Alberdi de la a a la z

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Por Felipe Pigna y Mariano Fain PRÓCERES DE LA A LA Presidenta de la Nación: Cristina Fernández de Kirchner. Unidad Ejecutora Bicentenario: Oscar Isidro José Parrilli; Jorge Edmundo Coscia; Tristán Bauer PENSAMIENTOS POLÍTICOS EN PRIMERA PERSONA JUAN bautista alberdi

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Biografía política en primera persona de J.B. Alberdi, por Felipe Pigna.

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Por Felipe Pigna y Mariano Fain

Próceres de la a la

Presidenta de la Nación: Cristina Fernández de Kirchner. Unidad Ejecutora Bicentenario: Oscar Isidro José Parrilli; Jorge Edmundo Coscia; Tristán Bauer

Pensamientos Políticos en Primera Persona

JUAN bautista alberdi

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“La democracia

es La Libertad

constituida en

gobierno, pues eL

verdadero gobierno

no es más ni menos

que La Libertad

organizada.”

Juan Bautista Alberdi

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Juan Bautista alberdi, tal vez el mayor jurista de la historia argentina nació en tucumán, tres meses y algunos días después de haberse producido la revolución de mayo. alberdi fue el responsable inte-lectual de nuestra constitución nacional y uno de los más grandes pensadores argentinos.

Fueron sus padres Doña Josefa Rosa de Aráoz, (quién murió al dar a luz

a nuestro prócer) y Don Sal-vador Alberdi, quien moriría cuando el menor tenía tan solo once años.

El mismo año que Alber-di iniciaba su escolariza-ción en una escuela tucu-mana, una de aquellas que fundara Belgrano, la patria comenzaba paralelamente una etapa muy importante de su existencia: el 24 de marzo de 1816 comenzaba a sesionar en esa misma provincia el Congreso que nos declarararía “ante la faz de la Tierra” como una Na-ción independiente.

En este centro de estu-dios tuvo como compañe-ros a Vicente Fidel López, Antonio Wilde y Miguel Cané, con quien comenzará

una profunda amistad. Alberdi no soportó el ré-

gimen disciplinario del co-legio, que en aquella época incluía encierros y castigos corporales y por ello dejó momentáneamente los es-tudios formales.

Lo que no pudo aban-donar fue su afición por la lectura, particularmente de pensadores europeos. Mientras trabaja como em-pleado en una tienda, leía apasionadamente a Rous-seau, estudiaba música, componía y daba conciertos de guitarra, f lauta y piano para sus amigos.

En 1831, retomó sus es-tudios, en la Universidad de Buenos Aires cursando la carrera de Leyes. Buscando escapar un poco a la pesada atmósfera que imprimía el régimen rosista al ambiente intelectual de Buenos Aires,

decidió continuar sus estu-dios en Córdoba, donde se graduó de Bachiller en Leyes.

Ya de regreso en su pro-vincia, a partir de una ges-tión de su hermano ante el gobernador tucumano Ale-jandro Heredia, con el cual este trabajaba, Alberdi ob-tuvo una carta de recomen-dación para ser presentada ante alguna personalidad inf luyente de Buenos Ai-res. Efectivamente Alberdi viajó a Buenos Aires y la misiva fue recibida por el mismísimo Facundo Quiro-

En 1824, con apenas 14 años, Juan Bautista se trasladó a Buenos Aires, donde ingresó en el Colegio de Ciencias Morales.

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ga, quién quedó a tal punto impresionado por la figura de Alberdi que ofreció cos-tearle la continuación de sus estudios en E.E.U.U.

Lamentablemente tan solo unos meses después Facundo Quiroga moría asesinado en Barranca Yaco, provincia de Córdoba, situación que posi-bilitaría el retorno de Rosas a la gobernación de Buenos Ai-res, pero ahora con la Suma del Poder Público

Muy vinculado a los inte-lectuales más lúcidos de su época Alberdi se incorpora-ría a aquel grupo difusor de las ideas del romanticismo europeo y se destacarían sus participaciones en el Salón Literario, el cual ha-bía sido fundado el 23 de agosto de 1835.

Ya en pleno régimen rosista Alberdi publicó en 1837 una de sus obras más importantes: Fragmento Preliminar al estudio del Derecho, en un texto muy poco valorado y hasta cri-ticado por sus contempo-ráneos al incomprenderlo e interpretarlo como un intento del pensador por acercarse a Rosas.

Por entonces, Alberdi al-quilaba una habitación jun-to a Juan María Gutiérrez en la casa de Mariquita Sán-chez de Thompson. Allí, en el mismo piano en el que se interpretó por primera vez el himno, Alberdi componía

sus Minués Argentinos.Alberdi fue el fundador

y principal redactor bajo el seudónimo de “Figari-llo” de La Moda, gacetín semanal de música, poesía, literatura y costumbres, del cual solo aparecieron 23 números, en él se com-binaban las descripciones

mas mordaces sobre las costumbres cotidianas; las aspiraciones mas profundas como: “el fin de la socie-dad (…) es el progreso, el desarrollo, la emancipación continua de la sociedad y de la humanidad” y las críticas mas directas aunque vela-

das al régimen de turno: “los clamores cotidianos de la tiranía no podrán contra los progresos fatales de la libertad”.

En junio de 1838 junto a Esteban Echeverría y Juan María Gutiérrez fundó la Asociación de la Joven Generación Argentina, si-

guiendo el modelo de las asociaciones románticas y revolucionarias de Europa. Este grupo de intelectuales pasará a la historia como la “Generación del 37”.

La mazorca, la policía secreta de Rosas, comenzó a vigilar de cerca las activida-

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des de la Asociación y ante el temor por lo que pudiera ocurrirle, Alberdi optó por exiliarse en Uruguay, de-jando en Buenos Aires un hijo recién nacido y varios amores inconclusos.

Llegó a Montevideo en noviembre de 1838. Allí se dedicó al periodismo político colaborando en diversas pu-blicaciones antirrositas como El Grito Argentino y Muera Rosas. De ese período son

también sus dos obras de tea-tro: La Revolución de Mayo y El Gigante Amapolas, una sátira sobre Rosas y los cau-dillos de la guerra civil.

En mayo de 1843, par-tió con Juan María Gutié-rrez hacia París, la meca de todos los románticos de la época. Llegó allí en sep-tiembre y en un encuentro realmente inigualable pudo entrevistar al General San Martín, con quien mantuvo

dos prolongados encuen-tros. Quedó muy impresio-nado por la sencillez y la vitalidad del viejo general, situación que recordó de ésta manera:

“Mis ojos clavados en la puerta por donde debía entrar, esperaban con im-paciencia el momento de su aparición. Entró por fin, con su sombrero en la mano, con la modestia y apoca-miento de un hombre co-

Alberdi manifestó gobernar es poblar entendiendo a la inmigración como un proceso central para la conformación del estado argentino.

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mún. ¡Que diferente le hallé del tipo que yo me había formado, oyendo las des-cripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en América! Por ejemplo: Yo le espera-ba más alto, y no es sino un poco más alto que los hom-bres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado; y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos bi-liosos. Yo le suponía grue-so, y sin embargo de que lo está más que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delga-do; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo de grave y solemne; pero lo hallé vivo y fácil en sus ade-manes, y su marcha, aun-que grave, desnuda de todo viso de afectación. Me lla-mó la atención su metal de voz, notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la lla-neza de un hombre común. Al ver el modo cómo se considera él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo así. Yo había oído que su salud padecía mucho, pero quedé sorprendido al verle más joven y más ágil que todos cuantos generales he conocido...”

A fines de 1843, decidió regresar a América para ra-dicarse, como Sarmiento, en Chile. Allí residió durante 17 años, la mayor parte del tiempo en Valparaíso, don-de trabajó como abogado y ejerciendo el periodismo.

Luego de la caída de Rosas en febrero de 1852, Alberdi se dedicó a la re-

dacción de la que sería su obra más trascendente y de mayores consecuencias fác-ticas: Bases y puntos de par-tida para la organización política de la República Ar-gentina. Concluida rápida-mente, en tan solo unas po-cas semanas su pluma había

podido pergeñar tremenda obra, seguramente impulsa-do por una gran esperanza de organizar efectivamente la república, se la envió a Urquiza, quien le agradeció su aporte en estos términos: “Su bien pensado libro es, a mi juicio, un medio de co-operación importantísimo. No ha podido ser escrito en una mejor oportunidad.”

La obra será una de las fuentes, indudablemente la mas importante, de nuestra Constitución Nacional la cual sería sancionada el 1º de mayo de 1853.

A fines de 1852 se produjo una histórica polémica con el no menos brillante Domin-go Faustino Sarmiento, por las diferencias de interpre-tación política y a raíz de los escritos de éste último en su libro: “Campaña en el ejér-cito Grande” en el cual mas allá de describir los aconte-cimientos que desencadena-ron en la batalla de Caseros se critica a Urquiza. Alberdi llegó a calificar a Sarmiento como: “caudillo de la pluma” y “producto típico de la Amé-rica despoblada” y se decidió a colaborar con el proyecto de la Confederación Urquicista.

En 1854 Urquiza es nom-brado presidente de la Con-federación Argentina y Al-berdi designado “Encargado de negocios” ante los gobier-nos de Francia, Inglaterra, el Vaticano y España. Antes

Con un gran poder de interpretación de la realidad, pero con un mayor aún carácter

premonitorio diría en uno de sus artículos

publicado en El Comercio de Valparaíso: “Los Estados Unidos no

pelean por glorias ni laureles, pelean

por ventajas, buscan mercados y quieren espacio en el Sur. El principio político de los Estados Unidos

es expansivo y conquistador”.

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de partir hacia su misión di-plomática escribió: Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina y De la integridad argentina bajo todos los gobiernos”. En ambos ensayos defendía las teorías liberales de Adam Smith y David Ricardo y se oponía al monopolio, al tra-bajo parasitario, abogando por un orden que garanti-zara al productor el fruto de sus esfuerzos y elevara el ni-vel de vida en general.

El 15 de abril de 1855, partió finalmente hacia Eu-ropa. Pasó primero por los Estados Unidos donde se entrevistó con el presidente Franklin Pierce. Luego se trasladó a Londres, donde conoció a la reina Victoria y, finalmente, a París, don-de se radicaría por 24 años.

El 17 de septiembre de 1861, Mitre derrotó en la batalla de Pavón a Urquiza y ponía fin así al proyecto de la Confederación. Alber-di fue despedido por Mitre de su cargo y reemplazado por Mariano Balcarce.

La situación de Alber-di no podía ser peor. Se le adeudaban dos años de sueldos como embajador y el nuevo gobierno se negaba a pagárselos y mucho me-nos a solventar su viaje de regreso. Comentó entonces: “el mitrismo es el rosismo cambiado de traje.”

Tuvo que quedarse en Pa-

rís. Sus únicos y escasos in-gresos provenían del alquiler de una propiedad en Chile.

Al producirse la guerra de la Triple Alianza, en la que se aliaron Argentina, Brasil y Uruguay con el ob-jeto de derrotar a la progre-sista Paraguay, Alberdi cri-ticó duramente el conf licto bautizándolo como Guerra de la Triple Infamia. Una vez concluido el conf licto y derrotado el pueblo pa-raguayo, escribió inspirado

por los horrores conocidos el libro: “El crimen de la guerra” en el que expresa: “La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho del Estado a juzgar su pleito con otro Estado. Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí mismo es siempre el crimen. Si lo que es crimen, tratándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la can-

tidad pueden servir para la apreciación de las circuns-tancias del crimen, no para su naturaleza esencial, que reside toda en sus relacio-nes con la ley moral.”

Alberdi recién pudo re-tornar a su patria un año antes de finalizar la presi-dencia de Nicolás Avella-neda, merced a un acuerdo entre éste y el futuro presi-dente Julio Argentino Roca. Alianza que propiciaba la candidatura de Alberdi como diputado nacional. A su retorno y luego de ser recibido con honores pudo reconciliarse con Domingo F. Sarmiento. El Nacional comentó: “sus luchas tena-ces y ardientes polémicas eran las de dos enamorados de una misma dama, nada menos que la patria”.

Pero más allá de estas grandes satisfacciones, Al-berdi se había ganado en estos años enemigos po-derosos como el General Mitre, que no le perdonaba su campaña a favor del Pa-raguay y sus acusaciones de falsear la historia y de com-pararse con San Martín y Belgrano, lanzadas en su obra Grandes y Pequeños Hombres del Plata.

Desde su banca de dipu-tados tuvo una participa-ción decisiva en los debates parlamentarios sobre la Ley de Federalización de Bue-nos Aires, que le dio final-

En 1859, se entrevistó en España con la reina

Isabel II quien reconoció nuestra independencia,

dando así fin a toda posibilidad de reclamo

territorial.

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Alberdi criticó profundamente la Guerra del Paraguay.

mente una Capital Federal a la República.

Cuando el nuevo presi-dente electo en 1880, Julio A. Roca quiso que el Esta-do argentino publicase las obras completas de Alber-di, Mitre lanzó, desde las páginas de La Nación, una feroz campaña en contra

del proyecto que termi-nó por ser rechazado por los senadores que también impugnaron su nombra-miento como embajador en Francia. Cansado y un tan-to humillado decidió alejar-se definitivamente del país. Partió rumbo a Francia el 3 de agosto de 1881 confesán-

dole a un amigo: “lo que me af lige es la soledad”. Murió en Nueilly-Sur-Seine, cerca de París, el 19 de junio de 1884. Sus restos fueron re-patriados en 1889 y descan-san en su provincia natal. En el cementerio de la Re-coleta existe un cenotafio en su honor.

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¡Y las aduanas!, grita la rutina. ¡Aberración! ¿Queréis embrutecer en nombre del fisco? ¿Pero hay nada menos fiscal que el atraso y la pobreza? Los Estados no se han hecho para las aduanas, sino éstas para los Estados. ¿Teméis que a fuerza de población y de riqueza falten recursos para costear las autoridades, que son indispensables para hacer respetar esas rique-zas? ¡Economía idiota, que teme la sed entre los raudales dulces del río del Paraná!

La aduana es la prohibición; es un impuesto que debiera borrarse de las rentas sudamericanas. Es un impuesto que gravita sobre la civilización y el progreso de estos países, cuyos elementos vienen de fuera. Se debiera, ensayar su supresión absoluta por 20 años, y acudir al empréstito para llenar el déficit. Eso sería gastar, en la libertad, que fecunda, un poco de lo que hemos gastado en la guerra, que esteriliza.

(sobre libro Bases y puntos de partida para la organización nacional)

Mi libro de las BASES es una obra de ac-ción que, aunque pensada con reposo, fue es-crita velozmente para alcanzar al tiempo en su carrera y aprovechar de su colaboración, que, en la obra de las leyes humanas, es lo que en la formación de las plantas y en la labor de los metales dúctiles. Sembrad fuera de la estación oportuna: no veréis nacer el trigo.

Dejad que el metal ablandado por el fuego recupere, con la frialdad, su dureza ordinaria: el martillo dará golpes impotentes. Hay siempre una hora dada en que la palabra humana se hace carne. Cuando ha sonado esa hora, el que propo-ne la palabra, orador o escritor, hace la ley. La ley no es suya en ese caso; es la obra de las cosas. Pero esa es la ley duradera, porque es la verdadera ley.

duanas ases

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Todas las constituciones cambian o su-cumben cuando son hijas de la imitación; la única que no cambia, la única que acompaña al país mientras vive, y por la cual vive, es la Constitución que ese país ha recibido de los acontecimientos de su historia, es decir, de los hechos que componen la cadena de su existen-cia, a partir del día de su nacimiento.

Los progresos de su civilización pueden modificarla y mejorarla en el sentido de la perfección absoluta del gobierno libre, pero pactando siempre con los hechos y elementos de su complexión histórica, de que un pueblo no puede desprenderse, como el hombre no es libre de abandonar, por su voluntad, su color, su temperamento, su estatura, las condiciones de su organismo, que recibió al nacer, como herencia de sus padres.

La constitución que no es original es mala, porque debiendo ser la expresión de una com-binación especial de hechos, de hombres y de cosas, debe ofrecer esencialmente la originali-dad que afecte esa combinación en el país que ha de constituirse. Lejos de ser extravagante la Constitución argentina, que se desemejare de las constituciones de los países más libres y más civilizados, habría la mayor extravagan-

cia en pretender regir una población pequeña malísimamente preparada para cualquier go-bierno constitucional, por el sistema que pre-valece en Estados Unidos o en Inglaterra, que son los países más civilizados y más libres.

La originalidad constitucional es la única a que se pueda aspirar sin inmodestia ni pre-tensión: ella no es como la originalidad en las bellas artes. No consiste en una novedad superior a todas las perfecciones conocidas, sino en la idoneidad para el caso especial en que deba tener aplicación. En este sentido, la originalidad en materia de asociación política es tan fácil y sencilla como en los convenios privados de asociación comercial o civil.

He aquí el fin de las constituciones de hoy día: ellas deben propender a organizar y cons-tituir los grandes medios prácticos de sacar a la América emancipada del estado obscuro y subalterno en que se encuentra.

Siendo el crédito del Estado el recurso más positivo de que pueda disponer en esta época anormal y extraordinaria por ser de creación y formación, será preciso que los gobiernos ar-gentinos sean muy ciegos para que desconoz-can que faltar a sus deberes en el pago de los intereses de la deuda, es lo mismo que envene-nar el único pan de su alimento, y suicidarse; es algo más desastroso que faltar al honor, es condenarse a la bancarrota y al hambre.

(…) la paz sólo viene por el camino de la ley. La Constitución es el medio más pode-roso de pacificación y de orden. La dictadura es una provocación perpetua a la pelea; es un sarcasmo, un insulto sangriento a los que obe-decen sin reserva.

La dictadura es la anarquía constituida y convertida en institución permanente. (…) no hay paz durable en el mundo que no repose en un pacto expreso, conciliatorio de los inte-reses públicos y privados.

onstituciones

ompromisos internacionaLes

ictadura

La Constitución histórica, obra de los hechos, es la unión viva, la única real y permanente de cada país, que sobrevive a todos los ensayos y, sobrenada en todos los naufragios.

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La educación no es la instrucción, ni vice-versa. La educación es la cultura del alma, la mejora y perfección del carácter, la enseñanza del corazón, la moralización del hombre: en una palabra la sociabilidad. La instrucción es la cultura de la inteligencia, el enriquecimien-to del saber, la adquisición de conocimientos. No solamente no son la misma cosa, sino que a menudo están separadas y se excluyen recípro-camente. De ahí los ejemplos infinitos de hom-bres perversos y dañinos, que son inteligentes e instruidos, y de hombres ignorantes, llenos de bondad y de cultura en su conducta.

Los árboles son susceptibles de educación; pero sólo se instruye a los seres racionales.

Aquel error condujo a otro: el de desaten-der la educación que se opera por la acción espontánea de las cosas, la educación que se hace por el ejemplo de una vida más civilizada que la nuestra; educación fecunda, que Rous-seau comprendió en toda su importancia y llamó educación de las cosas.

Ella debe tener el lugar que damos a la instrucción en la edad presente de nuestras Repúblicas, por ser el medio más eficaz y más apto de sacarlas con prontitud del atraso en que existen.

Nuestros primeros publicistas dijeron: «¿De qué modo se promueve y fomenta la cul-tura de los grandes Estados europeos? Por la instrucción, principalmente: luego éste debe ser nuestro punto de partida.

Ellos no vieron que nuestros pueblos na-cientes estaban en el caso de hacerse, de for-marse, antes de instruirse, y que si la instruc-ción es el medio de cultura de los pueblos ya desenvueltos, la educación por medio de las cosas es el medio de instrucción que más con-viene a pueblos que empiezan a crearse.

En cuanto a la instrucción que se dio a nuestro pueblo, jamás fue adecuada a sus ne-cesidades. Copiada de la que recibían pueblos

que no se hallan en nuestro caso, fue siempre estéril y sin resultado provechoso.

La instrucción superior en nuestras Re-públicas no fue menos estéril e inadecuada a nuestras necesidades. ¿Qué han sido nuestros institutos y universidades de Sud América, sino fábricas de charlatanismo, de ociosidad, de demagogia y de presunción titulada?

Los ensayos de Rivadavia, en la instrucción secundaria, tenían el defecto de que las cien-cias morales y filosóficas eran preferidas a las ciencias prácticas y de aplicación, que son las que deben ponernos en aptitud de vencer esta naturaleza selvática que nos domina por todas partes, siendo la principal misión de nuestra cultura actual el convertirla y vencerla. El principal establecimiento se llamó colegio de ciencias morales. Habría sido mejor que se ti-tulara y fuese colegio de ciencias exactas y de artes aplicadas a la industria.

No pretendo que la moral deba ser olvidada. Sé que sin ella la industria es imposible; pero los hechos prueban que se llega a la moral más presto por el camino de los hábitos laboriosos y productivos de esas nociones honestas, que no por la instrucción abstracta. Estos países nece-sitan más de ingenieros, de geólogos y natura-listas, que de abogados y teólogos. Su mejora se hará con caminos, con pozos artesianos, con inmigraciones, y no con periódicos agitadores o serviles, ni con sermones o leyendas.

En nuestros planes de instrucción debemos huir de los sofistas, que hacen demagogos, y del monaquismo, que hace esclavos y carac-teres disimulados. Que el clero se eduque a sí mismo, pero no se encargue de formar nues-tros abogados y estadistas, nuestros negocian-tes, marinos y guerreros.

La instrucción, para ser fecunda, ha de con-traerse a ciencias y artes de aplicación, a cosas prácticas, a lenguas vivas, a conocimientos de utilidad material e inmediata.

ducaciÓn e instrucciÓn

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El ferrocarril es el medio de dar vuelta al derecho lo que la España colonizadora colocó al revés en este continente. Ella colocó las cabe-zas de nuestros Estados donde deben estar los pies. Para sus miras de aislamiento y monopo-lio, fue sabio ese sistema; para las nuestras de expansión y libertad comercial, es funesto. Es preciso traer las capitales a las costas, o bien llevar el litoral al interior del continente. El ferrocarril y el telégrafo eléctrico, que son la supresión del espacio, obran este portento mejor que todos los potentados de la tierra. El ferrocarril innova, reforma y cambia las cosas más difíciles, sin decretos ni asonadas.

Él hará la unidad de la República Argen-tina mejor que todos los congresos. Los con-gresos podrán declarar una e indivisible; sin el camino de fierro que acerque sus extremos remotos, quedará siempre divisible y dividida contra todos los decretos legislativos.

Sin el ferrocarril no tendréis unidad política en países donde la distancia hace imposible la

acción del poder central. ¿Queréis que el gobier-no, que los legisladores, que los tribunales de la capital litoral, legislen y juzguen los asuntos de las provincias de San Juan y Mendoza, por ejemplo? Traed el litoral hasta esos parajes por el ferrocarril, o viceversa; colocad esos extre-mos a tres días de distancia, por lo menos. Pero tener la metrópoli o capital a 20 días, es poco menos que tenerla en España, como cuando re-gía el sistema antiguo, que destruimos por ese absurdo especialmente. Así, pues, la unidad po-lítica debe empezar por la unidad territorial, y sólo el ferrocarril puede hacer de dos parajes se-parados por quinientas leguas un paraje único.

Tampoco podréis llevar hasta el interior de nuestros países la acción de Europa por medio de sus inmigraciones, que hoy regeneran nues-tras costas, sino por vehículos tan poderosos como los ferrocarriles. Ellos son o serán a la vida local de nuestros territorios interiores lo que las grandes arterias a los extremos inferio-res del cuerpo humano, manantiales de vida.

errocarriLes

Alberdi expresó sobre los ferrocarriles El ferrocarril es el medio de dar vuelta al derecho lo que la España colonizadora colocó al revés en este continente

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En América gobernar es poblar ¿Qué nom-bre daréis, qué nombre merece un país com-puesto de doscientas mil leguas de territorio y de una población de ochocientos mil habi-tantes? Un desierto. ¿Qué nombre daréis a la Constitución de ese país? La Constitución de un desierto. Pues bien, ese país es la República Argentina; y cualquiera que sea su Constitu-ción no será otra cosa por muchos años que la Constitución de un desierto.

Pero, ¿cuál es la Constitución que mejor con-viene al desierto? La que sirve para hacerlo des-aparecer; la que sirve para hacer que el desierto deje de serlo en el menor tiempo posible, y se convierta en país poblado. Luego éste debe ser el fin político, y no puede ser otro, de la Consti-tución argentina y en general de todas las Cons-tituciones de Sud América. Las Constituciones de países despoblados no pueden tener otro fin serio y racional, por ahora y por muchos años, que dar al solitario y abandonado territorio la población de que necesita, como instrumento fundamental de su desarrollo y progreso.

La América independiente está llamada a proseguir en su territorio la obra empezada y dejada a la mitad por la España de 1450. La co-lonización, la población de este mundo, nuevo hasta hoy a pesar de los trescientos años trans-curridos desde su descubrimiento, debe llevar-se a cabo por los mismos Estados americanos constituidos en cuerpos independientes y sobe-ranos. La obra es la misma, aunque los autores sean diferentes. En otro tiempo nos poblaba España; hoy nos poblamos nosotros mismos. A este fin capital deben dirigirse todas nuestras constituciones. Necesitamos constituciones, necesitamos una política de creación, de pobla-ción, de conquista sobre la soledad y el desierto.

Los gobiernos americanos, como institu-ción y como personas, no tienen otra misión seria, por ahora, que la de formar y desenvolver la población de los territorios de su mando (…)

La población de todas partes, y esencial-mente en América, forma la substancia en tor-no de la cual se realizan y desenvuelven todos los fenómenos de la economía social.

Por ella y para ella todo se agita y realiza en el mundo de los hechos económicos.

Principal instrumento de la producción, cede en su beneficio la distribución de la ri-queza nacional. La población es el fin y es el medio al mismo tiempo.

Es pues esencialmente económico el fin de la política constitucional y del gobierno en

América. Así, en América gobernar es poblar. Definir de otro modo el gobierno, es descono-cer su misión sudamericana.

Con un millón escaso de habitantes por toda población en un territorio de doscientas mil leguas, no tiene de nación la República Argentina sino el nombre y el territorio. Su distancia de Europa le vale el ser reconocida nación independiente. La falta de población que le impide ser nación, le impide también la adquisición de un gobierno general completo.

Según esto, la población de la República Argentina, hoy desierta y solitaria, debe ser el grande y primordial fin de su Constitución por largos años. Ella debe garantizar la ejecución de todos los medios de obtener ese vital resultado. Yo llamaré estos medios garantías públicas de progreso y de engrandecimiento. En este punto la Constitución no debe limitarse a promesas; debe dar garantías de ejecución y realidad.

obernar es pobLar

En este sentido, la ciencia económica, según la palabra de uno de sus grandes órganos, pudiera resumirse entera en

la ciencia de la población; por lo menos ella constituye su principio y fin.

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(…) el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra.

Estos actos son crímenes por las leyes de to-das las naciones del mundo. La guerra los san-ciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y sacríle-go, que es un sarcasmo contra la civilización.

El crimen de la guerra es el de la justicia ejer-cida de un modo criminal, pues también la jus-ticia puede servir de instrumento del crimen, y nada lo prueba mejor que la guerra misma, la cual es un derecho, como lo demuestra Grocio, pero un derecho que, debiendo ser ejercido por la parte interesada, erigida en juez de su cuestión, no puede humanamente dejar de ser parcial en su favor al ejercerlo, y en esa parcialidad, gene-ralmente enorme, reside el crimen de la guerra.

La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho del Estado a juzgar su pleito con otro Estado.

Toda guerra es presumida justa porque todo acto soberano, como acto legal, es decir, del legislador, es presumido justo. Pero como todo juez deja de ser justo cuando juzga su propio pleito, la guerra, por ser la justicia de la parte, se presume injusta de derecho.

La guerra considerada como crimen, -el cri-men de la guerra- no puede ser objeto de un libro, sino de un capítulo del libro que trata del derecho de las Naciones entre sí: es el capítulo del derecho penal internacional. Pero ese capítulo es domi-nado por el libro en su principio y doctrina. Así, hablar del crimen de la guerra, es tocar todo el derecho de gentes por su base.

El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o el derecho natural de las naciones, como de los individuos.

Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí mismo es siempre el crimen.

Para probar que la guerra es un crimen, es decir, una violencia de la justicia en el exter-minio de seres libres y jurídicos, el proceder debe ser el mismo que el derecho penal em-plea diariamente para probar la criminalidad de un hecho y de un hombre.

La estadística no es un medio de probar que la guerra es un crimen. Si lo que es crimen, tra-tándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la cantidad pueden servir para la apreciación de las circunstancias del crimen, no para su naturaleza esencial, que re-side toda en sus relaciones con la ley moral.

La guerra no puede tener más que un fun-damento legítimo, y es el derecho de defender la propia existencia. En este sentido, el dere-cho de matar se funda en el derecho de vivir, y sólo en defensa de la vida se puede quitar la vida. En saliendo de ahí el homicidio es asesi-nato, sea de hombre a hombre, sea de nación a nación. El derecho de mil no pesa más que el derecho de uno solo en la balanza de la justi-cia; y mil derechos juntos no pueden hacer que lo que es crimen sea un acto legítimo.

Basta eso solo para que todo el que hace la guerra pretenda que la hace en su defensa. Na-die se confiesa agresor, lo mismo en las quere-llas individuales que en las de pueblo a pueblo.

Pero como los dos no pueden ser agresores, ni los dos defensores a la vez, uno debe ser ne-cesariamente el agresor, el atentador, el inicia-dor de la guerra y por tanto el criminal .

El crimen de la guerra vivirá eternamente como un derecho mientras no se castigue en todos y cada uno de sus cómplices.

uerra La paz que conduce a la guerra, es la paz de los muertos, no la paz de los vivos.

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Si la historia es una escuela de gobierno, no debemos malograr sus lecciones porque sea mortificante su lenguaje.

No queramos encubrir y obscurecer el pasa-do para disculpar el presente. No alteremos la verdad de ayer para desfigurar la verdad de hoy.

Cuando Inglaterra ha visto arder Europa en la guerra civil, no ha entregado su juventud al misticismo para salvarse; ha levantado un templo a la industria y le ha rendido un culto, que ha obligado a los demagogos a avergon-zarse de su locura.

La industria es el calmante por excelencia. Ella conduce por el bienestar y por la riqueza al orden, por el orden a la libertad: ejemplos de ello Inglaterra y los Estados Unidos. La indus-tria es el gran medio de moralización. Facili-tando los medios de vivir, previene el delito, hijo las más veces de la miseria y del ocio. En vano llenaréis la inteligencia de la juventud de nociones abstractas sobre religión; si la dejáis ociosa y pobre, a menos que no la entreguéis a la mendicidad monacal, será arrastrada a la corrupción por el gusto de las comodidades que no puede obtener por falta de medios.

Será corrompida sin dejar de ser fanática. Inglaterra y los Estados Unidos han llegado a la moralidad religiosa por la industria; y Es-paña no ha podido llegar a la industria y a la libertad por simple devoción. España no ha pecado nunca por impía; pero no le ha bas-tado eso para escapar de la pobreza, de la co-rrupción y del despotismo.

istoria

ndustria

Epigrafe

La industria es el único medio de encaminar la juventud al orden.

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JUAN BAUTISTA ALBERDI | 17Próceres de la A a la Z

¿Cómo, en qué forma vendrá en lo futuro el espíritu vivificante de la civilización europea a nuestro suelo? Como vino en todas épocas: Europa nos traerá su espíritu nuevo, sus hábi-tos de industria, sus prácticas de civilización, en las inmigraciones que nos envíe.

Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilizaciones en sus hábitos, que luego comunica a nuestros habitantes que mu-chos libros de filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hom-bre laborioso es el catecismo más edificante.

¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la labo-riosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de sus habitantes y radiqué-moslas aquí.

¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina y de industria prevalezcan en nues-tra América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son comuni-cativos; al lado del industrial europeo pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no se propaga de semilla. Es como la viña, prende de gajo.

Este es el medio único de que América, hoy desierta, llegue a ser un mundo opulento en poco tiempo. La reproducción por sí sola es medio lentísimo.

Si queremos ver agrandados nuestros Esta-dos en corto tiempo, traigamos de fuera sus elementos ya formados y preparados.

Sin grandes poblaciones no hay desarrollo de cultura, no hay progreso considerable; todo es mezquino y pequeño.

La población -necesidad sudamericana que representa todas las demás- es la medida exacta de la capacidad de nuestros gobiernos. El ministro de Estado que no duplica el censo de estos pueblos cada diez años, ha perdido su tiempo en bagatelas y nimiedades.

No tendréis orden ni educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación.

Multiplicad la población seria, y veréis a los vanos agitadores, desairados y solos, con sus planes de revueltas frívolas, en medio de un mundo absorbido por ocupaciones graves.

La inmigración espontánea es la verdade-ra y grande inmigración. Nuestros gobiernos deben provocarla, no haciéndose ellos empre-sarios, no por mezquinas concesiones de te-rreno habitables por osos, en contratos falaces y usurarios, más dañinos a la población que al poblador, no por puñaditos de hombres, por arreglillos propios para hacer el negocio de al-gún especulador influyente; eso es la mentira, la farsa de la inmigración fecunda; sino por el sistema grande, largo y desinteresado, que ha hecho nacer a California en cuatro años por la libertad prodigada, por franquicias que hagan olvidar su condición al extranjero, persua-diéndole de que habita su patria; facilitando, sin medida ni regla, todas las miras legítimas, todas las tendencias útiles.

Los Estados Unidos son un pueblo tan adelantado, porque se componen y se han compuesto incesantemente de elementos eu-ropeos. En todas épocas han recibido una in-migración abundantísima de Europa.

No temáis tampoco que la nacionalidad se comprometa por la acumulación de extranje-ros, ni que desaparezca el tipo nacional. Ese temor es estrecho y preocupado.

Mucha sangre extranjera ha corrido en de-fensa de la independencia americana.

No temáis, pues, la confusión de razas y de lenguas. De la Babel, del caos saldrá algún día brillante y nítida la nacionalidad sudamerica-na. El suelo prohíja a los hombres, los arras-tra, se los asimila y hace suyos. El emigrado es como el colono; deja la madre patria por la patria de su adopción.

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Donde la justicia es cara, nadie la busca, y todo se entrega al dominio de la iniquidad. Entre la injusticia barata y la justicia cara, no hay término que elegir.

No hay aliciente para trabajar en la adqui-sición de bienes que han de estar a la merced de los pícaros.

La ley, la Constitución, el gobierno, son palabras vacías, si no se reducen a hechos por la mano del juez, que, en último resultado, es quien los hace ser realidad o mentira.

El gobierno no ha sido creado para hacer ganancias, sino para hacer justicia; no ha sido creado para hacerse rico, sino para ser el guar-dián y centinela de los derechos del hombre, el primero de los cuales es el derecho al trabajo, o bien sea la libertad de industria.

Libertad es poder, fuerza, capacidad de ha-cer o no hacer lo que nuestra voluntad desea. Como la fuerza y el poder humano residen en la capacidad inteligente y moral del hombre más que en su capacidad material o animal, no hay más medio de extender y propagar la libertad, que generalizar y extender las condi-ciones de la libertad, que son la educación, la industria, la riqueza, la capacidad, en fin, en que consiste la fuerza que se llama libertad.

La libertad del hombre es el manantial de toda nuestra sociabilidad. A causa de que to-dos los hombres son libres, es que todos son iguales, y a causa de que todos tienen derecho a su dirección colectiva, es decir, todos tienen parte en la soberanía del pueblo.

En cuanto a la mujer, artífice modesto y pode-roso, que, desde su rincón, hace las costumbres privadas y públicas, organiza la familia, prepa-ra el ciudadano y echa las bases del Estado, su instrucción no debe ser brillante. Necesitamos señoras y no artistas. La mujer debe brillar con el brillo del honor, de la dignidad, de la modestia de su vida. Sus destinos son serios; no ha venido al mundo para ornar el salón, sino para hermo-sear la soledad fecunda del hogar. Darle apego a su casa, es salvarla; y para que la casa la atraiga, se debe hacer de ella un Edén. Bien se comprende que la conservación de ese Edén exige una asis-tencia y una laboriosidad incesantes, y que una mujer laboriosa no tiene el tiempo de perderse, ni el gusto de disiparse en vanas reuniones.

La nacionalidad y el amor a la patria no son más que una ampliación del amor a la familia y al hogar, y ni estos sentimientos, ni ningún otro, pueden ser impuestos por disposiciones legales. No puede existir para un hombre más familia ni más hogar que el medio en que ha nacido y se ha criado. Indudablemente, se sen-tirá ligado al hogar de sus abuelos por vínculos de consideración y de respeto profundo; pero todas las raíces de sus sentimientos íntimos lo atan al hogar y a la familia en que ha nacido, cuya savia se ha apropiado y donde ha recibi-do las primeras impresiones, que modelaron su espíritu e imprimieron les rasgos caracte-rísticos de su propia personalidad.

usticia ibertad

ujer acionaLidad

La propiedad, la vida, el honor, son bienes nominales, cuando la justicia es mala.

La espada es impotente para el cultivo de esas condiciones, y el soldado es tan propio para formar la libertad como lo es el moralista para fundir cañones.

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Se hace este argumento: educando nues-tras masas, tendremos orden; teniendo orden vendrá la población de fuera.

Os diré que invertís el verdadero método de progreso. No tendréis orden ni educación popular, sino por el influjo de masas introdu-cidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación.

Multiplicad la población seria, y veréis a los vanos agitadores, desairados y solos, con sus planes de revueltas frívolas, en medio de un mundo absorbido por ocupaciones graves.

La primera condición del patriotismo es el desinterés.

Recordemos a nuestro pueblo que la patria no es el suelo. Tenemos suelo hace tres siglos, y sólo tenemos patria desde 1810. La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civiliza-ción organizados en el suelo nativo, bajo su enseña y en su nombre.

Pues bien; esto se nos ha traído por Europa: es decir, Europa nos ha traído la noción del or-den, la ciencia de la libertad, el arte de la rique-za, los principios de la civilización cristiana. Europa, pues, nos ha traído la patria, si agrega-mos que nos trajo hasta la población, que cons-tituye el personal y el cuerpo de la patria.

La iniciativa privada ha desmontado, des-aguado, fertilizado nuestras campañas y edi-ficado nuestras ciudades; ella ha descubierto y explotado minas, trazado rutas, abierto ca-nales, construido caminos de hierro con sus trabajos de arte; ella ha inventado y llevado a su perfección el arado, el oficio de tejer, la má-quina de vapor, la prensa, innumerables má-quinas; ha construido nuestros bajeles, nues-tras inmensas manufacturas, los recipientes de nuestros puertos; ella ha formado los bancos, las compañías de seguros, los perió-dicos, ha cubierto la mar de una red de líneas de vapor, y la tierra de una red eléctrica. La iniciativa privada ha conducido la agricultu-ra, la industria y el comercio a la prosperidad presente y actualmente la impele en la misma vía con rapidez creciente. ¿Por eso desconfiáis de la iniciativa privada?.

“Porque, además, para esto último, el Esta-do absorbe toda la actividad de los individuos; esto es, el gobierno engancha en las filas de sus empleados a los individuos que serían más ca-paces entregados a sí mismos. En todo inter-viene el Estado y todo se hace por su iniciativa en la gestión de sus intereses públicos. El Es-tado se hace fabricante, constructor, empresa-rio, banquero, comerciante, editor y se distrae así de su mandato esencial y único, que es proteger a los individuos de que se compone, contra toda agresión interna y externa. En to-das las funciones

que no son de la esencia del Gobierno, obra como un ignorante y como un concurrente dañino de los particulares, empeorando el servicio del país, lejos de mejorarlo.

El Estado no ha sido hecho para hacer ga-nancias, sino para hacer justicia, no ha sido hecho para hacerse rico, sino centinela y guar-dián de los derechos del hombre.

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rivado versus estataL

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En efecto, ¿quién hace la riqueza? ¿Es la riqueza obra del gobierno? ¿Se decreta la ri-queza? El gobierno tiene el poder de estorbar o ayudar a su producción, pero no es obra suya la creación de la riqueza.

Cuando se dice que la riqueza nace del tra-bajo, se entiende que del trabajo del hombre, pues trata la riqueza del hombre.

En otros términos, la riqueza nace del hombre.

Decir que hay tierras que producen algodón, seda, caña de azúcar, etc., es como decir que la máquina de vapor produce movimientos, el mo-lino produce harina, el telar produce lienzo, etc.

No es la máquina la que produce sino el maquinista. La máquina es el instrumento de que se sirve el hombre para producir; y la tie-rra es una máquina como el arado mismo en manos del hombre, único productor.

El hombre produce en proporción, no de la fertilidad del suelo que le sirve de instrumen-to, sino en proporción de la resistencia que el suelo le ofrece para que él produzca.

El suelo pobre produce al hombre rico, por-que la pobreza del suelo estimula el trabajo del hombre al que más tarde debe éste su riqueza.

El suelo que produce sin trabajo, sólo fo-menta hombres que no saben trabajar. No mueren de hambre, pero jamás son ricos. Son parásitos del suelo y viven como las plantas, la vida de las plantas naturalmente, no la vida digna del ente humano, que es el creador y ha-cedor de su propia riqueza.

La riqueza natural y espontánea de ciertos territorios es un escollo de que deben preser-varse los pueblos inteligentes que los habitan. Todo pueblo que come de la limosna del suelo, será un pueblo de mendigos toda su vida. Que el pródigo o benefactor sea el suelo o el hom-bre, el mendigo es el mismo.

La tierra es la madre, el hombre es el padre de la riqueza. En la maternidad de la riqueza

no hay generación espontánea. No hay pro-ducción de riqueza si la tierra no es fecundada por el hombre. Trabajar es fecundar. El trabajo es la vida, es el goce, es la felicidad del hombre. No es su castigo. Si es verdad que el hombre nace para vivir del sudor de su frente, no es me-nos cierto que el sudor se hizo para la salud del hombre; que sudar es gozar, y que el trabajo es un goce más bien que un sufrimiento. Trabajar es crear, producir, multiplicarse en las obras de su hechura: nada puede haber más plácido y lisonjero para una naturaleza elevada.

La forma más fecunda y útil en que la ri-queza extranjera puede introducirse y aclima-tarse en un país nuevo, es la de una inmigra-ción de población inteligente y trabajadora, sin la cual los metales ricos se quedarán siglos y siglos en las entrañas de la tierra; y la tierra, con todas sus ventajas de clima, irrigación, temperatura, ríos, montañas, llanuras, plan-tas y animales útiles, se quedará siglos y siglos tan pobre como el Chaco, como Mojas, como Lipes, como Patagonia.

iqueza

Alberdi mantuvo una feroz polémica con Sarmiento al que calíficó como un gaucho malo de la prensa

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Él es uno de los viejos caudillos, sin tener su excusa; él hace lo que hacían Quiroga, Be-navídez, Aldao, el Chacho, López, Ibarra, etc., que fueron, todos, agentes y servidores de Ro-sas, o de los intereses que Rosas servía.

Todos ellos defendieron la federación de Rosas.

¿Qué era la federación de Rosas? Lo que es hoy día, desde que Sarmiento la restauró por su reforma de la Constitución: la autonomía, la independencia, la integridad provincial de Buenos Aires, es decir, la ciudad de Buenos Aires, capital de la provincia, comprendiendo como suyos todos los establecimientos públi-cos de Buenos Aires, el puerto único, la adua-na, la renta de aduana o el tesoro, el crédito pú-blico o el Banco de la Provincia, sin control de la Nación. Con esta diferencia, que es todo el progreso actual: los más de esos establecimien-tos son declarados nominalmente nacionales, pero mantenidos virtualmente provinciales o de la provincia en que están situados. No dan su propiedad, pero dan su posesión. (...)

Toda la federación de Rosas de que Sar-miento es uno de los restauradores estaba en esas pocas indicadas.

El Facundo es un himno a Rivadavia. Sar-miento y su obra son la consagración real de Rosas. Al uno rinde culto de palabra; al otro de obras. Para él, son un crimen los principios de Rivadavia y un criminal la persona de Ro-sas. Su civilización actual es lo que era su bar-barie del Facundo en otro tiempo.

Firmad tratados con el extranjero en que deis garantías de que sus derechos naturales de propiedad, de libertad civil, de seguridad, de adquisición y de tránsito, les serán respeta-dos. Esos tratados serán la más bella parte de la Constitución. Para que esa rama del derecho público sea inviolable y duradera, firmad trata-dos por término indefinido o prolongadísimo. No temáis encadenaros al orden y a la cultura.

Temer que los tratados sean perpetuos, es temer que se perpetúen las garantías indivi-duales en nuestro suelo.

No temáis enajenar el porvenir remoto de nuestra industria a la civilización, si hay riesgo de que la arrebaten la barbarie o la tiranía in-teriores. El temor a los tratados es resabio de la primera época guerrera de nuestra revolución: es un principio viejo y pasado de tiempo (…)

Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civi-lización del mundo. ¿Queréis, en efecto, que nuestras constituciones y todas las garantías de industria, de propiedad y libertad civil, consagradas por ellas, vivan inviolables bajo el protectorado del cañón de todos los pue-blos, sin mengua de nuestra nacionalidad? Consignad los derechos y garantías civiles, que ellas otorgan a sus habitantes, en trata-dos de amistad, de comercio y de navegación con el extranjero. Manteniendo, haciendo él mantener los tratados, no hará sino mantener nuestra Constitución. Cuantas más garantías deis al extranjero, mayores derechos asegura-dos tendréis en vuestro país.

Tratad con todas las naciones, no con algu-nas, conceded a todas las mismas garantías, para que ninguna pueda subyugaros, y para que las unas sirvan de obstáculo contra las as-piraciones de las otras.

armiento ratados internacionaLes

¿Hace Sarmiento otra cosa que hicieron esos caudillos que, según él, representaron la barbarie en su país,

como él la representa hoy día?

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La federación o unidad, es decir, la mayor o menor centralización del gobierno general, son un accidente, un accesorio subalterno de la forma de gobierno.

Pero, desde que se habla de constitución y de gobierno generales, tenemos ya que la federa-ción no será una simple alianza de Provincias independientes.

Una constitución no es una alianza. Las alianzas no suponen un gobierno general, como lo supone esencialmente una constitución.

(…) la República Argentina será y no podrá menos de ser un Estado federativo, una Repú-blica nacional, compuesta de varias provin-cias, a la vez independientes y subordinadas al gobierno general creado por ellas.

La idea de una unidad pura debe ser aban-donada de buena fe, no por vía de concesión, sino por convencimiento. Es un hermoso ideal de gobierno; pero en la actualidad de nuestro país, imposible en la práctica. Lo que es impo-sible, no es del dominio de la política, pertene-ce a la universidad, o si es bello, a la poesía.

La distancia es origen de soberanía local, porque ella suple la fuerza. ¿Por qué es inde-pendiente el gaucho? Porque habita la pampa.

Como lo general de los legisladores de la América del Sud, imitando las constituciones de la revolución francesa, sancionaron la uni-dad indivisible en países vastísimos y desier-tos, que, si bien son susceptibles de un gobier-no, no lo son de un gobierno indivisible.

Los motivos que ellos invocaban en favor de su admisión, son precisamente los que lo ha-cían imposible: tales eran la gran extensión del territorio, la falta de población, de luces, de re-cursos. Esos motivos podían justificar su con-veniencia o necesidad, pero no su posibilidad.

No tenemos luces ni riquezas en los pue-blos para ser federales, decían. ¿Pero creéis que la unidad sea el gobierno de los ignorantes y de los pobres?

Nosotros somos incapaces de federación y de unidad perfectas, porque somos pobres, incultos y pocos.

Para todos los sistemas tenemos obstácu-los, y para el republicano representativo tanto como para otro cualquiera. Sin embargo es-tamos arrojados en él, y no conocemos otros más aplicables a pesar de nuestras desventa-jas. La democracia misma se aviene mal con nuestros medios, y sin embargo estamos en ella y somos incapaces de vivir sin ella.

Pues esto mismo sucederá con nuestro fe-deralismo o sistema general de gobierno; será incompleto, pero inevitable a la vez.

La verdad es la fiebre amarilla de los gobier-nos americanos: ella los diezma los destruye.

Cuando la verdad es castigada y arrojada del país por su abominable empeño de revelar los vicios naturales de sus gobiernos civilizados, busca su refugio en países extranjeros, desde donde sigue derramando su luz impertinente sobre los puntos negros de nuestra política. Es

natural que el gobierno la haga perseguir y cas-tigar en el extranjero, conforme al derecho de gentes. Este es el fin de sus legaciones y el ob-jeto que sus ministros diplomáticos persiguen por tratados de extradición, de los que se hacen culpables del crimen ordinario de incendio in-telectual y literario, y de robos de reputaciones perpetrados en las personas del gobierno.

nidad o FederaciÓn (FederaLismo)

erdad

Pero la voz federación significa liga, unión, vínculo.

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JUAN BAUTISTA ALBERDI | 23Próceres de la A a la Z

JUan BaUtista alBerDi

Alberdi Juan Bautista. Bases y puntos de partida para la organización política de la República de Argentina. Editorial La Facultad. Buenos Aires 1915.

Alberdi Juan Bautista. El Crimen de la guerra. Edición crítico-genética/estudio preliminar. Editorial UNSAM San Martín 2007.

Alberdi Juan Bautista. La Guerra del Paraguay. Biblioteca Argentina de Historia y Política. Coleccción dirigida por Pablo Constantini. Editorial Hyspamérica. Buenos Aires 1986.

Alberdi Juan Bautista. Grandes y pequeños hombres del Plata. Editorial Plus Ultra. Buenos Aires 1974.

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Presidenta de La Nación: Dra. Cristina Fernández de Kirchner. Unidad Ejecutora del Bicentenario: Dr. Oscar I. Parrilli, Jorge E.o Coscia,Tristán Bauer. Autores: Felipe Pigna y Mariano Fain. Diseño y Diagramación: En Carrera S.A. Dirección de Arte y edición: Daniel Flores. Diagramación: Sofía Martina. Propietario: Secretaria General Presidencia de la Naciónsta

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