Alberto Salcedo Ramos_Las Verdades de Mi Madre

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Las verdades de mi madre (crónica) por Alberto Salcedo Ramos En la infancia pensaba que Ledia Ramos Quiroz, mi madre, era mayor que mi abuelo. Supongo que mi impresión se debía a que ella, con sus 1,75 m de estatura y su aire de mando, parecía empequeñecer todo lo que la rodeaba. Yo alardeaba frente a mis primos: les decía que mi madre era tan inteligente que no necesitó nacer niña y por eso había sido grande desde chiquita. Todo lo suyo era serio, desde el color de sus ensaladas hasta el diseño de la ropa que nos compraba: camisas grises para mí, faldas hasta los tobillos para mi hermana.(Continúa en la página interior). A ella no le gustaban ni el ruido, ni la histeria, ni las parejas que se besaban en la calle, ni los niños que se sentaban a la mesa sin lavarse las manos, ni las mujeres que llamaban siete veces diarias a la casa del novio, ni los hombres que se descamisaban en público. Todavía hoy me parece que su sentido del deber era dramático y en algunos casos hasta desconsiderado con ella misma. También se me antojaba excesivo el rigor con el que solía entregarse a la búsqueda de la verdad, aun en los casos en que esa verdad podía resultarle adversa o dolorosa. Mi madre era incapaz de regalar un piropo en el que no creyera. Mi madre

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crónica de Alberto Salcedo Ramos, puede encontrarse en la compilación La eterna parranda

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Las verdades de mi madre (crnica) por Alberto Salcedo RamosEn la infancia pensaba que Ledia Ramos Quiroz, mi madre, era mayor que mi abuelo. Supongo que mi impresin se deba a que ella, con sus 1,75 m de estatura y su aire de mando, pareca empequeecer todo lo que la rodeaba. Yo alardeaba frente a mis primos: les deca que mi madre era tan inteligente que no necesit nacer nia y por eso haba sido grande desde chiquita. Todo lo suyo era serio, desde el color de sus ensaladas hasta el diseo de la ropa que nos compraba: camisas grises para m, faldas hasta los tobillos para mi hermana.(Contina en la pgina interior).A ella no le gustaban ni el ruido, ni la histeria, ni las parejas que se besaban en la calle, ni los nios que se sentaban a la mesa sin lavarse las manos, ni las mujeres que llamaban siete veces diarias a la casa del novio, ni los hombres que se descamisaban en pblico. Todava hoy me parece que su sentido del deber era dramtico y en algunos casos hasta desconsiderado con ella misma. Tambin se me antojaba excesivo el rigor con el que sola entregarse a la bsqueda de la verdad, aun en los casos en que esa verdad poda resultarle adversa o dolorosa. Mi madre era incapaz de regalar un piropo en el que no creyera. Mi madre odiaba el engao, as ste se mimetizara en un objetivo aparentemente razonable, como el de amortiguar la calamidad con una pirueta del lenguaje. Mi madre jams se pona capuchn para expresar siempre en voz alta y sin rodeos sus opiniones. Ms de dos veces la vi correr el riesgo de decir la verdad incmoda a la que los dems le teman, simplemente porque para ella ninguna mentira era piadosa. Cuando le salieron las canas, cuando le nacieron los primeros nietos, aprendi cautelosa, sabia a manejar sus propias intolerancias, para no sufrir a costa de ellas ni fastidiar a las dems personas con sus reclamos. Ya no perda el tiempo amonestando a los ruidosos con una mirada fulminante, como en el pasado, sino que se apartaba del escndalo, en busca de una trinchera donde poner a salvo su tranquilidad. En el centro de todo ese sentido psico-rgido del orden, mi madre era un melocotn que se deshaca en el paladar: nos haca cosquillas hasta sacarnos las lgrimas, nos esconda un juguete cualquiera y nos retaba a que lo encontrramos, mientras iba repitiendo en voz alta las palabras fro, tibio, caliente, segn estuviramos lejos o cerca de lograr el objetivo; nos daba un confite de almendra por cada beso sonoro que estampramos en sus mejillas. Si yo pudiera morir acostado en mi cama mientras contemplo los arabescos de las telaraas en el techo, y si tuviera, adems, la oportunidad de elegir en ese momento la imagen con la cual quisiera irme de este mundo, escogera el siguiente recuerdo. Veinticuatro de diciembre de 1973. Yo tena diez aos. Estaba estrenando un pantaln blanco de lino que mi madre me haba regalado ese mismo da, por la tarde, con una de sus advertencias favoritas:Ya sabes, mijo: este pantaln es muy elegante. Trtalo como si fuera un arreo de la iglesia.Sin embargo, esa noche, en vez de andarme con remilgos para proteger el pantaln como ella propona, me fui a merodear por el cine de Arenal, el pueblo en el que vivamos. La calle, que en aquel tiempo no haba sido pavimentada, era una polvareda de espanto debido a la aglomeracin de gente. La muchedumbre estaba reunida alrededor de una mesa de madera rstica, sobre la cual giraba una ruleta llena de nmeros. Yo me qued fascinado frente a los colores de la rueda, frente al sonido que produca cuando rotaba, frente a los alaridos tremendos de los adultos. Me impresionaba supongo el poder imprevisible del azar. Entonces me anim a apostar los cinco pesos que me haba regalado mi to Gonzalo y, para mi sorpresa, gan: de un solo tirn result embolsndome treinta y cinco pesos. Con las ganancias compr, entre otras cosas, una empanada de huevo para obsequirsela a mi madre. Estaba tan embriagado por el sabor del triunfo, que me guard la empanada en el bolsillo izquierdo del pantaln. Mientras corra desbocado hacia la casa, senta la sensacin de llevar en el muslo un tizn prendido. En cuanto llegu, mi madre not, aterrorizada, el crculo amarillento de grasa que haba convertido mi pantaln, mi fino pantaln, en un trapo de miseria. En seguida corri hacia m con el rostro transfigurado por la furia. Era evidente que se aprestaba a troncharme la cabeza. En ese momento me saqu el paquete del bolsillo y le dije:Mira lo que te compr, mami.Su semblante pas sin ninguna transicin de la rabia al regocijo. Me bes en la frente una y otra vez, me apret emocionada contra su pecho, los ojos llorosos, la risa alborozada, como celebrando de golpe la ruina del pantaln, solo porque le permita recibir aquel detalle carioso de su hijo bruto. A menudo, cuando las cosas no van bien para m, me aferro a este recuerdo estremecedor como el nufrago al salvavidas.En mayo del ao 2000, cuando me enter de que mi madre padeca cncer de pncreas, les rogu a los mdicos que le ocultaran la verdad. Quera evitar que el susto la matara antes que la enfermedad. Los mdicos desoyeron mis splicas y le aventaron la mala noticia de un modo que a m se me antoj demasiado brutal. Ella se impresion mucho, llor, rez, dijo que quera seguir viva. Sin embargo, no resisti la ciruga que le practicaron. A veces creo que no la mat el bistur sino la angustia de saber que estaba gravemente enferma. Entonces repruebo al doctor que, en contra de mi voluntad, se atrevi a contarle el mal que tena. Pero al final termino entendiendo que mi madre, mujer de una sola pieza hasta el ltimo aliento, no hubiera aceptado ni siquiera esa mentira.