre volvió de nuevo

para decirles que era tiempo de arreglarse.

Las dos jóvenes se levantaron del asiento junto a la ventana y fueron a

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lavamanos; ahí se quitaron sus camisones y se lavaron con agua

aromatizada antes de ponerse su ropa interior. Se sentaron pacientemente

a que Hill las peinara, trenzando perlitas por entre los mechones de sus

delicados moños y luego, antes de ponérselos, se probaron el corsé la una

de la otra y estuvieron riéndose todo el rato.

Se tomaron más silenciosas cuando llegó el momento de ponerse sus

vestidos de boda. Habían querido que sus vestidos fueran parecidos, pero

no iguales. Ambos eran de seda blanca, pero el vestido de Jane tenía el

cuello redondeado y estaba decorado con un listón, mientras que el de

Lizzy tenía el cuello cuadrado decorado con encaje. Primero Elizabeth le

ayudó a Jane a pasarse el vestido por arriba de la cabeza. El vestido fue

cayendo sobre el cuerpo de Jane hasta que, al llegar al suelo, se oyó un

crujido de seda; Elizabeth se lo ajustó, luego se hizo a un lado y miró a

Jane en el espejo. Le dio un beso en la mejilla y dijo: «Bingley es un

hombre afortunado.»

Luego, Elizabeth levantó los brazos para que su hermana pudiera pasarle

el vestido por arriba. El vestido cayó suavemente sobre la silueta de

Elizabeth y al caer al suelo se escuchó también un buen crujido.

Elizabeth se miró en el espejo y pensó que, de alguna manera, se vea

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diferente. Elizabeth Bennet estaba por desaparecer y Elizabeth Darcy no

había aparecido todavía. Por el momento, se encontraba atrapada entre

eses dos mundos, no era ni una ni la otra. Le daría pensar dejar ir a la

primera, pero al mismo tiempo, estaba deseosa de que la segunda llegara:

un nuevo nombre, y con él, un nuevo mundo y una nueva vida.

Las dos jóvenes se miraron, se abrazaron y se rieron. Se pusieron sus

tocados con el velo, se pusieron sus largos guantes blancos y tomaron sus

ramos, con lo que se dispersó el aroma de rosas por el aire. Luego,

tomadas de la mano, bajaron la escalera.

—Pues aquí estamos; dos novias —dijo Elizabeth cuando llegaron al final

de la escalera y, repentinamente, se estremeció.

—¿Qué pasa? —preguntó Jane.

La voz de Elizabeth sonó rara.

—No lo sé. Tuve una sensación extraña, casi como un presentimiento.

—¡Ah! No es otra cosa que los nervios de la boda —se oyó la cálida voz de

su padre detrás de ella cuando volteó, lo vio mirándola amorosamente—.

Todos los sienten el día de su boda. A menos que —dijo repentinamente

serio— hayas cambiado de opinión, Lizzy. Si es así, es mejor que lo digas

de una vez. Sabes que sólo tienes que decirlo. Todavía no es demasiado

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tarde.

Elizabeth pensó en su amado Darcy y en la forma en que él la miraba

como si fuera la única mujer en el mundo y dijo:

—No, por supuesto que no, papá. Es sólo lo que tú dices, los nervios de la

boda.

—Qué bueno, porque no soportaría que te fueras con alguien que no te

mereciera o con alguien quien no amaras verdaderamente —dijo de modo

escrutador.

—Sí lo amo, papá, con todo el corazón —dijo Elizabeth.

—Bueno, el carruaje está listo y sus damas de honor están esperándolas.

Su madre ya se fue a la iglesia y es hora de que nosotros nos vayamos

también.

Le ofreció un brazo a cada una de sus hijas y luego, con Lizzy a su derecha

y Jane a su izquierda, las condujo afuera, hacia el carruaje.

* * * * *

Las calles de Meryton estaban llenas de personas llevando a cabo sus

rutinas diarias, pero todas se detenían a mirar y a sonreír conforme

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pasaba el carruaje de los Bennet, que fue el centro de atención en su

recorrido hacia la iglesia. Al llegar, Elizabeth y Jane vieron que la entrada

estaba decorada con flores.

—Ésa fue idea de su hermana Kitty —dijo el señor Bennet mientras

ayudaba a sus hijas a salir de carruaje.

Kitty bajó del carruaje detrás de ellas y junto a la otra dama de honor,

Georgiana Darcy, y se sonrojó de placer al ver el evidente gusto de sus

hermanas.

—No obstante, su hermana Mary pensó que era un gesto bien

intencionado pero fútil, pues el estado de la entrada no tendrá ninguna

injerencia en su felicidad futura; de hecho, eso es algo que ella ya aprendió

—añadió con sequedad el señor Bennet.

Elizabeth se rio, pero mientras recorría el pasaje hacia la iglesia, sintió que

su buen humor la dejaba y cómo los nervios empezaban a abrumarla.

¿Estaría ya Darcy ahí? ¿Habría cambiado de parecer? ¿Acaso llevaría

puesto su abrigo azul?

Ese mal pensamiento llegó a su mente y le hizo darse cuenta de lo absurdo

que eran sus preocupaciones y se rio en silencio.

Cuando llegaron a la puerta de la iglesia, el señor Bennet se detuvo.

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—Bueno, niñas, déjenme verlas por última vez —dijo con los ojos

sospechosamente humedecidos—. Sí, les va a ir muy bien —añadió

finalmente con una sonrisa sincera—. De hecho, les va a ir más que bien.

Sin duda, ustedes son las dos novias más hermosas de Inglaterra.

Después de darle un abrazo a cada una, las condujo al interior.

Cuando entraron a la iglesia, Elizabeth y Jane vieron que sus familiares y

amigos se habían congregado para presenciar su boda. La señora Bennet

estaba sentada a un lado del pasillo con los Gardiner y los Phillip; Caroline

Bingley estaba del otro lado con su hermana y su cuñado. Los amigos y

vecinos estaban esparcidos por todos lados y muy deseosos de presenciar

la ceremonia.

El señor Collins dijo en un fuerte susurro que, en su calidad de clérigo,

estaba listo para conducir la ceremonia en caso de que el párroco de

Meryton se hubiera enfermado repentinamente; pero como el señor

Williams era un hombre joven e incluso ya estaba de pie frente a ellos, no

parecía que su ofrecimiento fuera a ser necesario.

Los dos novios estaban esperando al frente de la iglesia; se sonreían

nerviosos uno al otro y repetidamente preguntaban a los padrinos de

bodas si loa anillos estaban a salvo. Ambos se veían muy bien y estaban

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vestidos inmaculadamente con frac negro y pantalón blanco. Sus fulares

estaban recién almidonados y sus camisas blancas estaban plegadas a la

altura de la cintura.

En cuanto a Elizabeth y Jane comenzaron a caminar por el pasillo central,

Mary, que estaba sentada en el órgano de la iglesia, tocó una sonata y

todos voltearon a ver a las novias. Se escuchó un murmullo de admiración

que poco a poco fue desapareciendo.

Cuando Elizabeth y Jane llegaron frente al altar, entregaron sus ramos a

Kitty y a Georgiana y luego se colocaron de pie al lado de ellas. Hubo unos

cuantos tosidos, aunque por suerte ninguno de Kitty, y el sacerdote

comenzó.

—Queridos hermanos, estamos aquí reunidos…

Elizabeth miro furtivamente a Darcy. Se veía más nervioso que nunca

antes; más nervioso incluso que cuando había ido a verla al mesón de

Lambton después de su separación. Pero, al sentir su mirada, el volteó a

verla y ella sintió que sus nervios desaparecieron y, sonriéndose uno al

otro, volvieron la mirada al sacerdote.

—¿Quién da a esta mujer en matrimonio con este hombre? —preguntó el

reverendo Williams.

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—Yo —respondió el señor Bennet con una mirada de amor paternal y

orgullo.

El señor Darcy tomó la mano de Elizabeth con su mano derecha y repitió

después del señor Williams:

—Yo, Fitzwilliam Charles George Darcy, te tomo, Elizabeth Eleanor Anne

Bennet, como mi esposa. Para quererte y cuidarte, desde hoy en adelante,

en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y

la enfermedad, para amarnos y honrarnos hasta que la muerte nos separe.

Mientras repetía, se oyeron suspiros de toda la congregación, pero más

notablemente, de la esquina en la que estaba sentada Caroline Bingley.

Elizabeth y Darcy se soltaron las manos y luego ella tomó la mano derecha

de Darcy con su mano derecha y pronunció sus votos con una voz tan

clara, que hizo que la señora Bennet tuviera que limpiarse las lágrimas de

los ojos con su pañuelo; cuando Darcy le puso el anillo a Elizabeth, se

escucho en toda la iglesia un murmullo de aprobación.

Una vez hechos los votos, fueron a la sacristía a firmar el registro,

acompañados de Jane y Bingley, cuyos votos también se habían

pronunciado en tono igualmente amoroso. Mientras Elizabeth y Jane

firmaban sus nombres como Bennet por última vez, Mary interpretó otra

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sonata.

—¡Ay, señor Bennet, sólo piénselo, nuestra Elizabeth es ahora la señora

Darcy! ¡Dios mío, con un ingreso de diez mil libras al año! —escuchó

Elizabeth claramente la voz de su madre murmurando en un tono jubiloso

cuando salieron de la sacristía.

Recorrieron el pasillo central de regreso para recibir las felicitaciones.

Cuando salieron de la iglesia, se acercó a ellos sir Williams Lucas, quien

les obsequió un augusto discurso y, detrás de él, apareció el señor Collins,

quien les hizo una reverencia y aderezó sus felicitaciones diciendo:

—Estimada patrona, lady Catherine de Bourgh —antes de dejarlos

caminar libremente.

Cuando llegaron al final de camino, el señor Gardiner le entregó al señor

Darcy algunos mensajes que habían llegado de quienes no habían podido

asistir a la ceremonia y le enviaban buenos deseos. El señor Darcy se los

leyó a Elizabeth mientras llegaban a donde los estaba esperando el carro

de los Darcy.

Elizabeth subió al carro y se encontró con el aroma a cera y la suavidad de

la piel de los asientos, era totalmente diferente al carro de los Bennet, que

tenía el interior húmedo y la tapicería remendada. Incluso las persianas

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del carro de los Darcy eran de seda.

Entre los alegres gritos de la congregación, el carro tomó el camino de

regreso a Longbourn para el desayuno de la boda. El señor Darcy iba

sentado frente a Elizabeth y ella vio una expresión de amor tan puro en el

rostro de él, que sintió que se le cerraba la garganta.

Se volteó, momentáneamente abrumada, y él continuó leyendo los

mensajes de buenos deseos. Luego Elizabeth saludó con la mano por la

ventanilla a los jóvenes de la familia Lucas, que reían y vitoreaban

mientras el carro los pasaba. Pero no pudo mantener la mirada apartada

de él durante mucho tiempo y volteó a verlo en el reflejo de la ventanilla,

con el deseo de ver su cara otra vez… luego su corazón se sobresaltó, pues

la expresión de amor en su rostro había cambiado por una de tormento.

Se sintió repentinamente asustada y se preguntó qué podía significar.

Por un momento, pensó si quizá él se arrepentía del matrimonio. Pero no,

ciertamente, no se trataba de eso. Él le había dado tantas pruebas de sus

sentimientos, amándola a pesar de sus prejuicios ciegos, a pesar de que lo

hubiera rechazado en Rosings y a pesar de su triste e incómoda falta de

garbo cuando se encontraron de improvisto en Pemberley; que estaba

segura de que no lo lamentaba. Pero sí había visto una expresión de

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tormento en su rostro.

Debía saber que significaba. En espera de lo peor, volteó a verlo y encontró

que la expresión había desaparecido y que él estaba tranquilamente

leyendo los mensajes.

Estaba sorprendida; entonces pensó si quizás el cristal había

distorsionado sus rasgos. No era un espejo, era una ventanilla y no estaba

hecha para reflejar; además, la luz podía jugar trucos raros incluso sobre

la superficie más lisa. Estaba claro que ahora no había ningún rastro de

angustia en su rostro.

El carro dio la vuelta hacia el corredor de autos de la Casa Longbourn, y al

ver la multitud esperándola para darle la bienvenida, dio por concluido el

asunto. Los vecinos que habían salido antes que ellos, estaban muy

sonrientes esperando para saludarla.

El ánimo era contagioso. Darcy la ayudó a salir del carro y luego estrechó

las manos de todos los invitados mientras arrojaban pétalos de rosas y los

llenaban de buenos deseos.

El carruaje de Jane, que venía detrás del de Elizabeth, llegó, y a los gritos

de: «¡Felicidades señor y señora Darcy!» se unieron los de: «¡Larga vida y

felicidad señor y señora Bingley!»

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Elizabeth, dispersando su incertidumbre, tomó un puñado de pétalos de

rosas y se los arrojo alegremente a su hermana.

—¡Tres hijas casadas! —gritó la señora Bennet, y el señor Bennet se aclaró

la garganta más de lo necesario para quien no padece tos.

Todos entraron. El recibidor estaba adornado con flores y los invitados

pasaron hablando y riendo en su recorrido hacia el comedor. Ahí estaba ya

dispuesto el desayuno de la boda. La mesa estaba cubierta con tela de un

blanco inmaculado y el cristal y los cubiertos estaban relucientes.

Mientras los invitados tomaban sus lugares a la mesa, la señora Bennet

entraba y salía de la habitación incesantemente hasta que el señor Bennet

le dijo que Hill se había encargado de todo.

—Siéntese, querida, y deje que Hill se haga cargo de todo —dijo mientras

la señora Bennet se levantaba de la silla por enésima vez.

Al centro de la mesa había una variedad de platillos servidos en porcelana

china y decorados con flores cristalizadas. Pollo frío, agachadiza, gallina,

faisán, jamón, ostras y res, además de ensaladas coloridas, las últimas de

año. A un lado había tartas de frutas, bebida hecha de leche, vino y azúcar

y pasteles de queso. Al centro de la mesa, había dos pasteles de bodas

decorados, uno con las iniciales E y F y otra con las iniciales J y C.

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Las voces se silenciaron conforme la gente empezó a comer y lo único que

rompía el silencio eran el tintineo de las copas y el chasquido de los

cubiertos sobre los platos.

Cuando por fin los invitados saciaron su apetito, sir William Lucas se puso

de pie.

—Y ahora —dijo—, quiero proponer un brindis: a las joyas más hermosas

de país, la señorita Jane Bennet y la señorita Elizabeth Bennet…

—¡Sí, sí! —se escucharon los gritos.

—… quienes ahora serán llevadas en brazos por sus afortunados esposos

como la señora Bingley y la señora Darcy.

Se escucharon más gritos y vivas.

—Estoy segura de que no pasará mucho tiempo antes de que mis otras

niñas se casen. Kitty es muy servicial y tan bonita como Lizzy, y Mary es la

niña más perfecta de estos lugares —dijo la señora Bennet.

Una vez terminado el desayuno y pronunciados los discursos, llegó el

momento de partir los pasteles. Elizabeth y Jane se pusieron de pie, una al

lado de la otra y con sus esposos detrás de ellas. Los pasteles eran el

orgullo de la cocina de Longbourn. El rico pastel de frutas había sido

envinado con brandy antes de cubrirlo con pasta de almendras y con un

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suave betún blanco. Elizabeth y Darcy, así como Jane y Bingley pusieron

una mano sobre sus respectivos cuchillos y partieron los pasteles.

—¡Pidan un deseo! —les grito Kitty.

Y de repente, una corriente fría sacudió a Elizabeth, pues la asaltó el

temor innumerable de que debía haber una respuesta a sus

presentimientos.

—Quisiera que me dijera verdaderamente si lamenta nuestro matrimonio

—le dijo en voz baja a Darcy mientras lo miraba. En un instante la sonrisa

de Darcy desapareció y ella vio una fuerte emoción llegar a su rostro. La

mano de él se cerró convulsivamente sobre la de ella, de modo que la

apretó con firmeza. Y ella vio una mirada de resolución en el rostro de él

conforme le respondía.

—No. Nunca —luego, él presionó la mano de Elizabeth, forzándola hacia

abajo con una rapidez y fuerza perturbadoras y juntas sus manos

deslizaron el cuchillo hasta el fondo del pastel.

Sin embargo, a pesar de sus palabras, él no estaba tranquilo, y tan pronto

como se apagó el vitoreo, le dijo a Elizabeth—: Es hora de que nos

vayamos.

Él tomó la mano de ella y la sostuvo firmemente con la suya. Le agradeció

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a los congregados por su presencia y sus buenos deseos y luego dijo que él

y su esposa debían irse pues tenían un largo camino por recorrer.

Se oyeron más buenos deseos mientras él conducía a Elizabeth hacia el

carro y la ayudaba a subir.

—Ha habido un cambio de planes. Quiero que nos lleve a Dover —le indico

Darcy al conductor cuando Elizabeth se estaba acomodando dentro.

—¿Dover? —pregunto ella sorprendida en cuanto Darcy se subió al carro.

Él se acomodó frente a ella—. Pensé que iríamos hacia el norte, al Distrito

de los Lagos. Dover está en dirección contraria.

—Podemos ir al Distrito de los Lagos en cualquier momento. No debe

apegarse a esa idea; ese plan fue de corta duración y preferiría llevarla al

continente. Quiero mostrarle París.

—¿Pero no es peligroso? —pregunto Elizabeth.

Él la miró con cierta perturbación y se inclinó hacia adelante en su asiento.

—¿Qué ha oído? —le preguntó.

—Nada —respondió ella, sobresaltada por el cambio en su actitud—. Solo

que la guerra con Francia podría estallar de nuevo en cualquier momento

y que cuando eso suceda los ingleses no estarán a salvo ahí.

—¡Ah, solo eso! —dijo él, volviendo a reclinarse sobre su asiento—. No

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tiene nada de qué preocuparse. Es perfectamente seguro. La paz va a

durar un buen tiempo todavía. Y tengo amigos y familiares en París que

quiero volver a ver, gente a la que además quiero que conozca.

—Nunca antes había hablado de ellos —dijo ella.

—No fue necesario. Le resultarán agradables, estoy seguro, y también

usted a ellos.

—Nunca he ido a París —dijo ella en tono meditativo—. Nunca he salido de

Inglaterra.

—París está cambiando, pero todavía es una ciudad de gran elegancia, y

los parisinos son encantadores. A veces demasiado encantadores —dijo y

una sombra cruzó por su rostro. Luego su estado de ánimo se aligeró y

dijo—: Tendré que cuidarla bien.

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Capítulo 2

Transcrito por Lucy511

Corregido por Karla Mich

a comitiva era bastante grande. Detrás del carro de Darcy y

Elizabeth había un segundo carruaje con el criado de Darcy, la

doncella de Elizabeth y baúles de ropa. Había lacayos que

montaban guardia contra algún ataque y escoltas que iban delante de ellos

para pagar el peaje, de modo que el carro de los Darcy pudiera pasar sin

detenerse.

Todo era muy distinto de los viajes que Elizabeth había hecho con su

familia. En ellos, Elizabeth había sufrido todos los retrasos e

incomodidades que forman parte de un tipo de viaje menos lujoso. Había

viajado apretada, junto a otros seis pasajeros que se habían reído, peleado,

quejado o protestado durante todo el viaje.

El carro pronto dejó Hertfordshire atrás y comenzó a viajar en dirección al

sureste. Ese camino le resultaba familiar a Elizabeth; lo había tomado la

Pascua anterior cuando visitó a Charlotte en la rectoría de Rosings. No

obstante, esta vez no se detuvieron en Londres sino que se siguieron hasta

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Kent. El carro pasó por ciudades y pueblos, pero, la mayor parte del

tiempo, estaban en campiña, que estaba radiante por la fertilidad otoñal.

Había moras que resplandecían en los arbustos y manzanos llenos de

fruta en el campo.

Darcy habló muy poco durante el viaje. Parecía estar pensando en algo y a

Elizabeth no le gustaba molestarlo. Por lo menos, la expresión de su rostro

ya no era de tormento, sino de abstracción, pero ella seguía pensando si

quizá él era presa de humores extraños.

Ella se preguntó qué tanto lo conocía en realidad. Lo había visto en

Netherfield, en Rosings y en su casa de Derbyshire, pero siempre había

habido otras personas y ella sabía que los hombres, estando en compañía,

no son como cuando están solos. Habían estado a solas cuando

recorrieron las calles de Longbourn, ya comprometidos; pero ni si quiera

entonces habían estado verdaderamente solos: en todo momento había

habido algún vecino que iba de compras, un labriego de camino al

mercado o algún sirviente en el cumplimiento de una diligencia. Ahora que

estaban solos, Elizabeth estaba emocionada, pero también angustiada,

ante la posibilidad de saber más sobre él, y se preguntaba qué nuevas

facetas de su carácter se mostrarían en las siguientes semanas. También

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pensaba en qué otros cambios de planes habría durante el viaje de bodas.

Ese pensamiento la llevó a otro que la hizo sonreír.

Darcy le lanzó una mirada interrogativa.

—Pensaba en que no estaba destinada a visitar el Distrito de los Lagos —

dijo Elizabeth—. Se suponía que iría el año pasado con mis tíos, pero los

asuntos del negocio de mi tío nos hicieron cambiar de plan. Y ahora, los

planes han cambiado de nuevo. Me pregunto si alguna vez veré los lagos.

—Le prometo que iremos, pero si no vamos al continente ahora, podrían

pasar años antes de que volvamos a tener la oportunidad. Napoleón podrá

hablar de paz, pero ya he visto a hombres como él y, a pesar de lo que

digan, sólo piensan en la guerra. Ahora hay un cese a las hostilidades y

debemos aprovecharlo.

El sol estaba por ponerse, y si bien el día había sido cálido, era octubre y

los días duraban poco. Darcy comenzó a bajar las persianas del carruaje,

pero Elizabeth, deseosa de ver la puesta de sol, se desplazó para detenerle

la mano. Él no se detuvo y le explicó que el interior del carruaje guardaría

mejor el calor si bajaban las persianas. Hubo algo en la forma que lo dijo,

un tono inusual en su voz, que hizo que Elizabeth no quisiera

contradecirlo.

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Continuaron su viaje en silencio y Elizabeth pensó, con una leve sensación

de intranquilidad, que esto no era lo que había esperado. Había anhelado

que llegara el momento de este viaje, pensando que estaría lleno de

conversación y risas y quizás del tipo de amor que el matrimonio trae

consigo, pero su esposo parecía preocupado. Estaba sentado, con la

mirada en otro lado y ella lo observaba, examinaba su perfil. Era un rostro

fuerte, de rasgos hermosos y, sin embargo, había algo en él que no lograba

entender. Era el hombre con el que se había casado y, al mismo tiempo,

era otro distinto, más distante, y ella se preguntaba si sería por la

naturaleza agotadora del viaje o si quizás estaba retomando su anterior

forma de ser, más reservado.

Aunque Elizabeth no podía ver nada fuera del carro, percibía los cambios

en los sonidos y en los olores conforme se acercaban a la costa. El dulce

canto de los mirlos y petirrojos fue sustituido por el estridente grito de las

gaviotas, y el olor a hierba y flores fue remplazado por el penetrante olor de

la sal, que impregnó todo el carruaje. Elizabeth no sólo lo sentía en la nariz,

sino también en los labios y en la lengua.

El carruaje, que había andado suavemente sobre caminos lodosos,

comenzó a sacudirse y a traquetear debajo de los adoquines, y el chapaleo

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de las ruedas se sumó a los ásperos sonidos de las aves marinas.

Impaciente por ver en dónde estaban, Elizabeth abrió una de las persianas

y su esposo no se movió para detenerla.

Lo primero que vio fue la imponente silueta negra del castillo de Dover,

que se elevaba sobre el paisaje y se estremeció, pues en la oscuridad, el

castillo parecía algo enorme y maligno, un inmenso vigía montando

guardia; pero a ella no le quedaba claro si parecía proteger o aprisionar a

la ciudad. Y luego vio los riscos, eran tan blancos como los huesos de una

jibia y, bajo la pálida luz de la luna, tenían un resplandor palpitante.

Frente a ellos, se delineaban las siluetas de barcos de altos mástiles que

subían y bajaban con el oleaje. Sus cabos atracados crujían y lanzaban

fuertes suspiros con el movimiento, como el murmullo de almas

intranquilas.

Luego el carruaje dobló en una esquina y todo cobró un aspecto más

alegre. Frente a ella, Elizabeth vio un mesón. Se veían luces en las

ventanas y, afuera, colgaba un rótulo en colores brillantes. El carro entró

al patio, tan iluminado por antorchas, que incluso parecía de día. Había

alboroto y bullicio y calor y color y Elizabeth se rio de sí misma por el

miedo innombrable que se había apoderado de ella al llegar al puerto.

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El conductor jaló las riendas de los caballos y el carro se detuvo

suavemente. Su viaje no había tenido retrasos ni frustraciones como los

que había pasado cuando viajaba con su familia; no se había perdido

tiempo en procurar llamar la atención de alguien, pues, en cuanto el carro

se detuvo, se les brindó atención a los caballos, se abrió la portezuela, se

colocó el escalón de ascenso y descenso del carruaje y el mesonero les dio

una obsequiosa bienvenida. Los escoltó hasta el interior, reverenciándolos

continuamente mientras les preguntaba sobre su viaje y les aseguraba que

se habían detenido en el mejor mesón de Dover.

—La chimenea del salón está encendida, para cuando estén listos para

cenar —dijo— y pediré que prendan lasa de sus habitaciones. Pueden

descansar con la tranquilidad de que atenderemos todas sus necesidades.

Darcy se detuvo justo al entrar al mesón.

—Usted continúe —le dijo a Elizabeth— yo tengo que ir al puerto a arreglar

nuestros pasajes para Francia.

—¿No podría arreglarlo uno de los escoltas? —le preguntó.

—Prefiero hacerlo yo mismo —respondió él.

Le hizo una reverencia y salió. Elizabeth fue conducida al segundo piso por

la esposa del mesonero y mientras subía volvió a pensar en las acciones

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inesperadas de su esposo.

La mujer abrió la puerta de un departamento bien amueblado y se quedó

de pie, aun lado de la puerta, en actitud deferente mientras Elizabeth

entraba. El cuarto estaba bien iluminado, tenía una cama de cuatro postes

con un cubrecama que hacía juego con las cortinas. Había una chimenea

en la esquina y ya una de las mucamas estaba encendiendo pacientemente

el fuego.

Luego, la esposa del mesonero abrió una puerta que conectaba ese

departamento con una habitación un poco más grande y menos iluminada.

Sin duda, había sido amueblada para recibir a un caballero; tenía muebles

de roble sólido y pinturas de barcos colgadas en las paredes.

—Gracias, con esto estaremos perfectamente —dijo Elizabeth.

—Gracias, señora —dijo la esposa del mesonero al tiempo que le hizo una

reverencia—. ¿A qué hora van a cenar?

—En cuanto llegue mi esposo —dijo Elizabeth.

—Muy bien —dijo la mujer y se retiró después de una última reverencia.

Elizabeth estuvo un momento más en la habitación de Darcy. El

cubrecama estaba ya abierto y ella imaginó la cabeza de él sobre la

almohada, con su pelo oscuro contrastando contra el blanco de las

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sábanas. Repentinamente sintió deseos de tocar su pelo, de sentir su

textura entre sus dedos y de percibir su olor.

Volvió a su habitación y vio que la camarera ya había colocado una jarra

de agua caliente en la jofaina. Se quitó la ropa con la sensación de estar

sucia por el viaje y, de pie sobre un hermoso polibán de porcelana, se lavó

todo el cuerpo; apretaba la esponja para que el agua le escurriera y dejara

a su paso canales de agua limpia. Cuando el agua comenzó a enfriarse, se

enjuagó más rápidamente y, al termina, fue hacia su cama, en donde su

doncella había colocado el vestido azul nuevo que había traído

especialmente como ajuar de novia.

Annie, su doncella, salió del vestidor y la ayudó a vestirse; le pasó por

arriba de la cabeza su ropa interior decorada con encaje y le ajustó el corsé.

Mientras lo hacía, Elizabeth pensó en lo raro que se sentía que la vistiera

alguien a quien ella no conocía. En Longbourn nunca había necesitado

una doncella, pues siempre había estado su hermana Jane para ayudarla

y, mientras se arreglaban para los bailes, charlaban y reían; también

siempre había estado Hill, que les brindaba más ayuda cuando la

necesitaban y las regañaba y apuraba para que terminaran de arreglarse

pronto y que, cuando estaban listas, daba unos pasos hacia atrás para

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admirarlas. También habían estado su mama y Kitty y Mary y Lydia; pero

aquí no había nadie más que Annie.

Mientras terminaba de arreglarse poniéndose los largos guantes blancos

de noche, Annie abrió la boca como para hablar, pero volvió a cerrarla.

Luego volvió a abrirla y, en un ademán nervioso, se secó las manos sobre

el mandil.

—¿Sí, Annie? —preguntó Elizabeth.

—Bueno, señorita, señora, estaba pensando si será verdad; eso es todo.

Como los otros están diciendo que vamos a salir de Inglaterra… ¿de verdad

vamos a ir a Francia?

—Sí, así es —dijo Elizabeth, suspendiendo por un momento la maniobra

de abrocharse el botón del guante para mirar a Annie—. ¿Te preocupa? —

le preguntó.

—No —respondió Annie incierta—, pero algunos de ellos no están tan

seguros. Cosas malas suceden en Francia; eso dicen ellos, cosas muy

malas.

—En Francia han sucedido cosas terribles en los últimos años, pero eso se

acabó —dijo Elizabeth, con la esperanza de sentirse tan segura como

sonaba—. No nos quedaremos si corremos peligro.

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Annie asintió con una expresión que denotaba que no le creía enteramente,

entonces Elizabeth le mostró una sonrisa tranquilizadora y luego salió,

para bajar al salón privado en donde había una chimenea encendida. La

ventana daba al frente del mesón y se podía ver también el camino, así que

se quedó mirando afuera, con la intención de ver llegar a Darcy.

Finalmente se cansó y, cuando volteó la mirada a otro lado, vio que él

estaba ahí, en el salón. La recorrió un estremecimiento, no comprendía

cómo era posible que él hubiera entrado sin que ella lo escuchara abrir la

puerta.

Pero se olvidó de todo en cuanto vio su mirada de admiración y lo escuchó

decir:

—Se ve usted hermosa.

—Gracias.

Él dio un paso adelante, tomó la mano de ella y la besó.

—Elizabeth, si parezco preocupado es sólo porque tengo mucho en que

pensar en este momento. La voy a hacer feliz, se lo juro.

—Sé que lo hará —dijo ella.

Él levantó su mano hacia la mejilla de Elizabeth, pero detuvo su gesto

cuando el mesonero entró al salón. Por su rostro cruzó una expresión de

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frustración; luego soltó la mano de Elizabeth y tomó su lugar en la mesa al

tiempo que ella tomaba el suyo.

—¿Pudo arreglar lo de nuestros pasajes? —preguntó ella cortésmente

mientras servían la comida.

Con los sirvientes yendo y viniendo ella no quiso hablar sobre nada más

íntimo.

—Sí, zarparemos mañana por la mañana. ¿Se marea usted durante la

navegación? —preguntó él.

Ella levantó las cejas.

—No lo sé. Nunca antes he estado en un barco.

—Entonces ésta es su oportunidad para descubrirlo. Creo que lo va a

disfrutar. El capitán dice que el mar estará tranquilo mañana. Es un

hombre bastante hábil y está acostumbrado a mis formas. Por lo general

viajo con él cuando cruzo al continente.

Continuaron hablando del viaje y de sus planes para el día siguiente hasta

que terminaron de cenar y entonces Elizabeth se retiró al cuarto. Su

esposo dijo que tenía que hablar con el mesonero, así que ella subió con la

expectativa del momento en el que él se le uniera.

Se desvistió con la ayuda de Annie y se puso su camisón nuevo, decorado

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con un fino encaje de Brujas y luego le dijo a su doncella que podía

retirarse.

Se puso nerviosa mientras pensaba en todas las indecencias que les había

contado Lydia, las historias desalmadas sobre la vida de los casados.

Elizabeth se preguntaba si sería así para Darcy y para ella.

Ella creía que no.

Para pasar el tiempo, Elizabeth fue al escritorio de viaje que había traído

consigo y comenzó a escribir una carta para Jane.

Mi queridísima Jane:

Te vas a sorprender cuando te diga que, después de todo, no vamos al

Distrito de los Lagos; estamos de camino a Francia…

Le resultaba difícil mantenerse enfocada en la carta, así que irguió la

cabeza para ver si escuchaba los pasos de Darcy en la escalera o el girar

del picaporte de la puerta que conectaba sus habitaciones; pero el mesón

estaba en silencio, salvo por el murmullo de voces que venía de abajo.

Entonces volvió a su carta. Escribió sobre su viaje, sobre el mesón, sobre

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sus esperanzas para el futuro pero su esposo no llegaba.

…Dime, Jane, ¿el matrimonio es lo que esperabas?

Escribió.

¿Bingley tiene estados de ánimo extraños? ¿Cambia de parecer rápidamente?

¿Tiene extravagancias? Nunca pensé que Darcy sería así, con arranques y

caprichos extraños, y cambios de ideas tan repentinos, y tampoco nunca

pensé que me abandonaría en nuestra noche de bodas, pero he estado en

mi habitación durante una hora ya y todavía estoy sola. Quizás está

cansado después del viaje, o quizás cree que yo estoy cansada… A menos

de que haya hecho algo que lo ofendiera. Pero no, ¿qué pude haber hecho?

El reloj marcó las doce de la noche y ella continuó escribiendo hasta que

finalmente se quedó dormida en la silla.

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* * * * *

La doncella despertó a Elizabeth. Su cuerpo estaba rígido y adolorido por

haber pasado la noche en la silla y se sintió avergonzada de que su

doncella la hubiera visto abandonada, pero ella no mostró ninguna señal

de haber presenciado nada inusual. En lugar de ello, se ocupó de arreglar

las cosas de Elizabeth. Una hora más tarde, refrescada por el agua y el

jabón aromático, Elizabeth bajó.

Darcy ya estaba en el comedor. Cuando ella entró, él levantó la mirada y,

al verla, sus ojos destellaron; de esa forma, él le decía, más claramente que

con palabras, que lucía encantadora. Tomó su mano y la besó, luego la

condujo hacia la mesa sin mencionar nada respecto a la noche anterior y

ella no podía decir nada frente a la gente de servicio.

Comieron un buen desayuno y luego emprendieron su camino hacia los

muelles. Como Elizabeth extrañaba sus caminatas diarias, decidió no ir en

el carro, por lo que se fueron a pie. El día estaba inusualmente hermoso.

Ya era octubre, pero el aire suave, el viento fresco y el sol brillante lo

hacían parecer todavía septiembre. Todo estaba en calma, las sombras se

movían delicadamente sobre el paisaje y Elizabeth se preguntó cómo podía

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haber percibido el castillo, el mar y los riscos como algo amenazante.

Ahora le parecía que eran pintorescos y que le añadían encanto a la vista.

Darcy fue amable en todo momento y sus pensamientos estuvieron en

sintonía cuando comentaron sobre el puerto, la gente y el bullicio a su

alrededor. Como en la noche había llovido, Darcy jugaba a molestar a

Elizabeth siempre que su falda se arrastraba en el lodo.

—Señora Darcy, ¿se da cuenta de que sus enaguas tienen 15 centímetros

dentro del lodo?

Ella se rio y recordó cómo, casi un año antes, debido a que Jane estaba

enferma, había ido a Netherfield caminando y había llegado con aspecto de

haberse arrastrado por el suelo.

—¡Caroline estaría horrorizada! —dijo mientras dirigía la mirada abajo,

hacia su dobladillo enlodado.

—El año pasado estaba francamente horrorizada.

—¡Ya me imagino mi aspecto! Debe usted haber creído que yo era una

criatura extraña por haber aparecido en la casa con todo ese lodo.

—En lo absoluto. Es cierto que pensé que era innecesario que usted

hubiera recorrido a pie todo ese camino para ver a su hermana cuando, en

realidad, ella no tenía nada más que un ligero resfriado; sí, debo admitir

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que fui muy arrogante, pero sus ojos, lo recuerdo claramente, estaban

llenos de brillo por el ejercicio. De hecho, toda su cara resplandecía. No

creo haber visto jamás a una mujer lucir tan encantadora. Creo que fue

desde entonces que comencé a sentir que corría peligro frente a usted,

aunque, desde luego, no lo reconocí en ese momento.

—Está usted determinado, por lo que veo, a concentrarse en el resplandor

de mis ojos en lugar de en mi apariencia salvaje.

—¡Naturalmente! Sus cualidades positivas están bajo mi protección, si lo

recuerda, y tengo su permiso para exagerarlas tanto como me sea posible.

Ella se rio mientras recordaba ese encuentro en el verano.

—Pero en caso de que quisiera evitar el lodo en adelante, hay forma de

hacerlo. Si usted me permitiera comprarle un caballo, podríamos montar y

evitarle así la molestia a su ropa —dijo Darcy. Luego la miró pensativo y

dijo—: Siempre me he preguntado por qué usted no monta. Jane no le

tiene aversión a los caballos; la recuerdo montando hacia Netherfield, pero

a usted nunca la he visto a caballo.

—Yo tampoco le tengo aversión a los caballos, pero los recorridos a caballo

toman tanto tiempo. Primero, hay que pedir el caballo; luego tienen que

prepararlo, siempre que papá pueda permitírselo, claro; luego, caminan

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tan despacio que me siento tentada a bajarme y cargarlo yo en lugar de

que él me cargue a mí.

—Ah, ya veo, usted no tiene objeción alguna a montar, sino a los

inconvenientes de montar.

—Espero que esté bromeando conmigo, señor Darcy; si no, debo parecerle

horriblemente mimada.

—En absoluto —respondió él—. Me alegra que no le disguste montar. Le

compraré un caballo en París y verá la gran diferencia entre una yegua

bien elegida, con buen paso, y un caballo de granja. También verá la

diferencia de tener un animal que está listo cuando uno lo necesita, en

lugar de uno al que hay que esperar, y de uno que en realidad pueda

andar más rápidamente en sus cuatro patas de lo que uno puede andar

sobre sus dos piernas.

—¿Habrá a dónde ir a caballo?

—Desde luego. ¿Qué cree usted que hacen los parisinos? —le preguntó

jugando.

—Supongo que tienen lugares a los que pueden ir a caballo, es cierto. Muy

bien, puede usted comprarme una yegua y yo me ocuparé de descubrir si

prefiero montar que caminar.

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—Pero no debe tener miedo de decirme si no le gusta.

—No. Usted me conoce lo suficientemente bien como para saber que no

haré mal uso del ejercicio si estoy determinada a ello.

Él la tomó del brazo y continuaron caminando calle abajo hacia el muelle.

Había mucho movimiento ahí. Había ruido y bullicio en todos lados

mientras cargaban y descargaban los barcos y mientras las carreteras

llevaban y traían la carga desde los muelles. Los marineros se paseaban

perezosamente si no tenían trabajo en los barcos o, si estaba por zarpar,

se gritaban órdenes.

—¿Cuál es nuestro barco? —preguntó Elizabeth.

—Ése —respondió Darcy señalando un buen barco de navegación—. El

Mary Rose.

El Mary Rose se meneaba sobre el agua, sus velas estaban recogidas y sus

cabos atados firmemente al poste de anclaje. Todo a su alrededor era

actividad. La servidumbre de Darcy estaba ocupada revisando que todo

estuviera bien con el carro mientras lo subían a bordo y los mozos de

establo estaban conduciendo a los caballos hacia la pasarela de abordaje.

Los animales estaban inquietos y los mozos les hablaban con suavidad

para tranquilizarlos, de modo que cruzaron la estrecha pasarela sin

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ningún incidente. Luego fue el turno de subir sus pertenencias, que fueron

llevadas a bordo por marineros robustos que subieron los baúles como si

no pesaran nada.

Una vez que todo estuvo dentro, la comitiva de los Darcy caminó por la

pasarela para abordar, todos salvo uno de los escoltas, quien se negó a ir

luego de decir que Francia era un país idólatra. Se le dio su paga sin

demora, pues el oleaje era preciso para la partida.

Uno de los marineros se acercó y le ofreció a Elizabeth su ayuda para

abordar el barco, pero ella simplemente sonrió y caminó con certeza por la

pasarela, mientras lo hizo, se rio al sentir cómo se agitaba y sacudía bajo

de sus pies. Darcy fue detrás de ella y, una vez a bordo, el capitán dio la

bienvenida.

—Es un buen día para navegar —les dijo— Llegaremos del otro lado del

canal en poco tiempo. ¿Alguna vez ha cruzado el canal, señora Darcy?

—No, nunca —respondió Elizabeth.

—No hay nada como estar en el mar. Estoy seguro de que le resultará

interesante.

Ella miró alrededor de la cubierta, vio lo cabos enrollados y todos los

aditamentos para la navegación; luego vio el cañón.

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—¿Es común que un buque esté armado? —preguntó ella con cierta

aprehensión.

—No es inusual en estos tiempos difíciles —respondió él—. Unas cuantas

modificaciones al barco y unos cuantos hombres hábiles pueden hacer

una gran diferencia en la seguridad de un barco. El sólo verlos mantiene a

todos a salvo.

—Pero creí que estábamos en un período de paz —dijo Elizabeth.

—Y lo estamos, pero nunca se sabe cuándo puede ocurrírsele a un capitán

extranjero olvidar las órdenes que tiene; además, están los corsarios —dijo

el capitán—. Pero no se preocupe. No es probable que vayamos a enfrentar

problemas durante nuestro viaje. Estarán en Francia en un abrir y cerrar

de ojos.

—¿Hay más pasajeros? —preguntó Elizabeth.

—No, sólo ustedes —respondió el capitán—. Dispuse que les prepararan

un camarote. Tiene todo lo que puedan necesitar durante el viaje.

Apareció el maestre y los Darcy lo siguieron abajo, hacia el camarote. A

Elizabeth le pareció que era pequeño y que estaba amontonado, a pesar de

que Darcy le dijo que, para los estándares de los barcos, era espacioso.

Tenía una mesa con dos sillas y dos tarimas para dormir; Elizabeth se

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sorprendió de que todos los muebles estaban clavados.

—Es para cuando hay tormenta —dijo Dacy—. Eso impide que todo se

mueva de un lado a otro.

Elizabeth asintió pensativa.

No permaneció abajo por mucho tiempo. Aunque el camarote estaba bien

equipado, el aire ahí era sofocante y Elizabeth sabía que se sentiría mejor

arriba, al aire libre. Subieron a cubierta y vieron cómo el barco zarpaba

mientras los marinos levantaban anclas e izaban las velas. La tela blanca

de las velas se hinchó con el viento y movió el barco hacia adelante.

Elizabeth se sintió vivificada al sentir el viento sobre la cara y se rio

cuando ese mismo viento le deshizo el chongo que se había hecho. Darcy

sonrió y le acomodó el pelo detrás de las orejas y, al hacerlo, su dedo trazó

un arco quemante sobre su mejilla.

Al sentir su tacto, el mundo desapareció para Elizabeth y se quedó

hipnotizada mirando sus ojos. Nada ni nadie más parecía existir.

No fue sino hasta que uno de los marineros chocó contra ella, que

Elizabeth salió de su trance. El marinero se disculpó, pero al recobrar la

conciencia de dónde estaba, ella se percato de que estaba estorbando. Se

hizo a un lado y se inclinó sobre el barandal sintiendo el rocío de sal en la

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cara, que salpicaba conforme el barco cortaba el agua a su paso. Darcy se

quedó de pie a su lado y puso su mano suavemente sobre la espalda baja

de ella.

—¿Ha estado en Francia muchas veces? —preguntó ella.

—Sí, muchas, muchas veces.

Había algo en la voz de él que ella no lograba entender y al voltear a verlo,

se dio cuenta de que él tenía la mirada abstraída en la distancia.

—¿Las cosas estaban muy mal? —preguntó ella, mientras trataba de

imaginar qué estaba pensando él.

—No, por el contrario. No he vuelto a Francia en años —explicó—: la

última vez que visité el país fue antes de la Revolución.

—Entonces habrá sido apenas un niño —dijo ella.

—Bueno, sin duda era más joven de lo que soy ahora —respondió él. Luego,

trayendo de nuevo sus pensamientos al presente, dijo—: Veo que no se

marea.

—No, al parecer no —respondió Elizabeth—, por lo menos hoy, que el

clima está bien. ¡Aunque no estoy muy firme sobre mis pies!

—Toma tiempo acostumbrarse al movimiento —dijo él—. ¿Nunca antes

había navegado, ni siquiera en un barco de paseo?

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—No, rara vez íbamos a la costa. Mi madre siempre quería ir; hablaba

mucho de Lyme y de Brighton y de Cromer cuando yo era más chica, pero

mi padre siempre estaba satisfecho de quedarse en casa. Lo más que logró

mi madre fue convencerlo de que fuéramos a Londres, a visitar a mi tía

Gardiner y a su familia; bueno, también salimos en otra ocasión, cuando

ella le dijo que el aire de mar le sentaría bien para los nervios.

—¿Y sí?

—No, y es por eso que nunca más fuimos. Él dijo que ya una vez ella le

había prometido que le haría bien para los nervios y que, como no había

pasado nada, no volvería a salir en encomiendas inútiles.

—¿Y nunca quisieron conocer un lugar de temporada?

—Nunca lo pensé. Siempre había algo nuevo que hacer o que ver en casa,

tantos cambios en la gente que me rodeaba, que nunca quise otra cosa.

Pero ahora veo que me gustaría volver a la costa otra vez. Podríamos ir a

Ramsgate, siempre que Georgiana no sufra al recordar el tiempo que pasó

ahí con Wickham.

—Creo que sería mejor que no fuéramos a Ramsgate, pero hay muchos

otros lugares de temporada a los que podemos ir.

Él le platicó de los lugares a los que había ido y luego prestaron atención a

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los barcos que estaban a su alrededor. Algunos era buques navales, otros

eran mercantiles y otros más eran embarcaciones civiles; algunos iban

hacia Inglaterra; otros, hacia Francia; algunos incluso iban más lejos, al

servicio de la East India Company.

Cuando estaban a mitad de camino, Dzrcy bajó para asegurase de que los

caballos estuvieran cómodos y no muy tensos por el viaje y a dar

instrucciones para el desembarque cuando llegaran. Elizabeth permaneció

en cubierta, observando otros barcos y, de tanto en tanto, la inmensidad

del océano, pues el mar se llenaba y vaciaba a su alrededor.

Durante uno de estos intervalos vio una vela solitaria en el horizonte. La

siguió con la vista sin mucho interés, pero conforme se acercaba, percibió

un cambio en el ambiente y sintió la tensión entre los marineros, que

comenzaron a levantar la mirada en dirección a la embarcación y a

procurar hacerse sombra en los ojos con las manos.

—¿De qué se trata? —preguntó Elizabeth—. ¿Es una embarcación francesa?

—Se trata de problemas —respondió el maestre.

—Sí —dijo uno de los marineros—, cosarios, piratas.

Con creciente alarma, Elizabeth observó el barco. Se acercaba rápidamente

y lo que en un principio se veía como figuras informes, pronto se convirtió

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en formas bien definidas de personas sobre cubierta.

De pronto comenzó a haber gran actividad a su alrededor: el maestre daba

órdenes y los marineros trepaban la jarcia, izaban y recogían velas para

procurar hacer virar el barco. Pero fue inútil; no pudieron ni virar ni

moverse lo suficientemente rápido y los piratas estaba casi sobre ellos.

Elizabeth tenía miedo. Se alejó del barandal, con la mirada fija en los

piratas y con la esperanza de que hubiera un cambio en el viento o una

calma repentina, lo que fuera que pudiera alejar ese barco del barco en el

que ella estaba. Pero seguía acercándose. Ahora podía ver las caras de los

piratas, llenas de un júbilo salvaje.

Se volteó para dirigirse abajo y se topó con su esposo, que recién regresaba

a cubierta con el capitán. Él la abrazó y ella sintió una fuerza inusual

emanando del cuerpo de él y una sensación de fuerza bruta.

—¡Darcy! —dijo ella agradecida y refugiándose en su cercanía—. Los

piratas… —volviendo la mirada al barco que se acercaba rápidamente con

su tripulación de asesinos.

Y, de pronto, vio cómo los piratas palidecían y mudaban sus expresiones.

Su mirada triunfal fue sustituida por una mirada de miedo y podían

escucharse sus murmullos de angustia al tiempo que se alejaban del

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barandal. Luego se dispersaron y comenzaron a trepar la jarcia mientras

su capitán les lanzaba insultos. El barco viró y se retiró a toda prisa,

desapareciendo en la distancia tan rápidamente como había aparecido.

Ella se quedó de pie mirando el lugar, ahora vacío, que el barco había

ocupado unos segundos.

—¿Qué sucedió? —le preguntó al maestre mientras sentía cómo su pulso

volvía a la normalidad.

—No lo sé con certeza —respondió el maestre con el ceño fruncido.

—Yo sí —murmuró uno de los marineros lúgubremente—. Hay algo abordo

que los asusta. Y no hay muchas cosas que asusten a ese tipo de hombres.

—¡Nuestro cañón! —dijo el capitán satisfactoriamente.

Elizabeth volteó a la parte de cubierta en donde estaba ubicado el pequeño

cañón, pero los marineros todavía murmuraban y uno de ellos dijo algo

que sonó como albatros.

—¿Albatros? —dijo el maestre y escupió.

—Discúlpelo, señora Darcy —dijo el capitán—. Mis hombres son buenos

tipos, pero no tienen modales de salón.

—¿Qué significa albatros? —preguntó Elizabeth.

El capitán sacudió la cabeza.

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—Los marineros son tipos muy supersticiosos, y tan pronto como algo sale

mal, por nimio que sea, deben encontrarle una razón. Dicen que es mala

suerte dispararle a un albatros, así que cuando algo raro sucede, desde

luego debe ser porque alguien a bordo disparó a una de estas aves. Ésa es,

sin duda, una explicación mucho más razonable que la de que los piratas

temían a nuestras armas.

Elizabeth sonrió, pero la sensación de intranquilidad permaneció en el aire.

Todavía cuando el capitán escoltó a los Darcy abajo para que almorzaran

los tres juntos podían escucharse murmullos entre la tripulación. Algunos

era en inglés y otros en una mezcla de otras lenguas europeas. Pero una

frase sobresalía de las demás.

—¿Qué están diciendo? —un marinero le preguntó al otro.

—Viejo —respondió el marinero malhumoradamente.

—¡Viejo! ¡Nuestros cañones no tienen nada de viejo, no el barco! Son

nuevos. Bueno, nuevos en términos navales, señora Darcy, y, ciertamente,

lo suficientemente nuevos como para asustar a cualquier otro revoltoso

que se cruce con nosotros —dijo el capitán riéndose.

Abajo estaba dispuesta una comida simple sobre la mesa del capitán y,

muy pronto, los tres estaban comiendo. Darcy estaba contento de

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escuchar al capitán en lugar de hablar, y Elizabeth estaba contenta

mirándolo; observaba cuidadosamente sus dedos mientras él pelaba una

naranja. Él aprovechó que el capitán se retiraba de la mesa por un

momento y colocó la naranja en el plato de ella; ella la partió en dos,

separando con sus manos los suaves segmentos, y le dio a él una de las

mitades.

—Ya pronto llegaremos —dijo el capitán cuando terminaron de comer—.

Ha sido un placer tenerlos a bordo, señora Darcy. A su esposo lo he

transportado en muchas ocasiones, pero espero poder tener el gusto de

transportarla a usted de nuevo. Espero que su primer viaje no hay sido

demasiado desagradable. Le aseguro que nuestro pequeño inconveniente

fue algo inusual y no es probable que vuelva a ocurrir.

—No me asusto tan fácilmente —dijo Elizabeth, ganándose así una mirada

de admiración de su esposo—. Creo que me hubiera alarmado más una

travesía turbulenta.

—¡Sí, eso puede ser muy desagradable! Pero usted tiene algo de marinero,

señora Darcy. Apostaría a que estaría con los pies firmes incluso en una

tempestad.

Elizabeth dirigió la mirada a la portilla que permitía que la luz natural

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entrara al camarote y se dio cuenta de que por ahí podía ver el contorno

distante de tierra firme.

—¿Eso es Francia? —preguntó, dirigiéndose a la portilla para mirar.

—Así es —dijo el capitán, poniéndose de pie en cuanto Elizabeth se

levantó—. ¿Van a estar mucho tiempo allá?

—Quizá unas cuantas semanas —respondió Darcy, poniéndose también en

pie.

—Hay muchas cosas que ver. Esperemos que las disfruten —dijo el

capitán al tiempo que les hacía una reverencia.

Como el capitán quería hablar algunas cosas con Darcy, Elizabeth

aprovechó para volver a su camarote, en donde se arregló el pelo. Al

regresar a cubierta, vio que Darcy ya estaba ahí. Cuando estuvieron juntos

de nuevo, Darcy la abrazó protectoramente y así permanecieron mientras

se acercaban a la costa y pudieron distinguir, primero los edificios, y luego

las personas en los muelles.

—¿París está lejos de aquí? —preguntó Elizabeth.

—Nos va a tomar varios días llegar —respondió Darcy—. Pero vamos a ir

haciendo el viaje por etapas, deteniéndonos a disfrutar de los paisajes en

el camino, pues hay muchas cosas que quiero mostrarle.

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El barco entró sin dificultad al puerto y los Darcy desembarcaron.

Al tiempo que pisaba suelo francés por primera vez, Elizabeth miró a su

alrededor con mucho interés y pensó en qué traerían consigo las

siguientes semanas.

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Capítulo 3

Transcrito por Karina27 & Mary Ann♥

Corregido por Kte Belikov

i queridísima Jane:

Hace casi una semana que te escribí por última vez y, de

hecho, he sido bastante negligente, pues he olvidado

enviarte la última carta. No importa, voy a enviar las dos

cartas juntas y, así, tendrás el gusto de recibir dos cartas a la vez; o, lo que

es más probable, una después de la otra, pues dicen que el correo de aquí,

del continente, no es muy confiable.

Ahora estamos en París, y es la ciudad más hermosa. Al principio me sentí

nerviosa de venir, pero mis miedos eran infundados. Esta ciudad, contrario

a lo que esperaba, es lo que más civilizada y, hasta ahora, los franceses

parecen amistosos. Hemos tenido algunos problemas con la comida, que

está llena de ajo, y muchos de los sirvientes se han enfermado; de hecho,

uno de nuestros lacayos nos dejó, explicando que terminaría envénenado si

permanecía aquí. Afortunadamente, no nos fue difícil remplazarlo. Mi

doncella se niega comer nada que no sea el pan y queso que ella misma

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compra en el mercado y debo confesarte que, más de una vez, la he

acompañado con esas mismas comidas simples.

Tampoco Darcy come mucho aquí; pero la comida es lo de menos. Hay

muchas tiendas y todas son muy elegantes, y hay cosas esplendorosas por

doquier. Mi querido Darcy tiene un amplio círculo de amigos y parientes y

compadezco a mi pobre mamá por haberle dicho que, en Hertfordshire,

Llegábamos a reunirnos incluso hasta con veinticuatro familias, pues hasta

ahora debo haber conocido a cientos de amigos suyos. Anoche fuimos a una

soirée y hoy en la noche vamos a ir a un salón organizado por una de las

primas de Darcy. ¿No suena grandioso? Quizás empiece una tendencia por

los salones cuando vuelva a casa. Tú y yo podemos organizarlos, Jane, y

ser las mujeres más en boga de Inglaterra.

¿Qué tal Londres? ¿Están contentos tú y tu querido señor Bingley? Yo estoy

contenta con mi Darcy y, sin embargo, Jane, todavía no ha venido a mi

habitación en la noche, y no sé por qué. Quisiera que estuvieras aquí, así

tendría alguien con quien platicar. Toda la gente aquí es muy amable, pero

todos son desconocidos y a nadie de ellos puedo decirles las cosas que a ti

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te diría

Escríbeme en cuanto puedas a la dirección que aquí te mando.

Tu hermana que te quiere,

Elizabeth.

Le puso dirección a la carta y se la dio a uno de los lacayos para que la

llevara a la oficina postal, junto con la otra carta que había escrito en

Dover y luego subió a arreglarse. Mientras subía, se dio cuenta del abismo

que había entre su vida anterior y la de ahora. Sus experiencias en París le

habían mostrado, por primera vez, cuán verdaderamente distintas eran su

vida y la de Darcy. Antes de su boda, lo había visto en Pemberley con su

hermana, en Rosings con su tía y en Netherfield con Bingley, pero nunca

lo había visto en sociedad. Y ahora, era muy distinto.

Elizabeth pensó en la visita de lady Catherine a Longbourn apenas unas

cuantas semanas antes, cuando ella había procurado persuadirla de que

no se casara con Darcy explicándole que todas las personas vinculadas a

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él la censurarían, la desdeñarían y despresarían y que su alianza sería una

desgracia; le dijo también que, si fuera sabia, no renunciaría a la esfera

social en la que había crecido.

A todo ello, Elizabeth había respondido molesta que ella no consideraba

que, al casarse con él, estaba renunciando a su esfera social, puesto que

Darcy era un caballero y ella era, de igual modo, hija de un caballero.

Y era cierto, pero no fue sino hasta París que ella se dio cuenta del abismo

que existía entre la hija de un caballero de una finca en el campo y un

caballero de la talla de Darcy.

La gente que él conocía en París era bastante distinta de la alta burguesía

del campo en Inglaterra. Nunca antes había visto gente tan bonita y

fascinante. Las mujeres ondulaban, en lugar de caminar a lo largo de los

salones, con la sinuosa belleza de las serpientes, y los hombres eran

igualmente seductores. Le hablaban en voz baja, sosteniéndole la mano

prolongadamente y mirándola a los ojos con una intensidad que la atraía y

le provocaba repulsión a la vez.

No obstante, le gustaba París, y para cuando llegó al salón, estaba lista

para divertirse.

La casa parecía insignificante desde el exterior. Estaba ubicada en una

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calle sucia y la fachada era estrecha y austera; pero dentro, todo era

distinto. El recibidor tenía techos altos y una gruesa tapicería escarlata y

había una espléndida escalinata que conducía al primer piso. La casa

estaba llena de gente; todos vestidos con las extrañas nuevas modas de los

parisinos. Ya no se veían los elaborados estilos de los años

prerevolucionarios, con faldas amplias y arqueadas y con pelucas altísimas.

Semejantes muestras de riqueza se habían descartado por el miedo y,

ahora, la simplicidad era la orden del día. Los hombres llevaban el pelo

largo, que caía sobre los altos cuellos de su abrigos llevaban pantalones

hasta la rodilla y bastante ajustados. Las mujeres usaban vestidos con la

cintura alta y faldas ligeras, hechas de un material tan fino que parecía

casi transparentes.

Se escuchaba el sonido de conversaciones mientras los Darcy subían por

la escalinata. Una o dos personas se colocaron sus monóculos para

examinar a Elizabeth. Ella sintió que su vestido era muy inglés y que

parecía tosco al lado de la elegancia parisina. La tela era mucho más

gruesa y el estilo más rebuscado.

Darcy la presentó con algunas personas que le dieron la bienvenida a París;

pero no era como la cálida bienvenida que había recibido en Hertfordshire;

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era, en conjunto, un saludo de evaluación.

Elizabeth y Darcy llegaron al final de la escalinata y esperaron a ser

anunciados.

Las puertas del salón habían sido removidas y a la entrada se le había

dado la forma de un arco oriental. Enmarcada tan perfectamente a la

anfitriona, que Elizabeth supuso que todo ella era premeditado. Madame

Rousel, reclinada sobre un chaise longue, parecía un retrato viviente. Tenía

el pelo oscuro, sostenido por arriba de la cabeza con un broche de

madreperla y, desde ahí, se derramaban artísticamente sus rizos alrededor

de sus finos rasgos y hasta sus hombros desnudos. Su vestido era

escotado, con pequeños olanes que pasaban por mangas y le caían por los

hombros hasta fundirse con un olán delicado que hacía el conjunto en el

cuello. La tela transparente de su falda era acomodada a su alrededor en

pliegues que hacían recordar las esculturas y en los pies llevaba sandalias

doradas. Sobre las rodillas, y en una disposición aparentemente casual,

tenía puesto un chal rojo oscuro, cuyos pliegues hacían parecer que

flotaba sobre la tapicería dorada del Chaise longue. Pero cada pliegue era

tan perfecto que sólo podía ser resultado del artificio y no del descuido que

pretendía mostrar. Elizabeth se dio cuenta de que ésa era la razón por la

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que ella se sentía incómoda, todo en el salón, las personas, la ropa, los

muebles, era resultado del artificio, una superficie cuidadosamente

arreglada que brillaba como el mar en un día de verano pero que

disfrazaba aquello que ocultaba debajo.

Los Darcy fueron anunciados. Al escuchar el nombre, muchas de las

personas que estaban en el salón voltearon a verlos. Incluso aquí, en París,

el nombre Darcy era bien conocido. Los miraban abiertamente, de una

forma en que los ingleses nunca lo harían, y con un descaro inquietante.

Entraron y madame Rousel, la prima de Darcy, les dio la bienvenida.

—Por fin, Darcy, estaba pensando cuándo vendrías a visitarme. Han

pasado muchos años desde la última vez que te vi.

—No ha sido fácil visitar Francia —respondió él.

—Para uno de nosotros siempre es fácil —dijo ella en tono reprobatorio—

Pero ahora estás aquí y eso es lo que cuenta.

Ella le alargó la mano, con sus finos dedos blancos cubiertos de anillos, y

él la besó. Luego retiró la mano y la colocó de nuevo sobre sus muslos, en

la misma exacta posición en la que estaba antes.

—Así que usted es Elizabeth —dijo— Debe ser muy especial para haberse

ganado el afecto de Darcy. Nunca creí que fuera a casarse. La noticia nos

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sorprendió a muchos —luego volvió su mirada otra vez a Darcy.

Permaneció un momento en silencio con expresión meditativa y, por último,

inclinó levemente la cabeza entre Elizabeth y les deseó una alegre velada

en su salón.

—Vas a encontrarte a muchos de los viejos amigos aquí y a otros nuevos

también —le dijo a Darcy.

Darcy y Elizabeth continuaron hasta el enorme salón para que madame

Rousel pudiera saludar a sus siguientes invitados.

Al entrar, cuatro mujeres al mismo tiempo le dieron la bienvenida a Darcy;

se acercaron a él con movimientos ágiles y miradas prolongadas. Sus

vestidos eran de tonos arco iris, con los colores de las gemas y de tela muy

delgada, como todos los vestidos parisinos. Todas ellas tenían el pelo

oscuro y la piel pálida.

—Tendrá que tener cuidado —escucho Elizabeth detrás de sí.

Volteó y vio a un hombre de rasgos finos y pelo revuelto. Tenía aire de

aburrimiento y aunque, por lo general, a Elizabeth no le caían bien

quienes se aburrían fácilmente, había en él algo magnético. Su ennui le

daba a su boca un giro malhumorado que resultaba indudablemente

atractivo.

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—Si pueden, se lo van a quitar —continuó diciendo el hombre mientras la

miraba.

Elizabeth volteó a verlas y, al hacerlo, recordó a Caroline Bingley y sus

esfuerzos constantes para atraer la atención de Darcy. Él se había

mostrado impenetrable con Caroline y hacía lo mismo con las mujeres

parisinas, a pesar de todos sus esfuerzos por embelesarlo. Lo miraban

furtivamente y le hablaban y le sonreían y se recargaban en él para

sacudir restos imaginarios de polvo en su abrigo y para quitar cabellos

imaginarios de sus mangas. Pero al darse cuenta de que no respondía a

sus intentos por cautivarlo, redoblaron esfuerzos; una de ellas le

murmuraba al oído, otra se le acercaba cara a cara y otras dos caminaban

tomadas de los brazos, frente a él, para mostrarle sus figuras.

—No está bien lo que hacen, está recién casado —dijo una mujer

acercándose a Elizabeth y se quedó de pie junto a ellos —. Pero discúlpeme,

me olvidé que no nos han presentada. Soy Katrine du Bois y él es mi

hermano Philippe.

La mujer tenía un aire de calidez que le faltaba a muchos de los invitados

al salón y Elizabeth percibió en ella a una amiga. No obstante, también

pudo ver en ella algo de melancólico, como si hubiera sufrido una gran

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decepción de la que nunca se hubiera recuperado.

—No, no está bien —dijo Philippe—. Pero es la naturaleza, ¿qué puede uno

hacer? —y volteó a ver a Elizabeth con compasión.

Pero a Elizabeth le entretenía la escena.

—Pobrecitas —dijo.

Darcy tenía la misma expresión que tenía el día que ella lo había visto por

primera vez en la reunión de Meryton y, a pesar de la diferencia entre

ambos eventos, la ruidosa vulgaridad de la reunión y la refinada elegancia

del salón, él seguía por encima de quienes lo acompañaban. El color

oscuro de su pelo encendía en contraste con el lino blanco de su camisa y

su cara de bellos rasgos se veía hermosa incluso junto a semejante

compañía. Sus ojos oscuros vagaban inquietamente por arriba de sus

compañeras hasta que llegaron a posarse en Elizabeth. Y entonces su

expresión se relajó y se mostró lleno de calidez y amor.

—Yo quisiera que un hombre me mirara de la forma en que Darcy la mira

a usted —dijo Katrine.

—Soy muy afortunada —dijo Elizabeth con sinceridad.

No se había casado por riqueza o posición social; se había casado por amor.

Y lo que hubiera querido, más que estar en compañía de los otros, era

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haberse quedado en el mesón, donde podían estar solos. Peo sabía que no

se quedarían en Paris por siempre. Las visitas y los compromisos llegarían

a su fin y luego tendrían más tiempo para estar juntos, solos los dos.

—Vaya que sí —dijo Katrine—. Yo poseo muchas cosas, tengo joyas y ropa,

carruajes y caballos, una excelente casa y mejores muebles aun, pero lo

daría todo por una mirada como ésa.

Las cuatro mujeres procuraron de nuevo la atención a Darcy y él tuvo que

volver su atención a ellas. Al hacerlo, puso una de sus manos sobre su

pecho, tomó algo que tenía debajo de la camisa, se lo alejó del pecho y

luego lo soltó.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Katrine—. ¿Lleva algo alrededor del

cuello?

—Sí, ayer le compré un crucifijo. La tiendas en París son muy tentadoras

—respondió Elizabeth—. Al principio se negó a aceptarlo, pero me ha dado

tantas cosas y yo a él tan pocas que le insistí y al final, me permitió

ponérselo al cuello.

—Debe quererla mucho —dijo Katrine en tono reverencial.

—Sí, creo que me quiere mucho —contestó Elizabeth.

—Bueno, ya hemos hablado suficiente de Darcy —dijo Philippe—. Si

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continuamos me voy a poner celoso. Pero las recompensaré hablando de

las muchas perfecciones de nuestra anfitriona. ¿No les parece hermosa? —

preguntó mientras dirigía una mirada de añoranza hacia ella.

—Parece encantadora —contestó Elizabeth.

—Sí, lo es; es muy encantadora —dijo él con calidez.

—Pero, ¿siempre recibe a la gente reclinada en su sofá? —pregunto

Elizabeth con humor ligero.

—Ah, le parece divertido —dijo él, percibiendo el humor en la mirada de

Elizabeth— Y sí que lo es, una afectación divertida. A nuestra gran

anfitriona, como a todos, le gusta tener alguna afectación. ¿A los

anfitriones de su tierra no les gusta causar alguna impresión?

—No le sé decir, rara vez atiendo asuntos sociales —dijo Elizabeth— o, por

lo menos, no este tipo de asuntos sociales, y nadie en Meryton se vestiría

así ni pasaría la noche reclinado en un sofá, a no ser que estuviera

enfermo.

—¿Entonces su esposo no la lleva a los salones de Londres? —preguntó

Philippe—Creí que sí.

—Difícilmente sé a dónde me lleva, o debo decir, a dónde me llevará. Nos

casamos a penas hace una semana.

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—Ah, claro. Tan recientemente casados que tendrán mejores cosas que

hacer con su tiempo que ir a los salones —dijo Philippe levantado las cejas.

Para su propia sorpresa, Elizabeth se sonrojó por el comentario y, al darse

cuenta de ello, Katrine le dijo:

—No le hagas caso a mi hermano —y lo golpeó con el abanico en el brazo

para mostrar su desapruebo— Es muy francés, no entiende el concepto

inglés del bueno gusto. No piensa en otra cosa que el placer carnal y no

tiene ningún tipo de discreción.

—¡Me ofendes, ma soeur! —dijo pretendiendo estar lastimado—. ¿Qué

impresión de mí le vas a dar a la belle Elizabeth? —luego, mirando a

Elizabeth dijo—: Pienso en muchas cosas, en mis caballos y carruajes, en

mis amigos y mi familia, en el arte y la música... es más, se lo voy a

mostrar. Voy a llevarla a conocer a nuestro genio residente y verá cómo lo

escucho con arrobo.

Le ofreció el brazo con tal galantería que ella no pudo negarse, y la condujo

hasta el otro lado del salón, en donde un joven comenzaba a tocar el piano.

Estaba rodeado de un círculo de admiradoras que se recargaban sobre el

instrumento o permanecían de pie en posición de adoración junto a él.

Era un joven muy guapo en el estilo francés, de aspecto intelectual, el pelo

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liso y brillante y rasgos pronunciados. Tocaba con un gusto exquisito; sus

dedos recorrían las teclas más rápido de lo que parecía posible y fundía las

notas con una extraña y ondulante fluidez. La música emanaba de sus

dedos a toda la habitación y llenaba el espacio con su hipnótica melodía

—Traje a alguien para que te conozca —le dijo Philippe.

Presentó a Elizabeth con las tres mujeres recargadas del otro lado del

piano y luego la presentó al pianista, Monsieur Huilot: «Un joven genio de

la música». Monsieur Huilot aceptó con gracia el cumplido, sin distraerse

ni por un momento de sus hipnóticas melodías, y le preguntó a Elizabeth

si le gustaba la música. Cuando ella respondió que sí, él dijo:

—Eso es bueno. La música alimenta el alma, y el alma necesita alimento

Siguió tocando; sus dedos medían las teclas y la música era magnifica.

Pero Elizabeth no podía mantener su mirada en él, pues siempre volvía a

Darcy, que continuaba mirándola a pesar de los esfuerzos de las cuatro

mujeres por mantener su atención.

Hubo un intervalo de silencio en la música y Darcy lo aprovecho para

cruzar el salón hasta donde estaba Elizabeth y le dijo:

—¿No va a tocar?

—Usted mejor que nadie sabe que soy una pianista promedio —le

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respondió

Ella había tocado frente a él en varias ocasiones, primero en Hertfordshire,

cuando ambos estaba ahí como invitados de Sir William Lucas y luego, en

Rosings, en a casa de la tía de Darcy. Ella no había querido tocar, ni

siquiera en esas reuniones pequeñas, y estaba mucho menos dispuesta a

tocar aquí, en donde había tanto talento musical.

—Le suplico que cambie de idea; usted toca muy bien. Además, no tendrá

la intención de negármelo ahora que he venido aquí con toda pompa a

escucharla —dijo él con una sonrisa irónica.

Elizabeth se rió, pues ésa había sido su queja en Rosings, donde él se

había portado indiferente y arrogante y ella había creído que él estaba

intentando incomodarla; pero estaba equivocada, él simplemente quería

estar cerca de ella.

—Muy bien —dijo ella y añadió para los demás invitados— están

advertidos.

Ella tocó y cantó y recibió una respuesta cortés, a pesar de que sí, era una

pianista promedio, pues no estaba dispuesta a dedicar varias horas al día

a la práctica. Pero esa respuesta tibia fue más que bien recompensada por

la mirada de Darcy y por el hecho de que, poco después le dijera: «Ya

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estuvimos aquí el tiempo suficiente ¿Qué le parece si vamos al baile de

Lebeune? Me gustaría bailar».

No fue necesario que insistiera. El ambiente suntuoso estaba empezando a

oprimirla y la gente extrañamente sinuosa era inquietante. Se sintió

aliviada al salir y respirar el aire fresco.

La noche cubría la ciudad como un manto oscuro, perforando con la luz de

candelabros y, arriba, parecía haber mil estrellas.

Había tanta actividad como durante el día. París era una ciudad que no

dormía. Los carruajes pasaban por las calles con pasajeros vestidos en

colores brillantes de camino a bailes y soirées y la luz y las risas se

derramaban fuera de las tabernas. Se podían escuchar voces en inglés

mezcladas con las francesas, pues muchos compatriotas de Elizabeth

aprovechaban el tiempo de paz para visitar París.

Pero, a pesar del color y de las risas, debajo del esplendor había algo

terrible latente, una sensación de que la violencia podría estallar de nuevo

en cualquier momento. Pues, no obstante su elegancia París era una

ciudad desgarrada por la destrucción. La Revolución había dejado su

marca.

—Está muy callada —dijo Darcy.

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—Estaba pensando —respondió Elizabeth.

—¿En qué?

—En la Revolución. En cómo cambió todo.

—No todo —dijo él, tomándole de la mano.

El carruaje se detuvo afuera de un edificio grande de piedra y entraron.

La casa Lebeune estaba descuidada, llena de un esplendor desvanecido y

de grandeza estropeada. Las columnas de mármol del recibidor estaban

deslustradas y la alfombra que cubría la escalinata estaba ya raída de

tanto uso. Mientras Elizabeth subía al primer piso, miró los retratos que

colgaban de las paredes, pero estaban tan sucios que no podía distinguir

los rasgos, no podía ver más que contornos oscuros y borrosos. También

los marcos estaban sucios y aunque eran dorados, hacía mucho que

habían perdido su brillo. Había un candelabro colgado del techo,

espléndido en tamaño y forma, pero tan falto de velas que no daba más

que un tenue resplandor.

También las personas parecían marchitas. Los abrigos de los hombres

brillaban en las partes más desgastadas y sus zapatos estaban raspados, y

los vestidos de las mujeres estaban remendados y parchados. Vestían al

viejo estilo, con vestidos pesados, faldas completas y telas damasquinas.

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Elizabeth ya había conocido a gente así, en Inglaterra, gente que alguna

vez había sido rica, pero que ahora vivía de la caridad de sus amigos: no

del dinero de ellos, pero sí aceptando invitaciones a comidas o estancias

que, bien lo sabían ambas partes, nunca podrían corresponder.

Sin embargo, a pesar del aspecto deslustrado tanto de las personas del

lugar, Elizabeth lo prefería al de la casa Rousel. Ahí, la superficie brillaba,

pero lo que subyacía era opresivo y aquí era lo opuesto: debajo de sus

deslustradas sonrisas, la gente era cálida y amigable. Ellos conocían la

pena y la pérdida y, no obstante, su espíritu había sobrevivido.

Elizabeth sintió que podía respirar con más libertad.

Le presentaron una serie de personas a quienes les platicó de Inglaterra y

de su propia cuidad, pero al final, no pudo resistir más y con una mirada a

Darcy, lo invitó a conducirla a la pista de baile.

—¿Una pareja de casados? ¡Qué outré!

Fue lo que se escuchó conforme tomaban sus lugares, pues no era usual

que las parejas de casados bailaran juntas. Pero a Elizabeth no le importó.

Era como en los días de su cortejo. Ella y Darcy hablaban libremente sobre

todo lo que habían visto y escuchado ese día. Hablaban de arte y de

música, de la gente a la que habían conocido y de la gente a la que

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esperaban conocer.

—Como lo suponía, usted le agradó a mi prima —dijo Darcy orgulloso.

Elizabeth recordó la mirada de madame Rousel y pensó que quizás agradó

no el término más indicado, pero por lo menos no la había desaprobado y

le había dado la bienvenida.

—Es bueno que no toda su familia esté en contra del matrimonio —dijo

ella—. ¿La invitará a que nos visite en Pemberley?

—Puede ser, pero no creo que deje Francia, Su vida está aquí, con el

glamour y los entretenimientos de París.

A Elizabeth no le pesaba. No podía imaginarse a madame Rousel en

Inglaterra, en donde sus delgadísimos vestidos, se moriría de frío.

* * * * *

Elizabeth se despertó tarde por la mañana después del baile. Ella y Darcy

no habían regresado a casa sino hasta un poco antes de las cuatro de la

mañana y, cuando por fin se levantó, era casi medio día.

—¡Dios santo! —dijo mientras saltaba fuera de la cama—. ¿Por qué no me

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despertaste? —le preguntó a su doncella.

—El señor dijo que la dejara dormir —respondió Annie mientras colocaba

una charola de pan y chocolate en frente de ella.

—Bueno, quizás tenía razón. Pero ahora debo apúrame —dijo Elizabeth,

mientras desayunaba—. Se supone que vamos a salir a montar en una

hora.

Darcy le había comprado una yegua que debía de haber llegado esa

mañana y habían acordado salir a dar un paseo a caballo a lo largo del

Sena si el clima lo permitía.

Ella no llevaba traje para montar, pues no tenía intenciones de hacerlo,

pero había comprado uno en París. El dinero y el nombre de Darcy habían

asegurado que le hiciera, un traje y se entregaran rápido y ahora estaba

listo para que lo usara. El traje no tenía arte de la sastrería inglesa, pero

era más fino que cualquier que ella hubiera usado hasta antes de ser la

señora Darcy. Estaba hecho con velarte color verde oscuro, con cintura

alta y una falda larga y ligera, y ella lo combinó con un sombrero verde y

guantes de color canela de York. Su camisa blanca con pechera plisada se

asomaba entre las solapas. Se miró al espejo y luego bajó las escaleras.

Mientras cruzaba el recibidor, escuchó una voz conocida y sonrió de gusto,

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pues se trataba de uno de los primos ingleses de Darcy, el coronel

Fitzwilliam. Ella lo conocía bien. Se habían visto por primera vez en

Rosings la Pascua anterior y habían pasado muchas horas alegres

caminando y platicando juntos. Se habían llevado tan bien, que él había

juzgado necesario decirle, aunque de forma indirecta, que no podía casarse

con una mujer pobre y que debía casarse con una heredera si quería tener

las comodidades que había aprendido a esperar de la vida. Ella no se

había ofendido pero incluso, le pareció que había hecho bien pues, además,

ella no tenía ningún interés en él como esposo; de hecho, en ese momento

tampoco estaba interesada en Darcy.

Entró al salón deseosa de saludarlo, pero antes de hablar sin que ellos se

hubieran percatado de su presencia, oyó al coronel Fitzwilliam decir:

—¿Estás loco? No debiste casarte con ella. ¿En qué estabas pensando,

Darcy?

Elizabeth estaba conmocionada. No sabía que el coronel se oponía a la

pareja, pues estaba segura de que en Rosings había trabado una buena

relación, pero parecía que, mientras que ella le agradaba como invitada del

rector de su tía, no le agradaba como esposa de Darcy.

—Déjala ir, Darcy —siguió diciendo—. No puedes hacerle esto. Envíala a

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su casa.

—No —dijo Darcy, dándose vuelta desafiante.

Al hacerlo, vio a Elizabeth. Le extendió la mano y ella fue a su lado; lo

tomó del brazo para presentarle un frente unificado a su primo.

—¿Y bien? —preguntó el coronel Fitzwilliam.

—¿Y bien? —respondió Darcy implacable.

—¿No vas a decírselo? Por lo menos eso le debes. Dale esa opción.

Darcy parecía estar librando una batalla interna. Luego volteó a verla y

buscó su mirada, como si fuera a encontrar la respuesta a su problema

escrita ahí y le acarició la cara.

—Bien, Lizzy, ¿usted qué dice? —preguntó mirándola a los ojos—. Mi

primo quiere que usted vuelva a Longbourn. Yo quiero que se quede

conmigo. ¿Qué responde?

Elizabeth sabía que la familia de Darcy no la aceptaba, que había recibido

miradas de desaprobación en el salón Rousel y que quizás nunca sería

aceptada por la familia, pero eso no le preocupaba más. No era el tipo de

persona que se intimidaba con facilidad y, ciertamente, no se iba a ir de

Europa ni a romper su matrimonio por malas voluntades. Si el coronel

Fitzwilliam creía que se iba a intimidar ante una recibida de mala

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intención, tenía mucho que aprender sobre su carácter.

Ella volteó a ver a Darcy.

—A donde usted vaya, yo voy. Si usted se queda, yo me quedo.

—¿Lo ves? —dijo Darcy tomándola por la cintura y, volteando a ver a su

primo.

—Lo único que veo es que ella no sabe qué es lo que debe temerle. Si no

vas a tomar mi consejo, habla con tu tío —dijo el coronel Fitzwilliam—. A

él siempre lo has respetado. Ve a verlo y que él te guíe.

Darcy se suavizó y luego dijo:

—Ya había decidió hacerlo. Elizabeth y yo vamos a ir a verlo cuando

terminemos nuestra estancia en París. Ahora, si nos disculpas, vamos a

salir a montar.

—Me sorprende que puedas encontrar un caballo que soporte tu peso —

dijo el coronel sombríamente.

—Traje mi propio caballo de los establos de Pemberly — respondió Darcy—.

Viajó con nosotros, apersogado a la parte trasera del carro.

—Debí suponerlo —dijo el coronel Fitzwilliam. Y luego agregó, con una

inclinación de cortesía—: Darcy, señora Darcy —y se retiró.

Elizabeth volteó hacia Darcy con una mirada interrogativa mientras el

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coronel salía de la habitación.

—¿Qué fue todo eso? —preguntó—. ¿Desaprueba nuestro matrimonio, o

cree que estoy esperando que su familia me dé la bienvenida? ¿Acaso no

sabe que ya sé que hay personas en su familia que nunca me van a

aceptar? ¿Y de verdad me cree tan pobre de espíritu que piensa que voy a

tener miedo de un comentario hiriente o de una actitud fría?

—Elizabeth…

—¿Si?

Él pareció estar a punto de decir algo más y de pronto ella tuvo una

sensación de terror, como si hubiera algo oscuro latiendo bajo la superficie

de su vida, algo que amenazaba su mundo, su seguridad, su felicidad.

Pero entonces él le acarició el pelo y todo volvió a la normalidad. Él se

relajó y ella también.

—No importa. Los caballos están listos. Veamos si puedo convencerla de

disfrutar Paría a caballo.

Salieron a la calle y ahí, frente a la casa, estaba el imponente corcel negro

de Darcy y la más dulce yegua que Elizabeth hubiera visto. Aunque no era

una mujer de caballos, toda su vida había vivido en el campo y sabía que

esa yegua era excepcional.

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—Se llama Nevada —dijo Darcy.

El nombre le quedaba muy bien. Era blanca, con crines y cola larga, no

más de catorce cuartas de alto, con las patas esbeltas y los hombros

adecuadamente inclinados. Tenía el cuello arqueado y, en general, su

aspecto era elegante.

A la señal de Darcy, el mozo de establo hizo trotar a la yegua de un lado a

otro de la calle con cabestro, mostrando sus maneras de andar y sus

pequeños y limpios cascos.

—Parece como si tuviera sangre árabe —dijo Elizabeth mientras el mozo la

hizo detenerse.

—Sí, la tiene.

Elizabeth tomó una zanahoria del mozo y, al dársela a la yegua, sintió su

suave boca en su mano.

—¿Le gusta? —preguntó Darcy.

—Vaya que sí —respondió Elizabeth.

Él le ayudó a montarla deteniéndole la mano mientras subía el escalón

para montar, luego ella se acomodó sobre el lomo de la yegua,

enganchando una pierna alrededor de la perilla de su silla lateral antes de

arreglarse la falda, para luego permitirle al mozo ajustar las correas. Por

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último, dijo que estaba lista.

Darcy montó su corcel y ambos emprendieron su marcha en dirección al

río.

El centro de la cuidad estaba sucio, pero ya cerca del Sena, el paisaje era

limpio y hermoso. El río estaba bordeado de edificios grandiosos cuyos

contornos, largos y elegantes, continuaban a lo largo del horizonte. Sus

muros eran de piedra y sus techos, de color gris pálido, como si un

acuarelista hubiera elegido el tono para hacerle eco al río y al cielo.

Pasaron el Louvre, en donde ya habían estado toda una mañana

observando los exquisitos cuadros de Tiziano y Rubens y en donde ahora

vieron una buena cantidad de gente aprovechando la Paz de Amiens para

recrearse con las actividades que desde hacía mucho tiempo les habían

estado negadas. Elizabeth disfrutaba de las vistas y se deleitaba con los

diestros pasos de su yegua, con el aire cálido y con la compañía de su

esposo.

—¿Cuando su primo hablo de que visitáramos a su tío, a que tío se refería?

—preguntó mientras pasaban sobre un puente para llegar a Notre Dame.

La gran catedral gótica se erguía con el cielo de fondo; era una mezcla de

espirales, ventanas rosadas y contrafuertes impresionantes por su arte y

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tamaño—. No se refería a su padre, supongo, o lo hubiera dicho.

—No, no se refería a su padre, Tengo otro tío aquí en el continente. Es con

él con quien iremos.

Detrás de ellos se oyó un grito: «¡Darcy, Elizabeth!»

Katrine y Philippe venían sobre sus caballos bayos; ambos estaban

espléndidamente vestidos, Katrine con un traje de montar de terciopelo y

Philippe con un gabán con capa y pantalones a la rodilla que desaparecían

dentro de las lustrosas botas.

—Esperaba encontrarlos aquí —dijo Katrine—. Éste es el lugar donde todo

el mundo se encuentra en París. Todos vienen aquí a ver y ser vistos.

—Supe que recibió la visita de su primo, Darcy —dijo Philippe, mientras él

y Katrine llegaban hasta los Darcy, y los cuatro continuaron juntos—. Me

dice que irán a quedarse con su tío. Los envidio. Han pasado años desde la

última vez que estuve en los Alpes. Extraño el aire puro, los bosques

aromáticos, sentir el viento nocturno en la cara...

—¿Alguna vez ha ido a los Alpes? —Katrine preguntó a Elizabeth.

—No, nunca.

—¿No estaban planeando como parte del recorrido?

—No habíamos planeado salir de Inglaterra siquiera.

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—Ah, ha sido una sorpresa; pero no ha sido desagradable, espero.

—No, en lo absoluto. Me gusta conocer nuevos lugares y gente nueva.

—Vraiment, es bueno lo que dice. Si no conocemos lugares y gente nueva

nos envejecemos antes de tiempo. Debemos esforzarnos por hacer cosas

nuevas, ¿no es cierto? Eso es lo que le da sabor a la vida.

—Pero, ¿volverán a París? —preguntó Philippe.

—No —respondió Darcy sin más.

Philippe levantó las cejas, pero no dijo nada.

—Por lo menos no durante un tiempo. Pero más adelante, quién sabe —

dijo Katrine.

—Tienen que volver —le dijo Philippe a Elizabeth—. Nunca perdonaremos

a Darcy si nos priva de su compañía, ¿cierto, Katrine?

—Yo a Darcy le perdonaría cualquier cosa —dijo mirándolo con añoranza—.

Pero vámonos, Philippe, tenemos que irnos. Tengo que llevar con los du

Barier en una hora y prometiste escoltarme.

Y se alejaron en una ráfaga de crines y cascos.

—¿Por qué necesita ver a su tío? —preguntó Elizabeth, continuando con el

tema anterior—. Por lo que escuché de su conversación con su primo, me

pareció que quiere su consejo respecto a nuestro matrimonio y nuestro

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recibimiento en sociedad. ¿Cierto?

—No en la forma en que usted se imagina —respondió.

—¿En qué forma entonces?

Él vaciló, como si quisiera elegir las palabras cuidadosamente.

—Usted y yo somos diferentes. Somos uno para el otro y, sin embargo, no

somos iguales. Mi tío es una persona con mucha experiencia; quizá él ya

pasó por las dificultades que nosotros hemos de pasar y sabrá cómo

enfrentarlas —dijo.

Elizabeth permaneció en silencio, Darcy también. Lo único que se

escuchaba era el sonido de sus caballos, de los cascos a lo largo del

camino.

—Está usted muy callada —dijo él después de uno o dos minutos.

—Estoy… sorprendida —dijo ella—. Creí que nuestras indiferencias

estaban resueltas, por lo menos las diferencias importantes, las que tienen

que ver con nuestro corazón y nuestra mente. Creí que las otras, las

diferencias de nuestras posiciones sociales y la opinión de los demás ya no

le importaban, así como a mí nunca me han importado. Creía que usted ya

las había superado.

—Las he superado, desde hace mucho tiempo. Tiene usted razón, eso no

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importa.

—Pero algo sí importa —dijo ella al tiempo que detuvo a su yegua— pues

usted no es feliz.

Él parecía sorprendido.

—Estoy feliz —dijo.

—Entonces algo respecto a nosotros lo tiene intranquilo —ella insistió—. Si

no, ¿por qué buscar el consejo de su tío?

De nuevo, él pensó ates de hablar.

—Elizabeth, hay cosas que usted todavía desconoce —dijo con el ceño

fruncido.

—¿Respecto a usted?

—Respecto a mí y a mi familia.

—¿Se refiere a que hay esqueletos en los armarios? —dijo ella mientras

daba unas palmadas a su yegua en el cuello.

Él esbozó una leve sonrisa.

—No, esqueletos no —respondió—. Pero creo que quizás desestimé los

problemas que enfrentaremos. Por mí no importa, pero por usted… Quiero

protegerla, quiero hacerla feliz.

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—Lo soy.

—No, no del todo. La he visto mirarme confundida ya algunas veces desde

que nos casamos.

Ella no podía negarlo.

—Es porque no siempre comprendo —dijo ella.

—A veces ni yo me entiendo.

—Siempre ha sido un hombre difícil de sondear —continuó ella—. Ni

siquiera en el baile de Netherifield pude descifrarlo. Y creo que

últimamente se ha vuelto más confuso en lugar de menos. Espero que su

tío pueda ayudar.

—Creo que mi tío le va a parecer agradable y también que le van a gustar

los Alpes. Los paisajes son distintos a todo lo que ha visto en su vida. —

Sus ojos rieron y luego añadió—: A su madre sin duda le agradaría mi tío:

vive en un castillo.

—¿Un castillo? —preguntó ella, impresionada a pesar de sí misma—. ¿Es

más bonito que Perberley?

—Sin duda es más grande.

—¿Más bonito que Rosings?

—Por lo menos, más imponente.

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Los caballos comenzaron un trote más rápido, como si hubieran percibido

el aligeramiento en los estados de ánimo de sus jinetes y pronto llegaron a

un lugar más amplio.

—¿Y qué hay de la repisa de chimenea? —preguntó Elizabeth juguetona.

—Es la repisa de chimenea más impresionante que he visto; el tipo de

chimenea que enloquecería al señor Collins.

—Entonces le suplico que no le hable de ella, sino encontrará una forma

de visitar a su tío y de llevar consigo a la pobre Charlotte —dijo Lizzy

riéndose—. ¿Cómo se llama su tío? ¿Es un Darcy o un Fitzwilliam?

—Viene de…una rama más antigua de la familia —respondió él—. Es un

tío lejano. No es ni Fitzwilliam ni Darcy. Es el conde Polidori.

—¿Un conde? —preguntó Lizzy divertida—. Entonces no debemos contarle

a mi madre sobre él, ¡o querrá presentárselo a Kitty!

—Es demasiado viejo para Kitty —dijo él.

—Qué alivio. La pobre Kitty ha tenido motivos suficientes para llorar estos

últimos meses, luego de que papá le dijo que la vigilaría cuidadosamente y

no la dejaría salir. Hubo que consolarla mucho antes de que pudiera creer

que papá lo había dicho en broma. ¿Cuándo planea que salgamos para las

montañas? —le preguntó.

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—Depende; podemos irnos tan pronto o tan tarde como usted quiera. ¿Ha

visto París lo suficiente o quisiera quedarse más tiempo?

—Creo que he visto todo lo que necesito ver —respondió ella—. Es muy

elegante a pesar de la destrucción que trajo consigo la Revolución.

También la gente me ha sorprendido, pero...

—¿Pero?

—Creo que este lugar no termina de gustarme. Todos los edificios son

bonitos, pero añoro ver los campos verdes de nuevo.

—Entonces comencemos los preparativos y saldremos en cuanto esté listo.

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Capítulo 4

Transcrito por flopyna & Sandriuus

Corregido por LadyPandora

l clima era bueno cuando salieron de París. Era un octubre

dorado, con días soleados, cálidos y ligeros. Emprendieron su

viaje sin prisa, para disfrutar del viaje. Al principio, Elizabeth

viajó en el carro. Una vez que pasaron la ciudad y tomaron rumbo hacia el

sureste, se detuvieron a almorzar en un mesón cerca de Fontainebleau y

después Elizabeth continuó a caballo, montando al lado de Darcy. Las

mojeras comenzaban a perder sus hojas y eso creaba un espacio abierto

por arriba de ellos, el aire tenía una claridad que hacía cantar a los colores.

Pasaron el castillo de Fontainebleau y Elizabeth lo miraba maravillada. A

su lado, Pemberley y Rosings parecían pequeñas.

―Por lo menos, la Revolución no destruyó esto ―dijo ella.

Había visto mucha destrucción en París; edificios mutilados o demolidos,

pero el palacio estaba intacto, imponente en su belleza. Tenía proporciones

gráciles y líneas elegantes y, al frente, estaba decorado con la curva de una

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escalinata en forma de herradura. Y alrededor del palacio estaban el verde

de los jardines y el azul del lago.

―El exterior no, pero el interior sí fue saqueado y los muebles, vendidos. Ni

François ni Luis, ni María Antonieta lo reconocerían.

Hablaba de ellos como si los conociera, pero la educación de Elizabeth,

aun sin haber tenido una institutriz, era suficiente para que ella supiera

que se refería a los reyes y reinas franceses de siglos pasados.

―El otoño era siempre la temporada de Fontainebleau ―dijo él―. Era

cuando la corte venía aquí a cazar. Pero ya no es así. Nada dura. Todo se

desvanece. Solo los arboles permanecen ―Señaló uno, un árbol antiguo

que se erguía solo―. Yo solía trepar ese árbol de niño ―dijo―. Era perfecto

para mí. Las ramas más bajas estaban lo suficientemente bajas para que

las pudiera alcanzar saltando, sino en el primer intento, al segundo o al

tercero, y las ramas mas altas eran lo suficientemente fuertes para

soportar mi peso. Cuando llegaba a ellas, permanecía agarrado del tronco

y miraba los alrededores de la campiña y pretendía que estaba en un barco,

que había trepado al mástil y estaba buscando la tierra.

—Puede treparlo ahora si quiere —dijo ella—. Lo espero.

Él se rio.

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—Dudo que las ramas soporten mi peso. Eso fue hace mucho tiempo.

A ella le gustaba oírlo hablar de su niñez y, mientras continuaban el

trayecto, él le contó más de su infancia. Ella respondía con relatos de su

propia niñez, juegos de persecuciones con su enorme número de

hermanas en el jardín de Longbourn, y de las tardes lluviosas que pasaba,

libro en mano, acurrucada en el asiento junto a la ventana de la biblioteca.

Elizabeth dio unas palmadas al cuello de su yegua cuando llegaron a una

encrucijada; tomaron hacia el sur. Los carruajes venían detrás de ellos.

—¿Ya la conquisto Nevada? ¿Le gusta montar? —dijo Darcy viendo a

Elizabeth.

—¿Como no iba a gustarme con semejante montura? —dijo Elizabeth—.

Pero…

Se reacomodó en su silla de montar.

—¿Dolor de silla? —Preguntó él.

—Sí, sabe, no estoy acostumbrada a ella.

—¿Preferiría continuar a pie?

—Creo que sí, por lo menos durante un rato.

La ayudó a desmontar y luego desmontó él. Continuaron a pie,

conduciendo a sus caballos, hasta que Elizabeth se cansó y tomó de nuevo

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su lugar en el carro.

Los Alpes se veían cada vez mas cerca.

—Ya son dos veces que no se me cumple la promesa de un viaje al Distrito

de los Lagos, pero en ambas ocasiones he estado contenta de cambiar de

destino. Nunca pensé que algo podría ser tan hermoso.

Levantó la vista a las cumbres, que estaban cubiertas de nieve.

—Debe haber visto imágenes de ellas —dijo Darcy.

—Sí, pero las imágenes no me prepararon para su tamaño o magnificencia

—respondió.

Conforme pasaban los días, dejaron atrás las tierras bajas y comenzaron el

ascenso, siguiendo un camino serpenteante al pie de las montañas que, a

cada vuelta mostraba una amplia vista. Teniendo las montañas como

fondo, podían ver los árboles altos, valles sombreados y, a cada tanto,

cabras de montaña. En las praderas todavía había flores. Las mariposas

revoloteaban entre las gencianas, campánulas y saxífragas, su color azul

tornasolado y sus alas amarillas atraían la luz.

De cuando en cuando, encontraban manantiales frescos y burbujeantes en

donde se detenían a beber.

Como Darcy ya conocía el camino, siempre, al término de cada día, antes

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de que el sol se pusiera, los conducía a una acogedora casa de campo en

donde pudieran refugiarse a salvo.

Al final de varios días de viaje, se detuvieron en un pequeño mesón a pasar

la noche.

—No es como los mesones de Inglaterra —dijo Darcy mientas se acercaban.

—Es encantador —contestó ella.

Estaba ubicado entre las montañas y al lado de un lago con aguas tan

quietas que cobraban el aspecto de un espejo. Ella miró la construcción

rústica con sus postigos pintados con colores alegres, sus maceteros

florecientes y sus aleros voladizos.

Les dieron una cálida bienvenida con hospitalidad genuina. Al principio, el

tamaño de su comitiva causó cierta consternación, pero el problema fue

rápidamente resuelto por medio del buen uso de las construcciones

anexas que se encontraban cerca del mesón.

La habitación de Elizabeth era acogedora y tenía muebles de pino. Había

un cuadro en la pared de la cabecera de la cama, pero el verdadero cuadro

era la vista que tenía la habitación, una vista magnífica que quedaba

enmarcada por la ventana. Elizabeth recargó los brazos en el reborde de la

ventana y miró la puesta del sol que, con sus últimos rayos tornó el cielo

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dorado; luego el sol se puso anaranjado y rojo y el cielo fue cambiando,

primero de azul a morado y, cuando el sol finalmente se hundió, a negro.

La punta blanca de la montaña, podía verse todavía resplandeciendo

suavemente bajo la luz etérea de las estrellas que perforaban el cielo.

Elizabeth la miró, disfrutando de su novedad y del esplendor de su

majestuosidad, hasta que el viento se volvió más frío y ella corrió las

cortinas.

Se lavó, se cambió y luego bajó para cenar. El comedor era un

apartamento simples con tres mesas únicamente, cada una de ellas

flanqueadas por bancas. Pero era un espacio lindo, con cojines de guinga

sobre las bancas y cortinas también de guingas en las ventanas.

A pesar de lo remoto del lugar, los Darcy no eran los únicos huéspedes.

Una pareja de ingleses, en sus cincuenta, el señor y la señora Cedarbrook,

también estaban hospedados ahí. Parecían gente de buena reputación; la

expresión del señor Cedarbrook era el de una persona sensata. Estaban

vestidos con ropa buena pero no ostentosa; la señora llevaba un chal de

casimir sobre su vestido de cambray y el señor llevaba un abrigo de buena

sastrería con pantalones y un fular al cuello.

El mesón era tan pequeño que fue inevitable que, pronto, los cuatro

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entablaran conversación.

—¿Vienen de lejos? —pregunto el señor Cedarbrook, mientras el mesonero

les llevaba una sopera de algo delicioso y procedía a servir una apetitosa

sopa en tazones de barro y gruesos pedazos de pan de costra dura en los

platos de al lado.

—De París —respondió Darcy.

—¡Ah, París! Me encanta París —dijo la señora Cedarbrook.

—¡Mmh! —dijo su esposo al probar la sopa; luego emitió un sonido de

aprecio y tomó otra cucharada—. Las grandes ciudades no son para mí.

—Mi esposo es botánico —explicó la señora Cedarbrook—. Prefiere la

campiña. Estamos en un recorrido a pie para acopiar plantas.

—Nuevas especies —dijo su esposo mientras trozaba un pan—. Hay

muchas en los Alpes. ¿Que hacen ustedes? —le pregunto a Darcy.

—Soy un hombre de ocio —dijo Darcy.

—Aun así, el hombre necesita un pasatiempo —dijo el señor Cedarbrook—.

Debería adoptar la botánica.

—Querido, no todos quieren ser botánicos —dijo su esposa.

—No sé por qué no —respondió él.

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La señora Cedarbrook sonrió con indulgencia y con una expresión en los

ojos de buen ánimo y sentido común. Ella le recordaba a Elizabeth a su tía

Gardiner, que trataba las debilidades del señor Bennet en la misma forma

en que la señora Cedarbrook trataba con las excentricidades de su marido.

—¿Siempre viajan juntos? —preguntó Elizabeth.

—Ahora sí —respondió la señora Cedarbrook—. Cuando nuestros hijos

eran pequeños yo me quedaba en casa, porque no me gustaba estar lejos

de ellos durante meses, pero ahora que ya todos se casaron y viven en sus

propias casas, disfruto nuestros viajes y aprovecho para conocer nuevas

partes del mundo.

—¿Y qué hace mientras su marido estudia plantas? —le preguntó Darcy.

—Tengo mi cuaderno de bocetos y mis acuarelas y hago un registro visual

de todo lo que vemos —respondió.

—Además eso es muy útil —dijo su esposo.

Durante la cena, los Cedarbrook platicaron de su experiencia en los Alpes

y les compartieron su gozo del lugar. También, platicaron sobre sus

respectivos viajes y, como habían llegado al mesón desde distintos rumbos

y, así, los otros supieron que dificultades habrían de enfrentar en el

camino al continuar su viaje.

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Cuando terminaron de cenar, el mesonero les trajo una botella de un licor

local y la señora Cedarbook le dijo a Elizabeth:

—Creo que es tiempo de que nosotras nos retiremos.

—Con mucho gusto —dijo Elizabeth.

Había pasado mucho tiempo sin que ella estuviera en la compañía de otra

mujer con la que pudiera platicar, una mujer madura y sensata y, sin

duda, sentía la necesidad de tener alguien con quien hablar.

Como no había un salón al cual retirarse, se dirigieron a la habitación de

la señora Cedarbook y ahí se sentaron a hablar. La señora Cedarbrook

miraba a Elizabeth y, luego de un rato, dijo:

—Hay algo que te molesta, querida, ¿puedo ayudarte?

—No, no es nada —dijo Elizabeth.

—Yo tengo dos hijas y puedo ver que hay algo que no anda bien. ¿Quieres

contármelo?

Elizabeth anhelaba poder hacerlo, pero no sabía cómo empezar.

—Eres de Hertfordshire, si no mal recuerdo lo que dijiste —dijo la señora

Cedarbrook.

—Sí, así es, de una pequeña ciudad llamada Meryton —dijo Elizabeth.

—No la conozco, pero he pasado por Hertfordshire en varias ocasiones. Es

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un distrito bonito, pero muy distinto de los Alpes. Estás muy lejos de casa,

¿no te sientes sola aquí, en donde hay tan poca gente?

—Tengo a mi esposo —respondió Elizabeth.

—Claro, pero a veces una mujer necesita otra mujer con quien hablar.

Elizabeth no dijo nada, pero estaba de acuerdo con ella. Ya llevaba un

tiempo preocupada y, como en su casa siempre había tenido alguien con

quien hablar, le resultaba muy difícil guardarse para sí sus sentimientos.

—Estás muy lejos de tu madre —dijo la señora Cedarbrook.

—Vaya que sí —dijo Elizabeth.

Y dibujó una sonrisa melancólica mientras pensó en ella.

—Ah —dijo la señora Cedarbrook casi en silencio y añadió—: Y de tus

amigas.

—Sí —respondió Elizabeth con un suspiro.

—Debes extrañarlas —dijo la señora Cedarbrook con dulzura.

—Sí, pero no tanto como a mi hermana.

—Si necesitas alguien con quien hablar querida, aquí estoy.

Elizabeth la miró con incertidumbre y luego se decidió. Si bien la señora

Cedarbrook era una desconocida, también era una mujer comprensiva y

Elizabeth necesitaba poder hablar con alguien. Sus amigas y su familia

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estaban muy lejos y no tenía a quien mas recurrir en su necesidad de

alguien que la escuchara y, lo que era más importante aún, alguien que la

aconsejara.

—Hay algo que te preocupa —dijo la señora Cedarbrook con gentileza.

—Es solo que… —Elizabeth no sabía por cómo iniciar—. Es sólo que…

—Sí, querida, te escucho.

—Es sólo que, a veces, no comprendo a mi esposo.

—¿Llevas mucho tiempo casada?

—No, nos acabamos de casar. Estamos en nuestro viaje de bodas.

—Parecen muy felices juntos. Es fácil darse cuente de que tu esposo te

quiere mucho.

—No sé —dijo Elizabeth y bajó la mirada hacia sus manos, que estaban

frunciendo la tela de su falda a la altura de su regazo.

—¿Qué te hace decir eso? —preguntó la señora Cedarbrook.

—Es solo que, en todo este tiempo, no me ha tocado siquiera. Es atento y

amigable y considerado, tenemos mucho de que hablar y la forma en la

que me mira, usted ha visto la forma en que me mira.

—Sí.

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—Pero en la noche, cuando podríamos estar solos, me evita.

La señora Cedarbrook la miró pensativa.

—Eres muy joven, quizás sólo te esta dando tiempo para que te ajustes a

tu nueva vida. Provócalo, querida. Eres muy hermosa y no hay un solo

hombre vivo que se te resistiría si te lo propones.

—Ese es precisamente el problema —dijo Elizabeth—; no sé cómo.

—Eres una mujer enamorada; sabrás cómo hacerlo cuando llegue el

momento. Ve tú a su habitación si él no va a la tuya. Estoy segura de que

no pasará mucho tiempo antes de que estés contenta.

—Me quita un peso de encima —dijo Elizabeth—. El solo hecho de poder

hablar del tema me ha servido mucho.

Se escuchó un sonido que venía de abajo.

—Creo que los caballeros han concluido su conversación. Vete ya, querida.

Estoy segura de que pronto se resolverán tus problemas.

Las dos mujeres se pusieron de pie y Elizabeth volvió a su habitación.

Annie la ayudó a desvestirse, Elizabeth le agradeció y esperó a que se

retirara para ir a la habitación de su esposo. Creía que encontraría a

Darcy ahí, pero la habitación estaba vacía, solo podía percibirse un leve

aroma suyo.

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Sobre la jofaina, su criado había acomodado sus cepillos y navaja;

Elizabeth se acercó a ellos y los recorrió con sus dedos. Esas eran las

cosas que él había tocado y ella quiso sentirlas. Luego, recorrió con la

mirada el pequeño y rústico departamento y por último, posó sus ojos en

la ventana. Estaba abierta. El aire nocturno era refrescante, pero estaba

frío y llevaba al interior una sensación helada. Elizabeth se dispuso a

cerrarla, pero cuando iba a hacerlo, su mano se quedó detenida sobre el

picaporte y se asomó para observar el tranquilo paisaje iluminado por la

luna. El lago brillaba plácidamente bajo la luz plateada; a lo lejos, el

contorno de los árboles se delineaba sobre el fondo blanco de la montaña y,

arriba de ella, estaba la luna, casi llena, que se veía fosforescente en la

oscuridad.

Un movimiento atrajo su atención y, al voltear, vio la silueta oscura de un

ave, no, no era un ave, era un murciélago que se estaba acercando a la

ventana. Elizabeth la cerró rápidamente para que el murciélago se quedara

revoloteando afuera. Sin embargo, mientras lo observaba, se sintió presa

de una sensación extraña. Pensó en cuán solo debía sentirse al haberse

quedado afuera a pesar de ser parte, y a la vez no, del calor y de la luz del

interior.

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Luego, el murciélago se alejó volando; el momento había terminado y ella

se acercó a la chimenea para calentarse.

Todavía no había ninguna señal de Darcy.

Elizabeth volvió a su habitación y se sobresaltó al encontrarlo de pie sobre

el tapete de la chimenea, pues no había oído sus pasos en el corredor; pero

la impresión pronto se convirtió en expectativa. Por fin había ido a ella.

Elizabeth se le acercó, pero sintió en él una tensión creciente, como si

estuviera intentando contener un poder inmenso con su sola fuerza de

voluntad. Ella temblaba pero no por el frío. Podía escuchar la respiración

de él, agitada y poco profunda.

Él se acercó a ella…

…entonces ella vio los puños de él apretados; parecía como si hubiera

librado una batalla interior cuyo triunfo no le brindaba ningún placer y le

había costado caro. Él le dio un suave beso en la mejilla; sus labios a

penas la tocaron y luego le dijo:

—Buenas noches, Elizabeth —y, cerrando la puerta detrás de sí, se fue a

su habitación.

Ella todavía sentía el calor de los labios de él sobre su piel y levantó la

mano para cubrirse la mejilla y conservar la sensación que, no obstante,

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poco a poco fue desvaneciéndose hasta que, por último, no quedó nada de

ella.

Elizabeth se estremeció y, luego de un momento, vio que también la

ventana de su habitación estaba abierta. La cerró y se fue a la cama, pero

permaneció despierta durante mucho tiempo antes de poder conciliar el

sueño.

La despertó la luz de la mañana que se filtraba por una cuarteadura en los

postigos. Por un momento se sintió confundida, no reconocía el lugar en el

que estaba; luego recordó que estaba en los Alpes y saltó fuera de la cama.

Abrió los postigos para ver que el cielo era de un azul asombroso y que las

montañas se erguían sobre él majestuosamente.

Su mirada se dirigió hacia abajo, a las praderas y las flores que rodeaban

la hostería y luego miró el quieto y plácido lago. Y al prestar más atención,

vio que había alguien nadando ahí. Su corazón latía con fuerza al darse

cuenta de que era Darcy. Quería ir con él y, aunque al principio consideró

que no era propio hacer una cosa semejante, luego cambió de parecer y

pensó, ¿por qué no?

Se puso su ropa interior y una bata, luego tomó una toalla y bajó

suavemente la escalera. Se escuchaban los sonidos usuales de las

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primeras horas de la mañana en la hostería, el siseo de la cocina y el

crujido de la madera al ser cortada, pero el frente de la hostería estaba en

silencio. Todavía era muy temprano y los otros huéspedes seguían

durmiendo.

Elizabeth salió sin ser vista, sintió la frescura del aire y luego, al salir de la

sombra, sintió el calor del sol y comenzó a correr a lo largo de la pradera. A

su paso, sus pies aplastaban la alfombra de flores silvestres y liberaban

así su aroma, que la rodeaba como una nube dulce y embriagante.

Cuando por fin llegó al lago, se detuvo, ya sin aliento pero vivificada. Era

del azul más profundo que ella hubiera visto y tan liso como el cristal, y

reflejaba las montañas y los altos pinos que lo rodeaban, pues no había

una sola onda que deformara el reflejo.

Dejó su toalla al lado del agua y metió un dedo del pie en el lago. Estaba

muy frío, pero poco a poco fue acostumbrándose a la temperatura y, en

lugar de fría, comenzó a sentirla refrescante. Entonces metió el tobillo,

luego la pantorrilla y se sintió sobrecogida por el repentino deseo de nadar.

Se desabrochó la bata y se la quitó; estaba a punto de echarse al lago en

ropa interior cuando le llegaron las palabras de la señora Cedarbrook a la

cabeza: «Provócalo». Permaneció indecisa por un momento, pero no había

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nadie alrededor, ni era probable que alguien llegara a tan temprana hora

de la mañana, así que se quitó también la ropa interior y se deslizó dentro

del agua.

Se le cortó la respiración cuando el frío líquido cubrió su cuerpo y

emprendió un vigoroso nado hacia la otra orilla del lago. Poco a poco, el

movimiento comenzó a calentarla. Buscó a Darcy con la mirada y vio la

cabeza saliendo de la superficie. Comenzó a acercarse y, cuando estuvo

más cerca, vio también que le escurrían gotas de agua por el cuello,

pasando por dos pequeñas cicatrices que tenía, y hasta los hombros. De

pronto se sintió nerviosa, pero era demasiado tarde para retroceder. Él ya

la había visto. Una expresión de sorpresa y deleite cruzó su rostro y sus

ojos, que primero se mostraron alegres, luego se oscurecieron conforme el

deseo inundó su rostro. Con unas cuantas brazadas, él llegó hasta ella;

sus ojos recorrieron su cara y pelo y, por último, se posaron sobre su

cuello, que estaba desnudo fuera del agua.

—Usted es tan hermosa —murmuró mientras inclinaba la cabeza hacia

ella—. Es embriagante, cautivadora, exquisita.

Ella sintió cómo su deseo la debilitaba, se sintió rendida frente a la

sobrecogedora fuerza de deseo de él, y su piel lo anhelaba. Entonces sintió

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como si ellos no fueran dos seres separados sino dos mitades de un ser

entero que había estado dividido durante mucho tiempo y que anhelaba

volver a unirse. Él puso sus manos sobre los hombros de ella y ella sintió

su cuerpo volverse pesado y lánguido. Él se inclinó para besarla; Elizabeth

sintió su respiración como un murmullo de seda cálida en el cuello y

volteó la cara para exponer el cuello, pues sus sentidos estaban

consumidos por el deseo que sentía por él e hipnotizados por su

respiración y por el rítmico latido de su corazón.

Y luego, como un sonámbulo al que despiertan, escuchó las ruedas de un

carruaje que se detuvo al lado del lago. Oyó el abrir y cerrar de la

portezuela y luego, una voz que le resultó a la vez conocida y desconocida.

Darcy levantó la cabeza y cuando Elizabeth volteó, vio la silueta de Lady

Catherine de Bourgh y, a su lado pálida y exangüe, a su hija Anne.

Elizabeth pensó que debía estar soñando, pues todo, el nadar en el lago,

las manos de Darcy tocándola, su pesada languidez y la extraña e

inquietante aparición de Lady Catherine y su hija, parecía irreal. Lady

Catherine se veía insustancial y fantasmal bajo la fuerte luz del sol.

Pero cuando sus sentidos comenzaron a volver a la normalidad, Elizabeth

se dio cuenta de que no era un sueño: estaba despierta y todo aquello sí

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estaba ocurriendo.

Darcy la puso detrás de sí y ella se alegró de recibir su protección, pues

algo en Lady Catherine le resultaba amenazante. En Rosings, su presencia

había sido dictatorial; en Longbourn, ridícula; pero aquí, resultaba

aterradora.

Estaba vestida de negro. Su larga caperuza colgaba pesadamente sobre su

cuerpo y su velo, que caía desde el sombrero, le cubría el rostro. Estaba

recargada sobre una sombrilla, también negra, que usaba a modo de

bastón.

—¿Cómo nos encontró? —preguntó Elizabeth.

—Nuestro viaje y nuestro destino no eran ningún secreto —respondió

Darcy—. Si estaba en París, simplemente debió haber preguntado en

dónde estábamos y alguien le habrá dicho.

Lady Catherine dio un amenazante paso hacia adelante.

—Así que lo hiciste. Contra todos los consejos, te casaste con esta...

persona. Nunca pensé ver el día en que harías algo tan estúpido, tú de

todos, Fitzwilliam —dijo lady Catherine.

—Sabías que me iba a casar con ella —dijo Darcy con hostilidad.

—Sabía que pretendías casarte con ella, pero pensé que, con el tiempo,

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volverías a tu sano juicio. Te dije que la familia iba a rechazarla, ya incluso

estuviste en París, sabes que tengo razón. Pero te empecinaste y te casaste

con ella.

—Tengo derecho a mi propia vida —dijo él.

—¡Tú no tienes derechos! Casarse es una cuestión de familia. La decisión

está en manos de los que son más viejos y más sabios que tú. No es

cuestión de caprichos.

—Ya es demasiado tarde para quejarse —dijo Darcy en un tono de

advertencia—. Estamos casados y así es.

—¡Claro que te casaste! —dijo Lady Catherine en tono malévolo—. Lo

hiciste a mis espaldas, cuando estaba fuera del país; no debí haberme ido,

y no lo hubiera hecho de haber pensado que llevarías a efecto este acto

escandaloso.

—No debió haber venido aquí. Darcy y yo estamos felices —dijo Elizabeth—.

Una vez trató de separarnos y no lo logró. Ya debería saber que no lo

logrará. ¿Quién es usted para decidir qué podemos hacer y qué no? Es

hora de que lo acepte u nos deje en paz.

Lady Catherine la miró con ojos malévolos y Elizabeth sintió temor.

—¡Guarde silencio! —dijo siseando Lady Catherine.

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Elizabeth abrió la boca como para decir algo, pero no pudo emitir palabra.

—Debiste haberte casado con Anne —dijo Lady Catherine, dirigiéndose de

nuevo a Darcy—. Anne es tu consorte. Ella es con quien estabas destinado

a casarte. Proviene de una familia antigua y honorable. Ella es quien

mantendrá la línea de sangre pura.

—Es demasiado tarde para eso —dijo Darcy sombríamente—. Lo hecho,

hecho está.

—No —dijo Lady Catherine—. No es demasiado tarde. Para nosotros nunca

es demasiado tarde. Sólo espero que vuelvas a tu juicio más temprano que

tarde, porque sin duda volverás a tu juicio.

—Entonces déjame en paz y déjame disfrutarlo mientras pueda —dijo

Darcy.

—¿Disfrutarlo? —dijo Catherine con una sonrisa amarga—. No vas a

disfrutarlo. Cada momento será tormentoso para ti. Sabes que no te

puedes casar con una mujer como ella y ser feliz. Tu orgullo debió haberlo

impedido, orgullo de quién eres y de lo que eres y orgullo del lugar que

ocupas en el mundo. Y si tu orgullo estaba aletargado, entonces tu

conciencia debió habértelo impedido.

—¡Suficiente! —dijo Darcy—. Vete ya.

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—El solo verte me enferma, así que sí me iré, pero no será la última vez

que me veas —dijo lady Catherine—. Si continúas por este camino nos

pondrás a todos en riesgo. De ti depende, de todos nosotros depende,

asegurar la continuidad de nuestra especie, para que no se extinga. Has

visto cómo capturan y asesinan a tus semejantes; sabes de lo que hablo.

Elizabeth pensó en la Revolución y en las personas acaudaladas y con

títulos que habían sido presas de su despiadada guadaña.

—¡Eso no tiene nada que ver conmigo! —dijo Darcy.

—Tiene algo que ver con todos nosotros —dijo ella.

Luego lanzándole otra mirada venenosa más, volvió a su carruaje seguida

por Anne, que parecía un espectro apesadumbrado.

Cuando se fue, Elizabeth se percató de cuan fría estaba. Había estado

inmóvil en el agua helada durante toda la perorata de Lady Catherine y

temblaba.

—Está helada —dijo Darcy, repentinamente solícito—. Necesita vestirse.

Elizabeth comenzó a nadar hacia la orilla del lago, pero el agua estaba

muy fría y le rechinaban los dientes. Cuando llegó a la otra orilla y se

dispuso a salir, vio a su doncella Annie que venía corriendo hacia ella.

—¡Señora, ay, señora! Tuvo visitas —dijo Annie rebosante de alegría—.

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Una señora muy distinguida, una tal Lady Catherine de algo. Le pedí que

esperara, pero me dijo que no podía.

—Está bien, Annie —dijo Elizabeth—. Nos encontró.

—¿Nos?

Elizabeth miró alrededor y vio que Darcy se había ido.

No lo había visto irse y se sintió perdida sin él. Pero al considerar cuál

podía ser la razón de que hubiera desaparecido, reparó en que lo había

hecho para ahorrarles un sonrojo a ella y a su doncella.

Annie le ayudó a salir del lago.

—Esta agua está muy fría para ponerse a nadar —dijo Annie al pasarle la

toalla a Elizabeth—. Va a agarrar un resfrío de muerte.

Elizabeth se secó vigorosamente, pero los dientes continuaban

rechinándole; luego se puso su ropa. Seguía temblando cuando llegó a la

hostería. En cuanto volvió a su habitación, se quitó la ropa húmeda y se

sentó frente al fuego mientras Annie le secaba el pelo con una toalla.

—Fue un buen gesto de Lady Catherine venir a brindarle sus buenos

deseos —dijo Annie—. Dijo que era la tía del señor Darcy; que estaba de

visita en los Alpes. Debe haberse sorprendido de encontrarlos también a

ustedes aquí.

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Elizabeth no respondió nada. Se acurrucó cerca del fuego y luego comenzó

a estornudar.

—Ahí lo tiene, se lo dije, va a agarrar un resfriado de muerte —dijo Annie,

mirándola con una expresión de preocupación.

—No es nada —dijo Elizabeth—, pero, de cualquier forma, me gustaría

tomar algo caliente.

—Se lo traigo enseguida.

Annie salió de la habitación y cuando la puerta volvió a abrirse, Elizabeth

volteó a punto de decir gracias, pero no era Annie, era Darcy.

—La escuché estornudar, no debí haberla dejado en el lago por tanto

tiempo.

—No fue su culpa —dijo Elizabeth—. Sabía que Lady Catherine no estaba

de acuerdo con nuestro matrimonio, pero nunca pensé que nos seguiría en

nuestro viaje de bodas. ¿Por qué lo hizo? ¿Y por qué dijo todas esas cosas

horribles?

—Lady Catherine es una mujer vieja —explicó él.

—No tan vieja como para no saber cómo comportarse, y no tan vieja como

para que la edad disculpe semejante comportamiento —dijo Elizabeth.

—Las cosas no son tan simples.

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—A mí me parecen simples.

Él la miró con una sonrisa nostálgica.

—Usted es muy joven —dijo él.

—Sólo tengo siete años menos que usted.

Sus ojos se quedaron mirando los de ella durante un largo rato y luego dijo:

—Lo lamento profundamente.

Sus palabras sonaban tan tristes que Elizabeth sintió que se le cerraba la

garganta y extendió la mano hacia él, pero él ya se había dado la vuelta y

un instante después estaba en el pasillo, dándole instrucciones a su criado.

Elizabeth tenía el ánimo apachurrado. La perorata de Lady Catherine la

había inquietado, pero el extraño comportamiento de Darcy la inquietaba

aún más, así que anhelaba tener a alguien con quien hablar. Una

conversación alegre sobre cosas ordinarias era justo lo que necesitaba

para disipar su desaliento. De inmediato pensó en la señora Cedarbrook,

pues sabía que unos cuantos minutos de charla sobre el señor Cedarbrook

y su botánica podrían ayudarla a dibujar una sonrisa en su cara. Escribió

una pequeña nota en la que le pedía a la señora Cedarbrook su compañía

y cuando Annie volvió con su bebida, le pidió que se la llevara.

—Lo siento, señora, pero ya se fueron —dijo Annie—. Salieron hace una

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hora. El señor Cedarbrook quería continuar con su acopio de plantas.

Elizabeth se sintió decepcionada, pero no había nada que hacer al respecto,

así que apuró su bebida y luego escribió una carta a Jane.

Mi queridísima Jane:

Quisiera que estuvieras aquí. Cuánto añoro poder hablar contigo. Han

sucedido tantas cosas que no sé por dónde comenzar. Salimos de París hace

unos días y ahora estamos en los Alpes. Las cosas están cambiando tan

rápidamente que la cabeza empieza a darme vueltas. Primero Dover, luego

cruzar el mar, luego París y ahora las montañas... Jane, querida, hoy me

desperté sin saber en dónde estaba. Pero luego vi a Darcy por la ventana,

nadando en el lago y las cosas comenzaron a cambiar. Fui con él y por

primera vez, la vida de casada comenzó a ser lo que creí que sería.

Estábamos cerca, cuerpo, mente y espíritu y yo lo deseaba tanto como él a

mí. Todo lo demás cayó en el olvido hasta que llegó Lady Catherine de

Bourgh y se rompió el momento.

¿Puedes creerlo? Nos siguió hasta aquí.

¿A ti te importunan los familiares de Bingley? ¿Los persiguen?

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Estoy empezando a pensar que la familia de Darcy nunca nos va a dejar en

paz. Quizás lady Catherine tenía razón. Quizás su actitud sí me importa

después de todo.

¡Pero no! ¿Qué estoy diciendo? ¿Cómo puede importarme si tengo a Darcy?

Durante unos minutos en el lago estuvimos tan cerca, y si sucedió una vez,

puede volver a ocurrir. Para estar seguro, Darcy se ha vuelto a retirar a

donde no puedo seguirlo y, sin embargo, no será por mucho tiempo. Él me

desea, sé que sí, es su familia y su preocupación por mí o quizás lo que él

cree que yo siento debido a que todo esto es nuevo para mí, lo que lo

mantiene distante.

Escribirte me hace sentir bien. Estaba desalentada cuando comencé a

escribirte, pero ahora las cosas están cobrando un aspecto más colorido.

Vamos a adentrarnos aún más en las montañas para visitar a un tío de

Darcy y, quizás ahí, podamos acercarnos de nuevo. Darcy respeta a su tío y

va en busca de su consejo, no sé bien sobre qué. Sólo espero que eso le

sosiegue la mente y le permita sentirse libre para escuchar su corazón, que

yo sé, Jane, que lo guía hacia mí.

Debo irme, pero volveré a escribirte cuando lleguemos al castillo. Por ahora,

adieu.

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Puso arenilla en la carta y luego la guardó en su escritorio para terminarla

después.

Durante un tiempo, Annie había estado empacando sus cosas.

—Las órdenes del señor son que emprenderemos el viaje en cuanto

estemos listas —dijo ella.

—Sí —dijo Elizabeth—. Quiere que lleguemos al castillo antes de que

anochezca.

Se vistió con ropa más caliente que antes, pues todavía tenía frío. Eligió un

vestido de manga larga y se puso un pellón largo en lugar de su abrigo

corto. Se quitó el sombrero que traía puesto y eligió un gorro que le

cubriera las orejas. Se anudó el listón debajo de la barbilla y estuvo lista.

Darcy la estaba esperando abajo. El carro ya estaba listo en la puerta y

ella pudo percibir que él estaba impaciente por irse.

Sus anfitriones les desearon buen viaje y se fueron.

Elizabeth estaba contenta de dejar atrás el mesón. Sabía que Darcy estaba

ansioso y lo único que esperaba era que las cosas mejoraran cuando

llegaran al castillo.

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Capítulo 5

Transcrito por Layla

Corregido por Lia Belikov

l principio de su viaje Elizabeth estaba complacida de mirar

por la ventanilla, en donde el sonriente paisaje estaba

iluminado por el cálido resplandor de las primeras horas de la

mañana; pero para cuando llegó el mediodía, el paisaje cobró un aspecto

más salvaje. Las faldas de la montaña se volvieron más escabrosas y

pasaron varias cascadas espectaculares, cuyas aguas caían en torrentes y

levantaban nubes de espuma color arco iris en el aire. Las plantas alpinas

florecían aferradas a las rocas y los precipicios bostezaban al lado del

camino.

Darcy miraba a Elizabeth mientras ella veía el paisaje. Él ya había visto

esos magníficos paisajes muchas veces antes, pero para Elizabeth todo ello

era nuevo. Sin embargo, el ver las expresiones de Elizabeth frente a las

vistas provocó que su gusto por el paisaje se revitalizara y le despertó de

nuevo la capacidad de maravillarse ante él.

Había muy poca gente en el camino, pero cada tanto veían algún hombre

llevando a cuestas una carga de leña o alguna mujer conduciendo una

A

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mula o, de vez en cuando, a un niño llevando una canasta llena de bayas.

—La gente de por aquí parece muy religiosa —dijo Elizabeth, mientras un

hombre se hacía a un lado del camino para esquivar el carro y se

persignaba; lo que parecía una costumbre común.

—Las cosas aquí son muy diferentes —dijo Darcy—. La gente tiene sus

propias tradiciones y su propia manera de hacer las cosas.

Elizabeth, cansada de montañas y glaciares y cataratas, observó la

vestimenta rústica de las mujeres, admiró sus faldas coloridas con

mandiles blancos y las curiosas telas con las que se cubrían la cabeza.

—¿Se molestará su tío de que lleguemos de visita sin habérselo anunciado?

—preguntó ella cuando se encontraban de nuevo en un tramo desierto del

camino—. ¿O le escribió para avisarle que vamos?

—No —respondió Darcy—. En estas partes tan remotas no hay oficinas

postales y un mensajero viajando solo sería blanco de ataques. Pero mi tío

no se va a molestar. Siempre le da gusto verme y el castillo es tan grande

que hay lugar de sobra para invitados.

—¿Incluso con nuestra enorme comitiva?

—El castillo va a engullirse a la comitiva —dijo él—. Podría recibir a diez

comitivas así. Es un castillo muy viejo y de formas muy irregulares, y es

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tan grande que podría albergar a un pueblo entero si fuera necesario.

—¿Y alguna vez es necesario? —preguntó Elizabeth con curiosidad.

—Lo fue en el pasado; cuando los bandidos atacaban el pueblo, todos iban

a meterse al castillo llevando consigo su ganado y sus pertenencias, y no

salían hasta que el peligro había pasado.

—¿Cómo es él, su tío? —preguntó ella.

—Es un hombre de mundo, inteligente, encantador —dijo Darcy—. Es un

gran pensador y tiene algo de filósofo. Ha viajado mucho y sabe muchas

cosas. A veces es divertido y vivaz, pero la mayoría de las veces se sienta y

escucha o apela a sus compañeros con preguntas y comentarios

interesantes. Tiene mucha sabiduría a su disposición, pero nunca busca

imponerse. Creo que le resultará agradable.

«¿Y le agradaré yo?» se preguntaba Elizabeth.

En casa nunca se le hubiera ocurrido semejante pensamiento, pero aquí

era diferente. No tenía amigos ni familia cerca que le hicieran sentir

seguridad, ni lugares conocidos y queridos que le dieran certeza. Al

principio eso no había importado, pero conforme se alejó de su mundo,

perdió confianza en sí misma; así que esperaba que la bienvenida fuera

cálida o, por lo menos, no tan fría.

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El ascenso comenzó a volverse más sinuoso y el carro continuó su camino

muy lentamente. Elizabeth sugirió que salieran y caminaran para

facilitarles la tarea a los caballos, pero Darcy no estuvo de acuerdo.

—Los caballos están bien entrenados. Han llevado cargas más pesadas a lo

largo de caminos más empinados que éste —dijo.

—Pero no es necesario que lo hagan aquí. No nos hará ningún daño

caminar. Además, me gustaría hacer un poco de ejercicio y sentir el viento

en la cara —ella protestó.

—En otro momento estaré gustoso de complacerla —respondió él mientras

puso su mano sobre la de Elizabeth para impedir que abriera la

portezuela—, pero no estamos en Inglaterra.

Estaba a punto de preguntarle a qué se refería con eso cuando miró por la

ventanilla y vio dos órbitas rojas, mismas que había pensado que eran

bayas, parpadear y moverse repentinamente, e impactada se percató de

que eran Ojos. Miró a derecha e izquierda y vio que había más ojos a su

alrededor.

—¿Hay lobos aquí? —preguntó nerviosa.

—Lobos y Cenas peores —añadió él casi murmurando.

Ella volvió a reclinarse sobre su asiento, asustada. Lobos, osos quizás...

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Estaba muy lejos de Hertfordshire. Entonces se sintió alegre y segura de ir

dentro del carro. Era un carro bastante sólido y soportaría un ataque de

lobos o de cualquier otro animal que pudiera estar al acecho. También

estaba contenta de que hubiera escoltas armados, que eran una

advertencia para los predadores de dos piernas y una protección contra los

de cuatro patas.

Ella se esforzó en interesarse de nuevo en las vistas, pero sentía que

habían perdido algo de su encanto, pues debajo de su belleza, acechaba el

peligro.

Mientras el carro continuaba su ascenso, el cielo comenzó a tornarse

oscuro, como si estuviera poniéndose a tono con sus pensamientos, y pasó

de azul a índigo. Las nubes se movían rápidamente y pronto se hizo

evidente que iba a llover

—Va a haber tormenta —dijo Elizabeth—. ¿Hay algún mesón cerca en

donde podamos refugiarnos hasta después de que pase?

—No, no hay nada en muchos kilómetros; pero no hay problema, en otra

media hora más, una hora cuando mucho, estaremos ahí.

Se escuchó un estruendo a lo lejos y la tormenta que amenazaba se hizo

presente. De pronto, atrás de ellos, el cielo se iluminó y resplandeció con

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un brillo espeluznante antes de volver a oscurecerse. Se estaba volviendo

difícil ver dentro del carro, y la cosa empeoró cuando el camino se adentró

en un denso bosque con árboles más grandes y gruesos que arrojaban

largas sombras. Elizabeth apenas podía distinguir los rasgos de su esposo,

a pesar de que estaba sentado apenas a unos cuantos centímetros de ella.

Cuando salieron de la espesura el cielo ya estaba casi negro y dentro del

carro siguió igualmente oscuro. Otro trueno, que se escuchó más cerca

esta vez, rompió el silencio y unos cuantos minutos después comenzó a

llover. Los truenos se hicieron más fuertes con la tormenta; un relámpago

dentado que cayó hasta el suelo en una red de venas brillantes rasgó el

cielo. Los caballos relinchaban mucho, se empinaban y agitaban las patas

en el aire. El carruaje se tambaleaba de un lado a otro; el conductor estaba

procurando controlar a los caballos y Elizabeth tuvo que sostenerse de la

correa que pendía del techo del carro. Se sujetó con fuerza, pues iba

traqueteándose y rebotando de aquí para allá. Logró mantenerse sentada

hasta que los caballos por fin se aquietaron, pero ni siquiera entonces se

soltó, pues sabía que otro relámpago volvería a asustarlos.

—¿Cuánto más falta? —preguntó ella.

—Ya no está lejos —dijo Darcy sostenido de la correa que colgaba de su

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lado.

Cayó otro relámpago que iluminó el cielo y mostró una forma misteriosa en

el horizonte, una silueta de espirales y torrecillas que se erguía en un

pináculo rocoso: un castillo, pero no como los de Inglaterra, cuya sólida

magnitud yacía pesadamente sobre el suelo. Era una inercia frágil, alta,

delgada y larguirucha. Y luego, el cielo se oscureció y se perdió de vista.

La lluvia estaba cayendo a cántaros y golpeteaba sobre el techo del carro,

así que Elizabeth estuvo contenta cuando por fin vio la caseta de

guardabarrera. El conductor hizo que los caballos disminuyeran su

velocidad y los condujo por el último tramo del camino. Hubo una pausa

en la caseta y, sobre el aire y la lluvia, Elizabeth escuchó un intercambio

de palabras gritadas entre el conductor y el guardabarrera. En ese

momento, chirrió el torno y se abrió el puente levadizo; sus cadenas

chacolotearon contra el aire lluvioso antes de caer y producir un ruido

seco al acomodarse en el suelo.

Al atravesar el puente, Elizabeth vio un precipicio profundo a cada lado.

Finalmente, llegaron al patio. Había hombres armados, cubiertos con

capas que ondeaban por el aire y gorros que les cubrían hasta los ojos;

estaban patrullando con una mano sosteniendo la correa de grandes

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perros sabuesos que parecían más lobos que perros y con la otra sobre la

empuñadura de sus espadas.

—No hay nada que temer —dijo Darcy al ver que Elizabeth se retraía en el

asiento—. Éste es un distrito salvaje y mi tío emplea a soldados para

protegerse de grupos de bandidos que andan por ahí.

—¿Se refiere usted a que emplea mercenarios? —preguntó Elizabeth.

—Si así quiere verlo. Como sea, son hombres armados a su servicio.

Elizabeth escuchó como volvía a levantarse el puente levadizo detrás del

carro y al oír el chacoloteo de las cadenas contra la reja al cerrarse, sintió

pánico de pensar que estaban encerrados.

Darcy le tomó la mano en un gesto silencioso de apoyo y eso la tranquilizó,

y el ver lacayos con librea que salían del castillo disipó mucho de su miedo.

Darcy salió del carro mientras los lacayos lo descargaban y luego ayudó a

Elizabeth a salir. Entonces apareció el mayordomo, un hombre que había

ya pasado la juventud y que no obstante, no estaba viejo aun, con ojos

luminosos a los que no se les escapaba nada al observar a Darcy para

reconocerlo y al observar con atención vigilante, a Elizabeth. Los saludó

con unas cuantas palabras difícilmente comprensibles, con un inglés

bastante confuso y pronunciado con un fuerte acento extranjero; luego les

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hizo una reverencia y les señaló la escalinata que conducía a la enorme

puerta de roble. Darcy devolvió el saludo y se quedó a un lado para

permitirle a Elizabeth pasar delante de él hacia la puerta.

Elizabeth cruzó el umbral de la puerta y se escuchó un sonido áspero: una

de las hachas exhibidas sobre la puerta, dentro del recibidor, se soltó de

su amarre y se cayó al suelo. Poco faltó para que cayera sobre Darcy,

quien en ese momento estaba cruzado la puerta; Elizabeth ya estaba a

unos treinta centímetros de ahí. Hubo un momento inicial de conmoción,

pero todos rápidamente recobraron la compostura. No así el mayordomo,

quien soltó un grito en un idioma raro y movió sus ojos rápidamente por el

miedo.

No era un principio de buen agüero para la visita, ni tampoco lo fue la

caminata a lo largo del enorme recibidor, cuyos grandes muros de piedra

oscura devolvían un sonoro eco de los pasos y exhibían lóbregos colguijes,

y en donde, además, las antorchas estaban apagadas por las corrientes de

aire. Pero una vez que llegaron al salón, las cosas mejoraron. Se sentía

más caliente gracias al calor de los leños que ardían en una enorme

chimenea de piedra. La alfombra era vieja pero no estaba raída y los

muebles, a pesar de ser oscuros y pesados, eran de buena calidad. Había

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un hombre, sentado en una silla y con las piernas extendidas en dirección

al fuego, a quien Elizabeth tomó por el conde.

El mayordomo anunció a los Darcy en un idioma extranjero y el conde se

puso en pie con un sobresalto, pero su mirada de asombro cedió

rápidamente a una de bienvenida. Su apariencia era de cierto modo

extraña, pues era inusualmente alto y de facciones muy angulosas, dedos

largos y delicados y rasgos que le daban un aspecto perpetuo de altivez,

pero a pesar de ellos, sus formas, al saludar a Darcy fueron amistosas.

Elizabeth se permitió observar la ropa del conde, que le hizo sentirse más

segura, pues le resultaba familiar: era el tipo de ropa que usaban los

caballeros del campo en Inglaterra. Llevaba un abrigo desgastado por el

uso, pero de buen corte, hecho de velarte color bermejo, con una camisa

con pechera plisada, que alguna vez debió de ser blanca pero que ahora

estaba percudida y, debajo de ella, llevaba pantalones a la rodilla, también

color bermejo, y medias zurcidas. Sus zapatos negros estaban lustrados,

pero también parecían desgastados por el uso. Lo único que Elizabeth no

había visto en ninguno de sus vecinos campestres era la peluca polveada.

Que en Hertfordshire lo hubiera hecho destacar por estar fuera de moda o

incluso como alguien excéntrico.

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El conde y Darcy se hablaban en una lengua extranjera que Elizabeth no

reconoció. Parecía guardar semejanzas con el francés, pero muchas de sus

palabras eran desconocidas y ella no entendía lo que se estaban diciendo.

En cuanto Darcy se percató de ello, cambió de nuevo al inglés. El conde se

sorprendió por un momento, pero miró a Elizabeth y una vez comprendió

la razón del cambio, comenzó también a hablar en inglés, aunque el suyo

era un inglés con mucho acento y pronunciado con una entonación

extraña.

—Darcy, éste es un gusto que no esperaba —dijo él—, pero son

bienvenidos aquí. Tu invitada también, también ella es bienvenida.

Le extendió la mano a Darcy y ambos se estrecharon las manos con

firmeza.

—Gracias —dijo Darcy—. Siento mucho no haberte enviado noticias de

nuestra venida, pero no quise enviar a un mensajero solo al castillo.

—El camino al castillo no es seguro —estuvo de acuerdo el conde—. Pero

eso no importa, mi ama de llaves siempre está preparada para recibir

visitas. Y esta joven tan encantadora ¿es? —preguntó.

—Elizabeth —respondió Darcy tomándole la mano y acercándola hacia él.

—Elizabeth —dijo el conde inclinándose frente a su mano—. Un bonito

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nombre para una hermosísima dama. ¿Elizabeth?

—Elizabeth Darcy. Mi esposa —dijo Darcy con un orgullo circunspecto.

—¿Tu esposa? —preguntó el conde retrocediendo un poco como si hubiera

sentido una picadura.

—Si, nos casamos hace tres semanas.

—No lo sabía —dijo el conde recuperándose rápidamente, eso es inusual,

en général, me entero de las cosas que conciernen a la familia muy

rápidamente. Pero aquí estamos bastante fuera de alcance —dijo mirando

con curiosidad a Elizabeth antes de volver su atención a Darcy—. Así que

estás casado, Fitzwilliam. Es algo que creí que no vería.

—Hay un tiempo para todo —dijo Darcy—, y éste es mi tiempo, —Y

terminó la presentación diciendo—, Elizabeth, él es mi tío, el conde

Polidori.

Elizabeth le hizo una reverencia y dijo todo lo necesario, pero no estaba

completamente tranquila. Aunque el conde era cortés y encantador, ella

percibía una curiosidad subyacente y algo más, no exactamente hostilidad,

pero sí algo que le decía que no lo complacía el matrimonio. Se preguntaba

si también él pensaba que Darcy debía haberse casado con Anne.

—No es un día placentero para el viaje que hicieron —dijo el conde—. Vaya

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que llueve mucho en las montañas, y tenemos muchas tormentas. La

oscuridad, tampoco la oscuridad es agradable, pero no importa, ahora

están aquí. Mi ama de llaves los conducirá a sus habitaciones de

inmediato. Querrán cambiarse la ropa mojada creo. Yo ya cené, pero deben

decirme cuando quieran comer y mi ama de llaves les preparará una

comida, a menos de que prefieran que les lleven algo a sus habitaciones.

Sintiéndose repentinamente cansada, y también sabiendo que había algo

que Darcy tenía que hablar con el conde, Elizabeth aprovechó la

oportunidad para retirarse a su habitación y dijo que, para ella era más

que suficiente con que le llevaran algo en una charola a su habitación.

El conde le hizo una reverencia completa y tocó la campana. Se escuchó

una campanada lastimosa, que hizo eco en algún lado del interior del

castillo, y Elizabeth se preguntó desde dónde tendría que caminar el ama

de llaves para llegar hasta el salón. Mientras esperaban, el conde continuó

preguntándoles sobre su viaje y se compadeció de ellos por las dificultades

que habían pasado. Por fin llegó el ama de llaves, una mujer hosca,

pequeña y alerta. Al parecer no hablaba inglés, pues el conde se dirigió a

ella en su propia lengua. Ella inclinó la cabeza y luego ella dijo algo

incomprensible pero tan esperado, que Elizabeth creyó comprenderlo bien;

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y, por último, condujo a Elizabeth fuera del salón.

Conforme la puerta se cerraba detrás de ella, Elizabeth escuchó a Darcy

decirle al conde: «Debo hablar contigo respecto a un asunto de suma

importancia» y al conde responder seriamente; «Sí, eso veo. Hay mucho de

qué hablar».

Qué era lo que había que hablar, Elizabeth no lo sabía, pero comenzaba a

preguntarse si tenía algo que ver con la dote del matrimonio. Eso

explicaría el por qué Darcy estaba renuente a hablarlo con ella, pues él no

querría que ella se sintiera incómoda de que su dote hubiera sido tan

pequeña. Sus padres habían dejado de ahorrar dinero desde hacía muchos

años y lo poco que poseían lo habían usado cuando tuvieron que pagar a

Wickham al casarse con Lydia. Elizabeth sabía que a Darcy eso no le

importaba para sí mismo, pero, ¿para sus hijos?... Lo usual era que la

parte de la novia se legara a los hijos, y muy bien podía tratarse de que

Darcy necesitara el consejo del conde respecto a cómo compensar a un

futuro hijo por la falta de fondos de ella. También era posible que ese

asunto fuera en parte responsable de la frialdad con la que algunos

familiares de Darcy la trataban.

Ella siguió al ama de llaves a lo largo del recibidor y hacia arriba por una

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escalera de piedra. Los escalones estaban desgastados en la parte del

medio, en donde un incontable número de pies había pisado a lo largo de

los siglos, y sus pasos producían un eco hueco. Luego, el ama de llaves dio

vuelta hacia un pasadizo enrollado antes de subir una escalera espiral

hacia la habitación de una torrecilla.

Annie ya estaba ahí, desempacando las cosas de Elizabeth. Había una

enorme cama de cuatro postes en el centro de la habitación, adornada con

colgaduras de terciopelo rojo y había una mezcla de muebles pesados

dispuestos alrededor de ella: una jofaina, un armario, una cajonera, un

escritorio y, acomodada debajo de la mesa, una silla. También había un

tocador, pero era un tipo de mueble distinto a los otros, una pieza delicada

pintada en azules suaves y rosas, con patas que se iban adelgazando y

terminaban con una delicada cubierta de oro en la base. Los gruesos

muros tenían ventanas verticales estrechas. Al lado de las ventanas

colgaban gruesa cortinas de terciopelo que no estaban corridas aún. Ya

había fuego en la chimenea, aunque era muy débil todavía, pues había

sido recientemente encendido; pero los enormes leños comenzaban a arder

y pronto habría un fuego vivo. Se habían dispuesto velas alrededor de la

habitación que trazaban un círculo perfecto dentro ella. El muro de piedra

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arriba de la cama estaba suavizado con un tapiz.

El ama de llaves murmuró algo inteligible, luego hizo una reverencia y

estaba a punto de retirarse cuando Elizabeth le dijo:

—Un momento.

El ama de llaves se detuvo.

—No hay espejo sobre el tocador —dijo Elizabeth, procurando mostrarle

con una especie de pantomima lo que quería decir—. ¿Podría hacer que me

subieran uno, por favor?

Pero ya sea que el ama de llaves no la entendió o bien que no había

espejos que pudieran darle, ella negó con la cabeza enfáticamente y luego

se retiró.

—Bien —dijo Annie—, no hay duda de que las personas de por aquí son

raras. Primero, toda la plática en el recibidor de la servidumbre y ahora

esto. ¡De verdad no hay espejo! ¿Cómo esperan que una dama se vista sin

un espejo?

—No importa —dijo Elizabeth, pensando en que se lo pediría al conde al

día siguiente—. Quizás no me entendió —se quitó la caperuza y luego

preguntó con curiosidad—: ¿Qué plática en el recibidor de la servidumbre?

—Puros disparates inútiles —respondió Annie—. Estaban diciendo que la

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caída del hacha significaba que usted causará la muerte del señor Darcy.

Dijeron también que ya una vez se había caído cuando el conde y su

esposa pasaron por la puerta y mire lo que le pasó a ella. ¿Va a ponerse el

vestido azul o el color limón para la noche, señora?

—Ninguno —dijo Elizabeth—. Voy a comer algo aquí en la habitación, así

que no necesito arreglarme para la cena. ¿A qué te refieres con que la

caída del hacha significa que le voy a causar la muerte al señor Darcy?

—Bueno, señora, dicen que como el hacha se cayó mientras ambos

estaban cruzando por la puerta y cayó más cerca de él que de usted

significa que usted va a matarlo o algo así. Todos estaban negando con la

cabeza y murmurando al respecto cuando entré a la cocina. La mayoría de

ellos no habla una palabra de inglés, pero el criado del señor Darcy me dijo

de qué estaban hablando. Puros disparates de idólatras.

—Yo no creo que sean idólatras —dijo Elizabeth abstraída—, por el

contrario, al parecer se persignan mucho. De camino al castillo, los

lugareños se persignaban siempre que el carro los pasaba.

—De todas formas, señora, no son como la gente de Hertfordshire.

—No, no lo son —dijo Elizabeth.

Pensó en todos sus amigos y vecinos de casa. A la distancia, las cosas

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absurdas de allá no parecían tan absurdas, y más bien, parecían

reconfortantes. Incluso el recuerdo del señor Collins parecía entrañable

más que ridículo.

Annie terminó de desempacar y luego cerró las cortinas. El fuego ya estaba

llameante y la habitación comenzaba a sentirse más cálida. Elizabeth se

quitó la ropa mojada y se puso un vestido de lana. Luego extendió sus

manos al fuego, pues las tenía muy frías y, poco a poco sintió cómo

comenzaron a entrar en calor.

Se oyó que llamaron suavemente a la puerta. Entró una joven doncella con

una charola con algo caliente y apetitoso y, mientras cruzaba la habitación

para colocar la charola sobre el escritorio, permaneció lo más alejada que

pudo de Elizabeth y la miraba con ojos llenos de miedo.

—¿Qué le dije? —preguntó Annie en un tono afligido mientras la doncella

se apuraba a salir de la habitación—. Es una de las sirvientas de día. Ésas

son peores. Ni siquiera pasan la noche en el castillo; dicen que ven cosas,

cosas anormales.

Elizabeth caminó hacia la charola y miró el estofado.

—Sabe mejor de lo que se ve —dijo Annie—. Yo comí un poco en la cocina.

Elizabeth tomó la cuchara que estaba junto al tazón y probó el platillo, que

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era una especie de estofado de pollo con un sabor distintivo.

—Pimientos, eso es lo que le ponen para que sepa así —dijo Annie—.

Mucho mejor que tanto ajo en París; esto no sabe tan mal.

Elizabeth trozó un pedazo de pan y se lo comió con el estofado. Cuando

terminó, Annie se llevó la charola y Elizabeth, ya sola, se paseó por la

habitación. Examinó los pocos libros que estaban sobre un estante junto a

la ventana y observó el tapiz, pero en lugar de tranquilizarla, el contenido

de la habitación la inquietó. Los libros no eran como los de la biblioteca en

Longbourn, que olían claramente a piel, estos libros estaban húmedos y

olían a polvo. También el tapiz era inquietante. Mostraba una imagen en

rojos, esmeraldas y dorados ya desteñidos y parecía ser un tipo de

bestiario. Mostraba un bosque habitado por criaturas extrañas: lobos de

proporciones gigantescas con las caras afiladas, en las que predominaban

los ojos rojos y brillantes; murciélagos de tamaños monstruosos con

rostros humanos; sátiros y dragones y basiliscos; y en una pequeña

esquina, una mujer demacrada con flores en el pelo. Los monstruos le

hicieron recordar las imágenes en los libros de los cuentos de hadas que

leía de niña en Longbourn, pero allá, en donde se sentía segura, esas

imágenes le parecían ridículas y aquí, en el castillo, no le resultaban

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fáciles de olvidar. La idea de que Caperucita Roja se perdiera en los

bosques cercanos al castillo no parecía imposible; ni la idea de la Bella

Durmiente bajo el hechizo de una bruja malévola que la hizo quedarse

dormida durante cien años; ni la de hombres que eran bestias y bestias

que eran hombres.

Lo único que le daba satisfacción era el tapiz que colgaba de la cama, pues

le impedía ver las imágenes mientras se dormía.

Se dirigió a su escritorio de viaje, que ya Annie había desempacado y sacó

los utensilios para escribir. Se sentó a terminar su carta para Jane. Leyó lo

que había escrito hasta ese momento, que terminaba con:

Darcy respeta a su tío y va en busca de su consejo, no sé bien sobre qué.

Sólo espero que eso le sosiegue la mente y le permita sentirse libre para

escuchar su corazón, que yo sé, Jane, que lo guía hacia mí.

Debo irme, pero volveré a escribirte cuando lleguemos al castillo. Por ahora,

adieu.

Entonces continuó.

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Ya hemos llegado al castillo y es el lugar más remoto que espero visitar en

mi vida. También es el más raro, y me siento muy sola. Cómo quisiera que

estuvieras aquí, Jane. Extraño tu carácter tranquilo y dulce y tu bondad y fu

capacidad de ver lo mejor en los demás. Todo aquí es raro. Llegamos al

castillo bajo una terrible tormenta. Está ubicado en un área remota de las

montañas y está rodeado de bosques en los que habitan lobos. Los vi de

camino aquí, corriendo junto al carro, con el pelaje gris y los ojos rojos

brillando por entre el follaje. Puedo escucharlos aullando a la luna mientras

escribo. El castillo es una construcción vieja de roca, es oscuro y tenebroso y

está en mal estado. Cuando llegamos, una de las hachas se cayó de la

pared y por poco nos cayó encima a Darcy y a mí. La servidumbre dice que

eso significa que yo voy a causar la muerte de Darcy. Y, a pesar de que sé

que es ridículo, no puedo evitar sentir miedo. Me siento encerrada aquí; de

hecho, cuando el puente levadizo se levantó detrás de mí, me sentí como

una prisionera. Las cosas no parecerían ni la mitad de lo malo que parecen

si estuvieras a mi lado. Juntas nos reiríamos de los lobos y de los presagios

extraños. Pero sin ti, mi querida Jane, estoy increíblemente nerviosa. Dios no

quiera que termine como mi madre. Escríbeme pronto y sácame de mis ideas

idiotas con risas. Sin recibir cartas de casa me siento extrañamente sola.

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Cuéntame de mi tía y tío Gardiner y de sus hijos. Ayúdame a recordar, que

hay un mundo más allá de éste y que el orden y la familiaridad y la calma y

la seguridad sí existen. Cuéntame también sobre los encantos de Londres y

de tu amado Bingley. Espero que tus miedos sean menos y tus alegrías más

que las mías.

¡De verdad quisiera que estuvieras aquí! Necesito a mi jane para platicar, y

no sólo del castillo. También necesito hablar contigo sobre mi matrimonio.

Darcy no ha vuelto a acercarse a mí, aunque ya es tarde. Y me doy cuenta

de que ya no me sorprende su ausencia. De hecho, ahora pienso que lo que

me sorprendería sería que viniera. Eso no puede ser bueno. Pero quizás

estoy pensando así porque estoy cansada. Ha sido un día muy largo y raro.

Me voy a descansar. Estoy segura de que las cosas cobrarán otro aspecto

mañana.

Puso arenilla sobre la carta y la guardó, luego, apagó todas las velas

menos una y se subió a la cama. Arregló el cubrecama, apagó la última

vela y se acostó. Se durmió rápidamente, pero no fue un descanso

reparador, pues estuvo plagado de sueños perturbadores.

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Capítulo 6

Transcrito por Alex Yop EO, Kte Belikov & Anaid

Corregido por Lia Belikov

lizabeth estuvo contenta de despertarse a la mañana

siguiente. Había pasado la noche corriendo por el bosque

perseguida por lobos o perdida en el castillo o atormentada

por pesadillas inquietantes, así que le alegró de poder dejarlas atrás.

Se vistió con ropa para el frío. Se envolvió en su grueso chal y salió de la

habitación. Encontró fácilmente el camino fuera de la torrecilla, pero al

llegar abajo se detuvo, pues no tenía certeza sobre por dónde seguir. Por

suerte, uno de los lacayos del conde pasaba por ahí. La miró lleno de

miedo, pero ella no lo dejó continuar sin antes hacerle entender que quería

comer, así que él la guió hasta el comedor. Darcy ya estaba ahí para el

desayuno. Se puso de pie con una sonrisa en los labios y ella tranquilizó

inmediatamente. Ésta era la realidad. Aquí estaban la cordura y el reposo,

no el mundo del sueño, sino en el de la vigilia.

—¿El conde ya desayuno? —preguntó ella mientras le servían una especie

de avena que se veía poco apetecible pero que estaba sorprendentemente

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buena.

—Sí, se levantó antes del amanecer. Se fue a consultar a algunos de sus

amigos y vecinos sobre el asunto que me ha estado inquietando. Todos

ellos están dispersos en un área de unos cincuenta kilómetros de terreno

de difícil acceso, así que no volverá sino hasta la noche.

—¿Le fue posible darle algún consejo al respecto?

—No todavía, pero espero que pronto encontremos una respuesta.

Ella esperó a que los sirvientes salieran del comedor y luego dijo:

—Ya una vez le pregunté si lamentaba nuestro matrimonio y me respondió

que no. Necesito preguntárselo de nuevo —hizo una pausa, pues no sabía

cómo continuar. Quería decirle, ¿Por qué no me visita en las noches? Pero

ahora que el momento había llegado, se sintió con la lengua anudada y no

supo cómo abordar el asunto.

—No, desde luego que no —dijo él con el ceño fruncido—. La pregunta ni

siquiera cabe y lamento mucho hacerla sentir así.

—¿Los problemas que lo inquietan tienen que ver con la dote? —preguntó

ella—. ¿Es por eso que necesita el consejo de su tío?

—No, no es eso precisamente —dijo en tono evasivo—. Pero espero que los

asuntos se aclaren pronto y entonces podamos olvidarnos de esto y

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disfrutar el resto de nuestro viaje de bodas.

Él tomó la mano de ella y la besó; ella sintió que su mano irradiaba calor

en el lugar en el que él había puesto sus labios.

Un haz de luz entró por la ventana y Elizabeth, que ya se había terminado

la avena, dijo:

—Salgamos al patio —pues alcanzaba a ver algo como un pequeño jardín

por la ventana y quería estar al aire libre.

—Por supuesto —respondió él.

La lluvia había cesado, pero a pesar del brillo del sol, la mañana estaba

cerrada y prometía más lluvia por venir.

El jardín alguna vez debió ser bonito, pero ahora estaba cubierto de hierba.

Era cuadrado y estaba rodeado por los muros de piedra gris del castillo; en

su centro había un estanque lleno de maleza. Le entraba muy poca luz e

incluso esta poca era lánguida y pálida, como si el esfuerzo de llegar hasta

el patio la hubiera despojado de su energía. La maleza crecía por entre las

piedras y la hierba amarilla competía por espacio con los helechos de

aspecto insalubre. De una maraña de plantas trepadoras se erguía la

estatua de un sátiro, pero estaba rota, sus flautas de Pan estaban a un

lado, sobre el suelo, cubiertas de musgo y liquen.

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—Es una pena que este tan descuidado —dijo ella—. Es un lugar protegido

del viento y podría ser agradable caminar aquí si el jardín no estuviera

cubierto de hierba.

—El castillo es viejo y su mantenimiento es caro —dijo Darcy al mismo

tiempo que le ofreció su brazo—. Mi tío no tiene suficiente dinero para

atender todo lo que se necesita aquí. Su fortuna ha sufrido un revés, se ha

estado mermando últimamente, y él ha tenido que dejar que algunas

partes del castillo caigan en el descuido —la miró y comenzaron su paseo

por el jardín—. Supongo que yo no noto sus deficiencias porque estoy

acostumbrado a ellas. Amo este lugar desde que era niño. Pero creo que a

usted no le gusta.

—No, debo confesar que no —respondió ella—. Me parece bastante

amenazante, y no solo es el castillo. El idioma es raro y los chismes…

—Usted no es el tipo de persona que atiende los chismes —dijo él.

—No, lo sé, pero aquí me siento diferente, como si no fuera yo misma. Me

siento atrapada, encerrada —ella se estremeció al recordar el puente

levadizo retumbar al momento de cerrarse y se ajustó un poco más el chal

alrededor del cuerpo—. Cuando levantaron el puente detrás de mí, sentí

como si fuera una prisionera.

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—El puente levadizo es para mantener a la gente fuera, no para encerrarla

dentro —dijo él poniendo su mano sobre el brazo de ella para

tranquilizarla—. Estamos en una parte bastante remota y hay muchos

bandidos por estos lugares que gustosos saquearían el castillo si no

estuviera bien defendido.

—Sí, claro. Pero no solo es el puente, es todo. Esta mañana, al mirar fuera

por la ventana, vi un precipicio terrorífico al final del cual solo se veían

piedras puntiagudas. No estoy acostumbrada a eso —dijo ella

disculpándose.

—Usted está acostumbrada a praderas ondulantes y ríos serpenteantes en

una parte pacífica del mundo —dijo él— pero este castillo está en un área

menos hospitalaria. Fue construido como una fortaleza en el tiempo en el

que se necesitaban fortalezas. Las rocas lo mantienen a salvo; sirven para

asegurar que nadie puede trepar y asaltarlo por atrás. Sé que puede

parecer prohibitivo si uno no está acostumbrado a ello, pero ¿dentro

también se siente asustada?

—No, no precisamente asustada, pero sí ansiosa. Las ventanas son

pequeñas y el castillo es lóbrego. Y los rumores…

—Continúe.

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—Son tonterías, desde luego, pero en el recibidor de la servidumbre dicen

que el hacha que se cayó fue una premonición de su muerte y de que yo la

causaría. Dicen que la misma suerte sobrevino a la esposa del conde. ¿Es

cierto?

Él vaciló.

—Hasta cierto punto —dijo él—. El conde perdió a su esposa, pero no hubo

nada en raro en su muerte. Había estado enferma durante mucho tiempo.

—¿Y se cayó el hacha?

—Sí, pero el castillo es muy viejo. Algunos de los accesorios de los muros

se han aflojado, eso es todo.

—Sí, claro —dijo ella; las palabras tranquilas de Darcy la llenaban de

alivio—. No sé por qué hice caso. Es simplemente que la atmósfera aquí es

opresiva.

—Es una pena. Esperaba que le gustara. Pero no estaremos aquí mucho

tiempo. El conde volverá esta noche y no tenemos que quedarnos más que

unos cuantos días. Tengo un pabellón de caza cerca de aquí y quiero

aprovechar para ir a verlo y, por cortesía, debemos quedarnos unos días

más, pero para el final de la semana, si todavía se siente incómoda, nos

iremos.

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Elizabeth se sintió reconfortada.

—¿De verdad tiene un pabellón de caza aquí? —preguntó ella—. Ésta muy

lejos de Pemberley.

—Tengo pabellones de caza por toda Europa, reliquias de los viejos

tiempos. Ya no los uso, pero de vez en cuanto encuentro algún inquilino

para alguno de ellos. El conde cree que a uno de sus amigos le gustaría

rentar el pabellón más cercano de aquí, así que quiero ver si necesita

reparaciones. ¿Por qué no viene conmigo? Podemos ir mañana y eso le

dará un descanso del castillo.

—Ay, sí —dijo ella—. Eso me gustaría mucho.

—Muy bien, voy a hacer todos los arreglos para ello.

Mientras él se fue a los establos, Elizabeth entró y no encontró el salón

sino hasta después de tres intentos. No lo había visto bien la noche

anterior y esperaba que hubiera un piano, pero no había ningún

instrumento. Se dio toda una vuelta por el salón, examinado los retratos

que colgaban de los muros hasta que llegó a la chimenea. Arriba de ella

había un magnifico retrato de dos caballeros con ropa del siglo XVII.

Estaban vestidos a la moda de entonces, con abrigos y pantalones y

llevaban pelucas oscuras y rizadas que les caía hasta la cintura.

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Los observó con más cuidado. No era fácil distinguirlos claramente desde

donde estaba, pero algo en ellos le pareció familiar. Se preguntó a quien le

recordaban y luego se dio cuenta de que se trataba de Darcy y el conde.

—Los cuadros son muy buenos, ¿no le parece? —se escuchó una voz

detrás de ella.

Ella casi saltó del susto.

—Me disculpo, no tenía la intención de asustarla —dijo el conde, que era

quien estaba ahí.

—Pensé que estaba visitando a sus vecinos —dijo ella.

—Sí, pero las cabalgatas son difíciles con huesos viejos. Le hubiera dicho a

mis sirvientes: vayan y hagan la diligencia por mí, pero Darcy es un

sobrino a quien valoro mucho y no me gusta enviar a un criado en asuntos

que le conciernen a él. Cuando llegué, mis vecinos, que son buenos

conmigo, me dijeron «Nosotros mismos iremos al siguiente castillo para

evitarle el viaje. Así su cometido se realizará en la mitad del tiempo y con

menos ajetreo para sus huesos viejos». Y así se hizo. Una visita al otro y

cada uno de ellos viaja solo un trayecto corto hasta el siguiente castillo. Y

los motivo diciéndoles «Bienvenidos a mi castillo, tengo conmigo una novia

nueva» —dijo él con brillo en los ojos—. Usted recibió poca hospitalidad

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ayer, pero hoy será distinto. Le agradarán mis vecinos, creo. Algunos de

ellos son familiares y todos son amigos míos. La van a atender y repararán

la oscuridad del castillo con su humor y conversación. Y usted les

agradará. Usted es un adorno para mi casa. Ya son muchos años desde

que no había tanta hermosura en este castillo. Espero que usted se sienta

cómoda. ¿Tiene todo lo que necesita?

—Sí, gracias.

—Si hay algo que pueda hacer para que su estancia aquí sea más

aceptable, debe decirme: ¡conde, requiero esto!

—Sí hay algo —dijo Elizabeth

—Solo menciónelo.

—No hay espejo alguno en mi habitación.

Él se quedó estático como una garza. Luego, por fin sus manos se

movieron y dijo:

—¡Qué pena! No tengo espejos. He sido viudo durante mucho tiempo,

usted comprenderá, soy un hombre sin pretensiones de belleza, un

hombre que no busca llenar su casa con estas cosas. Pídame lo que quiera

excepto eso.

—No importa —dijo Elizabeth rápidamente con la esperanza de no haber

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herido sus sentimientos—. Gracias, no hay nada más que necesite.

—Me alegra. El castillo es antiguo y no está hecho para el presente, está

hecho para los viejos tiempos, cuando mis ancestros necesitaban de una

fortaleza contra la guerra, pero yo lo he convertido en mi casa.

Elizabeth se sintió incómoda por un momento, preguntándose si quizás él

había escuchado sus comentarios respecto al cuidado del castillo, pero

luego pensó que eso era imposible.

Conforme continuaron conversando, Elizabeth comenzó a sentirse más

tranquila de su alrededor. El conde hablaba disculpándose por el castillo,

pero era evidente que lo amaba como su casa, y ella empezó a verlo con

ojos nuevos.

—¿Los retratos son buenos, no le parece? —preguntó el conde volteando a

ver el cuadro que ella había estado examinando—. Por lo menos de ellos no

tengo de qué avergonzarme. Fueron hechos por un artista local, un

hombre con mucho talento. Ése en particular es uno de mis preferidos. El

artista logró una excelente textura para las telas. ¡Vea el encaje!

—¿Quiénes son? —preguntó Elizabeth—. ¿Los hombres retratados?

—El primero es de mi estirpe, el primer Polidori —dijo él señalando al

hombre de la izquierda—. Es de él de quien heredé el castillo. Y el de la

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derecha es Darcy.

—Sí, eso creí. El parecido familiar es asombroso —dijo Elizabeth.

—Oui, aunque creo que Darcy es más delgado que el hombre del retrato. Y

más guapo, ¿n´est-ce pas?

Cambiaba al francés con la facilidad de la aristocracia inglesa y Elizabeth

estaba contenta de que no cambiara a su propia lengua materna que, si

bien se parecía un tanto al francés, era un idioma que no reconocía.

—¿Cuándo lo pintaron? —preguntó ella.

—Hace más de cien años, en 1686. Los tiempos eran muy diferentes

entonces. El castillo estaba lleno de luz y de risa. Ha cambiado mucho —el

conde pareció perderse en el ensueño y Elizabeth no quiso molestarlo; pero

luego se levantó y dijo—: Pero no podemos vivir en el pasado. Debemos

aceptar lo que tenemos en el presente y eso no es tan malo, pues

esperamos una visita de los amigos. Mi ama de llaves hará todo lo que

pueda para mejorar la apariencia del castillo en honor de mis queridos

invitados. Si no es demasiada molestia para usted, tomará su comida al

medio día en su habitación y permanecerá ahí hasta la hora de la cena, a

las seis. Lo hacemos todo temprano en el castillo, me parece que en

Inglaterra las llaman horas del campo.

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Elizabeth respondió que eso no le molestaba en lo absoluto y el conde se

disculpó y se retiró. También ella se retiró del salón con su ánimo más

ligero que el que había tenido desde que había llegado al castillo.

Encontró a Annie en su habitación; estaba planchando sus vestidos para

la noche con una plancha calentada al fuego y esa escena hogareña la

reconfortó aún más.

—Hoy almorzaremos de una charola, Annie —dijo ella— y luego habrá

invitados para la cena. Creo que me pondré mi vestido de seda color ámbar,

con muchas enaguas. Hace mucho frío cuando se está lejos de las

chimeneas. Y me pondré mi chal de casimir.

—¿Se va a poner las cuentas de ámbar o el collar de oro? —preguntó Annie.

—Creo que las cuentas —dijo Elizabeth, recordando la ropa desgastada del

conde: ella quería que Darcy estuviera orgulloso de ella, pero no quería

parecer demasiado refinada.

—Muy bien, señora.

Una de las doncellas pronto llegó con una charola en la que llevaba un

estofado caliente y humeante que sabía exactamente igual a la cena de la

noche anterior y Elizabeth pensó cuán impresionada estaría su madre por

esta deficiencia en el manejo de la casa y luego se puso a pensar en la

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esposa del conde. Se imaginó cómo habría sido la condesa y pensó que era

una tragedia que se hubiera muerto. Pues ella sospechaba que, de estar

viva la condesa, el castillo estaría mejor cuidado, a pesar de la

disminución de la fortuna del conde.

Después del almuerzo. Elizabeth terminó la carta para Jane y, bueno,

sabía que no la podía enviar en un lugar tan remoto y que tendría que

esperar hasta que regresaran a la civilización para poder mandarla.

No había cuarto de vestir, la habitación ocupaba toda la torrecilla, pero

uno de los lacayos subió cargando un polibán y las doncellas subieron

jarras de agua caliente para que Elizabeth pudiera bañarse. Fue un deleite

poder enjuagarse en el agua caliente y jabonosa y mitigar todas las

dolencias ocasionadas por el ajetreo en el carro el día anterior.

Alrededor de las tres de la tarde, comenzó a escucharse un escándalo que

provenía de abajo y que se filtraba por la por la puerta cada vez que Annie

la abría para traer más agua caliente y Elizabeth se dio cuenta de que

estaba ansiosa de que llegara la noche. Aromatizada, caliente y

delicadamente enjuagada, salió de la bañera y se secó frente al fuego;

luego, comenzó a arreglarse para la noche. El vestido ámbar le quedaba

bien con su color de piel y su cuello redondo complementaba la forma de

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su cara.

—Listo —dijo Annie al terminar de arreglarle el pelo, dando un paso hacia

atrás con aire de satisfacción.

—Gracias, Annie —dijo ella.

Le pareció extraño bajar sin haberse mirado en un espejo para asegurarse

de que estaba arreglada de forma que les gustara, pero no había nada que

hacer al respecto, así que se puso sus guantes, recogió su chal y bajó.

El castillo estaba más iluminado que antes, con una gran cantidad de

velas alumbrado el recibidor y tazones con flores silvestres dispuestos

sobre las mesas. Había un murmullo de voces y, desde afuera, se

escuchaba el sonido de los caballos y de las ruedas de los carruajes. La

puerta se abrió y una corriente entró al recibidor. Con ella entró también

el sonido de risas.

—Se ve muy hermosa —dijo Darcy, materializándose a su lado—.

¿Le parece si entramos?

Ella lo tomó del brazo y entraron al salón.

Todo se veía completamente distinto. Había velas por todos lados y el salón

tenía un aire luminoso de bienvenida. El fuego rugía en la chimenea y no

sólo irradiaba calor, sino también luz, y el sonido de conversación bullía

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por todas partes. Era una lengua extranjera, pero sonaba de buen ánimo y

vivaz.

Poco a poco el bullicio se apagó y uno a uno los invitados del conde

voltearon hacia la puerta. La mayoría eran hombres, vestidos con ropa

desgastada y cómoda que, no obstante, parecía ser lo mejor que tenían.

Las pocas mujeres que había entre ellos estaban todas vestidas con ropa

de lana, también desgastada por el uso, y Elizabeth se percató de que

estaba mejor arreglada que sus vecinas.

Era la primera vez que se sentía así desde que habían iniciado el viaje de

bodas.

En Francia se había sentido evidentemente fuera de moda al lado de las

criaturas tipo mariposa que revoloteaban alrededor de las salas de baile y

los salones, pero aquí se sentía como un ave exótica en un habitación llena

de gorriones; pero también pronto se dio cuenta de que los invitados del

conde no lo resentían, sino que les daba gusto ver a una novia en todo su

esplendor.

—¿Así que usted es la mujer que atrapó a Darcy? —dijo uno de los

hombres con jovialidad y acercándose a ella—. Es fácil ver por qué perdió

su corazón.

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Se hicieron las presentaciones y los invitados hicieron sentir a Elizabeth

muy bienvenida. Por primera vez desde su boda, Elizabeth sintió que

estaba en un mundo que podía comprender. Aunque la ropa, las

costumbres y el castillo fueran desconocidos, ella estaba recibiendo todas

las reverencias que se acostumbran para la novia en un viaje de bodas.

Ella era el centro de atención y cada una de sus palabras era escuchada

con gran interés.

—Cuéntenos cómo se conocieron —dijo Gustav—. No sabemos nada al

respecto.

—Nunca nos enteramos de nada aquí —dijo Clothilde.

—Sí, cuéntenos —dijo Isabella.

—Sí —dijo Frederique.

—Nos conocimos en Hertfordshire —dijo Elizabeth— cuando un amigo de

Darcy rentó una casa en mi vecindario. Darcy asistió a una asamblea local

con su amigo…

—Y fue amor primera vista, ya veo —dijo Louis.

Elizabeth se rio.

—En absoluto —dijo ella.

—¿No? Pero ¿cómo? Darcy; ¿no te enamoraste de inmediato de la bella

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Elizabeth? —él volteó a ver a Elizabeth—. Si yo hubiera estado ahí, me

hubiera postrado a sus encantadores pies.

—¿Cuándo fue entonces que Darcy vio el error de sus formas? —preguntó

Gustav.

—No fue sino hasta meses después —respondió Elizabeth.

—¡No lo creo! ¡Darcy, eres un zopenco! —dijo Frederique.

Darcy sonrió.

—¡Ah, sí, querido amigo, tú puedes permitirte sonreír! Tú te ganaste la

mano de la bella Elizabeth y nos la traes aquí como tu esposa.

—Pero ¿cómo fue? —preguntó Carlotta—. Cuéntenos cómo fue que Darcy

cambió de parecer.

Nada iba a ser suficiente para ello a no ser que escucharan el relato entero.

Elizabeth no mencionó a Georgina y a Wickham para nada; sólo mencionó

de pasada la huida de Lydia y no dijo más que Darcy había ido a ayudar a

su hermana cuando, estando tan lejos de casa, había pasado tiempos

difíciles.

Todavía seguían haciéndole preguntas cuando anunciaron la cena y,

durante ésta, que consistió de venado, tubérculos y perdiz, le hicieron

contar sobre su casa en Hertfordshire. Gustav dijo que él había ido a

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Inglaterra muchos años antes y platicó con Elizabeth respecto a los

méritos de ese país.

Las mujeres se portaron simpáticas y los hombres atentos, así que

Elizabeth se sentía encantada. Pues, a pesar de su ropa desgastada,

sabían cómo tranquilizarla y los hombres sabían cómo elogiarla con

delicadeza y cómo hacerla reír.

Luego del postre, se repartió oporto y las damas se retiraron. Las invitadas

del conde estaban llenas de admiración por el vestido de Elizabeth y

querrían que les contara todo sobre las modas de París.

—Y dígame, ¿cómo se llevan las mangas este año, largas o cortas? —

preguntó Clothilde.

—Difícilmente hay manga —dijo Elizabeth—. No tienen nada más que

olanes en la parte superior del brazo.

—Eso está muy bien para un salón calentado, en donde la cercanía de los

cuerpos hace que uno permanezca caliente, pero no va a funcionar en las

montañas, en donde tenemos nieve la mitad del año —dijo Isabella

riéndose.

—Podría funcionar si nos sentáramos cerca de la chimenea —dijo

Clothilde—. Me gusta la idea de mangas que no son más que olanes.

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—¿De verdad quieres estar sentada cerca de la chimenea todo el día? —le

dijo Isabella jugando—. No puedes quedarte sentada más que unos

minutos. Te levantarías e irías a algún lado a hacer algo.

—No siempre; en las noches, cada tanto, quedarse un rato sentada no

sería tan malo si eso significara estar comme á la mode. ¿Y cómo son las

faldas, son todas como su vestido, con la cintura muy alta?

—Sí —dijo Elizabeth—. Son así desde hace tiempo.

—Pues entonces vamos muy retrasadas —dijo Carlotta—. Antes nos

llegaban revistas de moda, pero desde que empezaron los problemas no ha

sido fácil que lleguen hasta acá.

—Entonces deberíamos ir a París —dijo Clothilda—. Deberíamos darnos

ese gusto. Durante mucho tiempo nos hemos conformado con vivir en los

bosques. Haremos un viaje a la capital y volveremos cargadas de vestidos y

chales y guantes y abanicos. Sorprenderemos a nuestros hombres con

nuestros vestidos a la moda y quizás eso los anime a ir también a la

ciudad y conseguir ropa nueva. Estoy segura de que les haría mucho bien.

Nuestros amigos se ven bastantes torpes junto a Darcy.

—No creo que Frederique vaya a usar ropa nueva; su ropa vieja es

bastante cómoda —dijo Clothilde—. ¡Creo que va a usar esa ropa hasta

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que se caiga de vieja! ¿Tienes hombres así en Inglaterra, Elizabeth?

—Tenemos hombres de todo tipo —respondió ella—. Hay algunos que

siguen la moda y otros que se visten como les viene en gana.

—¡Ah, entonces es lo mismo en todos lados! Pero, bueno, ya llegan.

Estábamos hablando de cuánto nos gustaría ir a París y comprar ropa

nueva y de que también ustedes deberían ir —dijo ella mientras los

hombres entraban.

—¡Ropa nueva! —dijo Louis horrorizado—. No la soporto. Siempre es

incómoda: o pica o es demasiado dura o demasiado holgada y nunca tiene

la forma adecuada. Un abrigo debe usarse un año antes de que se vuelva

cómodo.

—Lo ve, Elizabeth, no hay nada que hacer con ellos —dijo Carlotta

riéndose.

Alguien sugirió que jugaran a las cartas y todos rápidamente estuvieron de

acuerdo con el plan. Estaban tomando sus lugares a la mesa de juegos

cuando se escuchó que alguien tocaba a la puerta principal con fuerza.

Elizabeth, sobresaltada, levantó la mirada y todos voltearon hacia el

recibidor.

—¿Quién podrá ser? —preguntó el conde.

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Se escucharon voces en el recibidor. Se escuchó al mayordomo enojado y

despectivo y a una mujer, que sonaba como una mujer vieja y no obstante,

resuelta. Un momento después, la puerta se abrió de par en par y la vieja

entró, seguida del mayordomo furioso, quien dijo algo en su propia lengua

al conde. A pesar de que Elizabeth no comprendía sus palabras, su

indignación era evidente, así como el hecho de que estuviera avanzando

hacia la vieja. Pero el conde levantó su mano y el mayordomo dio un paso

atrás murmurando.

—Tenemos ante nosotros una vieja bruja que pide decirnos nuestro

destino. ¿Qué opinan?

—Que la dejen entrar —dijo Frederique, bajando su mano de cartas—.

Sería una verdadera pena dejar pasar este entretenimiento.

—¿Qué opinan las damas? ¿Les gustaría? —preguntó el conde.

—Desde luego —dijo Clothilde.

—¡Sin duda! Me gustaría descubrir qué ve en mi mano —dijo Isabella con

una sonrisa pícara.

El conde cuyos ojos brillaban por la luz de las velas, volteó hacia Elizabeth.

—¿Tiene algún inconveniente, señora Darcy?

La vieja se hizo hacia adelante. A la luz del fuego Elizabeth pudo ver que

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no era tan vieja como le había parecido al principio, su rostro tenía líneas

de expresión, pero no estaba arrugado y su presencia se dio por sentada.

Elizabeth supuso que la mujer era una amiga del conde, alguien que había

accedido a hacerse pasar por adivina por divertir a sus amigos y entonces

dijo:

—No, no tengo ningún inconveniente.

—Alars, por favor, acérquese al fuego —dijo la adivina.

Hablaba con bastante acento, pero hablaba en inglés, lo que confirmaba la

opinión de Elizabeth respecto a que era una amiga del conde y no la mujer

campesina que parecía.

Se acomodó en un banco junto al fuego, protegida del resplandor de las

velas por la sombra que hacía la repisa de la chimenea.

Clothilde dio un paso al frente, pero la vieja la detuvo.

—No todavía, mi oscura dama. Hay alguien aquí que debe pasar antes que

usted; veo una novia —la vieja fijó su mirada sobre Elizabeth— le voy a

decir su suerte a la novia.

Elizabeth se acercó a la mujer y se sentó frente a ella; la mujer alargó el

brazo con la mano abierta hacia ella.

—Debe hacer una cruz en mi palma con plata —dijo.

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—¡Ah, con que de eso trataba! —dijo Frederique riéndose—. La suerte no

es nada, la plata lo es todo.

Hubo un murmullo de risas entre los invitados del conde y luego Darcy se

acercó a la mujer y puso una moneda en su palma.

La adivina asintió, mordió la moneda y luego la deslizó dentro de uno de

los pliegues de su caperuza.

—Ahora, acérquese, ma belle —tomó la mano de Elizabeth y la colocó con

la palma hacia arriba— Veo una mano joven, la mano de una mujer al

inicio de su travesía. Ve —dijo, señalando unas líneas que atravesaban su

mano—, aquí están los peligros y dificultades que va a enfrentar. Su mano

es el mapa de su vida y las líneas son los peligros que correrá. Hay

muchos y son grandes y riesgosos. Va a ser sometida a una dura prueba,

en cuerpo y espíritu, y debe tener cuidado si quiere salir librada.

—¡Todo eso suena muy emocionante! —dijo Gustav.

—Y muy general —dijo Clothilde riéndose.

Ella se había acercado y estaba ahora junto al fuego.

—¿Le parece? —preguntó la adivina incisivamente—. Entonces deme su

mano.

Antes de que Clothilde pudiera reaccionar, la adivina tomó su mano y la

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puso con la palma arriba. Pasó su dedo a lo largo de las líneas y luego

soltó un lamento y comenzó a mecerse.

—¡Oscuridad! —dijo ella con un lamento—. ¡Aahh! ¡Aahh! ¡La nada! ¡El

vacío! ¡Todo es oscuridad!

—¡Vaya que monta un buen espectáculo! —dijo Federique con un

murmuro que pudiera escucharse.

—¡No monto ningún espectáculo! —dijo la mujer volteando a verlo con

severidad—. Nunca antes había sentido tanto vacío, tanto terror ni tanta

oscuridad. Ese frío me aterroriza, me hiela los huesos. Pero usted, ma belle

—dijo volviendo su atención de nuevo a Elizabeth y mirándola con

sinceridad—, usted pertenece a la luz. Debe tener cuidado. Hay peligro a

todo su alrededor. Crea esto si no va a creer nada de lo demás. El bosque

está lleno de criaturas extrañas y hay monstruos encubiertos bajo

distintas apariencias. No todos los que caminan sobre dos piernas son

hombres; no todos los que vuelan son bestias; y no todos los que recorren

el camino de los tiempos lo pasarán siendo sombras.

Elizabeth no pudo sacar nada en claro de lo que dijo la mujer, pero, a

pesar de sí misma, estaba impresionada por su intensidad y la

luminosidad de su mirada.

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—Mais oui —dijo la vieja asintiendo—¸ comienza usted a creer. Ha visto

cosas en sus sueños. Y no es la primera. No, sin duda no es usted la

primera. Hubo una joven como usted, hace muchos años, que vino a este

castillo. La llamaban la gentille, porque era noble y buena y porque amaba

las flores gentiane. Siempre llevaba una ramita en el pelo. Era joven y

estaba enamorada y, como todas las jóvenes enamoradas, pensaba que

podía conquistarlo todo. Y tenía razón, pues el amor puede conquistarlo

todo si es verdadero y profundo. Pero cuando llegó el horror, dudó; y

cuando llegó el terror, huyó. Corrió por los bosques y los lobos la

persiguieron y, al final, la atraparon. ¡Tenga cuidado! ¡Tenga cuidado! Hay

oscuridad a todo su alrededor. No vacile; no dude o también usted correrá

la misma suerte.

Elizabeth miró fijamente los ojos de la vieja, desalentada, a pesar de sí

misma, por las palabras de la mujer. Luego, el contacto de una mano

sobre su brazo la hizo volver al salón con las velas danzarinas y el

ambiente de bonhomie y alegría y se rio de sí misma por haberse dejado

llevar por la adivina y estuvo de acuerdo con los otros invitados en que

había sido un buen entretenimiento.

El conde le pagó generosamente a la mujer, pero mientras ella salía por la

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puerta, Elizabeth miró a Darcy y vio que él no estaba sonriendo. En lugar

de eso, su mirada era amarga.

Hubo mucha risa mientras se comentaba la visita de la adivina y el tema

fue olvidado cuando la atención volvió al juego de cartas. Se dividieron en

grupos y jugaron con puntuación; Elizabeth quedó en segundo lugar de su

grupo, después Clothilde y Darcy ganó en el suyo.

—Darcy siempre gana —dijo Louis.

—No siempre —dijo Darcy y una sombra cruzó por su rostro.

Pero luego se fue.

La noche llegó a su fin. Uno a uno, los invitados dieron las buenas noches

y se retiraron a sus habitaciones. Elizabeth se disculpó y se retiró también.

Su habitación estaba fría, pues la madera se había quemado lentamente

hasta consumirse. Se desvistió rápidamente y pronto estuvo en la cama.

Pero cuando se dispuso a apagar la última vela, miró el tapiz y algo le

llamó la atención. Levantó la vela para poder verlo mejor y vio, con horror,

que la mujer que destacaba de entre la multitud de criaturas extrañas

llevaba una ramita de genciana en el pelo.

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Capítulo 7

Transcrito por Lornian

Corregido por LizC

la mañana siguiente, mientras se arreglaba para ir al

pabellón de caza con Darcy, Elizabeth pensó que, sin duda, se

trataba de lo que había sospechado: la adivina era una de las

amigas del conde. ¿De qué otra forma hubiera tenido acceso al castillo y

cómo más pudo haber sabido sobre la figura femenina del tapiz? Sin

embargo, 1a noche había dejado su marca y no le resultaba fácil dejar de

pensar en ello. Había algo misterioso en la adivina y su historia parecía

fuera de proporción para alguien que quería entretener a un grupo de

amigos.

Mientras el carro salía por la entrada principal, Elizabeth se sintió

contenta de dejar el castillo, aunque fuera por un rato. No le animaba el

recorrido por el bosque, pero para su sorpresa, vio que con la luz del día

cobraba otro aspecto. Ya no había sombras oscuras y tenebrosas y en su

lugar había rayos de sol danzarines y claros de luz. La maleza estaba llena

de la generosidad de la naturaleza, con bayas y nueces que crecían por

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doquier y también, por aquí y por allá, se podían ver pedazos de tierra con

hongos.

—Cuando éramos niñas, Jane y yo acostumbrábamos salir a recoger

zarzamoras con una canasta —dijo Elizabeth—. Salíamos temprano por la

mañana y Hill nos daba algo de lo que sobraba en la alacena, un trozo de

empanada de pollo con una manzana y una rebanada de pastel, por

ejemplo. Nos íbamos a los campos y bosques de alrededor de Longbourn y

pasábamos el día llenando la canasta. Cuando volvíamos a casa,

llegábamos cargadas de fruta y cansadas, pero muy contentas. Kitty y

Lydia bailaban a nuestro alrededor y Mary levantaba la vista del piano y

sus ojos resplandecían. Mamá nos regañaba por haber ensuciado nuestros

vestidos, o por lo menos a mí, porque Jane nunca arruinaba su ropa, y

papá nos sonreía y decía que habíamos hecho bien. Luego de presumir

nuestro botín a la familia, llevábamos la canasta a la cocina. Hill decía que

era la mejor cosecha que había visto y preparaba un pay para el té.

Recuerdo muy bien el sabor de ese primer pay de zarzamora de la

temporada; siempre sabía mejor que los demás.

—Yo recogía fruta en estos mismos bosques. Siempre me sentía libre aquí,

en el despoblado. En Pemberley me sabía el señor de la casa y sabía que

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tenía que ser ejemplar ante quienes me rodeaban. Aquí podía ser yo mismo.

Paseaba por los bosques desde la mañana hasta la noche y no volvía a

casa sino hasta que oscurecía —dijo Darcy con nostalgia.

—¿No temía a los lobos o llevaba escoltas que lo cuidaran incluso entonces?

—No, no tenía escoltas y no, no tenía miedo. Sabía cómo protegerme.

Elizabeth pensó en la educación de un caballero inglés y supo que él

habría aprendido a manejar una espada y armas de fuego, así como ella

había aprendido a coser y a pintar. Lo imaginó caminando por los bosques

con certeza y sin miedo.

—¿A sus padres les agradaba que usted paseara?

—Sí —respondió él—. Nunca me impidieron que hiciera nada que quisiera

hacer y, además, pensaban que era bueno para mí estar al aire libre.

—¿Acostumbraba quedarse en el pabellón de caza o se quedaba con el

conde en el castillo?

—Cuando llegaba me quedaba con el conde, pero después me iba al

pabellón.

—¿Tiene muchos pabellones de caza? —preguntó ella.

—Cinco. Eran siete, pero dos de ellos estaban en tan mal estado que me

deshice de ellos ya hace tiempo. Ahora casi nunca viajo a Europa; mi

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tiempo está comprometido en Permberley.

—La propiedad de Pemberley es más grande de lo que creí y abarca más de

lo que imaginaba —dijo Elizabeth mientras pensaba, aunque no por

primera vez, en que había cambiado a una esfera de vida muy distinta—.

Desde luego, sabía de la existencia de las casas de Londres y Pemberley,

pero no sabía nada de propiedades en Europa.

—Antes había una casa en París, pero fue destruida durante la Revolución.

Tengo la intención de remodelarla o quizás de comprar otra allí cuando la

revuelta se acabe definitivamente.

—¿Cree que las guerras con Francia acabarán alguna vez?

Él asintió.

—Eventualmente todo termina, y espero que suceda más pronto que tarde

—respondió él—. También hay otras propiedades en Europa y otras más

pequeñas dispersas por Inglaterra; espero poder mostrárselas con el

tiempo.

Elizabeth pensó en cómo los ojos de su madre se abrirían grandes ante la

idea de más propiedades en Europa y de propiedades dispersas por

Inglaterra. Casi podía escucharla contándoles a lady Lucas y al señor Long

al respecto.

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El carro continuó por entre los árboles hasta que llegó a un muro alto que

corría al lado del camino. Un poco más allá, había una reja de hierro y, a

través de sus barrotes, Elizabeth pudo ver una casa cuadrada, tan alta

como ancha. Uno de los lacayos saltó fuera del carro para abrir la reja, que

chirrió al moverse, y el carro pasó; subió por un camino descuidado, lleno

de maleza y hierba robusta, que invadía también los jardines descuidados

y se detuvo fuera del pabellón.

Aunque lo llamaban pabellón, era más grande que muchas de las casas de

Meryton, con tres pisos y grandes chimeneas. Parecía, por lo menos a

primera vista, estar en buen estado. La escalinata que conducía a la

puerta principal era sólida y las habitaciones, aunque olían un poco a viejo,

estaban secas y en buenas condiciones. Las tablas del piso se sentían

firmes y las contraventanas no mostraban señales de descomposición. No

había muebles ni decoración, salvo por las telarañas hiladas en todas las

esquinas y que colgaban como guirnaldas de todos los anaqueles o repisas.

Elizabeth abrió las ventanas de par en par, para dejar entrar el aire fresco.

—Está mejor de lo que esperaba —dijo Darcy, mientras recorrían las

habitaciones y abrían las ventanas—. Necesita limpieza y los jardines

necesitan atención; también necesita muebles, pero más allá de eso, no

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veo ninguna razón por la que no se rentaría.

Elizabeth pensó en otro alquiler, lejos de ahí, hacía justo un año y recordó

lo emocionante que había sido. Su madre no había pensado en otra cosa

durante semanas. Ella se preguntaba si, en las montañas, había familias

semejantes a la suya que estuvieran tan emocionadas de tener un nuevo

inquilino en Netherfield Park. Se imaginaba a esta gente arreglándose con

su mejor ropa y yendo... ¿a dónde?, no había salones de reunión cerca; a

un baile privado, quizás.

Cuando ya habían revisado el pabellón de arriba abajo, Darcy, luego de

haber visto lo que quería ver, sugirió que volvieran al castillo. Estaban por

salir del pabellón cuando oyeron una conmoción afuera. Lo primero que

pensó Elizabeth fue que se trataba de bandidos, pero pronto se escuchó

más claramente que se trataba de gritos amigables y de patas galopantes

que se detuvieron justo afuera de la ventana del salón. Al asomarse,

Elizabeth vio a algunos de los invitados del conde saltando fuera de sus

monturas y dirigiéndose, sin aliento y emocionados, hacia dentro de la

casa.

Estaban vestidos con ropa simple de lana, adecuada para cabalgatas

rudas en el campo; las mujeres llevaban trajes prácticos para montar y los

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hombres llevaban abrigos gruesos y pantalones con botas desgastadas de

tanto uso. Desaparecieron de la vista y luego se escuchó que se abrió la

puerta principal y la voz de Gustav.

—El conde fue quien nos dijo que habían venido al pabellón de caza, así

que pensamos que quizás les gustaría un poco de compañía. Trajimos

cosas para hacer una comida de campo.

El salón pronto estuvo lleno de gente; sus caras estaban ruborizadas por el

ejercicio y todos reían y hablaban a la vez.

—¡Qué mañana! —dijo Gustav—. La mejor de muchas. No hay nada que le

gane a una luminosa mañana de otoño, cuando el aire está fresco y la

sangre fluye con la emoción de la persecución. Debemos persuadir a Darcy

y a Elizabeth de salir de caza mañana.

—Elizabeth no caza —dijo Darcy abruptamente.

—Entonces debes enseñarle. No hay nada como la caza para aguzar los

sentidos y hacerlos cobrar vida. Cada vista, olor y sonido se magnifica.

Vivir sin cazar es estar vivo a la mitad. ¿Qué dice, Elizabeth? ¿Saldrá a

cazar mañana con nosotros? —preguntó Isabella.

—No, gracias, no es para mí —respondió Elizabeth.

—Es una pena. Pero quizás todavía podamos convencerla —dijo Louis.

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Para entonces, Carlotta había desempacado lo que había en la canasta y lo

había acomodado sobre el tapete del asiento de la ventana. Había pollo frío

y jamón, panes y quesos, aves de caza y carne de venado, y para

acompañar la comida, había botellas de vino.

—A usted tenemos que agradecerle por esto, Elizabeth —dijo Gustav

mientras pasaban los platos—. Polidori no nos había invitado al castillo en

años. Me había olvidado de cuán divertido es cazar por estos lugares.

—Espero que no hayan olvidado nuestro acuerdo y no estén matando

cosas que no deben —dijo Darcy.

—No hay nada que temer, hemos respetado la propiedad del conde y sus

deseos. Cazamos para vivir, no para enemistarnos con nuestros vecinos.

—Deberían venir más seguido —dijo Frederique, llevándose una pierna de

pollo a la boca.

—Sí y también deberían traer a sus amigos y familiares. ¿Tiene alguna

hermana tan hermosa como usted, Elizabeth?

—Sí —respondió Elizabeth.

—No —respondió Darcy al mismo tiempo que ella.

—Tengo cuatro hermanas —dijo Elizabeth.

—Pero ninguna tan hermosa como usted —dijo Darcy.

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—Naturalmente. ¿Cómo sería posible igualar la perfección? —preguntó

Louis con galantería pícara—. Pero si no son tan hermosas, por lo menos

son muchas. Cuatro hermanas es toda una familia.

—Dos de ellas están casadas —dijo Elisabeth.

—Lo que significa que las otras dos no. Tendré que ir a Inglaterra de nuevo

cuanto antes.

—¿Y usted tiene hermanos? —le preguntó Elizabeth.

—Yo tengo dos hermanos, pero ninguno de ellos es tan guapo como yo —

dijo sin pena.

Frederique se rio.

—Sus hermanos son los hombres más guapos que haya usted visto. Lo

dejan, como se dice comúnmente, en la sombra.

—¿Están casados? —preguntó Elizabeth.

—Mais oui. Ambos llevan muchos años casados.

—¿Tiene sobrinos? —preguntó Elizabeth.

—Más de los que puedo contar. Tengo cientos —dijo él.

Elizabeth se rio. A veces le parecía como si su tía Gardiner tuviera cientos

de hijos, cuando todos estaban corriendo ruidosamente en una tarde de

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verano.

—¿Alguno de ustedes tiene hermanas? —preguntó Elizabeth, mientras se

congregaban en el tapete y comenzaban a comer.

—Yo tengo dos —dijo Clothilde, entre mordidas de pay—, ambas mayores

que yo. Yo soy la bebé de la familia.

—¿Viven cerca de aquí? —preguntó Elizabeth.

—No, mi familia está dispersa —respondió ella—. Algunos viven en Francia,

otros en Austria y algunos incluso más lejos.

—Así es que por eso pensó que Charlotte se había establecido a buena

distancia de su familia —le dijo Elizabeth a Darcy—. Si se compara con

establecerse en otro país, entonces sí.

—Todo es relativo —dijo Frederique mientras se servía un vaso de vino y

luego le sirvió uno a Elizabeth.

—¿Y qué están haciendo aquí? —Isabella le preguntó a Darcy—. Espero

que no estén pensando en vivir entre nosotros de nuevo.

—No —dijo darcy—. El conde cree que quizás haya encontrado un

inquilino para mí.

—¿Vraiment? ¿Quién?

Todos estaban deseosos de saber, y cuando Darcy dijo el nombre cada uno

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tuvo su opinión al respecto.

—No le va a gustar. Cree que quiere vivir en el campo, pero nunca va a

estar contento fuera de la ciudad —dijo Louis.

—Vendrá por unos meses, pero luego se irá —dijo Carlotta.

—¿Está casado? —preguntó Elizabeth—. Cuando un caballero soltero se

mudaba a Meryton, todo mundo hablaba de él y se le veía como la

propiedad de una u otra de las hijas de Hertfordshire. Siento mucho si los

ofendo, pero así era.

Isabella se sentó derecha y miró a Louis con interés.

—¿Y es guapo? —preguntó ella.

—No es lo suficientemente guapo para ti —respondió Louis riéndose.

—¿Y cómo sabes qué es guapo para mí? —ella preguntó—. Quizás me

agrade mucho.

—Sí, supongo que sí. Pues es soltero.

—¡Louis! —dijo Frederique con un gemido—. ¡Eres un traidor! Por qué no

les dices que está casado, para que el hombre pueda estar en paz cuando

llegue.

—Creo que le gustará mucho la compañía de tan hermosas jóvenes; le va a

divertir que todas ellas lo visiten en cuanto llegue.

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—¿Pero qué dices? —dijo Isabella—. ¿Cuándo nosotras hagamos una visita?

Serán nuestros padres quienes harán la visita. El padre de Carlotta no

puede hacer la visita, es cierto, pero mi padre la hará en nombre de

nosotras dos.

Siguieron riendo y bromeando y molestándose durante toda la comida; las

mujeres hicieron más preguntas sobre el posible inquilino y los hombres

se reían de ellas mientras le servían a Elizabeth todo lo más exquisito de la

canasta. Fueron atentos y galantes y Elizabeth respondió a ello encantada.

Cuando terminaron de comer, las damas guardaron lo que sobraba en las

canastas y los caballeros las llevaron afuera y las pusieron sobre el techo

del carruaje. Doblaron el tapete, y dejaron limpio el espacio, de donde

antes habían limpiado el polvo, y cerraron las ventanas. Cerraron la puerta

y salieron. Los que traían caballos los montaron en una ráfaga de faldas y

botas, todos menos Carlotta, que confesó estar cansada. Darcy le ofreció

su lugar en el carro y la ayudó a subir, al igual que a Elizabeth.

El camino de regreso estuvo lleno de jocosidad y no olvidaron a Elizabeth y

a Carlotta. Louis y Frederique cabalgaron al lado del carruaje, riendo y

platicando con ellas por la ventanilla.

Por fin el castillo apareció a la vista. Con la luz de la tarde como fondo, el

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castillo parecía menos tenebroso que hasta entonces, pero una vez que

cruzaron el puente levadizo, Elizabeth volvió a sentirse nerviosa. Los

mercenarios estaban todavía patrullando el patio con sus sabuesos en

correas y ni siquiera el ver a Gustav y a Frederique desmontar y hablar

con ellos hizo que el panorama pareciera menos amenazante. Los que

habían cabalgado llevaron a sus caballos a los establos, para que los

mozos los limpiaran y Elizabeth entró de nuevo al castillo. Subió a

arreglarse el pelo y a cambiarse la ropa de exterior.

Cuando había subido la mitad de la imponente escalinata de piedra,

escuchó a Darcy llamándola. Se detuvo y dio vuelta. Él estaba de pie en la

base de la escalinata viéndola.

—¡Elizabeth! —dijo él de nuevo mientras comenzó a subir hasta donde ella

estaba.

Iluminada por la luz de la gran ventana, Elizabeth se veía hermosa. Sus

mejillas estaban radiantes, sus ojos brillaban y toda ella irradiaba ánimo y

salud.

—Me alegra que haya disfrutado la compañía de los invitados de mi tío,

pero sería bueno no alentarlos demasiado —dijo él con cierta agitación.

—No sé a qué se refiere —dijo ella sorprendida.

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—Estaba disfrutando de sus atenciones —dijo él con un arrebato repentino

de celos.

Lo injusto de su comentario la tomó por sorpresa y respondió:

—¿Y por qué no habría de hacerlo? Nunca recibo las suyas.

Él se sobresaltó.

—¿A qué se refiere?

—Sabe perfectamente a qué me refiero. Hemos estado casados durante

semanas y, a pesar de ello, todavía no soy su esposa.

—Elizabeth —dijo él, y luego se detuvo, como si no encontrara las palabras.

—¿Por qué nunca viene? —ella le preguntó dolida.

—Yo... —sacudió la cabeza—. No debí haberla traído aquí —dijo él.

—¿Por qué lo hizo entonces? —preguntó ella.

—No sabía que iba a ser así. Pensé que sería distinto.

—¿Distinto cómo?

—No tan difícil, o sí, difícil, pero difícil de otras formas.

—No veo qué es tan difícil —dijo ella y extendió la mano para tocarlo.

—No, sé que no —dijo él, pero se abstuvo de tomarle la mano.

—Entonces explíquemelo. Hable conmigo, Darcy —le suplicó y, mirándolo

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fijamente a los ojos, lo tomó de las manos—. Dígame qué es lo que está

mal. No me moveré de aquí hasta que hable conmigo, no importa si el sol

se mete y todo se oscurece; aquí me quedaré.

Él levantó la mirada, pero no la dirigió hacia ella, vio más allá, por encima

de su hombro, hacia el sol enrojecido. Entonces toda su actitud cambió.

—Ésa no es la puesta del sol —dijo.

Ella se sobresaltó y mirando atrás sobre su hombro, vio que tenía razón.

El cielo no estaba teñido de carmesí, estaba teñido por el resplandor del

fuego.

En los establos comenzó a sonar una campana y afuera, del lado del patio,

se escuchó un clamor. Elizabeth vio por la ventana cómo los mercenarios

montaban sus caballos a toda velocidad mientras el chirrido de las

cadenas del puente levadizo rasgaba el aire. El vasto puente comenzó a

descender y los mercenarios lo cruzaron a toda velocidad, llenando el aire

con el resplandor de sus espadas brillantes.

—No hay tiempo que perder —dijo Darcy, tomando a Elizabeth de la mano

y jalándola escalera abajo, y en ese momento el conde apareció al pie de la

escalera.

—Rápido —dijo el conde—, tienen que irse de inmediato. La multitud viene

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en camino.

Elizabeth estaba alarmada, pues recordó todo lo que había escuchado

sobre la Revolución en Francia, cuando el pueblo había tomado por asalto

las casas de la nobleza y había destrozado todo, prendiendo fuego y

asesinando a su paso.

—No podemos dejar el castillo —dijo ella—. Los muros son gruesos. Aquí

estaremos a salvo.

—Sí podemos y tenemos que irnos —dijo Darcy.

El conde murmuró algo y Elizabeth creyó escucharlo decir:

—Sácala de aquí. A ella no la van a defender —pero se dio cuenta de que

debía estar equivocada, pues esas palabras no tenían sentido. Luego, con

más volumen, dijo—: No se detengan por sus cosas. Yo se las haré llegar.

—No podemos salir de noche —dijo Elizabeth—. Los caballos...

—No podemos montar nuestros caballos, no hay tiempo para que los

preparen —dijo Darcy.

—Van a encontrar todo lo que necesitan en su sitio —le dijo el conde a

Darcy—. Váyanse pronto, amigo mío, y ojalá que el viento esté a sus

espaldas.

Darcy asintió y luego dijo:

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—Envía entonces nuestras cosas —y luego se dirigió a Elizabeth—:

Tenemos que irnos.

Arrebatada por la sensación de urgencia, Elizabeth corrió escalera abajo al

lado de Darcy, pero cuando se dirigió hacia la puerta, él la tomo de la

mano y la llevó a otras escaleras que descendían a las entrañas del castillo.

Los escalones estaban suaves y resbalosos y su frío penetró en los pies de

Elizabeth por las suelas de sus zapatos. La luz fue haciéndose más tenue

conforme las ventanas se hacían más pequeñas, así que estaban corriendo

casi en la oscuridad total. Luego, Darcy la jaló hacia una puerta claveteada;

ahí tomó una antorcha de un brazo de luz en la pared y tocando sin ver

sobre un anaquel, buscó un polvorín y encendió la antorcha; su luz brilló

como un espantoso eco de las antorchas de la multitud.

Estaban en una bodega en donde había costales de harina apilados contra

las paredes. Estaba labrada en la roca sobre la que se erguía el castillo, y

el techo era tan bajo que Darcy tenía que agacharse y Elizabeth corría

peligro de pegarse en la cabeza.

Darcy empujó los costales y, detrás de ellos, había una puerta. Tomó la

antorcha con una mano y a Elizabeth con la otra y la guió. Ella vio que

estaban en un túnel oscuro y mojado, por cuyas paredes escurría agua y

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tembló de frío y de miedo. El suelo estaba disparejo y se tropezó dos veces,

pero rápidamente se reincorporó. Mientras continuaba se preguntó hacia

dónde se estarían dirigiendo. Supuso que estaban pasando por debajo de

los muros del castillo y el sólo pensar todo el peso que estaba sobre ellos la

oprimió tanto que apresuró su paso. Finalmente, llegaron a otra puerta

gruesa que tenía barrotes de troncos de roble. Darcy le entregó la antorcha

y luego levantó un barrote para zafarlo y abrió la puerta. Más allá había

una maraña de espinas y hiedra que encubría una entrada y, a lo lejos, el

bosque.

Un lobo aulló y el pulso de Elizabeth se disparó ante el pensamiento de los

peligros que les esperaban adelante y los que dejaban atrás.

Darcy apagó la antorcha y la aventó a un lado de ellos. Luego, la condujo

cuidadosamente hacia delante, quitando con sus manos las trepadoras del

camino y abriéndole paso entre la gruesa y espinosa maraña. Con todo y

eso, ella se raspó la cara y su caperuza se atoró en una raíz antes de que

ella pudiera ponerse de pie en la parte densa del bosque.

Por un claro de la bóveda celeste arriba, se vio la tenue y pálida luz del

ascenso de la luna nueva en el cielo, flotando como un fantasma en la

terrible y severa oscuridad. Y debajo de ella había un furioso resplandor

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rojo desplazándose hacia el castillo; pero el castillo ya estaba detrás de

ellos y Elizabeth se detuvo a recuperar el aliento.

—No, no nos podemos detener aún —dijo Darcy—. Todavía no estamos a

salvo.

Se escuchaban gritos lejanos y el golpear de acero contra acero, pero cerca,

todo estaba en silencio.

Darcy volteó hacia el frente; más adelante podía verse una cabaña por

entre los gruesos y retorcidos troncos de los árboles y se dirigieron hacia

allá. Se movían rápida y sigilosamente; su aliento se volvía vapor en el

viento y sus pulmones jadeaban por el frío.

Casi habían llegado a la cabaña cuando vieron el movimiento de una

sombra desplazándose fuera del resto de la oscuridad y Elizabeth se quedó

helada. Al principio no pudo ver qué era, parecía demasiado grande para

ser un lobo o un hombre, pero luego se dividió y pudo ver que estaba

conformada por unos seis hombres, cada con un garrote.

—Nos estaban esperando —dijo Darcy en un murmullo—. Nos traicionaron.

Y comenzó a retroceder de los hombres y empujó a Elizabeth tras de sí

para protegerla con su cuerpo. Entonces ella escuchó que una rama se

rompió atrás de ella y, aterrada, sintió que alguien la tomaba del brazo y la

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empujaba hacia atrás en una ráfaga de golpes y gritos. Y luego, de la nada,

se levantó un viento, que se arremolinaba con fuerza y velocidad, y

escuchó un rugido. No podía ver ni escuchar nada con claridad, todo era

un desorden confuso de sonidos e imágenes y luego, repentinamente, todo

se tranquilizó. El viento descendió, los gritos se silenciaron y, de pronto,

estuvo sola, de pie, en el bosque. No estaba atrapada por las manos que

antes la sostenían, no había nadie en ningún lado. El bosque estaba vacío.

—¿Darcy? —dijo suavemente al principio por si había algún enemigo cerca.

Pero luego, la necesidad de escuchar una voz conocida al costo que fuera,

la hizo hablar más fuerte—. ¿Darcy?

—Todo está bien —dijo él—. Aquí estoy.

Él estaba justo ahí, al lado de ella, aunque ella no lo hubiera visto ni

escuchado antes.

—¿Qué pasó? —preguntó ella.

—Alguien debió saber lo que íbamos a hacer y trataron de interceptarnos

—dijo él.

—Sí, ¿pero y luego? ¿El viento, los gritos, qué les pasó a los hombres?

—Se fueron —dijo él.

Y cuando volteó hacia ella, la luz de la luna le iluminó un lado de la cara.

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Estaba despeinado, tenía la ropa desajustada y ella vio con horror que

tenía sangre en la boca.

—Está lastimado —dijo ella; se quitó el guante y levantó la mano para

tocarle la herida.

Él la detuvo y de pronto ya no estaban en el bosque, no estaban en ningún

lado; se encontraban en algún reino entraño en donde sólo existían ellos

dos y en donde toda ella lo necesitaba. Lo miró a los ojos y algo se detonó

entre ellos, algo que los conectaba, los unía y los hacía uno. Ella sintió el

deseo de él, lo veía en sus ojos, y su corazón dejó de latir. Luego, él se

separó abruptamente de ella.

—¿Qué pasa? —ella preguntó suplicante—. ¿Qué pasa? ¿Por qué no me

dice?

—Nunca debí permitir que ella me hiciera esto —murmuró él—, pero de no

ser así, nunca la hubiera conocido a usted.

Escucharon llegar hasta ellos un murmullo grave como el mar y vieron que

se estaba acercando el resplandor rojo.

—Tenemos que irnos —dijo él.

De nuevo, la tomó de la mano y juntos corrieron por el bosque,

serpenteando por entre los troncos de los árboles y saltando por encima de

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las raíces retorcidas hasta que llegaron a la puerta de la cabaña.

Rápidamente, Darcy tocó a la puerta con un golpeteo distintivo. De

inmediato, apareció una mujer que llevaba una vela que irradiaba una luz

muy tenue. La mujer le dijo algo a Darcy en una lengua extranjera y él le

agradeció, luego llevó a Elizabeth por la casa y hacia afuera por el otro

extremo. Delante de ellos había un granero y un hombre conduciendo un

par de caballos, ambos ensillados y listos para partir.

Elizabeth miró a su caballo con algo de nerviosismo. No parecía una

criatura gentil, sino enorme e ingobernable y tenía montura para hombre.

No había nada que hacer; tenía que montarlo. Darcy la ayudó a subir,

luego él montó su caballo y emprendieron su marcha. Ella apenas podía

controlar al caballo, pero tenía la esperanza de que se volviera un poco

menos ingobernable cuando ya hubiera desgastado algo de energía.

—¿A dónde vamos? —preguntó ella.

—Al otro lado de las montañas —respondió él.

—Pero, ¿y el conde?

—Sobrevivirá. Ha sobrevivido a cosas peores.

El caballo de Darcy apuró el paso y el animal de Elizabeth lo siguió hasta

lo profundo de la oscuridad.

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Capítulo 8

Transcrito por Alex Yop EO & andylove

Corregido por Anaid

a noche fue larga y agotadora. Los caballos eran fuetes y no

estaban acostumbrados a sus jinetes, de modo que Elizabeth

apenas podía aguantar la cabalgada. La montura era incómoda

y no pasó mucho tiempo antes de que le dolieran los brazos y las piernas

por el esfuerzo, al que no estaba acostumbrada. Por fin, su caballo

comenzó a agotarse y ella pudo relajarse un poco, pero, aunque eso era un

alivio, el camino parecía no tener fin y ella deseaba con toda el alma que

pronto terminará la travesía.

Al principio, cabalgaron lado a lado, pero conforme el camino fue

estrechándose, Darcy comenzó a cabalgar delante de ella, deteniéndose en

cada intersección a decir por donde continuar.

—¿No había estado aquí antes? —preguntó ella.

—Sí, pero hace mucho tiempo —respondió él mientras observaba cada uno

de los tres caminos—. Creo que es por aquí.

—¿Cree? —preguntó ella con voz desanimada.

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Él la miró con compasión.

—¿Está cansada? —preguntó él preocupado.

Ella se irguió sobre la montura.

—No —mintió—. Nunca me he sentido mejor.

Él sonrió, pues era evidente que ella estaba mintiendo, pero también era

evidente que su mentira denotaba valentía. La miró con admiración y

luego ambos se rieron. Había un sonido luminoso en el bosque desierto

que resonaba por entre los árboles y eso los mantuvo alentados hasta que

ese sonido fue respondido por el aullido de un lobo y sus risas se apagaron.

Darcy dio vuelta a la derecha y Elizabeth lo siguió.

El camino empezó a descender y a hacerse sinuoso hasta que llegó a un

valle, en donde le agua que se había acumulado ahí ya estaba congelada;

una vez que cruzaron el valle, el camino comenzó a ascender de nuevo y

fue haciéndose cada vez más estrecho hasta que finalmente se convirtió en

un sendero, y los caballos tenían que elegir cuidadosamente donde dar el

paso.

Las ramas de los árboles estaban cada vez más cerca de ellos, y el sendero

continuó estrechándose; los árboles estaban ya tan cerca que las ramas se

alargaban hasta ellos y rasgaban a Elizabeth al pasar, enganchando su

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caperuza y enredándose en la crin de su caballo. El animal relinchaba

continuamente, y movía los ojos de un lado a otro. Su cansancio lo ponía

cada vez más nervioso e intento volver atrás, así que Elizabeth tuvo que

batallar para hacerlo continuar hacia adelante por entre la maraña de

troncos y la maleza mientras ella atendía la posición de su cuerpo para

evitar las ramas bajas.

El nerviosismo del caballo se le trasmitió a Elizabeth y ella comenzó a

sobresaltarse incluso con el más mínimo ruido. Sus nervios se tensaron

tanto que se estremecían como un arco pulsado, pues el bosque estaba

lleno de ruidos. Las hojas y las ramas crujían, y cada tanto, un lobo

aullaba, enviando sus solitarios aullidos a lo alto del aire, pero se oían

como lamentos de almas torturadas. Todavía peor era la agonía de la

expectativa, pues a un aullido llegaba otro en respuesta, así que era casi

un alivio escucharlo, aunque pronto aparecía de nuevo la tensión

provocada por un nuevo terror: el saber que los lobos estaba ahí afuera y

que cazaban en grupo.

Continuaron cabalgando más allá de sus fuerzas, hasta que Elizabeth se

desvaneció por el agotamiento. Entonces Darcy tomó las riendas del

caballo de ella y lo condujo detrás del suyo, mientras ella permanecía

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desplomada sobre la moldura. La luna salió y se ocultó, deslizándose por

la oscuridad como un espectro pálido. No fue sino hasta que ella la vio

ocultarse, tan lejos que parecía alcanzar el horizonte, cuando se percató de

lo que eso significaba; estaban saliendo del bosque. Más adelante, la

espesura cedía y, justo al final de la línea de árboles, había una pequeña

choza. Estaba en ruinas, pero a ella le pareció tan atractiva como un

palacio.

Para cuando llegaron, ella estaba tan cansada que se dejo caer de la

montura a los brazos de Darcy, que la estaban esperando. La llevó adentro

y la recostó sobre una cama de helecho cubierta de suaves pieles blancas

de cabra, pero para cuando tocó la cama, ya estaba dormida.

* * * * *

A la noche siguió el día, que se metió a la choza como un fantasma,

lentamente y vacilante, pero cobrando fuerza mediante la oscuridad se

desvanecía, pasando del negro al gris antes de reunir valor e iluminar la

pequeña choza y mostrar un cotillón de motas de polvo bailarinas y el

cuerpo de Elizabeth durmiendo.

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Estaba vestida tal y como había estado durante la huida, salvo por el

hecho de que Darcy le había quitado el gorro y se le veía el pelo suave y

revuelto, y que estaba cubierta con el abrigo de él. Se veía angelical. La

preocupación había desaparecido de su rostro y, en cambio, tenía un gesto

de tranquilo reposo. Sus pestañas descansaban pesadamente sobre sus

mejillas y su color café ahora se veía dorado cremoso contra el gris oscuro

del abrigo. Su mano estaba encima del adorable cubrecama, con las uñas

cortas y bien formadas con lunas crecientes en las puntas.

Cuando el sol tocó su mejilla, ella se movió, pero simplemente se dio vuelta

y siguió dormida.

Pero ya su sueño fue más ligero, y continuo moviéndose hasta que

finalmente emergió al mundo de la vigilia para ver a Darcy sentado

enfrente de la puerta, viéndola.

—Se ve hermosa cuando duerme —le dijo.

Había algo tan tierno en su mirada que le llegó directo al corazón y ella se

sentó, deseosa de empezar el día. Al hacerlo, el abrigo se cayó y al darse

cuenta de que él la había cubierto, se sintió tibia y halagada. El dolor de

sus extremidades dejó de importar, así como la cama dura y el frío

empañando el aliento. Lo único que le importaba era él.

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Empujo suavemente el abrigo para hacerlo a un lado y se puso de pie,

sacudiéndose el vestido arrugado y estirándose para liberar los calambres

en sus extremidades.

—¿Cuánto tiempo lleva despierto? —le preguntó.

—Lo suficiente —respondió el.

Ella lo miró con curiosidad.

—Lo suficiente para asegurarme que nada la molestara.

Ella recordó a los lobos y dijo:

—Tuvimos suerte de no haber sido atacados anoche. Estaba segura de que

los lobos nos atacarían.

—No tiene nada que temer. Siempre la protegeré y la mantendré a salvo —

dijo él.

—Esto no es lo que imaginé cuando emprendimos nuestro viaje de bodas

—dijo ella recobrando su buen humor natural—. Pensé que me estaría

despertando en un mesón con agua caliente y un buen desayuno a la

mano.

—Puedo darle por lo menos la primera. Afuera hay agua caliente al fuego.

Él salió y volvió con el agua caliente en un balde.

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—¿Puedo beberla?

—Sí, aquí esta.

Él vertió un poco dentro de un bote que había en las alforjas y se lo pasó.

Ella bebió gustosa y el resto del agua la usó para rociarse.

Los ojos de él seguían el movimiento de las manos de ella, que tomaban el

agua del balde, y luego miraba las gotas de agua correr por su cara y

cuello.

Se secó lo mejor que pudo con su pañuelo y luego salió para ponerlo al

fuego a secarse. Pero al hacerlo, vio que había un hombre de pie junto al

fuego y retrocedió. La cara del hombre estaba curtida por la intemperie y

su ropa estaba hecha de piel de gamuza, que paseaba con pies firmes en

las montañas. El hombre parecía un pastor, pero tenía una bolsa en la

mano izquierda y, luego de todas las alarmas del día anterior, ella temió

que quizás llevara ocultos un arma de fuego o un cuchillo. Sin embargo, el

no hizo ningún movimiento que pareciera amenazante, y de la bolsa saco

una hogaza de pan oscuro y una buena porción de queso duro.

—No se puede comprar con roles y chocolate caliente —dijo Darcy con

buen ánimo—, pero por lo menos le quitará el hambre.

Elizabeth tomó la comida agradecida y comió rápidamente, casi sin sentir

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su sabor en la boca, y hasta que no hubo más. Cuando acabó, se dio

cuenta consternada de que se lo había comido todo e intentó disculparse,

pero Darcy simplemente se rio y le dijo que él y Jean-Paul ya habían

comido.

Él volteo a decirle algo al pastor y, a pesar de que no hablaron en francés,

Elizabeth no pudo comprenderlo, pues parecía tener algún tipo de acento

regional o ser un dialecto.

—¿Está lista para continuar? —le preguntó Darcy—. Todavía no estamos

fuera de peligro y no podemos regresar, así que debemos seguir adelante; y

quizás sea bueno, pues todavía hay muchas cosas que quiero mostrarle.

Eso significa que hay que seguir cabalgando y ahora debemos viajar en

mula, pues a donde vamos no pueden llegar los carros, pero tampoco los

caballos.

—¿A dónde vamos, que ni siquiera los caballos aguantan? —preguntó ella.

—A cruzar las montañas —dijo el—. Vamos a cruzar los Alpes, por el

monte Cenis, en donde sólo las bestias de pies firmes pueden andar. Y

luego hacia abajo, por el otro lado de las montañas, hasta Italia.

—¡Italia!

—Sí, Italia —dijo Darcy—. Creo que le va a gustar, y tengo muchos amigos

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allá.

—Tiene muchos amigos en todos lados —dijo ella.

—Cuando un hombre ha vivido hasta mi edad, es imposible que no sea así

—dijo él sombríamente. Luego, abandono su desánimo y dijo—: Quiero

llevarla a Venecia. Es una ciudad hermosa, llena de tesoros y hay uno que

quiero mostrarle especialmente. Sé que ha tenido que soportar mucho en

los últimos días, pero se supone que éste es su viaje de bodas, y quiero

que sea algo que recuerde siempre.

—No corremos ningún peligro de que lo olvide, se lo aseguro —dijo Lizzy

jugando.

Darcy se rio.

—No, supongo que no, pero quiero que lo recuerde por mejores razones

que las que tiene por el momento. Quiero que lamente volver a casa, no

que lo desee.

—¿Lamentar ir a casa, a Pemberley? Creo que eso nunca va a suceder.

Pero debo confesar que si me gustaría ver algo de Europa más allá de

lobos y bosques. En casa no me van a creer cuando les cuente todas estas

aventuras.

—Jean—Paul viene con nosotros —dijo Darcy—. El será nuestro guía.

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¿Está lista para continuar?

—Sí —respondió ella.

—Entonces es hora de irnos.

Luego de procurar arreglarse el pelo, Elizabeth se colocó el gorro y lo

amarro firmemente debajo de su barbilla.

Miró desconfiada a su mula, pero el animal permaneció plácidamente

inmóvil mientras Darcy la ayudó a montarlo.

Solo esperaron a que Jean—Paul reuniera algo de comida y luego se

pusieron en marcha. Salieron de los últimos árboles protectores y pronto

estuvieron por encima de la línea de los árboles. A todo su alrededor había

picos de color morado, eran los Alpes bañados por una luz solar directa y

cubiertos de nieve resplandeciente. Elizabeth sintió el frio y estuvo alegre

de traer caperuza, guantes y botas calientes.

Sintió que su ánimo comenzaba a levantarse a pesar de sus

preocupaciones. Era imposible estar deprimido en medio de semejante

magnificencia, pues estaban rodeados por la majestuosidad de los Alpes.

Sus viajes hasta el momento no la habían preparado para la sublime y

terrible grandiosidad de esas vistas. Pronto se acostumbró a la mula. El

robusto animal elegía su camino obstinadamente, pero con seguridad,

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sobre los duros y rocosos senderos que se elevaban hasta alturas

vertiginosas durante el ascenso de la montaña.

Pasaron por glaciares cubiertos de nieve y cataratas que caían con

estruendo a los valles de abajo. Cruzaron puentes desiguales que pasaban

sobre los espantosos torrentes y que extendían su frágil fuerza a lo ancho

de las majestuosas cascadas.

Pasaron fuertes corrientes de nieve y caminaron al lado de precipicios

escarpados; ascendieron hasta estar por arriba de las nubes; se detuvieron

a mirar abajo y vieron como las nubes despejaban lugares que mostraban

visos de moradas e iglesias en las praderas de abajo. Luego, se pusieron en

marcha de nuevo y subieron aún más, hacia las cumbres vertiginosas.

El aire iba haciéndose cada vez más frío, hasta el punto en que incluso las

cascadas estaban congeladas y caían en gruesas hojas de hielo que

reflejaban verde y blanco bajo el cielo despejado.

No vieron a nadie en su camino, salvo por uno o dos pastores desviados y,

por aquí y por allá, algún cazador. Vieron muy poco de la vida silvestre,

sólo las gamuzas que recorrían los riscos y, ocasionalmente, ganado

robusto de montaña.

Por fin comenzaron el descenso. Bajaron por entre las nubes; el nebuloso

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vapor los cubría como una mano húmeda y no podían ver nada salvo la

blancura que los rodeaba. Pero eventualmente, mojados y temblorosos,

emergieron y vieron el sendero de la montaña hacerse más amplio y menos

escarpado y, más allá, abajo, el pasto verde y fresco de las planicies. El

aire comenzó a volverse más callado y sintieron que dejaban atrás el

invierno y entraban a la primavera. Las rocas y los peñascos fueron

gradualmente remplazados por árboles y hierba y luego por pedazos de

pradera iluminados por la luz y por el verde, azul y amarillo de las últimas

flores silvestres.

Se detuvieron a descansar en una ladera con hierba al pie de la montaña.

Jean—Paul miró a Darcy y dijo algo que Elizabeth no comprendió, pero

entendió la respuesta de Darcy: le estaba agradeciendo por toda su ayuda

y se estaba despidiendo de él. Jean—Paul asintió a modo de despedida y

luego de tomar las riendas de las mulas comenzó a caminar de regreso por

las faldas de las montañas y hacia los peñascos rocosos, camino a su casa.

Elizabeth lo miró irse con pesar. Él había sido una presencia valerosa, de

pies firmes y conocedora durante su cruce por los Alpes y ella le estaba

agradecida por haberlos acompañado y haberles mostrado el camino.

—¿Ahora caminamos? —preguntó Elizabeth.

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—No, está demasiado lejos como para caminar. Contrataremos unos

caballos allá —dijo Darcy señalando una granja cercana.

Él le dio su brazo y emprendieron la marcha.

—¿Qué son esos lugares a la distancia? —preguntó ella volviendo su

atención hacia las tierras que se veían al fondo de las laderas.

—Piamonte —dijo Darcy—, el pie de la montaña. Más allá está Lombardía,

y a la distancia se puede ver Turín. Y después de Turín está Venecia.

Contrataron caballos en la granja, animales robustos que marchaban

lentamente por las faldas de la montaña y continuaron su recorrido al lado

del río Doria. Pasaron por bosques con una sucesión de lagos que le daban

variedad al paisaje y con casillos y monasterios animados entre ellos.

Por fin llegaron al valle, en donde había ovejas que pastaban plácidamente.

Luego llegaron a Susa, un pueblo amurallado.

—Nunca pensé que estaría tan contenta de ver un pueblo —dijo Elizabeth

al cruzar la entrada principal.

A pesar de que los paisajes de los Alpes habían sido sublimes, ahora sentía

la alegría de tener acceso al agua caliente, a una cama suave y a una

comida caliente y satisfactoria.

Pronto estuvieron en el mesón. Cuando entraron al patio, los demás los

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miraron con sospecha, inclusos los mozos de establo, quienes vieron con

desconfianza los caballos de granja; pero luego, la cara de uno de ellos se

iluminó por el reconocimiento y gritó algo en italiano. El mesonero salió

rápidamente y su esposa detrás de él; saludaron emocionados y, aunque

Elizabeth no entendió ni una sola palabra, entendió las sonrisas en sus

caras, su reverencia de cortesía y su alegre gesto que indicaba la puerta

abierta.

Ella y Darcy fueron muy bienvenidos y la esposa del mesonero condujo a

Elizabeth hacia las escaleras mientras llamaba a las doncellas. Pronto,

Elizabeth estuvo en una pequeña habitación bonita con un polibán y todo

listo para su uso. La rapidez con la que resolvían todo la mantuvo en

asombro hasta que se vio reflejado en el espejo y retrocedió horrorizada

por lo que vieron sus ojos. No se había cepillado en días y su pelo parecía

un nido de pájaros, revuelto y cubierto con trozos de ramas y hojas

colgantes. Parecía que había dormido con su ropa, lo que era cierto, y su

cara estaba manchada de mugre. Estaba segura de que, sino hubiera

entrado con Darcy a un mesón en donde lo conocían bien, la hubieran

echado cual si se tratara de una vagabunda.

Agradeció al poder quitarse la ropa y se hundió en la abundante agua con

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un suspiro de satisfacción. Y no fue sino hasta que sus dedos comenzaron

a arrugarse, que se lavó el pelo y salió del polibán. Se seco con una toalla

esponjosa y luego se sentó junto al fuego para secarse el pelo.

Cuando estaba casi seco, la esposa del mesonero entró a la habitación

seguida de una doncella que llevaba un tazón grande con sopa y un

enorme pedazo de pan, que Elizabeth comió agradecida. Luego de eso, le

llevaron una comida que ella desconocía con una salsa a base de carne

sobre algo ni suave ni duro, de color dorado pálido y cortado en tiras

delgadas y largas. Le fue muy difícil comerlo y estuvo contenta de haber

elegido comer en su habitación, pues su barbilla terminó llena de salsa.

Pero su sabor era agradable y al terminar se sintió repleta.

Fue al tocador, en donde se cepillo para desenredarse el pelo y mientras lo

hacía, pensó en los raros y maravillosos acontecimientos de los últimos

días.

No había pensado mucho durante la travesía por los Alpes; de hecho, el

camino había sido tan difícil y tan sublime, que había tenido poco tiempo

para pensar en otra cosa que no fuera cómo continuar por entre los riscos

o para mirar con admiración temerosa los magníficos paisajes. Pero ahora,

pensó en los peligros que habrían enfrentado todos los que se habían

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quedado en el castillo y se preguntaba con angustia cual había sido su

suerte.

Intento convencerse de que seguramente estaban ilesos y de que Darcy

tenía razón al asegurarle que todos estarían bien y que el conde había

sobrevivido a cosas peores. Pensó en los gruesos muros del castillo y en el

puente levadizo y en los mercenarios pero no lograba consolarse. Si no

había peligro, entonces ¿por qué habrían huido sabiendo que enfrentarían

un camino tan arduo, aunque bellísimo?

Pensó en las extrañas palabras del conde «Sácala de aquí. A ella no la van

a defender», y se preguntó si las había escuchado correctamente. Por

mucho que intentó, no logró entender qué sentido podían tener. Y, no

obstante, ella y Darcy habían huido del castillo casi inmediatamente

después de ello. Era un acertijo sin respuesta; otro acertijo sin respuesta,

ahora su vida estaba llenándose de ellos.

Y, no obstante, su vida también estaba llena de alegrías.

Pero ya habían pasado las incomodidades de la travesía y ahora podía

recordar las vistas maravillosas y encantadoras de los últimos días con

mayor placer, tanto las alturas inesperadas de las montañas como las

profundidades insondables del carácter de su esposo. Recordó su ternura

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y recordó también, con placer, la expresión de amor puro en su rostro

cuando se había despertado y él estaba ahí, frente a ella, cuidándola.

* * * * *

Los siguientes días fueron días bastante ajetreados, pues tuvieron que

ocuparse de llevar a cabo todas las actividades correspondientes a su

llegada repentina sin sus pertenencias.

La modista local visitó a Elizabeth en su habitación y le prometió ropa

nueva pronto. Afortunadamente, Susa era una parada para muchos de los

viajeros ingleses que visitaban Italia y la modista estaba acostumbrada a

cubrir las necesidades de las damas que recién llegaban al país. Sabía que

requerían ropa a la moda italiana y que la necesitaban rápido, así que

mantenía un almacén de vestidos ya cortados y a medio coser en una

variedad de tallas. Llegó con tres asistentes que llevaban cajas llenas de

estos vestidos y Elizabeth pasó una encantadora mañana probándose una

multitud de ropa. Mientras ella se los veía en el espejo, la modista doblaba

la tela, la marcaba con alfileres y la bastillaba para ajustarlos y luego

Elizabeth se los quitaba, cuidando de no pincharse con los alfileres.

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Cuando terminaron, la modista se fue con la promesa de que, al menos

uno, estaría listo a la mañana siguiente y que el resto se lo entregaría

pronto.

También Darcy necesitaba ropa y a él también lo visitó un sastre del lugar

para tomarle las medidas y prepararle un nuevo guardarropa.

Mientras terminaban su almuerzo, que estaban comiendo en un salón

privado, llegaron las noticias esperadas. El mesonero entró al salón y le

habló a Darcy en italiano. Darcy respondió y el mesonero salió después de

responderle «Si, signor».

Elizabeth miró a Darcy intrigada.

—Acaba de llegar un mensajero que quiere hablar conmigo.

—¿Viene del castillo? —preguntó Elizabeth.

—Pronto lo sabremos —dijo Darcy mientras se quitaba la servilleta para

levantarse.

Dejó la mesa y se dirigió a la chimenea, en donde se detuvo y permaneció

de pie con las manos entrelazadas por la espalda.

El mesonero regresó seguido del mensajero, un joven despeinado y de

aspecto vigoroso que al entrar se quitó el sombrero.

—Ah, signor Darcy —dijo mientras entraba a la habitación y luego añadió

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algo que Elizabeth no comprendió.

Le entregó una carta a Darcy.

—Es del conde —dijo Darcy mientras rompía el sello y abría la carta—. El

mensajero ha viajado noche y día por las montañas, acompañado de dos

de los mercenarios del conde, para traérnosla.

Elizabeth fue al lado de Darcy, deseosa de saber qué decía la carta, pero

cuando Darcy la desdobló, vio que estaba en italiano. La escritura era

delgada y fina y cubría muchas páginas.

—¿Y bien? —preguntó ella con impaciencia mientras los ojos de Darcy

examinaban la primera página.

—El castillo está a salvo —dijo Darcy todavía leyendo.

—¡Gracias a Dios! —dijo Elizabeth con un suspiro de alivio.

Había temido lo peor y el mensaje era un gran consuelo para ella.

—Hubo una breve escaramuza cuando algunos hombres treparon por la

entrada posterior y comenzaron a prender fuego a las banderas y a las

carretas en el patio —continuó Darcy—, pero los mercenarios de inmediato

controlaron la situación y el peligro pronto pasó. Extinguieron el fuego y

no hubo ningún daño mayor —Darcy pasó la primera página atrás del

resto y continuó leyendo—: Varios de los mercenarios fueron heridos, así

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como uno de los lacayos del conde; también muchos de los habitantes

resultaron heridos, pero no hubo muertos ni heridos graves.

—¿Y Annie? —preguntó Elizabeth, mirando por encima del hombro de él

para procurar ver el nombre de Annie en algún lado de la página.

Él pasó a la tercera página y Elizabeth señaló el nombre de su doncella.

—Annie está bien —dijo Darcy—. Le suplica al conde que le informe que

empacará sus vestidos con cuidado y le dará su carta al mensajero para

que la lleve a la oficina postal —dejó de hablar, para leer mejor y luego,

cuando hubo terminado de leer, dobló de nuevo la carta y le entregó toda

su atención a Elizabeth. Sonrió—. Creo que pronto, todos estarán con

nosotros. El conde ya dispuso lo necesario para que escolten a nuestra

comitiva por las montañas.

—El carro no va a poder cruzar como nosotros lo hicimos —dijo Elizabeth,

recordando los senderos escarpados y los estrechos puentes que cruzaban

los barrancos.

—No, el carro tendrá que ser enviado por mar, al igual que las cosas más

grandes y más pesadas, pero los hombres del conde cargarán la mayoría

de nuestras cosas por las montañas.

—¿Los esperaremos aquí? —preguntó Elizabeth.

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—Creo que no —respondió Darcy—. Ellos viajaran más lentamente de lo

que lo hicimos nosotros porque son más y porque llevan equipaje, lo que

los hará más lentos aún. Y no quiero retrasar nuestro viaje. Aquí podemos

contratar escoltas que nos acompañen. Le diré al conde qué ruta

tomaremos para que nuestra comitiva nos encuentre fácilmente luego de

cruzar las montañas. Quizás nos encuentren antes de que nos

embarquemos a Venecia.

Le dijo algo al mensajero y luego fue al escritorio que había en el salón. Se

sentó, metió la pluma en la tinta, se acercó un papel y escribió una nota

con escritura fluida.

—¡Qué bonita escritura, señor Darcy, y qué rápido escribe! —le dijo

Elizabeth con buen ánimo.

Él sonrió.

—Por el contrario, mi escritura es inusualmente lenta —dijo él.

—Estamos a un mundo de distancia de Netherfield, ¿no es cierto? —

preguntó Elizabeth mientras miraba alrededor del mesón, con sus

acogedoras mesas y bancas de pino, para luego mirar el paisaje de las

montañas más allá.

—Sí, así es —dijo Darcy, deteniéndose a mirar a su alrededor antes de

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proceder a poner sobre la carta arenilla—. Pero espero que sea un cambio

mal recibido.

—No, en lo absoluto. Estoy disfrutando ver más del mundo.

En cuanto la tinta se secó, Darcy dobló la carta y luego la selló,

presionando el anillo contra la cera para dejar el sello Darcy. Se la dio al

mensajero, que la guardó en uno de los bolsillos de su frac; luego, Darcy le

dijo algo en italiano, el mensajero respondió, hizo una reverencia y se fue.

—No hay ninguna razón para que nos quedemos en Susa —dijo Darcy—.

En cuanto esté lista nuestra ropa, continuaremos el viaje. Estoy deseoso

de mostrarle Venecia y el palazzo.

—¿Palazzo? —preguntó Elizabeth—. ¿Se refiere a un palacio? —preguntó

ella sorprendida—. Nos quedamos con un conde en los Alpes, y ahora ¿nos

vamos a quedar con un príncipe?

—No, no nos vamos a quedar con nadie. Nos vamos a quedar en una de

mis propiedades italianas, el palazzo Darcy.

—¿Me está diciendo que tiene un palacio? —preguntó Elizabeth.

—No, le estoy diciendo que tenemos un palacio —respondió Darcy

riéndose—. Está sobre el Gran Canal y creo, no, estoy seguro, de que le va

a encantar.

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* * * * *

Luego del esplendor de las montañas, Elizabeth se deleitaba con la belleza

más discreta de las tierras bajas conforme viajaban por el norte de Italia

hacia Padua, en donde pretendían tomar la barcaza a Venecia. Pasaron la

noche en un mesón y, a la mañana siguiente, Elizabeth estuvo encantada

de saber que su comitiva los había alcanzado ahí. Annie estaba entre ellos

y no se veía nada mal luego de su aventura, pronto le hizo un recuento a

Elizabeth de la noche fatídica, con toda su inquietud y violencia y con su

conclusión pacífica.

—Estoy muy contenta de que estén a salvo —dijo Elizabeth—.

Cuando atacaron el castillo, temí lo peor.

—No fue nada en realidad —dijo Annie, con toda la bravura de alguien

cuya horrible experiencia ya ha concluido—. Fue muy desagradable

cuando la multitud penetró por la entrada posterior, de verdad, y también

cuando prendieron fuego a las cosas del patio a su paso. Estaba asustada,

pero los mercenarios del conde pronto se encargaron del asunto. Debo

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decir que cuando llegamos al castillo, no me gustó el aspecto de esos

hombres, pero me sentí aliviada y agradecida de que estuvieran ahí esa

noche y, al final, todo terminó bastante rápido.

De cualquier forma, la noche había dejado sus estragos, pues dos de los

lacayos de Darcy se habían regresado a Inglaterra explicando que no

podían más. El conde había intentado persuadirlos de que se quedaran y

les ofreció una mejor paga, pero para cuando fue claro que ninguna

cantidad los haría quedarse, el propio conde ya había conseguido sustituir

su ausencia con dos de sus hombres.

De Padua continuaron el viaje en barcaza por el río Brenta. Ahora que

sabía que todos estaban a salvo, Elizabeth estaba de buen ánimo para

disfrutar y vio muchas cosas que le agradaban. A su paso vieron las villas

de los nobles venecianos en un paisaje de esplendor siempre cambiante,

lleno de álamos, cipreses y sauces que sumergían sus ramas en el río. Y

luego, la milagrosa ciudad de Venecia se hizo presente a la vista,

elevándose del agua como si fuera un sueño.

—Nunca había visto algo así —dijo Elizabeth mientras se acercaban—. No

tenía idea de que algo pudiera ser tan maravilloso y, sin embargo, de cierta

forma parece irreal. ¿Con qué se sostienen los edificios? ¿Por qué no se

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hunden?

—Sus cimientos están construidos sobre vigas enormes que se fijan al lodo

dentro del agua —le respondió Darcy.

—¿No pudieron encontrar un lugar más hospitalario para erigir su ciudad?

—Sí, y así lo hicieron, pero fueron forzados a dejar sus tierras sureñas

hace muchos siglos. Huyeron al norte y se asentaron a orillas de la laguna

en donde las tierras pantanosas los mantenían a salvo. Cuando el peligro

volvió a amenazar, esta vez desde el mar, se refugiaron en el centro de la

laguna, en donde las aguas eran someras y los barcos de sus atacantes

encallaban. Se dieron cuenta de que ahí estaban a salvo y comenzaron la

construcción de su ciudad.

Llegaron a Venecia por agua, pues no había ahí caminos ni bulevares

sobre los que resonaran las ruedas de los carruajes y el trote de los

caballos. En lugar de ello, había canales que atravesaban la ciudad y que

cambiaban de color con el juego del aire, el movimiento de las nubes y el

reflejo de las construcciones a cada lado de ellos.

Llegaron al Gran Canal, cuyo cauce serpenteaba por el corazón de la

ciudad. Ahí dejaron la barcaza y continuaron su viaje en góndola. Las

estrechas vías acuáticas estaban llenas de embarcaciones delgadas cuyos

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remos elevados partían el agua. Sobre una plataforma, en la parte trasera

de la barca, había un gondolero de pie, sosteniendo su largo remo

firmemente con ambas manos. Darcy ayudó a Elizabeth a abordar la

góndola y a tomar su lugar sobre los cojines que estaban esparcidos

dentro. Ella se reclinó de la misma forma en que vio a otros hacerlo y poco

a poco se fue acostumbrando al mecerse de la barca.

Ya no había más nieve de las montañas ni más frío. Aquí había calor, color

y luz. ¡Y qué colores! El azul del cielo se reflejaba en el agua, los rosas y

verdes de la ropa de seda generaban vistas deslumbrantes. Pasaron

palazzos de una belleza gloriosa, adornados con balcones suspendidos

sobre el agua, decorados con arcos góticos y coronados con un delicado

trabajo de filigrana en piedra. Las fachadas eran de diferentes colores y se

erguían desde el agua como prodigios de fuerza y orgullo.

Se detuvieron frente al palazzo Darcy. Elizabeth miró el impresionante

edificio, con su fachada rosa oscuro. Su pasillo de arcos agudos conducía

hacia una terraza sombreada en donde las sombras oscuras contestaban

agudamente con los pedazos iluminados por la brillante luz. Al mirar

arriba, vio que tenía tres pisos, cada uno de ellos con su propio peristilo.

El gondolero ató la barca a uno de los postes de colores brillantes junto a

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los escalones y, con la certeza de quien está acostumbrado a semejante

actividad, Darcy saltó de la embarcación a la plataforma de desembarco.

Luego, le extendió la mano a Elizabeth, quien se puso de pie con cuidado,

se levantó el dobladillo de la falda y salió de la góndola sintiendo como se

mecía debajo de sus pies. Subió los escalones, tomó el brazo de Darcy y

juntos caminaron bajo los arcos góticos.

Elizabeth sintió frío al pasar de la luz a la sombra y continuó caminando

hacia un patio ensombrecido antes de subir la escalinata de piedra que

conducía a la puerta del palazzo.

Ahí, los esperaba el ama de llaves, quien saludó a Darcy con respeto y

calidez. Al verla, Elizabeth recordó a la señora Reynolds, el ama de llaves

de Pemberley, pues ambas mujeres le tenían mucha admiración a Darcy.

Luego de darles la bienvenida, el ama de llaves los condujo hacia un

departamento grande. Estaba fresco y apenas iluminado por los rayos de

luz que podían filtrarse por entre las contraventanas, pero cuando el ama

de llaves las abrió, la luz del sol inundó el interior.

—¿Le gusta? —preguntó Darcy.

Y alegre miró cómo Elizabeth daba vueltas en el centro de la habitación,

con la cabeza inclinada hacia atrás, para admirar las magníficas pinturas

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en el techo. Ella había visto muchas casas grandiosas en Inglaterra, pero

nada la había preparado para el tamaño y la magnificencia del salón, con

sus cuadros históricos y alegóricos en el techo. Ni siquiera Rosings era tan

magnífica.

—Es impresionante —respondió ella.

Salió al balcón y miró la abundante vida abajo: las góndolas que iban y

venían por el Gran Canal y la gente yendo de un lado a otro.

—Podría mirar esta vista por siempre y no cansarme de ella —dijo

Elizabeth—. ¿Desde cuándo tienen los Darcy este palazzo?

—Desde hace cien años —respondió él, saliendo al balcón detrás de ella—.

Venecia es todavía hermosa, pero ya no es lo que era. Debería haberla

visto antes, Elizabeth, en toda su gloria, cuando estaba en la cima de su

poderío.

Su voz era hipnótica y Elizabeth podía imaginar todo aquello que él iba

relatando: los primeros pobladores refugiándose en la miríada de

pequeñísimas islas en medio de la laguna salada y luego domesticando las

crecientes del agua para construir canales a modo de vías de tránsito; la

ciudad que creció alrededor de los canales; el orgullo del Dux y el

esplendor del Palacio Ducal; la construcción de la Basílica de San Marcos;

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los venecianos viajeros que exploraban los mares, trayendo tesoros para la

fachada de la Basílica; los grandes exploradores que descubrían nuevas

tierras. Darcy habló también del desmonte de los edificios alrededor de

San Marcos y de la pavimentación de la gran plaza; del Campanile, con su

enorme campana; de la construcción de los barcos que habrían de salir al

mundo para explorar y comerciar; de la construcción del Rialto, con sus

múltiples tiendas que vendían mercancía de todas partes del mundo y de

los príncipes mercaderes que se enriquecían con las ganancias del

comercio. Y habló de toda la riqueza y orgullo y amor que sentían los

venecianos por el hecho de que su ciudad le diera forma a su arte y por los

grandes artistas Tiziano, Bellini, Canalettol; y habló también de los bailes

de máscaras y del carnaval.

Ella podía imaginarlo todo claramente, así de vívida era su narración; y

mientras él hablaba, ella sentía el suave murmullo del aliento de él

acariciándole delicadamente el cuello.

—No sabe usted lo bien que huele, ni lo encantadoramente apetitosa que

es —dijo él conforme acercaba su boca al cuello de ella y su aliento

encontraba rutas seductoras y provocativas que atravesaban la piel de

ella—. Su cuello es tan delicado, tan preciado, tan frágil. Es tan tentadora

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—el retiró los rizos que le caían sobre la nuca y le besó el cuello

respetuosamente—. Tan blanco, tan puro, tan seductor. Usted es ambrosía

para mí. He intentado resistirla, pero es tan difícil… tan difícil…

Y ella se desvanecía con el éxtasis.

Él volvió a besarla, sus labios acariciando su piel con una sensibilidad

exquisita.

El corazón de Elizabeth comenzó a acelerarse, enviando la sangre en

pulsaciones extáticas por sus venas y embriagándola de placer. También

hubo un cambio en él, pues el éxtasis de ella lo seducía más allá de lo que

podía soportar. Ella sintió el corazón de él casi saliéndose del pecho y

latiendo cada vez más fuerte mientras le besaba el cuello y la estrechaba

contra sí. Sus besos estaban llenos de un fervoroso deseo y de algo más,

algo peligroso y mortal. Y en ese momento de exquisita anticipación, ella se

contuvo por fuerza de algún poder grandioso que se mantenía en equilibrio

entre la seguridad y el peligro, lo conocido y lo desconocido, lo natural y lo

sobrenatural.

—¡Darcy! —dijo ella en un murmullo.

…Y, con un repentino bramido de frustración, él la soltó, separándose

violentamente de ella, con la cara lívida por la emoción, y caminó hacia el

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otro lado de la habitación, en donde se quedó de pie, de espaldas a ella

para que no pudiera verle la cara.

El extraño poder que la había controlado comenzó a disiparse y ella sintió

su pulso y sus sentidos volver a la normalidad. Se quedó mirándolo, sin

comprender qué había pasado, hasta que, por fin, él volteó hacia ella y,

con una sonrisa torturada, le dijo:

—Le voy a dar una hora para que descanse y luego la llevaré a conocer

todos los lugares de los que le hablé.

Cuando se fue, Elizabeth se retiró a su habitación con la sensación de

estar exhausta. Lo que había sucedido recién era confuso, pero también,

muy estimulante, pues a pesar de ser aterrador, era también fascinante.

Finalmente, se cansó de intentar entender las sensaciones que fluían

dentro de ella y que la mantenían perpleja y decidió cambiarse la ropa de

viaje por uno de los trajes nuevos que había comprado en Susa. Cuando

bajó, Darcy ya estaba esperándola. Ni él, que estaba todavía sacudido por

el hecho, ni ella mencionaron nada al respecto. En lugar de eso, ella le

sonrió y le dijo que estaba lista. Afuera, había luz por doquier,

descendiendo del cielo bailoteando en los reflejos del agua, salpicando los

recubrimientos dorados y dando vueltas sobre las piedras.

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Exploraron la ciudad como amantes, viajando en góndolas, caminando por

las estrechas calles tomados del brazo, cruzando los puentes jorobados

que se extendían sobre el canal y recorriendo plazas con fuentes e

iluminadas por la brillante luz solar. Darcy parecía estar de buen ánimo y

despreocupado y se mostró atento y cariñoso con ella mientras le enseño

todos sus lugares preferidos de la ciudad.

«Por fin», pensó Elizabeth, «esto es lo que siempre esperé de mi luna de

miel»

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Capítulo 9

Transcrito por Lora & Naná

Corregido por Karlaberlusconi

os Darcy no eran los únicos ingleses en Venecia. Muchos de

sus compatriotas, animados por la posibilidad de viajar más

fácilmente debido al cese de las hostilidades con Francia,

también habían decidido visitar Italia. La mesa de Elizabeth pronto estuvo

llena de tarjetas tanto de gente a la que conocía de antes, como de aquellos

a quienes recién habían conocido, pues, al viajar, todos los ingleses

estaban autorizados a hacerse amigos. Y una mañana, al volver de conocer

el Campanile, mientras Elizabeth revisaba las tarjetas que acababan de

llegar exclamó de gusto.

—¿Qué pasa? —preguntó Darcy.

—Esta tarjeta es de los Sotherton.

—No creo conocerlos —dijo él.

—Pero tiene una razón para estar agradecida con ellos, al igual que yo,

pues ellos son los dueños de Netherfield Park y, por las deudas del señor

Sotherton, se vieron obligados a dejarla y a rentársela al señor Bingley.

L

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Sabía que estaban viajando en el exterior, pero nunca creí encontrarlos

aquí.

—Al final, todo el mundo viene a Venecia —dijo Darcy—. Debemos

invitarlos a nuestra conversazione y tengo que evitar la tentación de

agradecerle al señor Sotherton por haber manejado mal sus finanzas, pues

de haber sido más diestro con sus negocios, nunca la hubiera conocido.

—Enviaré la invitación cuanto antes —dijo Elizabeth.

Entraron al salón. Ella miró el techo, como lo hacía siempre al entrar,

maravillada por la habilidad artística de los pintores que habían logrado

crear semejante obra de arte sobre una superficie tan fuera del alcance.

Se dirigió al escritorio en el otro extremo del salón, escribió la invitación y

luego se la dio a uno de los lacayos para que fuera a entregarla.

—¿Ya está todo preparado para la noche de mañana? —preguntó Darcy.

—Sí.

—¿Está nerviosa? —le preguntó.

—No —respondió ella, aunque no era estrictamente cierto.

Era la primera vez que ella organizaba una reunión social y quería que

todo estuviera perfecto. Si la hubiera organizado en Longbourn, le hubiera

resultado natural; si lo hubiera hecho en Pemberley, hubiera sido un reto,

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pero habría sabido perfectamente qué era lo que se esperaba de ella y lo

que ella pretendía lograr; pero aquí, en Italia, todo era diferente, las

formalidades, las costumbres, la comida y la bebida y, para acabar de

complicarlo todo, estaba el problema del idioma.

Darcy la ayudaba hablándoles a los sirvientes en su nombre y traduciendo

siempre que era necesario, pero Elizabeth sabía que el hecho de no hablar

italiano era un obstáculo para ella y ya había empezado a tomar clases con

un maestro brillante. Pero todavía habría de pasar algún tiempo antes de

que pudiera entender y hacerse entender y, hasta entonces, la ayuda de

Darcy era invaluable. Juntos habían conseguido arreglar todo al gusto de

Elizabeth y ahora ella esperaba con ansiedad la conversazione.

Cuando Darcy fue a hablar con el mayordomo para disponer los arreglos

finales respecto al vino, Elizabeth tomó una hoja de papel y escribió una

carta muy retrasada para su hermana. Recordó la última carta, la había

escrito desde el castillo y bajo la impresión de que todo ahí era muy

extraño. Aquí, desde su ventana veía el Gran Canal, las góndolas y los

edificios iluminados por la luz solar, de modo que el miedo del bosque le

pareció ya muy lejano.

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Mi queridísima Jane:

Lo primero que tenía que hacer, lo sabía bien, luego del tono alarmante de

la última carta, era asegurarle a su hermana que todo estaba bien.

A veces pienso que debo haber soñado las últimas semanas, en las que todo

era oscuro y aterrador y te ruego que también tú te olvides de ellas, pues

eso se acabó. De hecho, comienzo a cuestionarme si en realidad fueron tan

oscuras y aterradoras como las percibí. El castillo estaba en un lugar

solitario y creo que eso me pesaba en el ánimo y provocaba que todo me

pareciera peor de lo que era en realidad. La aparición de la multitud fue

alarmante, es cierto, pero el peligro pronto pasó y nadie resultó seriamente

lesionado, sólo hubo heridas menores que para ahora ya habrán sanado.

Aquí en Italia todo es muy distinto. No hay castillos tenebrosos ni bosques

siniestros. Todo es mágico. Debes decirle a Bingley que te traiga, Jane. Los

edificios, la gente, las tiendas, ¡ay, las tiendas! El Rialto es una cueva de

Aladino, y ahí te compré un abanico. También compré partituras para Mary,

un nuevo vestido para Kitty y otro para Lydia, un chal para mamá, algunos

libros para papá y un par de guantes para Charlotte. Darcy me compró una

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sombrilla para proteger mi piel del sol.

Mañana en la noche vamos a ser anfitriones de una conversazione aquí, en

el palazzo Darcy; en Francia las reuniones se llaman salones y aquí,

conversaciones, pero son lo mismo en realidad: reuniones por la noche en

las que la gente se encuentra con sus amigos y se divierte. A la noche

siguiente vamos a ir a una cena a la que invita un grupo de buenos amigos

de Darcy. Tengo muchas ganas de ir, pues me dará la oportunidad de

conocer a más personas que son importantes para él.

Los italianos que he conocido son encantadores. Tienen la voz más musical

que te imagines y mueven mucho las manos al hablar. Son gente muy

expresiva, tanto los caballeros como las damas. En eso son muy diferentes a

los caballeros de Inglaterra, que la mayoría del tiempo lo pasan con las

manos entrelazadas por detrás.

También hay compatriotas nuestros aquí, así que, por lo menos podré

comprender lo que digan algunos de nuestros invitados, aunque mi italiano

está mejorando mucho.

Darcy regresó; Elizabeth dejó la carta inconclusa y juntos repasaron la

lista de cosas que tenían que hacer para asegurarse de que todos sus

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preparativos estuvieran listos para la conversazione.

* * * * *

A la noche siguiente, la plataforma de desembarco, el peristilo y el patio

estaban llenos de antorchas llameantes para cuando comenzaron a llegar

los invitados. Elizabeth estaba de pie en la entrada del salón para

recibirlos junto a Darcy. Él hablaba un italiano perfecto con los invitados

italianos y Elizabeth los saludaba con algunas frases cuidadosamente

ensayadas. Ambos lograron hacer sentir a sus invitados ingleses como en

casa.

El salón estaba colmado de conversaciones en una variedad de idiomas,

pues había también algunos invitados de Suiza, de Austria y de otros

países europeos. Elizabeth vio con gusto que todos tenían su propio grupo

de amigos y que Darcy conocía gente de muchos países. Con todos ellos

era liviano y seguro de sí y ella pensó que, con quienes conocía, no era el

mismo hombre formal y reservado al que le resultaba difícil conversar con

desconocidos. A pesar de que había hecho un gran esfuerzo en ese sentido

desde que la había conocido, todavía no estaba enteramente cómodo a

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menos que conociera bien a la gente. Con los desconocidos o con los que

sólo conocía muy poco siempre se volvía reservado.

—¡Elizabeth! —gritó Susan Sotherton cuando apareció en el umbral de la

puerta.

Era bajita y rechoncha, con un pelo hermoso y abundante que se rizaba

naturalmente alrededor de su cara y llevaba un vestido moderno de seda

color marfil.

—¡Susan! —dijo Elizabeth, dándole una cálida bienvenida—. Ella es la

señorita Sotherton —le dijo a Darcy.

—Ya no, ahora soy la señora Wainwright —dijo Susan—. Me casé en el

verano. Mamá y papá me pidieron que los disculpe, porque papá no está

bien y mamá no creyó que fuera buena idea dejarlo solo.

Elizabeth asintió comprensiva. La palabra más precisa para describir la

enfermedad del señor Sotherton era embriaguez y esa propensión, aunada

a la de apostar descontroladamente, era lo que había ocasionado las

dificultades económicas de los Sotherton.

—Permíteme presentarte a mi esposo —dijo Susan—. Ah, aquí está.

El señor Wainwright se acercó. No era un hombre bien parecido, pero tenía

un semblante complaciente y parecía tener buen humor. También, por la

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ropa y joyas que llevaba Susan, se veía que era rico. Pero el sólo ver la

expresión de Susan le mostraba a Elizabeth que el matrimonio no se había

realizado por razones mercenarias, y eso le daba gusto. A ella le había

costado mucho trabajo perdonar a Charlotte por haberse casado por

razones prácticas, así que le alegraba que Susan no hubiera sucumbido a

la misma suerte.

—¿Desde cuándo están aquí? —preguntó Susan.

—Recién llegamos —respondió Elizabeth.

—Eso pensé, si no ya te hubiera visto. Es bueno ver caras conocidas;

hemos estado viajando durante meses. Pero hablaremos más de eso

después, tienes otros invitados a quienes darles la bienvenida.

Una vez que todos habían llegado, Elizabeth estuvo libre para unirse a las

conversaciones. Había mucha plática, en especial, sobre la situación

política; se hablaba larga y pesarosamente sobre la reciente invasión de los

franceses a Venecia. Cuando el ánimo estuvo a punto de tornarse

demasiado oscuro, Elizabeth cambió la conversación hacia el arte, un tema

que, sin duda, revitalizó a los invitados italianos, que eran grandes

defensores de todas las artes.

Los invitados admiraron extasiados los techos del palazzo Darcy, así como

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las estatuas y esculturas que decoraban las habitaciones.

A Elizabeth le resultaron encantadores y amenos muchos de los invitados,

pero fue cuando por casualidad se encontró con Susan en el salón de las

damas cuando realmente comenzó a disfrutar de la noche.

—Nunca me había sorprendido o alegrado tanto como cuando me enteré

de que te habías casado con Darcy —dijo Susan mientras se miraba al

espejo y se reacomodaba el pelo—. Me alegro de que algo bueno saliera de

las locuras de mi pobre papá. Siempre pensé que no querrías casarte con

nadie de Meryton; eres demasiado lista para ellos. El señor Darcy parece

estar muy enamorado, difícilmente puede mantener su mirada lejos de ti

—separó los rizos alrededor de su cara y, uno por uno, los enrolló

alrededor de su dedo para refrescarlos—. ¿Y qué te parece mi señor

Wainwright?

—Me agrada —dijo Elizabeth.

—También a mí. Tuve suerte de encontrarlo. Pensé que iba a tener que

quedarme con mamá y papá en casas de huéspedes el resto de mi vida,

pues papá perdió todo el dinero de mi dote en sus apuestas. Era un dinero

que no estaba bien resguardado, así que pronto se le resbaló de los dedos.

Lo bueno es que Netherfield está sujeta a vínculo, sino, también la hubiera

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apostado. Mamá quería que me casara con el heredero de papá, alguna

relación distante de apellido Mobberley, para que cuando papá muera, yo

pueda volver a casa y, desde luego, ella conmigo.

—Eso es exactamente lo que mamá quería que yo hiciera —dijo

Elizabeth—. Quería que me casara con el señor Collins, una relación

lejana de papá, y se enojó mucho cuando me negué.

—Supongo que tu papá te apoyó —dijo Susan.

—Sí, dijo que yo debía ser una desconocida para uno de mis padres, pues

mi mamá ya había declarado que no me volvería a ver si rechazaba al

señor Collins y él, que no me volvería a ver si lo aceptaba.

—Ah, mi querido señor Bennet, qué suerte tienes de tener un papá así,

aunque no ha sido muy sensato en lo que respecta al ahorro. Por lo menos

nosotras no tendremos ese tipo de problemas cuando nos hagamos viejas,

pues ambas hemos tenido la fortuna de amar a hombres ricos.

—Y, no obstante, no te casaste por dinero. Es fácil ver que amas a tu

esposo.

—Tienes razón. El odioso señor Mobberley es más rico que mi querido

Arthur, pero nunca me hubiera casado con él, pues nunca me gustó. Y

amo a mi Wainwright; quizás demasiado —dijo traviesamente al tiempo

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que recargó la mano sobre su estómago—. Ya viene en camino un pequeño

Wainwright. Al principio, Wainwright fue prudente, para no arriesgarse a

darme un hijo mientras estábamos viajando, pero su prudencia tuvo un

límite, así que ahora tenemos que retrasar nuestro regreso a Inglaterra. No

es muy seguro para mí hacer un viaje por los Alpes en esta condición y no

tengo ganas de emprender un viaje largo por mar. Me dan náuseas con

mucha frecuencia y no quiero arriesgarme a tener mareo marino justo en

los momentos en los que las otras náuseas me dejen en paz.

Mientras la escuchaba, Elizabeth pensó en que eso era algo que no había

considerado. Había pensado en un sinnúmero de razones por las que

Darcy podía estar evitándola, pero acababa de escuchar una que no se le

había ocurrido antes. Él quería mostrarle Europa, pues sabía que ella

nunca había salido de Inglaterra y que quizás, debido a la volatilidad de la

situación política, no hubiera otra oportunidad de hacerlo. Quizás él había

determinado que era bueno retrasar cualquier posibilidad de que ella

sufriera mareos o algún otro tipo de malestar hasta no estar de vuelta en

Inglaterra.

De haber resultado encinte como Susan, su viaje habría tenido que ser

mucho más reducido y su huida del castillo hubiera sido verdaderamente

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complicada. La magnífica travesía por los Alpes le hubiera resultado de lo

más desagradable por los mareos y, además, hubiera sido peligrosa para

ella y para el bebé. Pero no habrían de estar en Europa para siempre y

quizás tampoco la contención de Darcy duraría tanto más, así como la del

señor Wainwright. Mientras bajaba la escalinata, trató de comparar las

ventajas de que no ocurriera sino hasta regresar a Inglaterra contra el

placer de que ocurriera durante su viaje por Europa y, al volver con sus

invitados, se encontraba de mejor ánimo.

—Se ve alegre —le dijo Darcy acercándosele.

—Lo estoy —dijo ella con una sonrisa radiante.

Él la abrazó por la cintura y la llevó a conocer a algunos de los invitados

más importantes que se declararon encantados de conocerla. La noche se

volvió todavía más alegre con las interpretaciones musicales de

improvisación; así que fue con gran pesar que Elizabeth vio la noche llegar

a su fin. Conforme se retiraban, los invitados les expresaron su

agradecimiento por una de las noches más amenas que habían pasado en

mucho tiempo.

—Fue un gran éxito —le murmuró Susan a Elizabeth al oído, al despedirse.

Darcy y Elizabeth observaron desde la ventana cómo sus invitados

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abordaban las góndolas, que los esperaban al igual que en Londres lo

hacían los carruajes. Elizabeth reclinó la cabeza sobre el hombro de Darcy

y emitió un suspiro alegre mientras veía la flotilla de barcas gráciles

deslizarse por las suaves aguas del canal.

* * * * *

Al día siguiente, Elizabeth recibió muchas notas de felicitaciones y estuvo

contenta de que su primera fiesta hubiera sido un éxito. Eso la animaba a

organizar más de esas fiestas cuando estuvieran de regreso en Pemberley.

Luego de complacerse con el tono de las felicitaciones, Elizabeth volvió su

atención al siguiente compromiso, esta vez, como invitados a casa de uno

de los amigos venecianos de Darcy. Ese amigo no había podido asistir a la

conversazione Darcy y Elizabeth estaba deseosa de conocerlo.

—¿Cómo fue que conoció a Giuseppe? —preguntó Elizabeth, que quería

saber más sobre la vida de su esposo.

—Estaba caminando de regreso a casa, después de un baile, y escuché

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gritos. Vi a unos criminales atacando a dos jóvenes, una dama y un

caballero —dijo Darcy—. Fui a ayudarlos y juntos, el joven y yo,

ahuyentamos a los asaltantes. Él me agradeció, se presentó y luego me

presentó a su hermana. Luego me invitaron a su casa, en donde conocí al

resto de la familia. Me hicieron sentir bienvenido y decidieron mostrarme

la ciudad, ayudándome a verla no como un turista sino como un local. Me

llevaron a todos los sitios famosos, pero también, a los lugares menos

conocidos y me abrieron puertas que, de otra forma, hubieran

permanecido cerradas.

—¿No tenía usted cartas de presentación cuando llegó? —preguntó

Elizabeth.

Ella sabía que eso era lo habitual para los jóvenes de las altas esferas

sociales en su Grand Tour.

—Sí, y también tenía una guía, pero me servían sólo hasta cierto punto.

Giuseppe y Sophia hicieron mucho más por mí. Me llevaron a conocer los

talleres de los grandes pintores y me mostraron dónde comprar las

mejores esculturas. Me enseñaron cómo apreciar el arte en una forma en

que mis tutores no lo habían hecho. Los venecianos llevan el arte en la

sangre; es parte de ellos, de su vida. Giuseppe, que ama todas las cosas

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bellas, una vez me dijo que, si lo lastimaran, de su cuerpo no emanaría

sangre, sino pintura.

—Esperemos que no sea necesario comprobarlo —dijo Elizabeth.

Darcy se tornó silencioso, pero luego, poniéndose de pie, dijo:

—Me ayudaron a elegir muchas de las obras de arte que ahora decoran los

muros de Pemberley; un buen número de los cuadros en el pórtico y la

mayoría de las esculturas del recibidor y del resto de la casa son de

Venecia.

Hablaba tan cálidamente de sus amigos, que Elizabeth se sintió ansiosa

por conocerlos, pero la noche siguiente, cuando estaban en la góndola de

camino a casa de sus amigos, Darcy dijo:

—Quizás, a veces, Giuseppe pueda dar la impresión de ser malhumorado.

Los problemas recientes de Venecia lo han vuelto sombrío. La invasión de

Napoleón a la ciudad lo lastimó mucho y se sintió profundamente

insultado cuando la ciudad que ama fue entregada a los austríacos como

si no fuera más que una moneda de cambio. Los despojaron de muchas de

las costumbres y tradiciones que él ama y se llevaron a París los grandes

caballos que decoraban la Basílica, el carnaval fue proscrito, y ahora

cuelgan banderas francesas de las ventanas del Palacio Ducal.

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—Sí, entiendo —dijo Elizabeth.

Y era cierto, comprendía los sentimientos de Giuseppe al ver invadida la

tierra que amaba. También Inglaterra había enfrentado la amenaza de

invasión y, a pesar de que la firma del tratado de paz suspendía

momentáneamente la amenaza, podía volver a presentarse algún día.

Cuando los Darcy llegaron a la casa de los Deleronte, Elizabeth vio que era

tan espléndida como cualquiera de las del Gran Canal. El pabellón de

desembarco estaba muy iluminado y el poste de amarre estaba pintado de

colores alegres. Había muchas más góndolas yendo y viniendo, así que la

góndola Darcy tuvo que esperar antes de poder acercarse.

Darcy salió primero de la barca, luego le ofreció la mano a Elizabeth y ella

salió detrás de él. Ahora estaba acostumbrada al meneo de la barca y

podía calcular con exactitud su movimiento al acercarse y alejarse de la

plataforma de desembarco, de modo que salió en el momento preciso.

Caminaron por el peristilo y hacia el patio iluminado con antorchas, y

luego subieron la escalinata, en donde encontraron a los anfitriones

esperando para recibirlos.

Se trataba de una fiesta pequeña, así que no hubo la ceremonia que se

acostumbraba para las reuniones más grandes. El ambiente era más

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informal, una reunión de amigos, y la bienvenida de Giuseppe y Sophia

reflejaba esa informalidad. Saludaron cálidamente a Darcy y expresaron

su deleite de conocer a Elizabeth.

Conforme los conducían al salón, Elizabeth recordó a Charles y Caroline

Bingley, pues Caroline había sido la anfitriona de su hermano en

Netherfield, así como Sophia era la anfitriona de Giuseppe aquí; pero ahí

terminaba la semejanza. Sophia no era la mujer fría y con aires de

superioridad que era Caroline; Sophia era cálida y apasionada y movía sus

manos expresivamente al hablar. Su hermano era más callado y, al

recordar las palabras de Darcy, Elizabeth pensó que era evidente que él

tenía aspecto melancólico.

Físicamente, los hermanos eran muy parecidos: tenían el pelo y los ojos

negros y la piel suave y translúcida. Estaban vestidos a la vieja usanza, al

igual que sus otros invitados. No eran para ellos los estilos griegos que

habían cobrado fuerza en Inglaterra y Francia en los últimos cinco años.

En lugar de ello, llevaban ropa suntuosa en colores de piedras preciosas, y

los vestidos de las mujeres se ajustaban a la altura de la cintura.

A Elizabeth la presentaron con los otros invitados, doce en total, y ella vio

que todos compartían el color oscuro del pelo y los ojos, así como la piel

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suave y translúcida. Le resultó difícil calcular sus edades, pues sus caras

no tenían líneas de expresión, pero sus ojos estaban llenos de experiencia.

La trataron con deferencia y la hicieron sentir como en casa. Les exigieron

detalles del viaje de bodas y molestaron a Darcy diciéndole a Elizabeth que

era evidente que ella le había hecho mucho bien.

—Nunca lo había visto tan contento —dijo Sophia, quien, como anfitriona,

llevaba la batuta de las conversaciones.

—¿Quién no estaría contento de haberse casado con una mujer tan

hermosa como Elizabeth? —preguntó Giuseppe con galantería.

—¿Y qué le parece Venecia? —preguntó Alfonse, que estaba con su esposa

María—. ¿No es la ciudad más prodigiosa que ha visto?

Elizabeth estaba encantada de poder compartir su visión de Venecia y los

invitados asentían sabiamente con cada cumplido a su tierra.

Le preguntaron si había conocido las grandes catedrales y si había

caminado en las plazas y cuando ella respondió que sí, que ella y Darcy ya

habían recorrido muchos lugares y que todo era milagrosamente hermoso,

Sophia sonrió y respondió: «Ha dicho usted lo indicado para agradar a mi

hermano. Él ama nuestra gran ciudad».

—Y me queda claro el porqué —dijo Elizabeth.

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—Es una lástima, Venecia ya no es tan hermosa —dijo Giuseppe— como

antes de que Napoleón pusiera su bota sobre su hermoso cuello.

—Disculpe a mi hermano. Él resiente mucho lo que sucede —dijo Sophia.

—¿Quién no? —gritó él—. Elizabeth lo va a entender, ella es inglesa. Vive

en una isla, así que puede comprender nuestros sentimientos. Fue un

momento terrible para nosotros cuando los soldados de Napoleón

marcharon dentro de Venecia.

Luego de la mención de Napoleón, el ambiente se alteró sutilmente y se

llenó de melancolía. Elizabeth se imaginó las tropas de Napoleón

marchando por las calles de Hertfordshire y se estremeció, pero para ella

era sólo una imagen, la visión de un instante, nada más. Para los que la

rodeaban, la invasión de su tierra era una realidad.

—Ah, sí, sabía que usted entendería —dijo Giuseppe al ver el

estremecimiento de Elizabeth—. Los ingleses y los venecianos tenemos

mucho en común. Ambos somos grandes naciones que son islas, somos

valientes e intrépidos, somos exploradores y aventureros, tenemos un gran

amor por nuestras naciones y tenemos un gran orgullo en nuestros logros.

Navegamos los mares en busca de nuevas tierras y nuevas mercancías

para comerciar… Ah, pero se me olvidaba —dijo él con una sonrisa

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graciosa— que los ingleses desprecian el comercio. A Darcy le horroriza

incluso la palabra.

Contrario a lo que dijo, Darcy estaba sonriendo, consciente de que lo

estaban molestando. Pero debajo de ello había algo más. Elizabeth se

percató de que Giuseppe estaba indagando sobre sus creencias y sabía

que, a pesar de que los amigos de Darcy habían hablado del mucho bien

que ella le había hecho a él, todavía estaban evaluándola y cuestionándose

si ella era suficiente para su amigo, no en términos de posición social o

riqueza, sino en términos de poder hacerlo feliz.

—¿Qué pensará Elizabeth de nosotros, cuyas fortunas provienen de

grandes aventuras mercantiles? —continuó Giuseppe.

—Siento mucho decepcionarlo, pero no desprecio el comercio. Uno de mis

tíos tiene un negocio en Londres, e incluso, si no fuera así, no lo

despreciaría, pues fue justamente el comercio lo que le procuró a Bingley,

el amigo de Darcy, el dinero para rentar Netherfield, y si eso no hubiera

sucedido, nunca hubiera conocido a mi esposo.

Hubo risas generales y Darcy miró a Elizabeth con admiración y apruebo.

—¡Excelente! Bien dicho. Entonces tenemos mucho en común, como era de

esperarse, pues ambos amamos el comercio y odiamos a Napoleón —dio

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Alfonse riéndose.

—¡Napoleón! —dijo Giuseppe de nuevo acongojado—. ¡Ese advenedizo!

¿Qué le dio derecho a marchar hacia nuestra ciudad, destruir en unos

cuantos días lo que nos tomó siglos construir y robarnos nuestros más

grandes tesoros? ¿Qué le dio derecho a despojar al mundo de algo

maravilloso?

El ánimo se estaba tornando melancólico y los hombres se estaban

poniendo de malas. Las mujeres estaban incómodas y daban vuelta a los

abanicos en sus manos o se arreglaban las faldas para ocultar su

inquietud.

Sophia probó su valor como anfitriona al aligerar el ánimo de inmediato y

al dar en el blanco de lo único que podría rescatarlos de la melancolía: una

celebración.

—Dejemos que Napoleón haga sus decretos —dio ella, despidiéndolo de la

conversación con un gesto de oleaje con la mano—. Dejemos que le

entregue Venecia a Austria. Dejemos que todos conspiren para

controlarnos. No romperán nuestro espíritu. Dejemos que digan lo que

quieran, nosotros tendremos un baile, un gran baile de máscaras en honor

a Elizabeth y en honor a la esplendorosa Venecia. Mostrémosle a Elizabeth

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cómo vivíamos los venecianos.

La idea fue bienvenida de inmediato.

—Y sí, mostrémosle a Elizabeth algo del viejo esplendor de Venecia. ¡Un

baile de máscaras para Elizabeth!

El ánimo había cambiado. La melancolía había desaparecido y fue

reemplazada por gusto y emoción. Todos hicieron sugerencias y

comenzaron a definir los detalles del baile.

—Que sea un baile de disfraces —dijo María.

—Sí, un baile de disfraces. Y que refleje uno de nuestros mejores siglos,

usemos la ropa de un tiempo glorioso. Nos vestiremos con ropa del siglo

XIII —dijo Alfonse.

—No, del siglo XV —dijo María.

—Del XVI —dijo Giuseppe—, el siglo de los grandes artistas Tiziano y

Tintoretto.

—Muy bien —dijo Sophia—, será con ropa del siglo XVI.

—No tengo ese tipo de ropa —dijo Elizabeth con pesar, pues la idea del

baile era emocionante.

—Usará la mía, yo tengo mucha, y también máscaras con las que

sorprenderemos a los caballeros —dijo Sophia.

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—Claro —dijo Lorenzo—, eso es parte de lo emocionante, tratar de adivinar

quién está detrás de la máscara.

—Dejemos que los demás terminen de afinar los detalles y ocupémonos en

algo más interesante: le ayudaré a elegir su ropa. Venga, Elizabeth —dijo

Sophia—, ya verá que nos vamos a divertir.

Llevó a Elizabeth arriba y a lo largo de corredores bordeados por grandes

obras de arte hasta un hermoso departamento, con techos altos y enormes

espejos alrededor. Tocó la campana para llamar a la doncella y pronto la

habitación estuvo iluminada con las velas que iban floreciendo a la vida.

—¡Aquí! —dijo Sophia, abriendo un par de enormes puertas y entrando a

una antecámara llena de ropa. Era ropa de todos los estilos y colores,

algunas prendas nuevas y otras muy viejas—. De aquí vamos a elegir lo

que vamos a usar en el baile —dijo Sophia, mostrándole a Elizabeth una

colección de vestidos—. Estos vestidos son del tiempo de la gloria

veneciana.

Al observar la ropa, Elizabeth se dio cuenta de que era muy vieja: las telas

hermosas se habían decolorado con el paso del tiempo, pero los vestidos

eran de una belleza exquisita.

—¿Su familia nunca se deshace de la ropa? —preguntó Elizabeth

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asombrada ante la cantidad de prendas que había.

—En mi familia… —dijo Sophia melancólicamente—. No, nos recuerdan

otros tiempos, otros bailes, otras vidas, otros amores. Y para eso vivimos,

¿cierto?, para amar. Usted que acaba de casarse sabe que tengo razón.

Mire, éste es el vestido que llevaba puesto cuando conocí a Marco Polo.

—¿Cuando conoció a Marco Polo? —preguntó Elizabeth divertida—. ¡Eso la

haría ser una mujer de quinientos años!

Las manos de Sophia se quedaron inmóviles sobre la tela y dijo:

—Se está riendo. ¿Entonces Darcy no se lo ha dicho?

—¿Decirme qué?

Sophia se quedó tan inmóvil que parecía un retrato, extraordinariamente

hermosa pero de cierta forma irreal. Luego, justo cuando Elizabeth

comenzaba a desconcertarse, Sophia encogió un poco los hombros y dijo:

—No es nada importante, es sólo que debió haberle dicho que mi inglés no

es muy bueno. Tendrá que perdonarme si las cosas que digo no siempre

tienen sentido.

—Desde luego —dijo Elizabeth—. Y de todas formas, su inglés es mucho

mejor que mi italiano.

Se rieron y luego Sophia volvió a la ropa.

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—A ver, ¿cuál será para usted? —le dijo.

Elizabeth miraba los gloriosos vestidos hechos de suntuosas telas en

colores azules, amarillos y escarlatas. Luego, sacó un vestido de terciopelo

azul oscuro, entrecruzado con un patrón de celosía dorada que hacía juego

con los cortes largos en las mangas que permitían ver la seda dorada de la

manga interior. Lo levantó y la luz de las velas hizo tintinear el oro del hilo

con el que estaba hecho el patrón de celosía.

—¡Ah, sí! —dijo Sophia—. Ése es muy hermoso. Está muy bien elegido.

Pruébeselo.

Sophia ayudó a Elizabeth a ponerse el antiguo vestido. Mientras Sophia se

lo amarraba, Elizabeth se miró al espejo y se sorprendió.

—Me veo bastante diferente —dijo.

—Ya ocurrió la transformación —dijo Sophia poniéndose de pie detrás de

ella.

El vestido se ajustaba a la altura de la cintura, lo que mostraba la figura

de Elizabeth, que por lo general permanecía oculta bajo sus vestidos de

cintura alta; y las faldas de mayor volumen flotaban en pliegues hasta el

piso. El vestido era escotado, con el cuello cuadrado y suntuosamente

bordado con más hilo de oro.

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Elizabeth recordó su infancia, el día que ella y Jane se vistieron con la

ropa vieja de su mamá para un juego de charadas. Les habían encantado

las telas suntuosas y las faldas con aros y habían disfrutado mucho

probarse una variedad de pelucas.

—Y ahora tiene que elegir una máscara —Sophia le mostró a Elizabeth una

colección de máscaras de todas formas y estilos y le dijo—: Nosotros los

venecianos adoramos nuestras máscaras. Las hemos usado siempre, hasta

ahora que Napoleón las prohibió. Pero son parte de nosotros, parte de

nuestra herencia. Amamos el misterio y la emoción de lo desconocido. Eso

es bueno para una nación de exploradores. Tanto lo amamos que incluso

en un baile debemos explorar: nos exploramos uno al otro.

Levantó una de las máscaras.

—Ve, aquí tenemos una máscara que cubre toda la cara; los rasgos están

exquisitamente moldeados. Y mire —dijo levantando otra máscara—: aquí

tenemos las máscaras más sencillas. Ésta no tiene ningún sujetador, sólo

una barra por atrás que debe sujetarse con los dientes.

—Debe ser muy incómoda —dijo Elizabeth mientras la examinaba con

curiosidad.

—Pero claro, es cierto, esta máscara no es nada cómoda y hace que

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conversar sea imposible. No va a usar ésa. Quizás le guste ésta.

Elizabeth levantó una máscara completa que estaba sostenida por un palo,

pero luego de sostenérsela frente a la cara por unos minutos, supo que

muy pronto se le cansaría el brazo.

—Creo que ésta —dijo al elegir una media máscara que se sujetaba por

medio de una banda que pasaba por detrás de la cabeza.

—Sí, con ésa se puede comer y hablar, pues tiene la boca descubierta,

pero la nariz y los ojos no se distinguen, ni las mejillas ni la frente, de

modo que se preserva el misterio. ¡Los otros van a tener que adivinar quién

es usted! También el pelo tiene que cambiar; los estilos de entonces eran

semejantes a los de ahora, pero no iguales. Debe dividirlo y sujetarlo

suavemente por arriba, con ondas a los lados de la cara y el resto recogido

en un —dijo algo en italiano—. No, no se entiende, no sé cómo decirlo en

inglés; pero no importa, mis doncellas saben cómo arreglar en esos estilos

y voy a enviar a una de ellas para que la ayude el día del baile. Es muy

importante hacerlo bien —dijo ella—, si no se arruina todo.

Bajaron justo en el momento en que se estaba anunciando la cena y, ya en

el comedor, la plática sobre el baile se intercaló con conversaciones sobre

otros temas de interés, y para los italianos uno de los temas de mayor

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interés era su arte. Alfonse dijo que Tiziano era mejor artista que Canaletto

y Giuseppe declaró que no, que Canaletto era el mejor de los dos.

Consultaron la opinión de Darcy y, a todo lo largo de la cena, continuó una

viva discusión.

Al final de la noche, Elizabeth abordó con alegría y ligereza la góndola, que

habría de llevarla, junto a Darcy, a su propio palazzo.

* * * * *

Elizabeth estaba tan ocupada con las novedades de Venecia que no fue

sino hasta algunos días después que terminó la carta que había empezado

para Jane, pero cuando tuvo un poco de tiempo libre, tomó su pluma y

terminó la carta.

Darcy y yo hemos estado por todo Venecia, conocí el Palacio Ducal y el

Arsenale y una multitud de otros lugares maravillosos. Cruzamos el puente

Rialto y paseamos por la plaza de San Marcos. Los venecianos me dicen que

la ciudad ya no es lo que era antes de que Napoleón saqueara sus tesoros,

pero todavía hay grandes bellezas por doquier.

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Hoy en la noche vamos a ir a un baile de máscaras en mi honor y lo espero

con ansias.

Quizás podríamos tratar de organizar algo similar en casa, aunque pienso

que esta ropa y máscaras se verían muy extrañas en Hertfordshire. Aquí, en

Venecia, parecen de cierta forma adecuadas. La máscara se siente

increíblemente cómoda, aunque no puedo ver muy bien a los lados cuando

la llevo puesta. Es hermosa, una obra de arte, como todo lo demás en

Venecia. Tiene la forma de un rostro humano y, en la parte superior, está

decorada con joyas.

Ya no hay tiempo de nada más, pues si no, nunca voy a enviar esta carta.

Adieu por ahora, mi querida Jane,

Ta hermana que te quiere,

Elizabeth.

—¿Está escribiendo a Jane? —se oyó la voz de Darcy, que recién entraba

al salón.

—Sí —dobló la carta y le puso la dirección.

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—¿Le cuenta sobre el baile?

—Sí, o por lo menos, le cuento que vamos a ir a uno. Le escribiré de nuevo

mañana para contarle todo al respecto.

—¿Está listo su disfraz para la noche? —preguntó él.

—Sí, ¿y el suyo?

—Sí.

—¿Qué va a ponerse?

—Si se lo digo, arruinaría la sorpresa —dijo él. La miró con una sonrisa—.

Me encanta verla así, contenta y emocionada. Sabía que Venecia le iba a

gustar.

El reloj, una obra de arte decorativo, hecho de bronce y recubierto de oro,

dio la hora.

—Es hora de arreglarse —dijo Elizabeth.

Volvió a su habitación, un departamento grande y fresco, decorado con

frescos y muebles de mármol recubierto de oro y ahí comenzó su

prolongado proceso de prepararse para el baile. Mientras se bañaba con

agua aromatizada, pensó en todas las veces que se había arreglado para

un baile en Longbourn y recordó todo el ruido que había: Lydia corriendo

por todos lados en busca de un zapato o un listón que no encontraba;

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Mary moralizando, y su madre regañando a todo el que se encontraba,

antes de quejarse de sus nervios. No extrañaba ni el ruido ni la charla con

ellos, pero sí extrañaba a Jane. ¡Qué divertido hubiera sido arreglarse y

disfrazarse con ella!

Pero esos pensamientos no duraron mucho; había muchas cosas en qué

pensar y muchas cosas que hacer.

Sophia cumplió su palabra y envió a una de sus doncellas para ayudarla.

Al principio, Annie receló la presencia de la italiana, pero pronto se le pasó.

Elizabeth se sentó frente al tocador para que la doncella de Sophia le

arreglara el peinado y Annie prestó mucha atención y ayudó a alisar el

pelo de Elizabeth a la altura de la coronilla y a arreglar las ondas alrededor

se su cara y luego, a colocar el resto del cabello en un chongo en la parte

trasera de la cabeza.

Ambas le ayudaron a Elizabeth a ponerse el vestido, que era más pesado

que los habituales, lo amarraron por atrás con manos diestras y, por

último, retrocedieron un poco para admirar el resultado. Elizabeth

difícilmente se reconocía en el espejo móvil de cuerpo entero y al ponerse

la máscara, el disfraz estuvo completo.

—¡Ay, señora, los va a engañar a todos! —dijo Annie.

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La doncella de Sophia soltó una serie de expresiones en italiano que ni

Elizabeth ni Annie comprendieron, pero parecía estar complacida.

—¿El señor Darcy está todavía aquí? —preguntó Elizabeth.

—No, señora, ya se fue —respondió Annie.

—Entonces yo también debo irme —dijo Elizabeth.

Habían acordado transportarse al baile por separado, porque parte del reto

era ver cuánto tiempo les tomaría reconocerse.

Elizabeth se puso su caperuza, pues las noches eran frías, y corrió

escalera abajo con buen ánimo y lista para divertirse. Cruzó el patio y bajó

al canal, en donde abordó la góndola con toda facilidad. Ya estaba tan

acostumbrada al movimiento que no titubeó y, mientras la góndola se

encaminaba hacia el canal, se acomodó grácilmente sobre los cojines de

seda dispuestos en el interior. El agua estaba oscura y la perforaban los

reflejos dorados de las muchas antorchas que retaban la oscuridad de la

noche. Su movimiento la hacía plegarse al contacto con la barca y su

sonido se mezcló con la voz del gondolero cuando comenzó a cantar con

una espléndida voz de tenor y rebosante de emoción.

—¿De qué trata su canción? —preguntó ella mientras él tomaba aliento.

—Sobre el amor, signora. ¿De qué más se puede cantar? El hombre y la

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mujer de esta canción no encuentran la forma de estar juntos, así que ella

decide ahogarse en el canal. Es muy trágica y romántica.

—Pero es mucho más romántico vivir —dijo Elizabeth.

—La hermosa Signora tiene razón —dijo él—. Los vivos disfrutan de

placeres que les están negados a los muertos.

Se detuvieron frente al palazzo de Sophia. El gondolero salió de la góndola

y la ató a uno de los postes de colores alegres. Elizabeth salió de la góndola

con tanta certeza como lo había hecho él y luego subió la escalera hacia el

palazzo. Estaba todo encendido y sus luces se derramaban por las

ventanas e iluminaban la noche.

Entró al patio y, mientras ascendía por la escalinata de piedra hacia la

puerta, escuchó un alboroto de conversaciones y risas. Cuando le abrieron

la puerta, escuchó también música de violines.

Al entrar, los invitados voltearon a verla y, con rostros enrarecidos por las

máscaras, mostraron su interés por la recién llegada. Algunos llevaban

medias máscaras, como ella, que les cubrían solamente los ojos, las

mejillas y la frente y otros llevaban máscaras completas. Algunas estaban

hechas especialmente para ajustarse a quienes las llevaban puestas, con

hoyos bien formados para los ojos y la boca y algunas otras estaban

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distorsionadas para que las caras cobraran aspectos extraños y

animalescos. Narices largas respingadas o encorvadas, como picos de aves,

cambiaban la fisonomía y le añadían un toque grotesco a la escena. Ella

procuró encontrar algunas caras familiares, pero o las máscaras

funcionaban muy bien o la gente a la que ella conocía no estaba cerca de

la entrada.

Se deslizó entre la gente para llegar al salón de baile y, a su paso,

provocaba miradas de aprecio de los hombres. Estaba lleno de gente

disfrazada; las faldas completas de las mujeres competían en brillo con las

túnicas de terciopelo de los hombres.

Algunos de los invitados ya estaban bailando, pero Elizabeth no reconocía

ni la música ni los bailes, de modo que supuso que provenían de tiempos

pasados pues la fiesta era para celebrar la gloria de Venecia en siglos

anteriores. Los hombres daban saltos atléticos y levantaban a sus parejas

y les daban vueltas antes de volver a ponerlas sobre el piso. Todos los

invitados se sabían los pasos, así que ella pensó que debían haber

contratado maestros de baile. Ella no conocía la danza y se preguntó si

más tarde habría bailes que ella sí supiera.

Mientras observaba a los otros invitados con la esperanza de reconocer a

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alguien, vio una extraña figura que la observaba por un hueco entre la

multitud. Estaba vestido con colores de hojas muertas y su máscara era de

color crema oscura con toques dorados. No era Darcy, de eso estaba

segura, y le pareció extrañamente convincente. Su máscara estaba

diseñada con un semblante sonriente, pero la sonrisa estaba distorsionada,

de modo que parecía casi malévola. Su mueca tenía algo de regocijo, algo

cruel. Ella quiso mirar a otro lado, pero alguna fuerza incomprensible se lo

impedía. Sólo pudo librarse cuando alguien se interpuso entre ambos.

—¿Me permite el honor? —preguntó el hombre que le había tapado la vista.

Hablaba con una voz fingida, pero era imposible no reconocerlo.

—¿Está seguro de que es aceptable bailar con su esposa? —preguntó ella

en tono juguetón.

La máscara de él también era una media máscara, así que ella pudo

apreciar en él una sonrisa de decepción.

—Me reconoció —dijo él.

—Sí —dijo ella y pensó: lo reconocería en cualquier lado, sin importar

cómo estuviera vestido—. Y usted a mí —añadió.

Él había seguido el tren del pensamiento de ella, pues la vio con mirada

amorosa y dijo:

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—Siempre. Ninguna máscara podría ocultarla de mí. Conozco su presencia,

Lizzy, y nada puede cambiar eso.

Él le ofreció la mano, pero ella dijo:

—No conozco ese baile. Ni siquiera sé cómo se llama. Aunque no creo que

sea tan difícil —añadió con una sonrisa pícara.

—¿No? —preguntó él.

—No. Incluso los salvajes bailan.

Él se rio.

—Esa noche estaba de mal humor. No sé cómo pude haber sido tan

grosero con sir William; después de todo, el pobre hombre sólo estaba

tratando de hacerme sentir bienvenido.

—¡Mientras consideraba a una joven que había sido ignorada por otros

hombres!

—¿Alguna vez mereceré perdón por semejante comentario? Quizás no, no

lo merezco.

—Bueno, creo que, ahora que me ha dado un palacio, es posible que lo

considere —dijo ella juguetona.

—¿Sólo es posible? —preguntó él.

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—Muy bien, si me enseña el baile, puede considerarse absuelto. ¿Es un

baile únicamente veneciano? —preguntó ella mientras él le daba la mano

para llevarla a una esquina tranquila de la pista de baile.

—No, la gallarda se baila en todos lados, o se bailaba, hace mucho tiempo.

Era un baile extraño, lleno de saltos y levantamientos y giros, pero pudo

aprender los pasos observando a los demás y escuchando las indicaciones

de Darcy.

—Y ahora, la levanto —dijo él.

La tomó por la cintura, la levantó y dio una vuelta. Ella sintió el calor de

las manos de él traspasando su vestido y se reclinó sobre él antes de que

él la pusiera de nuevo sobre el suelo.

—Huele maravillosamente —dijo él luego de inhalar profundo.

—¡Así debería ser, estoy usando el perfume más fino de Venecia! —dijo ella.

—No —respondió él con fuerza—, no es el perfume, es usted.

Se habían trasladado a un mundo propio, en el que no tenían ojos para

nadie más; se quedaron envueltos en el olor, la visión y el tacto del otro y

no salieron de ahí sino hasta que acabó la música.

Elizabeth tuvo una honda sensación de pérdida y se esforzó por recobrar el

mundo de los sentidos agudizados. Tomaba a mal el que algunos invitados,

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elogiando la forma en que bailaba Darcy, se lo llevaran a conocer a otros

invitados. Y luego, también ella fue requerida, un caballero la tomó de la

mano y le suplicó que bailara con él. Era un hombre alegre y de buen

ánimo y, para su sorpresa, descubrió que era Giuseppe.

—¡Ah! ¿Pero cómo lo supo? —preguntó él.

—Le reconocí la voz.

—Entonces debo fingirla si no quiero arruinar la sorpresa también para

otros. ¿Ya reconoció a Sophia?

—No —dijo Elizabeth mientras miraba alrededor de la sala de baile—.

¿Está aquí?

—Sí, adivine quién es.

Elizabeth hizo dos intentos incorrectos antes de adivinar, pues Sophia

llevaba máscara completa. La verdad es que Elizabeth le reconoció porque

recordó el vestido como uno de los que había visto en el vestidor de Sophia

el día que habían elegido su ropa para el baile.

—¿Se están divirtiendo? —preguntó Sophia luego de haber cruzado la sala

de baile y llegar hasta donde ellos estaban.

—Sí, mucho —respondió Elizabeth.

—¿Es distinto de los bailes que hacen en su país?

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—Sí, es completamente distinto.

—Ustedes no usan máscaras, ¿cierto?

—No, no las usamos. Pero no sólo son las mascaras —dijo Elizabeth—. La

ropa, los bailes, la música, todo es distinto.

—Ah, sí, ustedes en Inglaterra tienen bailes bastante solemnes —dijo

Alphonse uniéndose a ellos—. Lo sé porque lo he visto; levantan la nariz y

no ven a nadie; luego caminan por la sala de baile en silencio y dan vuelta

cuando llegan al otro extremo.

Elizabeth se rio de la descripción de los bailes ingleses.

—Quizás sea así en los bailes privados, pero es muy diferente en las

reuniones, en donde hay una multitud de bailarines del campo —dijo

ella—. Hay mucha charla y risa, se los aseguro.

—¿Una reunión? Creo que nunca he ido a una reunión.

—Entonces es preciso que vaya —dijo Elizabeth.

—Darcy, ¿alguna vez has ido a una de estas reuniones? —le preguntó

Giuseppe al momento en que llegó con ellos.

—Sí.

—Pero no le gustó en lo absoluto —dijo Elizabeth juguetona.

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Darcy levantó las cejas y los otros exclamaron, pues querían saber más.

—No es para tanto —dijo Darcy.

—Confiéselo —dijo Elizabeth riéndose—, le pareció insufrible.

—¿Cómo es posible si está llena de bailes animados? —preguntó Sophia—.

A mí me suena fascinante.

—Sólo había estado ahí unos días y no conocía a nadie —dijo Darcy.

—Y claro que es imposible conocer a otros en una sala de baile —dijo

Elizabeth.

Giuseppe se rio.

—Me lo imagino perfectamente —dijo y volteó a ver a Darcy—. Darcy, con

la nariz respingada al aire y caminando con grandes zancadas. Tienes

gesto de estar horrorizado, amigo mío, pero así es. Lo he visto —volteó a

ver a Elizabeth—. Se ha casado con un hombre orgulloso, de linaje noble;

así ha sido siempre.

—Pero Elizabeth lo ha hecho más humano. Y ahora, a bailar —dijo

Sophia—. Darcy, sea mi pareja.

—Y la adorable Elizabeth será mi pareja —dijo Alfonse haciendo una

reverencia.

Volvieron a la pista, Elizabeth se sintió ciertamente más cómoda con la

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gallarda y pronto pudo bailarla sin tener que ver a los demás. Era un baile

energético y la sala resonaba con el sonido que producían los caballeros al

aterrizar sobre el suelo luego de saltar y girar.

A ése, siguieron otros bailes igualmente extraños y Elizabeth tenía que

aprenderse los pasos de cada uno de ellos, así que estuvo contenta cuando

fue hora de la cena.

Mientras se dirigía al comedor, sintió una emoción extraña recorrerle el

cuerpo y, casi contra su voluntad, sus ojos voltearon hacia las sombras de

la esquina, en donde volvió a encontrarse con el hombre de la máscara

rara.

—¿Quién es él?—preguntó.

—¿Quién? —preguntó Giuseppe.

Elizabeth volteó para señalárselo, pero se había ido.

—No se preocupe —dijo Giuseppe—, verá quién es cuando llegue el

momento de desenmascararse, después de la cena.

Elizabeth disfrutó de la comida tanto como disfrutó de la compañía. Había

bullicio y buen ánimo y risas. La comida era buena y abundante y el vino

era muy fino. Para los italianos era muy importante pronunciarse respecto

al sabor del vino y discutir sobre los viñedos e incluso sobre el tipo de uvas

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con que estaba hecho.

Todos comieron contentos, aunque fue más difícil para quienes traían

máscaras completas, pues tenían que levantar la esquina de la máscara,

pero tenían que hacerlo con cuidado, para no revelar su identidad. Hubo

muchos intentos por descubrir la identidad de los invitados y, al final de la

cena, hubo un murmullo de emoción, pues pronto sería el momento de

desenmascararse.

Volvieron a pasar a la sala de baile, en donde los músicos tocaron

suavemente para darle música de fondo a las conversaciones y, a la

medianoche, se escuchó un acorde fuerte de los violines. Sophia y

Giuseppe pidieron la atención de todos.

—Han sido todos muy pacientes… —comenzó Sophia, alzando la voz para

que se escuchara por encima del alboroto.

Se escucharon sonidos pidiendo silencio por toda la sala y se acabó el

alboroto.

—Todos han sido muy pacientes —dijo Sophia de nuevo, hablando con

menos volumen ahora que no tenía que sobreponerse al ruido general —,

pero el momento ha llegado. Signore e signori, quítense las máscaras.

Se escuchó un crujido al momento en que todos los invitados se retiraron

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su máscara y se vieron rostros sonrientes y emocionados por doquier.

Hubo gritos de sorpresa, gritos de reconocimiento y muchas voces diciendo

que ya habían adivinado las identidades de los otros, algunas hablaban

con verdad y otras no tanto.

Quienes la rodeaban, felicitaron a Elizabeth y Darcy, que se había

acercado a ella.

—¿Disfrutó su primer baile de máscaras? —preguntó Darcy.

—Sí, mucho —respondió ella—. Quizás podríamos pensar en organizar

algo similar en Pemberley. Sería divertido. Y estoy segura de que a

Georgiana le gustaría.

—Lo que usted quiera —dijo él.

La noche estaba por terminar. Algunos de los invitados comenzaron a

despedirse y les agradecían, a Sophia y a Giuseppe, por una noche

maravillosa y también le agradecían a Elizabeth, ya que el baile había sido

en su honor. Elizabeth y Darcy sumaron sus agradecimientos a los de los

demás y, una vez que se fueron el resto de los invitados, también ellos

bajaron al canal.

No fue sino hasta que Elizabeth estaba subiendo a la góndola, cuando se

percató de que no había visto al desconocido cuando todos se habían

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quitado la máscara; pero se olvidó del asunto tan pronto como se recargó

de espaldas sobre Darcy y sintió su abrazo. El gondolero estaba cantando

cuando comenzó a mover su remo y la barca se deslizó por el Gran Canal,

iluminado por la luz de la luna.

La atmósfera romántica ejerció su encanto: una vez de vuelta en el palazzo,

Darcy escoltó a Elizabeth hasta la puerta de su habitación y le dio un beso

en los labios: no se trataba de una señal de tortura, sino de profunda

añoranza.

—Buenas noches, Lizzy —dijo él suavemente y ella se estremeció luego de

pensar que ya pronto llegaría su momento.

Se desvistió lentamente, pues estaba cansada, y cuando tuvo puesta su

bata de noche, bostezó y se metió en la cama. Apagó la vela, pero se quedó

un rato en un estado como de ensueño, ni dormida ni despierta. Por su

mente pasaban y pasaban las imágenes de la fiesta hasta que, finalmente,

el sonido del correr del agua sobre las piedras la arrulló hasta quedarse

dormida.

Pasó del mundo de la vigilia al del sueño sin ningún impedimento. Las

imágenes de Venecia, la ropa excéntrica, las máscaras extrañas, las calles

estrechas, los canales oscuros, los palacios relucientes y las góndolas

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románticas se arremolinaban en el paisaje de sus sueños. Soñó que estaba

en el baile de máscaras, bailando con Darcy. Luego, la escena cambiaba y

estaba platicando y riéndose con él mientras caminaban por la plaza de

San Marcos. Había gente alrededor de ellos, riéndose y gesticulando con

las manos mientras hablaban en italiano, francés e inglés y los lenguajes

se fundían en un único murmullo. Bandadas de pájaros cruzaban el cielo

revoloteando. El sol brillaba a lo alto y de muy lejos llegaba la canción del

gondolero.

Cruzaban la plaza, daban vuelta en una calle estrecha y salían a una plaza

más pequeña con una fuente. Luego, entraban a otra calle pequeña,

también ruidosa, también alegre; pero algo cambiaba en cuanto entraban.

El bullicio se suspendía, como si lo hubieran cortado con cuchillo, y, en un

abrir y cerrar de ojos, la luz cambiaba del color dorado solar a la dura y

fría luz de la luna. Elizabeth se sintió abrumada por una creciente ola de

pánico y quiso correr. El mundo había dejado de ser un lugar

reconfortante y, ahora, era ominoso. Los edificios se alzaban por encima de

ella como peñascos y la estrechez de la calle la hacía sentir encerrada,

atrapada. Los canales que corrían al lado de la calle habían dejado de

parecerle románticos y se habían tornado oscuros y amenazantes, la

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profundidad de sus aguas ocultaba secretos oscuros y mortíferos.

Ella buscó el brazo de Darcy, pero no lo sintió. Volteó hacia él y vio

horrorizada que se había ido. Corrió calle abajo buscándolo y llamándolo,

pero no hubo respuesta. Continuó corriendo por el laberinto de calles

hasta que supo que se perdería si no daba marcha atrás. Intentó regresar

por el camino que había seguido, pero se dio cuenta de que las calles

habían cambiado y que ella también había cambiado. Ya no estaba vestida

con muselina color azul pálido y, en lugar de ello, ahora estaba

sosteniendo amplias faldas de seda escarlata que flotaban a su alrededor

como fuego líquido.

—¿Darcy? —gritó con miedo, pero su voz sólo fue respondida por la

frialdad del silencio—. ¿Darcy? —gritó de nuevo.

Pero no hubo respuesta.

Y luego, justo cuando más añoraba el sonido de otra voz humana, escuchó

algo. Apenas lo oía, de modo que no distinguía qué era, pero luego

reconoció que era música. Sus notas apenas audibles provenían de algún

lado frente a ella. Eran violines tocando una tonada alegre.

Sonaba extraña en ese lugar oscuro y sombrío, pero ella comenzó a correr

hacia el lugar de donde provenía. Conforme se acercaba, también comenzó

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a escuchar voces, parecían muy lejanas, pero su sonido era inconfundible,

así que las siguió, corrió sobre los puentes y a lo largo de los estrechos

pasajes con sus faldas flotando detrás de ella.

Adelante vio la luz de muchas antorchas. Había personas en la plaza;

estaban vestidas con disfraces luminosos y máscaras amigables. Sintió un

flujo de alivio recorrerle el cuerpo y comenzó a correr más rápidamente

cuando vio a las personas voltear a verla con sorpresa mientras ella

cruzaba el último puente y; en ese momento, desaparecieron. La luces se

apagaron en un abrir y cerrar de ojos; las voces se silenciaron

abruptamente y, de pronto, estaba, sola y con una sensación de horror, en

la plaza vacía.

Se apuró a cruzar la plaza en busca de los parranderos, pero se habían ido.

Se asomó en todas las calles estrechas, con la esperanza de ver alguna

señal de ellos; pero no había nada. Al final de la última calle, vio a un

hombre disfrazado y con una máscara cuyo gesto era una sonrisa

extrañamente distorsionada. Él se volvió para mirarla y, en ese momento,

ella sintió cómo se le iba toda la fuerza; sintió como si su cuerpo estuviera

drenando toda su voluntad y como si su voluntad estuviera flotando fuera

de ella y directamente hacia él.

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Él la llamó con una seña y ella se movió hacia adelante, como un títere sin

control. Ella sintió un breve despertar de su voluntad, que duró mientras

resistían sus últimos vestigios y, por un momento, permaneció inmóvil,

luchando contra la fuerza que la atraía hacia él. Pero luego él volvió a

llamarla con una seña y las piernas de ella comenzaron a moverse por su

propia cuenta.

—No —dijo ella. Y luego, gritó despiadadamente—: ¡No!

De pronto, las calles estaban llenas de gente otra vez. La gente estaba

corriendo enloquecidamente y gritando: «¡Incendio, incendio!»

Se respiraba pánico en el ambiente y el horizonte tenía un resplandor rojo

que se hacía cada vez más brillante y, cuando ella volvió la mirada hacia

arriba, vio que el Palacio Ducal estaba en llamas. Las llamas

perversamente victoriosas lanzaban fuertes latigazos al aire y tronaban y

quemaban todo alrededor de la oscura pesadilla. Ella continuó corriendo

hacia adelante, para ir a ayudar, pero antes de que llegara al palazzo, todo

volvió a cambiar y ella se quedó de pie, perpleja y sin saber por dónde

continuar. Sin el resplandor del fuego, no podía ver nada más que la

oscura silueta de los edificios.

Y luego sintió que los vellos de la piel se le erizaban. Sintió que el horror la

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tomaba presa, pues supo, con toda la certeza de la que era capaz que

había alguien o algo detrás de ella. Estaba detrás de las sombras,

esperando su oportunidad, jugando con ella como un gato con un ratón,

burlándose de ella. Era algo aterrador y, a la vez, glorioso, grandioso y

terrorífico. Y viejo. Ella se sentía muy atraída hacia ello, pero sabía que no

debía acercarse, no debía acercarse, no debía…

Se resistió a su atracción, comenzó a retroceder y gritó.

—¡No!

Sintió que aquello se reía y se hacía más fuerte, de modo que ejercía más

presión sobre ella, doblaba su voluntad.

—¡No! —gritó ella de nuevo.

Se recogió las faldas, se dio vuelta y corrió a lo largo de las calles y los

canales huyendo de la implacable fuerza oscura y maligna.

Continuó; pasó por el Palacio Ducal, y los fantasmas que se aparecían en

sus puentes trataron de agarrarla. Se llevó las manos a las orejas para no

escuchar el lamento de sus suspiros, de sus terribles suspiros.

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó

—Sí —llegó un murmullo en el aire—. Eres mía, eres mi amor, mi novia,

mi sereníssima.

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Ella siguió corriendo; el agua, rezumando y viva, comenzó a crecer a todo

su alrededor, se desbordó por los canales, inundó las calles, iba detrás de

ella, persiguiéndola.

—¡Acque alte! —gritó ella.

—¡Elizabeth!

—¡Acque alte! ¡Acque alte!

—Elizabeth —dijo Darcy de nuevo, sacudiéndola—. Elizabeth, despierte.

Es un sueño, amor mío, es sólo un sueño.

Las aguas lo escucharon y se detuvieron; se retrajeron hacia los canales

como serpientes sumisas. Darcy estaba ahí, a su lado, era un pasaje de

regreso al mundo real. Estaba inclinado hacia ella y la sacudía

suavemente. Su pelo revuelto le caía por los ojos y hasta la tela blanca de

su camisa de noche con pechera plisada. Mientras ella salía del extraño

mundo de los sueños, él la cargó, se dejó caer en una silla y la acunó con

su cuerpo. Ella estaba en su habitación de nuevo; las velas brillaban, el

fuego resplandecía y todo estaba a salvo y en serenidad.

—Shhh —dijo él para calmarla y se quedó abrazándola y envolviéndola con

su calor.

—¡Ah, es usted, es usted! —dijo ella con un suspiro de alivio—. Estaba tan

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asustada… Las calles estaban inundadas, el Palacio Ducal estaba en

llamas y usted se me había perdido. Y yo buscaba y buscaba, pero no

podía encontrarlo en ningún lado.

—Calma, amor mío, no fue nada. Sólo fue un sueño.

Ella lo abrazó por el cuello y recargó su mejilla sobre el hombro de él. Su

corazón comenzó a tranquilizarse y a normalizar su ritmo.

Sobaba su mejilla contra la suave tela de la camisa de noche de él y

suspiró varias veces antes de que el resto del sueño fluyera fuera de ella

por completo. Luego, volteó a verlo y le sorprendió ver que estaba

angustiado.

—¿Qué pasa? —preguntó ella mientras acariciaba su mejilla con el dorso

de su mano.

Ahora que estaba a salvo y que el sueño se había desvanecido, se sintió

una tonta por haberse asustado tanto.

—Nada —respondió él. Le besó la mano y luego le dio vuelta y le besó la

palma y luego, la muñeca—. Es sólo que estoy sorprendido, eso es todo.

¿Cómo supo sobre las inundaciones? ¿Y cómo supo que los venecianos las

llamaron acque alte?

—No lo sé —dijo ella—, alguien debió habérmelo dicho; quizás Giuseppe —

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pero ella misma sabía que no había tenido ninguna conversación al

respecto.

—¿Y el fuego? ¿Cómo supo que el Palacio Ducal se incendió?

—No lo sabía. Pensé que sólo era mi sueño. ¿De verdad se quemó?

—Sí, hace mucho tiempo. Hace siglos.

—Entonces alguien debió habérmelo dicho, o quizás lo leí en algún lado.

—Sí, quizás —dijo él, pero su ánimo permaneció sombrío.

—No fue nada, amor mío —dijo, y ahora era ella quien lo reconfortaba—.

Una pesadilla, eso es todo.

—Claro —dijo él con una sonrisa distante.

Pero la abrazó y no la soltó.

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Capítulo 10

Transcrito por Karina27 y Susana

Corregido por Mary Ann♥

la mañana siguiente hubo un cambio en el clima. La luz solar

del verano había desaparecido y en su lugar había una

neblina brumosa, espectral. Cuando Elizabeth salió a su

balcón, no vio el glorioso cielo azul y los resplandecientes colores del final

del verano, sino el miasma blanco y fantasmal del otoño, que envolvía los

palacios y los puentes como una enredadera asfixiante. Las góndolas se

vislumbraban por entre la niebla como espectros y aparecían y

desaparecían debajo de ella con un aire sepulcral, y el doloroso tañido de

la campana del Campanile parecía muy distante.

Durante el desayuno, tanto Elizabeth como Darcy estuvieron deprimidos y

no comieron en el patio, como lo habían hecho hasta entonces, sino en el

comedor, una habitación imponente y formal decorada con frescos clásicos.

Darcy comió poco y, en cuanto terminó, se retiró para ir a una cita que

tenía para que le hicieran unas botas. En cualquier otro momento,

Elizabeth hubiera mostrado interés, pero estaba pensando en la cita que

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tenía con Sophia en el Venezia Trionfante con un mal presentimiento.

Habían acordado encontrarse ahí para platicar sobre el baile pero, con

semejante niebla, ella no tenía ningún interés de salir. Se consoló

pensando en que quizás la niebla se desvanecería para cuando llegara el

momento de salir, pero no fue así.

Muy a su pesar, Elizabeth se puso la caperuza, la capucha y los guantes y

salió del palazzo con Annie. El patio parecía triste y melancólico por la

falta del sol y, por primera vez, ella se dio cuenta de que los escalones se

estaban desmoronando y que había lama verde sobre la plataforma de

abordaje. Se quedó debajo del peristilo, pues pensó que la góndola no

estaba y no se dio cuenta de que la góndola estaba ahí, en su lugar

habitual, sino hasta que el gondolero la llamó. Ella tomó su mano y se

alegró de que la ayudara. Ahora que la plataforma estaba resbalosa por la

humedad y la góndola oscurecida por la niebla, no le pareció cosa fácil

abordar la frágil nave. Se sentó y se reclinó sobre los cojines, pero estaban

húmedos y fríos, así que volvió a erguirse. Volteó a ver a Annie y ambas,

con el rostro abatido, se ajustaron sus caperuzas y miraron la niebla

adelante.

—¿A dónde va, signora? —preguntó el gondolero

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—Al Venezia Trionfante —respondió ella.

—¿Venezia Trionfante? —preguntó él con el ceño fruncido—. No conozco

ese lugar.

Se escuchó un grito por entre la niebla cuando otro gondolero lanzó un

grito de advertencia y unos segundos después, apareció otra barca.

—¡Hey, Carlo! ¿Dónde está el Venezia Trionfante? —gritó su gondolero.

Hablaba en italiano, pero Elizabeth descubrió con gusto que podía

entenderlo.

—¿El Venezia...? No conozco tal lugar —respondió el otro gondolero,

recargándose sobre su remo para pensar.

—Es un café —dijo Elizabeth.

—¡Un café! —gritó su gondolero.

—No hay ningún café con ese nombre en Ven... ¡Ah, se refiere al Florian!

Desde hace muchos, muchos años no se llama Venezia Trionfante, creo

que sólo se llamó así cuando lo abrieron, y eso fue hace ochenta años.

Estos ingleses, están locos, no saben nada.

—¡Ah, sí, el Florian; está en la plaza de San Marcos! —gritó el gondolero de

Elizabeth; le agradeció a su compañero y emprendieron de nuevo la

partida por entre la arremolinada neblina y hacia las aguas ocultas más

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allá.

Los edificios aparecían frente a ellos cada vez que la niebla se desvanecía

por unos segundos, pero en lugar de ver los colores cálidos y las

espléndidas proporciones; Elizabeth veía las esquinas desmoronadas y los

ladrillos expuestos en las partes en las que se había caído el yeso. El

recubrimiento dorado estaba resquebrajado y se veía poco elegante bajo la

luz opaca. También el agua parecía más oscura, más sucia y llena de

secretos sombríos.

La niebla seguía igual de densa para cuando llegó a la plaza de San

Marcos. La gran basílica estaba oculta y también el alto Campanile. No

veía el Florian por ningún lado; recorrió cubriéndole la cara hasta que por

fin lo encontró.

Entró y se sintió reconfortada por la compañía de Annie, pues la gente la

miraba con hostilidad y ella se sentía incómoda y fuera de lugar. Cuando

se dio cuenta de que Sophia no estaba ahí, se sintió aún peor y decidió

quedarse de pie junto a la puerta un momento para determinar qué hacer.

Los clientes continuaban mirándola, algunos con miradas de evaluación,

otros con sospecha y los meseros la escudriñaban inexpresivos. Hubiera

querido que hubiera alguna mujer, porque no había ni una y, aunque

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Sophia le había dicho que las mujeres eran bienvenidas en el café, todos

eran hombres.

—Esperaremos un poco —le dijo a Annie, al tiempo que tomaba asiento en

mesa un tanto alejada del resto—. Estoy segura de que Sophia llegará

pronto. Me temo que llegamos temprano.

El mesero llegó y Elizabeth pidió café.

En Inglaterra hubiera disfrutado de mirar a las personas que estaban

sentadas platicando o de mirar la vida pasar, pero algunos de los que

estaban en el café tenían aspecto peligroso y ella mantenía la vista baja,

sin querer ver a nadie a los ojos. Miraba su café y lo revolvía con la

cuchara de plata. Y luego, por fin escuchó llegar a Sophia. Se sintió

aliviada, levantó la mirada y vio que los meseros y muchos de los clientes

la saludaban con calidez y, de pronto, el café cobró aspecto más alegre.

—Ah, Elizabeth, siento haberla hecho esperar, me retrasé —dijo Sophia—.

María y yo fuimos a ver a los enfermos y moribundos para socorrerlos y la

niebla nos retrasó durante el regreso. Esta mañana nada se ha movido con

rapidez en Venecia, ni la gente en las calles, ni las góndolas en los canales;

todo es pesadez y duda, y con razón, pues un paso mal dado puede

acarrear una desgracia con semejante clima y la ciudad tan llena de

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canales. Es el cambio de estación. En el verano tenemos sol, y este año

duró bastante, pero ahora, hoy, ya es otoño y la niebla ha descendido

como una cubierta sobre nosotros.

—¿Es común la niebla aquí? —preguntó Elizabeth.

—Sin duda, y el invierno es peor: tenemos nieve. El viento frío desciende

de la montaña y los canales se congelan. Pero no importa, estamos en el

Trionfante, ¿qué nos importan la niebla o el hielo o la nieve? Espero que

no haya tenido problema para encontrarlo.

—Al principio sí; mi gondolero tuvo que preguntar dónde estaba el

Trionfante. No sabía en dónde encontrarlo hasta que se percató de que

ahora se llama Florian —respondió Elizabeth.

Sophia hizo una pausa.

—¡Ah, sí, Florian; claro! Florian fue el dueño hace muchos años y el café se

conoce con ese nombre, lo olvidé. Es un lugar encantador, ¿no es cierto?

—Sssssí —dijo Elizabeth.

—¿No le gusta? Ah, lo veo en sus ojos, tiene miedo de algunas de las

personas que están aquí. Parecen murmurar para ocultarse, ¿cierto?

—Sí, parece que están conspirando —dijo Elizabeth con una sonrisa para

mostrarle que sabía que semejante pensamiento era ridículo.

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Pero Sophia tomó sus comentarios con toda seriedad.

—Sí, están conspirando: quieren ponerle fin a la intervención francesa;

quieren que Venecia vuelva a lo que era antes. ¿Pero cómo podemos

recuperar lo que se ha ido? —preguntó ella sombríamente.

Elizabeth tenía la sensación de que estaba hablando de algo más personal

que el destino de Venecia y no interrumpió sus pensamientos con una

respuesta; de hecho, estaba segura de que Sophia no estaba esperándola.

—La gloria se ha terminado —continuó Sophia, mirando alrededor del

café—. Los buenos días se han ido. No hay lugar en el mundo para

nosotros —dijo y volvió repentinamente la mirada hacia Elizabeth—. A

menos de que volvamos a tomarlo, y eso derramaría mucha sangre. Hay

quienes lo harían, pero yo amo a los seres humanos y no puedo acabar

con sus vidas, ni siquiera para restaurar lo que se perdió. Y sin esa

crueldad, la gloria se desvanece y la fuerza se pierde.

El ánimo de Elizabeth, que de por sí era sombrío, decayó aún más. Algo

oscuro acechaba debajo del recubrimiento dorado de la ciudad, y Venecia

había perdido su atractivo. No sabía bien cómo o cuándo había sucedido,

pero ahora, en lugar de belleza, veía sólo decadencia. Y también Sophia,

que había lucido tan iluminada la noche anterior, ahora parecía agotada y

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su conversación, macabra.

Al percibir algo del decaimiento de Elizabeth, Sophia se esforzó por aligerar

la conversación y comenzó a hablar sobre el baile.

—Usted fue un éxito total anoche. Por todos lados se hablaba de «la novia

inglesa». Nosotros, los italianos, somos apasionados del romance, y su

matrimonio con Darcy es justo el tipo de cosas que nos gustan: dos

personas que se juntan, a pesar del gran abismo que los separa, por el

amor que triunfa sobre todo lo demás. Es algo que no sucede con

frecuencia y, cuando sucede, lo celebramos, sin importar lo duro que

pueda ser el futuro. Todos mencionaron el vestido que usó, lo buen que le

quedaba y los sorprendidos que estaban cuando se quitó la máscara.

Elizabeth hizo un gran esfuerzo para responder, pero no logró retomar su

entusiasmo ni por Venecia ni por el baile, y estuvo agradecida cuando

tanto ella como Sophia se terminaron el café, pues era momento de

despedirse. Elizabeth y Annie volvieron al palazzo Darcy con el mismo

ánimo con el que habían salido.

La niebla se había dispersado un poco para cuando llegaron, pero las

nubes todavía estaban bajas y había poca luz. Elizabeth subió la escalera

de piedra del patio y, al entrar al enorme recibidor, vio que también Darcy

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ya había vuelto de su cita matinal.

—¿Se divirtió? —preguntó él mientras ella entraba—. ¿Sophia charló

mucho sobre el baile?

—Sí, charló mucho —dijo Elizabeth, haciendo caso omiso de la primera

pregunta.

Ella pensó en lo distinto que era hablar del baile con Sophia en lugar de

platicar sobre los bailes en Meryton con Jane y Charlotte. En Inglaterra

hubiera sido placentero revivir casa instante, bueno o malo, y aquí sólo

había sido fatigoso.

Mientras se quitaba la caperuza, Elizabeth volvió a sentirse lejos de casa.

Los paisajes que tanto la habían deleitado apenas unas cuantas semanas

antes, ahora eran inquietantemente ajenos y sólo pudo mostrar un poco de

entusiasmo cuando Darcy le recordó que irían a una conversazione esa

noche.

—¿Se siente usted enferma? —preguntó él mirándola con intriga—. No

tenemos que ir si se siente mal.

—No, desde luego que no, estoy perfectamente bien. Estoy un poco

cansada, eso es todo. Descansaré durante el mediodía y estoy segura que

luego estaré de mejor ánimo para divertirme.

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Pero no fue así. Había algo opresivo en el ambiente de la conversazione y el

aire estaba viciado. Con un clima más cálido, las ventanas hubieran

estado abiertas, pero ahora que el clima había cambiado, las ventanas

estaban firmemente cerradas y el bullicio le taladraba los oídos. Vio a

Giuseppe, quien le hizo una reverencia desde donde estaba, y vio también

a Sophia y a Alfonse, pero había muchas personas a las que no conocía. El

sólo pensar en conocer a tanta más gente nueva la intimidaba y, por

primera vez en su viaje de bodas, Elizabeth deseó estar en su habitación

con las cortinas cerradas. Se retiró a una esquina, en donde Darcy pronto

la encontró. De inmediato se dio cuenta de que estaba pálida. Y cundo ella

confesó que tenía dolor de cabeza, él dijo:

—Hace calor aquí. Le voy a traer algo de tomar.

Lo observó abrirse paso entre la gente mientras ella se acomodaba

grácilmente sobre un sofá. Por casualidad, uno de los caballeros miró en

dirección a donde ella estaba y se acerco de inmediato.

—Discúlpeme, signorina, pero me parece que no se encuentra bien.

¿Necesita que le traiga algo?

Ella logró dibujar una especie de sonrisa en su rostro y se esforzó por

hablar alegremente.

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—No, gracias, estoy perfectamente, se lo aseguro.

—No parece. Creo que está abrumada por el calor. Permítame traerle algo

refrescante.

—Es muy amable de su parte, pero no es necesario; mi esposo ya fue a

traerme una bebida.

—¿Su esposo? Ah, le suplico me perdone, signora, me toma por sorpresa.

Semejante hermosura no debería estar casada, debería ser tan libre como

el viento para inspirar a todos los hombres con su belleza.

Elizabeth se rio.

—¿Se divierte en lugar de sentirse halagada? —preguntó él sorprendió,

pero luego bajó las cejas y sonrió—. ¡Pero, claro, es usted inglesa! Son de

lo más prosaicas y para nada románticas.

—Le aseguro que somos muy románticas, con el hombre correcto.

—¿Y su esposo es el hombre correcto? Él es mil veces afortunado.

—Debe conocerlo —dijo Elizabeth viendo que Darcy se acercaba a ellos—.

Darcy, este caballero se dio cuenta de que yo estaba indispuesta y fue lo

suficientemente amable como para ofrecerse a traerme algo refrescante.

Tomó la bebida que Darcy le había traído y se la bebió con sorbos cortos.

—¿Darcy? —preguntó el caballero sorprendido—. ¿El Darcy de Pemberley,

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en Derbyshire, Inglaterra?

Su acento hacía que los nombres tan conocidos sonaran raros y exóticos y

Elizabeth pensó si su país le resultaría tan exótico a los venecianos como

esa ciudad le resultaba a ella.

—Sí —respondió Darcy.

No parecía sorprendido de que incluso aquí su nombre resultara conocido

entre los desconocidos.

—Pero qué maravilla. Nunca creí que lo conocería y ya ve. Pues tenemos

amigos en común, su primo, el coronel Fitzwilliam y yo nos conocemos

desde hace muchos años. Permítame presentarme, soy el principe Ficenzi.

Elizabeth no sabía cómo debía responder a la presentación, no sabía si

debía hacer alguna reverencia especial en reconocimiento de su titulo, pero

el propio príncipe le salvó de su ignorancia al decirle:

—No, se lo suplico, no se levante; es preciso que se recupere.

Felicitó a Elizabeth por su nuevo estatus de esposa y le dijo que el coronel

Fitzwilliam le había mencionado la boda, y felicitó a Darcy por su hermosa

esposa. Luego habló amenamente sobre la ocasión en la que había

conocido al coronel Fitzwilliam.

—Fue cerca de mi casa, más al sur de Italia, cerca de Roma. Es un lugar

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hermoso, mejor que Venecia, creo, aunque no se lo diría a ninguno de mis

amigos de aquí. Tenemos la hermosura del mar, pero también otras cosas.

Hay agua, que la tienen mis amigos de Venecia, pero también colinas y

montañas, que no tienen mis amigos de Venecia. Tenemos senderos en la

campiña... ¡Ah! —interrumpió su conversación al ver la reacción de

Elizabeth— ¿Le gustan las caminatas por el campo?

— Sí.

En ese momento, el pensamiento de una caminata en la campiña le

pareció extraordinario y extrañó aún más su casa.

—Entonces, les suplico que me visiten —dijo él—. Tengo una villa allá y

ahora todo está muy hermoso. Mi jardín es uno de los mejores de Italia.

Las estaciones son más amables con nosotros, cerca de Roma, que con

Venecia. No tenemos vientos tan fríos ni niebla, ni la nieve del invierno.

Nuestras flores todavía están floreciendo y llenan el aire con su aroma; no

como aquí, en donde el aire no es tan bueno. Los canales son intrigantes,

pero el olor no siempre es de lo mejor —dijo, haciendo una cara cómica—.

Creo que les gustará el campo. Es magnífico y... ¿cómo dicen los ingleses?

Hogareño.

No podía haber dicho nada más calculado para atraer a Elizabeth.

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—Me enteraría ir, ¿sí...? —dijo ella y volteó a ver Darcy.

—Entonces está hecho —dijo el príncipe con una reverencia galante—;

pues, ¿quién puede negársele a una dama?

Por lo menos, Darcy no; así que pronto se hicieron los arreglos para el

viaje.

Elizabeth no supo si fue la bebida refrescante o la sola idea de dejar

Venecia, pero su dolor de cabeza simplemente había desaparecido cuando

el príncipe los dejó para ir a reunirse con los demás invitados, y ella se dio

cuenta de que ya se sentía mejor para tomar parte en las conversaciones y

mostrar interés en la vida de los demás invitados, lo que le hubiera sido

imposible media hora antes.

* * * * *

El palazzo estuvo lleno del alboroto propio de los preparativos previos a la

partida. La habitación de Elizabeth estaba llena de cajas y mientras Annie

empacaba la ropa, Elizabeth reunió su papel, tinta y pluma y las puso

dentro de su escritorio de viaje. Abajo, Darcy se aseguraba de que los

preparativos para el viaje se estuvieran llevando a cabo a su entera

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satisfacción y, por fin, estuvieron listos para partir. Al abordar la góndola

por última vez, Elizabeth pensó en lo contenta que había estado al llegar,

pero también en lo contenta que estaba de partir.

El carro de los Darcy había sido enviado a Italia por mar y los estaba

esperando fuera de la ciudad. El verlo fue muy gratificante para Elizabeth.

Ahí estaba, con su exterior negro pulido, sus faroles encendidos y sus

cuatro caballos. Cuando vio a los caballos, se percató de lo mucho que los

había extrañado. Los caballos eran parte de su vida diaria en Hertfordshire,

a pesar de que ella eligiera no montar. Se usaban para arrastrar los arados

en las granjas, sus amigos y vecinos los montaban para llevar a cabo sus

rutinas diarias o los usaban para jalar sus carruajes y los oficiales

mostraban orgullosos el paso de sus animales. En Venecia no había visto

ni uno sólo y había extrañado verlos, olerlos y escuchar tanto sus

conocidos resoplidos como el reconfortante sonido de sus patas sobre los

caminos.

En cuanto cargaron las cajas, Darcy ayudó a Elizabeth a entrar. Ella se

acomodó gustosa en el asiento con vista al frente, inhaló el reconfortante

olor de la piel y miró todos los detalles conocidos, desde la seda de las

persianas de las ventanillas hasta los aros de las correas colgantes, con el

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placer de quien se reencuentra con viejos amigos.

El conductor chasqueó a los caballos y el carro comenzó a moverse en

dirección al sur. Detrás de él, comenzaron a moverse también el carro

donde venían el criado de Darcy, Annie y muchas cajas y el resto de la

comitiva. Poco a poco, el clima fue volviéndose más cálido y la vista desde

la ventanilla era la de una campiña suave y ondulada. Luego de ver tantos

edificios, plazas, calles y canales, qué bien le caía esta vista a Elizabeth.

Los olivos y los árboles de cítricos, algunos de ellos con las últimas frutas

sobre sus ramas, eran el recordatorio de un ritmo de vida más pausado, y

el panorama era más amplio y distante. El horizonte ya no estaba a unos

cuantos metros de ella, sino a kilómetros de distancia, pasando por acres

de onduladas colinas y valles.

—Supongo que ha estado en Roma antes —dijo Elizabeth.

Su ánimo se había mejorado desde que salieron de Venecia y también

Darcy parecía estar de buen humor.

—Sí.

—¿Hay algún lugar al que no haya ido? —preguntó ella en tono juguetón.

—A China —respondió y luego añadió—, todavía.

—Quizás vayamos un día —dijo ella.

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—¿Le gustaría?

—Creo que, por el momento, estoy bien con Europa. Tiene suficientes

cosas nuevas que ver, quizás incluso demasiadas. Me alegra estar en el

campo otra vez.

—¿Le gustaría cabalgar? —preguntó él.

La yegua de Elizabeth había hecho el viaje con el carro Darcy y ahora

estaba trotando detrás de ellos junto al propio caballo de Darcy.

—Sí, creo que me gustaría.

Darcy tocó en el techo del carruaje y comenzaron a descender la velocidad

hasta detenerse por completo.

—Debí haberme puesto mi traje —dijo Elizabeth mientras él la ayudaba a

salir.

—Aquí no hay nadie que la vea, sólo yo, y yo no puedo criticar su

apariencia —dijo él con una sonrisa.

Las riendas de su yegua estaban apersogadas en la parte trasera del carro,

al igual que las del caballo de Darcy; él la ayudó a montarse y luego montó

él. El coche emprendió su marcha de nuevo y ellos a su lado, cabalgando

dentro del camino cuando estaba bordeado por muros y sobre el campo

cuando podían, disfrutando de la frescura del viento.

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Cabalgaron intermitentemente durante su viaje al sur: volvían al carruaje

cuando Elizabeth estaba cansada o cuando la lluvia hacía desagradable la

cabalgata y estaban cada vez más cerca de Roma. Pasaron un bosque de

pinos que llenaba el aire con un aroma limpio y dulce y más allá del

bosque pudieron ver el mar Mediterráneo. Sus aguas eran de un azul

radiante y cambiaban de tono en donde se volvían más profundas y donde

se encontraban con el horizonte celeste.

Al conductor le habían dado instrucciones para llegar a la villa, pero aun

así, tuvo que detenerse varias veces para pedir referencias.

El príncipe la llamaba villa y Elizabeth no sabía si se encontrarían con la

pequeña residencia de un caballero o con una gran propiedad. Por fin la

vieron en la distancia, tenía tres pisos, pero daba la impresión de ser un

edificio bajo porque era muy extensa. Era una construcción simétrica, con

ventanas altas en forma de arco y balcones que adornaban la fachada.

Cuando pasaron la entrada principal se encontraron con elegantes

jardines. A cada lado del impresionante camino había arriates de flores

dispuestos en rectángulos y cuadrados, bordeados con cercas bajas y

cubiertos de flores que florecían tan profusamente como si fuera agosto y

no noviembre. En conjunto, la vista era un aluvión de colores rosa, rojo y

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naranja, con un fondo salpicado de verde.

Los arriates de flores estaban divididos con senderos de grava para pasear

y había fuentes en donde los senderos se entrecruzaban. Estaban

adornadas con estatuas de figuras míticas, sirenas, grifos y sátiros, que

arrojaban agua al aire. Las caras de las estatuas estaban mirando hacia

arriba, de dónde salía el chorro de agua, y parecían observarlo justo

mientras colgaba en su exuberante ápice antes de descender como una

lluvia de diamantes brillantes que centelleaban y destellaban por la luz del

sol.

—Nunca pensé que existiera algo así —dijo Elizabeth mientras bajaba la

ventanilla para ver mejor—. En noviembre del año pasado estaba viendo la

lluvia en Hertfordshire y ahora, estoy aquí, en medio de toda esta belleza, y

en la misma temporada del año.

Darcy sonrió plenamente. Era evidente la alegría que le provocaba el

deleite de ella y esa alegría llenaba el carruaje con su energía, como los

efectos posteriores de una tormenta de rayos.

Y de hecho, Elizabeth se sentía como si hubiera sobrevivido a una

tormenta. Los sueños oscuros se habían quedado atrás y unas cuantas

semanas de diversión despreocupada en la villa eran justo lo que

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necesitaba.

Las ruedas del carruaje crujían sobre el camino de grava que los llevaba

cada vez más cerca de la villa. Cuando Elizabeth logró apartar su mirada

de los jardines, prestó atención a la villa. La entrada estaba en el primer

piso y se accedía a ella por medio de dos escalinatas, una que subía desde

el este y otra desde el oeste, y se encontraban en una terraza en el medio.

El carruaje se detuvo y lacayos en librea se desbordaron escalera abajo

para formar una avenida viviente de color púrpura y dorado, por la cual

apareció el príncipe. Estaba vestido con telas de oro y se veía cómodo entre

todos los esplendores de su casa; les dio una cálida bienvenida, sin

ostentaciones, y los condujo arriba por la escalinata oriental hacia la

puerta principal.

Cuando llegaron a la terraza, Elizabeth vio que el techo estaba sostenido

por columnas de mármol, entrelazadas por sirenas esculpidas y recordó su

primera visita a Rosings, con sus muchos esplendores; pero Rosings

parecía palidecer ante esta villa, y entonces imaginó la opinión que la villa

le merecería al señor Collins. Se lo imaginó caminando adelante de ella

hablándole sobre el peso de las columnas, el tamaño de las esculturas, el

número de ventanas y haciendo un recuento de lo que debía haber costado

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el encristalado.

—Algo la ha hecho sonreír —dijo el príncipe.

—No, no es nada; bueno sí. Tengo una amiga casada con un hombre al

que le impresionan las casas grandes. Y simplemente estaba imaginando

cómo reaccionaría ante su villa.

—Ah, sí, también tenemos ese tipo de personas en Italia. ¿Usted no está

impresionada?

—Sí, lo estoy —dijo Elizabeth mirando a su alrededor mientras entraban al

recibidor y admirando los frescos, las estatuas de mármol y las pinturas—.

Es una casa verdaderamente extraordinaria y muy hermosa.

—Pero usted no la admira tan verbalmente como su amigo; ni tan

obsequiosamente.

Había buen humor en su voz.

—No —admitió ella y pensó: sería imposible.

—Además, usted también tiene una casa hermosa. Me han dicho que

Pemberley es muy elegante.

—Sí, lo es —dijo Elizabeth y miró a Darcy—, y está llena de recuerdos.

—¿Tan pronto? ¿Cómo puede ser?, pensé que estaban en su viaje de bodas.

Aunque, claro, deben haberla visitado antes de su boda, desde luego.

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—Elizabeth iba con sus tíos —dijo Darcy—, no muy seguido pero son días

que jamás vamos a olvidar.

Elizabeth le sonrió y compartieron un momento privado mientras

recordaron la ocasión en que se habían encontrado ahí inesperadamente.

Había sido un momento lleno de incomodidad y vergüenza pero,

justamente por ello, exquisito y lleno de nerviosismo y esperanza.

—Les suplico que disfruten de la villa tanto como si fuera su propia casa

—dijo el príncipe—. Hay una biblioteca y una sala de música y pueden

hacer uso de ellas siempre que lo deseen. Encontraran mucha compañía

en la villa; tengo muchos invitados y creo que les resultarán agradables y

divertidos. También van a encontrarse con más ingleses aquí, al igual que

con gente de toda Europa e incluso de más lejos.

Luego de haberlos hechos sentir enteramente bienvenidos, los dejó con el

ama de llaves, quien inclinó la cabeza respetuosamente ante ellos y luego

los condujo a su departamento. Las habitaciones eran elegantes y frescas,

con muebles de mármol y enormes espejos de adorno en todas las paredes.

Elizabeth vio que su vestido estaba desacomodado, así que se lo arregló

antes de volver a bajar.

Se encontró con los otros invitados, con Darcy y con el príncipe en el

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jardín. Había pasado el calor del día y había una brisa refrescante que

hacía que caminar fuera un deleite.

Muy pronto, Elizabeth se sintió como en casa. El príncipe le dio una copa

de vino que tomó de la charola de uno de los lacayos que recorrían la

propiedad con bebidas refrescantes y la presentó con una serie de

invitados ingleses, varios de los cuales conocían Hertfordshire. Para su

sorpresa, uno de ellos, sir Edward Bartholomew, conocía a sir William

Lucas, pues les habían conferido el título al mismo tiempo.

—Lo recuerdo bien —dijo él—. Estas piernas se arrodillaron frente al Rey,

y estos hombros sintieron el contacto de su espada cuando me nombró sir

Edward Bartholomew. El momento en que me invistieron con mi insignia

ha sido el mayor orgullo en mi vida. Yo no era más que un humilde

tendero hasta el momento en que recibí el nombramiento de caballero,

señora Darcy, nunca creí elevarme a semejante altura.

—Pero todos lo sabíamos —dijo su esposa con lealtad y, volteando hacia

Elizabeth dijo—; sir Edward ha hecho una gran contribución a nuestro

distrito, y su alcaldía fue ejemplar. Todo el mundo opinaba lo mismo.

Sir Edward sonrió con modestia y dijo que no había sido nada y añadió:

—Sir William Lucas siente lo mismo que yo, que es un honor servir a

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nuestra nación y que se nos recompensa ampliamente con este

reconocimiento a nuestro servicio. Espero que su familia esté bien, ¿cómo

están su esposa y sus encantadoras hijas?

—Los conocimos en Londres —explicó la señora Bartholomew—, o por lo

menos, a los hijos más grandes. Los otros no estaban, porque eran

demasiado pequeños para comprender el honor que se le confería a su

padre.

—Sí, todos están bien —respondió Elizabeth, luego de darle un sorbo a su

vino—. La mayor de sus hijas, Charlotte, está casada. Se casó con un

conocido mío, un tal señor Collins, que es pastor en Kent.

Lady Bartholomew pareció sorprendida, pero pronto ocultó su sorpresa y

dijo:

—Me da mucho gusto saberlo. Era una joven sensata y agradable. Espero

que no se haya establecido lejos de su casa.

—Mi esposo cree que es una distancia corta, pero a mí no me lo parece,

pues está a unos ochenta kilómetros —dijo Elizabeth.

—Un poco más de medio día de viaje si hay buenos caminos —dijo Darcy.

—¡Ay, cómo añoro los buenos caminos! —dijo otra mujer inglesa, la señora

Prestin—. Tenemos la impresión de que todos nuestros viajes han sido

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traqueteados desde que salimos de Inglaterra.

Los otros invitados se unieron a la conversación, los franceses e italianos

declararon que viajar era más fácil en sus países que en ningún otro lado y

uno, un tal monsieur Repar, afirmó con buen humor que su carruaje se

había volcado tres veces durante su viaje por Inglaterra.

—Es bueno escucharla reír —dijo el príncipe acercándose a Elizabeth—.

Sabía que le agradaría mi casa. Me honra tenerla aquí, y a su esposo; me

agradan mucho los ingleses y cualquier amigo del coronel Fitzwilliam es

bienvenido aquí.

Elizabeth sintió que su ánimo revivía en el aire suave y cálido. Ella y Darcy

aprovecharon una pausa en la conversación para alejarse de los otros

invitados y caminar solos por los jardines, en donde la blancura de los

enarenados contrarrestaba con el color escarlata de las flores y con el azul

del mar.

—¿Contenta? —preguntó Darcy.

—Sí, mucho —respondió Lizzy tomándolo del brazo.

—Cuando estábamos en Venecia pensé que quería irse a casa.

—Sí, así fue, pero ahora me siento mejor. No creo que volvamos a venir tan

lejos otra vez, así que aprovechemos mientras estemos aquí.

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Elizabeth intentó dejar su copa en la charola de uno de los lacayos que

pasó al lado de ellos, pero en el último momento, el lacayo se dio la vuelta

y la copa cayó al suelo y se rompió. Elizabeth soltó una exclamación de

disgusto y se agachó a recoger la copa antes de que alguno de los otros

invitados la pisara

—¡No! —le gritó Darcy, que se había agachado al mismo tiempo que ella,

con una rapidez inexplicable. Le agarró la mano, e intentó impedírselo,

pero al hacerlo, uno de los dedos de ella se pinchó con la punta del cristal

roto y de la herida brotó un chorro de sangre color escarlata luminoso. Ella

sintió que una energía terrible emanaba de él y lo vio temblando—. ¡Vaya

inmediatamente adentro! —dijo él mientras se ponía de pie y se alejaba de

ella—. Que su doncella le atienda la herida. ¡Ya!

—No es nada —dijo ella perpleja mientras se reincorporaba —Sólo

permítame usar su pañuelo, eso es todo lo que necesito.

—Venga —le dijo lady Bartholomew, que había visto el accidente y se había

acercado a ayudar—. Su esposo tiene razón. En este clima caliente,

cualquier herida, sin importar lo pequeño que sea puede infectarse —y en

una voz más queda, le dijo—: Casi siempre pasa esto, muchos caballeros

no toleran ver sangre; por lo general son muy delicados. Agrade a su

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esposo en esto, no querrá parecer débil frente a los otros invitados.

Elizabeth le permitió a la señora Bartholomew guiarla, pero cuando entró a

la villa, sintió una sensación de agitación e intranquilidad, la mirada en los

ojos de Darcy no había sido delicada, había sido voraz.

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Capítulo 11

Transcrito por Skye

Corregido por Mary Ann♥

i queridísima Jane:

Ahora estamos en el sur de Italia, cerca de Roma, y el

clima es tan cálido que hoy ni siquiera tuve que usar mi

chal para salir. Tú, supongo, estás envuelta en tu pelliza y

caperuza. Aquí los días son largos y se pasan lentamente. Hay bailes

improvisados casi todas las noches, y si no estamos bailando, estamos

jugando cartas o backgammon y, si no, entonces tocamos el piano y

cantamos. Durante el día, caminamos por los jardines. Justamente estoy por

salir a jugar una partida de croquet.

¡Me estoy volviendo una experta!

Darcy sigue siendo un enigma. Cuando me mira, unas veces tengo una

fuerte sensación de expectativa, pero otras, me lleno de una inquietud

inexplicable. Quisiera poder hablar contigo y, sin embargo, no deseo volver a

casa. Todavía no me he cansado de Italia. Y, por ahora, adieu.

M

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El juego de croquet estaba por comenzar cuando Elizabeth se unió al resto

de su grupo en los prados detrás de la villa. Sir Edward y lady

Bartholomew estaban ahí, al igual que monsieur Repar, la señora Prestin y

Darcy, cuya mirada seguía siendo voraz.

—¡Ahí está, señora Darcy! Llega justo a tiempo para darnos cuerda —dijo

sir Edward con jovialidad.

Elizabeth hizo su tiro y pasó la pelota limpiamente por en medio del aro. A

ella le siguieron lady Bartholomew y la señora Prestin. Los caballeros

elogiaron sus tiros y luego hicieron los suyos. Había una rivalidad

amigable entre sir Edward y monsieur Repar, quien sonrió ampliamente

cuando sir Edward hizo un mal tiro, pero sólo para recibir lo mismo de

parte de su contrincante cuando él mismo hizo un tiro demasiado abierto y

provocó una risa amigable en sir Edward.

Darcy jugó bien, pero fue lady Bartholomew quien los superó. Todos los

tiros que hizo fueron limpios: la pelota iba a donde tenía que llegar, no

demasiado lejos, sino sólo lo suficiente y navegaba por entre los aros

rodando suavemente sobre el pasto.

Estaba a punto de hacer su último tiro, lo que la haría ganar el juego,

cuando, de la nada, aparecieron nubes en el cielo y se hizo presente una

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tormenta. El día se oscureció y la luz se volvió morada. La única nube que

había, pasó de ser un ligero bollo luminoso a una masa oscura e hinchada

que pulsaba como si fuera un moretón vivo.

—Pobre hombre, no le tocó ver el lugar en su mejor momento —dijo sir

Edward al ver que un carro se detenía frente a la entrada de la villa y

arrojaba a un nuevo visitante—. Difícilmente se ve nada con esta luz.

Lady Bartholomew hizo su último tiro y ganó el juego justo a tiempo, pues

un fuerte viento sacudió los vestidos de las damas a la altura de sus

tobillos y luego comenzó a llover. Todos corrieron hacia adentro, pero para

cuando llegaron al recibidor a refugiarse, ya estaban empapados. El grupo

se dispersó; los caballeros acordaron que, una vez estuvieran secos, se

reunirían a jugar una partida de billar y las damas anunciaron su

intención de escribir cartas y de ocuparse en sus propias habitaciones.

Cuando Elizabeth estuvo lista, decidió retirarse a la biblioteca, en donde

esperaba encontrar algo en inglés que pudiera leer con el propósito de

pasar el tiempo mientras llegaba la hora de la cena. Había visitado la

biblioteca poco después de haber llegado a la villa y era impresionante. Era

muy grande, tenía techos altos y estaba llena de libros. Pero hoy, a pesar

de las ventanas altas, era muy difícil ver, pues afuera estaba casi tan

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oscuro como si fuera de noche, tanto, que era casi indispensable una vela;

pero prefirió no encender velas, pues consideraba que era demasiado

temprano para hacerlo.

Los libros estaban encuadernados en piel y tenían un exquisito trabajo de

labrado sobre sus pastas. Los títulos y los nombres de los autores estaban

escritos en inscripciones doradas y con caligrafía florida. Elizabeth pensó

en la biblioteca de Longbourn, con sus libros desgastados por el uso, y

pensó en cuánto le agradaría a su padre la colección del príncipe.

Mientras se paseaba por la habitación, inclinó la cabeza para leer mejor los

títulos, a pesar de que la mayoría estaban en italiano y eran

incomprensibles para ella. Pero por aquí y por allá reconocía algunos libros

ingleses: Tom Jones, Robinson Crusoe y las obras de Shakespeare.

Se sintió curiosamente atraída hacia una esquina, en donde había mayor

densidad de libros y un libro en particular le llamó la atención.

Lo sacó y lo miró. Estaba encuadernado en piel vieja de color rojo profundo

y con caligrafía dorada, pero había sido hojeado tantas veces, que su

cubierta comenzaba a escamarse; pero, de cualquier forma, se podía ver el

título: Civitates Orbis Terrarum.

Al abrir el libro, vio que había sido publicado en 1572, en Colonia, y que se

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trataba de un libro de grabados. Contenía mapas, perspectivas y vistas

aéreas de varias ciudades del mundo. También aparecían personas en los

grabados, estaban ataviadas a la moda del siglo XVI: las mujeres con

vestidos largos flotando hacia dentro de los carruajes detrás de ellas y los

hombres con capas cortas.

Era fascinante ver las vistas de varias ciudades en tiempos pasados y,

conforme daba vuelta a las páginas, se dio cuenta de que había imágenes

de lugares que conocía. Inmediatamente reconoció las imágenes de

Venecia, que mostraban San Marcos y el Palacio Ducal; y al ver esta

última, se sintió sobrecogida por el miedo, pues el Palacio Ducal estaba en

llamas. Era el fuego que había visto en su sueño, y si ya entonces la había

asustado, ahora se asustó tanto que quiso soltar el libro, pero de alguna

manera, el libro parecía estar atorado entre sus dedos y ella se sentía

obligada a ver la imagen.

«Debo haber visto este grabado antes, en algún lado, y debe ser por eso

que vi esa imagen en mi sueño. Debe ser un recuerdo».

Pero estaba segura de que no había visto ese libro antes y de que, aunque

ya lo hubiera visto, el libro no podía ser la fuente de la imagen de su sueño,

pues la vista en el Civitates presentaba la imagen del palacio ardiente

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desde el canal, y en su sueño ella lo había visto desde el otro lado.

«No lo soñé», pensó Elizabeth horrorizada, «estuve ahí, en el pasado».

Tiró el libro, los dedos se le habían entumecido y simplemente lo dejó caer.

Y, a pesar del enorme valor y la antigüedad del libro, Elizabeth no sintió

más que un ligero alivio cuando vio que el libro no cayó al suelo, sino que

aterrizó sobre otras manos, las de uno de los invitados del príncipe que

había entrado a la biblioteca y había impedido que el libro se azotara

contra el suelo.

—Señorita —dijo él preocupado—, está tan blanca como los fantasmas.

¿Se siente mal?

Ella volteó a verlo y le costó trabajo distinguir los rasgos de su rostro, pues

parecía eterno: no tenía arrugas, pero daba la sensación de ser muy viejo y

tenía una expresión comprensiva y, a la vez, diabólica. El hombre flotaba

alrededor de ella en una especie de burla silenciosa y su comportamiento

era completamente contrario a sus palabras, de modo que ella se sintió

muy extraña.

—Tenga —dijo él al tiempo que le ofreció su brazo.

Ella no respondió, sólo lo miraba. Entonces él tomó el brazo de ella y lo

pasó por sobre su propio brazo diciéndole:

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—Permítame acompañarla a un asiento.

Cuando él la tocó, ella sintió que su voluntad se alteraba: fluía en

dirección a él y se fundía con la suya mientras se desplazaban hacia uno

de los asientos junto a la ventana. Estaba hechizada por él, sentía su

cuerpo ligero y etéreo y sus pensamientos sin nada de claridad, como si su

mente estuviera llena de niebla.

Y luego se sintió aún más extraña cuando la biblioteca comenzó a

distorsionarse y a cambiar cual si se tratara de un cuadro mojado por la

lluvia: el tapiz verde comenzó a derretirse y a escurrirse por las paredes

mientras un color ocre oscuro descendía en grandes gotas para

remplazarlo. También las cortinas estaban cambiando, su terciopelo verde

oscuro se deslavó y fue sustituido por ríos de seda dorada. Aparecieron

imágenes y desaparecieron los espejos y, sobre el suelo, las patas de las

consolas comenzaron a estrecharse y de sus superficies fluía el mármol;

los floreros fueron remplazados por piezas de porcelana y relojes de bronce.

La alfombra cedía el paso a tarimas pulidas y el ambiente se llenó con el

sonido de risas sobrenaturales. Él la tenía apresada en sus brazos y

bailaba con ella al son de un vals por todo el salón, mientras le

murmuraba frases en un lenguaje ininteligible.

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—No me siento muy bien —dijo Elizabeth; su corazón latía de forma

extraña y su mente intentaba asirse a la realidad.

—¿No? —preguntó él—. A mí me parece que usted está muy bien.

Caras desconocidas la miraban fijamente, pues también el salón se había

llenado de gente que reía, charlaba y la examinaba por entre los orificios

de sus máscaras.

Elizabeth se llevó la mano a la cabeza, pues la sentía palpitar, y luego,

entre toda esa confusión, escuchó una voz conocida; era Darcy.

—No es nada, no tema; la dama no se siente bien, eso es todo y yo estoy

cuidando de ella. Por favor, no se detenga por nosotros —dijo el caballero

dirigiéndose a Darcy.

Elizabeth quería decirle: «No, no quiero que me cuide, quiero estar con mi

esposo». Pero no emitió ni una sola palabra.

Entonces miró a Darcy con ojos suplicantes y le pareció que estaba

inmensamente lejos de él y como si lo estuviera mirando a través de un

vidrio que distorsionaba su imagen. Pero las palabras de él fueron claras.

—Ella no apetece su compañía —le dijo al hombre.

—¿No? Pero yo sí la apetezco.

«Apetezco la suya», pensó Elizabeth. «Debió haber dicho “Apetezco la suya”».

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—Déjela ir —dijo Darcy en tono amenazante.

—¿Por qué? —preguntó el caballero.

—Porque es mía —respondió Darcy.

No fue sino hasta entonces que el caballero volvió su mirada hacia Darcy y

lo mismo hicieron los ojos de Elizabeth.

Y en ese momento, vio algo que hizo que su corazón retumbara sobre su

caja torácica y se colapso. Presenció algo tan impactante y tan terrorífico

que el suelo subió hasta ella al tiempo que todo se fundió en oscuridad.

* * * * *

Cuando volvió en sí, estaba en su cama y su doncella le estaba refrescando

la frente con una esponja mojada en agua fresca y aromatizada.

—¿Qué pasó? ¿En dónde estoy? —preguntó Elizabeth, mirando alrededor

de la habitación sin reconocerla.

—Está a salvo, señora, está en su propia habitación en la villa del príncipe.

Se desmayó, eso es todo —dijo Annie.

—Pero nunca me desmayo —dijo Elizabeth esforzándose por levantarse.

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—Recuéstese —dijo Annie al tiempo que la detuvo por el hombro con

presión suave pero firme.

Elizabeth, al ver que la habitación empezaba a dar vueltas, no tuvo más

alternativa que obedecer. Al recostarse, se dio cuenta de que llevaba

puesto el mismo vestido, pero que le habían aflojado el corsé para que no

le constriñera la respiración y trató de recordar exactamente lo que había

sucedido: estaban jugando al croquet, cayó una tormenta, se fue a la

biblioteca y luego… No se acordaba de nada más.

—Fue el clima —dijo Annie—. Cuando las nubes se hincharon, el aire se

volvió sofocante. Es una suerte que nadie más se haya desmayado.

—Sí, supongo que sí —dijo Elizabeth—. Sólo que estoy segura de que algo

pasó…

Se esforzó por traer a su memoria el recuerdo, pero se había ido.

Esperó hasta sentirse un poco más recuperada; luego, volvió a tratar de

incorporarse y consiguió sentarse. Si bien la habitación había dejado de

dar vueltas, todavía le costaba trabajo respirar libremente y al mirar

afuera por la ventana descubrió por qué. El cielo estaba oscuro y las nubes

bajas, de modo que atrapaban el calor como una manta. El paisaje se veía

extraño debajo de ese cielo oscuro, los colores parecían transformados y la

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luz innatural.

Annie seguía enjuagándole la frente, pero el agua, que al principio estaba

fresca, ahora estaba desagradablemente tibia, así que, irritada, Elizabeth

le empujó la mano para que dejara de hacerlo.

—Voy a buscar agua fresca —dijo Annie.

Salió y cuando la puerta se cerró detrás de ella, Elizabeth se sentó a la

orilla de la cama y se columpió las piernas. Permaneció así durante unos

minutos con el propósito de asegurarse de que ya no se sentía débil; luego,

se puso de pie y caminó alrededor de la habitación, pero estaba muy

intranquila y no lograba calmarse. Cuando la puerta volvió a abrirse,

Elizabeth estaba por pedirle a Annie que se retirara, pero al volver la vista,

vio que no era ella sino Darcy, con una expresión atormentada en el rostro.

Levantó la mano en dirección a él, con la intención de recibir consuelo y

seguridad cuando él le tomara la mano, pero él no respondió a su gesto y

tampoco hizo ningún ademan de entrar en la habitación. Simplemente se

quedó en la puerta mirándola.

—¿No se acuerda, verdad? —le preguntó.

—¿Acordarme de qué? —preguntó ella deteniendo su incesante andar.

—¿No se acuerda de lo que sucedió?

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—No —respondió ella—. Pero Annie me dijo que me desmaye por el calor.

—El calor.

Su voz sonaba rara y Elizabeth se sintió muy lejos de él, a pesar de que no

había más de tres o cuatro metros de distancia entre ellos. Todos los

incidentes que habían complicado y perturbado las últimas semanas,

además de la nostalgia de estar tan apartada de su ambiente familiar y el

pesar de la desavenencia con Darcy, y es que era imposible seguir

pretendiendo que no había desavenencias entre ellos, así como la

conmoción y el llanto que todo lo anterior le provocaba, amenazaron con

ocasionarle una recaída. Dejó caer la mano y se sentó a la orilla de la cama.

Se había repetido mil veces a sí misma que sólo era cuestión de tiempo

antes de que las cosas estuvieran bien entre ellos. Había inventado

innumerables razones para justificar el hecho de que él no fuera a su

habitación, pero ya no podía continuar engañándose. Él simplemente no

quería estar con ella.

Había confundido sus sentimientos y ahora era preciso que enfrentaran

las consecuencias.

—¿Todavía se siente mal? —le preguntó mirándola con preocupación.

—Sí.

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—Elizabeth, fue una mañana desagradable, pero…

—No tiene nada que ver con la mañana —dijo ella—. Tiene que ver con

nosotros. Nunca debimos casarnos.

Él se quedó pasmado.

—He tratado de hacerme creer usted no me busca porque me está dando

tiempo para adaptarme a nuestra nueva vida juntos y que ya pronto lo

hará, pero no puedo seguir engañándome. Ahora sé que nunca debimos

habernos casado. No me voy a quedar aquí para avergonzarlo y para

afligirme aún más —pensó el Longbourn y una oleada de melancolía la

anegó. Hubiera querido estar entre su gente—. En cuanto me sienta lo

suficientemente bien, voy a hacer mis maletas y me iré de regreso a

Inglaterra.

—No, no puede irse, se lo prohíbo —dijo él y entró con grandes pasos a la

habitación, pero antes de llegar hasta donde ella estaba se detuvo. Su

rostro estaba desgarrado por el dolor.

—No hay nada que hacer —dijo ella—. Esto no es un matrimonio. No soy

su esposa.

Darcy palideció; era evidente que estaba procurando contener una

emoción demasiado fuerte para mantener la compostura; pero le fue

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imposible y, presa de la conmoción, dijo:

—No puedo tocarla, hay cosas de mí que usted desconoce…

—¡Entonces dígamelas! —gritó ella mientras saltaba fuera de la cama—.

Eso es lo que hacen los hombres y las mujeres cuando están enamorados:

hablarse. Comparten sus pensamientos y sentimientos; comparten sus

problemas; comparten sus secretos; comparten todo —ella se detuvo y

suspiró, esforzándose por dominar su abrumadora emoción y luego de una

pausa, un poco más tranquila, continuó—: ¿No va a decirme qué es lo que

le preocupa? Estamos casados, Darcy. Hicimos un juramento para

amarnos en los buenos tiempos y en los malos, en la riqueza y en la

pobreza, en la enfermedad o en la salud. Esas palabras significan algo:

significan que estamos juntos incluso en los momentos más difíciles y que

compartimos nuestros problemas al igual que nuestras alegrías. No hay

nada que no podamos enfrentar juntos.

Él seguía pálido.

—No puedo compartir esto con usted —dijo él.

—¿Por qué no? ¿No confía en mí? —le preguntó.

—No es eso.

—Entonces, ¿qué es? —gritó ella.

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Él sacudió la cabeza como si lo estuvieran acicateando más allá de lo que

podía soportar y dijo:

—Es por su propio bien.

—¿Cómo puede ser por mi propio bien? —gritó ella sorprendida—.

Cualquiera que sea su secreto, no puede ser peor que el dolor que siento

en este momento.

Él se sobresaltó, pero luego soltó un grito y dijo:

—Si se lo digo, entonces no hay marcha atrás. Una vez que lo sepa no

podrá hacer de cuenta que no lo sabe; y va a ser demasiado tarde cuando

decida que era más feliz antes de saberlo.

—Pues si no me lo dice, no tenemos ninguna esperanza de que esto

funcione —dijo ella dejando caer sus hombros.

—No diga eso.

—¿Qué más se puede decir?

La expresión de él sufrió un ligero cambio y ella pensó que lo estaba

convenciendo. Así que, de nuevo, extendió la mano hacia él, que estuvo a

punto de tomarle la mano, extendió los dedos en dirección a ella, pero

luego los retractó.

—¡No puedo! Pero tampoco puedo seguir así —dijo él en agonía—. Tengo

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que pensar.

Y caminó con grandes pasos hacia la puerta.

Ella tuvo la horrible sensación de que si lo dejaba ir no volvería a verlo.

—¡Darcy! —gritó, pero era demasiado tarde, él ya se había ido.

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Capítulo 12

Transcrito por Darkiel

Corregido por patite cour

ronto Annie regreso con un tazón de agua fresca y volvió a

refrescar con una esponja la frente de Elizabeth. Pero ella no

sentía nada más que el vacío de su propio corazón. Cuando

Annie terminó, Elizabeth se puso de pie y fue al escritorio para terminar la

carta que había empezado para Jane.

Ya no puedo seguir ocultándote el verdadero estado de las cosas, pues ya

también es imposible ocultármelo a mí misma. Mi esposo no me ama. Me he

esforzado por creer que no es así, pero no puedo seguir negándolo. Cuando

me casé con mi querido Darcy, nunca pensé que regresaría sola a casa unos

meses después de mi boda, pero ya no veo otra alternativa. No puedo estar

con él, pues me rechaza constantemente. No sé qué le voy a decir a papá, y

con mamá será incluso peor. Pienso que la única forma de ganarme su

afecto es siendo la señora de Pemberley y sin ello, creo que no me querrá de

nuevo en casa. Temo sus exhortaciones constantes, pero contigo, mi querida

P

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Jane, sé que contigo habrá consuelo. Te visitaré todos los días en

Netherfield. O, bueno, no todos los días, para darles a ti y a Bingley tiempo

para estar a solas. Qué maravilloso debe ser que tu esposo te ame.

Escríbeme, Jane, no he recibido ni una sola carta desde que salí de

Inglaterra y, aunque quizás ya no me encuentre aquí, sería una bendición

para mí recibirla. Escuchar el sonido de tu voz, aunque sea por escrito, me

resultaría enormemente reconfortante. Y de verdad necesito sentirme

reconfortada. ¿Cómo voy a vivir sin él? ¿Y será posible siquiera que lo

intente? Es un escándalo que una mujer casada deje a su esposo y, sin

embargo, seguir viviendo con él es algo que rebasa mis fuerzas. Necesito

amor, consuelo y buenos consejos y anhelo estar en casa, en donde tú y mi

tía Gardiner me ayudarán.

Tu hermana que te quiere,

Elizabeth.

Cuando terminó la carta, se la entregó a Annie y le dijo:

—Entrégasela de inmediato a uno de los lacayos, quiero asegurarme de

que se envíe hoy mismo.

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—Muy bien —dijo Annie.

Elizabeth miró por la ventana y vio que el clima había mejorado. Después

de la tormenta, el cielo se había aclarado. Desde la ventana entró una

brisa fresca que la hizo querer salir a dar un paseo. Había un grupo de

gente cerca de la puerta, charlando y riéndose, pero más allá, cerca de la

ventana francesa que conducía hacia fuera de la sala de estar, no había

nadie. Y como no tenía ánimo de estar en compañía, decidió salir de la

villa por ahí.

La sala de estar tenía una opulencia que le resultaba atractiva y repulsiva

a la vez. Los espejos recubiertos de oro, las mesas de mármol y las sillas

damasquinadas eran hermosas, pero desalmadas. Estaban en perfecto

estado, sin señales de uso o de antigüedad, a diferencia de los muebles de

Longbourn que estaban raspados y desgastados por los años de uso de la

vida familiar. Había algo innatural respecto a la villa, como si hubiera sido

preservada artificialmente, atrapada en el tiempo sin poder envejecer.

Parecía un museo más que un hogar.

Sintió unas suaves pisadas detrás de ella y el corazón de Elizabeth dio un

salto, pero se trataba del príncipe. Su cercanía la asombró, pues no había

percibido su presencia y, a pesar de que estaba cerca de un espejo y de

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que eso le daba una buena visión de la puerta, en ningún momento había

visto su reflejo.

Volteó hacia él y lo vio haciéndole una reverencia. El príncipe era guapo y

cortés, y estaba vestido con las mejores ropas, pero ella anhelaba estar

cerca de sus amigos y de su familia, cerca de la gente a la que conocía de

toda la vida, porque, por amable que fuera, el príncipe era un perfecto

desconocido para ella.

—Me dicen que se encuentra usted mal —dijo él preocupado—. Lo lamento

mucho. Tanta belleza no debería nunca estar afligida. Espero que aquí

encuentre todo lo que necesita.

—Sí, gracias, todo está bien.

—¿Y se siente mejor? —le preguntó y la miró fijamente—. Discúlpeme,

pero todavía parece estar bastante pálida.

—Estoy mucho mejor, gracias.

—Es el calor; es hermoso, sin duda, pero a veces es abrumador. En el

jardín hay brisa fresca que le va a caer muy bien. ¿Quiere salir a caminar

conmigo? No iremos bajo el rayo del sol, caminaremos por los senderos

sombreados y descansaremos, si así lo quiere, en la casa de campo.

Elizabeth todavía se sentía algo inestable al estar de pie, así que pensando

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en que quizás podría necesitar de su brazo como apoyo, le dijo:

—Sí, gracias.

Salieron por las puertas francesas y hacia el jardín. Pronto estuvieron de

camino sobre una avenida en la parte trasera de la casa, en donde la

sombra de los árboles altos hacía más agradable la caminata, y la brisa

era refrescante, como ella lo había esperado. El príncipe parecía percibir el

ánimo de Elizabeth, pues no le requería su compañía. Él le hablaba con

gentileza de las vistas y, cada tanto, se detenía a mostrarle alguna vista

agradable, pero no esperaba que ella le respondiera y eso la ayudó a

comenzar a relajarse.

A medio camino se encontraron con una fuente y Elizabeth, que ya tenía

necesidad de descansar, se sentó sobre el borde.

Él se sentó a su lado y la miró con gentileza mientras le tomaba la mano.

—Creo que hay algo que la está haciendo infeliz. Y no se moleste en

negarlo, porque puedo verlo. En la sociedad inglesa no siempre es de buen

gusto hablar sobre los asuntos del corazón, pero aquí en Italia es distinto.

Aquí no tiene a nadie de su confianza, pero yo soy un caballero con

experiencia y usted es una joven dama muy lejos de casa, así que espero

que confíe en mí como anfitrión y como amigo también —su voz era sueva

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y reconfortante y la sentía como un bálsamo para su espíritu afligido—. Es

Darcy, ¿verdad? —le preguntó.

—Sí —dijo ella con renuencia; pero entonces no pudo aguantar más y las

palabras salieron en un torrente que brotaba de ella como agua contenida

durante mucho tiempo desbordándose por la presa—. No sé qué le ha

pasado, qué nos ha pasado. Pensé que estábamos enamorados… sí

estábamos enamorados… Cuando recién nos comprometimos, acordamos

que seríamos la pareja más feliz del mundo —dijo ella y sonrió al recordar.

Luego, su sonrisa se desdibujó—. Pero en cuanto nos casamos, todo

cambió.

—¿Cuándo se dio cuenta del cambio en él? —preguntó con gentileza el

príncipe.

—Es difícil saberlo —dijo ella y puso su mano bajo el chorro de la fuente

para que el agua fresca se resbalara entre sus dedos—. Aunque no, quizás

no. Comenzó el día de la boda. Fue justo después de la ceremonia. Íbamos

de regreso a casa después de la iglesia y, en un momento dado, vi su

rostro reflejado en la ventanilla del carruaje y vi que tenía una expresión

de tormento. Pero creí que me lo había imaginado y dejé de pensar en ello.

Ahora estoy segura de que fue ahí donde comenzó. Entonces supuse que

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habría leído algo que lo había perturbado, pero ahora creo debe haber sido

otra cosa.

—Ah —dijo él e hizo una pausa para pensar—. ¿Su relación comenzó como

amor a primera vista? —le preguntó.

—No, en lo absoluto —ella respondió—. De hecho, cuando nos conocimos,

nos desagradamos.

—Yo creo que usted no puede desagradarle a nadie —dijo el príncipe.

—Bueno, quizás no le desagradé, porque no me conocía y hubiera sido

difícil que tuviera alguna opinión respecto a mí o, más bien, respecto a mi

carácter; pero no le parecía adecuada para bailar conmigo: «apenas

aceptable» —dijo Elizabeth riéndose, pero su risa se desvaneció en cuanto

pensó que quizás él había vuelto a adoptar esa primera opinión.

—Y eso a usted la intrigó, ¿no es cierto? Lo sintió como un reto y procuró

ganarse su favor. Ya veo cómo fue. Él es un hombre rico y poderoso y a

usted no le gustó que él la descartara, así que se dispuso a cautivarle y a

ganarse su favor.

—Muy por el contrario —dijo Elizabeth—. Yo no tenía ningún interés en él

y mucho menos en querer cautivarlo, porque él no significaba nada para

mí.

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—Es un hombre con muchas propiedades y excelentes ingresos, ¿cómo me

dice que no significaba nada para usted? —dijo el príncipe sorprendido.

—No era mi amigo, ni mi vecino y en cuento al hecho de que tiene muchas

propiedades y excelentes ingresos, ¿qué con eso? —dijo Elizabeth—.

¿Cómo puede eso importar si viene acompañado de rudeza, arrogancia y

desdén por los sentimientos de los otros?

—Y ¿se lo dijo, le dijo que era rudo y arrogante y desdeñoso? —preguntó el

príncipe.

—Sí —aceptó Elizabeth con una sonrisa triste.

—Ya veo —dijo él y se quedó pensativo.

Elizabeth le lanzó una mirada interrogativa.

—¿Qué ve? —le preguntó.

—Veo cómo sucedió —dijo él y la miró con compasión—. Así es con

algunos hombres. No quieren una conquista fácil; quieren un reto. El reto

es difícil de encontrar para hombres como Darcy, porque las mujeres lo

buscan; lo elogian, lo halagan, se le arrojan. Sonríe porque lo ha visto, ¿no?

—Sí —dijo Elizabeth—. Había una mujer en Inglaterra, la hermana de su

mejor amigo; siempre estaba intentando llamar su atención y ganar su

aprobación, y también en París había mujeres así.

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—Pero usted es diferente. Usted no se fascinó por su nombre o su fortuna,

usted exigía algo más de él, una prueba de su dignidad de hombre. Y eso

despertó su interés. Hay hombres así. Y una vez que una mujer atrapa su

interés, las procuran con pasión y dedicación; hacen lo que sea por

ganársela, hacen amistad con sus amigos y familiares, se ofrecen a

ayudar… ¡ah, se sorprende!

—Darcy ayudó a mi hermana —dijo Elizabeth—. E hizo amistad con mis

tíos, a pesar de que al principio también a ellos los había catalogado como

gente por debajo de su interés.

—Así es como procede un hombre determinado. No se detiene ante nada

para conseguir a la mujer que quiere; pero cuando la tiene, ¿qué le digo?

—y se encogió de hombros—. Es la persecución lo que cuenta. Esos

hombres son cazadores, predadores; para ellos es un reto conseguirla, y el

éxito de su empresa los revitaliza. Pero cuando la tienen, cuando han

atrapado a la presa, el interés decae hasta que finalmente desaparecer por

completo.

Elizabeth quitó la mano del chorro y la recargó sobre la piedra caliente del

borde de la fuente.

—¿Y eso es lo que usted cree que le pasó a Darcy?

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—No se me ocurre otra razón por la cual esté descuidándola.

—Él dice que hay una razón, pero que no puede decírmela.

—Ah —dijo el príncipe.

Y su expresión dijo más que mil palabras.

—¿Usted cree que si tuviera una razón me la diría? —preguntó ella.

—No creo nada.

—Quizás no, pero yo sí.

Él la miró compasivo.

—Usted es muy joven —dijo él—. Usted es una novicia en estos asuntos. Él

ha lastimado a una inocente y eso estuvo mal hecho.

—No tenía intención de lastimarme.

—¿No? —dijo incrédulo y añadió—: Bueno, quizás usted tenga razón; pero

de cualquier forma la lastimó, y si se queda con él, volverá a hacerlo.

¿Quiere tomar mi consejo?

—Quizás —dijo ella siendo cautelosa.

—Entonces le aconsejo que se vaya de aquí cuanto antes. No está sola;

tiene amigos y familiares que se preocupan por usted; vaya con ellos.

Vuelva a Inglaterra. Dígale a Darcy que se equivocó. Si él se entera de que

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usted es verdaderamente infeliz a su lado, la dejará ir. Y usted volverá a

vivir, volverá a amar…

—¡No!

—Ah —dijo el príncipe con delicadeza—. Bueno, quizás no, pero ¿quién

sabe? Usted es muy joven y el tiempo lo cura todo. Pero sea lo que se que

aguarda el futuro, una cosa es segura: no hay nada para usted aquí, solo

infelicidad, rechazo y pérdida.

—Lo sé —admitió ella.

Era la misma conclusión a la que había llegado ella misma hacía menos de

una hora y con el consejo del príncipe en el mismo sentido, no había nada

que le levantara el ánimo.

—Es difícil, lo sé, pero es para mejor —dijo él—. Una vez que logre romper

con esto, podrá comenzar a vivir de nuevo.

Ella pensó en lo agradable que sería quedarse sentada en la fuente por

siempre. La idea de tener que moverse, aunque fuera un solo paso, era

demasiado pesada, peor aún el tener que llegar de nuevo a la villa y dar la

orden de que se empacaran sus cosas y lidiar con los mil y un arreglos que

tenía que atender a su regreso a Inglaterra. Pero sabía que debía hacerlo.

Se puso de pie con gran esfuerzo; sacudió la mano, enviando así gotas de

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agua que brillaban en el aire y mientras movía la mano su anillo de bodas

reflejó la luz. Era un símbolo de todas sus esperanzas y sus sueños, pero

ahora parecía burlarse de ella y, no obstante, no lograba decidirse a

quitárselo.

El sonido de pasos crujiendo sobre la grava la sacó de su arrobo y cuando

levantó la mirada vio que Annie iba hacia ella con paso apresurado.

—Señora —dijo Annie sin aliento.

—¿Qué pasa? —dijo Elizabeth.

—Sí, ¿por qué molestas a tu señora? —preguntó el príncipe al tiempo que

se puso de pie y puso una mano protectora sobre el hombro de Elizabeth—.

¿Es algo urgente?

Annie parecía extrañada y dijo:

—No, en realidad no.

—Entonces no fastidies a tu señora ahora —dijo el príncipe.

Annie vaciló, luego inclinó la cabeza y se volteó para regresar a la villa,

pero se volvió de nuevo hacia Elizabeth y dijo:

—Solo vine a decirle que ya terminé de bastillar los pañuelos nuevos que

me pidió, señora, y los puse en su valija.

—Gracias —dijo Elizabeth abstraída.

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El príncipe despidió a Annie con un gesto autoritario de la mano y Annie

se retiró, pero Elizabeth siguió abstraída.

—Hágalo ya —dijo el príncipe—. No va a encontrar la fuerza si se espera, y

aquí no hay nada para usted más que pesares. Hágalo mientras su esposo

está fuera: salió a cabalgar. Escríbale una nota y yo me encargaré de que

la reciba. Mi carro está a su disposición y enviaré un aviso por adelantado

a los mesones a lo largo del camino para que la estén esperando cuando

llegue, y también enviaré un mensajero con usted para que haga todos los

arreglos que sean necesarios durante su viaje y para que le haga guardia.

—Es muy amable de su parte.

—No es nada —dijo él—. No podría hacer nada menos por una hermosura

afligida. Sea fuerte, se recuperará. Usted cree que no, pero unas cuantas

semanas en el calor de su familia serán muy buenas para sanar su herida.

—Sí —dijo ella—, mi familia.

Pensó en Jane y en su tía Gardiner y anheló estar en casa.

—Solo necesita hacerse cargo de que empaqueten sus cosas, lo demás

puede dejármelo a mí —dijo él.

El príncipe la escoltó de regreso a la villa, hablándole con gentileza de

asuntos insignificantes hasta que llegaron a la puerta.

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Cuando estuvo en su habitación, Elizabeth tocó la campana para llamar a

Annie y se sentó a escribir una nota para Darcy. No fluían las palabras,

pero al final, logró decir lo que tenía que decir.

Mi querido Darcy:

No puedo quedarme aquí más tiempo. No lo estoy haciendo feliz y el abismo

que existe entre nosotros ha destruido toda mi paz y alegría. Me voy a casa,

a Longbourn. El príncipe ha sido muy amable dejándome usar su carruaje y

va a enviar a un mensajero conmigo para que me ayude a hacer más fácil el

viaje. Espero que encuentre lo que está buscando. Ahora sé que no soy yo.

Elizabeth.

Volvió a tocar la campana para llamar a Annie, pero al ver que su doncella

no llegaba, bajó a buscar al príncipe. Lo encontró en la sala de música con

sus otros invitados. Elizabeth pensó en lo extraño que era que continuaran

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con la fiesta como si nada hubiera sucedido. Sir Edward y lady

Bartholomew tan francos y alegres, monsieur Repar y la señorita Prestin y

todos los demás invitados. Para ellos era un día como cualquier otro.

Tan pronto como el príncipe la vio, se escabulló y dejó a sus invitados

cantando y charlando para encontrarse con Elizabeth junto a la puerta.

Tomó la nota, le prometió asegurarse de que Darcy la recibiera y le dijo

que el carruaje estaba listo.

—Enviaré a uno de los lacayos arriba para que cargue sus cajas —le dijo.

—Todavía no están empacadas —dijo Elizabeth y añadió con un toque de

buen humor—, parece que extravié a mi doncella.

—Ah, lo ve, se ha quitado un peso de encima. Una decisión tomada, sin

importar lo difícil que sea nos libera del peso de la indecisión y, vaya que

la indecisión pesa. Ya está más alegre. Es bueno verla sonreír, aunque sea

por un instante —dijo él con jovialidad—. Pero ahora debemos encontrar a

su doncella.

Llamó a uno de los lacayos y le pidió que fuera al recibidor de la

servidumbre a buscar a la doncella de la señora Darcy.

El lacayo se incomodó.

—¿Qué pasa? —le preguntó el príncipe.

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El lacayo dijo algo en italiano y aunque Elizabeth no entendió todas sus

palabras, logró captar que recién había ido al recibidor de la servidumbre y

que Annie no estaba ahí. El lacayo tenía aspecto de tener más información

pero de no estar segura de que fuera prudente decirla.

—¿Qué más sabes? ¡Dilo! —exigió el príncipe.

El lacayo, un poco inseguro, dijo que Annie era amiga de uno de los

jardineros, que el jardinero tenía la tarde libre y que él mismo los había

visto de camino al bosque.

—¡Ah! —dijo el príncipe con una sonrisa burlona—. ¡Amore! Está muy mal

de su parte, desde luego, pero ¿qué le vamos a hacer? —luego, miró a

Elizabeth—. Enviaré a una de mis doncellas para que la ayude y la

acompañe al mesón más cercano y, en cuanto vuelva, le enviaré a la

signorina Annie —y al lacayo le dijo—: Encárgate de todo. —El lacayo hizo

una reverencia mientras se retiraba y el príncipe le dijo a Elizabeth—:

Lamento que tenga este inconveniente.

—No importa, por lo menos el amor de alguien sí está prosperando. Solo

me apena tener que llevármela justo ahora.

—Ya volverán —dijo el príncipe—. Sepa que las puertas de esta casa están

siempre abiertas para usted y espero que, la próxima vez que venga a Italia,

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traiga a su encantadora familia. Todos ustedes serán bienvenidos aquí.

¿Cree que le guste a su madre?

—Estoy segura de que sí —dijo Elizabeth, y volvió a sonreír mientras pensó

en su madre exclamando de admiración ante los muebles y luego

intentando persuadir a todos los caballeros en la villa de que Kitty o Mary

serían unas encantadoras esposas para ellos.

Pero Elizabeth no estaba tan segura de que el príncipe fuera a disfrutar la

visita tanto como su madre.

—Entonces vuelva pronto y sepa que puede quedarse aquí todo el tiempo

que quiera —dijo el príncipe y le hizo una reverencia.

Elizabeth le agradeció la invitación tan generosa y volvió a su habitación,

donde se sintió decaída de nuevo. Dejar la villa era una dura prueba para

ella, pues ahí había estado contenta y todavía esperanzada en que ella y

Darcy pudieran estar juntos finalmente. De modo que irse significaba

aceptar que la esperanza había muerto.

La llegada de una de las doncellas del príncipe hizo que los pensamientos

de Elizabeth cambiaran de rumbo, pues tenía que darle instrucciones.

Muy pronto, las cosas de Elizabeth estuvieron empacadas y llegó un lacayo

para llevarlas al carruaje. Elizabeth se detuvo un momento más a mirar de

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nuevo la habitación y luego siguió al lacayo escalera abajo.

El carruaje la estaba esperando en la puerta lateral y todo estaba listo; el

carro tenía un escudo de armas blasonado y estaba flaqueado por dos

lacayos.

—Para que la protejan —le dijo el príncipe.

Ambos estaban vestidos con las libreas color escarlata de servidores del

príncipe y, de pie a un lado de la portezuela del carro, estaba el mensajero.

Era un joven bien parecido, encantador y respetuoso y tomó su lugar al

lado del conductor sobre el pescante, en donde ya estaba acomodada

también la doncella.

—Hasta la próxima vez —dijo el príncipe y se inclinó frente a la mano de

Elizabeth.

—Gracias por su hospitalidad —dijo ella—, y gracias por su amabilidad y

su consejo.

—No es nada —dijo él—. Sea valiente, pronto estará con su familia y

entonces recuperará su alegría.

La ayudó a subir y, una vez arriba, ella se acomodó las faldas alrededor de

sí sobre el suntuoso asiento tapizado en seda.

Los lacayos tomaron sus lugares, de pie sobre los estribos a cada lado del

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carruaje; luego, el conductor chasqueó a los caballos y el pesado carruaje

comenzó a moverse lentamente y fue adquiriendo velocidad y rodada

conforme salía del camino particular de la villa.

A su llegada, las fuentes habían estado cantando y, ahora, parecían estar

llorando, así como Elizabeth. Por orgullo, había aguantado sus lágrimas,

pero aquí, en la soledad del carruaje, dio rienda suelta a su emoción y

brotaron ríos de lágrimas cálidas de sus ojos.

Buscó su valija, en la que Annie había guardado sus pañuelos nuevos

recién bastillados y la encontró debajo el asiento. La sacó y, al abrirla, su

corazón dejó de latir, pues ahí, sobre las telas había un paquete de cartas,

todas escritas por ella y dirigidas a su familia y amigos.

Incrédula, lo tomó en sus manos.

Debe haber algún error, pensó ella sin dar crédito de lo que estaba viendo

con sus propios ojos y, con las manos temblorosas, lo desató y abrió la

carta que estaba hasta arriba.

Mi queridísima Jane:

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Te vas a sorprender cuando te diga que, después de todo, no vamos al

Distrito de los Lagos; estamos de camino a Francia…

Sacó otra carta:

Mi queridísima Jane:

(…) Ahora estamos en París, y es la ciudad más hermosa…

Y otra:

Mi queridísima Jane:

Quisiera que estuvieras aquí. Cuánto añoro poder hablar contigo. Han

sucedido tantas cosas que no sé por dónde comenzar. Salimos de París hace

unos días y ahora estamos en los Alpes.

Todas, cada una de ellas, eran las cartas que había escrito desde que se

había ido de Inglaterra. Su mente estaba dando vueltas. ¿Por qué estaban

ahí? ¿Cómo es que nunca se habían enviado?

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Y entonces pensó en el extraño incidente cuando Annie había ido a

buscarla a los jardines para decirle que ya había bastillado sus pañuelos.

No era una noticia urgente, podría haber esperado. Y entonces, con una

sensación de pánico que le subió por la espalda cayó en la cuenta de que

Annie no había ido a buscarla para decirle lo de los pañuelos; la había

buscado para decirle lo de las cartas y, al ver que Elizabeth no estaba sola,

no había dicho más que una advertencia velada.

Entonces, ¿si Annie sabía lo de las cartas, habría sido ella quien las puso

ahí? Si sí, ¿en dónde las había encontrado? ¿Y quién se había encargado

de que no se enviaran?

Elizabeth recordó el comportamiento extraño de Annie cuando vio que

estaba el príncipe con ella y pensó si quizás Annie sospechaba que él

mismo se había robado las cartas. Pero luego de un momento pensó que, a

pesar de lo que Annie sospechara, no podía haber sido el príncipe, pues la

mayoría de las cartas se habían escrito antes de que Elizabeth fuera a la

villa.

¿Entonces quién? Los únicos que habían tocada las cartas, además de ella,

eran Annie y los lacayos que las llevaban a las oficinas postales. A Annie la

podía excluir, de modo que solo quedaban los lacayos. ¿Pero qué buena

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razón tendrían cualquiera de ellos para hacer semejante cosa? Todos eran

leales a Darcy. Habían sido empleados de su familia durante años.

Excepto…

Recordó un incidente en París cuando uno de los lacayos se había

enfermado y había sido rápidamente remplazado. Tenía excelentes

referencias pero ellos no sabían nada de él personalmente. Parecía ridículo

pensar que estuviera involucrado, pero hecho era que las cartas no habían

sido enviadas. ¿Acaso le habrían pagado para que ocultara las cartas? Y si

sí, ¿por qué? ¿Y de parte de quién?

Era posible que Annie supiera, pero Elizabeth no podría preguntarle

porque… se estremeció… porque Annie había desaparecido. ¿Qué le había

pasado a Annie? ¿En dónde estaba? ¿En verdad estaba en el bosque con

un amante o le había pasado algo?

—¡Detengan el carro! —gritó Elizabeth, golpeando sobre el piso del

carruaje con la sombrilla para que el conductor la escuchara—. ¡Detengan

el carro ahora mismo!

Pero el carro no parecía desacelerar su tumultuosa marcha.

Bajó la ventanilla y gritó:

—¡Deténgase! ¡Deténgase, señor conductor, se lo ordeno!

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Pero la respuesta del conductor fue acicatear a los caballos y hacerlos

correr más rápido. Elizabeth sintió una creciente ola de pánico al darse

cuenta de que estaba en el carruaje del príncipe, conducido y rodeado por

servidores del príncipe.

Se asomó por la ventanilla para ver si era posible saltar fuera del carro,

pero iba demasiado rápido. Cuando el carro pasaba granjeros de camino al

mercado, ella les gritaba pidiendo ayuda, pero ellos se persignaban y se

hacían a un lado para dejar pasar al carruaje. Las expresiones en sus

rostros eran hoscas y hostiles, pero cuando escuchaban sus gritos, esas

expresiones mudaban por unas de horror y piedad. Una mujer,

determinada a ayudarla, corrió a acercarse cuando el carruaje desaceleró

para tomar una curva, le arrojo un collar de florecitas blancas por la

ventanilla y le dijo algo ininteligible, pero su gesto era claro: póngaselo

alrededor del cuello.

Elizabeth, aterrada por la forma en que la mujer le había mirado y por el

hecho de que luego de verla había comenzado a llorar, hizo lo que le dijo.

Al ponérselo, sintió un olor punzante y supo que las flores eran de ajo

silvestre.

Comenzó a recordar relatos extraños, cuentos populares que había leído

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en la biblioteca de Longbourn, historias de criaturas extrañas que se

alimentaban de los seres vivos y que rondaban los bosques de Europa,

mitad hombres, mitad bestias, hipnóticas y seductoras, pero peligrosas y

malignas; criaturas que mordían a sus víctimas para perforarles la piel y

beber su sangre; bestias a las que era posible mantener a raya con el ajo.

—No, no voy a pensar en eso —dijo Elizabeth en voz alta—. No son más

que historias, mitos, cuentos populares. No hay tal cosa como un vampiro.

Pero se aferró al collar y con la presión que ejercía al sostenerlo, trituraba

las delicadas flores.

El carro continuó su marcha tumultuosa y, cuando Elizabeth se dio

cuenta de que se dirigían al bosque, se apoderó de ella una terrible

sensación de pánico y tuvo miedo de los árboles que comenzaban a

vislumbrarse.

Debe haber algo que pueda hacer, pensó.

Buscó desesperada con la mirada a todo su alrededor y vio que su

escritorio de viaje estaba empacado debajo del asiento frente al suyo. Tan

pronto como pudo, lo sacó y abrió y, luego de mojar la pluma en la tinta,

comenzó a escribir:

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Mi queridísima Jane:

La mano me tiembla al escribir esta carta. Tengo los nervios deshechos y

estoy tan alterada que creo que no me reconocerías. Los dos últimos meses

han sido un espeluznante remolino de circunstancias extrañas y

perturbadoras, y el futuro…

Tengo miedo, Jane.

Si algo me pasa, recuerda que te quiero y que mi espíritu siempre estará

contigo, aunque quizás no nos volvamos a ver. El mundo es un lugar

sombrío y aterrador en donde nada es lo que parece.

Todo era tan distinto hace apenas unos meses. Cuando amanecí la mañana

del día de mi boda, me creí la mujer más feliz del mundo… ¿Pero de qué

sirven esos pensamientos ahora? Hubiera preferido evitarte este pesar, pero

corro un terrible peligro. No tengo a dónde dirigirme y tú, mi querida Jane,

eres la única persona en la que puedo confiar. Los servidores del príncipe

Ficenzi me han raptado y estoy escribiendo esta carta desesperada, desde

el carruaje del príncipe, porque no se me ocurre ninguna otra forma de

ayudarme. Pretendo arrojar esta carta por la ventanilla, con la esperanza de

que uno de los habitantes de aquí la vea. Y creo que se asegurarán de

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enviar la carta pues, gracias a Dios, tengo razones para suponer que si

pueden, me ayudarán.

Si esta carta te llega, pídele por favor a papá que pregunte por mi paradero,

empezando por la Villa Ficenci, cerca de Roma. Dile que no permita que lo

despachen con alguna excusa, pues sin duda el príncipe sabe a dónde me

están llevando y seguramente también sabe qué suerte me espera.

Cuando pienso en la enorme distancia que nos separa, temo que mi padre

llegará demasiado tarde, pero debe intentar y, si Dios quiere, querida Jane,

quizás podamos volver a vernos.

No hay tiempo para más, ya casi llegamos al bosque y debo dejarte.

¡Ayúdame, querida!

Elizabeth.

Dobló la carta y escribió la dirección en la parte de afuera luego, bajó la

ventanilla y arrojó la carta fuera. Y lo hizo a penas justo a tiempo, pues el

carruaje estaba entrando al bosque y de pronto los árboles se cerraron a

su alrededor y no hubo más personas a la vista. El mundo se volvió oscuro

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y misterioso, con sombras verdes, espectrales y malévolas, proyectadas

alrededor del carruaje. Los sonidos desaparecieron y el ambiente se tornó

denso y pesado.

Por fin llegaron a un claro en donde crecían grandes y exuberantes

helechos y del cielo llegaba un resplandor desvanecido, que le indicaba a

Elizabeth que era el atardecer, el momento nebuloso en el que los mundos

opuestos se tocan, la noche con el día y la oscuridad con la luz.

El carruaje se detuvo.

Elizabeth, que durante kilómetros había querido que el coche se detuviera,

ahora sentía pánico.

—¡Siga andando! —gritó ella llena de miedo—. ¡No se detenga! ¡Continúe!

Pero el carruaje no se movió.

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Capítulo 13

Transcrito por ALex Yop EO & Vannia

Corregido por LadyPandora

lizabeth miró desesperada a su alrededor y, bajo la brumosa

luz, vio que en medio del claro había una figura, un hombre,

de pie, inmóvil y en silencio. Su ropa era de satín, llevaba un

abrigo verde decorado con encaje de oro y pantalones verdes cosidos con

hilo de oro. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de plumas y sobre la cara,

una

máscara. Era la máscara que había visto en el baile de Venecia y luego, en

un sueño. Era la máscara del hombre que se había apoderado de su

voluntad y la había llevado al pasado. Una sensación de horror le recorrió

el cuerpo. El miedo le subía por la espalda y su voluntad se paralizó. No se

podía mover; solo pudo observar como, con espantosa ceremonia, él le hizo

una reverencia y se quito la máscara.

Ahora lo reconocía, no era el príncipe, como lo temía, sino uno de sus

invitados. Era el hombre que había aparecido a su lado en la biblioteca

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cuando estaba viendo el libro de los grabados y cuando las paredes se

habían derretido.

Lo miró fijamente llena de miedo. Era un hombre de una hermosura

terrible y su cara resplandecía con una luminosidad pavorosa. Sus rasgos

eran tan suaves que parecían tallados en mármol; eran de una perfección

rígida y fría.

Él levantó el brazo y la llamó con la mano; la portezuela del carruaje se

abrió sola. Ella se movía conforme a la voluntad de él, así que salió del

carruaje y cruzó el bosque hasta llegar a dónde él estaba. Él le tomó la

mano y la besó en una especie de farsa de un saludo cortes.

De pronto, Elizabeth empezó a escuchar notas de música extraterrena y el

bosque comenzó a disolverse. Los árboles fueron remplazados por

columnas de mármol y el claro dio paso a un piso

de baile. Él la tomó entre sus brazos y comenzó a darle vueltas al compás

de un vals y luego, también la sala de baile se disolvió y estaban en las

calles de Venecia; había parranderos que los pasaban riendo y corriendo

por entre la luz de las antorchas y las góndolas y los canales. Luego, las

calles de Venecia desaparecieron y estaban de nuevo en el bosque, sólo

ellos dos, el carruaje y los servidores habían desaparecido.

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—Permítame presentarme —dijo mientras hacia una reverencia frente a la

mano de ella—. Es un honor conocerla, señora Darcy. Pero ¿cómo? No me

devuelve el saludo.

—No sé su nombre —dijo ella y, al hacerlo, se dio cuenta de que por lo

menos su boca si obedecía su voluntad.

—Entonces es preciso que se lo diga. Mucha gente me llama de diferentes

formas, pero usted puede llamarme esposo.

—Yo ya tengo un esposo —dijo ella.

Él sonrió con una sonrisa antinatural.

—Usted no tiene nada. Tiene un hombre que teme tocarla. Se casó con

usted, pero no la ha hecho su esposa; así que no es su esposo.

—¿Qué quiere conmigo? —preguntó ella.

—No quiero nada más que hacerla feliz —dijo en un murmullo mientras

caminaba alrededor de ella y le recorría la espalda, de hombro a hombro

con los dedos de la mano. Quiero darle lo que su corazón desea. Usted es

tan hermosa —dijo y se detuvo frente a ella. Luego, levantó su mano

blanca y fría, le tocó el pelo y continuó su caricia pasando sus dedos por

las mejillas y los labios de Elizabeth, con lo que provocó un escalofrió

helado en la espalda.

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—¿Quién es usted? —preguntó ella pasmada.

—Ya se lo dije —respondió él, posando su mano sobre el hombro de ella e

inclinando la cabeza para acercársele al cuello.

—¿Quién es usted? —preguntó ella.

—Soy un vampiro —respondió—. El más viejo de los viejos, el más antiguo

de un linaje antiguo. Soy el miedo y el horror.

Ella comenzó a temblar. Quería correr, pero no podía moverse. La voluntad

de él la mantenía inmóvil.

—Tan hermosa —dijo él reverencialmente mientras acercaba más y más la

cabeza hacia el cuello de ella—; tan madura, tan exquisita, tan llena de

vida; tan vital, tan saludable, tan llena de sangre.

Inclinó la cabeza y sus dientes rozaron la piel de ella…

…y del otro lado del claro, se escuchó una voz amenazante.

—¡Aléjese de ella!

Elizabeth volteó y vio a Darcy acercándose rápidamente al claro con una

mirada furiosa.

—Déjala ir —dijo Darcy con un gruñido—. Es mía.

El vampiro se rió.

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—¿Tuya? —dijo burlándose—. No es tuya. No has tenido la fuerza para

tomarla. No hay ningún aroma tuyo en su sangre, no hay ninguna señal

tuya en su piel.

—¡Aléjese de ella! —dijo Darcy amenazante.

El ánimo burlón del vampiro se tornó siniestro y detestable.

—No intentes interponerte entre mí y lo que por derecho me pertenece —

su voz estaba llena de amenaza, y con ella llegó la tormenta. De la nada,

aparecieron nubes negras que se desplazaban

por el cielo con terrible rapidez y que burbujeaban y rodeaban con horrible

malevolencia mientras se tragaban el cielo y las estrellas. Era una fuerza

voraz que retumbaba a lo largo del claro; su horror era inexplicable, era

una entidad apabullante e innombrable, una cosa vil, grotesca y muy vieja.

Darcy se vio obligado a retroceder y el vampiro sonrió.

—¡Ah! Ahora sabes quien soy —dijo y su voz fue tan repugnante como la

tormenta.

—¡No, no puede ser! —dijo Darcy con miedo y aversión—. ¡Está muerto! La

gente descubrió cuál era su ruina y lo destruyó.

—Una criatura de mi edad no muere fácilmente, a pesar de lo que crean

tus amigos.

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—Pero le prendieron fuego a su cuerpo con las antorchas cuando estaba

tan débil que no podía ni alimentarse…

—Me atacaron cuando estaba desamparado y se burlaron de mí —dijo—.

Sabían que mis hijos me habían abandonado y que no podía defenderme.

Se me acercaron, temerosos y dubitativos, y al ver que no los atacaba, se

volvieron valientes.

—«Envíenlo a la guillotina», gritaban. «Que vean que la guillotina también

tiene colmillos». Y ese fue su error. Me llevaron a un sitio de matanza y me

alimenté por la piel. Cuando me fortalecí, me levanté por encima de ellos,

elevado por alas poderosas. Se quedaron inmóviles de horror ante mí,

temerosos por lo que habían hecho y luego, caí sobre ellos y bebí con

placer goloso. Bebí y bebí; satisfice mi sed, mi piel revivió, mis huesos

recobraron su fuerza y seguí bebiendo hasta que volvía a cobrar un

aspecto de juventud y vigor. Cuando por fin terminé, salí del sitio de la

matanza y volví a la vida en todo su glorioso esplendor. Me fui a Paris y a

mis andanzas de siempre, para tomar parte en todos mis placeres

conocidos. ¿Y de qué me entero? Que había una novia en nuestra familia

pero que me la habían ocultado en lugar de habérmela enviado, como

corresponde a mi derecho. Ya ves, todavía tengo algunos amigos que me

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cuentan lo que sucede. Primero, pensé en tomarla, pero deseaba vivir la

emoción de la persecución. Así que la observé y la seguí. Mis buenos

amigos, que me son leales, me ayudaron en mi cometido. Y ahora estoy

aquí para reclamar mis derechos. Estoy aquí por mi droit de signeur.

—¡No! —dijo Darcy.

—¿No? Lo dices como si hubiera una alternativa. Toda novia vampiro debe

venir a mí. Debe ser mía antes de que pueda sentir el contacto de su

esposo.

—¡Nunca! —dijo Darcy—. ¡Déjela ir!

—¿Por qué, para que tú la disfrutes? —dijo con una sonrisa diabólica—.

No sabes como hacerlo. Eres débil, Darcy. Ella te deseaba, te necesitaba,

pero tu conciencia te prohibió probarla. La mía no tiene esos escrúpulos.

—No tiene conciencia —dijo Darcy con un gruñido, saltando hacia

adelante y mostrando sus colmillos.

A Elizabeth le vinieron los recuerdos como cascada: el momento en el que

la biblioteca se estaba transformando, se abría la puerta y ahí estaba

Darcy, primero sorprendido, luego enojado y después terrible.

Ahora sabía porque se había desmayado, y es que cuando Darcy había

gruñido, lo había visto tal como era.

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Había descubierto su horrible secreto y el impacto había sido demasiado

para ella. Pero ahora no era demasiado para ella.

Elizabeth corrió hacia uno de los bordes del claro y se quedó de pie junto a

los árboles por donde había aparecido Darcy. De la nada, apareció un

viento fuerte que impedía el avance de Darcy; pero él hizo un esfuerzo

firme y continuó su marcha inexorable hacia adelante, hacia el antiguo

vampiro. Luego, el viento se intensificó y Darcy ya no pudo continuar; lo

único que podía hacer era permanecer de pie. Y durante un momento

ambas fuerzas se quedaron trabadas, Darcy no podía continuar hacia

adelante y el viento no podía hacerlo retroceder. Luego, Darcy volvió a

avanzar, pero el viento repentinamente lanzó una ráfaga que lo tumbó y lo

hizo estrellarse contra un árbol al otro lado del claro. El árbol crujió y se

quebró con un sonido desgarrador y Darcy cayó al suelo ofuscado. El

vampiro saltó hacia él, llevado por el terrible viento, y con una mano lo

tomó del abrigo y lo levantó y, con la otra, lo agarró del cuello.

—¡No! —gritó Elizabeth mientras la mano del vampiro se cesaba… pero de

pronto, la mano del vampiro empezó a arder en llamas y no tuvo más

alternativa que dejar caer a Darcy. De la mano del vampiro, brotaban

nubes de humo negro que ascendían en espirales hacia el cielo.

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—¡Aahh! —gritaba horrorizado y se retorcía mientras de su mano seguían

saliendo nubes de humo negro.

Elizabeth corrió hacía Darcy, que estaba levantándose del suelo lo más

rápido que podía y tomados de la mano, se apresuraron hacía el caballo,

cuyos ojos estaban desorbitados por el miedo.

Él la subió en la montura y luego montó detrás de ella, soltó las riendas

que estaban atadas a una rama y le dio rienda suelta a su caballo.

No necesitaba que lo acicatearan, el odio y el horror que inundaban el

claro estaban ahuyentando a todas las criaturas. Los pájaros volaban

como dardos fuera de las ramas y piaban desesperados; los animales se

escabullían de sus madrigueras; los gusanos salían de sus hoyos en la

tierra. El suelo del claro estaba lleno de criaturas huyendo.

El caballo corrió, saltó arroyos y zanjas, serpenteó entre los árboles y entró

y salió de valles. Continuó hasta dejar los árboles atrás y hasta

encontrarse galopeando por sobre los caminos. Siguió por campos y

olivares hasta llegar al mar. Continuó a lo largo de la costa. Y siguió su

marcha hasta llegar a un valle lleno de verdes

colinas, con el mar de un lado y la campiña del otro. Y ahí, anidada en un

valle, había una casa pequeña y cuadrada y hacia allá se dirigió Darcy.

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Se acercaron por un camino tranquilo del campo y llegaron hasta las rejas

de hierro forjado que se abrieron en cuanto Darcy las tocó.

—Un pabellón de caza —dijo Elizabeth cuando, al entrar al camino

particular del pabellón, el caballo cambió de galope a trote—. ¿Es suyo?

—Sí —respondió él.

Elizabeth suspiró y se recargo sobre Darcy mientras el miedo terminaba de

salir de ella.

Se detuvieron frente al pabellón. Darcy desmontó, luego levantó a

Elizabeth y ella se deslizó grácilmente hasta el piso. Ninguno de los dos

habló sobre la revelación; todavía era demasiado terrible como para

discutirse. El caballo estaba temblando; los había llevado a lo largo de

varios kilómetros y estaba cubierto de sudor.

—Tengo que encargarme del caballo —dijo Darcy—, aquí no tengo mozos

de establo capaces de atender sus necesidades.

Elizabeth asintió comprensiva.

—Entre —dijo él y con una sonrisa añadió—, hay alguien adentro a quien

le dará gusto ver.

Elizabeth subió las escaleras y entró por la gruesa puerta principal.

Cuando estuvo en el recibidor, una mujer estaba bajando las escaleras y,

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para su sorpresa, vio que era su doncella.

—¡Annie! —exclamó.

—¡Ay, señora, esta a salvo! —dijo Annie.

—¡Y tú también! —dijo Elizabeth—. He estado tan preocupada por ti.

Cuando encontré las cartas temí lo peor.

—Y yo de usted. Se ve agotada. Aquí esta la sala de estar —y se dirigió a la

puerta para abrirla—. Voy a traerle té. No pensé que iba a encontrar té en

Italia, pero el señor lo mandó a traer especialmente para usted. Eso fue lo

que me dijo su criado.

Elizabeth entró, era una sala pequeña pero agradable. Tenía pocos

muebles, sólo un sofá raído y unas cuantas sillas desgastadas que, no

obstante, parecían cómodas. Pero no se sentó, pues había pasado mucho

tiempo en la montura, así que se quedó de pie junto a la

ventana y dejó sus ojos vagar mientras su mente intentaba acomodar lo

que recientemente había descubierto.

Annie volvió con el té.

—No esta tan bueno como el de casa, pero está caliente y le dará nuevo

bríos —dijo.

Elizabeth se lo tomó agradecida, y luego de beber dos tazas, se sintió lo

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suficiente refrescada como para preguntar:

—¿Qué fue lo que pasó, Annie?

A Annie no le hizo falta que le hicieran ninguna otra pregunta.

—Todo empezó cuando usted me dio la carta para que la enviara, justo

después de que se había desmayado —dijo Annie—. La llevé abajo, se la di

a uno de los lacayos y él dijo que se encargaría de enviarla al correo; un

momento después, me volví otra vez hacia él, para preguntarle cuándo iría

a la oficina postal y fue entonces cuando lo vi metiendo la carta dentro de

su chaqueta. Estaba a punto de decirle algo, pero me contuve. Él estaba

mirando furtivamente a su alrededor, así que supuse que algo estaba

pasando. Me hice hacia atrás para que no me viera y luego lo seguí para

saber qué iba a hacer con la carta, con el propósito de recuperarla.

Entró a su habitación y luego de un momento volvió a salir. Así que

seguramente la había escondido ahí. De modo que esperé a que se fuera,

entré a su habitación y busqué en su armario hasta encontrarla. Nunca se

me va a olvidar la imagen cuando la encontré, porque no era la única carta

que había, estaba hasta arriba de una pila entera de cartas, todas sus

otras cartas envueltas en un paquete.

—¿Era el lacayo que contratamos en París cuando nuestro lacayo se

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enfermó? —preguntó Elizabeth.

—Sí, era él. Uno de nuestros hombres nunca hubiera hecho algo así. Total

que puse las cartas en la bolsa de mi mandil y fui a buscarla para

contárselo, pero entonces vi que estaba con el príncipe y dudé. No quise

que el príncipe me escuchara, señora; porque no confiaba en él. Los

rumores en el recibidor de la servidumbre decían que había heredado la

villa de un primo suyo, pero que ese primo se había muerto

repentinamente, que un día estaba sano y fuerte y que al otro había

muerto. La explicación fue que había sufrido un accidente, pero nadie

nunca vio el cuerpo, y tampoco el accidente, aunque seguramente debía

haber personas en el camino cuando ocurrió. Y luego, apareció el príncipe

para reclamar la herencia. Los sirvientes dicen que asesinó a su primo por

la herencia, que lo envenenó y ocultó el cuerpo. Dicen también que el

príncipe tiene un amigo que es mucho, mucho peor que él y que lo más

probable es que él estuviera detrás de todo esto. Al principio no hice caso,

pensé que eran chismes, pero cuando encontré sus cartas me puse a

pensar. El lacayo no las hubiera ocultado por sí mismo; ¿para qué? Así

que alguien debía estarle pagando para que lo hiciera, el único que podía

hacer algo así según yo, era el príncipe.

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—Así que inventaste la excusa de los pañuelos para asegurarte de que yo

viera dentro de mi valija —dijo Elizabeth.

—Sí, señora, fue lo único que se me ocurrió en ese momento. Volví a su

habitación y guardé las cartas del pasillo. Los escuché detenerse fuera de

la puerta y cuando el picaporte dio vuelta me asusté y me deslicé por la

puerta que conectaba con la habitación del señor Darcy. Y qué bueno que

lo hice. Luego, escuché al lacayo entrar la habitación junto con el

conductor del carruaje y, por lo que dijeron, supe que me estaban

buscando. No querían que yo la ayudara.

Luego, uno de ellos caminó hacia la puerta de conexión y la cerró; «Para

que no nos molesten», dijo. Y yo pensé, «Es demasiado tarde para eso, ya

escuché todo lo que dijeron».

Pensé que lo mejor era quedarme ahí hasta que regresara el señor Darcy,

pero el conductor se burló del lacayo por haber cerrado la puerta y le dijo

que no corría ningún peligro, pues el príncipe tenía hombres en los

establos esperando al señor Darcy.

No sabía qué debía hacer y como usted parecía estar bien, creí que lo

mejor sería avisarle al señor Darcy. De modo que fui a esperarlo un poco

más allá de los establos y le conté lo que había sucedido. Me dijo que no

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me preocupara, que él la iba a cuidar y me dijo que me fuera al pabellón

con su criado, que él conocía el camino. Me dijo también que le enviara un

mensaje a su criado con uno de nuestros mozos de establo y así lo hice. Y,

bueno, aquí estamos.

—¿Y qué hay con el resto de la comitiva? —preguntó Elizabeth—. ¿Dónde

están?

—Se fueron de regreso a Venecia, al palazzo, por órdenes del señor —

respondió Annie—. Nunca me alegró tanto ver a alguien como cuando la vi

a usted cabalgando hacia acá.

—Y aquí estoy, a salvo, gracias a ti —dijo Elizabeth—. Sin tu ayuda… —

dijo y se estremeció.

—No vale la pena pensarlo —dijo Annie.

—No —dijo Elizabeth—. Nunca podré agradecerte lo suficiente.

—Me alegra que esté a salvo, señora.

Annie se llevó la charola con el té de regreso a la cocina y, por fin,

Elizabeth se sentó en el sofá, pero estaba demasiado inquieta para

permanecer sentada mucho tiempo. Todo lo que recién había pasado era

una pesadilla: el viaje en el carruaje, el hombre de la máscara y ver a

Darcy con… a Darcy con… colmillos.

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Todas las historias que había escuchado sobre vampiros y que en Meryton

le habían parecido simplemente increíbles, ahora le murmuraban con

terror siniestro y cobraban un nuevo aspecto de horror. Ahora sabía por

qué Darcy no la había hecho su esposa. Ahora

sabía cuál era el secreto que había entre ellos, la verdad que él no se

atrevía a decir.

Qué rara su suerte, conocer a un hombre que al principio le había

desagradado; luego, tener que cambiar todas sus opiniones respecto a él y

darse cuenta de que lo amaba y ahora, descubrir que era una criatura de

la noche. Y quién sabe qué más le deparaba el destino todavía.

Se escuchó el chirriar de la puerta y ella levantó la mirada; era Darcy.

Era el mismo y, a la vez, otro distinto. Estaba desaliñado por la larga

cabalgata. Se había quitado el abrigo y llevaba sus pantalones y su camisa

blanca con pechera plisada, desfajada y húmeda por el esfuerzo. Su pelo

revuelto y sus ojos desorbitados. Se paró frente a ella, enteramente

vulnerable, pues no sabía si ella lo iba a aceptar o a rechazar. Elizabeth

impulsivamente extendió la mano hacia él. Él luchó consigo mismo por un

momento, pero luego la restricción cedió y caminó con grandes paso

rápidos a lo largo de la sala hasta ella y la miró fijamente, como si en sus

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ojos pudiera leer las respuestas a los misterios del universo. Luego, la

tomó por detrás de la cabeza y la besó con total abandono, disolviéndose

en ella, fundiéndose con ella… hasta que le mordió el labio y de su boca

salió una gota de sangre. Todo su cuerpo se estremeció, como si lo hubiera

recorrido una sacudida de electricidad y hubo un cambio en él, una oleada

estrepitosa de hambre, un ansia de necesidad tribal y corrió lejos de ella

atormentado.

—¿Qué he hecho? —dijo horrorizado—. Ay, amor mío, ¿qué he hecho? La

asusté. Está temblando —caminó hacia adelante, pero luego se detuvo con

un esfuerzo de la voluntad y se obligó a desandar sus pasos—. Nunca

quise que fuera así. Creí que no era necesario que lo supiera jamás. Creí

que podía mantenerlo oculto de usted, creí que podíamos ser felices y,

quizás, si las cosas hubieran sido distintas, si hubiera sido lo que creí que

eran… Pero no debí haber corrido el riesgo, nunca debí haberla arrastrado

a esta pesadilla. Lo lamento tanto Elizabeth. La quería tanto, que me

engañé y creí que era posible. Pero no lo es. Nunca lo seré.

—Darcy…

—He querido decírselo tantas veces. Cuando me preguntaba qué pasaba,

intentaba decírselo, pero no me era posible encontrar palabras, e incluso si

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las hubiera encontrado, no tenía el derecho de despojarla de su mundo

conocido y seguro. ¿Cómo pude arrastrarla a un mundo de semejantes

pesadillas? Un mundo más profundo, más oscuro, en el que las criaturas

acechan la noche. No fue mi intención lastimarla. No fue mi intención que

supiera. Nunca quise hacerle esto, hacerla temer, ni verla temblar…

—No estoy temblando de miedo, estoy temblando de alivio —dijo con la

garganta cerrada—. Si supiera lo que he estado pensando, los

pensamientos oscuros que han plagado mi alma. Pensé que era algo

mucho, mucho peor. Creí que no me amaba.

Él la miró incrédulo.

—¿Creyó que no la amaba? —Se quedó de pie, asombrado. Luego se acercó

a ella con un solo paso y le acarició el pelo—. La amo hasta la locura.

Pensé que iba a enloquecer estando con usted todos los días y sin poder

tocarla. Si sólo supiera cuánto he añorado poder hacer esto, sentir su piel,

pasar mis manos entre su pelo y sobre su cara, sentirla, tocarla, estar con

usted… pero no podía, no podía. Fue distinto cuando nos casamos. Pensé

que mientras no la mordiera, usted nunca se convertiría y que podía

ocultarle mi naturaleza; creí que podíamos vivir juntos en Pemberley y que

no era necesario que usted lo supiera, jamás. Pero el día de la boda supe

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que había una posibilidad, una simple posibilidad de que usted se

convirtiera en un vampiro si yo la hacía mi esposa.

—La expresión de tormento —dijo Elizabeth, recordando—, eso fue lo que

la causó.

—Sí.

—Fue uno de los mensajes —dijo ella, luego de caer en cuenta que eso

debió haber sido.

—Sí, estaba entre los mensajes de felicitaciones. En ese momento no sabía

si era cierto; podía ser una broma cruel, diseñada para destruir mi

matrimonio, pero tenía que saberlo con certeza. Así que fue por eso que la

traje a Europa, para consultarlo ampliamente con personas que quizás lo

sabrían.

—¿Y lo sabían?

—No, amor mío. Nadie lo sabe con certeza. Y mientras haya una sola

posibilidad de que yo la convierta si estamos juntos, ése debe ser nuestro

último beso. Si tengo que estar con usted, día tras día, antes o después, mi

fuerza de voluntad va a sufrir un desliz y podría usted terminar siendo

como yo, una criatura de la noche. Tiene que alejarse de mí.

—No —dijo ella resuelta—. Nunca lo voy a dejar. Estamos juntos por

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siempre. Pase lo que pase, sólo hay un lugar en el que quiero estar, y ése

es cerca de usted.

Él le tomó la mano y le besó la palma, con lo que provocó un cálido

estremecimiento en todo el brazo de Elizabeth. Los párpados de ella se

cerraron y sus extremidades se sintieron pesadas y lánguidas. Luego, lo

sintió inclinarse hacia ella y, por un momento, se quedó inmóvil, pues

sabía que estaba ante un animal predador; pero instintivamente inclinó la

cabeza y expuso el cuello. En una esquina recóndita de su mente,

Elizabeth sabía que era peligroso, pero ya no le importaba. Sentía su

aliento cada vez más cerca del hermoso arco de su cuello y luego, sintió el

suave tacto de sus labios sobre su piel. No se quitó, estaba hipnotizada por

él y sabía que sería incapaz de resistirse a su mordida.

Darcy hizo a un lado los mechones de pelo que le caían a Elizabeth sobre

el cuello y sus labios volvieron a encontrar su piel. Él emitió un murmullo

al que respondió la sangre de ella siguiendo su curso por sus venas. Y en

eso momento, se escuchó el tronar de los leños al fuego. El sonido rompió

el hechizo y él se alejó del cuello de ella a su pesar, lentamente y con toda

la fuerza de su determinación.

Sus manos permanecieron sobre los hombros de Elizabeth hasta que con

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un gruñido, logró separarlas de ella. Sus ojos estaban llenos de dolor y su

cuerpo se retorcía de agonía, pero se obligó a caminar hasta el otro lado de

la chimenea, en donde se desplomó sobre una silla ya lejos de la tentación.

Conforme él se alejó, los sentidos de Elizabeth se despejaron y ella volvió a

recargarse sobre sus talones.

—Es por eso que debe alejarse —dijo él en voz baja y pesarosa—. Nosotros

los vampiros somos fascinantes; de modo que si yo pierdo el control, usted

no tendrá otra alternativa más que rendirse. Si hubiera… ¿De qué sirven

ya los hubiera? Le permití hacerme esto y está hecho.

—Ya antes había dicho algo así —dijo Elizabeth, recordando la vez que

había dicho algo similar, cuando estaban huyendo del castillo del conde—.

¿Alguien lo convirtió en vampiro? ¿Es eso lo que está diciendo? ¿Así que

antes era humano?

—Sí, hace mucho, mucho tiempo.

—¿Cómo sucedió?

Él no dijo nada.

—Quiero saberlo —dijo ella.

—Muy bien. Por lo menos eso se merece. Pero tiene frío —dijo él al verla

temblar—. Necesita una comida caliente —tocó la campana y, al llamado,

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respondió uno de los sirvientes del pabellón. Darcy le dio instrucciones y el

hombre hizo una reverencia y se retiró—. Primero comeremos algo y luego

se lo contaré todo.

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Capítulo 14

Transcrito por estereta & Vannia

Corregido por Ladypandora

os sirvientes regresaron para avisarles que la cena estaba lista.

Darcy condujo a Elizabeth al comedor, en donde ya estaban

puestos sus dos lugares. El brillo de los cubiertos de plata

resaltaba contra el color de la madera oscura de la mesa. Había sillas

dispuestas de forma extraña a cada lado y una estufa de leños encendida a

un lado del comedor. El fuego de la chimenea resplandecía con el

movimiento caprichoso de las llamas.

Uno de los sirvientes sostuvo las sillas mientras Elizabeth y Darcy se

sentaban y luego llevó una procesión de bandejas de plata al comedor. No

fue sino hasta que las vio y olió el aroma de carne asada y verduras que

Elizabeth se dio cuenta de lo hambrienta que estaba. No había comido

nada desde el desayuno, en la mañana, y el día había estado lleno de

miedo y angustia. En cuanto le sirvieron el plato, tomó el tenedor y el

cuchillo y Darcy le pidió que comiera.

Elizabeth no necesitó que le insistieran; las manos le estaban temblando

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por todo lo que había sucedido durante el día y conforme se metía bocados

de comida caliente a la boca, iba sintiendo que la energía y la fuerza fluían

de nuevo dentro de ella.

Él la miraba amorosamente y seguía con la mirada el subir y bajar del

tenedor, del plato a la boca, y cada vez que ella abría los labios, los ojos de

él se abrían un poco más, como si quisiera poder ver lo más posible de ella.

Él permaneció sentado en silencio mientras ella comía y no habló sino

hasta que ella hubo terminado su copa de vino.

«—Fue en el año 1665 —dijo—, el año de la Peste Negra. La plaga se

dispersaba desenfrenadamente por las calles de Europa cobrando miles de

vidas. Ningún lugar era seguro. Los pueblos, las aldeas y las ciudades se

infestaron con su toque terrorífico. Había pánico en las calles y se evitaba

a todo aquel que tuviera los signos de la plaga. Las casas en las que

alguien se hubiera contagiado, las marcaban con cruces y, en muchas

ciudades, los muertos superaban a los vivos.

»Yo estaba en Londres cuando comenzó. Mi familia pertenecía a la clase

media con propiedades y estaba vinculada a la nobleza sin ser noble por sí

misma. Teníamos una casa en la ciudad y una propiedad en el campo. Mi

padre estaba buscando un ascenso y decidió que nos mudáramos a la casa

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de Londres durante un año. Poco después de que llegamos hubo un brote

de la plaga, pero no parecía demasiado alarmante. Había aparecido en una

de las áreas más pobres de Londres, y no se esparció a ningún otro lado de

la ciudad. Pero eso cambió cuando llegó el verano. Fue uno de los veranos

más calientes que ha habido. El calor quedaba atrapado entre los edificios

y la plaga prosperó bajo esas condiciones de calor sofocante y se esparció

por toda la ciudad. La corte se mudó al palacio de Hampton Court y la

nobleza comenzó a trasladarse hacia sus propiedades en el campo.

Nosotros permanecimos en Londres hasta que el benefactor de mi padre

decidió retirarse a Northumberland. Entonces, mi padre determinó que lo

mejor era irnos a la propiedad que teníamos en el campo. Hubo mucho

ajetreo en la casa; todavía lo recuerdo: los sirvientes corriendo de arriba

abajo, mi madre supervisando todo y, mientras, Georgiana jugaba en el

jardín con su muñeca.

»Cuando todo estuvo empacado, subimos al carro y emprendimos la

marcha en dirección al campo. Desafortunadamente, todos los demás

habían pensado igual que mi padre. Parecía que todo Londres estaba

mudándose. Las calles estaban atestadas de carruajes y nos movíamos a

la velocidad de los caracoles y, entonces, el movimiento se detuvo

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definitivamente. El alcalde había cerrado las puertas de la ciudad en

respuesta al pánico. Las únicas personas a las que se les permitía salir

eran aquellas que llevaran un certificado que asegurara que estaban en

buenas condiciones de salud.

»Así que, cuando fue evidente que no íbamos a poder continuar nuestro

viaje, simplemente nos regresamos. Mi padre procuró conseguir un

certificado para nosotros en el que se aclarara que estábamos libres de la

enfermedad. Tenía amigos en altos cargos y, luego de un día entero de

buscarlos para pedirles su ayuda, cosa difícil, puesto que quedaban muy

pocos de ellos en la ciudad, regresó a casa satisfecho. Le habían prometido

un certificado, y él le dijo a mi madre que en unos días más podríamos

emprender el viaje nuevamente.

»Pero antes de que le otorgaran el certificado, cayó enfermo. De inmediato

supimos de qué se trataba. Mi madre llamó al médico, pero ninguno de los

remedios que le recetaron surtió efecto. Entonces supimos que no había

nada que hacer más que mirar y esperar. Mi madre lo atendió leal y

amorosamente hasta que también ella se contagió, y Georgiana y yo

vivimos sus procesos de enfermedad y los vimos morir. Supuse que pronto

sería mi turno de contagiarse y que no quedaría nadie para cuidar de

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Georgiana. Ese pensamiento me puso en marcha. Empaqué unas cuantas

cosas y comida, y emprendí de nuevo el viaje con mi hermana con la

esperanza de que pudiéramos escabullimos por las puertas de la ciudad y

de llegar a la seguridad del campo.

»Las calles de Londres estaban vacías y, al llegar a las puertas de la ciudad,

nos escondimos hasta que se acercó una procesión de carruajes de la

nobleza. Mientras los guardias examinaban la documentación, Georgiana y

yo nos metimos en el carruaje del medio y logramos pasar las puertas de la

ciudad como parte de la comitiva de nobles. Una vez que estuvimos en el

campo, saltamos del carruaje, comimos algo de lo que llevábamos y luego

emprendimos la caminata en dirección a nuestra propiedad, hacía el

norte.»Sabía que viajaríamos muy lentamente, pero creí que llegaríamos

antes del invierno. Yo atrapaba peces en los ríos para que comiéramos y

recogíamos frutas y bayas en los campos y de los arbustos. Dormíamos al

aire libre; evitábamos pasar por los pueblos, pues no sabíamos hasta

dónde se había esparcido la plaga y tampoco sabíamos si nosotros

estábamos infectados y podíamos contagiar a otros. Cuando llovía, nos

refugiábamos en graneros. Una noche de tormenta en la que no había

ningún granero a la vista, dimos con el camino particular para carruajes

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de una casa. Mi hermana se veía cansada y tenía frío, y no habíamos

comido en todo el día. Como ya estábamos muy lejos de Londres, decidí

correr el riesgo de acercarme a la casa para ver si alguien nos daba algo de

comer.

»Al doblar la esquina, vi que no había luz en las ventanas. Primero me

desalenté, pero luego pensé que quizás era mejor que la casa estuviera

deshabitada. Encontré una ventana a la que se le había roto el picaporte,

en la parte trasera de la casa, y pronto estuvimos dentro. Había algo de

comida en la alacena, un poco de queso y unas cuantas manzanas, y yo

tomé algunos huevos del gallinero que estaba afuera. Comimos hasta

saciarnos y luego subimos y, por primera vez en semanas, vi a Georgiana

dormirse en una cama.

»A la mañana siguiente quise que continuáramos el viaje; pero Georgiana

era todavía una niña y estaba agotada por todo el esfuerzo del viaje y por el

pesar de la muerte de nuestros padres, que frecuentemente la hacía llorar.

Era necesario que continuáramos para poder llegar a nuestra propiedad,

pero decidí que podíamos quedarnos ahí durante unos días en lo que

Georgiana se reponía. Yo atrapaba conejos, palomas y peces y Georgiana

recogía fruta y hierbas; con eso, con lo que sobraba del queso y los huevos,

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sobrevivimos.

»Yo intentaba animar a Georgiana con la idea de llegar a ver a nuestra

querida nana y, finalmente, me dijo que estaba lista y decidimos ponemos

en marcha a la mañana siguiente.

»Pero al llegar la mañana, Georgiana estaba enferma y yo vi, alarmado, que

los síntomas de su cuerpo eran los de la plaga.

»Fue un momento horrible. Yo había creído que nos habíamos librado,

pero estaba decayendo muy rápidamente, y para empeorar la situación, en

ese momento volvió la dueña de la casa.

»Por la tarde, escuché el carruaje. Había pasado tanto tiempo sin que

hubiera escuchado los sonidos de los quehaceres humanos que, por un

momento, no supe lo que era, pero en cuanto lo identifiqué, me escondí.

Caminé a gatas hasta la ventana y me asoné para ver cuántas personas

venían.

»Cuando el carruaje se detuvo frente a la casa, salió una mujer. Estaba

vestida espléndidamente, se trataba, sin duda de una mujer de rango y a

la moda y estaba acompañada de una niñita delgada y demacrada. La

perdí de vista en cuanto entró al pórtico y supe que estaba entrando a la

casa; me llené de miedo. Me dirigí a toda velocidad hacia la puerta, con la

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intención de subir y proteger a Georgiana, pero oí voces en el recibidor y

me escondí detrás del sofá, con la esperanza de que la mujer no entrara al

salón. Pero no fui lo suficientemente rápido y me vio.

»—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo ella al entrar al salón.

»Si hubiera estado solo, hubiera corrido, pero Georgiana estaba arriba y no

podía irme. Me puse de pie y le dije a la mujer que no tenía ninguna mala

intención. Le dije que me había resguardado en su casa durante una

noche y que iba a continuar mi viaje.

»—¿Estás solo? —me preguntó.

»Le dije que sí, pero mis ojos me traicionaron y ella siguió la dirección de

mi mirada: arriba. Me agarró de las muñecas y me llevó consigo por el

recibidor y escalera arriba; la niñita pálida venía detrás de nosotros. No

fue necesario que me preguntara a dónde dirigirse, pues se escuchaban los

lamentos de Georgiana.

»La mujer entró a la habitación donde estaba Georgiana y al verla dando

vueltas inquieta sobre la cama, se dio cuenta de que estaba a punto de

morir. Yo esperaba que la mujer retrocediera, pero en lugar de eso se

quedó en donde estaba, y tampoco detuvo a su hija cuando se acercó a

Georgiana y le tomó la mano. De inmediato, Georgiana dejó de revolcarse,

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abrió sus ojos y dibujó una leve sonrisa. Hubo una conexión instantánea

entre las dos niñas.

»—Ten, si quieres, puedes abrazar a Evelina —le dijo la niña pálida a mi

hermana al tiempo que le pasaba su muñeca.

»Yo esperaba que la mujer agarrara la muñeca para impedir que Georgiana

la tocara, pues la gente estaba aterrorizada por la posibilidad de contagio

en ese tiempo, pero no lo hizo, y cuando me volví para verla, vi que tenía

lágrimas en los ojos.

»Subió la mirada para evitar que las lágrimas le rodaran y adoptó un modo

enérgico.

»—¿Quieres que salve a tu hermana? —me preguntó—. Puedo salvarla si

quieres.

»—¿Es usted médico? —le pregunté.

»—No —me respondió—. Soy un vampiro.

»Pensé en todas las historias que había escuchado, pero no tuve miedo.

Había visto la forma en que miraba a su hija y era la misma forma en que

mi madre miraba a Georgiana.

»—¿Si la salva también ella se hará vampiro? —le pregunté.

»—Sí; pero debes apresurarte, le queda poco tiempo. Si te tardas

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demasiado, no podré salvarla. Nadie podrá hacerlo.

»Me volví a ver a mi hermana.

»—Georgie —le dije—, esta señora puede salvarte, pero si lo hace, te vas a

volver como ella: te vas a convertir en un vampiro.

»También Georgiana había escuchado historias al respecto y miró

nerviosamente a la mujer y luego a la niña.

»—¿Eres un vampiro? —le preguntó.

»Sí —respondió la niña.

»Mi hermana volteó a verme y asintió.

»—Muy bien —le dije a la mujer—. Pero sólo si también me convierte a mí.

»Ella me miró con agudeza.

»—No tienes ningún síntoma de la plaga —me dijo.

»—A donde vaya Georgiana yo he de seguirla. Le prometí a mi madre que la

mantendría a salvo y no lo podría hacer si ella sigue viva mientras yo

envejezco y muero.

»—Pues entonces mi Annie tendrá dos compañeros de juegos en lugar de

una —dijo y añadió pensativa mientras me miraba—: y con el tiempo…

quizás… ¿quién sabe?

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»Se movió con tanta rapidez que no distinguí lo que hizo, y luego vi las

marcas de una perforación en el cuello de mi hermana. La mujer se volvió

en dirección a mí, con los colmillos escurriéndole rojo y, en un instante,

me perforó el cuello».

—¿Así que eso es lo que son tus cicatrices en el cuello? —dijo Elizabeth

pensativa—. Las vi cuando nadamos en el lago.

—Sí. Nunca sanaron, aunque, por lo general, quedan ocultas bajo mi fular;

pero nunca van a sanar.

Darcy se quedó en silencio. Su cara se ensombreció y Elizabeth

permaneció sentada mirándolo: sus bellos rasgos se acentuaban por la luz

tenue, su mirada misteriosa. Elizabeth pensó en todas las cosas que él

debía haber visto en sus siglos de vida: el nacimiento y la caída de

naciones, las vidas y muertes de reyes… Pensó en él viviendo en Pemberley

durante siglos y se preguntó cómo era que nadie se había dado cuenta de

la permanencia de su vida.

Al verla mirándolo, él alargó su mano hasta ella, sobre la mesa y luego se

retractó.

—No tengo derecho a tocarla —dijo.

—Tiene todo el derecho. Es mi esposo.

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—¿Todavía?

—Sí, todavía. Lo amo, Darcy, nada puede cambiar eso.

Ella tomó la mano de él y él la estrechó agradecido, devolviéndole el gesto.

—Pero no está comiendo —le dijo él.

Era cierto. Ella se había terminado su sabroso plato de carne y verduras y

estaba ahí, vacío frente a ella. Él se puso de pie y jaló la cuerda de la

campana que estaba junto a la pared y luego volvió a su lugar en la mesa.

—No se ha terminado su comida —dijo ella mientras miraba su plato.

Él vaciló.

—No —respondió.

—¿Come? O ¿come… otras cosas? —le preguntó y un escalofrío le recorrió

el cuerpo.

—No, eso nunca —respondió él luego de haberle leído la mente—. Elegimos

lo que comemos. Hay quienes se alimentan de los humanos, pero

Georgiana y yo nunca lo hemos hecho; satisfacemos nuestra sed de otras

formas.

Elizabeth recordó algo que había escuchado en Venecia. Recordó a Sophia

diciendo «La gloria se ha terminado. Los buenos días se han ido. No hay

lugar en el mundo para nosotros, no a menos de que volvamos a tomarlo,

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y eso derramaría mucha sangre. Hay quienes lo harían, pero yo amo a los

seres humanos y no puedo acabar con sus vidas, ni siquiera para

restaurar lo que se perdió. Y sin esa crueldad, la gloria se desvanece y la

fuerza se pierde».

Ella había creído que Sophia se refería a la caída de Venecia y al conspirar

de algunos para derrocar a los franceses con derramamiento de sangre,

pero ahora entendía.

—Sophia es vampiro, ¿verdad? —dijo Elizabeth.

—Sí —respondió Darcy.

—¿Y los demás que conocí en Venecia?

—Muchos sí.

—¿Así que por eso querían hacer un baile de disfraces: les recuerda su

propio pasado, su propia juventud?

—Sí.

Elizabeth pensó en la hermosa ropa. No había pasado de generación en

generación como había creído; la habían guardado sus propios dueños.

—Y es por eso que sabía los pasos de la gallarda. Ya la había bailado. Y

Sophia, como usted, eligió no cazar humanos.

—Todos mis amigos, todos mis amigos vampiros, han tomado la misma

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decisión. Sólo aquellos que deciden encaminarse a la maldad o aquellos

que son convertidos por un vampiro maligno, en contra de su voluntad,

cazan humanos —dijo él.

—Vampiros malignos —dijo Elizabeth y se estremeció al recordar su

experiencia—. ¿Quién era el vampiro del bosque?

—Respecto a su identidad, nadie sabe. Él es uno de los más viejos de

nosotros, es un Antiguo, pero no sabemos cómo se convirtió.

—¿Cree que nos encuentre aquí?

—Espero que no. Estamos bien escondidos y no sabe que poseo este

pabellón. Además, está herido. Permanecerá oculto para recuperarse y lo

más probable es que no salga sino hasta dentro de muchos años.

—¿Tanto?

—Un año no es nada para un vampiro —dijo él.

La puerta se abrió y los sirvientes regresaron. Sus pisadas suaves eran

casi mudas sobre la alfombra.

—Un poco de fruta y queso, y cualquier otra cosa que tengan para agradar

a mi esposa —les dijo Darcy mientras recogían los platos.

Pronto regresaron con una bandeja con pan y queso y varios racimos de

uvas. Colocaron la comida cerca de Elizabeth y le pusieron un plato limpio

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en su lugar; siempre con movimientos respetuosos. Ella tomó una uva, y la

separó de su racimo y se la llevó a la boca.

—¿Y la gente en Pemberley? ¿Lo sabe? —le preguntó.

—Algunos de los sirvientes sí.

—¿La señora Reynolds? Dijo que lo conocía desde que usted tenía cuatro

años.

—Ella era nuestra nana. Nos estaba esperando cuando volvimos a nuestra

propiedad, a donde nos llevó lady Catherine; fue ella quien nos convirtió.

También ahí se había esparcido la plaga y los otros sirvientes habían

huido, pero la señora Reynolds se había quedado. Al vernos, nos dijo que

nos mantuviéramos alejados de ella, pues creyó que nos iba a infectar,

pero lady Catherine le ofreció la misma elección que a nosotros y la señora

Reynolds aceptó.

Elizabeth asintió. Tomó un cuchillo y cortó un trozo de queso y lo comió

con un poco del pan rústico y luego comió más uvas.

—Si estaba vivo en 1665, entonces debe tener ciento cincuenta años —dijo

Elizabeth pensativa—. Y en todo ese tiempo nunca estuvo casado. ¿Nunca

hubo una señora Darcy?

—No, ni una vez —dijo él.

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—Por la maldición —dijo ella.

—No —dijo él con simpleza—, porque no la había conocido a usted.

Él acarició con sus dedos el dorso de la mano de ella y con su pulgar, le

acarició la palma; luego, levantó la mano hasta sus labios y la besó

amorosamente.

—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó ella—. ¿No hay forma de

cambiar las cosas? ¿De deshacer lo hecho?

—No —respondió él, con una profunda mirada de tristeza—. Ninguna.

Los sirvientes se inquietaron.

—¿Terminó? —le preguntó a Elizabeth.

—Sí —respondió ella.

—Entonces vayamos al salón y dejemos que los sirvientes recojan.

—Desearía… —dijo Elizabeth mientras se retiraban.

—¿Sí?

—Quisiera que pudiéramos olvidar todo esto, aunque fuera por un día, o

dos.

—Entonces lo haremos, aunque sea por unos días —dijo él con una

sonrisa—. Seamos simplemente el señor y la señora Darcy como se supone

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que somos.

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Capítulo 15

Transcrito por LadyPandora & Linda Abby

Corregido por Anaid

na vez resguardados en el pabellón de caza, y lejos de todo,

Elizabeth estuvo más contenta de lo que había estado desde

el día de la boda. Ella y Darcy, olvidados temporalmente de

los problemas que los aquejaban, se paseaban por los jardines en las

primeras horas de la mañana, cuando el pasto estaba lleno de rocío y el

aire estaba fresco y limpio. Se deleitaban con las flores que, aunque

estaban menos vigorosas que al principio de la estación, todavía estaban

floreciendo. Platicaban de muchas cosas, de su niñez y de sus familias y,

como todos los recién casados, de sus esperanzas y de sus sueños.

Charlaban de todos los temas menos de uno pues, por el momento, lo

estaban evitando.

En las horas más calientes, durante el medio día, se quedaban dentro, se

sentaban en el pórtico sombreado y comían aceitunas y otras exquisiteces.

Más tarde, cuando el calor comenzaba a disiparse, se aventuraban más

lejos para oler el dulce aroma de la hierba y caminaban a lo largo de los

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arroyos o paseaban bajo las sombras de los álamos de Lombardía, que se

erguían como centinelas en guardia en los campos.

—Mañana traeremos comida para comer aquí afuera. Hay un lugar que

quiero mostrarle —dijo Darcy.

Al día siguiente, se pusieron en marcha antes de que hiciera demasiado

calor y recorrieron un camino en el campo hasta llegar a un sendero que

conducía hacia un risco, desde cuya cima se veía el mar. Ahí, había un

pequeño bosque de árboles y sus ramas extendidas proyectaban una

buena sombra. Cuando el viento agitaba las hojas, se reflejaba una luz

moteada que bailoteaba en el suelo y formaba patrones siempre

cambiantes sobre la hierba. Cerca de ahí había un arroyo, y el sonido del

paso del agua sobre las piedras era refrescante.

Darcy extendió el tapete, se sentaron y desempacaron la buena comida

que llevaban desde casa: pan, queso, carnes frías, pastelillos,

racimos de uvas y vino dulce. Comieron a placer, disfrutando de la vista y

de la novedad de comer al aire libre. Cuando terminaron, Elizabeth se

recostó y colocó la cabeza sobre el regazo de Darcy y él le acarició el pelo y

la besó suave y gentilmente. Estuvieron un buen rato así, charlando sobre

sus planes para Pemberley.

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—Cuando volvamos a Inglaterra, me gustaría que pintaran su retrato. He

pensado en ello durante mucho tiempo, desde la vez que caminó hasta

Netherfield cuando Jane estaba enferma. Fue Caroline quien sugirió la

idea, aunque lo hizo para ridiculizarme, porque se dio cuenta de que yo

estaba interesado en usted. Primero me dijo que colgara en la galería un

retrato de sus tíos, los Phillip, junto al de mi tío abuelo, el juez, y luego me

dijo que no se me ocurriera mandar pintar un retrato de usted, porque no

habría pintor alguno que pudiera hacerle justicia a sus ojos. Supongo que

se ofendió cuando yo dije que los ojos de usted eran muy hermosos —

explicó él.

Elizabeth sonrió por el cumplido y, como sus ojos estaban más hermosos

que nunca, Darcy se sintió animado a besarla otra vez.

—Desde entonces he estado pensando lo bien que se vería su retrato en

Pemberley. Pretendo colgarlo en el recibidor —dijo Darcy.

—No —dijo Elizabeth—. En el recibidor no, debo estar junto a su retrato de

la galería, el que vi cuando visité Pimberley con mis tíos por primera vez.

El artista captó perfectamente sus rasgos; lo retrató con una sonrisa

especial que me hizo recordar que usted me había mirado con esa misma

sonrisa, y entonces lamente todos mis prejuicios tontos que me habían

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impedido ver quién era usted en verdad y que me habían hecho aferrarme

a la primera impresión que tuve de usted.

—Que no fue muy favorable.

—No, así como tampoco fue favorable la primera impresión que tuvo usted

de mí.

—¿Cómo no pude haber visto su belleza? —pregunto él—. Ahora veo esa

belleza en todo su esplendor y apenas puedo contenerme para no…

Se quedó en silencio al percatarse de que se había acercado a un terreno

peligroso.

—Deberíamos hacer una reunión familiar para Navidad —dijo él para

cambiar el tema.

—Si —respondió Elizabeth—. Deberíamos invitar a mamá, a papá y a las

chicas, y también a Jane y a Bingley y Charlotte y al señor Collins.

Darcy dejó de acariciar el pelo de Lizzy justo cuando ella mencionó los

Collins.

—¿Es necesario que vengan ellos también? —pregunto él.

—No si usted no quiere, pero a mí me gustaría invitarlos o, por lo menos,

me gustaría que Charlotte nos acompañara.

—Quizás ella prefiera ir a la casa de los Lucas a visitar a su familia —dijo

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Darcy con la esperanza de que así fuera.

—Sí, es cierto, pero creo que de cualquier forma debo invitarla. No la

admiro por haberse casado con el señor Collins; de hecho estoy bastante

decepcionada de su gusto y de su discernimiento, pero tuvo razón cuando

me dijo que ella y yo no somos iguales, y no tengo derecho a juzgarla por

su decisión. Aunque quizás ya no sienta la amistad tan grande que antes

sentía por ella, es mi amiga y me gustaría volver a verla.

—Entonces invítela —dijo Darcy—. Desde luego tendrán que venir sus tíos

Gardiner. De no ser por ellos, quizás nunca nos hubiéramos vuelto a ver.

—Si no hubiéramos ido a Pemberley, ¿hubiera dejado las cosas como

estaban? —preguntó Elizabeth y volteó a verlo—. ¿Hubiera seguido su

camino y me hubiera dejado a mí seguir el mío?

—No —confesó él—. No podía olvidarla, aunque lo intentara y a pesar de lo

grandes que eran los obstáculos que nos separaban. Creo que hubiera ido

a Netherfield con Bingley. Sabía que tenía que decirle que Jane había

estado en Londres y que yo se lo había ocultado y, una vez que se lo dijera,

sabía que él volvería a Netherfield. Y estoy seguro de que no hubiera

resistido las ganas de volver a verla, así que yo también hubiera ido.

—Y todo hubiera resultado igual.

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—Sí, Lizzy. Usted y yo estábamos destinados a estar juntos.

—Sí, yo también lo creo. Aunque...

—¿Sí?

—No sé por qué le tomó tanto tiempo proponerme matrimonio. Vino de

nuevo a Longbourn con Bingley, pero luego no volvió a hablarme durante

semanas. ¿Fue por lo de su maldición? —le preguntó Elizabeth.

—Sí, fue por eso. Yo estaba convencido de que era imposible, pero al final,

la amaba tanto que no podía vivir sin usted. Había intentado olvidarla y no

lo había logrado y, mientras más cosas sabía de usted, más tenía la

certeza de que quería estar con usted.

—¿No se le ocurrió que yo me daría cuenta de que usted no envejecería?

¿O acaso me iba a decir que su familia estaba bendecida con longevidad

natural? —añadió en tono travieso.

Él se rio.

—Sabía que eventualmente iba a darse cuenta, pero también sabía que

podría estar junto a usted por lo menos quince años antes de que

comenzara a sospechar. Y eso son más de cinco mil días, más de cien mil

horas, más de dos millones de minutos y cada uno de ellos preciado. Pero

fui egoísta.

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—No, me halaga que me quisiera tanto —dijo ella con alegría.

Él la besó suavemente.

—Entonces no puedo lamentarme por ello —dijo él—. No puedo

lamentarme de nada, pues todo en mi vida me condujo hacia este

momento con usted.

Permanecieron así, en un silencio afable hasta que el sol se ocultó detrás

de una nube, entonces recogieron las cosas de la comida y volvieron juntos

al pabellón tomados de los brazos. Elizabeth se sentó a tocar el piano. Se

trataba de un instrumento viejo y estaba desafinado, pero era una

actividad familiar para ella y le resultaba agradable, además de que a

Darcy le gustaba escucharla.

Después, se acomodaron para escribir cartas, Elizabeth a Jane y Darcy a

Georgiana. Pero cuando Elizabeth tomó su pluma recordó algo que había

olvidado y se volvió hacia él consternada.

—Cuando estaba en el carruaje del príncipe le escribí una carta a Jane y la

aventé por la ventanilla con la esperanza de que uno de los habitantes de

esos lugares se encargara de enviarla. En ella le decía que me estaban

secuestrando y le suplicaba que le pidiera a mi padre que me buscara.

—Sólo a usted se le pudo haber ocurrido semejante cosa en ese momento

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—dijo Darcy admirado.

—Si la carta llega, mi familia se va a preocupar —dijo Elizabeth un tanto

alterada.

—Enviaré a los sirvientes a que vayan a buscarla cuanto antes. ¿En dónde

estaba?

Elizabeth le explicó lo mejor que pudo.

—Si ya la enviaron... —dijo ella.

—Nos preocuparemos por eso después. Por el momento veamos si es

posible encontrarla.

Él caminó al otro lado del salón, en donde estaba la chimenea, y jaló la

cuerda azul de la que colgaba la campana. Escucharon el conocido sonido

de la campana a lo lejos y pronto apareció uno de los sirvientes.

—La señora Darcy dejó caer una carta en el bosque —dijo Darcy y le dio

indicaciones al hombre—. Encuéntrela si es posible, si no, pregunte en la

aldea qué pasó. Y tráiganmela en cuanto la encuentren.

—Sí, Señor de los Tiempos —dijo al tiempo que hizo una reverencia y se

retiró.

—¿Señor de los Tiempos? —preguntó Elizabeth con la mirada desorbitada.

Y soltó la pluma por el asombro—. Entonces, ¿lo saben?

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—Sí, sí lo saben.

—Y no les molesta —dijo Lizzy con admiración.

—No —dijo Darcy; caminó de regreso al escritorio y se sentó junto a ella en

una silla maltratada pero cómoda—. Hace mucho tiempo les ayudé a

salvar la vida del jefe de la aldea. Estaba de camino a la otra aldea para

arreglar un matrimonio y unos bandidos lo emboscaron y atacaron. Él me

agradeció y me invitó a que hiciera una casa aquí y cuando así lo hice, él

dispuso de su gente para que me sirviera. Durante muchos años viví aquí

y protegí la aldea de los ataques. Las colinas y los bosques de por aquí

ahora son seguros, pero entonces estaban asolados por bandidos.

—Hay tantas cosas de usted que desconozco —dijo Elizabeth—.Usted no es

el hombre que creí que era.

—Ojalá lo fuera. Nada me gustaría mas que llevarla a Pemberley y que

viviéramos nuestras vidas como usted quería, como usted esperaba...

como usted tenía derecho a esperar.

El ánimo se tornó sombrío, pues había surgido el tema que, con tanto

cuidado, habían evitado y, esta vez, no había manera de evitarlo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Elizabeth con la mirada triste.

—No lo sé —respondió él—. Solo sé que quiero que estemos juntos.

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—¿Ya no quiere que me vaya?

—No, no soportaría que se fuera. Pero ¿qué es lo que quiere usted?

¿Todavía quiere ir a casa en Pemberley? —su voz se escuchaba bien, pero

ella se daba cuenta de la fuerte emoción que lo abarcaba—. La libero de

nuestro matrimonio si eso es lo que desea. Usted no sabía con qué se

estaba casando entonces, en la iglesia de Meryton.

—La iglesia —dijo Elizabeth al recordar —. ¿Cómo fue posible que usted

entrara? ¿Y como le fue posible usar la cruz que le regale?

—Ésa no es mi debilidad —dijo él—. Cada familia vampiro tiene una

debilidad. Para algunas es el ajo; la debilidad de mi tío, el conde, es que no

tiene reflejo. La debilidad de mi familia es que no podemos estar fuera

durante el amanecer o el atardecer. En esos momentos del día, nos

volvemos traslúcidos, de modo que no podemos pasar desapercibidos entre

los hombres, y si estamos fuera en esos momentos del día con mucha

frecuencia, una parte de nuestra solidez se desvanece y nunca volvemos a

recuperarla. Así que, como ésa no es mi debilidad, yo puedo entrar a una

iglesia y llevar una cruz, aunque me irrita la piel. Pero no respondió mi

pregunta. ¿Quiere liberarse de este matrimonio? Para un hombre con una

fortuna como la mía es posible encontrar una forma de hacerlo.

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Había algo tan vulnerable en él mientras la miraba, que ella extendió su

mano hacia él y él la tomó con fervor.

—No —respondió ella—. Estamos destinados a estar juntos. Me gustaría

que volviéramos a Pemberley, como estaba planeado. Pero ¿en verdad

podemos vivir ahí? ¿No cree que sus vecinos en Derbyshire se vayan a dar

cuenta de que no envejece?

—Tengo formas de ocultarlo. Justo antes de que mis vecinos se den cuenta

de que hay algo fuera de lugar, me voy de Pemberley y, unos meses

después, se corre la noticia de que tuve un accidente o de que sucumbí a

una enfermedad. Mucho después, vuelvo a Pemberley como el nuevo

heredero, algunas veces como mi propio sobrino o como si fuera un primo

mío. Esta vez regrese como si fuera mi hijo.

—¿Y nadie sospechó de que nunca hubieran visto a su hijo de niño?

—Uno de mis primos, Fitzwilliam tenía un hijo chiquito que me visitaba

cada tanto. Los sirvientes y vecinos lo aceptaron como el señorito Darcy,

que había nacido en el extranjero y cuya madre tristemente había muerto

durante el parto. Su ausencia se explicaba con visitas prolongadas a los

familiares, la escuela y luego, la universidad.

—¿Y nadie se daba cuenta de que era usted mismo? —preguntó Elizabeth.

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—El parecido siempre se ha entendido como parecido familiar, en especial

porque las modas me ayudan a enmascarar mi apariencia. Hasta hace

muy poco, era usual que los hombres llevaran pelucas y un hombre con

una peluca de pelo oscuro que le cae hasta la cintura en una multitud de

caireles siempre se verá diferente a un hombre con una peluca corta y

polveada. Y recientemente, la moda es no llevar peluca.

—¿Y supongo que usan el mismo tipo de artimaña para ocultar el que

Georgiana no envejece? —preguntó Elizabeth—. Qué difícil debe haber sido

su vida —dijo ella en tono compasivo.

—Pero ésa no era la peor parte de mis dificultades —explicó él.

Miró la hoja de papel de Elizabeth, que seguía sin una sola palabra escrita.

—¿Se lo contará a Jane? —le preguntó.

—No lo sé. Siempre le he confiado todo a ella, pero esto… no sé decidirme.

¿Lo sabe Bingley?

—No.

—¿Se lo dirá?

—Quizás más adelante, si usted se lo dice a Jane.

—Por ahora creo que no lo voy a mencionar. Voy a decirle que hemos

estado viajando por Europa, pero que tenemos la intención de volver

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pronto y voy a dejar lo demás para otro momento.

* * * * *

El interludio dichoso no podía durar por siempre. Ambos sabían que

debían de enfrentar de nuevo el mundo y cuando el clima cambió y llegó la

lluvia, supieron que había llegado el momento de hacerlo.

—Annie me dijo que usted había enviado a la comitiva de regreso a

Venecia —dijo Elizabeth mientras miraba la lluvia caer.

—Sí —respondió Darcy—. En ese momento me pareció que ése era el lugar

más seguro para ellos.

—¿Volvemos a Venecia en nuestro camino de regreso?

—No. Creo que el viaje de regreso será por mar. Será más fácil que cruzar

las montañas en esta temporada del año. ¿Está lista para volver a

Inglaterra? —le preguntó.

—Sí, creo que sí —respondió Elizabeth—. Me gustaría estar en casa para

Navidad.

Y pensó que una vez que estuvieran de vuelta en Pemberley ella y Darcy

tendrían que encontrar una forma de vivir, una forma de soportar el

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terrible tormento de su maldición.

—Entonces empezaré a disponer las cosas para el viaje. La voy a dejar por

unas horas; debo ir al banco de Roma, porque esa tarea no puedo

encargársela a nadie más, pero estaré de regreso en cuanto pueda.

Salió del salón y Elizabeth lo escuchó dando instrucciones para que

prepararan su caballo.

La lluvia no duró mucho y Elizabeth decidió salir a caminar a la playa para

sacarle el mayor provecho a sus últimos días en Italia. Eran playas muy

diferentes a la de Inglaterra. Muchos años atrás, cuando había visitado la

costa con su familia, se había encontrado con playas a las que las recorría

un viento frío y con vacacionistas que se cambiaban la ropa en las casetas

de playa alineadas sobre la arena y que, determinados a divertirse, se

metían al agua helada del mar. Aquí no había viento frío y el agua era

cálida; no había casetas de playa ni ningún signo de quehaceres humanos,

sólo había arena, mar, riscos y por arriba de todo, el cielo.

Las olas eran pequeñas y juguetonas; se enrollaban de camino a la playa y

luego se desenrollaban de vuelta al mar con un sonido silbante que

mezclaba con los gritos de las gaviotas que revoloteaban en el cielo.

En un impulso repentino, Elizabeth se sentó, se quitó los zapatos y las

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medias, se puso de pie, se levantó la falda y caminó hasta el agua. La

arena estaba caliente, así que avanzó a saltos alternando los pies, que se

hundían en la arena fina cada vez que caían, hasta que por fin llegó a una

arena más firme, oscura y mojada, que soportaba mejor su peso y, a su

paso, iba dejando huellas perfectamente trazadas de sus pies.

Su mirada vagaba placenteramente por todo el agradable paisaje y se posó

sobre un carruaje que rodaba a toda prisa a lo largo del amplio camino en

la punta del risco. Pero cuando se detuvo y dio vuelta en el estrecho

sendero que conducía a la playa comenzó a sentirse nerviosa. Corrió al

otro lado de la playa para refugiarse en los riscos y rápidamente se secó

los pies con su pañuelo se puso los zapatos. El ruido del carruaje se

escuchaba cada vez más fuerte y el crujido de las ruedas y los relinchidos

de los caballos se escuchaban cada vez más cerca y, cada tanto, se

escuchaba también al conductor proferir blasfemias conforme el camino se

volvía más complicado.

Luego, el ruido cesó y se escuchó el sonido de las portezuelas del carruaje

abriéndose y Elizabeth escuchó una voz que reconoció y, asombrada, vio

que se trataba de lady Catherine de Bourgh.

—¡Señorita Bennet!

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Cualquier intento de esconderse era inútil. Lady Catherine ya la había

visto, así que Elizabeth se salió de su refugio en los riscos y encaró a lady

Catherine que, junto con su hija Anne, iba caminando por la arena en

dirección a ella.

—¡Señorita Bennet! ¿Dónde está mi sobrino? Debo hablar con él cuanto

antes. Es un asunto urgente. Ya estuve en el pabellón, pero la servidumbre

se negó a decirme dónde puedo encontrarlo.

Al igual que cuando la había visto en los Alpes, lady Catherine estaba

vestida de negro y Anne, al lado de ella, estaba vestida de verde opaco, con

la pelliza colgándole pesadamente sobre su delgada figura. Vestidas así, se

veían inapropiadas para la playa.

—Salió a caballo —dijo Elizabeth.

—No juegue conmigo —dijo lady Catherine—. ¿En dónde está?

—No puedo decírselo.

—Por lo menos dígame cuándo lo espera de regreso —dijo lady Catherine.

—Tampoco puedo decírselo —respondió Elizabeth.

—Jovencita necia, obstinada —dijo lady Catherine en tono molesto—.

Tiene que decírmelo pronto.

—Los traicionaron —dijo Anne, y con ese par de palabras en tono tranquilo

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logró lo que su madre no había conseguido con su iracunda perorata y

obtuvo así la atención de Elizabeth—. Fue Wickham.

—¡Wickham! —exclamó Elizabeth asombrada.

—Sí, George Wickham. Venimos de París. Mamá quiso quedarse allá por

unos días después de que los vimos en los Alpes y fue ahí donde vimos a

George.

—Había bebido —dijo lady Catherine, determinada a participar en la

conversación.

—Y estaba asustado —dijo Anne.

—Y con buena razón —declaró su madre.

—Si Darcy se entera de lo que ha hecho… —dijo Anne.

—Wickham parece haber nacido para ser una espina al lado de Darcy —le

dijo lady Catherine a Anne—. Primero el intento de fugarse con Georgina;

luego su huida con la hermana de la señorita Bennet; y ahora esto.

—Y esto no es lo peor de todo —dijo Anne.

Lady Catherine asintió.

—La traicionó con un viejo diablo —le dijo a Elizabeth—, con una cosa que

es más vieja de lo que se puede imaginar, un monstruo, un…

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—¿Vampiro? —dijo Elizabeth.

—¿Lo sabes? —dijo lady Catherine frunciendo el ceño.

—Se cansó de su hermana y la dejó en Inglaterra para volver a su

libertinaje en París —dijo lady Catherine—. Se complació en la bebida, las

mujeres y las cartas y se lamentó de su suerte frente a compañeros

comprensivos. Pero había alguien ahí que debía estar muerto y que no

debió haber escuchado a Wickham decir que se había casado con la

cuñada de Darcy; porque entonces supo que Darcy se había casado. El

Antiguo todavía cree en las viejas formas, así que cree que toda novia

vampiro debe ser suya en la noche de bodas. Por eso, está determinado a

tomarla. Tiene un amigo, un príncipe, que pretende invitarla a su villa. Si

aprecia su propio bienestar, no vaya.

—Su advertencia me llega tarde —dijo Elizabeth—. Ya estuvimos ahí, y el

Antiguo ya intentó reclamarme como suya.

—¡Imposible! —dijo lady Catherine—. Si la hubiera encontrado no habría

podido escapar.

—Escapé con la ayuda de Darcy.

—¿Darcy? Pero entonces eso significa que… —dijo lanzó una mirada aguda

a Elizabeth.

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—Sí, ya sé la verdad sobre Darcy —dijo Elizabeth con osadía.

—¿Y no huyó de su lado llena de repulsión o desesperación? —preguntó

lady Catherine asombrada.

—Como ve, todavía estoy aquí.

—Me sorprende, es más valiente de lo que creí —dijo con admiración

reticente—. Pero eso no le servirá de nada. Al final, terminará

sucumbiendo al miedo o a la aversión. Eso es lo que siempre pasa cuando

un mortal ama a un vampiro.

—No, mamá —dijo Anne—, papá no sucumbió.

—Tu padre fue la excepción —dijo lady Catherine y su expresión se

suavizó—. Él era excepcional en todo.

—Yo creo que también Elizabeth es excepcional —dijo Anne y miró a

Elizabeth con una mirada de evaluación.

—No es nada fuera de lo ordinario —dijo lady Catherine mientras, con la

mano, hacía ademán de descartar la idea.

—Ella cautivó a Darcy, y eso es algo que nadie más había podido hacer —

dijo Anne.

Lady Catherine miró a Anne y dijo:

—Quizás hay algo de cierto en lo que dices, pero eso no tiene caso ahora —

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y miró d enuevo a Elizabeth, pues lo que importa es que asegura que

Darcy la salvó del Antiguo, y eso no debió suceder. Ahora que el Antiguo

ha recuperado mucha de su fuerza, nadie puede oponérsele.

—No fue fácil —dijo Elizabeth—, pero cuando agarró a Darcy del cuello, su

mano comenzó a quemarse. Creo que fue porque Darcy llevaba una cruz al

cuello.

—Una cruz no pudo hacerle daño —dijo lady Catherine desdeñosa—. Lo

único que puede lastimar a un vampiro es algo más viejo que él, y el

Antiguo ya era anciano cuando Cristo era joven. Además, ¿qué buen

motivo tendría Darcy para llevar puesta una cruz? Nunca usaría algo así.

—Porque yo se la di —respondió Elizabeth.

—¿Por qué usted se la…? —preguntó lady Catherine asombrada y luego,

para sorpresa de Elizabeth, sonrió—. Así que fue de ese modo como Darcy

consiguió vencer al Antiguo. Estaba equivocada respecto a usted, señorita

Bennet, no, no le voy a decir así, la voy a llamar por su verdadero nombre:

señora Darcy. Ahora veo que estaban destinados a estar juntos, así como

Sir Lewis estaba destinado a estar conmigo. En lugar de enviarle mi

maldición, le doy mi bendición —se levantó el velo para inclinarse hacia

adelante y darle un beso a Elizabeth en la mejilla—. La mano del Antiguo

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no se quemó por la cruz, se quemó por su regalo: se quemó por…

De pronto, de improviso, lady Catherine fue empujada con enorme fuerza

hacia atrás y Elizabeth, sobresaltada, vio que era Darcy quien estaba de

pie entre ellas. Había vuelto de su diligencia y al ver la postura de lady

Catherine, se había desplazado a una velocidad fuera de lo normal para

defender a Elizabeth.

—¿La lastimó? —preguntó Darcy y preocupado tomó la cara de Elizabeth

entre sus manos examinarla—. ¿La tocó? ¿La mordió?

—No —respondió Elizabeth—. No es lo que usted cree. No me estaba

amenazando vino a advertirme sobre el Antiguo, pero cuando se enteró de

que usted lo había vencido nos deseó bien. Ahora sabe que no es posible

separarnos.

Él se alegró y sonrió.

—Tenía la esperanza de que se diera cuenta en algún momento. Ella amó a

un mortal y sabe lo que significa ser incapaz de dejar a quien se ama.

Entonces se dio vuelta para ayudar a lady Catherine a reincorporarse, pero

ella ya no estaba ahí.

A pesar de que él le había dado un levísimo empujón, la fuerza la había

arrojado hasta un risco del otro lado de la playa. Pero semejante golpe,

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aun cuando hubiera podido matar aun mortal, no le había causado

ningún daño a lady Catherine. Elizabeth la vio ponerse de pie y

encaminarse al sendero de la playa seguida de Anne. Y vio que había

dejado una hendidura en el risco; así de poderoso había sido el golpe. El

velo de lady Catherine había salido volando y se había incrustado en la

roca, en donde permaneció ondeando al aire.

—Vinimos a entendernos un poco mejor —dijo Elizabeth mientras veía a

lady Catherine retirarse—. No tuvo tiempo de terminar su oración, pero sé

lo que iba a decirme. El Antiguo fue vencido por mi regalo para usted, por

algo más viejo que él: por el amor.

La expresión de Darcy se suavizó y se inclinó hacia adelante para besar a

Lizzy suavemente.

—No puedo sopórtalo más —dijo ella mientras acariciaba la cara de él con

sus manos—. Quiero estar con usted, a cualquier costo. Tómeme, se lo

suplico, deje que estemos juntos como esposos pase lo que pase.

—No sabe lo que dice —dijo él, la voz le temblaba por el esfuerza de

controlar la enorme marea de pasión que ella podía sentir agitándose

dentro de él—. Hay tormentos que tendrá que enfrentar si se convierte. No

envejecerá, pero tendrá que ver a todos los que la rodean envejecer y morir.

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Se va a quedar aislada de la vida, formando parte de ella y a la vez, no. Va

a ser una desterrada por siempre.

—No me importa —murmuró ella—. Soportaré cualquier destino por ser su

esposa.

Él la miró a los ojos profundamente para asegurarse de que ella sabía bien

lo que estaba diciendo y entonces la tomó entre sus brazos y la cargó por

toda la playa y hasta el pabellón, en donde subió los escalones de dos en

dos y pateó la puerta para abrirla.

Conforme cruzaba el recibidor en dirección a las escaleras una sombra se

movió en la esquina y un criado caminó hacia él.

—Hay alguien que quiere verlo —dijo.

—Ahora no —dijo Darcy sin detenerse.

—Sí, ahora —se escuchó una voz desde las sombras.

—Es el jefe de nuestra aldea, Nicolei —dijo el criado.

Un hombre viejo y encorvado salió de las sombras. Estaba recargado sobre

el brazo de un hombre más joven.

—Puede esperar hasta mañana —dijo Darcy ya encaminado hacia las

escaleras.

—No, Señor de los Tiempos, no puede esperar —dijo Nicolei, miró a

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Elizabeth y luego volvió a mirar a Darcy—. Debe ser ahora, antes de que

haga algo de lo que luego pueda arrepentirse. Hay una forma de liberarlo

de su peso. Hay una forma de romper la maldición.

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Capítulo 16

Transcrito por Airin

Corregido por Alex Yop EO

e hizo un profundo silencio en el recibidor. De afuera llegó el

sonido del crujir de las hojas y el grito de un ave marina, que

se escuchó más fuerte que siempre por tan innatural quietud.

Darcy dejó a Elizabeth suavemente sobre el suelo, la tomó de la mano y la

llevó a la sala de estar; Nicolei fue detrás de ellos. Darcy caminó con pasos

largos hasta la chimenea, Elizabeth se puso de pie a su lado y se quedaron

abrazados por la cintura mientras Nicolei caminaba lentamente para llegar

hasta donde ellos estaban. El joven lo llevó hasta una silla y lo ayudó a

sentarse.

—Me está diciendo entonces que conoce una forma de que vuelva a ser

humano —dijo Darcy con incertidumbre una vez que Nicolei estuvo

sentado.

Hablaba en italiano, pero Elizabeth ya estaba tan acostumbrada al idioma

que no necesitaba traducción.

—Nunca había escuchado algo semejante —dijo Darcy.

—Y sin embargo, así es —dijo Nicolei y lo miró respetuosamente—. Ese

S

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conocimiento se ha pasado de jefe a jefe en nuestra aldea durante

generaciones

—Nunca me había dicho nada al respecto —dijo Darcy frunciendo el ceño.

El viejo descansó las manos sobre su bastón.

—No sabía que le interesaba, Señor de los Tiempos. Usted es

magníficamente, una criatura de la noche, que no está muerta y no es

mortal. Usted vuela con alas poderosas; protege a los débiles; es un

heraldo tanto del bien como del mal; trae venganza y justicia. Disipa a sus

enemigos como si fueran paja al viento. Nunca creí que querría dejar

semejante grandiosidad. Los siglos son para usted lo que las estaciones

son para sus hijos, pues eso es lo que somos bajo su sombra, nada más

que niños, débiles, ciegos y dignos de compasión. La tierra y el mar y el

cielo son su hogar. Usted viaja grandes distancias antes de que nosotros

podamos dar un solo paso. Sus sentidos son más agudos y más claros que

los nuestros: usted ve la hormiga llevando a cabo sus tareas, escucha el

chasquido de su mandíbula, huele el mar cuando está en la cima de la

montaña y siente el sabor del polen en la brisa. ¿Acaso le preguntamos al

viento si ya no quiere soplar? ¿Acaso le preguntamos al trueno si preferiría

ser silente? No. Nunca pensamos en eso.

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—Y sin embargo ahora lo piensa.

—Sí —dijo al tiempo que asentía lentamente—, así es. Mi familia, aquellos

a quien usted tiene aquí a su servicio, lo escucharon hablar cuando estaba

comiendo con su hermosa esposa. Supieron que había encontrado el amor

y que ahora era un hombre distinto del que conocían. Se dieron cuenta de

que su maravilloso carácter ahora es para usted una maldición, y eso los

preocupó. Ellos están orgullosos de servirlo, ésa es su forma de

recompensarle los servicios que usted hace por ellos, pero ese servicio ha

sido siempre, de ambos lados, de buena voluntad. Y ahora ya no es así.

Entonces vinieron a buscarme para preguntarme qué hacer y yo les pedí

que me trajeran aquí para que pudiera hablarle de aquello que debe saber.

El fuego estaba llameando resplandecientemente sobre la chimenea. La

atmósfera era pacífica. Los muebles estaban desgastados pero firmes y la

luz del sol estaba brillando afablemente por las ventanas.

«Qué extraño», pensó Elizabeth, «que todo esté tan en calma cuando se

están desvelando secretos tan oscuros».

—¿De verdad puede ofrecerme una forma para librarme de mi parte

vampiresa? —preguntó Darcy, todavía incrédulo pero con un tono de

esperanza en la voz.

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—Sí, si es lo que desea. Pero piense sobre ello, Señor de los Tiempos, se lo

suplico.

—No he pensado en otra cosa en este último año. He deseado que fuera

posible, pero pensé que no lo era.

Nicolei asintió.

—Si es así, voy a ayudarlo. Mi deseo es servirlo y si ese es el servicio que

desea, entonces lo haré de buena gana.

—¿Cómo es posible lograrlo? —preguntó Darcy mientras lo miraba

resueltamente.

—No puedo hacer más que señalarle la primera parte de su travesía —dijo

Nicolei—. Las respuestas que busca han de ser encontradas en una

cámara subterránea. Es tan vieja, que un templo romano fue construido

encima de ella y el templo ya tiene una edad venerable. Pero antes de que

decida recorrer este camino, tenga cuidado, porque implica grandes

peligros. Ya una vez, en los tiempos de mis antepasados, se hizo un

intento. No sé qué pasó con el vampiro que lo intentó, sólo sé que nunca

volvió.

—Hay peligro en todo —dijo Darcy—. Vivir implica peligro también. Y una

aventura como esta no viene a la ligera, siempre se paga un precio; pero

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estoy dispuesto a pagarlo. ¿En dónde está el templo?

—Eso no lo sé. Sólo sé que está ubicado sobre un risco en un valle verde y

que enfrente está el mar y detrás hay un risco aún más grande con un

árbol que crece sobre él. Sé de tres templos cerca de aquí, pero ninguno

tiene esas características. Tienen el mar o los riscos o el valle, pero no las

tres cosas a la vez, y no conozco ningún templo con un árbol cerca.

—Y no obstante, lo que usted describe me suena conocido —dijo Darcy

meditabundo—. Creo quo he visto ese lugar, a unos quince kilómetros al

noroeste de aquí.

Nicolei frunció el ceño, como si estuviera tratando de recordar el lugar al

que Darcy se refería. Luego, el gesto se le aclaró, asintió y dijo:

—Ya sé a qué lugar se refiere, pero no es un templo romano, son las ruinas

de un monasterio.

—Pero debajo de ellas hay un templo romano —dijo Darcy—. Lo descubrí

un día que estaba jugando ahí, de niño. Me caí en un agujero del suelo del

monasterio mientras exploraba las cavas y vi que estaba en un lugar

extraño circundado por columnas y estatuas. Era un lugar muy viejo y

estoy seguro de que era un templo. Las estatuas parecían ser de los dioses

romanos.

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—Entonces quizás sí sea ese lugar —dijo Nicolei con cautela—. Si es así, la

cámara que está buscando debe estar en algún lado, ahí, debajo.

—Entonces es preciso que vaya. En ese entonces no vi ningún pasaje hacia

abajo, pero quizás haya uno oculto —dijo Darcy separando su brazo de la

cintura de Elizabeth.

—Yo iré con usted —dijo ella.

—No —dijo Darcy—. Ya escuchó a Nicolei; puede ser peligroso. —Ella

estaba a punto de protestar cuando Darcy dijo—: No puede venir conmigo.

No se trata sólo de que quiera protegerla, también se trata del destino.

Recuerde el castillo, Lizzy, el hacha que se cayó de la pared; y recuerde el

significado de la premonición: que usted causaría mi muerte. No puede

venir conmigo, amor mío. Debo ir solo.

Elizabeth pensó en el tiempo que estuvieron en el castillo del conde. Qué

lejano le pareció todo aquello ahora. Recordó que el hacha se había soltado

y que había caído más cerca de Darcy que de ella; y recordó lo que Annie le

había dicho respecto a que en el recibidor de la servidumbre se decía que

la caída del hacha significaba que ella habría de causar la muerte de Darcy.

—Pero esas eran solo supersticiones —dijo ella con voz incierta—. Eso dijo

usted mismo— pero al ver el cambio en la expresión de Darcy se dio

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cuenta y dijo—: Lo dijo para reconfortarme.

—Sí, así fue —admitió él.

—Entonces usted cree en la premonición.

—No lo sé —respondió él—, pero prefiero no ponerla a prueba.

—Y, no obstante, en realidad no sabe lo que significa —dijo Nicolei

inesperadamente—. Las premoniciones son cosas maravillosas, pero no

nos hablan abiertamente; nos hablan de formas misteriosas.

Vio a Elizabeth y luego a Darcy.

—¿A qué se refiere? —preguntó Elizabeth.

—Me refiero a que una premonición, si es cierta, sucederá no obstante

todas las medidas que se tomen para evitarla. Y si no es cierta, entonces

no afectará el futuro, a pesar de lo que se haga —luego volteó a ver a

Darcy y dijo—: Si su esposa ha de causar su muerte, ¿cómo sabe que será

así si lo acompaña? ¿No puede ser que cause su muerte si se aleja de

usted?

Elizabeth y Darcy se miraron profundamente y luego ella dijo:

—Iré con usted.

Esta vez Darcy no dijo nada, pero su rostro tenía una expresión de

tormento.

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—Y también yo —dijo Nicolei—, con mi hijo Georgio, para que me ayude.

Iré con ustedes, mi destino está ligado al suyo, Señor de los Tiempos. Creo

que este es mi destino.

Aunque Darcy estaba renuente, al final accedió.

—Pero tendrá que viajar en el carruaje que lo trajo hasta aquí, pues no

tengo carruaje en el pabellón —le dijo Darcy.

—De acuerdo —respondió él.

Darcy tocó la campana. Cuando respondieron a su llamado, dio

instrucciones de que prepararan el carruaje y Elizabeth añadió sus propias

instrucciones para que pusieran plumas para suavizar los asientos y

algunas mantas para hacer más caliente el interior.

Luego, Darcy volteó a ver a Nicolei y dijo:

—Ha hecho un largo viaje para llegar hasta aquí. ¿Cuándo comió por

última vez?

—Hace muchas horas —respondió el viejo.

—Entonces es preciso que usted y Georgio coman algo antes de que

partamos.

—Gracias —dijo Nicolei.

Georgio lo ayudó a ponerse de pie y a salir del salón, pero antes de llegar a

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la puerta Nicolei dijo:

—Estaremos listos en cuanto hayan enjaezado a los caballos.

Cuando se retiraron, Darcy volteó a ver a Elizabeth y le dijo:

—Vaya por su caperuza, amor mío. El viaje será largo y el viento está frío.

Elizabeth asintió, pero luego, repentinamente dijo:

—¿Está seguro de que esto es lo que quiere? —Y lo vio con mirada

escrutadora—. Nicolei tiene razón; no lo había considerado, pero usted

tiene dones privilegiados en su vida. Si se libera de la maldición, también

se deshará de ellos. Ya no verá ni escuchará ni sentirá las cosas con tanta

agudeza, riqueza o profundidad y perderá su inmortalidad. Dejará de ser

eterno; envejecerá y morirá.

Él tomó la cara de ella entre sus manos y dijo;

—Con gusto trocaría la eternidad por estar con usted un momento.

Ella emitió un suspiro largo y estremecido; luego, él la besó. Fue un beso

suave y prolongado, un dulce encuentro de bocas, corazones y espíritus. Al

separarse, ella supo que no había vuelta atrás.

Ella hubiera querido permanecer entre los brazos de él, pero se separó de

su abrazo y subió a buscar su capa. Al hacerlo, vio su escritorio. Vaciló, y

luego se sentó a escribir rápidamente y con letra desigual.

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Mi queridísima Jane:

Te he escrito muchas cartas a lo largo de mi luna de miel con la certeza de

que habían sido enviadas y, sin embargo, ninguna de ellas fue depositada

en la oficina postal. Esta carta la escribo con la esperanza de que nunca

salga de mi escritorio, hasta que, al final, la eche al fuego, porque voy a

enfrentarme a un gran peligro y pretendo darle instrucciones a mi doncella

para que lleve esta carta a la oficina postal en caso de que yo no regrese.

¡Ay, Jane! Si pudiera decirte aunque fuera la mitad de las cosas que han

sucedido desde que me fui de Longbourn. Ha habido mucha cosas difíciles y

aterradoras en mi vida, pero también ha habido mucha belleza: la pavorosa

e impactante majestuosidad de los Alpes mientras Darcy y yo

cabalgábamos sobre sus alturas cubiertas de nieve; la pacifica tranquilidad

de Piamonte; el grandioso río Brenta con sus sauces llorones sumergiendo

sus ramas al agua; Venecia irguiéndose como un sueño desde la laguna y

asoleándose con la cálida luz solar de la mañana, eterna, sin tiempo y

serena. Y la gente: Phillip con su galantería; Gustav con su buen humor

irreprimible y Sophia con sus vestidos antiguos, su gran amor por su ciudad

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y sus recuerdos: el nacimiento de los príncipes mercaderes; la construcción

de los palacios; la creación de las esculturas; las pinturas y la poesía; las

travesías de los grandes exploradores; los triunfos de Marco Polo, con quien

ella habló y bailó. Sí, Jane, lo conoció y ella todavía baila y canta, aunque él

se haya convertido en polvo desde hace mucho tiempo. Ella es la custodia

de todas las cosas del pasado, ella y otros como ella; también mi querido

Darcy es un custodio, un guardián, un protector: uno de los sin tiempo. Mi

querido Darcy es un vampiro. Y, sin embargo pretende librarse de su

maldición y de su ser de guardián protector.

Va a emprender una travesía oscura y peligrosa y yo voy con él. No sé

cuánto tiempo estaremos en ello, y tampoco sé si regresaremos. Pero lo amo

con todo mi corazón e iré a donde él vaya. Piensa mucho en mi si no vuelves

a verme y dale mi nombre a una de tus hijas, pero no a la primera, ella debe

llamarse Jane, como su madre, pero sí a la segunda, a menos de que sea un

niño y no pueda llamarse Elizabeth.

Ay, Jane, qué bueno es hablar contigo, aunque estés tan lejos. Incluso en los

tiempos oscuros y difíciles, me siento más alegre de sólo pensar en ti.

Debo irme, ya oigo a los caballos abajo. Pero no podía irme sin hacerte saber

la verdad de mi vida. Si regreso, quizás nunca te lo diga. Pero si muero en

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alguna cámara subterránea, entonces me reconfortará saber que conoces la

verdad, tú, que siempre has sabido todo sobre mí y que ahora también

sabrás la verdad respecto a mi querido Darcy.

Y ahora, mi querida, mi más amada hermana.

Adieu.

Llamó a Annie y le dio la carta, que ya había sellado y en la que ya había

escrito la dirección de Jane.

—Annie, tengo que hablar contigo respecto a un asunto de gran

importancia. El señor Darcy y yo vamos a hacer una travesía y quizás sea

peligrosa. Si no volvemos dentro de una semana, quiero que le envíes esta

carta a mi hermana. Llévala a la oficina postal tú misma, Annie. No dejes

qua nadie más la toque.

—Así lo haré, señora, se lo prometo —dijo Annie al tiempo que tomó la

carta.

—Mientras tanto, quédate aquí y atiende el pabellón durante el tiempo que

estemos fuera. Si ni yo ni el señor Darcy regresamos, entonces vuélvete a

Inglaterra. Hay dinero en el cajón de mi tocador, puedes llevártelo todo. El

criado del señor Darcy irá contigo y él sabrá cómo hacer los arreglos para

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el viaje. Ve con mi tío en Gracechurch Street, su dirección la puedes

encontrar en mi escritorio; él te ayudará.

—¿Pero qué debo decirle, señora? —preguntó Annie preocupada.

—Dile... —Elizabeth hizo una pausa—. Dile que hicimos un viaje y no

regresamos. Dile que al lugar al que fuimos estaba lleno de bandidos y que

debemos haber sufrido un accidente o que fuimos victimas de la violencia

en las colinas —el sonido de las patas de los caballos y de las ruedas de un

carruaje llegó desde abajo—. Debo irme.

Se puso su pelliza y su caperuza, se cambió los zapatos por botas gruesas

y tomó un par de guantes antes de correr escalera abajo. Se dirigió a la

sala de estar y ahí encontró a Darcy.

Estaba vestido con ropa de exterior. Tenía el gabán con capa sobrepuesto

por encima del frac y los pantalones y se había puesto sus botas para

montar. Estaba mirando hacia abajo, en dirección a algo que llevaba en la

mano y tenia una mirada de placer inesperado, sus rasgos bien parecidos

estaban dispuestos en una sonrisa.

Al escucharla entrar a la sala, le extendió la mano y ella vio que se trataba

de una carta. Su corazón saltó de emoción y el rostro se le cubrió con una

gran sonrisa cuando se dio cuenta de que era la carta que le había escrito

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a Jane mientras se la llevaban en el carruaje del príncipe.

—Los sirvientes la encontraron justo en donde la arrojó —dijo Darcy.

—¡Gracias a Dios! Ahora, por lo menos Jane no habrá de sufrir ese pesar.

—No, ese problema se acabó —dijo Darcy.

—¡Ése es un buen augurio! —dijo ella—. Pensé que nunca iba a escapar de

esa situación y, sin embargo, así fue. Y si una situación tan desesperada

terminó bien, ¿no es posible que una menos desesperada resulte bien

también?

—Claro que lo es, y así será —dijo Darcy—. Elizabeth, estamos destinados

a estar juntos. Nos libraremos de esta carga y seremos lo que siempre

estuvimos destinados a ser.

Ella lo tomó de las manos y sus ojos resplandecieron.

—Sólo piense que, quizás muy pronto, estaremos caminando juntos en

Pemberley o de visita con Jane y Bingley en Netherfield y caminando por

los senderos de alrededor, los cuatro juntos, felices y a salvo, con un

futuro floreciente en el horizonte, en lugar de uno lleno de angustia y

miedo.

—Entonces, en marcha —dijo él.

Salieron y vieron que Nicolei ya estaba en la parte trasera del carretón y

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que Georgio, su hijo, ya estaba listo sobre el pescante para conducirlo. El

caballo de Darcy estaba al lado.

—¿Cabalgará conmigo? —le preguntó a Elizabeth.

Elizabeth montó alegre delante de Darcy; a pesar de la inquietud del

caballo, ella se sentía segura teniendo a Darcy detrás y, de inmediato,

emprendieron su marcha.

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Capítulo 17

Transcrito por Joy89

Corregido por Anaid

l camino a las ruinas pasaba a lo largo de senderos

soñolientos bordeados por olivos y viñedos. A pesar de las

circunstancias, Elizabeth se complacía en el paisaje, en el

trote continuo del caballo y por sentir los brazos de Darcy rodeándola

mientras llevaba las riendas. Era un buen jinete, pues tenía una vida

entera de experiencia cabalgando y conducía a su caballo sin más que una

suave presión de los talones cada tanto o con un leve movimiento de las

riendas. Elizabeth, que era una jinete promedio, pensó en lo diferente que

era ver el mundo desde el lomo de un caballo cuando no era ella quien

tenía que guiarlo.

Pasaron árboles de cítricos y casas con techos rojos y siempre, de su lado

izquierdo, las tranquilas aguas azules del mar.

Luego de un rato, Darcy se dirigió tierra adentro, el carretón iba detrás de

él e ingresaron a un sendero estrecho en el campo. Unos veinte minutos

después, dejaron el sendero y se adentraron por una senda abrupta que

subía por una colina y, una vez que llegaron a la cima, Elizabeth pudo ver

E

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unas ruinas abajo, a lo lejos. Estaban ubicadas en un valle con hierba y

estaban flanqueadas, al este, por el muro de un risco y, al oeste, por un

precipicio hacia el mar y estaban cubiertas por las grandes ramas de un

viejo árbol retorcido.

La luz ya estaba desapareciendo cuando el caballo comenzó a descender la

colina y el carretón marchaba estruendosamente detrás de él. Conforme se

acercaban, Elizabeth pudo distinguir que las ruinas eran grandes y que

sus portales tenían arcos que se habían colapsado, al igual que el techo.

Había partes de los muros que todavía estaban en pie, y debajo de ellos,

yacían las rocas que se habían caído. Entre las rocas crecía la hierba larga

y había flores silvestres alrededor.

Darcy detuvo al caballo al lado de las ruinas; desmontó y luego ayudó a

Elizabeth. El carretón se detuvo al lado de ellos. Darcy apersogó al caballo

a las ramas más bajas del árbol y el caballo comenzó a mordisquear el

pasto.

Darcy miró hacia el horizonte con nerviosismo. El sol había comenzado a

ponerse y esparcía franjas rojas a lo largo del cielo. Darcy caminó aprisa

hacia las ruinas, dando grandes pasos sobre la roca derrumbada y el piso

roto y continuó hasta más allá de los arcos del portal. Ahí se detuvo y miró

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a su alrededor, como si quisiera llevar a su mente la imagen de un

recuerdo muy lejano. Dio unos cuantos pasos más, se arrodilló y comenzó

a separar las largas hierbas que habían crecido entre las rocas

derrumbadas con la intención de encontrar una forma de bajar.

Elizabeth lo estaba observando y, conforme los colores del sol se hicieron

más vibrantes y espléndidos, él comenzó a cambiar. Estaba dejando de ser

enteramente sólido; su contorno resplandecía débilmente en la luz del

atardecer y cobraba una calidad etérea. Se volvió transparente ante la

mirada temerosa y maravillada de ella. Elizabeth tuvo la necesidad de

tocarlo y, para su tranquilidad, se sentía sólido; de hecho, al recargar la

mano sobre el hombro de él, pudo sentir sus músculos, pero tuvo la

extraña sensación de que si él continuaba perdiendo más forma, su mano

terminaría por deslizarse en medio de él como si no estuviera tocando

nada más que aire.

—¡Aquí! —gritó Darcy repentinamente y ella quitó la mano justo cuando él

comenzó a tirar de la hierba con más fuerza; arrancaba manojos enteros

para dejar ver el oscuro pasaje que yacía debajo de la tierra.

Georgio, que se había quedado al lado del carretón para atender a caballo,

fue a ayudar a Darcy: sus fuertes músculos trabajaban rápidamente para

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retirar el escombro de la entrada. En cuanto la entrada fue visible,

Elizabeth alcanzó a distinguir una rampa que conducía al interior, hacia

las entrañas de la tierra. Estaba muy oscuro, de modo que no se veía el

final de la rampa. Georgio volvió al carretón y regresó con antorchas. Las

encendió y le dio una a Elizabeth y otra a Darcy, luego volvió al carretón

para ayudar a su padre a salir. En cuanto Nicolei y Georgio llegaron hasta

la entrada de la rampa, juntos, los cuatro, procedieron cuidadosamente el

descenso encabezados por Darcy.

Se encontraron en un pasadizo subterráneo con techos bajos. Extrañas

sombras oscilaban en los muros y podía escucharse el goteo de agua. La

rampa continuaba descendiendo. Más abajo, más abajo. Luego, cuando

Elizabeth creyó que ya no aguantaría más tiempo en un espacio tan

confinado, la rampa desembocó en una cava, en la que todavía podían

verse botellas de vino sobre una rejilla de madera cubierta por una gruesa

capa de polvo.

Darcy continuó lentamente hacia adelante y le hizo una seña a Elizabeth

para que se quedara donde estaba. La razón pronto se hizo evidente: en el

suelo, hacia el fondo de la cava, había un enorme hoyo negro en donde el

piso se había hundido.

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—Probablemente hace tiempo hubo un movimiento telúrico que dañó los

cimientos y ocasionó que se colapsara la construcción —dijo Darcy. Bajó la

antorcha y se asomó por el hoyo—. Esta parte no va a ser fácil —les dijo a

Elizabeth y a Nicolei—: ¿Siguen determinados a continuar?

—Yo sí —dijo Elizabeth.

—Yo también —dijo Nicolei.

Darcy asintió renuente. Luego, le pasó su antorcha a Georgio y se metió en

el hoyo.

Todo estaba en silencio, sólo el goteo del agua marcaba el paso del tiempo.

Y luego, escucharon la voz de Darcy:

—Está bien, pueden bajar.

Elizabeth se sentó al lado del hoyo y luego, con toda precaución, se metió.

Darcy la estaba esperando para sostenerla y ayudarla a llegar hasta abajo.

Se encontró en el interior de una caverna subterránea iluminada con una

extraña luz verde y sintió admiración y temor al mirar el sublime

remanente de los tiempos antiguos a su alrededor. El templo era grande y

circular. Entre las sombras alcanzaban a verse columnas romanas

acanaladas y coronadas con un exquisito trabajo ornamental que

circundaba el templo en los ocho puntos cardinales. La mayoría de ellas

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todavía estaba de pie, pero dos se habían derrumbado y yacían rotas sobre

el suelo. Dentro del círculo, estaban colocadas seis estatuas de mármol

que, sostenidas sobre sus plintos, alcanzaban unos cuatro metros de

altura. Elizabeth caminó alrededor de círculo con la antorcha levantada y,

al examinar las estatuas, se dio cuenta de que eran similares a las que

había visto en los museos de Londres cuando fue a visitar a sus tíos y que

se trataba de dioses romanos. Detrás de ella y con gran dificultad, Darcy y

Georgio lograron pasar a Nicolei a través del hoyo.

Ella se detuvo frente a la primera estatua y vio que era Neptuno, el dios del

mar. Llevaba una toga plisada que le cubría la mitad del torso, tenía una

barba larga y rizada y en la mano sostenía un tridente. A sus pies, al lado

de él, había un monstruo de las profundidades. La siguiente estatua era

Apolo, el dios del sol; el joven, sin barba, llevaba un arco y flecha en las

manos y tenía su lira a un lado. Luego estaba Minerva, la diosa de la

sabiduría, con un búho posado sobre su brazo extendido. Después de ella

estaba su padre, Júpiter, el señor de los cielos. Luego Plutón, el dios del

inframundo, de aspecto temible, con su Cerbero, el perro de tres cabezas.

Después de él y para cerrar el círculo, justo en frente de la diosa Minerva,

la del amor por el aprendizaje, había una imagen perturbadora de Baco, el

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dios de vino, el señor del caos, con un imprudente sátiro enroscado en sus

piernas.

Una vez que lograron pasar a Nicolei por el hoyo, Georgio pasó

rápidamente después de él y se reunieron todos en el centro del templo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Elizabeth.

—Si estamos en el lugar correcto, debe hacer una cámara debajo de

nosotros —dijo Nicolei—, y ésa es la cámara que buscamos.

—Entonces en marcha —dijo Darcy.

Georgio encendió otras dos antorchas más y con más luz pudieron ver que,

más allá de las columnas había una serie de pasadizos. Mientras los

demás se daban a la tarea de examinar los pasadizos, Nicolei se sentó

sobre una de las columnas rotas.

—Éste conduce hacia abajo —dijo Darcy.

—Éste también —dijo Georgio desde otro de los pasadizos.

—Y éste también —dijo Elizabeth desde la boca de otro.

—¿Sabe cuál es el que debemos seguir? —le preguntó Darcy a Nicolei.

Nicolei, que todavía estaba respirando pesadamente por el esfuerzo del

descenso, negó con la cabeza.

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—No, señor de los Tiempos.

—Entonces voy a tener que recorrerlos uno por uno.

—Iremos juntos —dijo Elizabeth.

—No —dijo Darcy—. No sabemos qué acecha en la oscuridad. Quédese

aquí con Nicolei y yo iré acompañado de Georgio. En cuanto encuentre el

camino hacia abajo, regresaré por ustedes.

Le dio un beso en la frente y se fue, desapareció con Georgio por uno de

los pasadizos.

Elizabeth lo miró irse y, cuando desapareció, ella fue a sentarse junto a

Nicolei sobre la columna rota.

—¿De dónde vienen, los vampiros? —le preguntó. Ella sabía muy poco

sobre ellos y Nicolei parecía saber más—. ¿Tuvieron su origen aquí, cerca

de Roma?

—No lo sé —dijo él—. Sólo sé que mi gente los reverencia y que son muy

viejos.

—Darcy me dijo que conoció a su gente cuando le salvó la vida al jefe

durante su viaje hacia otra aldea para arreglar un matrimonio.

—Sí, así es. El hombre al que salvó es mi bisabuelo y el matrimonio que

iba a arreglar era el de su hijo, mi abuelo. Si el Señor de los Tiempos no lo

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hubiera salvado, el matrimonio no se hubiera efectuado y hubiera habido

guerra entre nuestras aldeas. Se hubiera creído que los vecinos habían

rechazado las propuestas de mi bisabuelo y que lo habían matado por

orgullo y enojo. Pero gracias al Señor de los Tiempos, nuestras aldeas se

unieron y prosperaron en paz durante muchos años. Toda mi gente está

agradecida con él por esta razón; y yo estoy agradecido porque, sin su

ayuda, mi abuelo no se hubiera casado con mi abuela y ni yo ni Georgio

estaríamos aquí.

Elizabeth se quedó pensativa y luego dijo:

—¿Sabe qué hay en la cámara que estamos buscando?

—No —respondió Nicolei.

—¿Pero se trata de algo más viejo que el templo?

—Mucho, mucho más viejo. Proviene de un tiempo en el que la naturaleza

era superior al hombre y, a la vez, estaba más en armonía con él. El

vampiro encarna esto, pues es hombre y bestia a la vez.

—¿Qué hará cuando Darcy deje de ser vampiro? —preguntó Elizabeth con

la palabra 'cuando' y no 'si' con la intención de desear que así fuera—.

¿Quién protegerá su aldea?

—Las cosas ya no están tan mal como antes, ahora somos más prósperos

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y más numerosos. Tenemos muchos hijos fuertes y, si es necesario,

podemos pagarles a otros para que nos ayuden. También, ahora las

colinas son menos peligrosas que antes. Sí hay bandidos, pero no tantos.

Sobreviviremos —dijo Nicolei—. Pero algo está pasando, algo de gran

majestuosidad y un poder está saliendo del mundo.

Ambos se quedaron en silencio.

Luego, Elizabeth no aguantó más y se paró a caminar alrededor de la

cámara para calmar su espíritu. Nicolei la observó, pero luego, curioso

respecto a sus alrededores, le suplicó que le ayudara sosteniéndolo con su

brazo. Ella se lo dio gustosa. Examinaron las estatuas más detalladamente

y luego las columnas, y vieron que las había esculpido un artista con

mucho talento. Los muros detrás de las columnas parecían estar hechos

de roca sólida, tenían la superficie desigual y les escurría agua en

pequeños arroyos continuos. Tenían el color de la arena seca teñido por

vetas ocasionales de verde y óxido que destellaban caprichosamente bajo

la luz de las antorchas. Y entre cada dos columnas, a la altura de la

cintura, los muros tenían una vasija insertada. Al principio, Elizabeth

pensó que eran vasijas naturales, pero su disposición espacial era tan

regular que poco a poco se dio cuenta que también estaban talladas.

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Habían dado ya tres cuartos de la vuelta completa cuando Elizabeth

escuchó pasos. Al principio se escuchaban tan débilmente que ella creyó

que los estaba imaginando, pero luego se volvieron más sonoros y fuertes y

ella corrió hacia la boca del túnel de donde provenía el sonido. El eco fue

engañoso, pues Darcy emergió de la boca de otro túnel.

Estaba totalmente desaliñado: tenía el pelo revuelto, su abrigo estaba todo

cubierto de un polvo fino arenoso y rasgado a la altura del hombro; su

fular estaba desgarrado y le colgaba del cuello en una maraña de hilo; sus

pantalones estaban rasgados a la altura de la rodilla y sus botas estaban

cubiertas de lodo. Georgio estaba justo detrás de él y estaba pálido.

—¿Qué pasó? —preguntó Elizabeth que corrió hacia él y levantó la mano

para tocarle la mejilla.

Él tomó la mano de ella y la besó, pero lo único que dijo fue:

—Ése no es el camino. Tenemos que intentar otro de los pasadizos.

Georgio palideció aún más.

—No puedo... —dijo temblando de miedo.

Darcy lo miró compasivamente.

—No pretendo que me acompañes. Has enfrentado un reto que muy pocos

hubieran hecho y te condujiste con enorme valentía, pero los horrores de

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los pasadizos no son para ustedes. Debo enfrentarlos yo solo.

—¡No! —dijo Elizabeth.

—Amor mío, es la única forma. Debo hacerlo; por usted, por mí, por

nosotros.

—Y sin embargo —dijo Nicolei hablando lentamente—, quizás nadie tenga

que hacerlo; creo que hay otra forma.

Darcy le lanzó una mirada interrogativa y Elizabeth siguió la mirada de

Darcy. Nicolei estaba de pie junto al muro en la parte oriental del templo,

cerca de una de las vasijas.

—Encontré... creo que encontré... inscripciones —dijo Nicolei.

Frotó el polvo de la superficie con sus dedos y Elizabeth pudo ver que

debajo del polvo había una magnífica inscripción.

—¿Qué dice? —preguntó ella.

—Es muy antigua, es un dialecto. Pocos lo hablan ahora. Dice... dice que

el camino se facilitará por medio de... por algo cerca de... No puedo leer

esta palabra... Algo cerca del pellejo... no, la piel... Creo que esta palabra

significa padre... no, padre no, el que hace. Creo que significa procreador.

—No comprendo —dijo Elizabeth.

—Significa que tener algo que haya usado mi procreador, el vampiro que

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me convirtió, me facilitará el camino —dijo Darcy.

—Hay más —dijo Nicolei mientras volvió a frotar con sus dedos—. Dice:

descánsalo en... colócalo en... colócalo en el hueco. Creo que significa que

debe poner el objeto dentro del hueco del cuenco.

—Si tan sólo tuviera algo —dijo Darcy con pesar—, pero no tengo nada.

Tendré que continuar mi búsqueda así.

—Quizás no —dijo Elizabeth, vaciló un momento para recordar claramente

y luego volteó a ver a Darcy—. Cuando empujó a lady Catherine creyendo

que me estaba atacando, en la playa, su cuerpo dejó una hendidura en el

risco y su velo se quedó incrustado en la roca. Lo vi ondeando al viento.

La cara de Darcy se iluminó.

—Entonces iré a traerlo —dijo enérgicamente—. No tardaré mucho.

—Nos tomó horas llegar aquí —dijo Elizabeth.

Darcy sonrió, sus ojos brillaban por la luz de la antorcha.

—Pero yo soy un vampiro —dijo él.

Hubo una agitación repentina del aire y luego, desapareció con una

rapidez que ella creía imposible. Elizabeth sólo alcanzó a percibir una

forma negra fluida que desapareció ante su vista. Difícilmente podía digerir

lo que recién había sucedido, así que tuvo que sentarse, pues sintió sus

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piernas debilitarse. Era un día de prodigios, terribles y temibles, pero

también maravillosos y únicos.

Nicolei volvió a sentarse junto a ella sobre una de las columnas caídas y

Georgio se sentó sobre la otra, mirando hacia el suelo y en silencio. En

cuanto Elizabeth recuperó la calma, quiso preguntarle qué había sucedido,

pero no se atrevió a hablar de ello. A Georgio le había vuelto el color, pero

cuando una de las antorchas chisporroteó y encendió otra con la que

estaba por apagarse, Elizabeth pudo ver que todavía le estaban temblando

las manos.

También Nicolei se había quedado en silencio y parecía estar absorto en

sus pensamientos.

Elizabeth se dispuso para una larga espera, pero antes de que creyera que

era tiempo de que Darcy volviera pronto, hubo un batir de alas y un

revoloteo de aire y Darcy apareció de nuevo frente a ellos y con el velo

negro de lady Catherine en la mano izquierda.

—¡Lo encontró! —dijo ella—. Temía que quizás se hubiera volado con el

viento.

—No, estaba justo donde usted dijo que estaría —dijo él con una sonrisa.

Luego su expresión se volvió seria—. Y ahora hay que ver qué sucederá.

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Caminó hacia la estatua de Apolo, pasó entre dos de las columnas

estriadas y llegó al muro. Las antorchas no iluminaban hasta el techo, sólo

iluminaban una pequeña porción del muro sobre el que estaba la vasija y

la luz oscilaba constantemente. Darcy miró la escritura durante un

momento antes de colocar el velo dentro. Una vez dentro, el velo yacía en

la vasija suave e insustancial; nada más que una sombra en el hueco del

cuenco.

Elizabeth lo observó, pero como nada sucedía, comenzó a sentir su ánimo

decaer. Nada ocurrió. Y la verdad es que, en el fondo, ella no había

esperado que algo sucediera.

Y luego, lentamente y con un chirrido, el muro de roca frente a ellos

comenzó a moverse. Se abrió con suavidad y Elizabeth se dio cuenta de

que estaban frente a un balcón de roca que daba a una caverna mucho

más grande, una cámara modelada naturalmente sobre la piedra que

estaba a unos seis metros de donde ellos estaban.

Darcy tomó la antorcha con una mano y a Elizabeth con la otra y

continuaron juntos; pasaron a través del enorme portal y llegaron hasta el

balcón que corría alrededor de la circunferencia de la caverna.

Elizabeth miró hacia abajo. Al principio creyó que eran columnas que se

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erguían desde el suelo allá abajo, lejos de ellos y hasta el techo, pero luego

vio que no eran columnas, sino árboles y que sus ramas sostenían el techo.

—Es un bosque petrificado —dijo Darcy.

Elizabeth miró admirada y temerosa los árboles petrificados y se preguntó

cómo y cuándo se habrían convertido en piedra. Algunos estaban

exactamente como cuando estaban creciendo, con gruesas ramas que

sostenían ramas más delgadas y que terminaban en pequeñas ramitas;

todas con hojas petrificadas que resplandecían con destellos verdes y

cobrizos. Algunas se habían caído y yacían como montones de piedra sobre

el suelo del bosque. Entre ellas había helechos petrificados. Todo ello tenía

una apariencia misteriosa e, iluminado por la luz artificial, producía un

resplandor entre azul y morado.

Tomados de la mano, Elizabeth y Darcy comenzaron a descender la

escalera que conducía hacia el suelo del bosque. Nicolei, que iba bajando

lentamente detrás de ellos con la ayuda de su hijo, dijo sin aliento:

—¡Es magnífico!

—Los árboles están resplandeciendo —dijo Elizabeth y escuchó con

atención—, y zumbando.

—Es cierto —dijo Darcy deteniéndose a escuchar.

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Sin el sonido de sus pasos, el murmullo se escuchaba más claramente,

parecía un zumbido grave y distante de abejas.

Elizabeth y Darcy reemprendieron en el descenso y llegaron al final de la

escalera y ahí se detuvieron un momento a mirar a su alrededor. Ahora

que estaban más cerca, pudieron ver que algunos de los troncos de los

árboles habían sido moldeados para dar forma a figuras extrañas que no

eran ni hombres ni bestias, sino reliquias asombrosas de un tiempo

largamente olvidado. Y no obstante, eran hermosas. Se erguían orgullosas

en medio de los claros que había por aquí y por allá o aparecían desde

atrás de grupos de árboles, algunas vacilantes, otras traviesas; otras más,

bizarras y, sin embargo, gloriosas a la mirada.

Elizabeth y Darcy comenzaron a caminar hacia adelante, eligiendo su

camino cuidadosamente por el suelo del bosque, pisando sobre leños

caídos, y tejiendo su camino entre los helechos de piedra. Por un truco

extraño de la luz parecía que caían rayos de luz de color morado y azul por

la bóveda arriba de ellos y hasta el suelo del bosque, a pesar de que ni un

rayo de luz exterior se filtraba hacia el interior de la caverna. Parecía ser

un efecto provocado por la luz de la antorcha, que se reflejaba por los

minerales de los árboles y los muros.

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Sin que ése hubiera sido su propósito, llegaron hasta un claro en el centro

del bosque; era como si hubieran sido guiados hasta ahí por senderos

misteriosos. En medio del claro se erguía un tronco roto y sobre él,

iluminada por uno de los extraños y maravillosos rayos de luz púrpura,

había una tablilla de piedra. Ellos miraron la tablilla y vieron que había

runas extrañas talladas a todo lo largo de ella.

—Ya antes había visto este tipo de escritura, en la biblioteca del conde —

dijo Darcy, mientras acercaba la antorcha para verla mejor.

—¿Puede leer lo que dice? —preguntó Elizabeth.

—Sí, por lo menos puedo leer las palabras; pero no comprendo su

significado. Dicen algo respecto a la caída... algo con caída...

Y como si fuera una respuesta a sus palabras, se escuchó un crujido y

luego un chirrido detrás de ellos. Elizabeth se dio vuelta justo en el

momento en que una enorme placa se desprendía del techo y, al caer,

cubrió enteramente el portal. La tierra debajo de sus pies se sacudió,

perturbada por el impacto, y comenzaron a aparecer pequeñas grietas en

el suelo del bosque. Las estatuas se mecían lentamente hacia adelante y

hacia atrás sobre sus plintos y Elizabeth contuvo el aliento, pero poco a

poco la tierra comenzó a asentarse de nuevo y luego de un suspiro y un

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crujido, se quedó quieta. Con un último traqueteo, las estatuas también

terminaron por quedarse quietas.

Nicolei no había tenido tanta suerte. Estaba todavía en las escaleras, pero

se había caído. Darcy comenzó a moverse en dirección a él, preocupado.

—¡Continúe! —gritó Nicolei con voz temblorosa para asegurarle a Darcy

que no estaba herido, mientras Georgio lo ayudaba a ponerse de pie—.

Debe terminar lo que ha iniciado. Es la única forma.

Darcy asintió y volvió de nuevo su atención a la tablilla.

—Esta palabra es romper... —dijo.

Hubo otro retumbo desde abajo y la tierra volvió a sacudirse; las pequeñas

grietas se hicieron más grandes y aparecieron otras nuevas. Algo golpeó a

Elizabeth en el hombro y al volver la mirada hacia arriba, vio que el

movimiento de la tierra había causado que aparecieran también grietas en

el techo y que estaban cayendo pequeños pedazos de piedra.

—Apresúrese —le dijo a Darcy.

—Todo estará iluminado —dijo Darcy leyendo— sí... sí... elegir...

El suelo se enrolló y Elizabeth se cayó hacia adelante. Darcy la atrapó y la

puso de nuevo sobre sus pies, pero no había nadie que atrapara las

esculturas que se mecían con enorme fuerza, hacia adelante y hacia atrás,

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como péndulos gigantes, mientras caían grandes trozos de roca. Y lo que

fue más alarmante aún, de una de las grietas salió disparada una

llamarada de fuego, y a ella siguieron llamas más pequeñas que

aparecieron en las fisuras de alrededor.

Darcy y Elizabeth se miraron y luego Darcy volvió a leer: ... no te

alarmes ...no temas ...comenzará a derrumbarse, cayendo, rompiendo,

destruyendo...

El retumbo, que se había escuchado grave y ronco, se desató en un

bramido al tiempo que gigantes estacas de roca empujaban hacia arriba

por las fisuras; eso provocó que las estatuas cayeran al suelo y se

quebraran en trozos petrificados, de modo que se levantó una nube de

polvo que se arremolinó en el aire lleno de llamas.

Luego se escuchó un repugnante sonido de desgarramiento y, mirando

alrededor como si fueran uno solo, Elizabeth y Darcy se percataron de que

se había abierto un enorme precipicio a mitad de las escaleras que las

separaba del portal. Nicolei, todavía sostenido por Georgio, se veía como

una figura pequeña y frágil al otro lado.

—Ya no podemos regresar, aunque quisiéramos —dijo Elizabeth.

Darcy elevó la antorcha y dio unos cuantos pasos a un lado, para poder

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ver mejor la inscripción.

—Aférrate —leyó, mientras el bramido se hacía más fuerte y ahogaba el

zumbido del bosque—. Aférrate a la verdad... no, aférrate a aquello que es

verdadero.

Se escuchó un sonido de resquebrajamiento y se abrió una fisura

profunda entre Darcy y Elizabeth, que, con una rapidez aterradora, se hizo

cada vez más grande, hasta que estuvieron separados por un océano de

lava fundida, y entonces aparecieron nuevas fisuras que los separaban de

la tablilla.

—¡La inscripción! —gritó Elizabeth.

—Se acabó —gritó Darcy por sobre el ruido de las llamas—. Eso era todo lo

que decía.

—Entonces haga lo que dice —gritó Nicolei—. Aférrese a aquello que es

verdadero. La tablilla, Señor de los Tiempos, la tablilla es verdadera.

Darcy miró la tablilla. Pero justo cuando iba a saltar al otro lado del vasto

precipicio cubierto de lava, tuvo un instante de calma, y mientras la

tempestad destruía todo alrededor, una voz le habló en la tranquilidad de

su alma.

—No —dijo—, es Elizabeth. Elizabeth es lo verdadero.

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Saltó hacia el otro precipicio y se aferró a ella mientras el suelo se

desplazaba, los majestuosos árboles se derrumbaban y el techo comenzaba

a colapsarse. Llovían pedazos enormes de roca sobre ellos y él cubrió a

Elizabeth con su pecho y sus manos.

El suelo hervía alrededor, y con un bramido salvaje aparecieron una masa

hirviente de rojo deslumbrante y un fuerte viento que los sacudió y

amenazaba con lanzarlos fuera de su isla y arrojarlos a la lava. Elizabeth

se aferró a Darcy y él a ella.

Y entonces apareció el agua. Salía a grandes chorros por las

resquebrajaduras que recién se habían abierto, desde el interior de la

tierra, y comenzó a anegarlo todo, ascendiendo rápidamente en forma de

un río helado.

Elizabeth observaba con fascinación y terror, desgarrada entre la

desesperación y la esperanza, cómo el fuego y el agua libraban su batalla

ante ella. El fuego hervía el agua y la convertía en vapor, pero el agua

seguía ascendiendo y consumía el fuego con un siseo áspero.

—Todo va a estar bien —dijo ella, sintiendo todavía la esperanza, mientras

veía las llamas chisporrotear y apagarse.

Pero su esperanza duró poco. El fuego se sofocó por completo, pero el agua

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siguió ascendiendo y comenzó a cubrir la isla de roca sobre la que ellos

estaban, de pie y con los cuerpos presionados uno contra el otro. Primero,

les cubrió los pies, luego las rodillas; era un océano cálido, como la sangre,

que continuó ascendiendo rápidamente hasta que ella y Darcy estuvieron

cubiertos de agua hasta los muslos.

—Era la tablilla —gritó Nicolei con pesar, su voz era apenas audible por la

conmoción des desgarramiento de la tierra abriéndose, el siseo del fuego y

el bramido del viento—. Debió haberse aferrado a la tablilla, Señor de los

Tiempos. La tablilla era verdadera.

Elizabeth elevó la mirada hasta los ojos de Darcy.

—No debí haberle permitido que viniera —dijo Darcy, entregándole toda la

atención a ella y tomándole la cara entre sus manos—. Nunca debí haberlo

permitido.

—No fue su culpa; fue mía —dijo ella—. Debí haberme quedado. Usted

intentó hacerme escuchar. No debí haber ido en contra de la premonición.

—No hubiéramos podido evitarla, hiciéramos lo que hiciéramos, ahora lo

sé —dijo Darcy—. Sólo desearía que usted no hubiera tenido que estar

involucrada en esto y que no tuviera que morir conmigo.

—Usted es inmortal —dijo ella—. Usted no morirá.

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—No puedo morirme de viejo, pero sí puedo ahogarme —dijo él—. Pero

usted no debió haber tenido que compartir mi suerte. Debería estar en

casa, a salvo en Meryton.

—No me arrepiento de nada —dijo ella. El agua los cubría ya hasta la

cintura y continuaba su pavoroso y vertiginoso ascenso hacia sus

hombros—. No me importaba morir si puedo morir con usted. Sólo béseme

y moriré contenta.

Él le levantó la cara en dirección a la suya y la besó desenfrenadamente;

ella respondió con un beso apasionado mientras el agua ascendía hasta

sus hombros y ahí, en medio del ruido y de la agitación, se besaron y se

besaron de nuevo mientras esperaban el fin.

Pero el fin no llegó. El agua comenzó a retroceder; primero descendió poco

a poco de los hombros hacia la cintura, y luego fue cobrando más

velocidad, pasando por las rodillas hacia los tobillos, para desaparecer

debajo del suelo rocoso tan rápidamente como había aparecido. Hubo una

convulsión final de la tierra y cayó una lluvia de piedras desde arriba, pero

luego todo quedó en silencio. Ahí estaban, de pie en medio de toda la

destrucción y, no obstante, milagrosamente, ambos estaban intactos.

Elizabeth separó su mano del cuello de Darcy y, al hacerlo, se llenó de un

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temor reverencial.

—Sus marcas. Las mordidas —dijo ella mientras pasaba sus dedos sobre

la suave piel del cuello de él—, se han ido. El agua las curó.

Él llevó su mano hasta el cuello y se tocó, y entonces sus ojos se llenaron

de profunda admiración.

—¿Qué significa? —preguntó ella.

—No lo sé. Espero...

Lo interrumpió el llamado de Georgio y, al voltear, vieron que Nicolei y

Georgio no habían sufrido ningún daño. Ambos habían vuelto a subir las

escaleras y estaban de pie junto al portal. Nicolei se recargaba

pesadamente sobre el brazo de Georgio.

—Sigan su camino —gritó Darcy desde el otro lado del precipicio que los

separaba—. No nos esperen. Encontraré la forma de que Elizabeth y yo

salgamos. Vuelvan al pabellón, ahí los volveremos a encontrar.

Georgio hizo un ademán con la mano para indicarles que así lo harían y él

y Nicolei desaparecieron por el portal.

—Y ahora, es preciso que encontremos una forma de salir —dijo Darcy;

pues estaban rodeados de fisuras y resquebrajaduras—. Creo que si vamos

por aquí —dijo él, señalando un sendero por el que parecía posible

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continuar con pequeños saltos sobre grietas no muy grandes—, podemos

acercarnos más hacia el portal.

Elizabeth, que había llegado a la misma conclusión, estuvo de acuerdo.

Comenzaron a saltar sobre las grietas, pero apenas habían cruzado dos de

ellas cuando la tierra volvió a mecerse y Elizabeth estuvo a punto de

caerse. Se incorporó rápidamente, luego se puso las manos sobre las

orejas, pues se escuchó un terrible retumbo y, para su sorpresa, ese lado

de la caverna comenzó a deslizarse, separándose del resto.

Ella miró atenta y sorprendida. Se alejaba cada vez más rápidamente,

deslizándose hacia abajo y revelando a su paso la vista del cielo azul y la

luz del día. Antes de que hubiera pasado un minuto, estaban en una

nueva caverna desde donde podía verse el agua luminosa del Mediterráneo.

Darcy emitió una exclamación de asombro y ambos miraron a su alrededor

fascinados.

—Es lo más hermoso que he visto —dijo Elizabeth.

El sol estaba levantándose en el horizonte, esparciendo su luz dorada

alrededor del mundo. Difícilmente se atrevió a volverse hacia Darcy por

temor a lo que habría de ver, pero lo hizo y se sintió enteramente aliviada.

—¡No está transparente! —le dijo.

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Él bajó la mirada para verse.

—Así que eso es lo que significaba la premonición —dijo—. La maldición se

ha roto, ya no me cubre la sombra. Después de todo, sí causó mi muerte,

Lizzy, o por lo menos la de una parte de mí. Fue la muerte del vampiro la

que usted provocó.

Darcy volteó la cara hacia el sol, luego estiró sus brazos y echó la cabeza

hacia atrás para recibir el resplandor de la salida del sol.

—Hacía muchos, muchos años que no hacía esto —dijo él—. Ver el

amanecer de un nuevo día, sin miedo, es algo en verdad maravilloso.

Ella lo miró con un amor irresistible.

Y luego, él se volvió hacia ella.

Por primera vez, desde que lo había conocido no había ninguna tensión en

él, ninguna reserva, ningún secreto doloroso. Sólo había un hombre

despojado de cargas y maldiciones. Un hombre libre.

Sus ojos se oscurecieron y comenzaron a llenarse de deseo y ella sintió que

sus piernas se debilitaban. Él acarició con el dorso de su mano las mejillas

de ella y ella comenzó a temblar. Y ahí, junto al mar, a la luz de la mañana,

se hicieron uno.

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Epílogo

Transcrito por Karlaberlusconi

Corregido por Eneritz

i queridísima Jane:

Estoy segura que debes haberme escrito, pero ninguna de

tus cartas me ha llegado y yo sé que ninguna de las cartas

que yo escribí te llegaron. El correo es muy poco confiable

por aquí. No, no en el Distrito de los Lagos, mi querida Jane, en el continente.

Mi querido Darcy me trajo a Europa y hemos tenido muchas aventuras en el

camino. He aprendido mucho respecto a él, la mayoría de ello, inesperado,

pero todo, en su propia forma, maravilloso; con ello quiero decir, querida

Jane, que estuvo lleno de fascinación. Ahora sé por qué era tan reservado y

por qué nunca permitía que se le acercaran las personas. Y ha aprendido

esto, Jane: conocer absolutamente a otro ser humano y amarlo es la

aventura más grande de nuestras vidas.

Ahora debe irme; el carruaje me espera. Pero no pasará mucho tiempo antes

de que vuelva a Inglaterra. Añoro volver a verte. ¡Cuántas cosas habremos

de contarnos!

M

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Y cuántas cosas habré de ocultar, pensó Elizabeth mientras leía su carta y

luego pensó que quizás habría de contárselo todo a Jane, un día.

La puerta se abrió y un criado respetuoso estaba ahí, de pie.

—El carruaje está en la puerta —dijo.

—Un minuto —dijo Elizabeth. Firmó la carta, luego la dobló y le escribió la

dirección. El criado caminó hacia ella para tomarla—. Gracias, pero la

llevaré yo misma a la oficina postal —dijo ella.

—Muy bien.

Darcy entró al salón, con aspecto alegre y despreocupado.

—¿Estás lista? —le preguntó—. El carruaje nos está esperando, no es tan

cómodo como nuestro propio carro, pero tuve suerte de poder contratar

algo con tan poco tiempo de anticipación y tan lejos de una ciudad. No

viajaremos mucho en él. Pronto estaremos a bordo de un barco con rumbo

a Inglaterra.

—Inglaterra y Pemberley —dijo ella. Elizabeth miró alrededor del pabellón

de caza por última vez y luego tomo el brazo de él—. Entonces, vámonos.

Es tiempo de ir a casa.

Fin.

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50

Sobre la Autora… Amanda Grange

Amanda Grange nació en Yorkshire y pasó sus años

de adolescencia leyendo a Jane Austen y Georgette

Heyer, mientras que también encontraba tiempo para

estudiar música en la Universidad de Nottingham.

Tiene dieciséis novelas publicadas incluyendo entre

ellas seis narraciones de Jane Austen. Ella misma

dice sobre el diario de Mr Darcy: "Mucha diversión,

esta es la historia detrás del macho alfa".