Alejo Carpentier - Los Fugitivos y Otros Cuentos

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Libro de Cuentos de Alejo Carpentier.

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ILUSTRACIÓN: Detalle de Negro cimarrón,de Víctor Patricio Landaluze

©  ALEJO C ARPENTIER © PÓLVORAS DE ALERTA, 2012

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ÍNDICE

LOS FUGITIVOS .......................................................................................... 5 

OFICIO DE TINIEBLAS ................................................................................17 

LOS ADVERTIDOS ......................................................................................27 

EL CAMINO DE S ANTIAGO ..........................................................................40 SEMEJANTE A LA NOCHE ...........................................................................76 

 VIAJE A LA SEMILLA ..................................................................................89 

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PÓLVORAS DE ALERTA 

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LOS FUGITIVOS

I

El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había unfuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantabalas moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas.Pero el perro –– nunca le habían llamado sino Perro ––  estabacansado. Se revoleó entre las yerbas para desrizarse el lomo yaflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadri-lla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez

el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horca- jadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo,Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en latierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría talvez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía,retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevar-lo encima y poder alargar una lengua demasiado corta haciael hueco que separaba sus omóplatos. Las sombras se hacíanmás húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Lascampanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron lasorejas. En el valle, la neblina y el humo eran una misma in-movilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez más silue-tas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, latorre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en elfondo de un lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había

olor a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro. Pero  elolor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se im-ponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se espi-garon, haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al

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pie del costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Lasfrutas, demasiado llenas de sol, caían aquí y allá, con un rui-

do mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpastibias.Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola gacha,

como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando supropio sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocicoseguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma,abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un

aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la fer-mentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco detierra, recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvióde la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, paraarrojarse sobre un hurón. Con dos sacudidas, que sonaron acastañuela en un guante, le quebró la columna vertebral,arrojándolo contra un tronco... Pero se detuvo de súbito, de-

 jando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, des-cendían de la montaña.No eran los de la jauría del ingenio. El acento era distin-

to, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaz-nate, enronquecido por fauces potentes. En alguna parte selibraba una batalla de machos que no llevaban, como Perro,un collar con púas de cobre con una placa numerada. Anteesas voces desconocidas, mucho más alobunadas que todo loque hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a co-rrer en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron deluna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el ne-gro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido. Pe-rro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lan-zada de madrugada, en medio de un gran revuelo de látigos,allá donde había calderos y literas de paja. Pero arriba, no se

sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado delcimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercólentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatara las hormigas algún sabor de carne. Además aquellos otros

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perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía perma-necer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del

sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro diotres vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido. Sus patascorrieron un sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazopor encima, con gesto de quien ha dormido mucho con muje-res. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos se-guían en plena fuga, con los nervios estremecidos por unamisma pesadilla. La fina araña, que había descendido para

ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del almendro,cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.

II

Por hábito, Cimarrón y Perro se despertaron cuando sonó lacampana del ingenio. La revelación de que habían dormido

 juntos, cuerpo con cuerpo, los enderezó de un salto. Despuésde adosarse a dos troncos, se miraron largamente. Perro ofre-ciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de recuperar algunaamistad. El valle se desperezaba. A la apremiante espadaña,destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el bor-dón armoniado de la capilla, cuyo verdín se mecía de sombraa sol sobre un fondo de mugidos y de relinchos, como indul-gente aviso a los que dormían en altos lechos de caoba. Lasgallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, enespera de que el meñique de la mayorala se cerciorase de lapresencia de huevos aún sin poner. Un pavo real hacía larueda sobre la casa-vivienda, encendiéndose con un grito, encada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban sulargo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelasllenas de pan con guarapo. Cimarrón se abrió la bragueta,

dejando un reguero de espuma entre las raíces de una ceiba.Perro alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban ma-chetazos en los cortes de caña. Los dogos de la jauría cazado-ra de negros sacudían sus cadenas, impacientes por ser saca-

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dos del batey. –– ¿Te vas conmigo? –– preguntó Cimarrón.

Perro lo siguió dócilmente. Allá abajo había demasiadoslátigos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arre-pentidos. Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a negro. Ahora Perro estaba mucho más atento al olor a blanco, olor apeligro. Porque el mayoral olía a blanco, a pesar del almidónplanchado de sus guayaberas y del betún acre de sus polainasde piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de la casa,

a pesar del perfume que despedían sus encajes. El olor delcura, a pesar del tufo de cera derretida y de incienso, que ha-cía tan desagradable la sombra, tan fresca, sin embargo, de lacapilla. El mismo que llevaba el organista encima, a pesar deque los fuelles del armonio le hubieran echado tantos y tantossoplos de fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor ablanco. Perro había cambiado de bando.

III

En los primeros días. Perro y Cimarrón echaron de menos laseguridad del condumio. Perro recordaba los huesos vaciadospor cubos, en el batey, al caer la tarde. Cimarrón añoraba elcongrí, traído en cubos a los barracones, después del toque deoración o cuando se guardaban los tambores del domingo. Porello, después de dormir demasiado en las mañanas, sin cam-panas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde elalba. Perro olfateaba una jutía oculta entre las hojas de uncedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas. El día en que se da-ba con el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y ho-ras, hasta que la bestia, desgarradas las orejas, aturdida portantos ladridos, pero acometiendo aún, era acorralada al pie

de una peña y derribada a garrotazos. Poco a poco Perro yCimarrón olvidaron los tiempos en que habían comido conregularidad. Se devoraba lo que se agarrara, de una vez, en-gullendo lo más posible, a sabiendas de que mañana podría

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llover y que el agua de arriba correría entre las peñas paraalfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte, Perro sabía co-

mer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango ode mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo ode rojo. Además, como siempre había sido huevero, se desqui-taba, con algún nido de codorniz, de la incomprensible aficióndel amo por los langostinos que dormían a contracorriente ala salida del río subterráneo que se alumbraba de una boca decaracoles petrificados.

 Vivían en una caverna, bien oculta por una cortina de he-lechos arborescentes. Las estalactitas lloraban isócronamen-te, llenando las sombras frías de un ruido de relojes. Un díaPerro comenzó a escarbar al pie de una de las paredes. Prontosus dientes sacaron un fémur y unas costillas tan antiguasque ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua con de-sabrimiento de polvo amasado. Luego llevó a Cimarrón, que

se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo humano. A pe-sar de que quedasen en el hoyo restos de alfarería y unos ras-cadores de piedra que hubieran podido aprovecharse, Cima-rrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa,abandonó la caverna esa misma tarde, mascullando oracionessin pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semi-llas, envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al ama-necer buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombretuvo que entrar a cuatro patas. Allí, al menos, no había hue-sos de aquellos que para nada servían y sólo podían traer ñe-ques y apariciones de cosas malas...

 Al no haber sabido de batidas en mucho tiempo, ambosempezaron a aventurarse hacia el camino. A veces pasaba uncarretero conocido, una beata vestida con el hábito de Na-zareno o un punteador de guitarra, de esos que conocen al pa-

trón de cada pueblo, a quienes contemplaban, de lejos, en si-lencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía per-manecer varias horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea,mirando ese camino poco transitado, que una rana toro podía

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medir de un gran salto. Perro se distraía en esas esperas dis-persando enjambres de mariposas blancas, o intentando, a

brincos, la imposible caza de un zunzún vestido de lentejue-las.Un día que Cimarrón esperaba, así, algo que no llegaba,

un cascabeleo de cascos lo levantó sobre las muñecas. Unavolanta venía a todo trote, tirada por la jaca torda del ingenio.De pie sobre las varas, el calesero Gregorio hacía restallar elcuero, mientras el párroco agitaba la campanilla del viático a

sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro no se divertía encorrer más pronto que los caballos, que se olvidó al punto dela discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las cuatropatas, espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio aladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquier-da, delante, pasando y volviendo a pasar, enseñando los dien-tes al calesero y al sacerdote. La jaca se abrió a galopar por lo

alto, sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado.De pronto, quebró una vara, arrancando el tiro. Luego deaspaventarse como peleles, el párroco y el calesero se fueronde cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se tiñó desangre.

Cimarrón llegó corriendo. Blandía un bejuco para azocara Perro, que ya se arrastraba pidiendo perdón. Pero el negrodetuvo el gesto, sorprendido por la idea de que no todo eramalo en aquel percance. Se apoderó de la estola y de las ropasdel cura, de la chaqueta y de las altas botas del calesero. Enbolsillos y bolsillos había casi cinco duros. Además, la cam-panilla de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquellanoche, arropado en la sotana, Cimarrón se dio a soñar conplaceres olvidados. Recordó los quinqués, llenos de insectosmuertos, que tan tarde ardían en las últimas casas del pue-

blo, allí donde, por dos veces, lo habían dejado, tras pedir elaguinaldo de Reyes, gastárselo como mejor le pareciere. Elnegro, desde luego, había optado por las mujeres.

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IV

La primavera los agarró a los dos al amanecer. Perro des-pertó con una tirantez insoportable entre las patas traseras yuna mala expresión en los ojos. Jadeaba sin tener calor, alar-gando entre los colmillos una lengua que tenía filosas blandu-ras de lapa. Cimarrón hablaba solo. Ambos estaban de pési-mo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano hacia elcamino. Perro corría desordenadamente, buscando en vano

un olor rastreable... Mataba insectos que siempre lo habíanasqueado, por el placer de destruir, desgranaba espigas entresus dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó de exasperar-se cuando un sapo le escupió a los ojos. Cimarrón esperabacomo nunca había esperado.

Pero aquel día nadie pasó por el camino. Al caer la noche,cuando los primeros murciélagos volaron como pedradas so-

bre el campo, Cimarrón echó a andar lentamente hacia el ca-serío del ingenio. Perro lo siguió, desafiando la misma tralla ylas mismas cadenas. Se fueron acercando a los barracones porel cauce de la cañada. Ya se percibía un olor, antaño familiar,de leña quemada, de lejía, de melaza, de limaduras de cascosde caballo. Debían estarse haciendo las pastas de guayaba, yaque un interminable dulzor de mermelada era esparcido porel terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose, lado a lado,la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro.

De pronto, una negra de la dotación atravesó el senderode la herrería. Cimarrón se arrojó sobre ella, derribándola en-tre las albahacas. Una ancha mano ahogó los gritos. Perroavanzó, solo, hasta el lindero del batey. La perra inglesa ad-quirida por don Marcial en una exposición de París estabaallí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el camino, eriza-

do de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolventeque la inglesa olvidó que la habían bañado, horas antes, con jabón de Castilla.

Cuando Perro regresó a la caverna, clareaba. Cimarrón

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dormía, arrebozado en la sotana del párroco. Allá abajo, en elrío, dos manatíes retozaban entre los juncos, enturbiando la

corriente con sus saltos que abrían nubes de espuma entre loslinos.

 V

Cimarrón se hacía cada vez más imprudente. Rondaba ahoraen torno a los caseríos, acechando, a cualquier hora, una la-

vandera solitaria o una santera que buscaba culantrillo, re-tamas o pitahayas para algún despojo. También, desde lanoche en que había tenido la audacia de beberse los duros delcapellán en un parador del camino carretera, se hacía ávidode monedas. Más de una vez en los atajos se había llevado elcinturón de un guajiro, luego de derribarlo de su caballo y deacallarlo con una estaca. Perro lo acompañaba en esas corre-

rías, ayudando en lo posible. Sin embargo, se comía peor queantes, y más que nunca era necesario desquitarse con huevosde codorniz, de gallinuela o de garza. Además, Cimarrón vivíaen un continuo sobresalto. Al menor ladrido de Perro, echabamano al machete robado o se trepaba a un árbol.

Pasada la crisis de primavera, Perro se mostraba cadavez más reacio a acercarse a los pueblos. Había demasiadosniños que tiraban piedras, gente siempre dispuesta a dar pa-tadas y, al oler su proximidad, todos los perros de los patioslanzaban gritos de guerra. Además, Cimarrón volvía esasnoches con el paso inseguro, y su boca despedía un olor quePerro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando elamo entraba en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba auna distancia prudente. Así se fue viviendo hasta la noche enque Cimarrón se encerró demasiado tiempo en el cuarto de

una mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombrescautelosos, que llevaban mochas en claro. Al poco rato Cima-rrón fue sacado a la calle, desnudo, dando tremendos alari-dos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, echó a

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correr al monte por la vereda de los cañaverales. Al día siguiente vio pasar a Cimarrón por el camino. Es-

taba cubierto de heridas curadas con sal. Tenía hierros en elcuello y los tobillos. Y lo conducían cuatro números de la Be-nemérita de San Fernando, que le daban un baquetazo a ca-da dos pasos, tratándolo de ladrón, de borracho y de malcria-do.

 VI

Sentado sobre una cornisa rocosa que dominaba el valle, Pe-rro aullaba a la luna. Una honda tristeza se apoderaba de él aveces, cuando aquel gran sol frío alcanzaba su total redondez,poniendo tan desvaídos reflejos sobre las plantas. Se habíanterminado para él las hogueras que solían iluminar la caver-na en noches de lluvia. Ya no conocería el calor del hombre en

el invierno que se aproximaba, ni habría ya quien le quitarael collar de púas de cobre, que tanto le molestaba para dormir –– a pesar de que hubiera heredado la sotana del párroco. Ca-zando sin cesar, se había hecho más tolerante, en cambio, conlos seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar elmajá entre las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desdeque Cimarrón no estaba allí para azuzarlo, con la esperanzade hacerse un cinturón o de recoger manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando habíaagarrado alguna por la cola, era en virtud de esas obligacio-nes a que todo ser que depende de alguien se ve constreñido.Tampoco –– salvo en casos de hambre extrema ––  podía atre-verse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con avesde agua, hurones, ratas y una que otra gallina escapada delos corrales aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvida-

do. Su campana había perdido todo sentido. Perro buscabaahora el amparo de mogotes casi inaccesibles al hombre, vi-viendo en un mundo de dragos que el viento mecía con ruidosde albarca nueva, de orquídeas, de bejucos lombriz, donde se

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arrastraban lagartos verdes, de orejeras blancas, de esos quetan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde están. Ha-

bía enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en hueco, lalana apresaba guizazos que ya no tenían espinas.Con los aguinaldos volvió la primavera. Una tarde en que

lo desvelaba un extraño desasosiego, Perro dio nuevamentecon aquel misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan penetran-te, que había sido la causa primera de su fuga al monte.También ahora caían ladridos de la montaña. Esta vez Perro

agarró el rastro en firme, recobrándolo luego de pasar unarroyo a nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche siguió lahuella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el can-to de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una que-brada. El rastreador estaba frente a una jauría de perros jí-baros. Varios machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí,relucientes los ojos, tensos sobre sus patas, listos para atacar.

Detrás de ellos se cerraba el olor a hembra.Perro dio un gran salto. Los jíbaros se le echaron encima.Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remo-lino de ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertospor las púas del collar. Las bocas se llenaban de sangre. Ha-bía orejas desgarradas. Cuando Perro soltó al más viejo, conla garganta desgajada, los demás retrocedieron, gruñendo derabia inútil. Perro corrió entonces al centro del palenque, pa-ra librar la última batalla a la perra gris, de pelo duro, que loesperaba con los colmillos de fuera. El rastro moría a la som-bra de su vientre.

 VII

Los jíbaros cazaban en bandada. Por ello buscaban las piezas

grandes, de más carne y más huesos. Cuando daban con unvenado, era tarea de días. Primero al acoso. Luego, si la bes-tia lograba salvar una barranca de un salto, el atajo. Luego,cuando una caverna venía en ayuda de la presa, el asedio. A

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pesar de herir y entornar, el animal moría siempre en dientesde la jauría, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo aún,

arrancándole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre fres-ca a pesar de su tibieza, en las arterias del cuello o en las raí-ces de una oreja arrancada. Muchos de los jíbaros habíanperdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertosde cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los días del celo,los perros combatían entre sí, mientras las hembras espera-ban, echadas, con sorprendente indiferencia, el resultado de

la lucha. La campana del ingenio, cuyo diapasón era traído aveces por la brisa, no despertaba en el perro el menor recuer-do.

Un día los jíbaros agarraron un rastro habitual en aque-llas selvas de bejucos, de espinas, de plantas malvadas queenvenenaban al herir. Olía a negro. Cautelosamente, los pe-rros avanzaron por el desfiladero de los caracoles, donde se

alzaba una piedra con cara de muerto. Los hombres suelendejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es mejorcuidarse de ellos, porque son los animales más peligrosos, porese andar sobre las patas traseras que les permite alargar susgestos con palos y objetos. La jauría había dejado de ladrar.

De pronto, el hombre apareció. Olía a negro. Unas cade-nas rotas, que le colgaban de las muñecas, ritmaban su paso.Otros eslabones, más gruesos, sonaban bajo los flecos de supantalón rayado. Perro reconoció a Cimarrón.

 –– ¡Perro! –– alborozó el negro –– . ¡Perro!Perro se le acercó lentamente. Le olió los pies, aunque sin

dejarse tocar. Daba vueltas en torno a él, moviendo la cola;cuándo era llamado, huía. Y cuando no era llamado, parecíabuscar aquel sonido de voz humana, que había entendido unpoco en otros tiempos, pero que ahora le sonaba tan raro, tan

peligrosamente evocador de obediencias. Al fin, Cimarrón dioun paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Pe-rro lanzó un extraño grito, mezcla de ladrido sordo y de aulli-do, y saltó al cuello del negro.

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Había recordado, de súbito, una vieja consigna del mayo-ral del ingenio, el día que un esclavo huía al monte.

 VIII

Como no olía a hembra y los tiempos eran apacibles, los jíba-ros durmieron hasta el hartazgo durante dos días. Arriba, lasauras pesaban sobre las ramas, esperando que la jauría semarchara, sin concluir el trabajo. Perro y la perra gris se di-

vertían como nunca, jugando con la camisa listada de Cima-rrón. Cada uno halaba por un lado, para probar la solidez delos colmillos. Cuando se desprendía una costura, ambos roda-ban en el polvo. Y volvían a empezar, con un harapo cada vezmás menguado, mirándose a los ojos, las narices casi juntas. Al fin se dio la orden de partida. Los ladridos se perdieron enlo alto de las crestas arboladas.

Durante muchos años los monteros evitaron de nocheaquel atajo, dañado por huesos y cadenas.

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PÓLVORAS DE ALERTA 

 –– 17 ––  

OFICIO DE TINIEBLAS 

I

El año cobraba un mal aspecto. Muy pocos se daban cuentade ello, pero la ciudad no era la misma. No estaba demostradoque los objetos pintaran en los pisos un cabal equivalente ensombras. Más aún: las sombras tenían una evidente propen-sión a quererse desprender de las cosas, como si las cosas tu-vieran mala sombra. Una súbita proliferación de musgos en-negrecía los tejados. Apremiadas por una humedad nueva las

columnas de los soportales se desconchaban en una noche.Los balaustres de los balcones, en cambio, se llenaban de hen-deduras y resquebrajos, al trabajar de rocío a sol, sacando cla-vos enmohecidos sobre las barandas descascaradas. Algo ha-bía cambiado en la atmósfera. Las palomas de los patios sebalanceaban sin arrullos sobre sus patitas rosadas, como conganas de guardarse las alas en los bolsillos. El diapasón de lacampana mayor de la catedral había bajado un poco, como siaquellas inesperadas lluvias de enero la hubiesen hinchado,tomando el bronce por madera. Nunca hicieron tan largosviajes la carcoma y el comején. Los pregones se entonabancon falsetes de sochantre en oficio de difuntos. Nadie creía yaen el dulzor de frutos aguados y los aguinaldos dejaron pasarsu tiempo sin treparse a los árboles. Nada que fuera blancoprosperaba. Los rasos para vestidos de novia se cubrían de

hongos en el fondo de los armarios y las nubes esperaban lanoche para irse a la mar, siguiendo las velas de una goletadestinada a morir en una ensenada solitaria.

 Así andaban las cosas en Santiago, cuando se celebraron

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con pompas de cruces, pecheras y entorchados, los funeralesdel general Enna.

II

Con los barnices encendidos por el sol, el contrabajo iba callearriba, camino de la catedral, en equilibrio sobre la cabeza delnegro. A veces, Panchón alzaba el brazo derecho, alargando elíndice hacia una cuerda áspera, que respondía con una nota

grave. Hubo un tiempo en que faltaron en Santiago cuerdasde contrabajo. El ritmo del ―Trípili‖  se marcó entonces contiras de piel de chivo adelgazadas a filo de vidrio. Pero, desdeaquellos días, ―La Intrépida‖, había venido a menudo. Y lacuerda aquella, que sonaba en lo alto  –– pues Panchón erauna especie de gigante tonito ––  era de buena tripa. De exce-lente tripa, alzada de tono por el calor. Por eso, la nota llena-

ba toda la calle, sacando rostros a las ventanas y haciendoparar las orejas a las muías de recuas carboneras.Panchón llegó a la sacristía. Sesgó el contrabajo para en-

trarlo por la puerta estrecha. Ya lo esperaba un músico impa-ciente, dando resina a las crines del arco. Un índice docto in-terrogó las cuatro cuerdas, con un rechinar de clavijas en loalto del mástil. Panchón, curioso, siguió al contrabajo que sealejaba a saltos sobre su única pata. Olía a incienso. La naveestaba llena de autoridades y abanicos de encaje. En la pe-numbra creada por las colgaduras de luto, las solapas de sedanegra se vestían de reflejos plomizos. Cuando el sacerdote seacercó al catafalco, la orquesta entera comenzó a cantar. Co-lándose por un ventanal alto, un rayo de sol se detuvo en elcobre de las trompas. Con gestos de bastoneros, los fagotesacercaron las cañas a las bocas. Rodó un largo trémolo en los

timbales. Los bajos atacaron, al unísono, una letanía con in-flexiones de Dies Irae. De pronto sonaron todos los sables. Enun vasto aleteo de rasos, las mantillas cayeron hacia adelan-te.

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Panchón salió de la catedral. Aquellos funerales suntua-rios eran cosa distante y ajena. Además, estaba impaciente

por beberse los dos reales de vellón que acababa de ganar. Talvez por ello, no observó que su sombra se había quedadoatrás, en la nave, pintada sobre la baldosa en que se leía: Pol-vo, Cenizas, Nada. Ahí estuvo largo rato, hasta que terminóla ceremonia y la envolvieron las chisteras. Entonces atravesóla plaza y entró en la bodega donde Panchón, ya borracho, lavio aparecer sin sorpresa. Se acostó a sus pies como un po-

denco. Era sombra de negro. La sumisión le era habitual.

III

 A nadie agradaba ―La Sombra‖ de Agüero. A nadie, porque erauna danza triste, mala de bailar, que ponía notas de melanco-lía en los mejores saraos.

Pero, hete ahí que todos la cogen, de pronto, con ―La Som-bra.‖ Tal parecía que la banda de los charoles no supiera to-car otra cosa. Lo mismo ocurría con la banda de la milicia depardos. En las retretas, en los desfiles, se escuchaba siemprela misma melodía quejosa, girando en redondo como el caballoviejo del tiovivo. Esta repetición transformaba ―La Sombra‖ en su sombra, pues tal era el tedioso hábito de tocarla, que sucompás se alargaba, renqueante, acabando por tener un no séqué de marcha fúnebre. Pero ahora, la enfermedad alcanzabalos pianos. Bajo los dedos de las señoritas, las teclas amarillasllenaban de sombra las cajas de resonancia. Hubo quien sematriculó en una academia de música, sin más propósito queel de llegar a tocar ―La Sombra.‖ Viejas espinetas olvidadas enlos desvanes, claves de pluma y fortepianos baldados por elcomején, conocieron también, por simpatía, el contagio de la

maldita danza. Aun cuando nadie se acercara a ellos, los ins-trumentos rezagados cantaban con voces minúsculamentemetálicas, uniendo las vibraciones de sus cuerdas a las cuer-das afines. También los vasos, en los armarios, cantaron ―La

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Sombra‖; también los peines de los relojes de música; tambiénlos tremulantes y salicionales de los órganos.

El parque se había llenado de una gran tristeza. Los cu-rrutacos y las doncellas paseaban, cada vez más despacio, sintener ganas de hablarse. Los oficleides y bombardinos escan-dían, con voces de profundis, aquella sombra que coreabandoscientos pianos de caja negra, en todos los barrios de la ciu-dad. Hubo un sinsonte que se aprendió ―La Sombra‖ de cabo arabo. Pero lo hallaron muerto, de un atorón de cundiamores,

cuando su amo –– el peluquero Higinio ––  se disponía a enviar-lo a Doña Isabel II, como muestra de las maravillas que aúnse daban en esta tierra.

IV

Llegó la época de las máscaras. Fueron aquellos unos carna-

vales tristes, de niños disfrazados, solos en calles desiertas;de comparsas dispersas por un aguacero; de antifaces queocultaban caras largas; de dóminos del Santo Oficio. Las don-cellas que fueron a los bailes no hallaron novios. Las orques-tas tocaban con desgano. Los músicos de la banda tenían ges-tos de figuras de teatro mecánico. Los matasuegras eran demal papel y las cornetas de cartón arrojaban voces de pavoreal. Ablandadas por un sudor malo, las caretas dejaban enlos labios un sabor a cola de pescado. Los confetis no habíanllegado a tiempo y, en las tiendas, las narices postizas se can-saban de esperar. Un niño, disfrazado de ángel, se halló tanfeo al verse en un espejo que se echó a llorar.

 Así andaban las cosas, cuando un tal Burgos, que tocabael redoblante en las orquestas, recorrió las calles del barrio deLa Chácara, dando grandes voces para pedir a los vecinos que

formaran un escuadrón. En la esquina de la Cruz se reunie-ron los voluntarios. Panchón fue el primero en llegar, trayen-do su sombra. Luego aparecieron la Isidra Mineto, La Lechu-za, La Yuquita y Juana la Ronca. Tres botijas abrieron la

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dres que, al quitar el pie del estribo, lanzaban el coche sobrelos muelles de la otra banda. Con gran aparato de látigos, de

troncos impacientes, de herraduras azuladas por chispas dechinas pelonas, la sociedad de Santiago concurría al ensayo.En cuadernos de colegialas traían sus réplicas las actrices deun día, copiadas con la letra característica de las alumnas demonjas. La joven que habría de interpretar el papel principalde ―La entrada en el gran mundo‖, se adueñó del camerín enque se habían desnudado tantas tonadilleras famosas, émulas

de Isabel Gamborino, amantes de hacendados y esposas deactores. Aún quedaban arreboles de color subido en un platode porcelana blanca y una colada de mástic en el fondo de unpocillo. En una pared se ostentaba una rotunda interjecciónde arrieros, trazada con carmín de labios. El canapé de sedacanario tenía honduras de las que no se cavan con el peso deun solo cuerpo.

El apuntador se deslizó en la concha. Se dio comienzo alensayo de ―La entrada en el gran mundo‖, que habría de re-presentarse, al día siguiente, a beneficio de los Hospitales. Seestaba en agosto, y sin embargo hacía frío. Nadie pudo obser-var, por la oscuridad en que estaba sumida la platea, que lasarañas se mecían de modo extraño, con vaivén de péndulosdesacompasados.

 VI

El 20 de agosto, cuando apenas se entonaba el Agnus Dei dela misa de diez, las dos torres de la catedral se unieron enángulo recto, arrojando las campanas sobre la cruz del ábside.En un segundo se contrariaron todas las perspectivas de laciudad. Los aleros se embestían en medio de las calles. To-

mando rumbos diversos, las paredes de las casas dejaban lostejados suspendidos en el aire, antes de estrellarlos con untremendo molinete de vigas rotas. Las muías rodaban por lascalles empinadas, envueltas en nubes de carbón, con un casco

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cogido debajo de la cincha y la gurupela azotándoles la crin.Las rosas del parque alzaron el vuelo, cayendo en zanjas y

arroyos que habían extraviado el cauce. Y luego, aquella ines-tabilidad de la tierra, aquel temblor de anca exasperada poruna avispa, aquel desajuste de las aceras, aquel cerrarse de loabierto y abrirse de lo cerrado. Aun corriendo, dando gritos,llamando a la Virgen del Cobre, se advertía que una calle notenía ya más salida que una alcoba de doncella o un archivode notaría. A la tercera sacudida, los muebles también entra-

ron en la danza. Pasando por encima de los barandales, losarmarios se dieron a la fuga, largando por los vientres abier-tos sus entrañas de sábana y mantel. Todas las vajillas explo-taron a un tiempo. Los cristales se encajaron en las persia-nas. Anchas grietas, llenas de peines, camafeos, almanaquesy daguerrotipos, dividían la ciudad en islas, ya que el agua delos aljibes, rotos los brocales, corría hacia el puerto.

Cuando la sangre comenzó a ensancharse en las telas,rasos y fieltros, todo había terminado. Un reloj de bolsillo,colgado aún de su leontina, marcó un adelanto de un minutocorto sobre los relojes muertos. Fue entonces cuando los hom-bres, al verse todavía en pie, comprendieron que habían cono-cido un terremoto. Las moscas, salidas de no se sabía dónde,volaron a ras del suelo, más numerosas.

 VII

Las sombras se habían cansado de multiplicar las adverten-cias. Muchas se disponían, ahora, a abandonar la ciudad. Almes de pasado el terremoto, varios transeúntes corrieron ha-cia la fuente destruida. Una mujer, perfectamente desconoci-da –– probablemente una forastera –– , había caído al pie de la

estatua de Neptuno, con los brazos y las piernas en aspa. Eldelfín seguía vomitando un agua turbia, que regaba plantasindeseables, nacidas al amparo de los lutos. El caso se repitióvarias veces durante el día, en distintos barrios de la ciudad.

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De pronto, alguien se desplomaba en una esquina, con el ros-tro amoratado y la córnea azulosa. Faltaron panaderos a la

hora de hornear y muchos caballos volvieron solos a las casas,trayendo un siniestro compás en las herraduras.El baile anunciado se dio a pesar de todo. El Regidor es-

timaba que no era oportuno añadir nuevas inquietudes a lasmuchas que ya habían ensombrecido el día. Tratábase, ade-más, de reunir nuevamente a los intérpretes de ―La entrada

en el gran mundo‖, para reorganizar la suspendida función a

beneficio de los Hospitales. Todo había comenzado muy bien.Pero, al bailarse la segunda contradanza, una pareja rodó so-bre los mármoles del piso. El contrabajista cayó fuera del es-trado, con el arco cubierto de espuma, llevándose las cuerdasatadas a un pie. Una mano insegura, al agarrarse de una bor-la, promovió un derrumbe de terciopelo sobre los jarrones chi-nos que adornaban la consola del gran salón.

 A pesar de que el director siguiera marcando el compásde ―La Sombra‖, los músicos enfundaron sus instrumentos, y,apagando las velas colocadas en el borde de los atriles, se es-currieron hacia las puertas de servicio. Mientras los pomos desales iban y venían por las escaleras de anchos barandales,los invitados llamaban a sus cocheros con voces alteradas. Aquella noche fueron muchos los que abandonaron la ciudadpara refugiarse en los cafetales más cercanos. Pero el tercio-pelo de los asientos estaba lleno de un calor malo. En el cieloviajaba una luna verdosa, imprecisa, como desdibujada porun traje de yedra.

 VIII

Pronto los intérpretes de ―La entrada en el gran mundo‖ en-

traron realmente en el Gran Mundo. Los hospitales se insta-laban en medio de los parques, y era frecuente que un agoni-zante se quejara de haber sido incomodado, durante la noche,por el rápido crecimiento de un rosal. Tan numerosos eran los

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cadáveres que para llevarlos al cementerio de Santa Ana seutilizó el carro de un baratillero canario. A su paso se hizo un

hábito decir, en son de desafío:

¡Ahí va, ahí va, ahí va la Lola, ahí va!

El cólera no había disminuido la sed de Panchón. Y heteahí que en vez de contrabajos, comienza a llevar cadáveres enequilibrio sobre su cabeza. Por hábito buscaba la cuerda, sin

hallar más que un borborigmo. Pero las sombras de otros, atra-vesadas en lo alto, le preocupaban poco. Iban por el aire dibu- jando escorzos nuevos al doblar de cada esquina. Sus pocosestudios le habían dotado del poder de descifrar ciertos letre-ros. Los identificaba por el color de la tinta de imprenta o ladisposición de los caracteres. Cuando se tropezaba con un car-tel de ―La entrada en el gran mundo‖, saludaba con el cadá-

ver. Había, sin duda, una misteriosa pero segura relaciónentre esto y aquello.Panchón comenzó a sentirse menos tranquilo cuando La

Lechuza y Juana la Ronca cayeron a su vez. Ese día cargó conlos cuerpos, tratando de hacer más corto el camino. Pero losgirasoles que ahora levantaban las cabezas sobre las tapiasdel cementerio acabaron por hacerle pensar que su vida erahermosa. Poco a poco, una canción se fue ajustando a su paso:

Y a mí ¿quién me va a llorar?¡Ahí va, ahí va, ahí va la Lola, ahí va!

 A mediados de octubre, la Isidra Mineto, la Yuquita, Bur-gos y todos los del Escuadrón yacían, revueltos, en la fosacomún. Eran menos sombras en las calles de Santiago.

Una mañana todo cambió en la ciudad. Hubo juegos deniños en los patios. ―La Intrépida‖ entró en el puerto con lasvelas abiertas. De los baúles salieron vestimentas blancas y elaire se hizo más ligero. Las campanas espantaron las últimas

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 –– 26 ––  

auras que aguardaban en las esquinas y los caracoles torna-ron a cantar.

El 20 de diciembre fue el Tedeum en la catedral. El orga-nista estaba entregado a la improvisación cuando, de pronto,se volvió sobresaltado hacia la plaza. Ahí estaba ―La Lola‖ chirriando por todos los ejes. Panchón yacía detrás del coche-ro, con los pies hinchados, de bruces sobre un haz de esparti-llo. Poco a poco, el gradual cambió de figura. Algunos advir-tieron que los bajos no acompañaban cabalmente la frase li-

túrgica. En el juego de pedales se insinuaba, aunque en tiem-po lento, el tema de: ― Ahí va, ahí va, ahí va la Lola, ahí va.‖ Pero el oficiante, que era un poco sordo, no reconoció la copla.Creyó que las manos del organista se habían confundido,enunciando los villancicos que ya debían de ensayarse, en vis-ta de la proximidad de las Pascuas.

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LOS ADVERTIDOS 

…et facta est pluvia super terram… 

I

El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacidode la invisible confluencia del Río venido de arriba  –– cuyasfuentes se desconocían ––  y del Río de la Mano Derecha, lasembarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosa-mente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazos delos remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, seunían borda con borda, abundosas de gente que saltaba deproas a popas para presumir de graciosas, largando chistes,

haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ahí estaban los delas tribus enemigas  –– secularmente enemigas por raptos demujeres y hurtos de comida –– , sin ánimo de pelear, olvidadasde pendencias, mirándose con sonrisas fofas, aunque sin lle-gar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los deShirishan, que otrora –– acaso dos, tres, cuatro siglos antes ––  se habían acuchillado las jaurías, mutuamente, librándose

combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había queda-do quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras laca-das, pintadas con zumo de árboles, seguían saltando de canoaen canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuer-no de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchasque llevaban colgadas de los testículos. Esa concordia, esa pazuniversal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas, bien

preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápida-mente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bienal alcance de la mano. Y todo aquello  –– la concentración denaves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el des-

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parpajo de los bufones ––  era porque se había anunciado a lospueblos de más allá de los raudales, a los pueblos andariegos,

a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de lasConfluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en unatarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al an-ciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo ysu buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder dehaber alzado, allá arriba en la cresta de aquella montaña,tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban

los Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal;pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosascuyo conocimiento era negado al común de los mortales: queacaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Genera-dora, que, acostada sobre los montes, siguiéndole el contornocomo una mano puede seguir el contorno a la otra mano, ha-bía engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los

hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, se-mejante al Arco Iris, y el Mal, con la serpiente coral, cuyacabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los vene-nos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, ha-blaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas,o bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los ar-cos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo de los TresTambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahíque el remanso más apacible de la confluencia del Río venidode arriba con el río de la Mano Derecha estuviera lleno, reple-to, congestionado de canoas, aquella mañana.

Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modode tribuna gigantesca se tendía por encima de las aguas, hu-bo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas, loshechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las muje-

res dejaron de mover la piedra redonda sobre los metales. Delejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía apre-ciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un in-secto gesticulante, como algo pequeñísimo y activo, en lo alto

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de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes Trastornosse aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las

culebras habían puesto los huevos por encima de los árboles;dijo que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejorpara prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros,a los montes, a las cordilleras. ―Ahí donde nada crece‖, dijo un

Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisasocarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda don-de se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba

uno: ―¿Y hemos remado durante dos días y dos noches paraoír esto?‖, ―¿Qué ocurre en realidad?‖, gritaban los de la dere-cha. ―¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!‖, gritaron

los de la izquierda. ―¡Al grano! ¡Al grano!‖, gritaron los de la

derecha. El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a callar losbufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar loque, por proceso de revelación, sabía. Que, por lo pronto, ne-

cesitaba brazos, hombres, para derribar enormes cantidadesde árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz –– 

sus plantíos eran vastos ––  y en harina de yuca, de las que susalmacenes estaban repletos. Los presentes, que habían venidocon sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lonecesario y mucho más para llevar después. Este año –– y estolo dijo con un tono extraño, ronco, que mucho sorprendió aquienes lo conocían ––   no pasarían hambre, ni tendrían quecomer gusanos de tierra en la estación de las lluvias. Pero,eso sí: había que derribar los árboles limpiamente, quemarleslas ramas mayores y menores, y presentarle los troncos lim-pios de taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arri-ba (y los señalaba) se erguían. Los troncos, rodados y flotados,serían amontonados en aquel claro –– y mostraba una enormeexplanada natural ––   donde, con piedrecitas, se llevaría la

contabilidad de lo suministrado por cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y em-pezó el trabajo.

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II

―El viejo está loco.‖ Lo decían los de Wapishan, lo decían losde Shirishan, los decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían lospueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los troncosentregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa –– almenos, aquello se iba pareciendo a una canoa ––  como nuncapudiese haber concebido una mente humana. Canoa absurda,incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los

Tres Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisionesinternas  –– unos tabiques movibles ––  absolutamente inexpli-cables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empe-zaba a alzarse algo como una casa con techo de hojas de mori-che superpuestas en cuatro capas espesas, con una ventanade cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, contantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas,

 jamás podía llevar. Por ello, lo más absurdo, lo más incom-prensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla,con cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello nonavegaría nunca. Templo tampoco sería, porque los dioses seadoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes, alládonde hay animales pintados por los Antepasados, escenas decaza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estabaloco. Pero de su locura se vivía. Había mandioca y maíz y has-ta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Conesto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Ca-noa que iba creciendo de día en día. Ahora el Viejo pedía resi-na blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de ho- jas grasas, para rellenar las hendijas dejadas por el desajustede algún tronco, mal machihembrado con el más próximo. Denoche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros saca-

ban las Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufonesimitaban el venado y la rana; había porfías, responsos, desa-fíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofre-cer sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak,

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plantando una rama florida en el techo de la casa que domi-naba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba termi-

nado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca yen maíz y  –– no sin tristeza ––   los pueblos emprendieron lanavegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, enluna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construc-ción en tierra que jamás habría de navegar a pesar de su per-fil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de mori-che andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticu-

laciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba.Había roto las fronteras del porvenir y recibía instruccionesdel anciano. ―Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su

mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hom-bro‖. A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba

la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras can-tarinas helaban la sangre. ―¿Por qué habré de ser yo –– pen-

saba el anciano Amaliwak ––  el depositario del Gran Secretovedado a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí parapronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandestareas?‖ Un bufón curioso había permanecido en una barca

rezagada para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba yadetrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inau-ditos, incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte queno podía tratarse de la voz de Amaliwak. Entonces algo queera de vegetación, de árboles, del suelo, de las ramazones, queaún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tu-multo tremebundo de saltos, de vuelos, de arrastre, de galo-pes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueóde garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpa-zos, trompas, morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas;

una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colandoen la embarcación imposible, cubierta por las aves que entra-ban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas al-zadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo hirvió

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 –– 32 ––  

en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpien-tes menores –– ésas, que hacen música con la cola, se disfra-

zan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre elcuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arriba-zón de gente que, como los venados rojos, no habían recibidoel aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajeslargos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos dedesovar. Por fin, viendo que la última tortuga había entradoen la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y

subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia –– es decir: de su tribu, puesto que su gente se casaba a los tre-ce años ––  estaban entregadas, cantando, a los juegos y rejue-gos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecíaque las tierras negras de las comarcas negras se hubiesensubido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: ―Cúbrete los oídos‖, dijo. Apenas Ama-

liwak hubo obedecido, retumbó un trueno tan horrísono yprolongado que los animales de la Enorme-Canoa quedaronensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia deCólera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito,bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Comoera imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el vie- jo entró en la casa. Ya caían goteras, ya lloraban las mujeres,ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de la noche.Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto demechas que, al ser encendidas, ardían más o menos duranteel tiempo de un día o de una noche. Pero ahora, con la ausen-cia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando nochespor días y días por noches. Y, de súbito, en un momento queel anciano no olvidaría nunca, la proa de la canoa empezó adar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella

construcción hecha a los dictados de los Poderosos de lasMontañas y de los Cielos. Y después de una tensión, de unaindecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo.

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La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra.Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos

entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavoren el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoaflotaba.

III

 Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y

tataranietos trataron, aullantes, de piernas abiertas en lascubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timón. Erainútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, laEnorme-Canoa caía, de raudal en raudal, de viraje en viraje,esquivando los escollos, sin topar con nada, por su mismadebilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuandoel anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la

veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada (¿acaso seveían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empe-queñeciendo las montañas y los volcanes. Porque a aquél se lemiraba de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego.Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañasse reducían en tamaño en aquella desaparición creciente desus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, aveces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que para-ba en cataratas ya amansadas por las aguas  –– según el malcálculo de Amaliwak había llovido durante más de veintedías, y de aquella manera tremebunda ––  dejaron de caer delcielo. Se hizo un gran remanso, una gran mar quieta entre lasúltimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a mi-llares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitar-se. Era como si La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impu-

siera un descanso. Las mujeres habían regresado a sus meta-tes. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde eldía de la Revelación, se habían conformado con el yantar coti-diano, de maíz y de yuca, así fueran carnívoros. Amaliwak,

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cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y seechó a dormir en su chinchorro.

 Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su navecon alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni de piedra, ni detroncos muy viejos, de esos que yacían petrificados, intocablesen los claros de la selva. El golpe había derribado algunascosas: jarros, enseres, armas, por su violencia. Pero había sidoun golpe blando, como de madera mojada con madera mojada,de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después

de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidoscomo marido y mujer. Amaliwak subió a los pisos superioresde su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, conalgo rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enor-me, de costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda,como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente sin-gular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la bri-

sa –– ya habían terminado los grandes vientos ––  un velamencuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplabapor debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcaciónoscura, que ninguna forma viviente animaba, pensó el an-ciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras –– con chicha adentro por supuesto. Tenía unos trescientoscodos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treintacodos de alto. ―Más o menos como mi canoa –– dijo –– , aunqueyo he dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dic-tadas por revelación. Los dioses de tanto andar por los cielos,poco saben de navegar.‖ Se abrió la escotilla de la extraña

nave, apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro ro- jo, que parecía sumamente irritado. ―¿Qué? ¿No atamos ca-bos?‖, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalida-des de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió por-

que los hombres sabios, en aquellos días, entendían todos losidiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwakmandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas searrimaron, y se abrazó el anciano de otro anciano de tez un

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 –– 35 ––  

tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos ani-males traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la esco-

tilla mostró a Amaliwak un mundo de animales desconocidosque entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pin-taban estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Seasustó al ver que hacia ellos trepaba un oso negro de muy featraza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lo-mos. Y unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban―onzas‖. ―¿Qué hace usted aquí?‖, preguntó el hombre de Sin a

 Amaliwak. ―¿Y usted?‖, contestó el anciano. ―Estoy salvando ala especie humana y las especies animales‖, dijo el hombre de

Sin. ―Estoy salvando a la especie humana y las especies ani-males‖, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del

hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló másde cuestiones difíciles de dilucidar, aquella noche. Y algo bo-rrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak

cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retum-bar a las dos naves. Una embarcación cuadrada –– trescientoscodos de longitud, cincuenta más o menos de anchura, treintacodos (eran unos cincuenta) de alto ––  dominada por una casavivienda con ventanas laterales, había topado con las dos na-ves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlopor una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano,de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de losanimales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan,y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera malhecha. Decía: ―Me dijo Iaveh: Hazte un arca de madera de

Gopher; harás aposentos en el arca, y la embetunarás conbrea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segun-do y tercero‖. ―Aquí también hay tres pisos‖, decía Amaliwak.

Pero proseguía el otro: ―Y yo, he aquí que yo traigo un diluvio

de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que hayaespíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierramorirá. Mas estableceré un pacto contigo y entrarán en elarca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos conti-

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 –– 36 ––  

go…‖ ―¿No fue eso acaso lo que hice?‖, dijo el anciano Ama-liwak. Pero proseguía el otro el recitado de su Revelación: ―Y

de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie mete-rás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembraserán. De las aves según su especie; de todo reptil de la tierra,según su especie; dos de cada especie entrarán contigo paraque hayan vida‖. ―¿Así no hice yo?‖, preguntábase el anciano

 Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto pre-suntuoso con sus Revelaciones que eran semejantes a todas

las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación, losnexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin,como el anciano Amaliwak y el Noé recién llegado eran gran-des bebedores. Con el vino del último, la chicha del viejo y ellicor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando.Se formulaban preguntas, tímidas al comienzo, acerca de lospueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer.

 Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner unpoco de claridad en el cielo. El Noé, del arca maciza, propusoque se hiciera algo para saber si toda vida vegetal había des-aparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas,quietas aunque fangosas en grado increíble. Al cabo de unalarga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo en elpico. El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga espera regresó con una mazorca de maízentre sus patas. El hombre del País de Sin despachó, enton-ces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajodel ala. La vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir algu-na Instrucción de Aquellos que vigilan el ir y venir de loshombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban denivel.

IV

Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran- Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh, con quien Noé parecía

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 –– 37 ––  

haber tenido largos coloquios, con instrucciones más precisasque las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive

en el espacio ingrávido y suspendido como una burbuja, escu-chado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban los capi-tanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber quéhacer. Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el ho-rizonte de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que loscapitanes bebían para distraerse de sus propias cavilaciones,se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca,

de una admirable finura de líneas, con las bordas pulidas yuna vela de forma que nunca habían visto por acá. Se arrimóligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capi-tán: ―Soy Deucalión –– dijo –– . De dónde se yergue un montellamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del Cielo y dela Luz de repoblar el mundo cuando termine este horriblediluvio‖ ―¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exi-

gua?‖, preguntó Amaliwak. ―No se me ha hablado de los ani-males –– dijo el recién llegado –– . Cuando termine esto toma-remos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposaPirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada guija-rro nacerá un hombre‖. ―Yo debo hacer lo mismo con las semi-llas de palmeras‖, dijo Amaliwak. En eso, de la bruma que

acababa de levantarse sobre las costas cada vez más próxi-mas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una navecasi idéntica a la de Noé. Una hábil maniobra de los que latripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. ―Soy

Our-Napishtim –– dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave deDeucalión –– . Por el Dueño-de-las-Aguas supe lo que iba aocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarqué en ella, ade-más de mi familia, ejemplares de animales de todas las espe-cies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arrojé una pa-

loma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa algunaque, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la go-londrina. Pero el cuervo no regresó: pruebas de que halló algoque comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar llama-

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do Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descen-diendo. Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias.

Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada, deja-da sobre los campos, tendremos buenas cosechas‖. Y dijo el

hombre de Sin: ―Pronto abriremos las escotillas y saldrán los

animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la guerra en-tre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupola gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento, por-que ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un dragón ma-

cho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen ele-fantes de colmillos curvos y donde los grandes lagartos ponenhuevos semejantes a sacos de sésamo‖. ―Todo está en saber si

los hombres habrán salido mejores de esta aventura  –– dijoNoé –– . Muchos deben haberse salvado en las cimas de losmontes.‖

Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congo-

 ja –– inconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pe-cho ––   les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venidoabajo el orgullo de creerse elegidos  –– ungidos ––  por las divi-nidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombresde idéntica manera. ―Por ahí deben andar otras naves comolas nuestras‖ dijo Our-Napishtim, amargo. ―Más allá de los

horizontes; mucho más allá debe haber otros hombres adver-tidos, navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo depaíses donde se adora el fuego y las nubes‖. ―Debe haberlo delos Imperios del Norte que, según dicen, son tremendamenteindustriosos.‖ En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: ―Apártate de las

demás naves, y déjate llevar por las aguas‖. Nadie, salvo el

 Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurríaalgo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos

de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la co-rriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a lamanera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontrósolo con su gente y con sus animales. ―Los dioses eran muchos

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 –– pensaba –– . Y donde hay tantos dioses como pueblos, nopuede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desave-

nencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.‖ Losdioses se le empequeñecían. Pero aún le tocaba una tarea quecumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajandodetrás de una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus es-paldas las semillas de palmera que llevaba en un saco. En elacto  –– y era maravilloso verlo ––  las semillas se transforma-ron en hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la

talla de niños, a la talla de mozos, a la talla de adolescentes, ala talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérme-nes de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana erauna multitud, pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso,una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multituden dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamen-te a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién sal-

vados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones decombate en la costa elegida para su resurrección, era evidenteque ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro conel cráneo abierto por una piedra. ―Creo que hemos perdido el

tiempo‖, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Ca-noa a flote.

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EL CAMINO DE SANTIAGO

I

Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda — el su-yo, terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a lascartas — , cuando le llamó la atención una nave, recién arri-mada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas.Como la llovizna de aquel atardecer le repicaba quedo en elparche mal abrigado por el ala del sombrero, todo había deparecerle un tanto aneblado — aneblado como lo estaba ya por

el aguardiente y la cerveza del vivandero amigo, cuyo carrohumeaba por todos los hornillos, un poco más abajo, cerca dela iglesia luterana que habían transformado en caballerizas.Sin embargo, aquel barco traía una tal tristeza entre las bor-das, que la bruma de los canales parecía salirle de adentro,como un aliento de mala suerte. Las velas le estaban remen-dadas con lonas viejas, de colores mohosos; tenía pelos en loscordajes, musgos en las vergas, y de los flancos sin carenar lecolgaban andrajos de algas muertas. Un caracol, aquí, allá,pintaba una estrella, una rosa gris, una moneda de yeso, enaquella vegetación de otros mares, que acababa de podrirse,en pardo y verdinegro, al conocer la frialdad de aguas dormi-das entre paredes obscuras. Los marinos parecían extenua-dos, de pómulos hundidos, ojerosos, desdentados, como genteque hubiera sufrido el mal de escorbuto. Acababan de soltar

los cabos de una faluca que les había arrastrado hasta el mue-lle, con gestos que no expresaban, siquiera, el contento de verencenderse las luces de las tabernas. La nave y los hombresparecían envueltos en un mismo remordimiento, como si hu-

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biesen blasfemado el Santo Nombre en alguna tempestad, ylos que ahora estaban enrollando cuerdas y plegando el tra-

pío, lo hacían con el desgano de condenados a no poner más elpie en tierra. Pero, de pronto, abrióse una escotilla, y fue co-mo si el sol iluminara el crepúsculo de Amberes. Sacados delas penumbras de un sollado, aparecieron naranjos enanos,todos encendidos de frutas, plantados en medios toneles queempezaron a formar una olorosa avenida en la cubierta. Antela salida de aquellos árboles vestidos de suntuosas cáscaras

quedó la tarde transfigurada y un olor a zumos, a pimienta, acanela, hizo que Juan, atónito, pusiera en el suelo el tamborcargado en el hombro, para sentarse a horcajadas sobre él.Era cierto, pues, lo de los amores del Duque con lo que decíande los suntuarios caprichos de su dueña, ganosa siempre delos presentes que sólo un Alba, por mero antojo, podía hacertraer de las Islas de las Especias, de los Reinos de Indias o del

Sultanato de Ormuz. Aquellos naranjos, tan pequeños y car-gados, habían sido criados, sin duda, en alguna huerta demoros bautizados –– que nadie los aventajaba en eso de hacerportentos con las matas –– , antes de desafiar tormentas y ba- jeles enemigos, para venir a adornar alguna galería de espe- jos, en el palacio de la que arrebolaba su cutis de flamencacon los más finos polvos de coral del Levante. Y es que cuandociertas mujeres se daban a pedir, en aquellos días de tantasnavegaciones y novedades, no les bastaban ya los afeites quedurante siglos se tuvieran por buenos, sino que pedían inven-ciones de Dinamarca, bálsamos de Moscovia y esencia de flo-res nuevas; si se trataba de aves, querían el papagayo indianoque dice insolencias, y en cuanto a perros, no se contentabanya con el gozque cariñoso, sino que reclamaban falderos contraza de grifos, o animales con bastante lana para trasquilar-

los de modo que tuvieran una melena berberisca donde pren-der lazos de color. Así, cuando el aguardiente del vivanderozamorano se subía a la cabeza de los soldados, había siemprequien se soltara la lengua, afirmando que si el Duque perma-

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necía tanto tiempo en Amberes, con unos cuarteles de in-vierno que ya pasaban de cuarteles de primavera, era porque

no acababa de resolverse a dejar de escuchar una voz quesonaba, sobre el mástil del laúd, como sonarían las voces delas sirenas, mentadas por los antiguos. ―¿Sirenas?‖–– habíagritado poco antes la moza fregona, gran trasegadora de aguar-diente, que venía zapateando desde Nápoles, tras de la tropa.―¿Sirenas? ¡Digan mejor que más tiran dos tetas que dos ca-rretas!‖ Juan no había oído el resto, en el revuelo de soldados

que se apartaban del carro del vivandero sin pagar lo comidoni bebido, por temor a que algún criado del Duque anduviesepor allí y denunciara la ocurrencia. Pero ahora, ante esos na-ranjos que eran llevados a tierra, bajo la custodia de un alfé-rez recién llegado, le volvían las palabras de la moza, subra-yadas por un espeso trazo de evidencia. Ya venían a cargarlos árboles enanos unos carros entoldados que eran de la in-

tendencia. Ahuecado el estómago por el repentino deseo decomer una olleta de panzas o roer una uña de vaca, Juan vol-vió a montarse en el hombro el tambor ganado a los naipes.En aquel momento observó que por el puente de una gúmenabajaba a tierra una enorme rata, de rabo pelado, como achi-chonada y cubierta de pústulas. El soldado agarró una piedracon la mano que le quedaba libre, meciéndola para hallar eltino. La rata se había detenido al llegar al muelle, como foras-tero que al desembarcar en una ciudad desconocida se pre-gunta dónde están las casas. Al sentir el rebote de un guijarroque ahora le pasaba sobre el lomo para irse al agua del canal,la rata echó a correr hacia la casa de los predicadores quema-dos, donde se tenía el almacén del forraje. Sin pensar más enesto, Juan regresó hacia el carro del vivandero zamorano. Allí, por amoscar a la fregona, los soldados de la compañía

coreaban unas coplas que ponían a las de su pueblo de virgoscosidos, pegadoras de cuernos y alcahuetas. Pero, en eso pa-saron los carros cargados de naranjos enanos, y hubo un re-pentino silencio, roto tan sólo por un gruñido de la moza, y el

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 –– 43 ––  

relincho de un garañón que sonó en la nave de los luteranoscomo la misma risa de Belcebú.

II

Creyóse, en un comienzo, que el mal era de bubas, lo cual noera raro en gente venida de Italia. Pero, cuando aparecieronfiebres que no eran tercianas, y cinco soldados de la compañíase fueron en vómitos de sangre, Juan empezó a tener miedo.

 A todas horas se palpaba los ganglios donde suele hincharseel humor del mal francés, esperando encontrárselos como ro-sario de nueces. Y a pesar de que el cirujano se mostraba du-doso en cuanto a pronunciar el nombre de una enfermedadque no se veía en Flandes desde hacía mucho tiempo a causade la humedad del aire, sus andanzas por el reino de Nápolesle hacían columbrar que aquello era peste, y de las peores.

Pronto supo que todos los marineros del barco de los naranjosenanos yacían en sus camastros, maldiciendo la hora en quehubieran respirado los aires de Las Palmas, donde el mal,traído por cautivos rescatados de Argel, derribaba las gentesen las calles, como fulminadas por el rayo. Y como si el temoral azote fuese poco, la parte de la ciudad donde se alojaba lacompañía se había llenado de ratas. Juan recordaba, comoalimaña de mal agüero, aquella rata hedionda y rabipelada, ala que había fallado por un palmo, en la pedrada, y que debíaser algo así como el abanderado, el pastor hereje, de la hordaque corría por los patios, se colaba en los almacenes, y acaba-ba con todos los quesos de aquella orilla. El aposentador delsoldado, pescadero con trazas de luterano, se desesperaba, ca-da mañana, al encontrar sus arenques medio comidos, algunaraya con la cola de menos y la lamprea en el hueso, cuando un

bicho inmundo no estaba ahogado, de panza arriba, en el vi-vero de las anguilas. Había que ser cangrejo o almeja, para re-sistir al hambre asiática de aquellas ratas llagadas y purulen-tas, venidas de sabe Dios qué Isla de las Especias, que roían

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LOS FUGITIVOS Y OTROS CUENTOS

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hasta el correaje de las corazas y el cuero de las monturas, yhasta profanaban las hostias sin consagrar del capellán de la

compañía. Cuando un aire frío, bajado de los pastos anegados,hacía tiritar al soldado en el desván bajo pizarra que teníapor alojamiento, se dejaba caer en su catre, gimoteando queya se le abrasaba el pecho y le dolían las bubas, y que la muer-te sería buen castigo por haber dejado la enseñanza de loscantos que se destinan a la gloria de Nuestro Señor, para me-terse a tambor de tropa, que eso no era arte de cantar mote-

tes, ni ciencia del Cuadrivio, sino música de zambombas, pan-dorgas y castrapuercos, como la tocaban, en cualquier alegríade Corpus, los mozos de su pueblo. Pero, con un parche y unpar de vaquetas se podía correr el mundo, del Reino de Nápo-les al de Flandes, marcando el compás de la marcha, junto altrompeta y al pífano de boj. Y como Juan no se sentía con al-ma de clérigo ni de chantre, había trocado el probable honor

de llegar a ingresar, algún día, en la clase del maestro Cirue-lo, en Alcalá, por seguir al primer capitán de leva que le pu-siera tres reales de a ocho en la mano, prometiéndole granregocijo de mujeres, vinos y naipes, en la profesión militar. Ahora que había visto mundo, comprendía la vanidad de lasapetencias que tantas lágrimas costaran a su santa madre.De nada le había servido repicar la carga en el fuego de tresbatallas, desafiando el trueno de las lombardas, si la muerteestaba aquí, en este desván cuyos ventanales de cristales ver-des se teñían tan tristemente con los fulgores de las antor-chas de la ronda, al son de aquel tambor velado, tan mal to-cado por esos flamencos de sangre de lúpulo que nunca dabancabalmente con el compás. La verdad era que Juan habíagimoteado todo aquello del pecho abrasado y de las bubashinchadas, para que Dios, compadecido de quien se creía en-

fermo, no le mandara cabalmente la enfermedad. Pero, desúbito, un horrible frío se le metía en el cuerpo. Sin quitarselas botas, se acostó en el catre, echándose una manta encima,y encima de la manta un edredón. Pero no era una manta, ni

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un edredón, sino todas las mantas de la compañía, todos losedredones de Amberes, los que le hubiesen sido necesarios, en

aquel momento, para que su cuerpo destemplado hallara elcalor que el Rey Salomón viejo tratara de encontrar en elcuerpo de una doncella. Al verlo temblar de tal suerte, el pes-cadero, llamado por los gemidos, había retrocedido con espan-to, bajando las escaleras llenas de ratas, a los gritos de que elmal estaba en la casa, y que esto era castigo de católicos portanta simonía y negocios de bulas. Entre humos vio Juan el

rostro del cirujano que le tentaba las ingles, por debajo delcinturón desceñido, y luego fue, de repente, en un extrañoredoble de cajas –– muy picado, y sin embargo tenido en sor-dina ––  la llegada portentosa del Duque de Alba.

 Venía solo, sin séquito, vestido de negro, con la gola tanapretada al cuello, adelantándole la barba entrecana, que sucabeza hubiera podido ser tomada por cabeza de degollado,

llevada de presente en fuente de mármol blanco. Juan hizo untremendo esfuerzo por levantarse de la cama, parándose comocorrespondía a un soldado, pero el visitante saltó por sobre eledredón que lo cubría, yendo a sentarse del otro lado, sobre untaburete de esparto, donde había varios frascos de barro. Losfrascos no cayeron ni se rompieron, aunque un olor a ginebrase esparciera por el cuarto, como un sahumerio de sinagoga. Afuera sonaban confusas trompetas, revueltas en gran des-concierto, desafinadas, como tiritándoles las notas, en el mis-mo frío que tenía tableteando los dientes del enfermo. El Du-que de Alba, sin desarrugar un ceño de quemar luteranos, sa-có tres naranjas que le abultaban bajo el entallado del jubón,y empezó a jugar con ellas, a la manera de los titiriteros, pa-sándoselas de mano a mano, por encima del peinado a la ro-mana, con sorprendente presteza. Juan quiso hacer algún elo-

gio de su pericia en artes que se le desconocían, llamándolo,de paso, León de España, Hércules de Italia y Azote de Fran-cia, pero no le salían las palabras de la boca. De pronto, unaviolenta lluvia atamborileó en las pizarras del techo. La ven-

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tana que daba a la calle se abrió al empuje de una ráfaga,apagándose el candil. Y Juan vio salir al Duque de Alba en el

viento, tan espigado de cuerpo que se le culebreó como cintade raso al orillar el dintel, seguido de las naranjas que ahoratenían embudos por sombreros, y se sacaban unas patas de ra-nas de los pellejos, riendo por las arrugas de sus cáscaras. Porel desván pasaba volando, de patio a calle, montada en elmástil de un laúd, una señora de pechos sacados del escote,con la basquiña levantada y las nalgas desnudas bajo los

alambres del guardainfantes. Una ráfaga que hizo temblar lacasa acabó de llevarse a la horrorosa gente, y Juan, medio des-mayado de terror buscando aire puro en la ventana, advirtióque el cielo estaba despejado y sereno. La Vía Láctea, por vezprimera desde el pasado estío, blanqueaba el firmamento.

 –– ¡El Camino de Santiago! –– gimió el soldado, cayendo derodillas ante su espada, clavada en el tablado del piso, cuya

empuñadura dibujaba el signo de la cruz.III

Por caminos de Francia va el romero, con las manos flacasasidas del bordón, luciendo la esclavina santificada por her-mosas conchas cosidas al cuero, y la calabaza que sólo cargaagua de arroyos. Empieza a colgarle la barba entre las alascaídas del sombrero peregrino, y ya se le desfleca la estameñadel hábito sobre la piadosa miseria de sandalias que pisaronel suelo de París sin hollar baldosas de taberna, ni apartarsede la recta vía de Santiago, como no fuera para admirar delejos la santa casa de los monjes clunicenses. Duerme Juandonde le sorprende la noche, convidado a más de una casa porla devoción de las buenas gentes, aunque cuando sabe de un

convento cercano, apura un poco el paso, para llegar al toquedel Ángelus, y pedir albergue al lego que asoma la cara al ras-trillo. Luego de dar a besar la venera, se acoge al amparo delos arcos de la hospedería, donde sus huesos, atribulados por

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la enfermedad y las lluvias tempranas que le azotaron el lomodesde Flandes hasta el Sena, sólo hallan el descanso de duros

bancos de piedra. Al día siguiente parte con el alba, impacien-te por llegar, al menos, al Paso de Roncesvalles, desde dondele parece que el cuerpo le estará menos quebrantado, por ha-llarse en tierra de gente de su misma lana. En Tours se le juntan dos romeros de Alemania, con los que habla por señas.En el Hospital de San Hilario de Poitiers se encuentra conveinte romeros más, y es ya una partida la que prosigue la

marcha hacia las Landas, dejando atrás el rastrojo del trigo,para encontrar la madurez de las vides. Aquí todavía es ve-rano, aunque se cumplen faenas de otoño. El sol demora sobrelas copas de los pinos, que se van apretando cada vez más, yentre alguna uva agarrada al paso, y los descansos de medio-día que se hacen cada vez más largos, por lo oloroso de lashierbas y el frescor de las sombras, los romeros se dan a can-

tar. Los franceses, en sus coplas, hablan de las buenas cosas aque renunciaron por cumplir sus votos a Saint Jacques; losalemanes carraspean unos latines tudescos, que apenas si de- jan en claro el Herru Sanctiagu! Got Sanctiagu! En cuanto alos de Flandes, más concertados, entonan un himno que yaJuan adorna de contracantos de su invención: ―¡Soldado deCristo, con santas plegarias, a todos deñendes, de suertes con-trarias!‖ 

 Y así, caminando despacio, llevando fila de más de ochen-ta peregrinos, se llega a Bayona, donde hay buen hospitalpara espulgarse, poner correas nuevas a las sandalias, sacar-se los piojos entre hermanos, y solicitar algún remedio paralos ojos que muchos, a causa del polvo del camino, traen le-gañosos y dañados. Los patios del edificio son hervideros demiserias, con gente que se rasca las sarnas, muestra los mu-

ñones, y se limpia las llagas con el agua del aljibe. Hay quiencarga lamparones que no sanaron ni con el tocamiento delRey de Francia, y otro que jinetea un banco para descansardel estorbo de partes tan hinchadas, que parecen las verijas

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del gigante Adamastor. Juan el Romero es de los pocos que nosolicitan remedios. El sudor que tanto le ha pringado el sayal

cuando se andaba al sol entre viñas, le alivió el cuerpo de ma-los humores. Luego, agradecieron sus pulmones el bálsamo delos pinos, y ciertas brisas que, a veces, traían el olor del mar. Y cuando se da el primer baño, con baldes sacados del pozosantificado por la sed de tantos peregrinos, se siente tan en-tonado y alegre, que va a despacharse un jarro de vino a ori-llas del Adur, confiando en que hay dispensa para quien corre

el peligro de resfriarse luego de haberse mojado la cabeza ylos brazos por primera vez en varias semanas. Cuando regre-sa al hospital no es agua clara lo que carga su calabaza, sinotintazo del fuerte, y para beberlo despacio se adosa a un pilardel atrio. En el cielo se pinta siempre el Camino de Santiago.Pero Juan, con el vino aligerándole el alma, no ve ya el Cam-po Estrellado como la noche en que la peste se le acercara con

un tremebundo aviso de castigo por sus muchos pecados. Atiempo había hecho la promesa de ir a besar la cadena conque el Apóstol Mayor fuese aprisionado en Jerusalén. Peroahora, descansado, algo bañado, con piojos de menos y copasde más, empieza a pensar si aquella fiebre padecida sería co-sa de la peste, y si aquella visión diabólica no sería obra de lafiebre. El gemido de un anciano con media cara comida por untumor, que yace a su lado, le recuerda al punto que los votosson votos, y metiendo la cabeza en el rebozo de la esclavina,se regocija pensando que llegará con el cuerpo sano, dondeotros prosternarán sus llagas y costras, luego de pasarlas,inseguros aún del divino remiendo, bajo el arco de la PuertaFrancina. La salud recobrada le hace recordar, gratamente,aquellas mozas de Amberes, de carnes abundosas, que gusta-ban de los flacos españoles, peludos como chivos, y se los sen-

taban en el ancho regazo, antes del trato, para zafarles lascorazas con brazos tan blancos que parecían de pasta de al-mendras. Ahora sólo vino llevará el romero en la calabazaque cuelga de los clavos de su bordón.

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IV

El camino de Francia arroja al romero, de pronto, en el albo-roto de una feria que le sale al paso, entrando en Burgos. Elánimo de ir rectamente a la catedral se le ablanda al sentir elhumo de las frutas de sartén, el olor de las carnes en parrilla,los mondongos con perejil, el ajilimójili, que le invita a probar,dadivosa, una anciana desdentada, cuyo tenducho se arrima

a una puerta monumental, flanqueada por torres macizas.Luego del guiso, hay el vino de los odres cargados en borricos,más barato que el de las tabernas. Y luego es el dejarse arras-trar por el remolino de los que miran, yendo del gigante al vo-latinero, del que vende aleluyas en pliego suelto, al que mues-tra, en cuadros de muchos colores, el suceso tremendo de lamujer preñada del Diablo, que parió una manada de lechones

en Alhucemas. Allí promete uno sacar las muelas sin dolor,dando un paño encarnado al paciente para que no se le veacorrer la sangre, con ayudante que golpea la tambora con ma-zo, para que no se le oigan los gritos; allá se ofrecen jabonesde Bolonia, unto para los sabañones, raíces de buen alivio,sangre de dragón. Y es el estrépito de siempre, con la friturade los buñuelos, y el desafinado de las chirimlas, con algún pe-rro de jubón y gorro, que viene a pedir limosna para el pobretullido caminando en las patas traseras, como cristiano. Can-sado de verse zarandeado, Juan el Romero se detiene, ahora,ante unos ciegos parados en un banco, que terminan de can-tar la portentosa historia de la Arpía Americana, terror delcocodrilo y el león, que tenía su hediondo asiento en anchascordilleras e intrincados desiertos:

 ––  Por una cuantiosa sumaLa ha comprado un europeo,Y con ella vino a Europa;En Malta desembarcola,

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 Desde allí fue al país griego,Y luego a Constantinopla,

Toda la Tracia siguiendo. Allí empezó a no querer Admitir los alimentos,Tanto que a las pocas semanasMurió rabiando y rugiendo.

CORO: Este fin tuvo la Arpía,

Monstruo de natura horrendo,Ojalá todos los monstruosSe murieran en naciendo.

Por no dar limosna, los que escuchaban en segunda fila seescurren prestamente, riendo de los ciegos que descargan suenojo en la prosapia de los tacaños; pero otros ciegos les cie-

rran el paso un poco más lejos, cerca de donde se representa,en retablo de títeres, el sucedido de los moros que entraron enCuenca disfrazados de carneros. Escapando de la Arpía Ame-ricana, Juan se ve llevado a la Isla de Jauja, de la que se te-nían noticias, desde que Pizarro hubiera conquistado el Reinodel Perú. Aquí los cantores tienen la voz menos rajada, y mien-tras uno ofrece oraciones para las mujeres que no paren, el jefe de los otros, ciego de grande estatura, tocado por un som-brero negro, bordonea con larguísimas uñas en su vihuela,dando fin al romance:

 –– Hay en cada casa un huerto De oro y plata fabricadoQue es prodigio lo que abunda De riquezas y regalos.

 A las cuatro esquinas de élHay cuatro cipreses altos:El primero de perdices,El segundo gallipavos,

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El tercero cría conejosY capones cría el cuarto.

 Al pie de cada ciprésHay un estanque cuajado,Cual de doblones de a ocho,Cual de doblones de a cuatro.

 Y ahora, dejando la tonada de la copla para tomar empa-que de pregonero de levas, concluye el ciego con voz que al-

canza los cuatro puntos de la feria, alzando la vihuela comoestandarte:

 –– ¡Ánimo, pues, caballeros, Ánimo, pobres hidalgos,Miserables, buenas nuevas, Albricias, todo cuitado!

¡Que el que quiere partirse A ver este nuevo pasmo, Diez navíos salen juntos De Sevilla este año!...

 Vuelven a escurrirse los oyentes, otra vez injuriados porlos cantores, y se ve Juan empujado al cabo de un callejón don-de un indiano embustero ofrece, con grandes aspavientos,como traídos del Cuzco, dos caimanes rellenos de paja. Llevaun mono en el hombro y un papagayo posado en la mano iz-quierda. Sopla en un gran caracol rosado, y de una caja en-carnada sale un esclavo negro, como Lucifer de auto sacra-mental, ofreciendo collares de perlas melladas, piedras paraquitar el dolor de cabeza, fajas de lana de vicuña, zarcillos deoropel, y otras buhonerías del Potosí. Al reír muestra el negro

los dientes extrañamente tallados en punta y las mejillas mar-cadas a cuchillo, y agarrando unas sonajas se entrega al bailemás extravagante, moviendo la cintura como si se le hubieradesgajado, con tal descaro de ademanes, que hasta la vieja de

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las panzas se aparta de sus ollas para venir a mirarlo. Pero eneso empieza a llover, corre cada cual a resguardarse bajo los

aleros  –– el titiritero con los títeres bajo la capa, los ciegosagarrados de sus palos, mojada en su aleluya la mujer queparió lechones –– , y Juan se encuentra en la sala de un me-són, donde se juega a los naipes y se bebe recio. El negro secaal mono con un pañuelo, mientras el papagayo se dispone aechar un sueño, posado en el aro de un tonel. Pide vino el in-diano, y empieza a contar embustes al romero. Pero Juan,

prevenido como cualquiera contra embuste de indianos, pien-sa ahora que ciertos embustes pasaron a ser verdades. La Arpía Americana, monstruo pavoroso, murió en Constantino-pla, rabiando y rugiendo. La tierra de Jauja había sido cabal-mente descubierta, con sus estanques de doblones, por un afor-tunado capitán llamado Longores de Sentlam y de Gorgas. Niel oro del Perú, ni la plata del Potosí eran embustes de india-

nos. Tampoco las herraduras de oro, clavadas por Gonzalo Pi-zarro en los cascos de sus caballos. Bastante que lo sabían loscontadores de las Flotas del Rey, cuando los galeones regre-saban a Sevilla, hinchados de tesoros. El indiano, achispadopor el vino, habla luego de portentos menos pregonados: deuna fuente de aguas milagrosas, donde los ancianos más en-corvados y tullidos no hacían sino entrar, y al salirles la cabe-za del agua, se les veía cubierta de pelos lustrosos, las arru-gas borradas, con la salud devuelta, los huesos desentumeci-dos, y unos arrestos como para empreñar una armada de Amazonas. Hablaba del ámbar de la Florida, de las estatuasde gigantes vistas por el otro Pizarro en Puerto Viejo, y de lascalaveras halladas en Indias, con dientes de tres dedos de gor-do, que tenían una oreja sola, y ésa, en medio del colodrillo.Había, además, una ciudad, hermana de la de Jauja, donde

todo era de oro, hasta las bacías de los barberos, las cazuelasy peroles, el calce de las carrozas, los candiles. ―¡Ni que fueranalquimistas sus moradores!‖, exclama el romero atónito. Peroel indiano pide más vino y explica que el oro de Indias ha dado

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término a las lucubraciones de los perseguidores de la GranObra. El mercurio hermético, el elixir divino, la lunaria ma-

yor, la calamina y el azófar, son abandonados ya por todos losestudiosos de Morieno, Raimundo y Avicena, ante la llegadade tantas y tantas naves cargadas de oro en barras, en vasos,en polvo, en piedras, en estatuas, en joyas. La transmutaciónno tiene objeto donde no hay operación que cumplir en horna-cha para tener oro del mejor, hasta donde alcanza la mano deun buen extremeño, parado en una estancia de regular tama-

ño. Noche es ya cuando el indiano se va al aposento, trabadala lengua por tanto vino bebido, y el negro sube, con el mono yel papagayo, al pajar de la cuadra. El romero, también metidoen humos yéndose a un lado y otro del bordón  –– y a veces gi-rando en derredor –– , acaba por salirse a un callejón de lasafueras, donde una moza le acoge en su cama hasta mañana,

a cambio del permiso de besar las santas veneras que comien-zan a descoserse de su esclavina. Las muchas nubes que seciernen sobre la ciudad ocultan, esta noche, el Camino de San-tiago.

 V

Dice ahora, a quien quiere oírle, que regresa donde nuncaestuvo. Allá quedó Santiago el Mayor y la cadena que le apri-sionó y el hacha que lo decapitó. Por aprovechar las hospede-rías de los conventos y su caldo de berzas con pantortas decenteno; por gozar de las ventajas de las licencias, sigue lle-vando Juan el hábito, la esclavina y la calabaza, aunque ésta,en verdad, sólo carga ya aguardiente. Bien atrás quedó elCamino Francés, beneficio de otro que, al pasar por Ciudad

Real, lo tuvo tres días pegado a los odres del más famoso vinode todo el Reino. De allí en adelante nota algo cambiado enlas gentes. Poco hablan de lo que ocurre en Flandes, viviendocon los oídos atentos a Sevilla, por donde llegan noticias del

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hijo ausente, del tío que mudó la herrería a Cartagena, delotro que perdió su plata, por no tenerla registrada. Hay pue-

blos de donde han marchado familias enteras; canteros consus oficiales, hidalgos pobres, con caballo y los criados. Ahoratocan cajas en todas las plazas, levando gente para conquistary poblar nuevas provincias de la Tierra Firme. Los mesones,los albergues, están llenos de viajeros. Así, habiendo trocadola venera por la Rosa de los Vientos, llega Juan el Romero ala Casa de la Contratación, tan olvidado de haber sido pere-

grino, que más parece un actor de compañía desbandada, delos que a falta de dinero, echan mano a las arcas del vestua-rio, acabando por ponerse la casaca del bobo de entremés, lasbragas del vizcaíno, la cota de Piloto y el sombrero que lleva-ba Arcadio, el pastor enamorado de la comedia al estilo ita-liano, que no gustó. Poco a poco, haciéndose de unas calzasacá, allá de una capa, cambiando la esclavina por zapatos,

regateando al ropavejero, Juan lucía un atuendo que si ennada recordaba al romero, tampoco evocaba al soldado de losTercios de Italia. Además, no era propósito suyo acudir a lallamada de las levas, pues bien le había advertido el Indianoque las conquistas a lo Cortés, yéndose en armada, no era yalo que mejor aprovechaba. Lo que ahora pagaba en Indias erael olfato aguzado, la brújula del entendimiento, el arte de sal-tar por sobre los demás, sin reparar mucho en ordenanzas deReales Cédulas, reconvenciones de bachilleres, ni griterías deObispos, allí donde la misma Inquisición tenía la mano blan-da, por tener muy poco que hacer con tantos negros e indios,escasamente preparados en materia de fe, sabiéndose, ade-más, que si hubiese empeño en repartir sambenitos, los másse irían en vestir capellanes culpables del delito de solicita-ción en el confesionario; y como la atenuante del impulso re-

pentino era tanto más válida en tierras calientes, el SantoOficio americano había optado, desde el comienzo, por calen-tar jícaras de chocolate en sus braseros, sin afanarse en esta-blecer distingos de herejía pertinaz, negativa, diminuta, im-

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penitente, perjura o alumbrada. Además, donde no había igle-sias luteranas ni sinagogas, la Inquisición se echaba a dormir

la siesta. Podían los negros, a veces, tocar el tambor ante fi-guras de madera que olían a pezuña del diablo. Pero mientrascon su pan se lo comieran, los frailes se encogían de hombros.Lo que molestaba eran las herejías que venían acompañadasde papeles, de escritos, de libros. Así, después de agacharsebajo el agua bendita, los negros e indios volvían muchas vecesa sus idolatrías, pero hacían demasiada falta en las minas, en

los repartimientos, para que se les viera, al tenor del CuartoEvangelio, como el sarmiento seco que se amontona y arrojaal fuego. De este modo, favoreciéndolo con la merced de sularga experiencia, el Indiano lo había recomendado a un cor-delero sevillano, cuya atarazana, repleta de catres y jergones,era posada donde otros aguardaban, como él, permiso paraembarcar en la Flota de la Nueva España, que en mayo sal-

dría de Sanlúcar con mucha gente divertida a bordo de lasnaves. Con el nombre de Juan de Amberes quedaba Juan asen-tado en los libros de la Casa de la Contratación –– pues no de-bía olvidarse que se le esperaba en Flandes, luego de la pro-mesa cumplida –– , entre un Jorge, negro esclavo del Obispo deTarragona, y uno que demasiado insistía en no ser hijo dereconciliado, ni nieto de quemado por herejía. En el mismofolio de asientos desfilaban, a continuación, un pellejero de laEmperatriz, un mercader genovés llamado Jácome de Caste-llón, varios chantres, dos polvoristas, el Deán de Santa Maríadel Darién con su paje Francisquillo, un algebrista maestroen pegar huesos rotos, clérigos, bachilleres, tres cristianosnuevos, y una Lucía, de color de pera cocha. En eso del color,mejor hubiera sido no entrar en distingos, buscándose mati-ces de era cocida o no, porque Juan, en sus andanzas por el

laberinto bético, se asombraba ante el gran portento de loshumanos colores. Y no eran tan sólo negros horros que espe-raban el día de salir en las flotas, loros como brea o con el pe-llejo de berenjena; no eran tan sólo las morenas del paracum-

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bé, guineas alcojoladas, mulatas de Zofalá, sino que se veían,en estas vísperas de salida, mucho indios que aguardaban el

regreso a sus patrias en el séquito de prelados o capitanes,venidos a tratar negocios en la Corte. El solo Chantre Mayorde Guatemala, que embarcaría en la Flota, se traía tres cria-dos, de color aceitunado, con las frentes ceñidas por tiras bor-dadas, y una manta de lana espesa, con los colores del arcoiris, metida por la cabeza a modo de capisayo. Los tres lleva-ban cruces al cuello, pero sabe Dios de qué paganismo habla-

rían, en su idioma de respirar para dentro, que más sonaba aprotesta de sordomudo que a lengua de cristiano. Había in-dios de la Española, yucatecos que llevaban calzones blancos,y otros, de cabeza redonda, bocas belfudas, y pelo espeso, cor-tado como a medida de cuenco, que eran de la Tierra Firme, yhasta aparecían en misa, algunas veces, los ocho mexicanosde la casa de Medina Sidonia, que habían tocado chirimías –– 

y muy diestramente, por cierto ––   en las fiestas dadas paracelebrar el encuentro de Doña María con el Príncipe Felipe,en Salamanca. Todo aquel mundo alborotoso y raro, tornaso-lado de telas gritonas, de abalorios y de plumas, donde no fal-taban eunucos de Argel, y esclavas moras con las caras mar-cadas al hierro, ponían un estupendo olor de aventuras en lasnarices de Juan de Amberes. Y luego, era la salmuera de losmatalotajes, la brea de los calafates, las sardinas salpresadasde las tabernas de vino blanco, el dado echado a todas horas,y la endemoniada zarabanda que ya se bailaba en las casasdel trato, donde los marineros habían traído la costumbre demascar una yerba parda, que les teñía la saliva de amarillo, yponía en sus barbas un fuerte olor a regaliz, a vinagre, a es-pecias, y a muchas cosas más que no acababan de oler bien.

 Y ya está Juan de Amberes en alta mar. No le dejan pa-

sar a México, porque el Consejo quiere gente para poblar co-marcas empobrecidas por los saqueos de piratas franceses, lafalta de labradores, la mortandad de los indios en las minas.Juan recibió la nueva con pataleos y blasfemias. Pensó luego

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que era castigo de Dios, por no haber llegado hasta Composte-la. Pero a punto apareció el Indiano de la feria de Burgos en

el albergue de viajeros, para decirle que una vez cruzado elMar Océano, podría reírse de los oficiales del Consejo, pasan-do a donde mejor le viniera en ganas, como hacían los máscazurros. Y así, ya sin enojo, anda Juan redoblando el tamboren la cubierta de su nave, para anunciar la carrera de cerdosque se hará en el sollado, antes de que los animales caiganbajo el cuchillo del cocinero, para ser salados. Queriéndose

burlar el tedio de la calma chicha, y olvidar que el agua de losbarriles ya sabe a podrido, se corren cochinos, se corren bece-rros, mientras todavía están en pie, en espera de otras diver-siones. Habrá, luego, la batalla de jeringas cargadas de aguade mar; el palo atado a la cola del perro enfurecido, que rom-perá más de una cabeza de un molinete; la busca, a ojos ven-dados, del gallo apretado entre dos tablas, para sajarle la ca-

beza de un sablazo; y cuando todo esto aburre y el dinero delos unos ha pasado a ser de otros, diez veces, al juego de laquínola o el rentoy, se desatan las fiebres, caen los de la inso-lación, hay quien deja los colmillos en una galleta ya rumiadade ratones, pasa algún difunto por sobre la borda, pare melli-zos la negra lora, vomitan estos, se rascan los otros, larganaquellos las entrañas, y cuando ya parece que no se aguantamás, de pulgas de liendres, de mugre y hediondeces, grita elvigía, una mañana, que por fin se divisa el morro del puertode San Cristóbal de La Habana. Era tiempo de llegar: el in-grato camino para alcanzar la fortuna estaba cansando ya aJuan, a pesar de que peces voladores, vistos algunos días an-tes, le hubieran parecido un portento anunciador de Arpías Americanas y tierras de Jauja. Contento ahora, al mirar uncampanario esbelto sobre el hacinamiento de tejados y chozas

de lo que debe ser la ciudad, agarra los palillos y atruena eltambor con el compás de la marcha que llevaba su compañía,cuando entrara en Amberes a tomar cuarteles de invierno,para hacer la guerra a los herejes, enemigos de nuestra santa

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 –– 58 ––  

religión.

 VI

Pero allí todo es chisme, insidias, comadreos, cartas que van,cartas que vienen, odios mortales, envidias sin cuento, entreocho calles hediondas, llenas de fango en todo tiempo, dondeunos cerdos negros, sin pelo, se alborozan la trompa en mon-tones de basura. Cada vez que la Flota de la Nueva España

viene de regreso, son encargos a los patrones de las naves,encomiendas de escritos, misivas, infundios y calumnias, paraentregar, allá, a quien mejor pueda perjudicar al vecino. En elcalor que envenena los humores, la humedad que todo lo pu-dre, los zancudos, las nihuas que ponen huevos bajo las uñasde los pies, el despecho y la codicia de menudos beneficios –– 

que grandes, allí, no los hay ––  roen las almas. Quien sabe es-

cribir no usa la merced en escribir discursos de provecho, a lamanera de los antiguos, alguna pastoral o invención de rego-cijo para el Corpus, sino que se las pasa mandando quejas alRey, habladurías al Consejo, con la pluma mojada en tinta dehiel. Mientras el Gobernador trata de desacreditar a los Ofi-ciales Reales en carta de ocho pliegos, el Obispo denuncia alRegidor por amancebado; el Regidor al Obispo, por usurparcargos de Inquisidor, no conferidos por el Cardenal de Toledo;el Escribano Público acusa al Tesorero, amigo del Alcalde,acusa al Escribano de pícaro y trapacero. Y va la cadena,rompiendo siempre por lo más débil o lo más forastero. A éstese denuncia de haber comprado hierbas de buen querer a unnegro brujo, a quien mandarán azotar en Cartagena de In-dias; al Pregonero, porque dicen que cometió el nefando peca-do; al Encomendero, por haber movido los linderos de un rea-

lengo; al Chantre, por lujurioso; al Artillero por borracho, alPertiguero por bujarrón. El Barbero de la villa  –– bizco quedaña con el solo mirar cruzado ––  es la espernada de la cade-na de infamias, afirmando que Doña Violante, la esposa del

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antiguo gobernador, es zorra vieja que tiene comercio desho-nesto con sus esclavos. Y así se lleva, en este infierno de San

Cristóbal, entre indios naboríes que apestan a manteca ran-cia y negros que huelen a garduña, la vida más perra quearrastrarse pueda en el reino de este mundo. ¡Ah! ¡Las In-dias!... Sólo se le alegra el ánimo a Juan de Amberes, cuandollega gente marinera de México o de la Española. Entonces,durante días, recordando que fue soldado, roba a los carnice-ros un costillar que guisarán entre varios, en salsa de achiote

o polvo de chile traído de la Veracruz –– o ayuda a tumbar laspuertas de las pescaderías, para cargar con las cestas de par-gos y jicoteas. En esos meses, a falta de manjares más finos,Juan se ha aficionado a la novedad del jitomate, la batata y latuna. Se llena las narices de tabaco, y en días de penurias –– 

que son los más ––   moja su cazabe en melado de caña, me-tiendo luego la cara en la jícara para lamerla mejor cuando la

tripulación de las flotas viene a tierra, se da a bailar con lasnegras horras –– de cara de Diablo para hacer tal oficio, dondetanto escasean las hembras –– , que tienen un corral de tabla- je, con catres chinchosos, junto a la dársena del carenero. Lopoco que gana tocando el tambor cuando hay arco a la vista,encabezando alguna procesión, o tratando de concertar a laszambas que tocan maracas en los Oficios de Calenda, se logasta en el bodegón de un allegado del Gobernador, próximo ala Casa del Pan, que suele recibir, de tarde en tarde, barricasdel peor morapio. Pero aquí no puede hablarse de vino de Ciu-dad Real, ni de Rivadavia, ni de Cazalla. El que le baja por elgaznate, esmerilándole la lengua, es malo, agrio, y caro porañadidura, como todo lo que de esta isla se trae. Se le pudrenlas ropas, se le enmohecen las armas, le salen hongos a losdocumentos, y cuando alguna carroña es tirada en medio de

la calle, unos buitres negros, de cráneo pelado, le destrenzanlas tripas como cintas de Cruz de Mayo. Quien cae al agua dela bahía es devorado por un pez gigante, ballena de Jonás,con la boca entre el cuello y la panza, que allí llaman tiburón.

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Hay arañas del tamaño de la rodela de una espada, culebrasde ocho palmos, escorpiones, plagas sin cuento. En fin, que

cuando tintazo avinagrado se le sube a la cabeza, Juan de Amberes maldice al hideputa de indiano que le hiciera em-barcar para esta tierra roñosa, cuyo escaso oro se ha ido, haceaños, en las uñas de unos pocos. De tanto lamentar su mise-ria el calor le tiene el cuerpo ardido y la piel como espolvorea-da de arena roja, se le inflaman los hipocondrios, se le tornapendenciero el ánimo, a semejanza de los vecinos de la villa,

cocinados en su maldad, y una noche de tinto mal subido,arremete contra Jácome de Castellón, el genovés, por fulle-rías de dados, y le larga una cuchillada que lo tumba, bañadoen sangre, sobre las ollas de una mondonguera. Creyéndolomuerto, asustado por la gritería de las negras que salen desus cuartos abrochándose las faldas, toma Juan un caballoque encuentra arrendado a una reja de madera, y sale de la

ciudad a todo galope, por el camino del astillero, huyendo ha-cia donde se divisan, en días claros, las formas azules de lo-mas cubiertas de palmeras. Más allá debe haber monte ce-rrado, donde ocultarse de la justicia del Gobernador.

Durante varios días cabalga Juan de Amberes el rocínque pierde las herraduras en tierra cada vez más fragosa. Ahora que se dejaron atrás los últimos campos de caña, unacordillera va creciendo a su derecha, con cerros de lomo re-dondeado, como grandes perros dormidos bajo su lana de ma-nigua. Siguiendo las orillas de un arroyo que viene bajando asaltos, trayendo semillas y frutas podridas, con altas malan-gas en los remansos y pececillos de ojos negros que titilan acontracorriente, el fugitivo va subiendo hacia donde los árbo-les cargan flores moradas, o se enferman, en la horquilla deun tronco, del tumor de una comejenera hirviente de bichos.

Hay matas que parecen vestidas de cáscara de cebolla, y otrasque cargan los nidos de enormes ratas. Juan deja el caballoen el amarradero de un tronco de ceibo, pues tendrá que tre-par ahora por grandes piedras para alcanzar el filo de la cor-

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dillera. Y ya baja hacia la otra vertiente, cuando clarea el ma-torral, y se abre el mar a sus pies: un mar sin espuma, cuyas

olas mueren, con sordo embate, en las penumbras de socavo-nes habitados por un trueno de gravas rodadas. Al atardecerestá en una playa cubierta de almejas, donde unas vejigasirisadas mueren al sol, entre cáscaras de erizos pomas leona-das y guamos grandes, de los que braman como toros. Juan sehincha los pulmones de aire salobre, de brisa fresca que lellena los ojos de lágrimas, al olerle a Sanlúcar el día de la

partida, y también a su desván de Amberes, con la pescaderíade abajo, cuando ladra un perro tras de los cocoteros, y ve elfugitivo, al volverse, un hombre barbado que le apunta con unarcabuz:

 –– ¡Soy calvinista! –– dice, en tono de reto. –– ¡Yo he matado! –– responde Juan, para tratar de descen-

der, en lo posible, al nivel de quien acaba de confesar el peor

crimen. El barbado afloja el arma, lo contempla durante unrato, y llama por un Golomón –– negro de mejillas tasajeadasa cuchillo –– , que cae de un árbol, casi encima de Juan, y lebaja el sombrero sobre la cara, con tal fuerza que la cabeza selo raja a media copa. Metido en la noche del fieltro, lo hacencaminar.

 VII

Seiscientos fueron los calvinistas degollados por el desmadra-do de Menéndez de Avilés en la Florida, cuenta el barbado,enfurecido, golpeando la mesa con anchos puños, mientrasGolomón, más lejos, afila el machete en una piedra. De mila-gro escapó el hugonote, compañero de René de Landonnière,con treinta hombres que luego se dispersaron tratando de

alcanzar la Española. Y el hombre, entreverando la doctrinade la predestinación con blasfemias para herir al cristiano,cuenta la degollina con tales detalles de tajos altos y tajos ba- jos, de sables mellados, que se paraban a medio cuello y ter-

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minaban aserrando  –– de hachazos que venían a caer en loempinado del espinazo sonando a trinchante de carnicero ––  

que Juan de Amberes agacha la cabeza con una mueca de dis-gusto, dando a entender que por honrar a Dios y a Jesucristocon menos latines, el castigo le parecía un poco subido, y másaquí donde las víctimas, en verdad, en nada molestaban. Auno, de un mandoblazo, le llevaron el hombro izquierdo con lacabeza. ―Otro empezó a gatear, ya sin cabeza, con el pescuezohecho un cuello de odre‖, –– cuenta el barbado, furibundo,

queriendo hallar objeción en el otro, para ordenar a Golomónque le tumbe, de un machetazo, todo lo que se le alza por en-cima de la nuez. Pero Juan de Amberes no aprueba ya porfingimiento. Él, que ha visto enterrar mujeres vivas y quemarcentenares de luteranos en Flandes, y hasta ayudó a arrimarla leña al brasero y empujar las hembras protestantes a lahoya, considera las cosas de distinta manera, en ese atardecer

que pudo ser a el último de su vida, luego de haber padecidola miseria de estos mundos donde el arado es invento nuevo,espiga ignorada la del trigo, portento el caballo, novedad latalabartería, joyas la oliva y la uva, y donde el Santo Oficio,por cierto mal se cuida de las idolatrías de negros que no lla-man a los Santos por sus nombres verdaderos, del ladino quetodavía canta areitos, ni de las mentiras de los frailes quellevan las indias a sus chozas para adoctrinarlas de tal suerteque a los nueve meses devuelven el Páter por la boca del Dia-blo. Que allá, en el Viejo Mundo, se pelee por teologías, ilumi-naciones y encarnaciones, le parece muy bien. Que demandeel Duque de Alba a quemar al barbado, allá donde el herejepretende alzar provincias contra el Rey Felipe, Campeón delCatolicismo, Demonio de Mediodía, es acto de buena política.Pero aquí se está entre cimarrones. Es cimarrón él mismo,

por la culpa que acarrea. Cimarrón como el calvinista que hacompartido la cimarronada con un cristiano nuevo, tan nuevoque se olvidó del bautismo, luego de haber tenido que escaparde La Habana, al denunciar que el Obispo vendía por buenas,

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a la Parroquial Mayor, unas custodias enchapadas, de lo peor,pidiendo su pago en oro del que se muerde. Así, con el calvi-

nista y el marrano, ha encontrado Juan amparo contra la justicia del Gobernador, y calor de hombres. Y calor de muje-res. Porque, en la cimarronada que acaudillara Golomón, alescapar de una plantación de cañas de azúcar, los perros aga-rraron a muchos esclavos que fueron rematados luego por losrancheadores. Entretanto, las mujeres, que iban delante, al-canzaron el monte. Así, tiene ahora el tambor Juan de Ambe-

res dos negras para servirle y darle deleite, cuando el cuerpose lo pide. A la grandísima, de senos anchos, con la pasa sur-cada por ocho rayas, ha llamado Doña Mandinga. A la menu-da, cuyas nalgas se sobrealzan como sillar de coro, y apenas sitiene un pelo ralo donde las cristianas lucen tupido vellón, hallamado Doña Yolofa. Como Doña Mandinga y Doña Yolofahablan idiomas distintos, no discuten a la hora de ensartar

los peces por las agallas en el asador de una rama. Y así se vaviviendo, en trabajos de encecinar la carne del jabalí o delvenado, guardando bajo techo las mazorcas de los indios, enun tiempo detenido, de mañana igual a ayer, donde los árbo-les guardan las hojas todo el año, y las horas se miden por elmovimiento de las sombras. Al caer de las tardes, una grantristeza se apodera de los que viven en el palenque. Cada cualparece recordar algo, añorar, echar de menos. Sólo las negrascantan, en el humo de leña que demora sobre la mar tranqui-la, como una neblina que oliera a cortijo. Juan de Amberes sequita el sombrero, y, de cara a las olas, dice el Padrenuestro ytambién el Credo, con voz que le retumba a lo hondo del pe-cho, cuando afirma que cree en el perdón de los pecados, laresurrección de la carne y la vida perdurable. El calvinista,más lejos, musita algún versículo de la Biblia de Ginebra; el

marrano, de espaldas a las carnes desnudas de Doña Yolofa yDoña Mandinga, dice un salmo de David, con inflexiones queparecen de llanto contenido: ―Clemente y misericordiosoJehová, lento para la ira y grande para el perdón‖… Álzase la

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estudiante había sido Juan según contaba al barbado y al ju-dío –– en la clase donde se enseñaban las artes del Cuadrivio,

con el conocimiento de las cifras para tañer la tecla, el harpay la vihuela, el modo de hacer diferencias, mudanzas y ensa-ladas, sin olvidar el conocimiento del canto llano y la prácticadel órgano. Y como no había tecla ni vihuela en aquella costa,Juan demostraba, de palabras y tarareos, cómo sabía hacerglosas a una pavana o hermoseaba la tonada del Conde Claroo el Mírame cómo lloro, con floreos y adornos a la manera fran-

cesa o italiana, como ahora se acostumbraba en la Corte. Conel cuadro de aquellos conocimientos había crecido también lacondición del fugitivo, que ahora resultaba ser el hijo de unescudero de los que en aquellos tiempos llevaban su penuriacon dignidad, por no deshacerse de una casa solariega, desdecuyo zaguán divisábase –– a la distancia de donde queda aquelárbol: y miraban todos para allá ––  la fachada de la Imperial

Universidad de San Ildefonso, cuya vida estudiantil contabael tambor con detalles, sucedidos y ocurrencias, que cada díatomaban mayores vuelos. Si alguna vez había sido soldado, lodebía al compromiso de servir al Rey, observado por todos susantepasados, hasta donde las fechas se enredaban con lashazañas de Carlomagno. Así, dándose a encopetar el árbol ge-nealógico, se aliviaba del hastío de comer tanta almeja, tantatortuga mal adobada, tanta carne ahumada en las parrillasdel calvinista. Su paladar reclamaba el vino con apremio casidoloroso, y cuando la mente se le iba tras de bodegones ima-ginarios, se le pintaban mesas enormes, cubiertas de perdi-ces, capones, gallipavos, manos de vitela, quesos de grandesojos, fuentes de escabechados, manjar blanco y miel de Alca-rria. Pero no era Juan el único languidecido en aquel palen-que, donde los negros y los indios, en cambio, librados de mas-

tines rancheadores, se hallaban muy a gusto, en una constan-te paridera de mujeres y de perras. El judío soñaba con la Ju-dería toledana, donde se vivía apaciblemente, desde hacíamuchos años, pudiendo cada cual regocijarse en las bodas de

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mucha música, o escuchar a los sabios que leían los Tratados,sin que las persecuciones de otros días llenaran las casas de

lágrimas y de sangre. Cerrando los ojos, vela el marrano lasestrechas calles donde los linterneros y cuchilleros tenían sustalleres, junto a la pastelería de los hojaldres, con sus roscasde almendras y las toronjas alcorzadas. Los padres, conversospor pura forma, seguían el mandato de enseñar a sus hijosalgún oficio manual, además de hacerles estudiar la Tora, yasí, quien no hacía balanzas, como el primo Mossé, era traba-

 jador en coral y pintor de barajas, como Isaac Alfandari; pla-tero famoso como el otro primo Manahén, o Maestro de Lla-gas, como el pariente Rabi Yudah. Las judías endecheras can-taban por dinero en los entierros de cristianos, y en las ofici-nas y comercios sonaba siempre la bella música sorda de lascuentas movidas en el ábaco. Sueña el judío con la Judería, yel barbado sueña con París, de donde se dice oriundo, aunque

la verdad es que nació en un arrabal de Rouen, y sólo estuvoocho días al pie del Châtelet, siendo grumete de una barcazaleñera. Pero le bastaron los ocho días para ver a los farsantesque representaban comedias sobre un puente muy hermoso,meditar acerca de la vanidad de todo al pie de las horcas deMontfaucon, y catar el vino de las tabernas de la Magdalenay de la Mula. Afirma que no hay nada como París, y reniegade estas tierras ruines, llenas de alimañas, donde el hombre,engañado por gente embustera, viene a pasar miserias sincuento, buscando el oro donde no reluce, siquiera, una buenaespiga de trigo. Y habla de hembras rubias, y de la sidra quebulle, y de la oca que suda el zumo sobre un fuego de sar-mientos, acabando de alterar los hipocondrios del tamborero,que increpa a Golomón por perezoso, ahora que le ha dado, detanto oír, por hablar confusamente de un linaje que el hierro

candente humilló en su carne. Todos fueron gente de condi-ción, y el negro, que apenas si se acuerda, en cuanto a su na-ción, de un río muy ancho y muy enturbiado de raudales, acuya orilla había chozas con paredes de barro embostado, ha-

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bla de un mundo en que su padre, coronado de plumas, pasea-ba en carrozas tiradas por caballos blancos –– semejante a la

que hacían rodar los de Medina Sidonia, por la Alameda deSevilla, en días de fiesta. Todos sueñan, malhumorados, entrecangrejos que hacen rodar cocos secos, triscando las frutillasmoradas de un árbol playero, que medio saben a uva, y remo-zan apetencias de vino en las bocas hastiadas de cazabe ychicha de maíz. Todos piensan en cosas que poco tuvieron enrealidad, aunque las columbraron con apetito adivino, hasta

que revientan las lluvias, alzando nuevas plagas. Juan seenfurece, patalea, grita, al verse envuelto por tantas mosqui-llas negras que zumban en sus oídos, pringándose con su pro-pia sangre al darse de manotazos en las mejillas. Y una ma-ñana despierta todo calofriado, con el rostro de cera, y unabrasa atravesada en el pecho. Doña Yolofa y Doña Mandingavan por hierbas al monte –– unas que se piden a un Señor de

los Bosques que debe ser otro engendro diabólico de estas tie-rras sin ley ni fundamento. Pero no hay más remedio queaceptar tales tisanas, y mientras se adormece, esperando elalivio, el enfermo tiene un sueño terrible: ante su hamaca seyergue, de pronto, con torres que alcanzan el cielo, la Cate-dral de Compostela. Tan altas suben en su delirio que loscampanarios se le pierden en las nubes, muy por encima delos buitres que se dejan llevar del aire, sin mover las alas, yparecen cruces negras que flotaran como siniestro augurio, enaguas del firmamento. Por sobre el Pórtico de la Gloria, ten-dido está el camino de Santiago, aunque es mediodía, con talblancura que el Campo Estrellado parece mantel de la mesade los ángeles. Juan se ve a sí mismo, hecho otro que él pu-diera contemplar desde donde está, acercándose a la santabasílica, solo, extrañamente solo, en ciudad de peregrinos,

vistiendo la esclavina de las conchas, afincando el bordón enla piedra gris del andén. Pero cerradas le están las puertas.Quiere entrar y no puede. Llama y no le oyen. Juan Romerose prosterna, reza, gime, araña la santa madera, se retuerce

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en el suelo como un exorcizado, implorando que le dejen en-trar. ―¡Santiago! –– solloza — . ¡Santiago!‖ Al atorarse de agua

salada, se ve a la orilla del mar y ruega que le dejen embarcaren una urca fondeada donde sólo ven los demás un troncopodrido. Tanto llora, que Golomón tiene que atarlo con unaslianas, dentro de su hamaca, dejándolo como muerto. Y cuan-do abre los ojos al atardecer, hay un gran alboroto en el pa-lenque. Una nave en derrota, desmantelada por las Bermu-das, ha venido a vararse en un cayo, frente a la costa. Traídas

por la brisa, se oyen las voces de los marineros pidiendo ayu-da. Golomón y el barbado empujan la canoa hasta el agua,mientras el marrano carga con los remos.

IX

En aquel amanecer la sombra del Teide se ha pintado en el

cielo como una enorme montaña de niebla azul. El barbado,que viaja como cristiano, dándoselas de borgoñón pasado a lasIndias con licencia del Rey (y se ha comprometido a demos-trarlo a la llegada), sabe que sus andanzas terminarán muypronto. Como la Gran Canaria tiene comercio con gentes deInglaterra y de Flandes, y más de un capitán calvinista o lu-terano descarga allí su mercancía, sin que le pregunten si creeen la predestinación, ayuna en cuaresma o quiere bulas abuen precio, sabe que le será fácil perderse en la ciudad, vien-do luego cómo escapar de la isla y pasarse a Francia. Dirige aJuan una mirada entendida, por no hablar de lo que sabenambos. Por lo pronto, hay ya el contento de haber vuelto aencontrar, en la lenteja y el salpicón, el queso y la salmuera,sabores que se añoraban demasiado, allá en el palenque don-de quedaron, más llorosas por despecho que por duelo, la Do-

ña Yolofa y la Doña Mandinga, que casi se tenían por damascastellanas ante las otras negras, al saberse las mancebas delhijo de algo tan grande como debía serlo un Escudero. El en-fermo donde lo esperaban las sandalias y el bordón del pere-

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grino, que las promesas eran promesas, y por no cumplir lasuya le habían llovido las malandanzas. Y ahora, tan cerca de

pisar tierra de la buena y verdadera, después de largas se-manas de mar, se siente alegre como recordaba haberlo esta-do, cierta tarde, luego de bañarse con el agua del Hospital deBayona. Piensa, de pronto, que el haber estado allá, en lasIndias, le hace indiano. Así, cuando desembarque, será Juanel Indiano. Oye entonces un alboroto de marineros en el casti-llo de popa, y creyendo que se regocijan por la pronta llegada,

corre a verlos, seguido del barbado. Pero lo que allí ocurre noes cosa de risa: los hombres rodean al cristiano nuevo, zaran-deándolo a empellones. Uno lo tira al suelo de una zancadilla,y levantándolo por la piel del cogote lo hace arrodillarse: ―¡El

Padrenuestro!‖ –– le grita en la cara ––. ―¡El Padrenuestro yluego el Avemaría! Y Juan se entera de que los marinerosespiaban al cristiano nuevo desde hacía varios días, al saber,

por boca del cocinero que, con la treta de servirle de marmi-tón, había robado alguna harina para hornearse un pan sinlevadura. Y hoy, que era sábado, lo habían visto bañarsetemprano y ponerse ropa limpia. ―¡El Padrenuestro!‖, aúllantodos ahora, dándole de puntapiés. El marrano, atolondrado,gime súplicas que nadie escucha, y al recibir el latigazo deuna soga de nudos, empieza a murmurar algo que no es Pa-drenuestro ni Avemaría, sino el Salmo de David que recitabaen el palenque, tres veces al día: ―Clemente y misericordiosoJehová, lento para la ira y grande para el perdón‖… No termi-na de decirlo, cuando todos se le echan encima, pateándolo,mientras uno corre por los grillos. Y ya lo tienen aherrojado,escupiendo los dientes que le desprendieron de un garrotazo,cuando se vuelven todos hacia el barbado, a quien acosan derepente contra una borda, llamándolo corsario luterano. El

otro, haciendo frente, protesta con tal firmeza, amenazandocon elevar una queja al Consejo, que el patrón, indeciso, aca-ba por pedir sosiego. Por las dudas, decide que lo más cuerdoes entregar al fingido borgoñón a la justicia de Las Palmas, la

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cual proveerá a poner en claro el caso de la tal licencia parapasar a las Indias. Lívido, el barbado se ve remachar un par

de hierros en los tobillos, mientras se llevan al marrano, en-tre insultos, arrojándole baldes de agua sucia a la cara. Vatan lastimado que deja un rastro de sangre por donde pasa.Mira Juan cómo lo tiran escala abajo, y cierran una escotillasobre su última queja. Acaba de saber que, después de habersido isla de paz para moros y conversos, y de vista muy gordapara marinos y mercaderes luteranos, la Gran Canaria se ha

erigido en atalaya mayor del Campeón del Catolicismo, re-presentado por el ministerio de un tremebundo inquisidorque ha plantado, en La Palma, la Cruz Verde del Santo Ofi-cio, apresando tripulaciones enteras por sospechosas. Suscalabozos están llenos de patrones holandeses, de capitanesanglicanos, prestos a ser entregados al Brazo Secular. Golo-món, agazapado al pie del trinquete, tiembla como un afie-

brado, temiendo que le pregunten por qué, cuando rezabaante Nuestro Señor Jesucristo, en la hacienda del amo cuyamarca se le clarea en el pellejo, no llamaba al Redentor por sunombre, sino que lo alababa en su lengua, luego de colgarsemuchos abalorios al cuello. Juan trata de aquietarlo, como aperro bueno, con palmadas en los hombros, sin poderle decir –– por temor a quien pudiera oírlo ––  que en días de TabladoMayor no gastaba leña la Inquisición en quemar negros, sinomás bien doctores demasiado conocedores del árabe, teólogosde oreja puntiaguda, gente protestante, o difundidores de unlibrejo hereje, muy perseguido en los puertos donde anclabanlas naves holandesas, que tenía por título ― Alabanza de la Lo-cura‖, o ―Elogio de los Locos‖, o algo semejante. Y como ya seacerca el día de la Trinidad, y la Trinidad es fiesta buena pa-ra los autos, Juan el Indiano ve ya al marrano de sambenito

negro, mientras el barbado se le figura vistiendo uno amari-llo, con la cruz de San Andrés bordada en rojo, delante y de-trás. Luego de recibir la bendición al pie del Estandarte, mon-tarían los dos en sus burros, en medio de la gritería y el es-

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carnio de los que hubiesen venido de muy lejos para ganarselos cuarenta días de indulgencia, y serán arreados hacia el

brasero, con otros muchos herejes, llevándose en alto los re-tratos de quienes, por fugitivos, quedarían ardidos en efigie.

X

Un día de feria, al cabo de una calle ciega, está Juan el In-diano pregonando, a gritos, dos caimanes rellenos de paja que

da por traídos del Cuzco, cuando lo cierto es que los compró aun prestamista de Toledo. Lleva un mono en el hombro y unpapagayo posado en la mano. Sopla en un gran caracol rosa-do, y de una caja encarnada sale Golomón, como Lucifer deauto sacramental, ofreciendo collares de perlas melladas, pie-dras para quitar el dolor de cabeza, fajas de lana de vicuña,zarcillos de oropel, y otras buhonerías del Potosí. Al reír mues-

tra el negro los diente, tallados en punta y las mejillas mar-cadas a cuchillo, de tres incisiones, a usanza de su pueblo, y,agarrando unas sonajas, se entrega al baile, moviendo la cin-tura con tal desencaje que hasta la vieja de los mondongos ylas panzas se aparta de su tenducho arrimado al Arco de San-ta María, para venir a mirarle. Como en Burgos se gusta yade la zarabanda, el guineo y la chacona, muchos lo celebran,pidiendo otra novedad del Nuevo Mundo. Pero en eso empiezaa llover, corre cada cual a resguardarse bajo los aleros, y Juanel Indiano se encuentra en la sala de un mesón, con un rome-ro llamado Juan, que andaba por la feria, con su esclavinacosida de conchas –– venido de Flandes para cumplir un votohecho a Santiago, en días de tremenda peste. Juan el Indiano,que desembarcó en Sanlúcar, llevando el bordón y la calabazade los peregrinos en cumplimiento de promesa, largó el hábito

en Ciudad Real, un día que Golomón, armándose de un monoy un papagayo para ayudarse a revender baratijas de ferian-tes, le demostrara que pregonando novedades de Indias seganaba lo suficiente, en dos jornadas propicias, para holgarse

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con vino y mozas durante una semana. El negro se desvivepor catar la carne blanca que gusta de su buen rejo; el india-

no, en cambio, pierde el tino cuando le pasa una lora por de-lante, de las que tienen la grupa sobrealzada como sillar decoro. Ahora, Golomón seca el mono con un pañuelo, mientrasel papagayo se dispone a echar un sueño, posado en el aro deun tonel. Pide vino el indiano, y comienza a contar embustesal romero llamado Juan. Habla de una fuente de aguas mila-grosas, donde los ancianos más encorvados y tullidos no ha-

cen sino entrar, y al salirles la cabeza del agua se la ve cu-bierta de pelos lustrosos, las arrugas borradas, la salud de-vuelta, los huesos desentumecidos, y unos arrestos como paraempreñar una armada de Amazonas. Habla del ámbar de laFlorida, de las estatuas de gigantes vistas por Francisco Piza-rro en Puerto Viejo, y de las calaveras con dientes de tres de-dos de gordo, que tenían una oreja sola, y esa, en medio del

colodrillo. Pero Juan el Romero, achispado por el vino bebido,dice a Juan el Indiano que tales portentos están ya muy ru-miados por la gente que viene de Indias, hasta el extremo deque nadie cree ya en ellos. En Fuentes de la Eterna Juventudno confiaba nadie ya, como tampoco parecía fundamentarseen verdades el romance de la Arpía Americana que los ciegosvendían, por ahí, en pliego suelto. Lo que ahora interesabaera la ciudad de Manoa, en el Reino de los Omeguas, dondequedaba más oro por tomar que el que las flotas traían de laNueva España y del Perú. Las comarcas que se extendían en-tre la Bogotá de los ensalmos, el Potosí –– milagro mayor de lanaturaleza ––  y las bocas del Marañón, estaban colmadas deprodigios mucho mayores que los conocidos, con islas de per-las, tierras de Jauja, y aquel Paraíso Terrenal que el Gran Almirante afirmaba haber divisado en algún paraje –– y todos

le conocían ahora la carta escrita antaño al Rey Fernando ––  con su monte en forma de teta. Se hablaba de un alemán,muerto con el secreto de un reino donde las bacías de los bar-beros, las cazuelas y peroles, el calce de las carrozas, los can-

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diles, eran de metal precioso. Seguían templándose las cajaspara salir a nuevas empresas... Pero aquí corta Juan el In-

diano el discurso de Juan el Romero, diciéndole que las con-quistas a lo Pizarro, yéndose en armada, no eran ya lo quemejor aprovechaba. Lo que ahora pagaba en las Indias era elolfato aguzado, la brújula del entendimiento, el saltar porsobre los demás, sin reparar mucho en ordenanza de RealesCédulas, reconvenciones de bachilleres, ni griterías de Obis-pos, allí donde la misma Inquisición tenía la mano blanda,

calentándose más jícaras de chocolates en los braseros, quecarne de herejes... Las cajas que acá se templaban no condu-cían a la riqueza. Las cajas que debían escucharse eran lasque sonaban allá, pues eran las que llamaban a las nuevasentradas donde los hombres se hacían de haciendas portento-sas, guerreando menos que antes y llevando médicos de unapasmosa ciencia en lo de pegar huesos rotos y curar mordedu-

ras de alimañas con las propias plantas de los indios.XI

 Al día siguiente, luego de haber regalado las veneras de suesclavina a la moza con quien pasara la noche, toma Juan elRomero el camino de Sevilla, olvidándose del Camino de San-tiago. Le sigue Juan el Indiano, tosiendo y carraspeando, puesse ha resfriado con el viento que baja de las sierras. Cuandotirita en el camastro de una venta, añora el calor que Doña Yolofa y Doña Mandinga llevaban dentro de la piel demasia-do dura. Mira el cielo aneblado, rogando por el sol, pero lecontesta la lluvia, cayendo sobre la meseta de piedras grises ypiedras de azufre, donde las merinas mojadas se apretujan enel verdor de un ojo de agua, hundiendo las uñas en la greda.

Golomón viene detrás, descalzo, con el mono y el papagayoarrebozados en la capa, embistiendo, con el sombrero pajizo,un aire que le hiela. En Valladolid los recibe el hedor de unbrasero, donde queman la mujer de uno que fue consejero del

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Emperador, en cuya casa se reunían luteranos a oficiar. Acátodo huele a carne chamuscada, ardeduras de sambenito,

parrilladas de herejes. De Holanda, de Francia, bajan los gri-tos de los emparedados, el llanto de las enterradas vivas, eltumulto de las degollinas, la acusación, en horribles vagidos,de los nonatos atravesados por el hierro en la matriz de susmadres. Unos dicen que empiezan tiempos nuevos, en la san-gre y en las lágrimas; otros claman que roto es el Sexto Sello,y pondráse el sol negro como un saco de cilicio, y los reyes de

la tierra, y los príncipes, y los ricos, y los capitanes, y los fuer-tes, y todo siervo y todo libre, se esconderán en las cuevas ylos montes. Pero, más allá de Ciudad Real, algo cambia en lasgentes. Poco hablan ya de lo que ocurre en Flandes, viviendocon los oídos atentos a Sevilla, por donde llegan noticias dehijos ausentes, del tío que mudó la herrería a Cartagena, delotro que tiene buena posada en Lima. Hay pueblos de donde

han marchado familias enteras; canteros con sus oficiales,hidalgos pobres con el caballo y los criados. Juan el Indiano yJuan el Romero aligeran el paso, al ver alzarse la primerahuerta de naranjos, entre el morado de las berenjenas y elcobre de los melones, burelados por un campo de sandías.Reaparecen las tabernas de vino blanco, las negras loras o decolor de pera cocha, con las nalgas sobrealzadas como sillar decoro. En brisas de salmuera, de brea, de madera resinosa,ármase el alboroto de los puertos de embarque. Y cuando losJuanes llegan a la Casa de la Contratación, tienen ambos  –– 

con el negro que carga sus collares ––  tal facha de pícaros, quela Virgen de los Mareantes frunce el ceño al verlos arrodillar-se ante su altar.

 –– Dejadlos, Señora –– dice Santiago, hijo de Zebedeo y Sa-lomé, pensando en las cien ciudades nuevas que debe a seme-

 jantes truhanes –– . Dejadlos, que con ir allá me cumplen. Y como Belcebú siempre se pasa de listo, he aquí que se

disfraza de ciego, vistiendo andrajos, poniendo un gran som-brero negro sobre sus cuernos, y, viendo que ha dejado de llo-

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ver en Burgos, se sube a un banco, en un callejón de la feria, ycanta, bordoneando en la vihuela con sus larguísimas uñas:

 — ¡Ánimo, pues caballeros Ánimo, pobres hidalgos,Miserables, buenas nuevas, Albricias, todo cuitado.Que el que quiere partirse, A ver este nuevo pasmo,

 Diez naves salen juntas, De Sevilla este año...!

 Arriba, es el Campo Estrellado, blanco de galaxias.

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SEMEJANTE A LA NOCHE 

Y caminaba, semejante a la noche.ILÍADA, Canto ,5 

El mar empezaba a verdecer entre los promontorios todavíaen sombras, cuando la caracola del vigía anunció las cincuen-

ta naves negras que nos enviaba el Rey Agamenón. Al oír laseñal, los que esperaban desde hacía tantos días sobre las bo-ñigas de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la playadonde ya preparábamos los rodillos que servirían para subirlas embarcaciones hasta las murallas de la fortaleza. Cuandolas quillas tocaron la arena, hubo algunas riñas con los timo-neles, pues tanto se había dicho a los micenianos que carecía-mos de toda inteligencia para las faenas marítimas, que tra-taron de alejarnos con sus pértigas. Además, la playa se habíallenado de niños que se metían entre las piernas de los sol-dados, entorpecían las maniobras, y se trepaban a las bordaspara robar nueces de bajo los banquillos de los remeros. Lasolas claras del alba se rompían entre gritos, insultos y aga-rradas a puñetazos, sin que los notables pudieran pronunciarsus palabras de bienvenida, en medio de la baraúnda. Como

yo había esperado algo más solemne, más festivo, de nuestroencuentro con los que venían a buscarnos para la guerra, meretiré, algo decepcionado, hacia la higuera en cuya rama grue-sa gustaba de montarme, apretando un poco las rodillas sobrela madera, porque tenía un no sé qué de flancos de mujer.

 A medida que las naves eran sacadas del agua, al pie delas montañas que ya veían el sol, se iba atenuando en mí la

mala impresión primera, debida sin duda al desvelo de lanoche de espera, y también al haber bebido demasiado, el díaanterior, con los jóvenes de tierras adentro, recién llegados aesta costa, que habrían de embarcar con nosotros, un poco des-

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pués del próximo amanecer. Al observar las filas de cargado-res de jarras, de odres negros, de cestas, que ya se movían

hacia las naves, crecía en mí, con un calor de orgullo, la con-ciencia de la superioridad del guerrero. Aquel aceite, aquelvino resinado, aquel trigo sobre todo, con el cual se cocerían,bajo ceniza, las galletas de las noches en que dormiríamos alamparo de las proas mojadas, en el misterio de alguna ense-nada desconocida, camino de la Magna Cita de Naves, aque-llos granos que habían sido echados con ayuda de mi pala,

eran cargados ahora para mí, sin que yo tuviese que fatigarestos largos músculos que tengo, estos brazos hechos al mane- jo de la pica de fresno, en tareas buenas para los que sólo sa-bían de oler la tierra; hombres, porque la miraban por sobreel sudor de sus bestias, aunque vivieran encorvados encimade ella, en el hábito de deshierbar y arrancar y rascar, comolos que sobre la tierra pacían. Ellos nunca pasarían bajo

aquellas nubes que siempre ensombrecían, en esta hora, losverdes de las lejanas islas de donde traían el silfión de acreperfume. Ellos nunca conocerían la ciudad de anchas calles delos troyanos, que ahora íbamos a cercar, atacar y asolar. Du-rante días y días nos habían hablado, los mensajeros del Reyde Micenas, de la insolencia de Príamo, de la miseria queamenazaba a nuestro pueblo por la arrogancia de sus súbdi-tos, que hacían mofa de nuestras viriles costumbres; trémulosde ira, supimos de los retos lanzados por los de Ilión a noso-tros, acaienos de largas cabelleras, cuya valentía no es igua-lada por la de pueblo alguno. Y fueron clamores de furia, pu-ños alzados, juramentos hechos con las palmas en alto, escu-dos arrojados a las paredes, cuando supimos del rapto de Ele-na de Esparta. A gritos nos contaban los emisarios de su ma-ravillosa belleza, de su porte y de su adorable andar, deta-

llando las crueldades a que era sometida en su abyecto cauti-verio, mientras los odres derramaban el vino en los cascos. Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pue-blo, se nos anunció el despacho de las cincuenta naves. El fue-

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go se encendió entonces en las fundiciones de los bronceros,mientras las viejas traían leña del monte. Y ahora, transcu-

rridos los días, yo contemplaba las embarcaciones alineadas amis pies, con sus quillas potentes, sus mástiles al descansoentre las bordas como la virilidad entre los muslos del varón,y me sentía un poco dueño de esas maderas que un portento-so ensamblaje, cuyas artes ignoraban los de acá, transforma-ba en corceles de corrientes, capaces de llevarnos a dondedesplegábase en acta de grandezas el máximo acontecimiento

de todos los tiempos. Y me tocaría a mí, hijo de talabartero,nieto de un castrador de toros, la suerte de ir al lugar en quenacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por los relatosde los marinos; me tocaría a mí la honra de contemplar lasmurallas de Troya, de obedecer a los jefes insignes, y de darmi ímpetu y mi fuerza a la obra del rescate de Elena de Es-parta  –– másculo empeño, suprema victoria de una guerra

que nos daría, por siempre, prosperidad, dicha y orgullo. As-piré hondamente la brisa que bajaba por la ladera de los oli-vares, y pensé que sería hermoso morir en tan justiciera lu-cha, por la causa misma de la Razón. La idea de ser traspa-sado por una lanza enemiga me hizo pensar, sin embargo, enel dolor de mi madre, y en el dolor, más hondo tal vez, dequien tuviera que recibir la noticia con los ojos secos –– por serel jefe de la casa. Bajé lentamente hacia el pueblo, siguiendola senda de los pastores. Tres cabritos retozaban en el olor deltomillo. En la playa, seguía embarcándose el trigo.

II

Con bordoneos de vihuela y repiques de tejoletas, festejábase,en todas partes, la próxima partida de las naves. Los marinos

de La Gallarda andaban ya en zarambeques de negras ho-rras, alternando el baile con coplas de sobado, como aquellade la Moza del Retoño, en que las manos tentaban el objeto dela rima dejado en puntos por las voces. Seguía el trasiego del

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vino, el aceite y el trigo, con ayuda de los criados indios del Veedor, impacientes por regresar a sus lejanas tierras. Ca-

mino del puerto, el que iba a ser nuestro capellán arreaba dosbestias que cargaban con los fuelles y flautas de un órgano depalo. Cuando me tropezaba con gente de la armada, eran abra-zos ruidosos, de muchos aspavientos, con risas y alardes parasacar las mujeres a sus ventanas. Éramos como hombres dedistinta raza, forjados para culminar empresas que nuncaconocerían el panadero ni el cardador de ovejas, y tampoco el

mercader que andaba pregonando camisas de Holanda, orna-das de caireles de monjas, en patios de comadres. En mediode la plaza, con los cobres al sol, los seis trompetas del Ade-lantado se habían concertado en folías, en tanto que los atam-bores borgoñones atronaban los parches, y bramaba, comoqueriendo morder, un sacabuche con fauces de tarasca.

Mi padre estaba, en su tienda oliente a pellejos y cordo-

banes, hincando la lezna en un alción con el desgano de quientiene puesta la mente en espera. Al verme, me tomó en brazoscon serena tristeza, recordando tal vez la horrible muerte deCristobalillo, compañero de mis travesuras juveniles, que ha-bía sido traspasado por las flechas de los indios de la Boca delDrago. Pero él sabía que era locura de todos, en aquellos días,embarcar para las Indias, aunque ya dijeran muchos hombrescuerdos que aquello era engaño común de muchos y remedioparticular de pocos. Algo alabó de los bienes de la artesanía,del honor –– tan honor como el que se logra en riesgosas em-presas ––  de llevar el estandarte de los talabarteros en la pro-cesión del Corpus; ponderó la olla segura, el arca repleta, lavejez apacible. Pero, habiendo advertido tal vez que la fiestacrecía en la ciudad y que mi ánimo no estaba para cuerdasrazones, me llevó suavemente hacia la puerta de la habita-

ción de mi madre. Aquél era el momento que más temía, y tu-ve que contener mis lágrimas ante el llanto de la que sólohabíamos advertido de mi partida cuando todos me sabían yaasentado en los libros de la Casa de la Contratación. Agradecí

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las promesas hechas a la Virgen de los Mareantes por mipronto regreso, prometiendo cuanto quiso que prometiera, en

cuanto a no tener comercio deshonesto con las mujeres deaquellas tierras, que el Diablo tenía en desnudez mentida-mente edénica para mayor confusión y extravío de cristianosincautos, cuando no maleados por la vista de tanta carne aldesgaire. Luego, sabiendo que era inútil rogar a quien sueñaya con lo que hay detrás de los horizontes, mi madre empezóa preguntarme, con voz dolorida, por la seguridad de las na-

ves y la pericia de los pilotos. Yo exageré la solidez y marine-ría de La Gallarda, afirmando que su práctico era veteranode Indias, compañero de Nuño García. Y, para distraerla desus dudas, le hablé de los portentos de aquel mundo nuevo,donde la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar curaban to-dos los males, y existía, en tierra de Omeguas, una ciudad to-da hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y

dos días en atravesar, a la que llegaríamos, sin duda, a menosde que halláramos nuestra fortuna en comarcas aún ignora-das, cunas de ricos pueblos por sojuzgar. Moviendo suave-mente la cabeza, mi madre habló entonces de las mentiras y jactancias de los indianos, de amazonas y antropófagos, de lastormentas de las Bermudas, y de las lanzas enherboladas quedejaban como estatua al que hincaban. Viendo que a discur-sos de buen augurio ella oponía verdades de mala sombra, lehablé de altos propósitos, haciéndole ver la miseria de tantospobres idólatras, desconocedores del signo de la cruz. Eranmillones de almas, las que ganaríamos a nuestra santa reli-gión, cumpliendo con el mandato de Cristo a los Apóstoles.Éramos soldados de Dios, a la vez que soldados del Rey, y poraquellos indios bautizados y encomendados, librados de susbárbaras supersticiones por nuestra obra, conocería nuestra

nación el premio de una grandeza inquebrantable, que nosdaría felicidad, riquezas, y poderío sobre todos los reinos de laEuropa. Aplacada por mis palabras, mi madre me colgó un es-capulario del cuello y me dio varios ungüentos contra las mor-

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deduras de alimañas ponzoñosas, haciéndome prometer, ade-más, que siempre me pondría, para dormir, unos escarpines

de lana que ella misma hubiera tejido. Y como entonces repi-caron las campanas de la catedral, fue a buscar el chal borda-do que sólo usaba en las grandes oportunidades. Camino deltemplo, observé que a pesar de todo, mis padres estaban comoacrecidos de orgullo por tener un hijo alistado en la armadadel Adelantado. Saludaban mucho y con más demostracionesque de costumbre. Y es que siempre es grato tener un mozo

de pelo en pecho, que sale a combatir por una causa grande y justa. Miré hacia el puerto. El trigo seguía entrando en lasnaves.

III

 Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de

nuestros amores. Cuando vi a su padre cerca de las naves,pensé que estaría sola, y seguí aquel muelle triste, batido porel viento, salpicado de agua verde, abarandado de cadenas yargollas verdecidas por el salitre, que conducía a la últimacasa de ventanas verdes, siempre cerradas. Apenas hice so-nar la aldaba vestida de verdín, se abrió la puerta y, con unaráfaga de viento que traía garúa de olas, entré en la estanciadonde ya ardían las lámparas, a causa de la bruma. Mi pro-metida se sentó a mi lado, en un hondo butacón de brocadoantiguo, y recostó la cabeza sobre mi hombro con tan resigna-da tristeza que no me atreví a interrogar sus ojos que yoamaba, porque siempre parecían contemplar cosas invisiblescon aire asombrado. Ahora, los extraños objetos que llenabanla sala cobraban un significado nuevo para mí. Algo parecíaligarme al astrolabio, la brújula y la Rosa de los Vientos; algo,

también, al pez-sierra que colgaba de las vigas del techo, y alas cartas de Mercator y Ortellius que se abrían a los lados dela chimenea, revueltos con mapas celestiales habitados porOsas, Canes y Sagitarios. La voz de mi prometida se alzó so-

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LOS FUGITIVOS Y OTROS CUENTOS

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bre el silbido del viento que se colaba por debajo de las puer-tas, preguntando por el estado de los preparativos. Aliviado

por la posibilidad de hablar de algo ajeno a nosotros mismos,le conté de los sulpicianos y recoletos que embarcarían connosotros, alabando la piedad de los gentileshombres y culti-vadores escogidos por quien hubiera tomado posesión de lastierras lejanas en nombre del Rey de Francia. Le dije cuantosabía del gigantesco río Colbert, todo orlado de árboles cente-narios de los que colgaban como musgos plateados, cuyas

aguas rojas corrían majestuosamente bajo un cielo blanco degarzas. Llevábamos víveres para seis meses. El trigo llenabalos sollados de La Bella y La Amable. Íbamos a cumplir unagran tarea civilizadora en aquellos inmensos territorios selvá-ticos, que se extendían desde el ardiente Golfo de México has-ta las regiones de Chicahua, enseñando nuevas artes a lasnaciones que en ellos residían. Cuando yo creía a mi prometi-

da más atenta a lo que le narraba, la vi erguirse ante mí consorprendente energía, afirmando que nada glorioso había enla empresa que estaba haciendo repicar, desde el alba, todaslas campanas de la ciudad. La noche anterior, con los ojosardidos por el llanto, había querido saber algo de ese mundode allende el mar, hacia el cual marcharía yo ahora, y, toman-do los ensayos de Montaigne, en el capítulo que trata de loscarruajes, había leído cuanto a América se refería. Así se ha-bía enterado de la perfidia de los españoles, de cómo, con elcaballo y las lombardas, se habían hecho pasar por dioses.Encendida de virginal indignación, mi prometida me señala-ba el párrafo en que el bordelés escéptico afirmaba que ―noshabíamos valido de la ignorancia e inexperiencia de los in-dios, para atraerlos a la traición, lujuria, avaricia y cruelda-des, propias de nuestras costumbres.‖ Cegada por tan pérfida

lectura, la joven que piadosamente lucía una cruz de oro en elescote, aprobaba a quien impíamente afirmara que los salva- jes del Nuevo Mundo no tenían por qué trocar su religión porla nuestra, puesto que se habían servido muy útilmente de la

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suya durante largo tiempo. Yo comprendía que, en esos erro-res, no debía ver más que el despecho de la doncella enamo-

rada, dotada de muy ciertos encantos, ante el hombre que leimpone una larga espera, sin otro motivo que la azarosa pre-tensión de hacer rápida fortuna en una empresa muy prego-nada. Pero, aun comprendiendo esa verdad, me sentía profun-damente herido por el desdén a mi valentía, la falta de consi-deración por una aventura que daría relumbre a mi apellido,lográndose, tal vez, que la noticia de alguna hazaña mía, la

pacificación de alguna comarca, me valiera algún título otor-gado por el Rey aunque para ello hubieran de perecer, por mimano, algunos indios más o menos. Nada grande se hacía sinlucha, y en cuanto a nuestra santa fe, la letra con sangre en-traba. Pero ahora eran celos los que se traslucían en el feocuadro que ella me trazaba de la isla de Santo Domingo, en laque haríamos escala, y que mi prometida, con expresiones

adorablemente impropias, calificaba de ―paraíso de mujeresmalditas.‖ Era evidente que, a pesar de su pureza, sabía dequé clase eran las mujeres que solían embarcar para el CaboFrancés, en muelle cercano, bajo la vigilancia de los corche-tes, entre risotadas y palabrotas de los marineros; alguien –– 

una criada tal vez ––   podía haberle dicho que la salud delhombre no se aviene con ciertas abstinencias y vislumbraba,en un misterioso mundo de desnudeces edénicas, de caloresenervantes, peligros mayores que los ofrecidos por inundacio-nes, tormentas, y mordeduras de los dragones de agua quepululan en los ríos de América. Al fin empecé a irritarme anteuna terca discusión que venía a sustituirse, en tales momen-tos, a la tierna despedida que yo hubiera apetecido. Comencéa renegar de la pusilanimidad de las mujeres, de su incapaci-dad de heroísmo, de sus filosofías de pañales y costureros,

cuando sonaron fuertes aldabonazos, anunciando el intem-pestivo regreso del padre. Salté por una ventana trasera sinque nadie, en el mercado, se percatara de mi escapada, pueslos transeúntes, los pescaderos, los borrachos –– ya numerosos

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LOS FUGITIVOS Y OTROS CUENTOS

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en esta hora de la tarde ––  se habían aglomerado en torno auna mesa sobre la que a gritos hablaba alguien que en el ins-

tante tomé por un pregonero del Elíxir de Orvieto, pero queresultó ser un ermitaño que clamaba por la liberación de losSantos Lugares. Me encogí de hombros y seguí mi camino.Tiempo atrás había estado a punto de alistarme en la cruzadapredicada por Fulco de Neuilly. En buena hora una fiebre ma-ligna –– curada, gracias a Dios y a los ungüentos de mi santamadre ––   me tuvo en cama, tiritando, el día de la partida:

aquella empresa había terminado, como todos saben, en gue-rra de cristianos contra cristianos. Las cruzadas estaban des-acreditadas. Además, yo tenía otras cosas en qué pensar.

El viento se había aplacado. Todavía enojado por la tontadisputa con mi prometida, me fui hacia el puerto, para ver losnavíos. Estaban todos arrimados a los muelles, lado a lado,con las escotillas abiertas, recibiendo millares de sacos de

harina de trigo entre sus bordas pintadas de arlequín. Losregimientos de infantería subían lentamente por las pasare-las, en medio de los gritos de los estibadores, los silbatos delos contramaestres, las señales que rasgaban la bruma, pro-moviendo rotaciones de grúas. Sobre las cubiertas se amonto-naban trastos informes, mecánicas amenazadoras, envueltasen telas impermeables. Un ala de aluminio giraba lentamen-te, a veces, por encima de una borda, antes de hundirse en laobscuridad de un sollado. Los caballos de los generales, colga-dos de cinchas, viajaban por sobre los techos de los almace-nes, como corceles wagnerianos. Yo contemplaba los últimospreparativos desde lo alto de una pasarela de hierro, cuando,de pronto, tuve la angustiosa sensación de que faltaban pocashoras –– apenas trece ––  para que yo también tuviese que acer-carme a aquellos buques, cargando con mis armas. Entonces

pensé en la mujer; en los días de abstinencia que me espera-ban; en la tristeza de morir sin haber dado mi placer, una vezmás, al calor de otro cuerpo. Impaciente por llegar, enojadoaún por no haber recibido un beso, siquiera, de mi prometida,

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me encaminé a grandes pasos hacia el hotel de las bailarinas.Christopher, muy borracho, se había encerrado ya con la su-

ya. Mi amiga se me abrazó, riendo y llorando, afirmando queestaba orgullosa de mí, que lucía más guapo con el uniforme,y que una cartomántica le había asegurado que nada me ocu-rriría en el Gran Desembarco. Varias veces me llamó héroe,como si tuviese una conciencia del duro contraste que estehalago establecía con las frases injustas de mi prometida. Salía la azotea. Las luces se encendían ya en la ciudad, precisan-

do en puntos luminosos la gigantesca geometría de los edifi-cios. Abajo, en las calles, era un confuso hormigueo de cabe-zas y sombreros.

No era posible, desde este alto piso, distinguir a las muje-res de los hombres en la neblina del atardecer. Y era, sin em-bargo, por la permanencia de ese pulular de seres desconoci-dos, que me encaminaría hacia las naves, poco después del al-

ba. Yo surcaría el Océano tempestuoso de estos meses, arri-baría a una orilla lejana bajo el acero y el fuego, para defen-der los Principios de los de mi raza. Por última vez, una espa-da había sido arrojada sobre los mapas de Occidente. Peroahora acabaríamos para siempre con la nueva Orden Teutó-nica, y entraríamos, victoriosos, en el tan esperado futuro delhombre reconciliado con el hombre. Mi amiga puso una manotrémula en mi cabeza, adivinando, tal vez, la magnanimidadde mi pensamiento. Estaba desnuda bajo los vuelos de su pei-nador entreabierto.

IV

Cuando regresé a mi casa, con los pasos inseguros de quienha pretendido burlar con el vino la fatiga del cuerpo ahíto de

holgarse sobre otro cuerpo, faltaban pocas horas para el alba.Tenía hambre y sueño, y estaba desasosegado, al propio tiem-po, por las angustias de la partida próxima. Dispuse mis ar-mas y correajes sobre un escabel y me dejé caer en el lecho.

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Noté entonces, con sobresalto, que alguien estaba acostadobajo la gruesa manta de lana, y ya iba a echar mano al cuchi-

llo cuando me vi preso entre brazos encendidos de fiebre, quebuscaban mi cuello como brazos de náufrago, mientras unaspiernas indeciblemente suaves se trepaban a las mías. Mudode asombro quedé al ver que la que de tal manera se habíadeslizado en el lecho era mi prometida. Entre sollozos me con-tó su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos, el pasofurtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la ventana,

y las impaciencias y los miedos de la espera. Después de latonta disputa de la tarde, había pensado en los peligros y su-frimientos que me aguardaban, sintiendo esa impotencia deenderezar el destino azaroso del guerrero que se traduce, entantas mujeres, por la entrega de sí mismas, como si ese sa-crificio de la virginidad, tan guardada y custodiada, en elmomento mismo de la partida, sin esperanzas de placer, dan-

do el desgarre propio para el goce ajeno, tuviese un propicia-torio poder de ablación ritual. El contacto de un cuerpo puro, jamás palpado por manos de amante, tiene un frescor único ypeculiar dentro de sus crispaciones, una torpeza que sin em-bargo acierta, un candor que intuye, se amolda y encuentra,por obscuro mandato, las actitudes que más estrechamentemachiembran los miembros. Bajo el abrazo de mi prometida,cuyo tímido vellón parecía endurecerse sobre uno de mis mus-los, crecía mi enojo por haber extenuado mi carne en trabazo-nes de harto tiempo conocidas, con la absurda pretensión dehallar la quietud de días futuros en los excesos presentes. Yahora que se me ofrecía el más codiciable consentimiento, mehallaba casi insensible bajo el cuerpo estremecido que se im-pacientaba. No diré que mi juventud no fuera capaz de enar-decerse una vez más aquella noche, ante la incitación de tan

deleitosa novedad. Pero la idea de que era una virgen la queasí se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigiríaun lento y sostenido empeño por mi parte, se me impuso conel temor al acto fallido. Eché a mi prometida a un lado, besán-

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dola dulcemente en los hombros, y empecé a hablarle, con sin-ceridad en falsete, de lo inhábil que sería malograr júbilos

nupciales en la premura de una partida; de su vergüenza alresultar empreñada; de la tristeza de los niños que crecen sinun padre que les enseñe a sacar la miel verde de los troncoshuecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras. Ella me escu-chaba, con sus grandes ojos claros encendidos en la noche, yyo advertía que, irritada por un despecho sacado de los tras-mundos del instinto, despreciaba al varón que, en semejante

oportunidad, invocara la razón y la cordura, en vez de rotu-rarla, y dejarla sobre el lecho, sangrante como un trofeo decaza, de pechos mordidos, sucia de zumos; pero hecha mujeren la derrota. En aquel momento bramaron las reses que ibana ser sacrificadas en la playa y sonaron las caracolas de los vi-gías. Mi prometida, con el desprecio pintado en el rostro, selevantó bruscamente, sin dejarse tocar, ocultando ahora, me-

nos con gesto de pudor que con ademán de quien recuperaalgo que estuviera a punto de malbaratar, lo que de súbitoestaba encendiendo mi codicia. Antes de que pudiera alcan-zarla, saltó por la ventana. La vi alejarse a todo correr por en-tre los olivos, y comprendí en aquel instante que más fácil mesería entrar sin un rasguño en la ciudad de Troya, que recu-perar a la Persona perdida.

Cuando bajé hacia las naves, acompañado de mis padres,mi orgullo de guerrero había sido desplazado en mi ánimo poruna intolerable sensación de hastío, de vacío interior, de des-contento de mí mismo. Y cuando los timoneles hubieron ale- jado las naves de la playa con sus fuertes pértigas, y se ende-rezaron los mástiles entre las filas de remeros, supe que ha-bían terminado las horas de alardes, de excesos, de regalos,que preceden las partidas de soldados hacia los campos de

batalla. Había pasado el tiempo de las guirnaldas, las coronasde laurel, el vino en cada casa, la envidia de los canijos, y elfavor de las mujeres. Ahora, serían las dianas, el lodo, el panllovido, la arrogancia de los jefes, la sangre derramada por

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error, la gangrena que huele a almíbares infectos. No estabatan seguro ya de que mi valor acrecería la grandeza y la dicha

de los acaienos de largas cabelleras. Un soldado viejo que ibaa la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquiladorde ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, aquien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muygustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho deParis sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vír-genes que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda

la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda, ofendiday humillada por los troyanos, era mera propaganda de gue-rra, alentada por Agamenón, con el asentimiento de Menelao.En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tanelevados propósitos, había muchos negocios que en nada be-neficiarían a los combatientes de poco más o menos. Se trata-ba sobre todo  –– afirmaba el viejo soldado ––   de vender más

alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras decarros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas,amantes de trueques, acabándose de una vez con la compe-tencia troyana. La nave, demasiado cargada de harina y dehombres, bogaba despacio. Contemplé largamente las casasde mi pueblo, a las que el sol daba de frente. Tenía ganas dellorar. Me quité el casco y oculté mis ojos tras de las crinesenhiestas de la cimera que tanto trabajo me hubiera costadoredondear –– a semejanza de las cimeras magníficas de quie-nes podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos degran estilo, y que, por cierto, viajaban en la nave más velera yde mayor eslora.

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 VIAJE A LA SEMILLA 

I

 –– ¿Qué quieres, viejo?... Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios.Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgo-neando, sacándose de la garganta un largo monólogo de fra-ses incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubrien-do los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arri-ba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndo-

las rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales yde yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentandolas murallas aparecían  –– despojados de su secreto ––   cielosrasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, as-trágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros co-mo viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demo-lición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteadode negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre sufuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horasde sombra, los peces grises del estanque bostezaban en aguamusgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros,negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secu-lar de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apunta-lándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajarde cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sor-

dina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas con-certaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos deaves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despo-

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blaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el saltodel día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de su-

dores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcu-zas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada elcrepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horasen que su ya caída balaustrada superior solía regalar a lasfachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios.Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas,abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían en-tre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condiciónvegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia lavoluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó lanoche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco depuerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras sus-pendidas de sus bisagras desorientadas.

II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestosextraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldo-sas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a lospisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fue-ron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal cla-veteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos delas charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápidarotación. En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzode las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando unsonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la arma-dura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus pro-

porciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menosgris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del aguallamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta

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principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban ahueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento ama-

rillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes ves-tidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compásde cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su le-cho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado porcuatro cirios con largas barbas de cera derretida

III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuandorecobraron su tamaño, los apagó la monja apartando unalumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La ca-sa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche.Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocan-do en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damas-co, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las pal-mas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico mo-vió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintiómejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negray cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, pobladade pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de es-condrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita,a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pron-to, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en lassienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer des-nuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó ena-guas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de se-da estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cu-

briendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas deoro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbatafrente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al des-

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pacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y es-cribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo ha-

bía sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejorpostor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y ledejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, enesas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchashojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazandocompromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaracio-nes, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; ma-

raña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban laspiernas del hombre, vedándole caminos desestimados por laLey; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir elsonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo habíatraicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de lega- jos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de pa-pel.

Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar laseis de la tarde.

IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remor-dimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer unamujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, pocoa poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadaspor escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta no-che, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa,sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fueentonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo alas orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traíanen las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, du-

rante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de lacuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes ba- jas.

 Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el ba-

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ño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron elestanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y

palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmu-rando: ―¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde quecorre!‖ No había día en que el agua no revelara su presencia.Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara de-rramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baileaniversario dado por el Capitán General de la Colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos ami-

gos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Lasgrietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó alclavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas sal-taban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceresy los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso, Marcialsolía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Bo-rrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tor-

naban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó lacasa.

 V

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco máslas hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menosalumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Mar-quesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad.

Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas  –– re-lumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles alsol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecíanel soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocíanapenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, paradistraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de

Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sa-cadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lo-zas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la bri-sa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anuncia-

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ban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sono-ras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de

cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo des-lucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambosregresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viajepor un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fue-ron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron pre-sentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alar-des de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial

siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo,hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del or-febre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, unavida nueva. En la casa de altas rejas, la Ceres fue sustituidapor una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelan-taron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encen-didas, pintada ya el alba, las luces de los velones.

 VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos detabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensaciónextraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego lascuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Eracomo la percepción remota de otras posibilidades. Como cuan-do se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarsesobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles fir-memente asentados entre las vigas del techo. Fue una impre-sión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, pocollevado, ahora, a la meditación.

 Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en quealcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su

firma había dejado de tener un valor legal, y que los registrosy escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Lle-gaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles pa-ra quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Lue-

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go de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaronde la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y

un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirole-sa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia. Otro em-bocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre,sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flautatraversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba reque-brando atrevidamente a la de Campoflorido, su sumó al gui-rigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía

del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, re-cordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello,se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías.En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los ves-tidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras em-plastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largascasacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en

los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de ama-ranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores deterciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacidoen una mascarada de carnaval, levantó aplausos. La de Cam-poflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo decolor de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en nochede grandes decisiones familiares, para avivar los amansadosfuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música.Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres basto-nazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, quelas madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, coneso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos dehombre sobre las ballenas del corset que todas se habían he-cho según el reciente patrón de ―El Jardín de las Modas.‖ Las

puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes,que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelossofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Lue-go se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con

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la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó unbeso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfu-

mado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezasde escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces delcrepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban engrisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile,donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de gran-des ajorcas, sin perder nunca –– así fuera de movida una gua-racha ––  sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en car-

navales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un true-no de tambores tras de la pared medianera, en un patio sem-brado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial ysus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entreca-nas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando mirabapor sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

 VIILas visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia,eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera dela cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácanapara despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropeza-ban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas man-gas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó unapensión razonable, calculada para poner coto a toda locura.Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Semi-nario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros,comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómi-nes. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que habíasido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones,

golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la in-movilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se conten-taba ahora con una exposición escolástica de los sistemas,aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. ―León‖,

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―Avestruz‖, ―Ballena‖, ―Jaguar‖, leíase sobre los grabados encobre de la Historia Natural. Del mismo modo, ― Aristóteles‖,

―Santo Tomás‖, ―Bacon‖, ―Descartes‖, encabezaban páginasnegras, en que se catalogaban aburridamente las interpreta-ciones del universo, al margen de una capitular espesa. Pocoa poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado deun gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendotan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensaren el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores

detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae delárbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una baña-dera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que aban-donó el Seminario, olvidó los libros. El gnomo recobró su cate-goría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el oc-tandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.

 Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había

ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puer-tas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que lleva-ba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo per-seguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, undía, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorarde espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno,renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concu-rridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresarcon rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acerarajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la mediavuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.

 Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corde-ros pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azulceleste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles conalas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que

se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombrosy el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Trope-zaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echandomano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus poci-

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llos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban sucolor primero.

 VIII

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los ante-brazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armariosde cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el tor-so, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los ba-

laustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillo-nes de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No habíaya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la baña-dera con anillas de mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvoganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo quedormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo

la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las tela-rañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar ca-bida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dis-puso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales acaballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, consus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha,pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morterosestaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas devidrio a más de un metro de distancia.

 –– ¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo

de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse alavarse las manos y bajar al comedor.

Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse enel enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se

sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciope-lo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Al-gunas huelen a notario  –– como Don Abundio ––  por no cono-cer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiem-

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po. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángu-los y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la ma-

dera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra,que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial seocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar lacaja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Delcielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calde-rones-órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.

IX

 Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullosen toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiadosuculento para un día de semana. Había seis pasteles de laconfitería de la Alameda  –– cuando sólo dos podían comerse,los domingos, después de misa. Se entretuvo mirando estam-

pas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por deba- jo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hom-bres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas debronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció elcalesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de susbotas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era ca-ballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, po-día avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar unade frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hastamás allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Co-mercio.

 Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacíaen su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló asu hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los ―Sí, padre‖

y los ―No, padre‖, se encajaban entre cuenta y cuenta del ro-

sario de preguntas, como las respuestas del ayudante en unamisa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones quenadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era deelevada estatura y talla, en noches de baile, con el pecho ruti-

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lante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y losentorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había

comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganan-do una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo deazotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda,llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrásde una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrocha-da, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciabalas fuentes de compota devueltas a la alacena.

El padre era un ser terrible y magnánimo al que debíaamarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios,porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería elDios del cielo, porque fastidiaba menos.

X

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supocomo nadie lo que había debajo de las camas, armarios y var-gueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encan-to fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni supadre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, erantan importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes venci-dos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jira-fas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, enhabitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser másastutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilodel lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerposapretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáci-les de aprender, porque las palabras no tenían significado yse repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba,

de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, habíaapedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego enlas sombras de la calle de la Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fo-

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gón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que lle-naran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La iz-

quierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballoscerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel se-ñor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas,sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en ve-rano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastelarrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcialy Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y

almendras, que llamaban el ―Urí, urí, urá‖, con entendidascarcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo,siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lle-no de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en des-ván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposaspolvorientas acababan de perder las alas en caja de cristalesrotos.

XI

Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó aMelchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa.El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; elgalgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demásperseguían en épocas determinadas, y que las camareras te-nían que encerrar.

Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de lashabitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siemprenegro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comidade los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados alpie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un hue-vo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco

palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. PeroMarcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvíatriunfante, moviendo la cola, después de haber sido abando-nado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un pues-

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to que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos enla guardia, nunca ocuparían.

Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la al-fombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nu-bes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba cas-tigo de cintarazos.

Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las per-sonas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirablepara armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión

de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a supadre de ―bárbaro‖, Marcial miraba a Canelo, riendo con losojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todoquedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol,bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfumeal pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húme-dos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa

colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado;la lagartija que decía ―urí, urá‖, sacándose del cuello una cor-bata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; elratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un díaseñalaron el perro a Marcial.

 –– ¡Guau, guau! –– dijo.Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema li-

bertad. Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que esta-ban fuera del alcance de sus manos

XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su per-cepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luzque ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bau-

tismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oí-do, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placente-ras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le en-traba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo di-

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visaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente,húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo

arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando susúltimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipesbajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Lospeces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas enel fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desa-

pareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sor-bían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera.El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en lagamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, re-dondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, losvargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas,salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al

pie de las selvas. Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba.Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosa-mente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las pano-plias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los boca-dos de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metalque galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo semetamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro,volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.

XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la de-molición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se habíallevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticua-rio. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a

sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordóentonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa deCapellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangasdel Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, por-

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que el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que cre-cen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza,

ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

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 ALEJO C ARPENTIER (1904-1980)

Narrador, ensayista, musicólogo y periodista cubano cuya obra in-fluyó notoriamente en el desarrollo de la literatura latinoamerica-na. Abandonó los estudios de Arquitectura para entregarse al pe-riodismo y a la música. Fue encarcelado por motivos políticos en

1927 y, luego de su excarcelación, se radicó en París, donde se vin-culó con el surrealismo, aunque más tarde asumió una posición crí-tica con respecto a ese movimiento. En 1939 regresó a Cuba y seisaños después viajó a Venezuela, país en el cual permaneció hasta eladvenimiento de la Revolución cubana. Desde 1966 hasta su falle-cimiento se desempeñó como agregado cultural de la embajada deCuba en Francia. Dueño de un estilo majestuoso y colorido que de-nota el influjo del barroco, y consecuente con su célebre teoría de

―l l ill ‖ C ti ó b